Hlanith es uno de los planetas más avanzados y densamente poblados del Ekumen, a diferencia de su vecino Gad, inmerso en perpetuas guerras […].
La población no está uniformemente distribuida por el planeta sino que, en aras de una mejor preservación de los ecosistemas, se encuentra hacinada en unos cuantos núcleos urbanos, mientras que vastas regiones son dedicadas a la Agricultura o se han convertido en Parques Naturales […].
La visita a una de las ciudades hlanithianas se convierte en una experiencia difícilmente olvidable […]. La pulcritud es la norma, y la gente se desplaza por aceras autorrodantes y otros transportes públicos no contaminantes […]. Los edificios, conocidos vulgarmente como arcólogos, son inmensos paralelepípedos de metal y plástico […]. En el menor de ellos caben más de cincuenta mil habitantes […]. La disponibilidad de espacio por persona no supera los 60 metros cuadrados de media, aunque está muy bien aprovechado. Las paredes, además, pueden convertirse en pantallas de alta resolución que muestran paisajes idílicos. Eso es muy útil para evitar el sentimiento de claustrofobia […].
Las ciudades viejas, mucho menos masificadas, permanecieron abandonadas hasta que se rehabilitaron para que sirvieran de alojamiento a las oleadas de inmigrantes refugiados que venían de otros planetas menos afortunados, como Gad […].
FUENTE: Hunter, M.K. (4716ee). «Breviario de T. F. Bean de planetas curiosos» (237ª edición revisada y ampliada). Futurópolis, Marte.
Puedo describirles Hlanith en una frase: Cajas de zapatos superpobladas de muermos políticamente correctos.
FUENTE: Torres, E. (4713ee). «Guía del viajero políticamente incorrecto». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.
—Menuda cafetera, Timi.
—Al menos iremos despiertos, Daniel.
—Quien no se consuela…
La lanzadera de la Simak parecía haber sido requisada de un museo de Astronáutica. A Daniel no le habría sorprendido encontrarse con una pintada en el casco que dijera: «Gagarin estuvo aquí». Confiaba en que debajo de la pintura descolorida y las manchas negras dibujadas por la fricción atmosférica, los escudos térmicos aguantaran la salida del planeta. Al menos, su compañero de viaje tenía toda la razón del mundo. Otras veces había sido mucho peor, cuando iban hibernados como sardinas en lata, camino del matadero.
Se ajustó el traje. Era una prenda cómoda y discreta, pero no acababa de acostumbrarse a vestir algo distinto al uniforme. Experimentaba la absurda sensación de ir dando la nota y, a juzgar por la cara de Timi, él tampoco se encontraba a gusto, como si le faltara algo.
Skradda e Ild Qu no tenían ese problema; eran los únicos del grupo que seguían de servicio. Skradda no le hacía ascos a los excesos indumentarios, pero nunca durante el trabajo.
—Tranquilo, jefe. Cuidaremos de todo en tu ausencia —dijo Ild Qu.
—No dudo que lo dejo en buenas manos.
Daniel sonrió. En contra del tópico de que a nadie le gustaban las despedidas, ésta era bien diferente, alegre incluso. No había palabras huecas ni promesas de encuentros futuros que seguro nunca ocurrirían. Tampoco ensombrecía el ambiente la sensación de derrota vital, de vacío. Lo de «ya nos veremos un año de éstos» iba en serio.
Un tripulante les hizo señas desde la puerta del vehículo.
—Ya están metiendo prisa —dijo Skradda—. Venga, dejad de haceros los remolones, no sea que el resto del pasaje empiece a sopesar la idea de lincharos.
—Me temo que esta vez somos los únicos viajeros. El resto es carga: artesanías y cosas así. En fin, no hagamos enfadar al piloto. Hasta dentro de unos meses, amigos —Daniel dio sendos apretones en el hombro a Ild y Skradda.
—Al final os habéis reenganchado; quién lo iba a pensar —dijo Timi—. No te veo con muchas ganas de retornar a tu planeta como novicio de los Ascetas Grises…
Ild sonrió.
—Baharna me ha abierto los ojos. Siempre habrá tiempo para la reclusión y la búsqueda del verdadero yo. Acumular experiencias es algo positivo a la hora de rendir cuentas ante el Innombrable.
—No le hagáis caso; son meras excusas. Lo que más ha pesado en su decisión de seguir en el Ejército es la jugosa oferta económica ofrecida por las FEC —Skradda lo miró con malicia.
—Un Asceta Gris no se rige por el vil metal —respondió Ild muy serio y acto seguido, ante la sorpresa de todos, soltó una carcajada. Era la primera vez que lo oían reírse.
—Me parece que Skradda te ha contagiado el virus carpe diem… —dijo Timi.
—Puede. O quizá sea que Baharna me ha enseñado que los seres humanos son algo más que blancos a los que suprimir. La convivencia resulta una experiencia fascinante.
—Y cuando te hartes de filantropía, seguro que no te faltará el trabajo —apuntó Skradda.
—Ajá —terció Daniel—. Puede que los comandos nos convirtamos en fósiles vivientes en los tiempos inciertos que se avecinan, pero un buen asesino siempre resultará útil.
—Hay profesiones con futuro. Y marchémonos ya, que nos dejan en tierra. El tripulante está que se sube por las paredes.
Se dieron un último abrazo, se desearon lo mejor y por fin Daniel y Timi entraron en la lanzadera y ocuparon sus asientos. El aparato rodó hacia la zona de despegue, encendió los turboconversores y abandonó Baharna dejando tras de sí una estela de fuego verde. La última imagen que les quedó de Ild y Skradda fue la de sus figuras diminutas, alzando la mano en un gesto de adiós.
—Curiosa pareja —dijo Daniel.
—Baharna obra milagros, desde luego.
No hablaron mucho más, sumidos en sus pensamientos, hasta que abordaron la Simak. La nave de carga era feísima, como todas las de su especie: un conglomerado de poliedros irregulares, bodegas y tuberías. Por fortuna, la zona destinada a la tripulación tenía pase. Tras tomar posesión de sus camarotes, se reunieron en la cubierta de observación. Ante ellos, Baharna refulgía en todo su esplendor, una bola azul veteada de torbellinos blancos.
—Lo voy a extrañar —dijo Timi.
—Sí. Parece mentira que llegue a afirmar esto de un planeta, pero estoy deseando regresar.
—Has echado raíces, ¿eh, coronel?
—En algún sitio hay que sentar cabeza, hijo. Y tú no te quejes, que bastante te divertirás cuando montes ese negocio de hostelería en la Vieja Tierra…
—Ya te enviaré un mensaje avisándote de la inauguración. Por supuesto, estás invitado.
—Iré, te lo prometo. Ya sabes que suelo cumplir mi palabra.
—Desde luego, será un restaurante cosmopolita. Diseñaré varias salas, cada una ambientada en un mundo diferente. Serviremos los respectivos platos típicos y…
La conversación se mantuvo animada durante un buen rato, mientras los robots de la Simak estibaban la carga y ponían a punto los motores. Finalmente se escuchó por los altavoces el aviso de cuenta atrás. Daniel y Timi se sentaron en unas butacas dispuestas al efecto en la cubierta. Timi se dio cuenta de que su compañero se ensimismaba por momentos, mientras su vista se perdía en los océanos de Baharna.
—¿Sven? —le preguntó.
—Tantas batallas juntos… —se repantigó en la butaca y cruzó los brazos—. Ay, tal vez algún día deje de sentirme culpable. Preferí ser yo quien le pusiera la inyección letal, y él me rogaba que no lo hiciera, con aquella voz de autómata producto de las drogas… Le cerré los ojos. Mierda. ¿Por qué…?
Timi le dio una palmada en la rodilla.
—La vida es dura, Daniel. Aprendamos del pasado y miremos hacia delante, como dijo Areta en el funeral de la Dama.
—Qué remedio.
Callaron, y la Simak encendió en ese momento sus cohetes químicos. Se fueron alejando del planeta hasta dar con el punto de salto, y entonces entró en acción el motor MRL. La astronave se sumergió en la bruma gris del hiperespacio, y la imagen de Baharna se borró de las pantallas.
Daniel Hintikka abandonó la lanzadera y trató de no perderse en aquel gigantesco galimatías que era la terminal interplanetaria del astropuerto principal de Hlanith. Afortunadamente todo estaba bien señalizado, pero verse rodeado de más gente de la que nunca creyó posible le atacaba los nervios. Las autoridades locales supusieron que ya habría pasado suficientes controles de seguridad en el mundo de origen, y lo dejaron salir sin abrumarlo con más trámites. Un tanto agobiado y sintiéndose fuera de sitio, buscó a su salvador.
Tras una barrera, el doctor Akira van Eik lo vio y levantó por encima de la cabeza un cartel con su nombre. Daniel logró llegar hasta él y se estrecharon la mano. Se fijó en que el doctor parecía viejo, aunque en muy buena forma, y se cubría la cabeza con una peculiar boina azul, más bien amorfa. Entonces, a la boina le salió una corona de ojos alrededor que lo miraron fijamente, con expresión interrogante. Daniel dio un respingo.
—No se preocupe. Se llama Bartolo. Es inofensivo, encantador y, dado que puede metabolizar la seborrea, resulta de lo más adecuado para la higiene capilar. Eso sí, teóricamente no debería estar fuera del laboratorio. Como me pillen los inspectores de fauna alienígena me puede caer una buena multa, pero es que al pobre le gusta ver mundo de vez en cuando. Bartolo, saluda al señor.
El bicho aquél emitió un pseudópodo trémulo y Daniel se lo estrechó, sin tenerlas todas consigo. Satisfecho, Bartolo volvió a adoptar forma de boina.
Con notable soltura, el doctor van Eik lo guió hacia la salida. Para Daniel, todo aquel bullicio, con el ruido aparejado, le resultaba desconcertante. Era como un gigantesco termitero, donde cada uno se las arreglaba para no tropezar con los demás. Con tanto ajetreo, Daniel prefirió esperar a que salieran de allí para preguntarle por los asuntos que le preocupaban.
Una vez que abandonaron el astropuerto, tomaron una acera autorrodante. Se notaba que el doctor era un maestro en el uso de aquel medio de transporte, ya que saltaba de los carriles lentos de los bordes hasta los rápidos centrales con gran naturalidad. Daniel, a pesar de su entrenamiento, se las veía y deseaba para no dar con sus huesos en el movedizo suelo.
En pocos minutos llegaron al corazón de la ciudad. Daniel trató de no parecer muy pueblerino, y luchó por no quedarse boquiabierto ante la majestuosidad de los arcólogos que flanqueaban las grandes avenidas. Los rayos del sol arrancaban destellos de aquellas moles, configurando un magnífico espectáculo, aunque Daniel echaba de menos ese carácter íntimo de las corralas de Akrotiri. Según le informó el doctor, en los días de lluvia la parte alta de los arcólogos se alzaba por encima de las nubes, por lo que los últimos pisos eran los más solicitados. Se estremeció.
—Impresiona, ¿eh, amigo? —le preguntó el doctor.
—Desde luego, esto no es como Baharna —miró a su alrededor—. Además, sólo se ve gente joven y saludable. Ni ancianos decrépitos, ni gordos, ni tullidos…
—Dicen que ofenden al buen gusto. Bueno, si le interesa su contemplación, puedo organizarle una visita a un barrio de refugiados shaddaítas.
—Por mí no se moleste.
Anduvieron un rato más de carril en carril, pasando de una calle a otra. En un momento dado, Bartolo saltó al regazo de Daniel y se puso a estudiar su chaqueta. Tuvo que hacer un esfuerzo por no quitarse aquella cosa pegajosa de encima.
—¿Qué tal el viaje? —se interesó el doctor.
—Para tratarse de un carguero, me resultó incluso cómodo —le respondió Daniel, tratando de no parecer descortés—. Peor lo tiene mi colega, que aún ha de llegar a la Vieja Tierra. Esto…
—Bartolo, ven acá y no seas tan zalamero —el susodicho dio otro salto y se quedó en el hombro de van Eik, adoptando el aspecto de un cruce entre loro y uno de los relojes blandos de Dalí—. Parece que las cosas van viento en popa en Baharna, ¿no?
—Después del vacío de poder creado a continuación del atentado que acabó con el Presidente Wúscix pasamos momentos realmente tensos, pero la situación se ha normalizado. Yo incluso diría que está ahora mejor que antes. El nuevo Gobierno se ha esforzado por hacer bien las cosas, e incluso se rumorea que la nueva ministra de Asuntos Sociales será una draqui. Y salvo algún recalcitrante, nadie se ha rasgado las vestiduras por ello. Supongo que también pusimos nuestro granito de arena para consolidar la paz —concluyó Daniel, con modestia—. Nos sentimos especialmente orgullosos de haber dejado fuera de circulación a la HUU, la HUUF y demás grupúsculos semejantes.
—Desde que Suniva Gray me comentó que iba a recibir una pequeña paciente procedente de Baharna, no me pierdo las noticias sobre su planeta, aunque hay que rebuscar mucho en la Red para dar con alguna. Me alegro de que acabaran con esos terroristas. Sus ideales eran francamente inconsistentes.
—Qué me va usted a contar… En fin, respecto a lo verdaderamente importante, ¿cómo están? Ya sé que me lo resumió por vía cuántica, pero uno siempre teme que no le cuenten toda la verdad.
—Tranquilícese, Daniel. Estamos llegando a casa de Suniva, y hay alguien esperándolo. Ansiosamente, diría yo.
Con la maestría fruto de la práctica, van Eik fue saltando a los carriles lentos. Daniel lo siguió, y al final se encontraron pisando suelo firme, a las puertas de un arcólogo indistinguible de los otros. Daniel miró hacia lo alto, aunque lo dejó pronto. Aparte del dolor de cuello, daba la impresión que aquella mole iba a caérsele encima de un momento a otro. Entraron.
Aquello era como una ciudad en miniatura, encerrada en sí misma. Una multitud de personas pululaba por los pasillos y entraba y salía de los ascensores. A pesar de la aprensión de Daniel, tuvieron que tomar uno. El doctor no estaba dispuesto a subir 284 pisos a pie.
Al final se detuvieron ante una puerta. El ordenador de la entrada reconoció el patrón facial y las ondas cerebrales de van Eik, y la puerta se abrió.
El piso era enorme para los estándares hlanithianos, de unos 120 metros cuadrados, aunque parecía medir muchos más. El ordenador doméstico había elegido la decoración adecuada para recibir visitas ilustres, y el salón estaba despejado de muebles, con las paredes mostrando hologramas que representaban un bosque de hayas y robles, con riachuelos cantarines y discreto trinar de pájaros. Daniel se relajó. La sensación de hallarse en plena naturaleza era de lo más convincente.
Una mujer de edad indeterminada, pero bastante atractiva, y un hombre se acercaron a él y le estrecharon la mano.
—Encantado de conocerte en persona, Daniel. Hay quien no para de hablarnos de ti, poniéndote por las nubes. Te presento a Karl Medina, mi marido.
—Hay que ver lo que te pareces a tu hermana, Suniva, sobre todo en los ojos. Mucho gusto, Karl. No sabéis cuánto os agradezco que os hayáis ocupado de…
Un grito agudo lo interrumpió en seco.
—¡¡Daniel!!
Una especie de obús se abalanzó sobre él. De un salto se le abrazó al cuello.
—¡Lina!
A Daniel se le hizo un nudo en la garganta, pero por fortuna no tuvo necesidad de hablar. La niña no le dejó reaccionar. A una velocidad de vértigo, y en un lapso de tiempo asombrosamente corto, lo puso al corriente del vestido que llevaba, lo bien que se lo pasaba, los amigos que había hecho en el hospital y un sinfín de cosas más. Sólo la llegada del equipaje, remitido a domicilio por mensajería desde el astropuerto, le proporcionó un momento de tregua. Le entregó a Lina los regalos que le había traído de la Corrala Grande, y así pudo por fin observarla con un poco de calma. La niña estaba más rolliza que antes, y la veía un tanto rara con aquella vestimenta hlanithiana, pero seguía siendo el mismo torbellino con patas que recordaba. Estaba radiante de salud. Luchó por no ponerse sentimental. En aquel momento, daba por buenos todos los sinsabores sufridos cuando tuvo que bregar con aquella legión de burócratas, en busca de una plaza en la nave de carga que la sacaría del planeta. Cómo pasaba el tiempo, caray.
La voz de Suniva lo sacó de sus ensoñaciones.
—Te hemos preparado una pequeña sorpresa de bienvenida, Daniel. Ahí la tienes.
Daniel miró hacia el fondo de la sala, donde había alguien sentado en un sillón. El corazón empezó a latirle más deprisa.
—Verena.
Los demás sonreían. Se suponía que Verena yacía en la cama de un hospital, reponiéndose de sus muchas heridas. Le habían ocultado que ya estaba lo bastante restablecida como para darle el alta, los muy cabritos.
Verena trató de incorporarse con gran dificultad. Las prótesis que llevaba implantadas, sobre las que iban creciendo los nuevos tejidos, aún no respondían del todo bien. Daniel no le permitió acabar el movimiento, y la obligó a sentarse de nuevo. Se quedó mirándola sin atreverse a abrazarla, como si se tratara de un frágil objeto que fuera a descoyuntarse de un momento a otro. Fue ella quien tuvo que tomar la iniciativa.
—No te quedes contemplándome así, que parecemos un par de besugos. Ya ves qué puedo hablar y alguna cosa más —dijo, y lo besó.
Estuvieron un buen rato ajenos a todo lo que les rodeaba, pendientes uno del otro, abrazados. Con buen sentido, el doctor van Eik trataba de neutralizar la hiperactividad de Lina con la ayuda de Bartolo, y dejarles a aquel par de tórtolos un poco de intimidad.
—¿Lo ves, Daniel? —dijo Suniva, al fin—. Bicho malo nunca muere. Hace falta algo más que una granada anticarro para acabar con mi hermanita.
—Sí —añadió Verena—, logré bloquear la muerte cerebral, aunque no sé cómo. Bendito entrenamiento subliminal… Según me han informado los médicos, sacrifiqué todas las neuronas no imprescindibles para el almacenaje de memoria y las supervivientes aguantaron con un gasto energético mínimo. Los pobres alucinaron con mi fisiología de comando. Por supuesto, no podrán publicar nada del tema en ninguna revista científica, si estiman sus carreras —guardó silencio un momento, como si temiera hacer la pregunta clave—. Leí que Sven había caído en un atentado. ¿Fue…? —la expresión de Daniel, triste, le dijo lo que quería saber—. Vaya.
Suniva y Karl se percataron de que algún recuerdo desagradable estaba aguando la fiesta, así que se esforzaron por animar el cotarro. El doctor soltó a Lina y ésta logró que Daniel no tuviera tiempo de ponerse melancólico. Al final la alegría por el reencuentro volvió a imperar, y Daniel repartió entre los presentes los productos típicos de Baharna (básicamente, botijos finos y embutidos) que había traído. Karl habló con el ordenador doméstico, y brotaron del suelo mesas y sillas. Las exquisiteces gastronómicas, cortesía de la Corrala Grande, se vieron acompañadas por exóticos licores que Suniva guardaba para la ocasión en una pequeña bodega. Verena tuvo que conformarse con zumo de frutas, a instancias del doctor van Eik.
—Ya te desquitarás cuando todos tus tejidos se hayan regenerado, mujer.
Verena puso cara de resignación, y no tuvo más remedio que compartir dieta con Lina, mientras Daniel y los demás devoraban el alcohol y las morcillas.
Al poco llegaron los hijos del matrimonio, que se mostraron muy corteses y encantados de conocer al sanguinario comando que había conquistado el corazón de la tía Verena. Daniel se temió que después de comer tendría que relatarles un montón de anécdotas sobre sus poco edificantes hazañas bélicas. Sus futuros sobrinos (le hizo mucha gracia considerarlos desde ese punto de vista) iban vestidos a la última moda de Hlanith, bastante colorista. Para Daniel era toda una novedad encontrarse por fin con alguien que desconociera los códigos estéticos de Baharna, con las cualidades ocultas de las texturas y todo eso, pero a sus padres no les hacía mucha gracia el desaliño indumentario. Despotricaron un poco sobre la juventud, su irresponsabilidad, que no sabía adónde iba, que no tenía remedio, y algunos argumentos más que Daniel había leído incluso en autores de la antigua Mesopotamia. Por más que la Humanidad hubiera colonizado el universo, ciertas cosas nunca cambiarían. Los sobrinos, poses aparte, le parecieron espabilados y eso era lo más importante.
Encargaron el menú a un restaurante cercano, y todos se sentaron en torno a la mesa. Parecía comida rigeliana auténtica, aunque Verena tuvo que conformarse con una nutritiva sopita. Dieron cuenta de aquellos manjares con buen apetito, charlaron, bromearon y llegó la hora de la sobremesa, con los inevitables brindis. Daniel propuso uno por Suniva, por haberse hecho cargo de Lina y Verena.
—Para eso está la familia, hombre —repuso ella, alegre por el alcohol trasegado.
—Tienes toda la razón, cuñada.
—Huy, lo que me ha dicho.
Un robot doméstico recogió las sobras, y la mesa fue reabsorbida por el suelo. Unos sillones anatómicos brotaron del piso y todos se repantigaron en ellos menos Lina, ocupada en jugar con Bartolo como si éste fuera una masa de plastilina.
—Bueno, pareja —dijo Karl, mientras tomaba una infusión de hojas de calia—, ¿qué habéis planeado para el futuro?
—En cuanto Verena se restablezca, regresaremos a Akrotiri. Ya nos quedan pocas semanas para retirarnos con honores y…
—Te aseguro, Daniel, que no pienso volver a reengancharme. Ya cometí esa locura una vez por tu culpa y mira cómo acabé.
—A ver si me lo vas a estar echando en cara por los siglos de los siglos —Daniel sonrió—. A corto plazo, pienso disfrutar de estas vacaciones en Hlanith, pero nuestro hogar está en la Corrala Grande. Además, Lina se lo pasará de miedo cuando regrese. Se convertirá en una celebridad entre los demás niños, narrándoles sus andanzas en el espacio exterior.
—¿Quién ha quedado al mando? —se interesó Verena.
—Ild Qu y Skradda —contestó Daniel—. Hacen buena pareja esos dos, aunque sigo sin explicármelo. Por cierto, el bueno de Timi se jubiló ya. Ahora estará camino de montar un restaurante en su pueblo. Tendremos que ir a visitarlo un año de éstos, a pesar de la mala fama de que goza la Vieja Tierra.
—Nosotros también nos acercaremos algún día por Baharna —dijo Suniva—. Según nos cuenta Verena, no es mal sitio para hacer turismo, con la Gran Fosa, las corralas y demás.
—Aprovechen ahora, antes de que se masifique y pierda su encanto. Hay miles de comerciantes en ciernes deseando sacarles hasta el último céntimo.
La conversación se mantuvo durante varias horas. A media tarde el ordenador volvió a ofrecerles café y bebidas. Se cruzaron los últimos brindis en nombre del futuro y en recuerdo de los amigos caídos, y decidieron contemplar el anochecer a la luz del hogar. El holograma de una hoguera se formó en el centro del salón, mientras que una de las paredes, la que daba al exterior, se tornó transparente. Así, todos juntos, contemplaron cómo se ocultaba el sol y brillaba Gad, el lucero vespertino. Gad… En aquel mundo, tanto Daniel como Verena habían combatido contra enemigos que elevaban el sufrimiento humano a la forma de arte, y las naves con refugiados de semejante infierno llegaban ocasionalmente a Hlanith. Sin embargo, al calor de una hoguera artificial, aquel planeta, y tantos otros, no eran lugares donde la gente sufría, moría o albergaba esperanzas, sino gemas brillantes que contribuían a crear una atmósfera romántica, como si Dios las hubiese engarzado en el tapiz del firmamento para que fueran admiradas.