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El interior de la Colina estaba repleto de personal y equipo. Las tropas de élite habían formado un cordón de seguridad en torno al foso central. Todo el recinto estaba iluminado por infinidad de reflectores, más brillante que en un día soleado. En un lugar seguro, los mandos de la Galileo habían instalado su cuartel general. Beni era el único representante de Hades al que se permitía estar allí; resultaba claro quién había asumido el control de la situación. Los soldados que vigilaban la zona eran elementos bien curtidos, no los voluntariosos aunque inexpertos reclutas locales.

Beni examinó con interés al ser que se aproximaba hacia ellos, escoltado por una pareja de soldados.

—Así que ése es el androide… Si he de ser sincero, me esperaba otra cosa, almirante.

—Para esta misión no es necesario el camuflaje, coronel. En cuanto al tamaño, es el más apropiado para moverse por los estrechos corredores de esa nave.

El androide se acercó, dispuesto a recibir órdenes. Más de uno se sintió incómodo en su presencia, y el coronel podía entender por qué. Los androides semejaban seres humanos, pero eran máquinas, productos de laboratorio enormemente caros encargados de suplantar a los soldados en las acciones más comprometidas. Tenían la capacidad intelectual de un ser humano, pero sus cuerpos estaban hechos de aleaciones plásticas ultrarresistentes, con una cubierta subepidérmica de biometal. Los músculos desarrollaban una potencia decenas de veces superior a la normal, y presumían de invulnerables frente a venenos y muchas armas.

Los androides eran muy versátiles, asexuados y sin rasgos faciales. Sin embargo, cuando se aplicaban prótesis adecuadas, que imitaban a la perfección la piel y el cabello humanos, podían pasar desapercibidos. El ejemplar que tenían delante no había sido preparado de esta guisa. Su piel sintética, de color gris asfalto, estaba desnuda. Su figura recordaba a un tratado de anatomía, como un maniquí diseñado para exhibir músculos y tendones. Se movía en silencio, con una suavidad antinatural, acentuada por la inexpresividad de su cara.

El otro hecho perturbador era su talla, que le daba un aire grotesco. No medía más de metro treinta de altura, y a Beni le traía a la mente la imagen de un bufón. Sin embargo, no había nada divertido en él. Oficialmente era una máquina de guerra, a la que no cabía aplicar los derechos de que gozaban los seres inteligentes, humanos y ordenadores.

El androide era eficiente. Recibió sus órdenes, tomó una plataforma agrav y descendió al fondo del foso, donde reposaba la nave. No prestó atención a los miles de huesos descarnados y calaveras que lo contemplaban desde las paredes, y que tanto acongojaban a los militares que quedaban arriba. Su misión era otra, y los detalles accesorios eran irrelevantes.

El vehículo Alien parecía sustancialmente distinto a sus equivalentes humanos. Medía unos trescientos metros de eslora, y constaba de tres cuerpos fusiformes unidos lateralmente entre sí, el central mayor que los otros. Eran de color blanco grisáceo, que en su parte posterior viraba a celeste. Allí se escondían los motores MRL, idénticos a los de la Corporación en su Edad de Oro: pequeños y operativos. Algunos militares los miraron con envidia y esperanza; tal vez en esta ocasión…

El androide llegó al fondo del foso. Tomó la mochila que contenía los instrumentos necesarios para su exploración y se la cargó a la espalda, no sin antes activar las sondas. Varias esferas diminutas le siguieron flotando tras él, registrándolo todo con sus sensores. Por primera vez el androide habló, y su voz sonó extraña, sin entonación:

—Estoy delante de la compuerta de entrada. Si su estructura concuerda con la que muestran los archivos, se abrirá mediante un código EMG simple, fácilmente deducible por los escáneres. Lo intentaré.

—De acuerdo, ACM-56. Procede.

«Vaya, ni siquiera tienes un nombre». Beni escrutaba las pantallas tan ansiosamente como los demás.

El androide sacó de su mochila un pequeño aparato, que adosó al casco de la nave. Pocos segundos después, la silueta de una puerta se dibujó en el fuselaje y éste desapareció, mostrando un hueco de tres metros cúbicos, o poco más. El aire penetró en él con un silbido.

—Me hallo frente a una cámara estanca, como era de esperar. Penetro en ella —en ese instante la puerta se cerró, ante el sobresalto general—. El aire está desapareciendo, succionado por unos conductos a ras de suelo —la voz fue cambiando de tono progresivamente—. Conecto el micrófono laríngeo; el vacío es absoluto —silencio; las sondas mostraban una oscuridad total—. La atmósfera está siendo restituida. Analizaré su composición —pausa—: oxígeno, 17,5%; nitrógeno, 60%; helio, 22,5%; no hay trazas de otros gases. La presión es de 0,7 respecto a la estándar. El comportamiento de la nave coincide con el de las dos capturadas durante el Desastre.

Poco después se abrió la compuerta, y el androide penetró en el interior iluminado del vehículo. Todos los presentes sentían latir más deprisa sus corazones, y los científicos discutían apasionadamente, comparando las imágenes de las sondas con lo que ya sabían. Los corredores eran angostos y retorcidos, como construidos por una mente reñida con la lógica humana. Unos globos amarillentos, integrados en las paredes, se encendían al paso del androide, y se apagaban a su espalda.

—El tono de la luz es bastante cálido —señaló un científico—. Eso podría indicar que la nave procede de un sistema con una estrella menor que el Viejo Sol. Exactamente —revisó su ordenador– de tipo espectral M1. Casi una enana roja.

La voz del androide cortó las discusiones técnicas:

—Voy a penetrar en la bodega de carga de babor —un amplio recinto se iluminó—. Está vacía —gestos de decepción entre los militares.

El androide se dirigió seguidamente a la bodega de estribor, en la cual tampoco halló cosa alguna. El desencanto cundió entre los presentes. Jansen, que había permanecido callada hasta entonces, ordenó:

—ACM-56, recorre la sección central de proa a popa. Hasta cierto punto, es lógico que los módulos laterales estén vacíos. Por lo que sabemos, su misión era alojar bombas, y seguramente las descargaron en alguno de nuestros mundos.

—Eso supondría que la nave reposa aquí desde hace más de siete siglos, y el casco está limpio, reluciente —objetó el almirante.

—Olvida usted a los robots que liquidaron a los muchachos. Probablemente, realizaban funciones de mantenimiento y eliminación de cuerpos extraños. Tal vez —sonrió, con un toque de humor negro— eso incluía a los visitantes inoportunos. Las máquinas parecían muy metódicas.

Más de uno no pudo reprimir un escalofrío al recordarlo. Mientras, el androide proseguía con su monótona relación de lo que iba encontrando. Todo podía resumirse en pocas palabras: compartimentos vacíos y pasillos solitarios.

O casi todo. Una de las bodegas ventrales estaba llena de robots inmóviles, de las formas más diversas. La mayoría aparecían despiezados, aunque eran reconocibles como idénticos a los que habían atacado y matado a los arqueólogos. Todos poseían un aire insectoide, amenazador, puede que por su carácter alienígena. Despertaban terrores primigenios, sepultados por muchos milenios de civilización, aunque no completamente.

El androide abandonó la bodega; los robots estaban desconectados y quietos, para alivio general. Siguió explorando hasta llegar, de acuerdo con lo previsto, al sanctasanctórum, el corazón de la nave: la cabina de mandos. Se trataba de un habitáculo de techo incómodamente bajo, y que se iluminó profusamente al entrar. De repente, unas consolas brotaron de las paredes, mostrando unos paneles repletos de botones que emitían un brillo azul pulsante.

Todos los presentes saltaron de sus puestos, como impulsados por un resorte. Alguien recalcó lo que era obvio:

—¡Eso es nuevo! ¡No ocurrió en las otras que se capturaron!

Ya antes muchos se habían preguntado para qué servía una cabina de mandos en un vehículo no tripulado, sin rastro de dormitorios o camarotes para los tripulantes. En las dos naves apresadas durante el Desastre, la cabina nunca se había activado de semejante manera; sólo aparecían algunos mecanismos automáticos menores.

Pero las sorpresas y anomalías no habían hecho más que comenzar. Al aproximarse el androide a una consola, algo similar a un sillón brotó del suelo. El androide saltó hacia atrás, en una reacción mucho más rápida que la de cualquier humano, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera. Pronto se relajó y examinó el sillón, de aspecto inofensivo aunque muy extraño.

—¿Qué clase de culo es capaz de sentarse ahí? —se preguntó Beni, perplejo—. Es lo más raro que…

No pudo terminar la frase. Quedó boquiabierto, porque nadie podía esperar lo que ocurrió a continuación.

El androide se había situado entre el sillón y la consola, enfrascado en su exploración, cuando todos los paneles de la cabina se apagaron simultáneamente, y se encendieron de nuevo, pulsando a un ritmo muy rápido. El desconcertado androide miró en todas direcciones, esperando que algo insólito sucediera. Y así fue, pero fuera de la nave.

El corro de extrañas columnas dobladas que había cerca de la pared de la Colina se iluminó de un anaranjado fosforescente. Unos haces luminosos del mismo color surgieron de los extremos aguzados de las columnas y coincidieron en un punto, justo en el centro del techo. Y acto seguido, ocurrió lo más perturbador.

El segundo anillo de columnas se tiñó progresivamente de un violeta oscuro. Segundos después, comenzó a destellar como un flash estroboscópico, y aquellas colosales estructuras cobraron vida y empezaron a moverse. Los cordones que las componían, y que parecían de piedra, se retorcieron y enroscaron lentamente, de una forma que se antojaba imposible. Recordaban a las extremidades de un monstruo que se desperezara tras su letargo, en un aterrador silencio. Los soldados no sabían qué hacer; se aferraban a sus armas y miraban hacia todos lados, desconcertados.

Y entonces fue cuando la Colina se abrió. Toneladas de roca se convirtieron en polvo, que cayó blandamente sobre los humanos atónitos, como copos de cálida nieve gris. Desprovisto de su envoltura pétrea, pudo verse que el techo de la Colina estaba formado por una serie de placas metálicas yuxtapuestas, las cuales empezaron a plegarse unas sobre otras. Diez minutos después, toda la parte superior había desaparecido, y las estrellas brillaron sobre los atónitos espectadores de aquel prodigio.

El foso que contenía a la nave tampoco permaneció inactivo. Su fondo se elevó hasta nivelarse con el suelo circundante, sepultando definitivamente los restos humanos que contenía. Sin embargo, no se detuvo ahí. Uno de sus lados se alzó, formando una rampa de lanzamiento. La popa de la nave, con los motores MRL, comenzó a relucir.

Jansen fue la primera en reaccionar, comprendiendo lo que iba a suceder. Se precipitó sobre un micrófono y gritó:

—¡ACM-56! ¡La nave se dispone a partir! ¡Aborta la maniobra, rápido!

Los científicos corporativos, siglos atrás, habían descifrado el programa de despegue de las naves Alien, así como el soporte lógico de sus ordenadores de vuelo, no inteligentes. El androide, con rapidez fruto de la práctica, extrajo de su mochila un pequeño transmisor y apretó un botón. La nave Alien apagó sus motores, y las columnas exteriores cesaron sus contorsiones. Todo quedó en silencio, estático. Nadie osó moverse hasta pasados unos instantes. Lo primero que se oyó fueron suspiros de alivio; luego, los semblantes empezaron a recuperar algo de color.

—Solicito instrucciones —dijo el androide, flemático.

El comandante de la Galileo se puso a reír como un histérico, aunque se calló bruscamente cuando Jansen lo miró. La consejera se alisó el traje, dio un corto paseo e impartió órdenes.

Dos intensos días después, la nave Alien había sido analizada hasta su última pieza, excepto un pequeño detalle. Junto al mecanismo de impulsión MRL había unas peculiares cajas negras, de forma cúbica, similares a las halladas en los robots despanzurrados por Beni y D'ai'la cuando penetraron por primera vez en la Colina. Todos estaban de acuerdo en que contenían el secreto del funcionamiento de los motores, pero nadie era capaz de descifrarlo. El enigma seguía insondable.