El ambiente de la reunión era sombrío. A Beni le preocupaba especialmente Jan; a su lado, incluso ACM-56 era más vivaz. «Creo que te comprendo. Eres un genuino producto de la Corporación, absolutamente leal a ella, sin otro aliciente en la vida que servirla. Y ahora…»
—No podemos dar la vuelta, y el rescate es imposible. La distancia es insalvable, ¿verdad, Demócrito? —no era una pregunta, sino una aseveración.
—El Ekumen, incluso en la Edad de Oro, nunca sobrepasó los 40.000 años luz en su eje mayor, a lo largo del Brazo de Orión. Ninguna de nuestras naves es capaz de superar eso con la tecnología actual. Para llegar aquí, en el caso de que sobrevivieran, tardarían siglos. La energía necesaria sería descomunal, incluso viajando a base de saltos cortos, señor.
—Y esta maldita nave Alien que llevamos debajo lo hizo en un parpadeo —Beni se rascó la cabeza, distraído, a la vez que paseaba por la cabina—. ¿Alguna sugerencia, si sois tan amables?
Se miraron unos a otros, excepto el androide, para variar. Transcurrieron unos segundos hasta que Demócrito, en tono jovial y confiado, propuso:
—Trataré de enfocar el comunicador cuántico hacia el lugar que debería ocupar el Sistema Solar. Sí, soy consciente de la casi insalvable dificultad que conlleva, mas mi espíritu no se arredra ante los escollos.
Beni quedó mirando a la consola de donde provenía la voz.
—Aunque dicen que los cerebros biocuánticos son inalterables, me parece que chocheas, Demócrito. En fin, sugiero que nos retiremos a dormir, o a meditar, según prefiera cada uno, ya que los cálculos llevarán tiempo. Poco más podemos hacer.
Solo en su camarote, reflexionó sobre la ironía del destino. Tanto él como su tripulación habían sido elegidos por su capacidad de reacción, por si se topaban con algún peligro al saltar al espacio normal: un astropuerto repleto de alienígenas, un planeta destruido, tal vez un gran portanaves en ruinas. Nunca imaginaron algo como un fragmento de esfera Dyson.
«Con razón no se detectó nada durante el Desastre. Estaban demasiado lejos».
Demasiado lejos. ¿Cómo iban a regresar?
La exploración de la esfera se hacía necesaria. Lo más lógico sería tratar de penetrar en uno de los esbeltos pináculos de cien kilómetros de altura; a lo mejor descubrían algo que les permitiera recuperar el secreto del salto hiperespacial a baja energía, o descifrar las cajas negras de la nave Alien.
«Debe de haber billones de esas estructuras en la esfera. Conociendo mi suerte, podríamos estar buscando hasta el fin de los tiempos sin hallar nada. Creo que vamos a lamentar no haber incluido más científicos en la expedición».
Siguió divagando. «¿Y si esas cosas fueran realmente arcólogos, o algo semejante?» Hizo unos cálculos sobre la cantidad de habitantes que podrían albergar y optó por dejarlo, sobrecogido. «Todos los mundos humanos cabrían en esa esfera, y aún sobraría sitio».
Sintió frío, y reguló la temperatura en los controles de su cabecera.
«¿Cuánto tiempo podremos aguantar en la Alastor? Con las provisiones, los sintetizadores de alimentos y los recicladores, gozamos de una autonomía de décadas, pero antes nos habremos vuelto locos o histéricos. Ningún ser humano aguanta tanto tiempo en un entorno cerrado». Sonrió. «¿Dije humanos? Todos somos unos bichos raros».
Estuvo bastante tiempo dándole vueltas al asunto. «En caso de angustia podemos hibernarnos, y confiar en que vengan a recogernos antes del colapso del Universo. Si al menos Demócrito consiguiera localizar el lugar que ocupa actualmente el Viejo Sol, y enviar su mensaje…»
Sus pensamientos retornaron a la esfera Dyson. «Tendremos que explorarla a baja altura, y luego será necesario que vayamos en persona a corretear por ahí, con generadores agrav portátiles. El androide puede encargarse de la primera toma de contacto, mejor que cualquiera de nosotros. ¿Qué opinará al respecto? Nunca logré averiguar qué pasa por la mente de esas criaturas, si es que pasa algo».
Apagó las luces, tratando de conciliar el sueño, pero sus pensamientos no estaban por la labor de descansar.
«¿Por dónde empezar a explorar? Todos los sitios parecen igual de prometedores, u hostiles. Si al menos supiera… Eh, un momento».
Existía otra posibilidad de actuación. No durmió mucho en las horas siguientes, considerándola.
—¿Señor?
La voz de Demócrito lo devolvió a la realidad. Se levantó y buscó en un armario empotrado un estimulante que le sacudiera la modorra de encima.
—¿Qué ocurre? —preguntó, ya completamente despejado y en forma.
—He localizado el emplazamiento de la Vieja Tierra —le respondió, audiblemente satisfecho.
Un minuto después, toda la tripulación se reunió en el puente de la Alastor, muy atenta. Demócrito, complacido ante su audiencia, explicó lo sucedido.
—Como sabrán, durante las últimas horas he tratado de calcular las coordenadas de la Vieja Tierra. El asunto es terriblemente complejo —se oyeron murmullos de impaciencia, nada amistosos—, por lo que sería superfluo repetirlo, a menos que…
—En resumen.
—En resumen —y a Beni le pareció que el ordenador suspiraba, cosa harto improbable—, he localizado una señal cuántica muy débil. Le he transmitido nuestra posición, así como lo descubierto hasta ahora.
—¿Y la respuesta? —inquirió Uhuru.
—Estamos demasiado lejos, y somos muy pequeños. Les costará trabajo enfocar sus comunicadores hacia nosotros, si es que realmente logran recibirnos.
—Creía que la comunicación cuántica, además de instantánea, era independiente de la distancia —el tono de la Matsu era acusador; Demócrito se defendió con aplomo:
—Eso sería en un caso teórico, ideal. El soporte físico impone restricciones y limitaciones. De hecho, es frecuente el empleo de estaciones repetidoras, para minimizar distorsiones. Bastante hice con localizarlos.
Beni no pudo evitar sonreír al comprobar cómo el tono pomposo y afectado, tal vez histriónico de Demócrito, sacaba de sus casillas a Uhuru. Decidió quitar hierro a la situación:
—Entonces, el panorama es el siguiente: es probable, aunque no seguro, que la Corporación sepa que sobrevivimos, y dónde estamos. Es difícil que nos contesten y, desde luego, el rescate es imposible. Habremos de valernos por nosotros mismos.
—¿Qué propones, jefe?
Beni no sabía si la pregunta de Uhuru era malintencionada o simplemente neutra; la capacidad de control emotivo de la Matsu lo ponía nervioso.
—El curso de acción más aconsejable sería explorar la esfera Dyson hasta dar con algo que nos permitiera realizar el viaje de vuelta, o bien hasta agotar las reservas. En este caso, la solución sería hibernar, y tener fe en el progreso tecnológico corporativo, para que nos recogieran dentro de unos siglos. En todo caso, poco importa; estaríamos dormidos, felices y congelados.
Todos quedaron sumidos en sus pensamientos, suponiendo que los tuvieran. Al cabo de un rato, Uhuru habló:
—¿Por dónde empezaríamos a investigar?
—Podríamos elegir cualquier sitio, indistintamente. Lo más probable es que nos pasáramos la vida dando tumbos en esa inmensidad, y que no averiguáramos nada importante.
—O que tuviéramos éxito al primer intento.
—Quizá, dejando aparte la ley de Murphy. Pero existe otra alternativa.
Los demás lo miraron, con la inevitable excepción de ACM-56. «A lo mejor se olvidaron de aplicarle un juego de músculos faciales». Una vez captado el interés, prosiguió:
—Seguimos adosados a la nave Alien. ¿Demócrito?
—¿Sí, señor?
—En cuanto terminó el salto hiperluz que nos trajo aquí cortaste su programa, supongo.
—Así lo hice, señor. No le di tiempo de procesar un solo bit.
—Puedes desbloquearlo de nuevo, ¿no?
—Sí, señor; es sencillísimo. ¿Desea que lo haga?
—Un momento —interrumpió Uhuru—. ¿Qué pretendes, coronel?
—Reflexiona, querida. La esfera Dyson seguirá ahí eternamente, y siempre alguien podrá regresar a explorarla; Demócrito ha transmitido sus coordenadas a la Vieja Tierra. Tal vez la nave Alien esté preparada para hacer algo fuera de lo común, o nos desvele algún portentoso secreto. ¿Qué podemos perder? Si algo nos sobra, es tiempo.
—Quizá la nave vuelva a saltar al hiperespacio y aparezcamos en medio de ningún sitio, o en el núcleo de una estrella —repuso, aunque sin demasiada convicción.
—No lo creo. Es poco probable que autodestruyan uno de sus aparatos —miró a su alrededor—. ¿Hay alguien en contra de intentarlo? —nadie objetó; Uhuru se encogió de hombros, mas permaneció callada—. No conviene que perdamos más tiempo. Cada uno a su puesto, y aseguraos bien —así lo hicieron, sin rechistar—. Demócrito, libera el programa, y dinos exactamente lo que hace nuestra compañera.
—Ya está, señor.
Beni respiró hondo, pero nada sucedió, aparentemente. Había esperado algo espectacular, como el salto hiperluz y un cambio brusco de paisaje. En cierto modo, sentíase desilusionado.
—Señor, la nave Alien está transmitiendo —anunció Demócrito.
Beni se sobresaltó, e inmediatamente se sintió invadido por la excitación.
—Es lógico —dijo Uhuru—. Trata de comunicarse con su base —lanzó una mirada hacia los restos de la esfera—. Lástima —murmuró.
Beni fue más prosaico.
—¿Puedes descifrar la emisión, Demócrito?
—No, señor. Se trata de un código o lenguaje octal, pero no lo comprendo. Parece caótico.
—Octal… Base ocho —Uhuru adoptó un aire profesional—. Eso huele a un sistema de numeración, e implica que tenían cuatro dedos en cada mano.
—U ocho dedos, dos en cada mano —repuso Beni.
Ella lo miró unos momentos, y comenzó a reírse por lo bajo.
—Apúntate una —murmuró.
«Vaya, si hasta tiene sentido del humor».
—Lo más probable es que sean tan raros como un cruce entre un gandulfo en estro y un comecosas de Erídani; apostaría algo.
—Acepto tu crítica en contra del antropocentrismo, coronel —replicó Uhuru, de buen talante—, pero te habrás fijado en que los controles de la nave Alien sugieren una forma vagamente humanoide.
—Lamento interrumpir tan interesante debate hipotético, pero nuestra compañera no radia sólo en EMG. Está empleando algo similar a un comunicador cuántico —dijo Demócrito.
—¿Sigues sin descifrarlo?
—Imposible, señor. O su código es maquiavélico, o escoge dígitos al azar, a modo de radiofaro. Y si me permite adelantarme a su pregunta, desconozco lo que busca; emite en todas direcciones.
—Alentador panorama. Desde que aparecimos aquí, en la quinta puñeta galáctica, estamos más despistados que…
—Acaban de responder a la nave Alien, señor.
—¿Cómo has dicho? —la adrenalina de los presentes (o de los que tenían sistema endocrino, en su caso) se disparó.
—Que acaban de responder a la nave Alien, señor —respondió cachazudamente el ordenador.
—¡Ya lo sé, lumbrera! —gritó Beni, exasperado—. ¡Me refiero a los detalles!
—Tanta vehemencia es innecesaria, señor —se oyó un taco irreproducible—. Eso que me ha dicho es físicamente imposible, señor. La respuesta fue tan caótica como los mensajes de la nave, y se recibió por vía cuántica. Duró poco, pero fue muy potente. La fuente debe de estar próxima.
—¿La esfera Dyson? —preguntó Uhuru.
—No lo sé, señora; no pude rastrearla.
Se hizo el silencio, pero antes de que nadie pudiera objetar algo, Demócrito anunció:
—La nave Alien vuelve a conectar sus motores. Creo que vamos a saltar al hiperespacio. ¿Interrumpo su programa, señor?
Beni tardó apenas un segundo en decidirse.
—No. Sube todas las pantallas de protección, y que no nos pase nada.
El ordenador obedeció. Instantes después, anunció:
—Por poco, señor. Todo ha sido muy rápido.
Beni se sobresaltó. El panorama que mostraban los procesadores de imágenes había cambiado en un parpadeo, y de forma significativa. El disco blanquecino de una estrella brillaba de forma cegadora; sólo los filtros de seguridad habían evitado un serio daño a las retinas de los observadores. Los que tenían pulmones respiraron hondo.
—¿Se trata de la estrella que encerraba la esfera Dyson? —preguntó Jan.
—En efecto, señor; una enana blanca que ha perdido gran parte de su masa de forma artificial. Es difícil deducir a qué clase espectral pertenecía antes.
—¿De qué armamento disponía la antigua Corporación para hacer explotar un sol? —Beni observaba ensimismado una llamarada que surgía de la corona del astro.
—Sólo puedo proporcionar rumores informáticos, restos de filtraciones de archivos de alto secreto a los que cualquier ordenador inteligente puede acceder, señor.
—¿Y…? —Beni se preguntó una vez más cómo sería el mundo de los ordenadores, qué intenciones tendrían, qué hablarían entre ellos y, sobre todo, qué pensarían de los humanos.
—Se dice que la Corporación, antes del Desastre, consiguió un dominio absoluto de la tecnología gravitatoria. Está relacionado con un oscuro asunto, denominado Omega, alto secreto cuya clave de acceso se ha perdido. Existió un arma que podía utilizar la energía de la estrella para suprimir momentáneamente su campo gravitatorio.
—Con lo que toda su parte externa se escaparía, impulsada por las reacciones nucleares del interior —concluyó Uhuru—. Y lo haría a velocidad explosiva. Alguien me comentó que nuestras naves de última generación gozan de un poder semejante, aunque no acabo de creérmelo.
—Hace años, cuando el asunto Tau Ceti, Irma Jansen me dijo que la Galileo era capaz de reventar una estrella —señaló Beni.
—Tal vez sí, tal vez no —respondió Jan—. Ciertos sistemas de armas son materia reservada.
—Curiosa manera de eliminar enemigos de un plumazo —apuntó Beni—. Esa enana blanca constituye los restos mortales del sol Alien. No somos nadie.
—Un momento —interrumpió Uhuru—. Hemos olvidado nuestro problema principal. Hay algo que ha respondido a la nave, y puede que esté cerca de aquí. ¿Demócrito?
—Nos hallamos a unos cien millones de kilómetros de la estrella.
—El radio de la esfera Dyson —musitó Uhuru.
—Curiosa coincidencia, señora. La nave se mueve por el plano ecuatorial de la estrella, en una órbita circular. Sigue radiando, ahora sólo en EMG; el receptor ha de estar muy próximo —pasaron unos segundos—. Lo he captado —el tono del ordenador era triunfal—. Ahí está.
Un punto minúsculo apareció en una pantalla.
—¿Qué tamaño tiene? —preguntó Beni—. ¿Y qué es?
—Respecto a su primera pregunta, señor, se trata de un cuerpo más o menos esférico, de unos quinientos kilómetros de diámetro. Podré afinar más cuando nos acerquemos.
—Demasiado pequeño para ser un planeta —Beni estaba perplejo—. ¿Qué hace ahí? La esfera Dyson debió barrerlo todo al romperse; además, los Alien probablemente emplearon todos los cuerpos de su sistema para construirla.
—Tal vez se trata de un asteroide errante, capturado a posteriori —propuso Jan.
—¿En una órbita circular? Improbable.
—Entonces, ¿qué hace ahí? —Uhuru parecía divertida.
—¿Qué se yo acerca de la vida y milagros de un asteroide con afán de notoriedad?
—No es un asteroide, señor —interrumpió Demócrito.
—¿Qué? —Beni había quedado desconcertado.
—Los asteroides no suelen estar compuestos de aleaciones metálicas mezcladas con polímeros plásticos, ni tienen forma de hexaquisoctaedro. Observen esta ampliación, si son tan amables.
Estupefactos, los tripulantes de la Alastor examinaron las pantallas. Un objeto con toda la pinta de un sólido cristalográfico rotaba perezosamente en el vacío. Su color era gris oscuro, de un albedo sorprendentemente bajo. Recordaba a un holograma de una clase de Mineralogía, salvo unos detalles: su tamaño, y el hecho de que ocupaba el lugar que previamente fue de una esfera Dyson.
Beni, Jan y Uhuru se miraron mutuamente. Antes de que alguno de ellos dijera una obviedad, Demócrito volvió a hablar:
—Nos dirigimos directamente hacia el objeto a gran velocidad. La nave Alien ha conectado sus motores subluz y aceleramos constantemente. ¿Quiere valores concretos?
—Gracias, no es necesario. ¿Cuándo calculas que llegaremos?
—Si todo sigue como hasta ahora, en cuarenta minutos, señor.
—¿Tan pronto? Pues sí que va rápida…
—Hay algo raro en esa cosa —interrumpió Uhuru.
Beni se inclinó hacia una pantalla, y también lo vio.
—Parece una cicatriz.
Una hendidura alargada, de unos 85 kilómetros, marcaba lo que arbitrariamente podría ser considerado como el hemisferio sur del objeto.
—O los Alien tienen un sentido estético cuya comprensión se nos escapa, o a ese engendro le ha sucedido algo, y no bueno —comentó el coronel.
—Permítame puntualizar, señor —habló Demócrito—. No se trata de un engendro, sino de un hexaquisoctaedro, la holoedría del sistema cúbico o regular. Está formado por 48 caras que son triángulos escalenos, 72 aristas y…
—¿Por qué no lo dejamos en Asedro? Es más corto.
—Esa palabra no existe, señor.
—Asedro… Me gusta —dijo Uhuru, sonriente.
—Pues no se hable más.
—He de protestar, señores —Demócrito no daba su ¿brazo? a torcer—. En Ciencia, el respeto a las reglas de nomenclatura es básico para impedir que el caos se enseñoree de…
—Según cuentan las leyendas, en los tiempos antiguos los ordenadores se podían desenchufar —indicó Beni.
—Mensaje recibido —la voz que salía de las consolas parecía abatida, y no volvió a hablar en un buen rato.
El tiempo discurrió rápido, y las naves se aproximaron a Asedro cada vez a mayor velocidad. Los detalles se percibían ahora claramente, y eran asombrosos.
El poliedro no estaba erosionado, a excepción de la misteriosa cicatriz. No tenía cráteres, ni señales de impacto. Eso podía significar que era nuevo, o que poseía algún sistema para proteger su superficie. En ese caso, ¿cuál era? No se detectaban campos de fuerza, ni armas, ni generadores de gravedad.
Otra cuestión resultaba mucho más fascinante. Era obvio que a nadie se le ocurriría construir un objeto macizo de semejantes dimensiones. Los sensores gravimétricos de la Alastor le calculaban una densidad muy baja, lo que sólo podía significar que Asedro estaba hueco.
—¿Podría tratarse de una nave generacional inmensa, como las que fletó la Corporación antes de la Edad de Oro? —sugirió Uhuru, fascinada.
—Es una hipótesis tan buena como cualquier otra —rebatió Jan con aire profesional—. ¿Por qué no un almacén, o un gigantesco silo de armas, o un hangar? Los Alien fueron más bien belicosos durante el Desastre.
Uhuru lo miró con cara de reproche, y se giró hacia Beni.
—Y tú, ¿qué opinas? —le preguntó.
—¿Te has fijado que vamos directos hacia Asedro, y la nave Alien no ha efectuado ninguna maniobra de frenado?
La Matsu quedó momentáneamente desconcertada por el súbito cambio de tema, pero desistió de hacer comentarios desagradables al ver el semblante de su compañero. Estaba preocupado.
—Y en Asedro no se distingue ningún muelle de atraque, o estructura similar —prosiguió—. Demócrito, ¿qué tiempo nos resta para contactar?
—Seis minutos, señor. El rumbo es de colisión.
—No creo que los Alien fueran tan idiotas como para autodestruir una de sus naves —repuso Uhuru—; tú lo dijiste antes. Probablemente, de aquí a poco maniobrará de forma no inercial para permitirnos arribar sanos y salvos a nuestro punto de destino. ¿No crees que eres un poco paranoico, oh jefe? —el tono era de chanza, al final.
Transcurrieron unos largos segundos, y nada sucedió.
—La cicatriz… —murmuró Beni.
—¿Eh?
—Hay algo anormal en todo esto; ríete de mí, pero llámalo un presentimiento, intuición masculina o como gustes —hizo una pausa—. Si Asedro está tan dañado como la esfera Dyson, nada nos garantiza que la nave sea recibida adecuadamente. Demócrito, desacopla la Alastor de la nave Alien y apártate de ella. Síguela a una distancia prudencial.
—¿Te has vuelto loco? —Uhuru estuvo a punto de desasirse de los arneses de seguridad y levantarse del asiento, pero se contuvo—. ¿Tan sólo por una estúpida corazonada vas a separarte de nuestro único medio para desvelar el misterio de los Alien? ¡Nos quedaremos tirados en el espacio, y dejaremos escapar la posibilidad de salir de aquí!
Beni la miró. Le habló en voz baja, pero su tono de mando no admitía réplica:
—Tengo la responsabilidad de tomar las decisiones en esta nave, y de asumir las consecuencias —si las miradas mataran, habría quedado frito allí mismo, pero no vaciló—. Demócrito, obedece.
—Sí, señor.
Con una leve sacudida, la Alastor se soltó de su acompañante, que siguió sin inmutarse directa hacia Asedro. La nave humana fue detrás, guardando una distancia de seguridad. Nadie hablaba. Los tripulantes miraban las pantallas, como si en ello les fuera la vida. Uhuru conseguía a duras penas dominar su indignación; en cambio, Beni estaba nervioso, temiendo haberse equivocado y dejado escapar a su transporte de vuelta a casa. Sin embargo, algo le decía que no.
La nave Alien continuó acelerando hacia Asedro, y se estrelló contra él. Una bola de luz blanca y rayos gamma surgió del punto de impacto y golpeó a la Alastor, cuyos escudos protectores tuvieron que trabajar a fondo para que los tripulantes no murieran achicharrados.
Pronto, el caos de radiaciones se disipó en la infinitud. La nave Alien, tal como informó cumplidamente Demócrito, había quedado reducida a gases. Asedro ni siquiera acusó el golpe; ninguna abolladura, ningún cambio en su movimiento de rotación o traslación… Nada; seguía como antes.
Al rato, Uhuru rompió el silencio:
—Odio tener que darte la razón, coronel. Eh, Beni, ¿me has oído, o quieres que me disculpe por carta? Oye, ¿te pasa algo? —inquirió, mosqueada por su silencio.
—Un impacto equivalente a un torpedo de antimateria, y ni un rasguño —dijo Beni, mirando fijamente a las pantallas.
—¿Ahora sales con ésas?
—Si la cicatriz de Asedro no es un detalle ornamental, cosa que dudo, ¿quién o qué se la hizo? ¿Y cómo? —nadie supo responder, así que continuó—. No entiendo nada. Los Alien atacaron a la Humanidad sin mediar provocación, hasta que nos los cargamos por pura suerte. Hallamos una nave en la Colina de Hades, enterrada a saber para qué entre millones de esqueletos. Activamos su programa de vuelo, y salta hasta los restos de una esfera Dyson. Manda mensajes, le responden y aparece al lado de una cosa sin fuste, como Asedro. Se dirige hacia ella, acelera y se hace migas al chocar. Aparentemente, todo absurdo; si hay aquí algún designio inteligente, que me lo expliquen —respiró hondo—. Demócrito, vamos a explorar exhaustivamente la superficie de Asedro. Que no se te escape irregularidad alguna, física, gravitatoria, o lo que sea.
—A la orden, señor.
Perdieron algún tiempo buscando, pero al final dieron con algo extraño; mejor dicho, una incongruencia.