5

El coronel echó un vistazo al monitor. Multitud de focos iluminaban la base arqueológica, aunque todos estaban situados a una prudencial distancia. Luego observó a sus tropas y meneó la cabeza, contrariado. Los soldados tenían miedo, aunque ocupaban sus puestos sin rechistar. Eran tropas bisoñas, muy jóvenes, de menos de veinte años estándar, que por primera vez se enfrentaban a un peligro real. Hades, como otros mundos de frontera, había contado con varios campos de entrenamiento para combatientes de élite y armas de última generación, ya que ningún enemigo iría a espiarlos a un sitio tan apartado. Finalizado el adiestramiento, habían sido llevados a otros lugares donde eran más necesarios, bien para hostigar al Imperio o para sofocar conflictos internos. La mayoría de las instalaciones estaban siendo desmanteladas, y el personal se redujo al mínimo imprescindible.

Por el rabillo del ojo vio a uno de sus ayudantes aproximarse a toda prisa. Era como todos: joven, se desvivía por hacer su labor a la perfección, y estaba muy nervioso, aunque trataba de disimularlo.

—La residencia y los almacenes están intactos, señor, pero desiertos. Si lo que dijo el doctor Tancredi es cierto, han muerto todos —informó, mientras trataba de recuperar el resuello.

—Eso me temo, Jon, y seguimos sin saber lo que hay dentro de la Colina.

Se hizo el silencio. Beni no tuvo que mirar a su alrededor para constatar que los demás estaban pendientes de él, aguardando sus instrucciones. De los presentes, era el único no nativo de Hades, que además tenía experiencia en situaciones críticas. Tomó una decisión; no deseaba arriesgar la vida de nadie más.

—Escucha, Jon, ¿dónde están los blindados que pedí? ¿Han ido a encargarlos a la fábrica, o qué?

—Hace dos meses que se llevaron los T-700, señor; creo que al sector de Escorpio. La política de…

—… Redistribución y ahorro, ya lo sé, maldita sea. No nos han dejado ni una mísera tanqueta —lo cortó—. ¿Disponemos de algo aprovechable en nuestro parque móvil?

—Como compensación nos remitieron media docena de tortugas; perdón, quise decir MT-80, señor.

—Déjalo, ya las conozco. Bueno, entonces…

—Señor…

—¿Qué pasa, Jon?

—Nos las enviaron desmontadas, señor. Creo que fue idea del teniente Gil; opinaba que así podrían practicar los del Taller de Mantenimiento.

—¡Me cago en la madre que parió a esa luminaria! —dedicó unos momentos a describir con vocablos sonoros y precisos lo que haría con todo el personal de intendencia de Hades, hasta que su indignación remitió un tanto—. La gente cree que la Corporación funciona como una máquina de precisión; me gustaría que vivieran en un mundo de la periferia —su voz se fue convirtiendo en un susurro malhumorado.

—Afortunadamente, ya han ensamblado una tortuga, señor —Jon exhibía una sonrisa de satisfacción—. Incluso localicé un piloto tanquista en el último grupo de colonos que arribó al planeta.

—¿Es que no teníamos? —Beni estaba desalentado.

—Ya sabe, señor, la burocracia. ¿Recuerda aquella vez que pedimos una remesa de ganado bovino para procrear en la Colonia Delta y recibimos un lote compuesto exclusivamente por machos?

—¿Cómo olvidarlo? A veces pienso que cada pueblo tiene los funcionarios que se merece. En fin, corramos un tupido velo; espero que el tanquista conozca su oficio. ¿Cuándo llegará?

—Tanto él como la tortuga estarán aquí en una hora, señor.

—Estoy cansado de esperar. Vamos a enviar un robot ahí dentro.

El aparato en cuestión era una especie de cubo de un metro de lado, repleto de armas de diversos tipos, y que se arrastraba por medio de anchas orugas. El operario que lo teleguiaba, un sargento de cara pecosa y aire infantil, se caló el casco y se puso ante una consola portátil. El robot rodó pausadamente hacia la Colina; varias cámaras registraban sus movimientos. Unos minutos más tarde se situaba junto al umbral del misterio, fuera lo que fuese, tapado por un montón de escombros.

—Abre fuego y despeja la entrada —ordenó Beni—. No te pases de potencia.

Un haz de plasma surgió del robot y volatilizó el objetivo, revelando un hueco humeante. Todos escudriñaron las pantallas; cinco segundos después, se llevaron un susto fenomenal.

Algo semejante a una araña de pesadilla, grande como un aerocoche, surgió del agujero y se abalanzó sobre el robot. Con las dos patas delanteras lo levantó y lo arrojó con una violencia inusitada contra la pared; el pobre aparato se hizo añicos por el impacto. Aquel monstruo se dedicó acto seguido a buscar materiales, incluida la carcasa del robot, y se afanó pacientemente en tapar la entrada. Un rato después, todo estaba como si nada especial hubiera ocurrido.

Los militares que observaban la escena se habían quedado petrificados, y a más de uno le corría por la espalda un sudor frío, pensando en lo que tenían que afrontar. El sargento controlador del robot permanecía con los ojos abiertos como platos y miraba estupefacto la consola, ahora vacía.

Beni reaccionó el primero, tal vez por ser el más veterano:

—Tú, muchacho, ¡despierta! —el sargento volvió en sí con un respingo—. Vuelve a pasar la escena a baja velocidad —así lo hizo—. ¡Espera! Deténlo ahí; eso es. Cambia el encuadre. Gira treinta grados. ¡Perfecto! Zoom. ¡Quieto! Aumenta el contraste y resalta el color. Puf, menuda monstruosidad…

—¿Qué… qué puede ser eso, señor? —preguntó el sargento, con tono inseguro.

—Que me maten si lo sé, hijo.

El parecido a una araña era sólo superficial. Constaba de cuatro segmentos globosos, unidos por delgados puentes, como si de un artrópodo se tratase; de cada uno surgían dos pares de patas, en apariencia demasiado delgadas para sostener un cuerpo tan voluminoso. Las extremidades terminaban en una especie de pie con garras de articulación muy compleja.

La parte frontal era una pesadilla. Cuatro semiesferas negras, probablemente receptores ópticos, parecían mirarlos a todos desde la pantalla cargadas de odio, aunque esto último era una mera apreciación subjetiva, sin duda. En cuanto a lo que podía haber sido la boca, se trataba de una hendidura vertical que recorría el segmento anterior, y estaba rodeada de estructuras de aspecto cortante, sin duda retráctiles. Y, lo que era más perturbador, de un color metálico, como el resto de la criatura.

Alguien habló, rompiendo un silencio sobrecogedor:

—Eso es una máquina y, desde luego, no humana. Nadie hay tan loco como para diseñar semejante bicharraco.

—Espero que el autor no la hiciera a su imagen y semejanza —repuso un cabo, tratando de ser gracioso, pero sólo logró producir algún escalofrío que otro, y más aún al oír la reflexión del coronel:

—Nuestros androides de combate se nos parecen —se hizo el silencio de nuevo; al rato, prosiguió—. Recapitulemos: tenemos ahí a la madre de todas las tarántulas, y ni idea de qué es en realidad. Se me ocurren algunas posibilidades; analicémoslas, ya que no estoy dispuesto a enviar a nadie dentro de la Colina, al menos hasta que venga la tortuga —se oyeron suspiros de alivio—. Creo que podemos dar por muertos a los chicos, maldita sea —calló unos instantes, emocionado, pero se repuso enseguida—. Estoy de acuerdo en que eso es artificial, y seguro que sus entrañas están vacías en gran parte; las patas son demasiado finas. ¿Sí, Jon?

—A lo mejor digo una tontería, pero eso parece haber sido diseñado para aterrorizar a sus víctimas —dijo, con tono dubitativo—. Su expresión resulta malévola.

—No necesariamente; si es un producto alienígena, sus fobias y temores pueden ser completamente ajenos a los nuestros. Pero estoy de acuerdo en que no fue fabricado como objeto decorativo; es agresivo.

—¿Será inteligente, señor? —preguntó una chica que abultaba menos que su fusil de asalto.

—Sus actos me recuerdan a los de algunos insectos y arañas que construyen madrigueras en el suelo. Su comportamiento es poco flexible: si algo daña su nido, se limitan a reparar los desperfectos y a eliminar su causa, sin sentir curiosidad por cuál sea ésta. Por otro lado, se parece a un perro guardián.

—Pues vaya perro, señor.

Jon interrumpió la conversación, señalando al cielo.

—¡Por fin llega el transporte con la tortuga, señor!

Una luz verdosa fue aumentando de tamaño, al tiempo que un zumbido grave llenaba el ambiente. La silueta masiva del viejo Hércules, sostenida por los repulsores agrav, se cernió sobre ellos. De un lateral brotó una rampa que tocó tierra con estrépito; un panel se abrió, y de él salió un vehículo que rodó hasta el suelo, aplastando la hierba bajo las orugas. El Hércules recogió la rampa y se marchó por donde había venido.

El coronel y los demás se aproximaron a la tortuga, un blindado biplaza que recibía ese nombre a causa de su aspecto de caparazón. Aunque algo pequeño y anticuado, tenía fama de ser muy fiable y seguro; las armas permanecían ocultas bajo el blindaje, prontas para emerger en caso necesario. Una puerta se abrió; el piloto saltó a tierra y se dirigió hacia ellos.

—¡Hola! Me llamo D'ai'la-ud-sha'ahnai-ba'ad. ¿Y vosotros? ¿Quién manda aquí?

Beni miró a Jon, el cual puso cara de inocencia y se encogió de hombros. Añorando los viejos tiempos, en los que el Ejército era una institución seria, se enfrentó a un personaje ciertamente peculiar. A los diez segundos había deducido que se trataba de una mujer, y recordó algo que había leído en su juventud. «Madre mía; tantos planetas en el universo, y tenía que venir a caer bajo mis órdenes una devota de la diosa Tanith-Lee. Aunque algo desnutrida, eso sí».

La mujer medía uno cincuenta y cinco de estatura, y su escuálido cuerpo se perdía dentro de un uniforme lleno de bolsillos. Presentaba una tira de pelo que le llegaba desde la frente hasta la nuca, y otras dos menores sobre las orejas. La cara estaba tatuada en franjas horizontales verdes y granates. Un pendiente colgaba de su nariz, aunque era de cobre, no de oro, señal de que había cometido algún pecado en su estricta orden. No se estaba quieta ni un momento, nerviosa como un ratón. Beni renunció a calcularle la edad.

—¿Qué os pasa, pasmarotes? ¿Nunca habéis visto una auténtica mujer? No os acerquéis mucho; conozco vuestras intenciones, sátiros —las palabras salían de su boca a velocidad de vértigo—. No, si ya me lo imaginaba; ni un día llevo en este planeta, y ya recibiendo órdenes. Que Tanith-Lee me dé fuerzas para soportarlo. A veces me pregunto quién me mandó abandonar el sector Sagitario, con lo tranquila que yo estaba —echó un vistazo con ojo crítico a su alrededor—. ¿Es que no dormís por aquí? ¿A quién se le ocurre organizar unas maniobras a estas horas? Algún cabeza cuadrada, hombre sin duda…

—No son unas maniobras, esto… bueno, como te llames —consiguió interrumpirla Beni.

D'ai'la lo miró como si se tratara de un burro con alas.

—Tú debes de ser el jefe. Ni siquiera te has tatuado; qué ordinariez. Así que esto va en serio, ¿no? Natural; los hombres sólo sabéis expresar vuestras frustraciones innatas por medio de la violencia, cuyo máximo exponente es la guerra y…

Beni no sabía si cabrearse o echarse a llorar. Agarró a la mujer de un brazo y, sin miramientos, la puso delante de una consola. Ella la miró, aprensiva.

—Escucha, verborrea con patas. ¿Ves esa Colina? Dentro hay algo que ha matado a un grupo de arqueólogos, y tenemos que averiguar de qué se trata. Contempla este vídeo; lo hallarás muy edificante.

Por la pantalla volvió a representarse el episodio del robot y la cosa alienígena. Cuando concluyó, D'ai'la susurró:

—¿De dónde habéis sacado ese monstruo? Que la Diosa me ampare…

—No tengo ni puñetera idea, pero tú y yo vamos a ir en esa tortuga para investigarlo —replicó Beni.

La mujer lo miró, con semblante ultrajado.

—¡Cómo! ¿Tú y yo, solos? ¡Conque esas eran tus intenciones, maldito cerdo lascivo! Eh, vosotros, los del fondo, no os riais, que esto es un asunto muy serio. ¡Hombres! No, si ya me lo decían mis madres…

—¿Tus madres? ¿Cuántas tenías? —preguntó Beni de forma refleja; sus neuronas estaban tratando de no patinar y reorganizarse, para manejar una situación tan surrealista.

—Pues las normales, ¿qué te creías? La donadora-de-gametos, la madre-útero y la mamá-afectiva. ¿De qué cueva has salido, macho patético?

Beni contó hasta veinte para sí. Se aproximó a D'ai'la hasta tocar nariz con nariz y habló con voz muy suave:

—Escucha, mujer. En primer lugar, por si no te habías dado cuenta, soy el gobernador militar de este planeta, tu superior, y me has de tratar con respeto; porque si no, vas a pasar toda tu estancia en Hades supervisando el reciclaje de excrementos en una granja de gandulfos. En segundo, mis únicos sentimientos hacia ti, fruto de tu don de gentes, son unas ganas tremendas de darte una patada en el culo y enviarte a lo alto de la Colina. Y en tercero y último, por la cuenta que te trae, vas a pilotar esa tortuga por donde yo te diga, sin rechistar, o irás a pie a enfrentarte con ese simpático monstruo. ¿Entendido, querida?

—Sí, hijo, hay que ver cómo te pones —con gesto humilde se introdujo en el tanque y abrió la puerta del copiloto.

Beni se dirigió a Jon que, como los demás, estaba muerto de risa. Sin embargo, al ver la expresión de su jefe, todo rastro de diversión se borró de su cara y adoptó la posición de firmes.

—Cuando esto termine, me gustaría concertar una entrevista con el responsable del servicio de inmigración, y decirle cuatro cosas. Bueno, vamos allá.

—¿No sería mejor que fuera uno de los muchachos, señor? Si algo pasara, usted sería más necesario aquí.

—Mira, Jon —lo interrumpió—, todos vosotros sois bastante inexpertos en acciones reales. En caso de crisis, puede que no supierais reaccionar a tiempo, y muchas veces eso supone la diferencia entre la vida y la muerte.

—Es cuestión de aprender, señor.

—¿Te apetece ir a la Colina, Jon? A mí tampoco, pero he pasado por más situaciones apuradas de las que puedas imaginar, y aquí me tienes. Deséame suerte.

Jon se cuadró:

—Desde luego, señor. ¡Buena caza!

Beni miró la tortuga, que ahora le parecía demasiado pequeña y frágil.

—Ya veremos quién caza a quién —murmuró, al mismo tiempo que se introducía en el vehículo.

D'ai'la lo esperaba con el casco puesto, varias tallas más grande de lo debido, lo que le otorgaba un vago parecido con una seta abigarrada.

—Esta humilde esclava aguarda impaciente tus órdenes, ¡oh, insigne varón! —dijo, con aire de sorna; Beni se contuvo de mandarla a la mierda y se sentó en su lugar—. ¿He de explicarte los controles? Bastante tengo con conducir este cacharro y aguantar un hombre a mi lado.

—Antes de venir a Hades hice muchas veces de artillero en carros de asalto y cañones de plasma autopropulsados. No te preocupes por mí.

Se caló el casco y se enfundó las manoplas de control. Los sistemas de mira y los datos desfilaron ante sus ojos por la holopantalla del visor. Con leves movimientos de sus manos, ojos y músculos faciales hizo salir a las armas de sus escondites. El biometal fluyó y mostró los láseres, misiles, cañones y armas de plasma; satisfecho, volvió a ocultarlos. Comprobó las comunicaciones con la base y las halló satisfactorias.

—¡Vamos allá, buena mujer! —ordenó.

—Sí, bwana —replicó ella; antes de que Beni pudiera contestarle, arrancó el blindado y se pusieron en marcha.

El coronel trató de ser conciliador:

—Conduces bien, chica. Menos mal que algo funciona hoy.

—¿Sí? Para ser la primera vez que lo hago, me defiendo aceptablemente; gracias.

—¿Qué?

—Era la única capaz de manejar un vehículo pesado en el último contingente de inmigrantes; el resto eran simples hombres, o mujeres aún no iluminadas por la gracia de Tanith-Lee. Yo me encargaba de conducir las carrozas ceremoniales en las fiestas de exaltación de la Diosa. Guiaba casi siempre la que representaba a la Sensibilidad Femenina, aunque durante un par de años me tocó el Demonio-Falo. La Sacerdotisa Mayor, encarnación viviente de la Diosa, se encargaba de cercenarlo con un láser, y… Oye, ¿por qué te quitas el casco y me miras así? Vale, ya me callo, ya me callo, ya me callo.

Beni resopló y volvió a cubrirse la cabeza. En silencio y lentamente se acercaron a la Colina. Miró a D'ai'la, que conducía la tortuga sin hablar. «Confío en que no se ponga histérica cuando entremos en la guarida de esa bestezuela. Tal vez se alivie si le doy un poco de charla. Anímala un poco, Beni; tú también empezaste así cuando eras joven. Además, ponte en su pellejo: nada más llegar a Hades, y hemos metido a la pobre en un fregado de cuidado».

—Oye, ¿cómo se te ocurrió emigrar a este planeta?

Quince segundos después, Beni ya se había arrepentido de su gesto humanitario.

—Yo era feliz en Volkhavaar, un planeta precioso, pero perdí la gracia de la Diosa y no pude seguir viviendo en la humillación. Sí, no disimules, ya sé que has visto mi pendiente de cobre, pero no te hagas ilusiones. No perdí el oro por lascivia o por el abominable crimen de la heterosexualidad, qué más quisieras. Por cierto, las manos quietas; las has movido unos centímetros hacia mi muslo, sátiro babeante. No, mi culpa, mi gran culpa es la disidencia religiosa. La primera vez me costó el oro, como dije; la segunda, tener que dar limosna a veinte menesterosos y recitar veinte veces veinte la Saga de Blancaflor contra el Macho Hediondo. Pero la tercera implicaba la expulsión definitiva de la Orden, lo que conlleva obligatoriamente la dedicación a tareas procreativas, ¡y eso sí que no! Yacer y revolcarme para saciar los instintos sexuales de un bruto salido es lo más opuesto a mis ideales, así que fui a la embajada corporativa y me presenté voluntaria para largarme al sitio más alejado posible de Volkhavaar. Y aquí me tienes, aunque no sé qué es peor, si aguantaros a los hombres o enfrentarme a ese cruce entre araña y elefante. ¿Sabes lo que es un elefante, no? En Volkhavaar estaban prohibidos por culpa de la trompa, con esa forma que tiene, sobre todo si apunta para arriba; es una de las múltiples manifestaciones del Demonio-Falo para pervertir a las creyentes. Pero es que aquel elefantito de peluche era tan gracioso, todo de rosa y con unos ojos muy grandes, y unas pestañas… Lo vi en la zona libre de impuestos del astropuerto y me enamoré de él, estúpida de mí. Se lo conté a mi preceptora, la vieja Shba'ahk, y me gané una penitencia horrible, además de un sermón apoteósico. Yo le supliqué y le dije que me gustaba el peluche, pero ella insistía en lo de la trompa. Le repliqué que no haría con el dichoso apéndice lo que ella con su cetro de mando, que ya tenía la empuñadura bastante pulimentada, y eso me costó la pérdida del oro por desacato y conducta indecorosa. A partir de ahí, la Casta Superior me miró con desconfianza. Me la tenían jurada, ya lo creo; no podían sufrir mi facilidad de palabra. Y en el Congreso Ecuménico cavé mi propia fosa. Siempre se suscitaban discusiones sobre el papel de los hombres en nuestra comunidad. La tesis oficial, sustentada por la Sacerdotisa Mayor, era que debía condicionarse a los niños desde pequeños para que desarrollasen tendencias homosexuales, y desfogaran sus instintos animales dándose por culo. En cambio, yo propuse que era mejor castrarlos, tras obtener unas dosis suficientes de esperma. Sin dolor, por supuesto; no somos salvajes, como vosotros. En ese instante, saltó de la tribuna la Vicesacerdotisa, esa vaca de Dr'uhuhkh'hsa, y puso cara de pena. «Pobres machitos… ¿Acaso no te dan pena esos animales?». Y yo, con esta boca que la Diosa me concedió, le contesté: «Ya sabemos todas lo que te gustan los animales, ¡oh, Reverenda! Es conocido tu cariño por ellos. Resulta loable ese tipo de amor, sí… Por cierto, tú tienes una manada de perros de compañía en tus aposentos del Templo, y se rumorea que están bien adiestrados, que les has enseñado a hacer muchas cositas. Tienen unas lenguas tan cálidas y juguetonas…» Pues nada, Dr'uhuhkh'hsa se mosqueó y me llevé la segunda sanción. Y la tercera… Diosa, fue horrible, y todo por una simple plimplusa. ¿No sabes lo que es? Pues recuerda a un branduclajo, pero con los goflaptos soflamados al tresbolillo, y…

—Calla, mujer, que me estás poniendo la cabeza loca.

D'ai'la le lanzó una mirada de conmiseración.

—Estos hombres… Es imposible hablar con vosotros; no nos dejáis abrir la boca. Válgame Diosa, mira que hay gente rara…

Beni farfulló algo, aunque inmediatamente se olvidó de cuestiones metafísicas. Estaban frente a los restos de la base arqueológica. Sorteando escombros, la tortuga se detuvo ante la guarida de aquella cosa, tapiada por múltiples despojos. Había llegado el momento decisivo. Pensó en los muchos libros que se habían escrito sobre el primer contacto con inteligencias alienígenas: amistosos, hostiles, indiferentes, extraños… Y le había tocado a él. Todos sus movimientos quedaban registrados por varias sondas robot que flotaban por la estancia. Cada una de sus acciones sería analizada por comités de expertos, científicos, políticos, el gran público y quién sabe cuántos más, confortablemente sentados en butacas. Como algo saliera mal, muchos dedos le iban a señalar; toda la responsabilidad recaería sobre él. De puta madre.

Pero varios muchachos habían muerto en la Colina, seguramente toda la expedición salvo Julio Ernesto. No dudó.

—Tenemos que entrar ahí —murmuró.

—Tus deseos son órdenes para mí, ¡oh, amado jefe! —contestó D'ai'la. Sin esperar un segundo, embistió contra el obstáculo que tenía delante y penetró como una tromba en la oscuridad.

Beni notó cómo su corazón volvía a latir, aunque a una velocidad varias veces superior a la aconsejable. Respiró hondo, y dijo lo normal en estos casos:

—¡La madre que te parió!

—¿Cuál de ellas? —le respondió con voz cándida.

—Olvídalo. ¡Enciende las luces!

—Ya voy, hijo. Diosa, qué criatura más protestona. Ya está. ¿Qué te…? ¡Cuidado!

Los focos iluminaron al engendro arácnido que en esos momentos saltaba hacia ellos a gran velocidad, con las patas extendidas. Sin embargo, la tortuga estaba bien diseñada. La cosa rebotó, sin encontrar asidero, y quedó patas arriba, agitándose.

D'ai'la, ante la sorpresa de Beni, maniobró el tanque con rapidez y seguridad pasmosas. Dio marcha atrás, giró en un radio inverosímil y enfiló a su oponente.

El arácnido también reaccionó con presteza. No se dio la vuelta, sino que las articulaciones de sus extremidades se invirtieron y levantaron al cuerpo sin problema. Por lo visto, le era indiferente que el vientre se hubiera convertido en dorso, y viceversa.

El coronel se apercibió de que aquello iba a saltar de nuevo. Y, lo que era más inquietante, algunos de los apéndices que orlaban la boca se estaban desplegando, y parecían peligrosos. «En fin, ahí va el dichoso primer contacto», se resignó con tristeza una parte de su mente. En una fracción de segundo eligió el arma, apuntó y disparó.

Los proyectiles del cañón G-15 eran la simplicidad misma: vulgares trozos de metal, sin explosivo alguno, pero impulsados a miles de kilómetros por hora. La energía cinética era terrible; la cosa alienígena saltó en pedazos, en medio de un estallido horrísono.

Ambos tripulantes examinaron en sus pantallas lo que quedaba de su agresor. Entre restos de patas, lo que había sido el cuerpo casi quedó vaporizado. No se veían líquidos rezumando, ni nada orgánico; tan sólo un poco de maquinaria y algunos cubos de un color negro intenso, rodeados de cables (¿o nervios?) enroscados.

—¡Ahí viene otro! —gritó D'ai'la.

Efectivamente, un ser similar al anterior iba a saltar sobre ellos. Sin respetar las normas de conducción de vehículos blindados, D'ai'la hizo girar la tortuga sobre una de sus cadenas a gran velocidad, justo a tiempo para golpear con la parte posterior al agresor cuando se abatía sobre ellos. El pobre salió despedido a varias decenas de metros de distancia, y Beni no le dio tiempo a rehacerse; lo despachó en un instante. Acto seguido, preguntó a su compañera:

—¿Dónde aprendiste a conducir así? ¿No me dijiste que sólo habías llevado carrozas procesionales? Yo creía que las fiestas religiosas eran algo más sosegado…

—Normalmente sí. El trono de la Diosa, o el de las Virtudes Femeninas, merecen el respeto debido, pero por dos años conduje al Demonio-Falo. Es una imagen enorme, y la Sacerdotisa Mayor debe amputar el miembro con un láser tras una persecución ritual. A mí me gustaba darle un poco de realismo; era divertido ver a la vieja foca sudando la gota gorda, tratando de capar al Demonio… Claro, hasta que una vez me pasé, y de un giro un pelín brusco golpeé con el miembro al palco de autoridades. A la sacerdotisa Va'ahhd'nkh le tuvieron que regenerar un ojo. Si no mirara donde no debe…

—Sería divertido que vuestra orden conociera a la de los Ascetas Grises —comentó Beni, recordando a los peculiares monjes guerreros, fanáticos y misóginos—. En fin, conecta todos los detectores. Veamos lo que nos rodea.

—Ipso facto, Su Señoría.

Los radares, escáneres y detectores de masas llenaron las holopantallas con imágenes del entorno, resaltadas en colores irreales y fantasmagóricos. Las extrañas columnas descritas por el difunto Vladimir se retorcían como serpientes de luz en los visores. Al fondo, hacia el centro de la Colina, algo se movía. El radar detectaba múltiples objetos.

—Dirígete hacia allá, pero despacio, ¿eh?.

—A las órdenes de Vuesa Merced.

Se aproximaron lentamente. Beni no pudo resistirse a preguntar:

—Creo que el primer encuentro con alienígenas no ha sido precisamente glorioso: tiros y violencia. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho?

—Soy una débil mujer. Mi cerebro es incapaz de soportar el tremendo y varonil esfuerzo de pensar.

—…

—Bueno, perdona. No me había parado a considerarlo. Tal vez nos hemos pasado. Esos pobres bichos no tenían nada que hacer frente a la tortuga. Salvo las garras y la fuerza física, poco más pueden oponernos. Si no les hubiésemos hecho caso, quizás se cansaran de saltar sobre nosotros, aunque… Vaya, ahí tenemos a dos de ellos. No nos atacan; puede que sean pacíficos. ¿Qué está haciendo ése? No veo bien, pero… ¡Mierda! Mierda, mierda, mierda… —su voz se extinguió en un susurro.

La máquina era diferente a las que se habían encontrado al entrar en la Colina. Parecía inofensiva: más rechoncha, de patas cortas y gruesas, y su parte anterior no simulaba una cabeza, sino que consistía en una simple caja con herramientas y extremidades móviles. Se encontraba muy atareada examinando el cadáver de un muchacho; había abierto su abdomen, y se dedicaba a devanar los intestinos en torno a una especie de huso. A escasa distancia, otra máquina desmembraba cuerpos y los apilaba cuidadosamente. No prestaron atención a la tortuga, enfrascadas en sus macabras tareas; desde luego, eran meticulosas.

Dentro de la cabina del tanque se hizo el silencio. La máquina alienígena terminó con los intestinos y atacó el tórax con un extraño escalpelo. El coronel profirió un grito de guerra de etimología incierta, y disparó.

Fue una auténtica cacería. Los dos tripulantes no hablaron; era innecesario. Detectaban una máquina alienígena, la esquivaban si era hostil y la aniquilaban. D'ai'la conducía con pericia insospechada, sorteando los obstáculos y persiguiendo a los fugitivos. Media hora más tarde, nada se movía en el interior de la Colina excepto la tortuga. El recinto se hallaba repleto de miembros, vísceras y chatarra humeante. El humo formaba una niebla cuyos jirones ondeaban bajo la luz de los focos. En las orugas del blindado había sangre seca, mezclada con algo que podía ser aceite lubricante. Beni y D'ai'la se miraron y quitaron los cascos al unísono. Ahora que el frenesí de matar había pasado, el coronel notaba una sensación de tristeza, o más bien de culpabilidad. Habían sucumbido a la irracionalidad, al ansia de destruir.

—Cuando vi a los chicos así, trinchados como un pollo asado, todo se volvió rojo. Los conocía desde que iban a la escuela, ¿sabes? —murmuró, con la mirada fija en el parabrisas, manchado por la batalla—. Luego, simplemente no pude parar.

—Te comprendo, jefe —la voz de D'ai'la, por una vez, no era agresiva ni sarcástica; más bien parecía afectuosa—. Correr tras ellos y cazarlos ha sido como echar un polvo; una vez que empiezas y le coges el gusto… —hizo una pausa—. Eso no significa que puedas hacerte ilusiones, ¿eh? —su atención se dirigió hacia el cadáver mutilado de una chica, cuya expresión, a pesar de la ruina en que se había convertido su cuerpo, era de serenidad—. Pobre niña —bajó los ojos y murmuró una plegaria.

Beni suspiró y trató de analizar fríamente los datos de que disponían. Ya tendrían ocasión de responder frente a una comisión investigadora. Intentó sonar firme y aséptico:

—Es curioso. Esas cosas parecían seguir un esquema en sus movimientos, tanto en sus ataques como en sus huidas. Si te das cuenta, su propósito era impedir que nos acercáramos al centro de la Colina. Actuaron a modo de cordón defensivo. Rastrea el área central con el escáner secundario.

—Sí, jefe —la voz era apagada, triste.

Ambos se calaron de nuevo los cascos, e imágenes fantasmagóricas, en falso color, desfilaron ante ellos. Pronto, Beni detectó algo inesperado.

—Hay una especie de foso en el centro; es cuadrado, de unos quinientos metros de lado. Debe de contener todas las respuestas que conciernen a este maldito lugar. Vaya, resulta demasiado profundo. Tendremos que acercarnos hasta el borde. En marcha, y con cuidado, chica; puede haber algo realmente peligroso ahí dentro.

—Sí, jefe.

La tortuga se fue acercando suavemente al centro de la colina, con cautela. Beni escrutaba febrilmente las pantallas, pero las sondas eran incapaces de desvelar lo que ocultaban las tinieblas, al menos hasta que los potentes faros del tanque las ayudaran. La oscuridad era densa, pesada, como si poseyera una existencia física. Incluso las ondas de radio tenían dificultades para atravesarla.

Por fin la tortuga asomó el morro por el borde del foso e iluminó el interior. Sus tripulantes no habían dejado de hacer cábalas durante todo el trayecto de aproximación, pero ninguno de los dos estaba preparado para ver lo que albergaba aquella cavidad. Las paredes estaban tapizadas por innumerables huesos humanos, incluidos en una especie de plástico transparente, como el utilizado para fabricar pisapapeles decorativos. Las calaveras, costillas y fémures no estaban dispuestos al azar, sino que formaban complicados diseños. Entre ellos, miles de mariposas lunares disecadas, con sus alas desplegadas, daban unos toques de color sabiamente dosificados. Los primitivos colonos de Hades y su fauna más conspicua se habían unido en un conjunto de belleza aterradora.

También había algo en el fondo del foso. Beni reconoció inmediatamente lo que era y tuvo miedo, mucho más que en toda su vida. No podía hablar. Fue D'ai'la quien rompió el silencio, con aire inseguro:

—Diosa… Es una nave espacial, ¿no, jefe? Nunca me topé con una así antes.

Él tragó saliva antes de contestar:

—Yo sí la reconozco. Vi muchas como ésa en documentales de la Academia Militar —respiró hondo—. Es una nave Alien. El Desastre. Son ellos, otra vez.

D'ai'la se echó hacia atrás, como si hubiera recibido el impacto de una bofetada.

—Diosa, ampáranos. Bendita Diosa, protégenos. Mierda, Diosa, apiádate de nosotros. ¿Qué vamos a hacer?

Una hora más tarde, Beni llegó a su centro de mando. Explicó sucintamente el panorama a Selma y unas pocas amistades más de toda confianza, y las asustó tanto que logró que le concedieran un canal cuántico de máxima prioridad. Además, tenía en su agenda ciertos nombres importantes.

El mensaje fue breve: «Hallada nave Alien aparentemente operativa, catalogada como D-4 en el asalto a Rígel. Se solicitan instrucciones».

La comunicación fue recibida por un ordenador de una base espacial que orbitaba cerca de la Nube de Oort del Sistema Solar. Tras decodificarla, las palabras nave Alien aparecían como de interés prioritario en sus bancos de datos, así que remitió el mensaje a otro ordenador más cualificado. Medio minuto más tarde, tras pasar por una cadena de ordenadores cada vez más alarmados, llegó a la terminal de la presidencia del Consejo Supremo Corporativo.

Antes de una hora, un selecto grupo de personas entraba en contacto por medio de un canal secreto. Algunas de ellas habían sido sacadas de la cama o de su lugar de vacaciones por funcionarios policiales que no respondían a sus airadas preguntas. Sin embargo, una vez reunidas, las protestas murieron como por ensalmo al conocer el motivo de todo aquello, dejando paso al pánico. Por fortuna, aún quedaba gente con la cabeza fría en el C.S.C. que tomó las riendas de la situación.

Las F.E.C. fueron puestas en alerta máxima. En todos los planetas controlados por la Corporación, las guarniciones militares pasaron a condición operativa. Miles de naves de combate y fortalezas orbitales prepararon armas y motores para atacar en cuando recibieran la orden. Se hizo correr el rumor de que se esperaba una incursión sorpresa del Imperio en un punto por determinar, y eso acalló las protestas de los sufridos ciudadanos corporativos. Los imperiales tenían fama de crueles y despiadados.

Desde el C.S.C., los que sabían la verdad comprobaron aliviados que toda aquella impresionante maquinaria bélica funcionaba a la perfección. Sin embargo, la actual Corporación, a pesar de su poder, era una mera sombra de la que antaño controló el espacio humano, cuando fue masacrada por los Alien. Algunos de los miembros del Consejo buscaron un mapa estelar y trataron de localizar Libra MH-3412, mientras que otros tomaron decisiones que quizá podían poner en peligro a toda la Humanidad. En el fondo, nadie estaba seguro de qué convenía hacer.