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La mariposa lunar había saciado por fin su hambre, y retiró con delicadeza la trompa del tronco del árbol. De su extremo, un aguijón tan duro como una broca de diamante, colgaba una gota de líquido de color azul claro. Mientras, el árbol trataba de cerrar la herida, de la que descendía un hilillo de savia hasta el suelo, muchos metros más abajo.

La mariposa lunar recogió su trompa dentro de la boca y emprendió el vuelo. Desplegó sus alas, delicadas como la más tenue de las gasas, y se dejó caer. Planeó entre las frondas de los árboles, irreal como un espectro que latiera con fosforescencia verde. Vagó por el bosque, aparentemente sin rumbo, girando bruscamente de vez en cuando para eludir las trampas de los vampiros nocturnos.

El cerebro de la mariposa lunar era muy simple. En él sólo había almacenadas unas cuantas instrucciones, que la criatura cumplía a la perfección: alimentarse, escapar de los depredadores, aparearse, dejar descendencia y morir. Y la primera de todas ellas era prioritaria en estos momentos. Necesitaba obtener mucha energía para fabricar varias docenas de huevos, tal como su especie venía haciendo desde hacía millones de años.

Sin embargo, la necesidad de buscar un árbol joven del que nutrirse entró en conflicto con otro impulso. El cielo comenzaba a perder su negrura, y el brillo de las estrellas menguaba imperceptiblemente. En el horizonte de levante había aparecido una delgada línea cerúlea, anunciando el alba. Eso significaría la muerte para la mariposa lunar, cuando el sol quemara sus frágiles alas. Había llegado la hora de buscar refugio. Perezosamente, cambió su rumbo y se deslizó hacia la madriguera que compartía con miles de congéneres, abierta entre las raíces de un arbusto araña.

La mariposa lunar se elevó sobre las copas de los árboles, arrancando reflejos verdes en las pálidas frondas plumosas y rozando al pasar los penachos de esporas, que liberaron al aire nubes de polvo plateado. Sobrevoló el bosque, buscando puntos de referencia para localizar su hogar. Experimentó cierta urgencia; la aurora progresaba por momentos, tiñendo de malva parte del cielo. Ninguna otra mariposa se veía ya. Era la última, y no disponía de mucho tiempo. Tardó unos minutos en orientarse, pero al fin lo consiguió y se dispuso a bajar.

Justo entonces divisó un punto de luz, y su instinto, tan eficaz en otras ocasiones, la traicionó. Su pequeño cerebro procesó la nueva información y la interpretó de la única forma posible: era la Luna, el pequeño satélite que todas las noches surcaba velozmente el cielo de aquel mundo.

Las mariposas lunares sentían una irresistible atracción hacia la luz. En la época de apareamiento, millones de ellas volaban hacia lo alto, guiadas por el mortecino resplandor blanco del astro, para reunirse en fascinantes danzas nupciales. La necesidad de acudir hacia un foco luminoso era superior a cualquier otra; ante ella no contaba el instinto de conservación, ni el hambre, nada.

La mariposa lunar batió sus alas, de casi dos metros de envergadura, y se elevó hacia el firmamento, enfilando directamente hacia aquel brillo hipnótico. Sólo le importaba una cosa: llegar hasta él. Era incapaz de asimilar las anomalías de la situación, como que la Luna hubiera salido demasiadas veces en la misma noche, o que estuviera en un sitio equivocado, o que a su alrededor surgieran destellos intermitentes en rojo. Para la criatura sólo había un fulgor irresistible, que aumentaba poco a poco de tamaño, y eso lo hacía más deseable. Ni siquiera se daba cuenta de que volaba ya demasiado alto, de que el sol naranja asomaba por el horizonte y sus primeros rayos estaban destruyendo las delicadas escamas de sus alas, que se iban deshilachando y dejando tras ella un sutil rastro, como de humo. Su diminuta mente había alcanzado el éxtasis; todo a su alrededor era luz, de una intensidad embriagadora, magnífica, gloriosa.

La nave pasó junto a la mariposa lunar a velocidad de vértigo. Las turbulencias la destrozaron en un instante y sus restos, como las páginas rotas de un libro, cayeron mansamente hacia el bosque, para convertirse en alimento de los primeros carroñeros de la mañana.

A bordo de la nave, aquel pequeño drama pasó inadvertido. En la proa, el comandante había conectado el piloto automático y escuchaba música clásica, mientras que su joven ayudante repasaba por enésima vez unos apuntes en su holo portátil. Al día siguiente tenía un examen, y trataba de consolarse pensando en lo a gusto que se iba a quedar después, tomando unas cervezas con los amigos y criticando a los profesores.

En la cabina de pasajeros, el ambiente no era menos plácido. La mayoría de ellos dormía tranquilamente, mientras que otros preferían charlar en voz baja, bien por no molestar o por tener que contarse pequeños secretos al oído. Eran jóvenes, y parecían felices. Todos salvo uno, un hombre de treinta y tantos años estándar, que estaba sentado en segunda fila, apartado de los demás, y mirando sin interés a través de la ventanilla el espléndido panorama del despertar de Hades.

La nave sobrevolaba los interminables bosques del continente boreal, una alfombra blanquiazul desgarrada de vez en cuando por el cauce de un caudaloso río. El cielo, que hasta hacía poco había sido un tapiz negro constelado de estrellas, recordaba ahora a una gran bandera tricolor: añil hacia poniente, malva en el cenit y de un cálido rojizo donde Lucifer, o MH-3412 para los astrónomos, comenzaba a mostrar su disco. Lentamente, Lucifer se fue adueñando del firmamento mientras que el transporte de pasajeros se dirigía hacia el sur, entre nubes que iban perdiendo poco a poco los reflejos sangrientos del amanecer.

Julio Ernesto Tancredi dejó a un lado sus meditaciones cuando una chica entró en la cabina de pasajeros. Iba vestida con uniforme militar y arrastraba un carro mayor que ella, lleno de bandejas con el desayuno. Fue saludada alegremente por los muchachos, mientras que Julio Ernesto fruncía el ceño. «Este mundo es tan primitivo que tienen que poner a una pobre recluta realizando las funciones de azafata, un trabajo digno de un robot». Tomó su bandeja y durante un cuarto de hora hizo lo posible por tragar un menú que exhibía todos los grados de la insipidez. «Al menos tienen algo en común con las grandes compañías aéreas del Sistema Solar».

La chica regresó para recoger las bandejas de plástico e introducirlas en una pequeña incineradora con ruedas. Cuando pasó junto a Julio Ernesto, éste le sonrió y le formuló una pregunta banal sobre su trabajo. Ella lo miró con curiosidad. No todos los días se tenía la oportunidad de charlar con un extranjero, así que se sentó a su lado.

Cinco minutos después, la charla había degenerado en monólogo. La chica se aburría como una ostra, así que buscó un pretexto creíble y se largó en cuanto pudo. Julio Ernesto refunfuñó por lo bajo sobre la veleidad femenina y volvió a contemplar el paisaje.

La nave se vio obligada a ascender hasta los quince kilómetros para poder sobrepasar el Espinazo del Diablo. La gran cordillera, nacida del choque de dos masas de tierra cien millones de años atrás, cruzaba de este a oeste la mitad de aquel mundo. Los vastos bosques norteños eran incapaces de superar aquel obstáculo, inaccesible hasta para las nubes cargadas de lluvia. Vistos desde el avión, semejaban un océano algodonoso que rompiera contra unos acantilados agrestes, en los que el blanco de las nieves eternas y el gris azulado del granito dibujaban un  complicado cuadro abstracto.

Un murmullo de asombro se oyó en la cabina cuando la nave franqueó la cordillera y descendió hacia los desiertos del sur. Era una tierra inhóspita, donde sólo la hierba azul y unos cuantos animales podían sobrevivir. El contraste entre aquella extensión turquesa y el sol anaranjado era brutal, de una singular belleza. Al cabo de unos minutos, no obstante, su contemplación se hizo monótona, y los pasajeros reanudaron sus charlas o sus cabezadas.

Julio Ernesto Tancredi dejó de prestar atención a la ventanilla y echó un vistazo hacia popa. De inmediato sintió la punzada de los celos; aquella estudiante tan mona, Nina, se había sentado junto al palurdo de Vladimir Serguévich y no parecía hallarse a disgusto. Había apoyado la cabeza en su hombro y sonreía cuando él le susurraba al oído. Trató de convencerse a sí mismo de que no le importaba en absoluto verlos tan amartelados. «Si es capaz de encontrar interesante la compañía de un vulgar operario, sin apenas estudios, no merece la pena que me interese por ella». Volvió a fijar su atención en el paisaje, y obligó a su mente a vagar por senderos más felices. Se vio a sí mismo en la excavación, descubriendo por fin las ruinas de una civilización alienígena y convirtiéndose en el arqueólogo más famoso de la Historia. Entonces todos lo admirarían, y él podría permitirse el lujo de rechazar a quien no le gustara, de hacer sufrir a los que ahora lo ignoraban. Sólo por eso merecería la pena perder unos cuantos meses en aquel maldito planeta, abandonado en el último confín del Ekumen.

En la cabina, el piloto consultó un reloj e hizo una seña a su ayudante. Éste apagó el holo y suspiró. Siempre le dejaban a él la tarea de ejercer de guía turístico. Abrió el micrófono y largó un discurso que, por repetido, ya le salía de forma automática:

—Señores pasajeros, el comandante y la tripulación de esta nave desean que hayan tenido un vuelo agradable, y que sigan confiando en nosotros en el futuro. Dentro de quince minutos divisaremos nuestro punto de destino, la ciudad de Eos, a la orilla del mar de Estigia. Si miran hacia la derecha, podrán ver el curso bajo del Cronos, el río más largo y caudaloso de Hades. Corta en dos al Espinazo del Diablo y permite una fácil comunicación con los bosques. Cuando descendamos divisarán grandes masas de troncos bajando por el cauce; como sabrán, la industria maderera es una de nuestras principales fuentes de riqueza.

El ayudante comentó un par de tópicos más e interrogó con la mirada al comandante. Éste le hizo un gesto inequívoco y cerró el micrófono.

—Déjalo, ya tienen suficiente. Para lo que les ha costado el billete…

La improvisada azafata entró con un termo de café caliente, y los tres se sirvieron sendas tazas humeantes, que bebieron con deleite.

—Deberían prohibir volar tan temprano —dijo el comandante, mientras volvía a tomar con desgana los mandos para efectuar la maniobra de aproximación al aeropuerto.

La nave sobrevoló por fin el mar de Estigia, un inmenso lago de oscuras aguas sobre las que flotaban indolentes algunos bancos de peces isla. El aparato viró noventa grados siguiendo la línea costera, una playa arenosa y desierta que se prolongaba más de dos mil kilómetros, sólo interrumpida por el puerto de Eos.

Julio Ernesto contempló sin entusiasmo el lugar. «Creo que llamar a esto ciudad es un poco pretencioso». Desde luego, no daba la impresión de ser una gran urbe, especialmente para alguien procedente del superpoblado Sistema Solar. Sólo se divisaban casas de una o dos plantas, con techo de plástico imitación de pizarra, dispuestas de forma regular. Asimismo, se detectaba escaso movimiento por las amplias calles, apenas unos cuantos vehículos. «Parece la quintaesencia del aburrimiento», se dijo, mientras se preparaba para el aterrizaje.

La nave se posó suavemente en el pequeño aeropuerto, y los pasajeros pudieron pisar por fin tierra firme. Julio Ernesto comprobó, para su consternación, que los habían dejado en el medio de la pista, lejos de la terminal (si es que existía alguna). Unos segundos después, comenzó a sudar. A pesar de que aún no había transcurrido ni media mañana, hacía un calor húmedo, pegajoso. No soplaba ni la más leve brisa, y hasta el aire parecía más denso y pesado. Acostumbrado al clima fresco que reinaba en las proximidades del campamento arqueológico, situado mucho más al norte, se había equipado con ropa de abrigo, algo de lo que ahora se arrepentía profundamente.

Un hombre y una mujer se acercaron a recibirlos, haciéndoles señas, y a Julio Ernesto se le cayó el alma a los pies. «¿Para esto me he vestido con lo más elegante que tenía? Suponía que en este mundo no eran muy amantes de la etiqueta, y que tampoco iban a enviar a un grupo de coros y danzas a recibirnos, pero podrían tener un mínimo sentido de la dignidad». Trató de poner buena cara, aunque se prometió no desaprovechar la ocasión de soltarles alguna indirecta.

La mujer llevaba un pantalón corto, una camisa que le llegaba hasta las rodillas y un sombrero de paja que la protegía del sol; parecía necesitarlo, ya que sus cabellos eran muy rubios y sus ojos azul claro. Calzaba unas botas antiestéticas, pero muy cómodas, con sus correspondientes calcetines. El hombre vestía uniforme militar de campaña, arrugado y gastado por el uso. No era muy alto; apenas sacaba unos centímetros a su compañera. El cabello, negro y muy corto, se pegaba a su cabeza por el sudor. Era de tez morena y, al igual que la mujer, su piel estaba curtida por la intemperie. Daban la impresión de haber interrumpido algún duro trabajo manual para acudir al aeropuerto, y ofrecían el más vivo contraste con Julio Ernesto. A su lado, era un compendio de elegancia: traje amarillo de estilo centauriano, corbata de seda y calzado de Rígel. Su cabello castaño estaba recogido en una coleta, y había recortado su fino bigote de forma perfectamente simétrica.

El hombre le tendió la mano, y él la estrechó con cierta aprensión. El apretón fue fuerte y breve.

—Bienvenido a nuestra ciudad, doctor Tancredi. Soy el coronel Antonio García, gobernador militar de Hades. Permítame presentarle a Selma Chang, alcaldesa en funciones de Eos —otro apretón de manos—. El titular, sintiéndolo mucho, no ha podido venir. Está inspeccionando unas piscifactorías en la costa sur del mar de Estigia —miró la indumentaria de Julio Ernesto y luego la suya, e hizo un ademán de disculpa—. Confío en que no le moleste que lo hayamos recibido así, pero me temo que ha venido al rincón más apartado de la Vía Láctea —sonrió—. Todavía estamos terraformando Hades, y el trabajo nunca falta.

—Descuide, coronel. Los exoarqueólogos estamos acostumbrados a estos ambientes —repuso, con ironía mal disimulada; sus interlocutores se miraron de reojo, pero no dijeron nada—. Han sido muy amables por fletar esta nave para nosotros. Los chicos agradecerán salir de la rutina diaria de la excavación.

Antonio y Selma saludaron a continuación a los demás, de una forma mucho más distendida. Julio Ernesto se percató de que conocían a varios de ellos, lo que no era de extrañar. El Consejo Científico había subvencionado la investigación a cambio de que los ayudantes fueran reclutados de entre el personal nativo, para contribuir a su formación. De todos modos, no lograba acostumbrarse a la familiaridad y a las bromas, las más subidas de tono, que cruzaban con ellos. «Esto explica su comportamiento desordenado en la excavación. Si hubieran cursado una carrera universitaria, ahora sabrían actuar adecuadamente».

El tiempo de las presentaciones concluyó. Selma cogió del brazo a Julio Ernesto y lo condujo hacia el exterior del aeropuerto.

—Les hemos preparado una recepción en el Ayuntamiento, pero aún faltan varias horas para la comida. Los muchachos prefieren quedarse por los alrededores, y aprovechar para ir de compras y aventurarse en algunas tabernas de dudosa fama. Me temo que eso le resultará aburrido, doctor, así que hemos pensado en una pequeña excursión turística. ¿Le apetece visitar una ciudad muerta?

—Será un placer —respondió, no muy entusiasmado.

El coronel se les unió de inmediato, y juntos entraron en una amplia calle. A lo largo de ella se alzaba una doble fila de palmeras cuyas hojas pendían inmóviles, como en una fotografía. Las aceras estaban protegidas por tejadillos sostenidos por pilares de madera, y de trecho en trecho algún ventilador hacía posible soportar el bochorno. La actividad humana era escasa, y las pocas personas con las que se tropezaban se movían sin prisas, casi con indolencia. Julio Ernesto pensó que no hacia falta visitar una ciudad muerta después de ver Eos.

—Gozan de un ambiente tranquilo por aquí…

—Mucha gente trabaja en el campo, y sólo regresa para dormir —contestó Selma—. Tenga en cuenta, doctor, que en Hades hemos de luchar hasta por el alimento. La bioquímica de las especies autóctonas es incompatible con la nuestra, así que tuvimos que importar animales, plantas, bacterias y hongos de la Vieja Tierra, y mantenerlos en reservas. No podemos soltarlos por ahí, ni siquiera a los peces; duran muy poco. Y tampoco debemos violar la ley de protección de ecosistemas alienígenas. Por fortuna, la madera de los árboles de los bosques boreales es un material ideal para la construcción: ligera, resistente, incombustible y no tóxica. Aquí no es un artículo de lujo, como en otros mundos del Ekumen; ya ve que todas las casas la utilizan en gran medida.

—¿Cómo marcha su trabajo, doctor Tancredi? —preguntó el coronel—. ¿Han hallado algo interesante?

—Aún nada, por desgracia, pero no hemos hecho nada más que empezar. La Colina encierra los restos de una civilización no humana, y estoy seguro de que daremos con ella.

—Me alegro de que tenga tanta fe, doctor. En otras ocasiones, las supuestas ruinas de seres inteligentes resultaron ser madrigueras de insectoides sociales…

—Esta vez no será así, coronel —respondió el arqueólogo, algo picado—. Por cierto, ¿cómo es posible que tardaran tanto tiempo en solicitar una excavación al C.S.C.?

Antonio García se encogió de hombros.

—Hades no es la Tierra, doctor. La recolonización empezó hace poco más de cincuenta años estándar, y nuestra prioridad principal es la supervivencia. La Colina fue detectada por uno de los robots que cartografiaban el planeta, y enseguida nos dimos cuenta de que había algo anormal en ella.

—¿Anormal, dice? —le interrumpió Julio Ernesto—. Una mole de quinientos metros de altura y dos mil de diámetro, con una composición mineralógica imposible si se la compara con la llanura aluvial que la rodea, forzosamente tiene que ser algo muy importante, ¿no?

—Creo que no se ha hecho cargo nuestra carestía de medios. Nos resultaba imposible organizar una campaña tan al norte, así que cursamos una solicitud al Consejo y nos dedicamos a tareas más prosaicas. Afortunadamente, alguien se apiadó de nosotros y le envió a usted —el coronel dijo esto en un tono de voz afable, en apariencia sin ironía ni mala intención.

Llegaron junto a un vehículo agrav de cuatro plazas, que abrió su cabina transparente para permitirles pasar. Se sentaron, y el coronel tomó los mandos. El agrav levitó y partió en línea recta hacia el oeste, acelerando a mach-2 en cuanto abandonaron las zonas habitadas.

El viaje había durado poco más de veinte minutos. El agrav se posó en una explanada circular, cerca de un barracón de madera donde trabajaban unos obreros, que les saludaron al pasar. Caminaron hasta unos riscos cercanos, a cuyo pie se alzaba una pequeña ciudad, más bien un pueblo.

A Julio Ernesto le llamaron la atención las diferencias respecto de Eos. Las calles eran más estrechas, con más recodos, y las casas no habían sido construidas con madera, sino que abundaba el plástico y el hormigón. Tampoco había dos viviendas iguales, como si sus habitantes consideraran a la originalidad como una deliciosa virtud. Pero algo destacaba sobre todo lo demás: la soledad. Aparte del personal de mantenimiento y los escasos visitantes, nadie daba señales de vida. Era una atmósfera extraña, lánguida al tiempo que ominosa. A pesar del calor reinante, Julio Ernesto se estremeció, e incluso se sobresaltó cuando Selma le habló:

—Hay muchas ciudades como ésta dispersas por Hades, doctor Tancredi. Las restauramos y conservamos con esmero, aunque procuramos mantener el ambiente que tenían cuando las exploramos por primera vez. Afortunadamente, en Hades no hay organismos descomponedores capaces de destruir nuestros plásticos y telas, que pueden durar siglos sin echarse a perder. Ahora lo verá.

Entraron en una casa de dos plantas cuya puerta estaba abierta. Pasaron por un pequeño recibidor que desembocaba en un patio rectangular, con una fuentecilla seca en el centro y numerosos tiestos con flores que habían muerto hacía muchos años, suplantadas por la hierba azul de Hades. A su alrededor se disponían las diversas habitaciones: cocina, comedor, salón, almacén, garaje y los dormitorios en el piso superior. La vivienda había sido diseñada de tal modo que su interior quedaba resguardado del sol, y la temperatura era fresca. Sin duda, debió de resultar un sitio agradable para vivir.

Echaron una ojeada a la cocina, que parecía haber sido abandonada deprisa y corriendo, y subieron por una escalera de caracol a los dormitorios. El primero que vieron tenía dos camas, y sus paredes estaban decoradas con restos de carteles y cuadros. En uno de ellos, hecho de algún plástico resistente, se apreciaba un cazabombardero disparando una andanada de cohetes. La ropa de las camas aparecía desordenada, y a los pies de una de ellas se veían algunos juguetes, destrozados la mayoría. Aquel cuarto infantil tenía una inconfundible pátina de vejez.

—¿Qué sucedió aquí…? —Julio Ernesto estaba sobrecogido.

—¿Qué sabe usted acerca del Desastre? —le preguntó a su vez el coronel.

—¿Eh? —había sido pillado por sorpresa, pero se repuso—. Pues lo que todo el mundo… La Gran Guerra Alien, que usted, como militar, conocerá mejor que yo, simple arqueólogo.

Antonio García se sentó en una cama y cogió del suelo una muñeca de trapo medio rota. La miró pensativo, como si aquel despojo le trajera algún recuerdo, y habló con aire abstraído:

—Hace ocho siglos, el gobierno de la Corporación había conseguido unificar a la mayor parte del espacio humano, el Ekumen. Fue una auténtica Edad de Oro, con miles de mundos conquistados, naves hiperlumínicas que surcaban el cosmos y abrían nuevos horizontes… Riqueza, aventuras y optimismo; nada se interponía en nuestro camino. ¿Qué más se podía pedir? Hades fue colonizado por aquel entonces. La tarea no resultó muy complicada, ya que el planeta disponía de una atmósfera con oxígeno y agua abundante. Cincuenta millones de personas llegaron a habitarlo, y su nivel de vida era alto. Con sus pequeñas naves MRL podían visitar en unos cuantos días Rígel, o cualquier otro de los Sistemas Mayores. Hades era poco más que un barrio residencial de lujo. Entonces ocurrió el Desastre.

Julio Ernesto estaba sorprendido. Un militar con soltura verbal era algo ajeno a su experiencia, y se sintió obligado a demostrar que él también sabía hacer uso de la palabra:

—¡Ay, las guerras…! Poco importa quién las inicie, siempre en el fondo por algún mezquino motivo. Al final pagan las consecuencias los…

Se detuvo en seco. El coronel le había lanzado una mirada que lo asustó. Por un momento creyó que le iba a pegar, pero el tono de su voz fue comedido, sin emoción.

—Nosotros no empezamos aquello, doctor. Hace ahora 770 años, una flotilla de 64 naves de origen desconocido atacó el sistema rigeliano. Fue un bombardeo indiscriminado, donde murieron treinta millones de personas. Tan rápido como aparecieron, se esfumaron. El ataque se repitió en otros mundos humanos, y siempre seguía la misma pauta, aunque variara la forma y modelo de las naves: aparecían de la nada, soltaban sus bombas y se iban. Jamás trataron de establecer contacto, sino que actuaban con la mecánica frialdad de un reloj. Nunca supimos su origen ni sus propósitos, y tampoco contestaron a nuestros intentos de diálogo.

El coronel se incorporó y dejó la muñeca en el suelo con delicadeza, como si fuera algo valioso y digno de respeto. Se acercó a Julio Ernesto y prosiguió:

—Pero eso no fue lo peor. Nuestras naves descubrieron que algo marchaba terriblemente mal. Cuando saltaban del hiperespacio al espacio normal, lo hacían en el interior de una estrella, o se las tragaba un agujero negro. Los Alien habían hecho algo teóricamente imposible: convertir las rutas hiperespaciales en trampas mortales. Nadie podía viajar más rápido que la luz, y el Ekumen se desmoronó en unos días. El gobierno de la Corporación contempló impotente desde el Sistema Solar cómo caía mundo tras mundo, ya que era impracticable llevar suministros y ayuda a tan grandes distancias. Muchos planetas retrocedieron hasta la barbarie, mientras que otros se resignaron a morir, perdida la esperanza. Fue un bello espectáculo; muchos transmisores cuánticos seguían funcionando, y se pudo asistir en directo al derrumbe de todos los sueños de la Humanidad.

—Pero ustedes ganaron la guerra…

—¿Ganaron? ¿No se incluye usted, doctor? —Julio Ernesto miró hacia otro lado, incómodo, y el coronel continuó—. Por un improbable golpe de suerte, se logró capturar un par de naves Alien. No estaban tripuladas; eran robots no inteligentes, con instrucciones indescifrables y un mecanismo automático de retorno a su base. ¿Cuál era ésta? ¿Por qué nos atacaron? ¿Cómo habían alterado el hiperespacio? ¿Quién las construyó? Preguntas sin respuesta… Y entonces a alguien se le ocurrió una idea loca, absurda, tanto que fue aceptada de inmediato. Se cargó una de las naves Alien con las armas más potentes de que disponía la Corporación, capaces de esterilizar planetas e incluso de reventar estrellas. Uno de nuestros ordenadores, que aceptó voluntariamente sacrificarse, fue situado en su interior, para que abriera fuego en cuanto la nave Alien volviera a su mundo natal. Quizá tuvo éxito, ya que los Alien nunca regresaron.

El coronel guardó silencio unos momentos y prosiguió, con una sonrisa cínica en el rostro.

—Ésa es la historia, doctor Tancredi, que usted, por su formación académica, conocerá a la perfección. Pero lo que no le habrán enseñado es el sufrimiento y el caos que el Desastre trajo consigo. Miles de millones de muertos, mundos desgarrados por guerras civiles, culturas perdidas… Y el miedo a que ellos regresaran más fuertes que nunca, un sentimiento que no nos ha abandonado desde entonces. La paranoia crónica de la Corporación está justificada. Sólo ahora, después de tanto tiempo, hemos podido volver a viajar más rápido que la luz, por un principio físico diferente, con motores mucho más pesados y poco manejables. Poco a poco vamos visitando mundos con los que se perdió el contacto, los colonizamos y tratamos de reconstruir una vaga sombra de la gloria de antaño.

Julio Ernesto se encontraba incómodo, y el ambiente de la habitación se le hacía opresivo. Se dirigió a la salida, y los demás lo siguieron. Probó a decir algo, para aliviar su tensión:

—Así que Hades fue bombardeado por los Alien… Pues no lo parece. ¿Les costó mucho reparar los destrozos?

En esta ocasión fue Selma Chang quien le informó:

—Además de por las bombas, muchos planetas murieron al interrumpirse los suministros que les llegaban desde sistemas más prósperos, esenciales para su supervivencia. En otros casos, es un misterio. En dos o tres mundos apartados, los edificios estaban intactos, pero sus habitantes habían sido asesinados y sus cuerpos mutilados, dispuestos formando figuras geométricas a lo largo de las calles; no tenemos ni idea de los motivos de tan macabra conducta. Cuando llegamos a Hades, hace algo más de cincuenta años estándar, no encontramos a nadie. Todos habían desaparecido, dejando las ciudades tal como ve —señaló a su alrededor—. Ni un cadáver, nada. Por eso, a pesar de que nuestra sociedad es tan joven, cuenta con un nutrido acervo de leyendas y supersticiones. Para muchos, los espíritus de los antiguos moradores aún residen aquí, y se cuentan historias espeluznantes de aparecidos en las noches solitarias. Otros creen que en los bosques del norte, donde ustedes trabajan… Bah, no quiero perturbarle con más fantasías histéricas. Al menos, algo tienen de bueno: a los niños se les asusta con facilidad cuando se les quiere regañar; basta amenazarlos con los fantasmas para que se vayan a la cama o se coman la sopa. Al menos, así ocurría en mis tiempos; ahora son unos malcriados que no respetan nada. ¿Dónde iremos a parar? —agarró a Julio Ernesto del brazo y sonrió—. Hablando de cosas prácticas, ¿no cree usted que será un magnífico atractivo para los ciudadanos ricos y morbosos del Ekumen, ahora que de nuevo son posibles los viajes hiperluz? El turismo es una prometedora fuente adicional de ingresos, ¿no opina usted lo mismo?

Julio Ernesto aún tenía la carne de gallina cuando montaron en el agrav y regresaron a Eos.