Prietas las filas,
marciales siempre,
jamás mostramos
miedo a la muerte.
Pero exhibimos
ardor de fiera
si defendemos
nuestra bandera […].
FUENTE: Bauhavisévix, A. E. (4720ee). «Los mejores himnos y marchas militares de la República». Ed. Destino. Akrotiri, Baharna.
¡Ave, César!
Los que van a morir
¡SE CAGAN EN TU PADRE!
FUENTE: Povedilla, F. (4505ee). «Cánticos guerreros de las FEC». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.
Al coronel Hintikka no le hacía ninguna ilusión encontrarse de nuevo en alerta bélica, pero la capacidad guerrillera de la HUU aumentaba con el tiempo. Eran buenos aquellos cabrones.
Después del interludio que supuso el funeral de Dama Ívix, tuvo que apechugar con el recrudecimiento de las actividades terroristas, que tanta alarma social generaban. Los atentados eran muy selectivos y golpeaban donde más dolía. Las bajas propias ascendían ya a cinco, sin contar los heridos y los atentados fallidos.
Indiscutiblemente los funerales eran actos la mar de solidarios. En el último hasta el propio Presidente de la República, el Excelentísimo Señor Reinaldo Wúscix, le había expresado sus condolencias más sinceras. No parecía mal tipo aquel individuo de edad mediana, bajo, calvo y con bigotito, sobre todo si se tenía en cuenta todo lo que había tenido que aguantar para llevar a la República a su nivel actual, sobreponiéndose a los desastres de pasadas guerras.
La HUU estaba volviendo loco a Daniel. Su ideario seguía sin tener pies ni cabeza. Los atentados, que segaban las vidas de gente inocente y destruían bienes de utilidad general, le habían restado apoyo popular. Salvo algún colgado ocasional, ya no había ni partidos políticos que la apoyaran, pero allí seguía, dale que te pego sin tregua y nadie sabía para qué. ¿Qué diablos querrían? Para Daniel era evidente que debían tener un propósito concreto, pero no podía imaginar cuál. Además, el salto cualitativo de la habilidad guerrillera implicaba un entrenamiento eficaz, adiestradores. ¿Quiénes?
Entre tanto desconcierto, Daniel empezaba a atar cabos. Cuando los corporativos incrementaban sus pesquisas, recibían un ataque de la HUU; si se acantonaban en sus cuarteles, los dejaban en paz. Se intuía un mensaje: «Olvidaos de nosotros y nada malo os ocurrirá. Esta guerra no es la vuestra, así que estaos quietecitos».
De todos modos Daniel disponía de un hilo al que agarrarse. Hacía unas semanas habían recibido un críptico mensaje de alguien que afirmaba pertenecer a la HUU, pero estaba harto del cambio de actitud de la organización. Aquel tipo tenía miedo de ser delatado. Les iba pasando soplos con regularidad, pero siempre se las arreglaba para guardar el anonimato. Era tan secreto como la actual organización de la HUU. Gracias a él, o ella, habían logrado evitar cuatro atentados con bombas trampa, requisando una apreciable cantidad de explosivos.
El soplón no empleaba el correo electrónico ni el teléfono. Usaba lápiz y papel, nunca dejaba huellas delatoras y ocultaba sus mensajes en lugares prefijados. Enviaba avisos por carta, con una clave convenida, indicando dónde estaban escondidas las misivas. También pedía que fuese una persona conocida (Daniel normalmente) a recogerlas. Como hoy.
El sitio señalado era una fábrica textil abandonada, a varios kilómetros al oeste de Akrotiri. Daniel se pasaría por allá con Verena en un biplaza y recogerían el mensaje. Lo dejarían en el laboratorio por si se diera el improbable caso de que por error contuviera alguna pista que delatara a su autor, y luego visitarían la biblioteca a por algunos libros. Igual iban con el tiempo justo, pero por si acaso se quedaban un rato, Daniel llevaba el casco que le regaló el cónsul. Aunque ya leían con soltura en varios idiomas, siempre eran de agradecer los comentarios del amigo Jonathan sobre los aspectos más oscuros o anecdóticos de los textos, y el contexto social en que fueron escritos.
Abandonaron los suburbios de la ciudad, camino de la fábrica. Daniel se fijó en que Verena parecía preocupada. De vez en cuando, su compañera tenía temporadas de una cierta introspección, pero algo le decía que esta vez no era normal. Se lo comentó. Ella lo miró, titubeó un momento, pero al final lo hizo partícipe de su desazón.
—Los de la HUU son demasiado buenos, Daniel. Tú tampoco crees que hayan mejorado ellos solitos, ¿verdad? Aunque no lo confesemos en voz alta, sospechamos de alguien en la Policía o el Ejército Republicano, pero no acabo de creérmelo. Están empleando bombas de elaboración muy compleja. Nunca antes se habían visto en Baharna. Tiene que ser alguien de fuera.
Daniel soltó un bufido.
—No hay más extranjeros que nosotros y algunos burócratas, y éstos no sabrían distinguir un detonador de un pisapapeles. Absurdo.
Ella lo miró con pena, como si le avergonzara decir esto:
—Sólo queda una posibilidad: un traidor.
Daniel dejó de mirar la carretera y giró la cabeza hacia Verena. No, ella no iba de coña.
—Eso es imposible. Aparte de nuestro condicionamiento, ¿por qué querría uno de los nuestros hacerlo? —sonaba ultrajado—. ¿Por dinero? ¿Dónde gastarlo sin que se enteraran los del fisco?
Verena prosiguió, como si no lo hubiese oído:
—Y tiene que ser alguien de arriba, a juzgar por la calidad del entrenamiento. Alguien muy próximo —su voz era triste.
Daniel estuvo despotricando un rato, y al final guardó un mutismo ofendido. Verena miró hacia la fábrica, sumida en sus pensamientos. Podía comprender a Daniel, dispuesto a poner la mano en el fuego por cualquiera de sus hombres. La idea de la traición, a estas alturas y después de toda una vida de camaradería, se le antojaba impensable. A ella le había costado lo indecible alcanzar aquella conclusión.
Se acercaron a la puerta principal de la fábrica. Algo llamó la atención de Verena y enseguida supo de qué se trataba. Sin pensar, por acto reflejo, se arrojó sobre el volante. Daniel, que en ese momento iba pendiente de la conducción, no tuvo tiempo de reaccionar antes de que la granada anticarro los golpeara.
Probablemente, si hubieran tripulado uno de los BMR con los que patrullaban Akrotiri meses atrás habrían escapado ilesos. Pero el biplaza disponía de un blindaje más endeble y sólo el volantazo desesperado de Verena impidió un impacto de lleno, en vez de oblicuo. En cualquier caso, la explosión de la granada había hecho que dieran varias vueltas de campana. El vehículo, de carambola, había quedado encajado entre las garitas de vigilancia a la entrada de la fábrica. Una segunda granada se desvió y explotó junto al muro, acabando de poner al vehículo patas arriba y ocultándolo tras una nube de humo negro.
Daniel, aunque contusionado, se había recuperado en menos de un minuto. Estaba cubierto de sangre, aunque no era la suya. El cuerpo de Verena lo había protegido, recibiendo la mayor parte del castigo. Su compañera estaba destrozada.
Daniel, con el corazón en un puño, comprobó que aún vivía. La sacó del vehículo y la introdujo en la garita, de apenas tres metros cuadrados, rezando porque no les quedaran más granadas a sus atacantes. También recogió, sin pararse a hacer un inventario, armas y cuanto objeto tenía a mano. Lo hizo justo a tiempo, porque las balas empezaron a impactar en el chasis, una vez que se despejó el humo. Daniel las reconoció por el peculiar zumbido. Explosivas, subsónicas. La República no las tenía.
«Un traidor». Las palabras de Verena martilleaban sus oídos. Verena. Trató de dominar su angustia. La examinó con detalle, mientras las balas se estrellaban en los muros de la garita, afortunadamente de un grosor apreciable. La cara era lo único que se había salvado un poco. Perdía sangre a raudales. Los pies y una mano habían sufrido amputación traumática, y el abdomen… Daniel tuvo que hacer unas respiraciones profundas. Verena.
Otra persona sin las alteraciones metabólicas presentes en el organismo de los comandos no habría podido mantenerse consciente en tales circunstancias. Haciendo un supremo esfuerzo, ella trató de sonreír. Un hilillo sanguinolento le salía de la boca.
—Ya sé que no soy original, pero no siento las piernas; esto es un infier… —su intento de bromear se vio interrumpido por un golpe de tos, y escupió más sangre—. El traidor… Tal vez hablé demasiado… —miró a Daniel—. Te quiero, Da…
Sus ojos se cerraron y la cabeza cayó a un lado. Daniel no podía hablar. Sus labios querían gritar: «¡No me dejes, Verena! ¡Te necesito!», pero era incapaz de articular palabra. Por un momento recordó a un viejo colega suyo, el famoso capitán Benigno Manso. Él también se vio en una situación similar y enloqueció de dolor y de rabia, provocando una auténtica masacre en Erídani. No le devolvió la vida a ella y sólo logró librarse de un consejo de guerra de milagro. Pero Daniel era más viejo, con más autocontrol. El adiestramiento militar se impuso al fin.
Debía salvar a Verena. En el botiquín había fármacos que ralentizaban el metabolismo. La dejaría en animación suspendida, para que el cerebro no se deteriorara, y luego se ocuparía de salir de aquella ratonera.
Creía haber cogido un botiquín antes de abandonar el vehículo. Miró entre los objetos desparramados por el suelo de la garita. Había dos fusiles, unos teléfonos móviles, y el botiquín se…
«Un momento».
Los teléfonos estaban apagados. Era imposible. Un móvil de campaña llevaba una batería de larga vida y era capaz de resistir golpes increíbles. Los examinó. Estaban muertos. Un mal presentimiento lo invadió. Efectivamente los fusiles también estaban fuera de servicio, así como la radio. Los habían saboteado. Estaban incomunicados y desarmados.
Ahora todo quedaba claro. El presunto topo era en realidad un traidor y efectivamente tenía que ser alguien del cuartel, probablemente muy cercano a ellos. Tal vez Verena intuyó quién era o se le escapó algún comentario inoportuno; el culpable se dio cuenta y decidió liquidarla. Y de paso al coronel Hintikka, por si acaso Verena le hubiera hecho partícipe de sus confidencias. Desde luego no pensaban dejarlos salir con vida. Ahora se dedicaban a tirotear la garita desde una confortable distancia, por si hacían blanco con un disparo de fortuna. Pero tarde o temprano entrarían y los cazarían como a conejos. Confiaba en poder llevarse a alguno por delante, aunque no albergaba muchas ilusiones al respecto.
Sin embargo, a pesar de que fuera un gesto inútil, tenía que ocuparse de Verena. Localizó el botiquín y buscó la ampolla con el bloqueante. La introdujo en la pistola hipodérmica, apuntó al cuello y…
«¿Y si lo han saboteado también?»
La idea le provocó un escalofrío. Podría inyectarle a Verena un veneno sin saberlo. Quienquiera que fuese el traidor, seguramente odiaba dejar cabos sueltos. Tiró la hipodérmica, sumido en la desesperación. Sabía que un día u otro tenía que llegarle la hora, como a todo hijo de vecino, pero le habían dejado sin poder volver a reunirse con Lina, ni envejecer junto a Verena. Al menos, no la sobreviviría. Era su único consuelo. Pero morir así, sin poder ajustarle las cuentas al culpable de su ruina… No había derecho. Ni tampoco remedio. Estaban indefensos. Sólo le quedaba un cuchillo, ya que era algo que no se podía sabotear. Ni radios, ni pistolas, ni…
«El casco».
Se aferró a su última esperanza. Allí estaba, en el suelo. Se abalanzó a por él, rogando a todos los dioses que conocía porque no hubiera sido dañado por las explosiones. Se lo puso en la cabeza. Funcionaba. Escuchó la voz jovial de Jonathan con la misma ansia que un marino perdido en la noche busca el faro que lo guíe a puerto seguro.
—Hola, Daniel. ¿Qué has pensado leer hoy?
Daniel, en un alarde de concisión, le expuso la papeleta. Se daba por muerto, pero al menos Jonathan se enteraría de lo sucedido y se lo comunicaría a las autoridades. Con mucha suerte tal vez a alguien se le ocurriera emprender una investigación y dieran con el culpable. Menos era nada.
El ordenador lo escuchó con suma atención. Aunque la relación de hechos era aséptica y precisa, muy al estilo militar, se podía hacer idea de la inmensa carga de ira, impotencia y dolor que soportaba el coronel. Su suerte no lo dejaba indiferente, ya que había acabado apreciando a algunos humanos, especialmente aquéllos con inquietudes y capacidad de superación. Cuando el informe finalizó y solicitó que pusiera aquellos datos a disposición de una autoridad superior, Jonathan le contestó:
—Daniel, lamento profundamente lo sucedido. Me gustaría ayudarte a salvar la vida, pero sólo soy un modesto corrector de estilo. Sin embargo… Soy amigo de un Antivirus Mercenario que una vez me salvó de morir por el ataque de un virus informático, el Sapo Cancionero. Probaré a localizarlo; es de fiar. Tal vez conozca a algún responsable militar. Suerte, amigo mío.
Daniel sólo tuvo que esperar 1,74 segundos. Una voz desconocida resonó en sus oídos.
—Hola, Daniel. Prefiero mantener secreto mi número de serie, así que puedes llamarme Demócrito. No, no hace falta que te expliques. Jonathan, vía Mercenario, me lo ha contado todo. Escucha atentamente: es posible convertir el visor de tu casco en un receptor de datos de los satélites espía, en tiempo real. Observa.
Ante sus ojos se desplegó un holograma del planeta. Merced a un zoom diabólicamente rápido la superficie se fue aproximando, hasta disponer de una vista de pájaro con resolución de un metro. Daniel estaba estupefacto.
—Se supone que no existen satélites tan buenos en Baharna, y eso que soy el máximo responsable militar…
—La Corporación nunca es lo que parece —lo interrumpió Demócrito—. Hasta nuestras naves de carga van armadas. Mira, ésos son tus agresores.
En el visor se iluminaron seis puntos blancos. Uno de ellos se había escondido a la vuelta de la esquina, mientras los demás se parapetaban en un bosque cercano.
—¿No podrías pedir refuerzos? Mi… Verena está a punto de morir, si es que no lo ha hecho ya, y no me atrevo a usar un neurobloqueante por si han manipulado el botiquín. Salvarla de la muerte cerebral es cuestión de minutos —sólo le faltó añadir «por favor».
—Me hago cargo de tu angustia, pero todos mis intentos de contactar con algún cuartel resultan vanos. Las comunicaciones han sido saboteadas a conciencia. Esto es serio, coronel, muy serio. Y la telefonía móvil tampoco funciona. Trataré, mediante tácticas tortuosas, de avisar al cónsul, pero llevará tiempo en un mundo tecnológicamente tan primitivo. Lo siento.
Daniel miró de nuevo a Verena. Ya no respiraba. Su desolación no se podía expresar con palabras. Sólo le quedaba una débil esperanza: que ella, antes de sumirse en la inconsciencia, hubiera iniciado una secuencia de relajación profunda, una especie de hibernación autoinducida que todos los comandos eran capaces de llevar a cabo. Resultaba sumamente útil en caso de inmersión en agua o frente a gases tóxicos. Permitía permanecer en animación suspendida durante un buen rato, pero Daniel no quería hacerse ilusiones. El proceso requería energía y ella había perdido demasiada sangre.
Al menos, aunque remota, ahora veía una posibilidad de vengarse. Volvió a estudiar los blancos. El más cercano se aproximaba lentamente. Querría asegurarse de que habían muerto, aunque sin arriesgarse demasiado. Sin duda, estaría presto a disparar al más mínimo movimiento. ¿Cómo distraer su atención? Daniel miró a su alrededor buscando algo, cualquier cosa. El botiquín, claro. Tendría un frasco de alcohol, Puede que no estuviera envenenado, pero al menos ardería.
Se las apañó para confeccionar un rudimentario cóctel incendiario. Por costumbre siempre llevaba en el bolsillo, cuando salía de faena, pequeños útiles indispensables en campaña, como una navaja suiza y un mechero. Comprobó el ángulo de tiro, aguardó a que el asaltante diera unos pasos, se puso en modo de combate y arrojó el cóctel.
El estallido flamígero pilló por sorpresa a aquel tipo. Nadie se lo esperaba. Mientras, Daniel había salido a velocidad increíble. No se molestó en controlar el golpe que le asestó sobre la marcha al terrorista, fracturándole las cervicales. Antes de que cayera al suelo tenía el fusil en sus manos y ya se había ocultado tras un pilar. Ahora disponía de un arma de fuego, pero su gozo fue efímero. Era un fusil de asalto de última generación, como los que llevaban habitualmente los comandos corporativos. Estaba diseñado para disparar sólo en manos de su propietario; por tanto, era un trasto inútil. Estuvo a punto de arrojarlo al suelo, en un rapto de frustración. Ahora sí que estaba listo.
—Déjame ver el código de barras de la culata, Daniel.
Obedeció, sorprendido, y enfocó el visor del casco sobre las diminutas marcas indelebles.
—Muy bien —prosiguió Demócrito—, lo que voy a decirte a partir de ahora es alto secreto. Confío en tu discreción —Daniel asintió; a estas alturas, uno prometería lo que fuera—. Bien, la clave de ese modelo de fusil es… —y le dio un largo código binario—. Márcala. Supongo que el ordenador del fusil estará conectado a los otros cinco. Te revelaré su código de autodestrucción. En cuanto lo teclees, lanza el arma lo más lejos posible. Dispones de cinco segundos.
Daniel se estaba empezando a asustar de veras. «La clave de un arma». Eso era información más que privilegiada, un muy alto secreto militar. Dudaba que ni siquiera un almirante tuviera autorización para conseguirla, mientras que aquel ordenador se la entregaba como si nada. «¿Quién eres? ¿Quién demonios eres?» Sin duda alguien muy gordo, el tal Demócrito. ¿Un ordenador en las altas esferas del poder? ¿Y ayudándole? «Menudos amigos que tienes, Jonathan, hijo…»
Tampoco dedicó mucho tiempo a pensamientos ociosos. Introdujo aquellos códigos en el ordenador del fusil y lo arrojó lejos. A los cinco segundos justos, estalló con violencia. Otras explosiones simultáneas se escucharon a media distancia.
Daniel cumplió con la rutina de ver qué había sido de sus atacantes. Dejó a Verena en la garita, sin atreverse siquiera a moverla. Estaba fría, exangüe. Ojalá hubiera tenido tiempo de hibernarse. E incluso en tal caso era una carrera contra el tiempo. Demócrito había logrado avisar al cónsul Duval y era cuestión de minutos que enviaran refuerzos y una UVI móvil.
Los fusiles les habían explotado en la cara, naturalmente. Miró el cuarto cadáver decapitado de su ronda. La idea de Demócrito lo había salvado, pero a costa de no capturar prisioneros. Tampoco podían haber hecho otra cosa.
Daniel era concienzudo y fue a ver al último fiambre, que en teoría estaba cerca de allí. La voz de Demócrito lo puso en alerta.
—Daniel, uno de los cuerpos se ha movido. Se dirige hacia ti.
Lo había pillado en medio de un claro, sin tiempo para ocultarse. Se puso en modo de combate, y el mundo comenzó a ir más lento a su alrededor.
«Ya sale / va desarmado menos mal / ileso / debía de tener el subfusil en el suelo cagüendiós / me estudia / no parece tener miedo / un momento te conozco / mierda mierda mierda / es Alegría de la Huerta».
El antiguo compañero de patrullas, sustituto de aquel entrañable finado que fue Prevenido, se acercó con precaución. Así pues había oficiales del Ejército Republicano en la HUU, y éste no era de los malos. Daniel dejó para más tarde elucubrar sobre el tema. Tenía que capturarlo vivo para que confesara quién les había pasado las armas y unas cuantas cosas más. Pensó en Verena. Bueno, vivo no significaba intacto. Que se preparara.
Daniel atacó. Un segundo más tarde, tenía el antebrazo derecho roto. Se retiró a toda prisa, evitando una patada circular que no lo dejó en el sitio de milagro, y bloqueó el dolor.
«Cabrón de mierda / tú también estás en modo de combate / vas más acelerado aún que yo / Verena querida tenías razón / uno de los nuestros lo ha entrenado / me cago en la puta / tiene que haberse atiborrado de fármacos para lograr ese efecto / y ahora va y me sonríe, el muy hijo de mala madre / está seguro de sí mismo / rebosa aplomo / yo estoy herido y he quemado ya muchas reservas / me está pasando factura / ya casi no debe de quedarme glucosa disponible y tú lo sabes / se te nota / estoy al borde del desmayo / sacaría el cuchillo pero es inútil contra ti / me ves como una presa fácil / y después irás a rematar a Verena / seguro».
Por su parte, la mente de Alegría de la Huerta también procesaba datos a velocidad de vértigo. La sensación de poder que le daba aquella situación era tan abrumadora como placentera.
«El objetivo se mueve torpemente / si lo presiono un poco más sufrirá un choque hipoglucémico / o a lo mejor lo derribo antes / es improbable que resista una serie de patadas / efectivamente no las puede parar sólo con un brazo / le he dado en la cabeza / me retiro / se tambalea / pone los ojos en blanco / cae / lo remato luego voy a por la otra fulana y me largo / misión cumplida».
Alegría de la Huerta sacó el cuchillo de su funda y se acercó al coronel Hintikka. Fue su último acto. La certera patada a los testículos hizo que se doblara, y con la mano sana su enemigo le pinzó en el cuello y lo dejó fuera de combate.
Daniel volvió a desplomarse en el suelo, junto a su enemigo. Aquel cabroncete estaba tan orgulloso de su habilidad de entrar en modo de combate, era tan consciente de su superioridad, que había olvidado algo tan básico como la experiencia. El truco de hacerse el muerto era tan viejo que el hecho de que funcionara resultaba decepcionante. En el fondo, los militares republicanos seguían siendo unos pardillos.
Daniel sintió náuseas y vértigo. Pese a todo, Alegría de la Huerta le había propinado una soberana paliza. Desbloqueó la transmisión de impulsos nerviosos con objeto de que el dolor lo mantuviera despierto, pero ni con ésas. Se desmayó, esta vez de verdad, y no llegó a oír el ruido que hacían los vehículos al aproximarse. Le habría gustado permanecer despierto, más que nada porque cabía la posibilidad de que entre los que acudían a auxiliarlo estuviera el traidor y lo despachara disimuladamente. Ahora simplemente tenía que confiar en la suerte.