12

La compuerta era cuadrada, de unos 140 metros de lado, y resultaba a todas luces un burdo añadido. Hasta su composición era distinta a la del casco de Asedro: una vulgar aleación de titanio, acero y aluminio. En uno de los lados, dos bisagras descomunales la afeaban aún más. En el extremo opuesto, una manivela de cincuenta centímetros lucía más bien ridícula, pero su finalidad era obvia.

—No se han esmerado mucho diseñándola —comentó Beni.

—Es tosco, sin duda —apoyó Uhuru—, pero supongo que servirá para entrar.

—¿Habrá que llamar? No veo el timbre —Beni optó por proseguir, ante el escaso éxito de su broma—. Tal vez se cansaron de estrellar naves, y colocaron una puerta.

—¿Y cómo entraban antes? Esa escotilla, o lo que sea, es un pegote colocado a posteriori —todos asintieron a las palabras de Uhuru—. Otro absurdo más. Así, pues, ¿qué hacemos, gran jefe?

—Supongo que colarnos, ya que estamos aquí.

La Alastor, con sus sistemas de armas en alerta máxima, se aproximó cautelosamente a Asedro, hasta aparcar a unas decenas de kilómetros de su superficie. Una navecilla surgió de la bodega, y se encaminó hacia la extraña compuerta. Su único tripulante, el androide ACM-56, la manejó con pericia. Sincronizó sus vectores con los de Asedro y se mantuvo estacionario a dos metros de su objetivo.

—Posición lograda. Aguardo órdenes —fue el lacónico mensaje al finalizar la maniobra.

En la nave, Beni no se lo pensó mucho.

—Describe la manivela, ACM; puedes utilizar la garra.

Un brazo articulado brotó de la navecilla. En su extremo, una mano robot, orlada de sensores ópticos, aferró suavemente la manivela de la compuerta, y la exploró con delicadeza.

—Es una estructura en forma de T. Los dos brazos son cilíndricos, de 63 milímetros de diámetro, y 48 centímetros de longitud. No se aprecia soldadura entre ambos. La manivela aparece como clavada en la superficie; simplemente, desaparece en ella.

—Prueba a girarla; ten cuidado por si la puerta se abre violentamente, o algo sale expelido hacia el espacio y te pilla por medio.

La navecilla se situó lo más alejada posible de los bordes de la compuerta, y la garra articulada trató de girar la manivela. Ésta no se movió.

—Demasiado sencillo para ser verdad —dijo Beni.

—ACM, prueba en sentido contrario —propuso Uhuru.

El androide obedeció, y todos se llevaron un buen sobresalto. Como si para ella no existiera el rozamiento, la barra giró un cuarto de vuelta; simultáneamente, la compuerta se abrió un par de metros. Pasaron unos segundos tensos, pero nada brotó del interior de Asedro, ni siquiera trazas de aire.

—¿Continúo? —preguntó el androide.

—Invierte el sentido de giro —la compuerta se cerró—. Estupendo; ábrela del todo, despacio.

Parsimoniosamente, la compuerta fue apartada a un lado. Quedó al descubierto un agujero circular de gran tamaño, negro y vacío. La navecilla flotó como una burbuja y se plantó delante de la abertura. En las pantallas de la Alastor sólo se percibía un redondel de oscuridad absoluta.

—Es un túnel perfectamente cilíndrico, al menos hasta donde alcanzan los sensores —el tono del androide era profesional, sin emoción—, completamente recto. No detecto el final; las paredes absorben el eco del radar, de algún modo. Procedo a intensificar la imagen —un minúsculo punto gris se esbozó en el centro del campo—. Si la anchura del túnel se mantiene constante, y eso es el final, mide aproximadamente 25 kilómetros de longitud y 64 metros de diámetro.

Beni masculló una palabrota entre dientes, y farfulló algo acerca de los ancestros de los alienígenas.

—La luz de los focos también parece perderse en las paredes —apuntó Jan.

Se hizo un silencio ominoso, como de tumba.

—No podemos permanecer aquí toda la vida —dijo al fin Beni.

ACM-56 no protestó, ya que no había sido programado para ello. Se enfundó un equipo de propulsión extravehicular de tamaño y diseño similar a una mochila, y se aplicó un transmisor en la garganta; su laringe estaba diseñada para la emisión de mensajes en el vacío. Sin más ceremonias abandonó la navecilla; carecía de escafandra, pero tampoco la necesitaba. Dedicó unos segundos a probar la operatividad de los impulsores, e inmediatamente se sumergió en Asedro, que dio la impresión de tragárselo, como unas fauces hambrientas.

El androide siguió una trayectoria que coincidía con el eje del túnel, sin desviarse un ápice. Las cámaras de la nave, así como las que él mismo portaba en su equipo, transmitían una escena que parecía haberse congelado: un tubo interminable, de paredes lisas y oscuras. La monotonía sólo se veía quebrada por algún comentario ocasional de ACM-56:

—No detecto atracción gravitatoria alguna; incluso la procedente de la estrella ha desaparecido.

Nadie comentaba nada; todos leían los datos suministrados por el ordenador, tratando de hallar algo familiar o tan sólo identificable. Poco a poco, el final del túnel fue llenando el campo de observación, hasta que el androide se detuvo, flotando a escasos metros de él, diminuto como un insecto. Era un círculo uniformemente gris, que desprendía una luminosidad macilenta, como la de un atardecer nublado. No se apreciaba ni una sombra, ni un movimiento.

—Aguardo órdenes.

A Beni le pesaba en exceso la responsabilidad. Hasta ahora, siempre se había enfrentado a problemas humanos; incluso en las situaciones más desesperadas, había tenido algún punto de referencia que permitiera juzgar, decidir. Sin embargo, Asedro estaba bañado en un mar de perplejidad, de extrañeza, de estar reñido con la lógica humana.

—ACM, explora la superficie gris; toma las máximas precauciones.

El androide se acercó a escasos centímetros, y trató de tocarla. El efecto fue sorprendente: su mano desapareció dentro de lo gris, como un fantasma atravesando un muro. Retiró el brazo a una velocidad inaudita; en la nave, los demás se sobresaltaron.

—¿Qué ha pasado, ACM? ¿Estás bien? —la voz de Beni reflejaba sincera preocupación.

—Ha sido demasiado rápido, pero estaba muy caliente, y creo que había aire detrás. Sea lo que sea, no penetra en el túnel, aunque desconozco cómo lo consiguen. Probaré otra vez.

De nuevo introdujo su antebrazo hasta el codo; el corte era nítido. Lo movió de un sitio a otro.

—La temperatura es de 380°C. Hay atmósfera; noto una leve brisa —retiró la mano, tomó un sensor de la mochila y volvió a introducirla—. Se trata de una mezcla de sulfuros —el ordenador mostró su composición exacta a la tripulación—; no hay trazas de oxígeno, nitrógeno, gases nobles, vapor de agua o dióxido de carbono. Tampoco se detectan hidrocarburos. Voy a enviar una sonda.

Una bolita de pocos centímetros de diámetro flotó lentamente en el vacío, se introdujo obediente en lo desconocido, y luego nada.

—La emisión se ha perdido totalmente. No hay respuesta a los controles —comunicó lacónicamente el androide.

—Tal vez la interfase gris bloquea las ondas EMG —propuso Uhuru.

—En ese caso, trataré de introducirme y describir lo que vea, si lo estiman conveniente.

Beni suspiró. No le gustaba poner en peligro a nadie, pero no tenía más remedio.

—Procede con cuidado, ACM.

El espectáculo era de una extrañeza fascinante. La cabeza del androide desapareció poco a poco, como si un dibujante invisible la fuera borrando.

—El panorama es inesperado…

Súbitamente, su voz se interrumpió. Había introducido el cuerpo hasta la cintura, cuando desapareció como si algo tirara violentamente de él hacia arriba.

—¿ACM-56? ¡Responde, por favor!

Beni repitió la pregunta una y otra vez, mientras notaba cómo un sudor frío le empapaba la ropa. Las imágenes de películas de terror vistas tiempo ha, pasaron por su mente. Y del androide, ni rastro.

Transcurrieron cinco minutos.

Beni acabó de ajustarse el traje espacial y abandonó el vehículo auxiliar que le había llevado hasta la boca del túnel. A diferencia de ACM, un cordón umbilical lo unía a la nave, una delgada cinta ultrarresistente que permitía de sobra llegar hasta el final del recorrido sin soportar tensiones excesivas. Estaba nervioso, y apretó contra el pecho el subfusil de asalto que portaba, lo que le hizo sentirse más seguro. Con aquello podía abrir un boquete en el blindaje de un tanque, o reventar a un ser de tamaño inferior al de una ballena, si se le ponía por delante.

El círculo gris se hacía cada vez mayor, al tiempo que aumentaba su inquietud. Temía por la suerte del androide, sintiéndose culpable por ello. A pesar de los ruegos, no había consentido que nadie le acompañase. Era insensato arriesgar más vidas.

«Malditas películas…» Trató de apartar las imágenes de monstruos babeantes, repletos de garras y dientes, que pasaban por su cabeza. El recuerdo de los robots de la Colina tampoco contribuía a tranquilizarlo. «Espero no encontrarme con los modelos que los inspiraron».

Por fin se situó frente a la barrera gris, sin saber muy bien qué hacer. Algo le indujo a aproximarse a la pared del túnel. «Prefiero disponer de un punto de apoyo», musitó. Se desplazó hasta que pudo tocarla; era completamente lisa, pero mate, sin el brillo que cabría esperar de una superficie metálica pulida. Respiró hondo varias veces. «ACM dijo que al otro lado la temperatura era de trescientos y pico grados; creo que el traje aguantará. Bueno, éste es el momento decisivo. ¿Entro violentamente o asomo la cabecita con delicadeza?» Quitó el seguro a su arma, se dio unas cuantas frases de ánimo, y…

Una mano surgió del círculo gris, a escasos centímetros de su cara.

Medio segundo después Beni ya había pegado una patada a la pared, apartándose del lugar, girado sobre sí mismo y se disponía a disparar. Sin embargo, consiguió controlarse y aguardar acontecimientos.

Tras la mano surgieron un brazo y una cabeza. ACM-56 hizo gestos de que todo marchaba bien. Beni sintió que una oleada de alivio le recorría el cuerpo, y le pareció que los testículos regresaban a su sitio habitual.

—El interior de Asedro es muy peculiar, señor —dijo el androide, tan desapasionado como de costumbre.

—La madre que te parió; vaya susto que me has dado —le contestó, dándole una palmada afectuosa en el hombro.

Cuando le tocó el turno, Beni atravesó la barrera gris por el lugar aconsejado por ACM-56. Nada más haberlo hecho, sintió que el mundo daba vueltas en torno de él y cayó sobre algo duro. Pasaron unos segundos antes de que lo abandonara la sensación de náusea y se ajustara a las nuevas coordenadas espaciales. Pasar de repente de un ambiente ingrávido a otro equivalente a 0,89 respecto del de la Vieja Tierra, volvía loco al sistema del equilibrio. Además, el suelo estaba en el lugar equivocado, o eso decía su encéfalo. Una vez repuesto, miró hacia arriba y volvió a marearse. Se sentó y admiró el panorama, boquiabierto.

Se hallaba en una colina baja, y a su alrededor se extendía una llanura cubierta por algo parecido a hierba gris. Detrás, el agujero enorme por el que había entrado se asemejaba a un pozo negro sin fondo. Se inclinó hacia él y trató de tocar su superficie. Tuvo que ejercer bastante presión para meter la mano, hasta que desapareció. Notaba cómo una fuerza trataba de expulsarla hacia el interior de Asedro.

«Un campo repulsor… Con razón ACM fue absorbido de golpe, dándonos un susto de muerte. Incluso yo, a sabiendas, he sido pillado desprevenido». Respiró hondo y continuó observando.

A lo lejos, unas montañas elevadísimas y de color gris metálico resaltaban sobre un horizonte alucinante, que se elevaba hasta tocar una espesa capa de nubes pardas, que lo cubría todo a varios kilómetros de altura.

«Esto es un planetoide artificial hueco. Estamos en la cara interna de Asedro, sobre la cual han dispuesto una superficie habitable. Bueno, no para los humanos».

Bajó la vista. A unas decenas de metros, los demás contemplaban el panorama, con movimientos lentos, incrédulos. Parecían tan extraños como el paisaje que los rodeaba, embutidos en sus trajes blancos, con las mochilas repletas de equipo y los radiadores expulsando calor, intentando evitar que murieran achicharrados por la brutal temperatura. Beni se reunió con ellos y, aún demasiado asombrados como para articular palabra, se aventuraron en la llanura de hierba corta, que apenas les llegaba a los tobillos.

El color grisáceo de la vegetación y el pardusco de las nubes impregnaba el ambiente con un hálito de tristeza. Beni, como exobiólogo, iba mirando el suelo, intentando localizar algo que no fuera uno de esos tallos lisos y afilados. A pocos metros divisó una forma de vida que le recordó a un cardo. Fue a examinarla con precaución; al aproximarse, la criatura se replegó sobre sí misma, formando una bola erizada de púas. Beni dio un paso atrás, sobresaltado.

Todos se acercaron a ver lo sucedido. Jan hurgó en la base del extraño cardo, el cual estalló en cuanto empezó a manipularlo, dejándolo cubierto de pringosas salpicaduras. Soltó un taco.

«No eres tan impasible como creía, o bien estás muy nervioso. Además, nunca se debe tocar a un organismo alienígena desconocido, aunque sea inofensivo en apariencia».

De repente, Uhuru gritó:

—¡Mirad arriba!

Una densa bandada de criaturas voladoras surcaba el aire, a unos cientos de metros por encima. Tenían apariencia de peces con vaporosas aletas, sin que aparentemente realizaran ningún esfuerzo mecánico al volar. Como una manada de zepelines se perdieron en lontananza, por aquel mareante horizonte que se curvaba hacia arriba. Calcularon que aquellos seres tendrían veinte metros de largo.

Jan llamó la atención sobre algo similar a un lagarto que reptaba velozmente entre la hierba. Trató de atraparlo, pero el presunto reptil fue más rápido. Se refugió bajo uno de los curiosos cardos, el cual se lo merendó rápidamente. Se plegó sobre él y se hizo una bola, con el animal dentro. Tan sólo algún lento movimiento peristáltico recordaba que estaba comiendo.

Beni, tal vez por estar más acostumbrado a desenvolverse en ambientes extraños, fue el primero en darse cuenta de que estaban actuando de forma ilógica. Parecían niños pobres que súbitamente fueran trasladados a la sección de juguetería de unos grandes almacenes: iban de un sitio a otro, alucinados, echando un vistazo a una cosa, y dejándola en el acto, deslumbrados por otra más llamativa, y otra, y otra. Era como una borrachera, embriagadora pero peligrosa. Si de algo estaba seguro, era de que frente a un entorno anómalo se necesitaba un proceder metódico. El desorden era romántico, pero inútil.

Establecieron un campamento base cerca del Agujero, como ahora lo llamaban. El problema de la no transmisión de las ondas de radio desde el interior de Asedro a la Alastor fue solucionado de forma simple, pero eficaz: se colocó un emisor/receptor cerca del borde del Agujero, que transmitía la información a otro similar en el exterior por medio de un cable óptico blindado, y de ahí al ordenador de la nave.

Nada más iniciarse los preparativos, Demócrito manifestó su deseo de no resignarse al mero papel de escucha, orbitando en torno a Asedro.

—Es innecesario que nos acompañes —razonó Beni—. Gracias al sistema de comunicación improvisado, tienes ojos y oídos en el interior de esa cosa —señaló a las pantallas, que mostraban a Asedro flotando serenamente en el vacío—. Además, aquí puedes vigilar por si se acerca cualquier artefacto Alien amenazador.

—Como ser pensante, soy de hecho y de derecho ciudadano corporativo. Debo tener las mismas oportunidades que cualquier integrante bípedo de la tripulación, y me apetece visitar los ecosistemas asedrianos. Con mi inmensa experiencia, es evidente que seré útil allí; en el fondo, lo hago por ustedes. Sin duda, necesitan ayuda cualificada.

Beni sonrió, aunque en el fondo estaba sorprendido. El viejo ordenador le resultaba cada vez más humano, pero se abstuvo de mencionárselo; se ofendería, sin duda.

—Supongo que desde Asedro también podrás controlar la Alastor.

—Es una tarea sencilla, señor. Los ordenadores tenemos el don de la ubicuidad. Una vez terminado el proceso, estaré en ambos sitios a un tiempo.

—Ajá. Sólo resta un pequeño inconveniente: ¿Cómo te las arreglarás para pasar ahí dentro, si tu memoria está almacenada en una zona de alta seguridad dentro de esta nave?

Mas Demócrito se salió con la suya. Copió y transfirió su personalidad y lo más esencial de sus recuerdos (es decir, bastante) a los bancos de datos de un vehículo auxiliar y viajó con los demás al interior de Asedro.

En cuestión de horas se había acarreado el material necesario para establecer el campamento base. Almacenes, laboratorios y habitáculos fueron desplegados, rellenados de aire fresco y mantenidos a temperatura soportable para los humanos; en su interior se podía andar descalzo, vestido con camiseta y pantalones cortos, lo que resultaba una bendición. Aunque los trajes espaciales eran cómodos, con radiadores de calor muy eficaces, y su sistema multicapa permitía mantener al tejido en contacto con la piel razonablemente fresco, amén de reciclar el sudor y otros detritos, la sensación de caminar dentro de un horno persistía, agobiante.

Una vez que todo estuvo listo, se inició la exploración de Asedro.