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El coronel Antonio García alzó el pulgar de su mano derecha, despidiéndose del conductor del pequeño biplaza que lo había transportado hasta allí. El agrav levantó el vuelo, viró y se perdió en lontananza. El coronel giró sobre sus pasos y se internó en el bosque.

Revisó una vez más el equipo que portaba; sabía que era innecesario, pero no conseguía olvidar los viejos hábitos. Conectó su terminal de ordenador de pulsera y le impartió órdenes a nivel subvocálico, captadas por la tenue banda elástica que ceñía su garganta. Asintió satisfecho; todo marchaba perfectamente, al igual que los demás controles integrados en sus muñequeras.

Se detuvo un momento para abrir su mochila. Tomó de su interior una pequeña bola gris de unos tres centímetros de diámetro; la activó, y el artefacto levitó silenciosamente un palmo por encima de su cabeza. Dirigió a la esfera mediante el ordenador, y sonrió al ver con qué diligencia obedecía sus indicaciones. Conectó las cámaras, y una imagen tridimensional se formó en el monitor. «Cada vez construyen mejor estas sondas». Los receptores sónicos y olfativos, las trampas agrav y demás artilugios inevitables en el equipo de campo de un exobiólogo, fueron minuciosamente revisados, como siempre. Satisfecho, volvió a acondicionar su mochila-laboratorio y se la cargó a la espalda.

Palpó su cinturón de campaña, cuyo aspecto militar contrastaba con el equipamiento científico. Por más que estuviera pasado de moda, el coronel se empecinaba en llevar los arneses de los comandos de Infantería Estelar, aunque algo modificados. Colocados de forma que no hacían ruido al moverse, portaba una cantimplora, un botiquín miniaturizado, alimentos comprimidos, un machete, una navaja de cien usos (o eso decían; no los había contado), un cortador láser (una herramienta ilegal, que en distancias cortas se convertía en un arma devastadora) y una pistola de plasma de última generación, de apenas diez centímetros.

«Muchacho, eres un paranoico sin remedio, y ya no tienes arreglo. Llevas cincuenta años estándar en este planeta, que es un remanso de paz, y sigues como antaño». Sin poderlo evitar, su mano derecha se dirigió al hombro, tratando de acomodar las correas de un fusil de asalto inexistente, y sonrió al percatarse de ello. «Fueron muchos años de guerrillas, ¿eh, colega? Eso marca a cualquiera». De todas formas, se sentía como desnudo cuando penetraba en un bosque desconocido sin artillería pesada. «Venga, no hagas más el ridículo, Beni; perdón, quise decir coronel García». Se abofeteó medio en broma. «Estúpido nombre; nunca me acostumbraré a usar pseudónimo, y mira que lo llevo años».

Dejó de hablar solo y se centró en lo que había venido a hacer: prospectar un lugar poco explorado y acercarse paseando a la Colina, donde la base arqueológica. Seguro que les haría ilusión recibir una visita imprevista. «Confío en que tengan una cama libre, y la cena preparada; si no, ya me veo durmiendo al raso, junto a una lata de albóndigas recalentadas y un vaso de plástico con café sintético». Pensó en el doctor Tancredi. «Estuvimos algo groseros con él la semana pasada, pero se lo ganó a pulso. Detesto a esos tipos que, por el mero hecho de poseer un título, creen que se han transmutado de gilipollas a dioses de la noche a la mañana. De todos modos, trataré de hacer las paces. Bastante sufrirá el pobre cuando descubra que no hay nada en la Colina. Ruinas de civilizaciones no humanas en medio del bosque… Y un cuerno».

Se detuvo frente a uno de los curiosos árboles alienígenas y ordenó a la sonda que levitara por encima de su copa y mostrara una imagen en perspectiva del bosque. A pesar de que era el mayor experto en la biota de Hades, volvió a admirarse ante el panorama, como un niño pequeño.

Un océano de suaves penachos plumosos se mecía al ritmo de la brisa, mostrando todos los tonos imaginables de azul. Al fondo, un rebaño de esferas flotaba lánguidamente a la deriva, expeliendo gases de sus cuerpos hinchados por medio de unos esfínteres, para mantener el nivel de flotabilidad. El coronel conectó el zoom de la sonda y las observó a placer. Los individuos mayores se alimentaban con unos curiosos tubos retráctiles de las flores (el coronel pidió disculpas mentalmente a los botánicos, por aplicar nombres terrestres a cosas tan raras) de aquellos árboles. Así, contribuían a dispersar sus esporas, como los insectos polinizadores terrícolas. Fascinado, contempló a las esferas grandes regurgitar alimento para dárselo a las más chicas. «Éstas deben de ser las formas sexuales, incapaces de alimentarse por sí mismas. Es lo que yo suponía; ya veo la cara que pondrá Selma cuando le pase este documento. Ella piensa que se trata de dos especies diferentes; le vendrá bien una cura de humildad». Desgraciadamente, no consiguió filmar ninguna escena de apareamiento. Disgustado, mandó varias sondas a que tomaran más datos de las criaturas, que seguían comiendo plácidamente, sin inmutarse.

El coronel volvió a interesarse por su entorno inmediato. Se acercó a un árbol y acarició su corteza, dura y fibrosa al tacto. Trató de no pensar en términos terrestres; aunque lo parecía, y hacía una función similar, aquello no era un árbol, ni siquiera un vegetal, sino algo de bioquímica alucinante. El ser cuya vida sentía latir bajo su mano estaba construido a base de grandes moléculas de carbono, como él mismo; también empleaba el oxígeno para obtener energía, pero ahí terminaba cualquier similitud. Afortunadamente, no era tóxico ni peligroso, sino simplemente extraño, incompatible.

Tampoco tenía células. El árbol estaba formado por billones de filamentos microscópicos entrecruzados e interconectados, soldados de manera que el tronco adquiría la resistencia de un poste de acero. Por el interior de esos túbulos nadaban los nutrientes y los orgánulos que mantenían con vida a aquella criatura. Los genes se integraban en las paredes, impartiendo instrucciones como locos. Todos los alienígenas de Hades compartían esa estructura, que recordaba vagamente a la de los hongos terrestres; pero éstos no corrían ni volaban, como algunos seres de Hades que hacían el papel de animales.

El coronel se alejó unos pocos pasos del árbol, procurando no tropezar con la maraña de raíces y soportes, y lo contempló a placer. No era un ejemplar muy grande, apenas veinte metros de altura; hacia la mitad del tronco, un verticilo de frondas con la textura de gigantescas plumas de avestruz realizaba la fotosíntesis. La brisa las mecía silenciosamente, y desvelaba increíbles tonos de azul que variaban a cada instante. Otro grupo de hojas menores rodeaba una especie de plumero, en el extremo superior del tronco; su interior contenía billones de esporas, destinadas a probar suerte a la hora de dispersar la especie por el mundo. Casi todas morirían en el intento.

El militar se encaminó hacia la parte más cerrada del bosque. Allí los árboles serían mucho mayores, más viejos y guardarían, sin duda, alguna sorpresa.

Tras una hora de marcha empezaron a aparecer bichos pululando sobre la hierba, desplazándose sobre miríadas de patas articuladas o haciéndose un ovillo y rodando como pelotas. Se sintió defraudado; había descrito esa especie hacía quince años. Con una sonrisa recordó el nombre vulgar con el que los había bautizado, correntones, que tan poco serio parecía a sus colegas científicos.

—Vaya, vaya, sois una auténtica plaga; no respetáis ni los sitios inexplorados —comentó en alta voz—. ¿Qué prisas lleváis? Sólo sabéis correr, comer hierba y soltar esporas. Bueno, vuestra abundancia implica la cercana presencia de alguna babosa predadora.

La localizó bien pronto. La criatura, de medio metro de largo y un palmo de grosor, reptaba pesadamente por el suelo, dejando un rastro viscoso. Su superficie, de color hígado crudo, estaba recubierta de una sustancia pegajosa. No seguía un rumbo fijo para buscar su alimento, ni falta que le hacía; se limitaba a esperar que los correntones, en su loco deambular, chocaran contra ella y se quedaran pegados. Su piel estaba tapizada de los restos de sus presas; algunas aún movían las patitas, pero la mayoría estaba a medio digerir.

—No somos nadie —suspiró, mientras ponía manos a la obra.

Guió a los escáneres para que tomaran datos e imágenes de la babosa, la cual parecía una variedad no descrita. Se alegró, ya que la posibilidad de encontrar algo nuevo era cada día más escasa; la vida en Hades era menos variable que en la Vieja Tierra, debido a un sistema genético más rígido. Almacenó los datos en el ordenador y dejó una baliza móvil para que siguiera a la babosa y la tuviera localizada en todo momento. Era demasiado grande para meterla en una trampa agrav y llevarla al laboratorio.

Prosiguió su camino por el interior del bosque, cada vez más denso. Los árboles eran majestuosos, de hasta setenta metros de altura, y sus raíces se retorcían como tentáculos petrificados de pulpos monstruosos. Parecía un escenario de cuento de hadas, y no le habría extrañado ver a un gnomo sentado en una piedra y fumando una pipa. Sonrió ante la idea. Le encantaban estos paseos; además de la belleza del paisaje, le permitían estar solo y encontrarse a sí mismo, meditar. Se había aficionado a ello, sobre todo desde que rescindió su último contrato matrimonial.

Se consideraba un hombre al que la vida había tratado bien últimamente. Antaño fue un capitán de comandos llamado Benigno Manso, que culminó su carrera con una irregular pero espectacular acción en Tau Ceti. En ella el Imperio, una vasta confederación de mundos esclavistas, sufrió un duro golpe donde más le dolía, en su prestigio. Los poderosos imperiales forzaron al gobierno corporativo a aplicar un castigo ejemplar al capitán Manso. Fue condenado a muerte, pero la Corporación amañó su ejecución, lo revivió, le proporcionó una nueva identidad y lo envió a Hades; de ello hacía cincuenta y un años estándar. Las Fuerzas Espaciales no eran partidarias de desperdiciar talentos que habían demostrado su valía.

—Cómo pasa el tiempo —murmuró a un grupo de correntones, que no se dieron por aludidos y siguieron con sus asuntos.

En aquel planeta perdido pudo, si no enterrar a sus fantasmas, sí al menos aprender a convivir con ellos. Se olvidó de la guerra, y se dedicó a construir; el asentamiento de miles de colonos caía bajo su responsabilidad, y no los defraudó. Sobrevivieron y prosperaron, aunque organizar la vida de tanta gente era mucho peor que una campaña bélica en plena jungla. No obstante, compensaba; poblar un mundo nuevo era una aventura, un desafío, algo que despertaba las ganas de vivir.

Decidió recuperar todo el tiempo perdido. Se matriculó en varios estudios universitarios por vía cuántica, y se doctoró. A pesar de la Universidad, consiguió aprender a trabajar como un científico, y descubrió que le encantaba. Conoció a mucha gente, se divirtió y fue feliz.

Su vida sentimental no marchó tan bien, aunque no podía quejarse. Estableció contratos matrimoniales simples cuatro veces, pero no duraron mucho. Tal vez se debía a que el recuerdo de Ana, su mujer, muerta hacía tanta décadas, nunca lo abandonó del todo, como una sombra leve pero perceptible. Tal vez sus compañeras eran incapaces de aceptar que no envejeciera. Nunca supo lo que le hicieron en los laboratorios corporativos, antes de remitirlo a Hades, pero lo habían alterado, sin duda; estaba más en forma ahora que hacía medio siglo.

La mayor parte del tiempo vivía solo. Mantuvo buenas relaciones con sus dos hijos, pero se enrolaron en las F.E.C., y sabía que nunca volverían. Hades le pareció más vacío desde entonces. Además, el planeta había madurado y era capaz de valerse por sí mismo. Los militares debían dejar paso a los políticos; las colonias prosperaban y eran autosuficientes. Beni se alejaba cada vez más del centro de poder y era más innecesario, al ir delegando competencias.

Así tenía más tiempo libre, pero empezó a notar que le faltaba algo. Se descubrió añorando cada vez con más frecuencia los viejos tiempos de Infantería Estelar, y examinando las fotos y holos de viejos camaradas, todos ya muertos, que lo contemplaban con la eterna alegría de las imágenes capturadas. Parecían invitarlo a volver con ellos a beber en tabernas de mala muerte, llenas de soldados con permiso; era capaz de oler el humo, el sudor y el alcohol, hedores tan espesos que se podían cortar, y oír las canciones obscenas con las que alegraban las veladas, tratando de alejar el miedo y los espíritus de los compañeros caídos. También miraba cada vez con más añoranza las imágenes de patrullas y acciones de guerra.

—Siempre supiste lo que era en realidad la vida: ir quedándote solo, ver como todos a los que alguna vez quisiste se marchan, envejecen o mueren, sentir cómo los buenos momentos se te escapan de las manos como si fueran agua y se esfuman. No te irás ahora a echar a llorar, ¿verdad?

Sumido en sus pensamientos, sin percatarse de que a veces los expresaba en voz alta, continuó caminando hacia la base arqueológica. El terreno era cada vez más ondulado, y el bosque presentaba algunos claros en los que la hierba azul crecía más alta. De repente, al pasar una pequeña loma y penetrar en un vallecito, se quedó estupefacto, incapaz de creer su suerte. Procurando no hacer ruido, guió a las sondas y otros aparatos científicos para que registraran lo que veía.

Todos los árboles estaban repletos de abanicos. Se trataba de unos seres que vivían pegados a los troncos, y cuya base tenía forma de volcán. Del cráter surgía una especie de plumero de un metro cuadrado, al cual debían su nombre. Lo agitaban rítmicamente, como impulsados por una mano nerviosa, todos al unísono, perfectamente sincronizados. Los abanicos se encargaban de filtrar el aire y atrapar esporas, que les servían de alimento.

Beni se acercó a uno de ellos. Parecía increíble que aquellas cosas sufrieran una metamorfosis y dieran lugar a las mariposas lunares, que eran su fase reproductora, destinada a morir en pocas semanas, tras poner sus huevos en los troncos de los árboles. Pero no era eso lo que había motivado su sorpresa; hasta la fecha, se creía que los abanicos eran criaturas solitarias, y allí había más de quinientos, coordinados en sus movimientos de alguna manera desconocida.

«Madre mía, qué descubrimiento; de esto saco un artículo en Cosmos, por lo menos», pensó, totalmente olvidados sus problemas personales. Con cautela, se situó junto a un abanico, que continuaba agitándose rítmicamente; no osó hacer ruido, ya que solían ser muy asustadizos. Con cuidado tocó el plumero, el cual se replegó en su base en una fracción de segundo. Los abanicos que lo rodeaban lo imitaron, aunque el estímulo fue perdiendo intensidad con la distancia; a diez metros sus congéneres ni se inmutaron, y siguieron filtrando esporas. El coronel registró la escena minuciosamente.

Al cabo de unos minutos, los abanicos emergieron de nuevo, tímidamente al principio, y empezaron a moverse como antes. Fueron analizados y registrados hasta que, súbitamente, todos se ocultaron a la vez.

Beni tardó menos de un segundo en esconderse tras un árbol y desenfundar su pistola de plasma. Fue un acto reflejo; después de tantos años, su entrenamiento y hábitos de comando no se habían oxidado. Volvió a experimentar la sensación de la adrenalina y otras sustancias menos ortodoxas corriendo por sus venas. Intentó localizar lo que había asustado a los abanicos, como si se tratara de un guerrillero emboscado. Era extraño; en los bosques no había animales grandes y rápidos. Los predadores, como los vampiros nocturnos o las babosas, solían cazar con trampas, nunca al acecho o a la carrera.

De repente, a treinta metros de distancia, vio cómo un cuerpo grande, cuyos detalles no se podían apreciar a causa de la penumbra reinante en la foresta, rodaba por una loma y quedaba oculto tras unos árboles. Además, creyó intuir algo aún mayor que corría velozmente y se perdía en dirección opuesta a donde se encontraba.

En silencio, se aproximó a la cosa que había caído cerca de él. La mochila le estorbaba, pero había aprendido que separarse de ella era arriesgarse a no poder recuperarla cuando fuera necesaria. Se movió con extrema cautela; a lo largo de su vida se había llevado demasiados sustos, y era preferible ser un desconfiado vivo que un héroe muerto. Sólo se tranquilizó un poco cuando los abanicos reanudaron sus monótonos movimientos alimentarios.

A pocos pasos de donde aquello se ocultaba, oyó un gemido bastante humano. «Un arqueólogo; no puede ser otro». A pesar de ello, siguió acercándose precavido, hasta que al final lo vio. Le costó identificarlo, a causa del patético estado en que se hallaba.

—¿Doctor Tancredi? —preguntó en voz baja—. ¿Qué demonios le ha pasado? ¿Por qué…?

Julio Ernesto no le dio tiempo a formular más cuestiones. Se abalanzó sobre él y lo agarró con fuerza sobrehumana, presa del pánico. Su brazo izquierdo, seccionado a la altura de la muñeca, le salpicó el uniforme de sangre.

Beni no recordaba haber visto jamás a alguien tan aterrorizado. Sin embargo, sabía cómo arreglárselas para inmovilizar personas. En un momento le aplicó una llave que lo dejó impotente en el suelo, a pesar de que no cesaba de debatirse. El militar fue rápido, porque el arqueólogo no tardaría en sufrir un colapso. Con una mano abrió el botiquín de su cinturón y extrajo una pistola hipodérmica, cargada con un sedante; la aplicó al cuello de Julio Ernesto, y disparó. El muchacho se relajó inmediatamente y cayó en un profundo sueño.

Beni no perdió el tiempo. Lo examinó con cuidado, buscando heridas bajo la capa de suciedad que lo cubría; salvo múltiples rasguños, la mano amputada era lo único serio. Cauterizó la herida con el cortador láser, llenando el ambiente con un aroma de carne quemada. Cortó la hemorragia aplicando sobre el muñón una compresa de proteína sintética, que se adaptó como un guante vivo.

—Bueno, chico, con esto aguantarás hasta que te regeneren la mano.

Le inyectó diversos inmunoactivantes para atajar cualquier infección (algo innecesario, ya que en Hades no había microorganismos patógenos) y lo dejó recostado sobre la hierba. Lo contempló unos momentos con pena; estaba hecho unos auténticos zorros. El miedo era notorio, incluso a pesar del sedante. Sacudió la cabeza y se puso a pensar en los verdaderos problemas: ¿Qué hacía el arqueólogo allí, a varios kilómetros de la Colina? Y, sobre todo, ¿quién o qué lo había dejado tan maltrecho? En Hades no había nada semejante a lo que había vislumbrado, un ser del tamaño de un rinoceronte.

Dudó unos segundos. No podía abandonar a Julio Ernesto allí tirado hasta que llegaran los auxilios médicos, pero tampoco quería quedarse quieto, sin actuar, comido por la curiosidad. Se dispuso a contactar con la guarnición militar, cuando de repente cayó en la cuenta:

—¡Las sondas! ¿Seré imbécil?

Sacó una de su mochila y activó los controles. La diminuta esfera se alzó sobre el bosque y voló hacia la Colina. La llamada podía esperar unos minutos, al menos hasta que tuviera una idea más clara de la situación.

La pantalla del ordenador mostró las copas de los árboles, y no tardó en señalar algo perturbador: varias plantas habían sido muy dañadas, e incluso algunas yacían en el suelo. Un líquido turbio rezumaba por las heridas, y las frondas pendían fláccidas, como tristes colgajos. El rastro de destrucción se encaminaba hacia la Colina, y Beni temió lo peor. Por fin, la sonda salió del bosque y sobrevoló la llanura. A lo lejos, la mole pétrea se recortaba contra el sol poniente, ya próximo al ocaso. Un minuto después llegó a su destino, y reveló un panorama desolador.

La base arqueológica había sido arrasada. Bajo su cubierta de plástico transparente, las máquinas y utensilios estaban destrozados. Una carretilla articulada, con el espinazo partido, se movía agónicamente, como la cola seccionada de una lagartija. El expendedor de alimentos era un amasijo informe, del que rezumaban diversos líquidos y papillas, por lo que el conjunto tenía un desagradable parecido con un bicho despanzurrado. Y no se veía un alma.

Beni dirigió la sonda hacia el interior del recinto, sorteando las ruinas. Se percató del boquete en la Colina, que había sido tapado burdamente con vigas de plástico y otros objetos poco reconocibles; entre los resquicios que dejaban parecía vislumbrarse algo móvil.

El coronel no salía de su asombro. Acertadamente, dedujo que la Colina estaba hueca, y que los arqueólogos se habían topado con algo peligroso, pero ¿qué podía ser? ¿Animales hibernados? ¿Y qué le había pasado al resto de los muchachos?

Con delicadeza guió a la sonda entre dos vigas que dejaban un pequeño espacio libre. En cuanto lo traspuso, algo la golpeó. En el ordenador apareció el mensaje: «CONTACTO PERDIDO - FUERA DE SERVICIO». Hizo que la imagen retrocediera, pero nada se mostraba con claridad; un objeto semejante a un tubo se abalanzaba sobre la sonda, y ahí se cortaba la grabación.

Regresó junto a Julio Ernesto, que dormía quieto y pálido como un muerto. La penumbra era cada vez mayor; en poco más de una hora sería de noche. Pensó unos instantes cómo actuar.

—Perdona, hijo. Ya sé que es una faena lo que voy a hacer contigo, pero quiero saber qué te ha dejado hecho un guiñapo antes de pedir ayuda.

Abrió el botiquín y cargó la hipodérmica con un potente estimulante. Se lo aplicó a Julio Ernesto, que comenzó a agitarse. Acto seguido, preparó una dosis de neurax, una droga empleada para hacer confesar a los prisioneros y que por alguna razón que nadie se había molestado nunca en justificar, era reglamentaria en los botiquines portátiles de las F.E.C.

Ya se veían algunas estrellas en el cielo cuando terminó su interrogatorio. Volvió a sedar a Julio Ernesto, que semejaba la ruina de un ser humano, y conectó su comunicador de pulsera. Una voz conocida lo saludó alegremente:

—¡Hola, coronel! ¿Qué, cómo va eso? ¿Seduciendo a las chicas? Seguro que…

Beni la cortó sin miramientos:

—Aplica código de encriptación clase A —esperó a que la comunicación fuera segura y prosiguió—. Ha ocurrido un grave accidente en la base arqueológica. Me hallo en el bosque junto a un herido, tal vez el único superviviente. Enviad un equipo médico, urgente. Me localizaréis sin dificultades; el ordenador actuará como radiobaliza. Que venga también un agrav a recogerme; nos trasladaremos a un kilómetro al norte de la Colina. Cuando lleguemos allí, quiero que nos esté esperando una compañía de tropas de asalto. Sí, ya sé que la Corporación se llevó a las mejores el mes pasado, así que apañaos con lo que tengamos —hizo una pausa—. Y que traigan algún blindado. Prioridad uno; emplead siempre comunicadores codificados. Me temo que nos enfrentamos con algo gordo, y que no es humano; nadie de fuera debe enterarse. Fin del mensaje.

Confiando con cierta maligna satisfacción en haber sembrado el pánico entre sus tropas, se dispuso a esperar refuerzos. Ya era noche cerrada, por lo que encendió una luz y conectó un repulsor de bichos. Las mariposas lunares y otras criaturas nocturnas eran muy bonitas, pero podían resultar un incordio cuando acudían en tropel hacia una fuente luminosa y elegían la cabeza de uno como posadero para aparearse.