16

Señor,

te pedimos que ordenes Tu Obra,

que la Sagrada Llama consuma la podredumbre de la Madre Tierra,

que saque a la luz nuestros defectos, nuestros miedos,

y luego los purifique;

que todo arda en Tu Gloria

y que al fin renazca

más puro, mejor.

Y si no quieres,

si decides descansar hasta el día en que juzgues

a todo lo viviente,

ilumínanos,

deja que Te ayudemos en Tus Designios,

que desbrocemos Tu Camino,

que sometamos a los incrédulos,

hasta ese día, ansiado,

en que seamos Uno en Ti.

FUENTE: Ívix, L. (4580ee). «Exultaciones y anhelos» (reeditado por la Sociedad de Amigos del Sur). Akrotiri, Baharna.

—Un trabajo profesional.

—Odio reconocerlo, pero estoy contigo, Daniel —dijo Sven Lerroux.

La Policía había acordonado la zona, y los dos militares paseaban por un escenario de franca devastación. En ese momento recibieron el informe de los artificieros.

—Explosivo plástico, que corresponde al mismo tipo que fue robado de aquel arsenal republicano el mes pasado. Se confirman nuestras sospechas —estudiaron los diagramas técnicos—. No me gusta el cariz que va tomando esto.

Quedaban muy lejos aquellos días en que la HUU ponía bombas artesanales, que acababan indiscriminadamente con todo el que tuviera la mala pata de pasar cerca. Aquí se notaba la mano de un experto. Era una labor de precisión, destinada a cazar un vehículo en movimiento. Y lo había logrado: dos comandos corporativos muertos. A ellos había que sumar el abatido por un francotirador hacía un par de semanas. También fue un trabajo fino, un disparo lejano con sobresaliente puntería.

La HUU había resurgido de sus cenizas. Ahora sus miembros actuaban como los de una guerrilla urbana eficaz. Demasiado eficaz. El cambio era como de la noche al día. El coronel Hintikka y los suyos realizaron pesquisas, más o menos legales, pero nada habían sacado en claro. Nadie tenía ni idea de quiénes eran los nuevos cabecillas, ni dónde se ocultaban. Lo que era peor, las acciones de la HUU resultaban ahora muy selectivas: infraestructuras, políticos, agentes del orden… y pacificadores.

Los atentados no se sucedían diariamente, pero se podía apostar sin temor a perder que cada semana ocurriría algo gordo. La Policía y el Ejército incrementaron su presencia en las calles e incluso se estableció el toque de queda en Akrotiri. Por fortuna, la HUU aún no había actuado en las corralas. De hecho, era imposible infiltrarse en lugares draquis sin ser detectado, pero el resto de la ciudad, con sus amplias calles, se había convertido en su coto de caza.

Daniel odiaba perder hombres y más aún tan cercanos al retiro. Sabía que ninguno se lo iba a reprochar, ya que eran gajes del oficio y más palos les habían dado en otros planetas, pero se sentía culpable al pensar que, tal vez obrando de otro modo, esas muertes se podrían haber evitado.

La vida tranquila que llevaban hasta no hacía mucho se había desvanecido, barrida por los acontecimientos. Tuvieron que incrementar las patrullas para ayudar a los agobiados republicanos, extremar las medidas de autoprotección y ver en cada ciudadano un presunto enemigo. El que algunos comandos se hubieran convertido en víctimas despertaba la simpatía y la solidaridad entre el pueblo, lo cual resultaba un triste consuelo. Además, para acabar de fastidiarla, Daniel se daba cuenta de que ahora le costaba más que antes asumir riesgos. Tenía más que perder. Ansiaba vivir con sus seres queridos, y maldita gracia le hacía que, ahora que todo parecía ir viento en popa, algún cabrón iluminado lo mandara al otro barrio en nombre de un ideal absurdo.

Acompañó un rato más a Sven, haciendo recuento de daños y esperando al juez. Cuando el último trámite concluyó, su colega le dio una palmada en el hombro.

—Al final los pillaremos Daniel. Cometerán un error y caerán.

Daniel asintió, pensativo. Incluso Sven, de ordinario tan bromista, parecía afectado por el pesimismo general.

Daniel llegó a la Corrala Grande y se tumbó en la cama, agotado. En momentos así echaba de menos a Verena, pero ella se había tenido que marchar unos días destinada a Cnosos, en el norte, a unas jornadas de puesta en común con la Policía Regional. Una chorrada, vamos, que lo había dejado más solo que la una cuando tanto necesitaba tenerla a su lado. Vaya temporada que llevaba últimamente.

La opción era distraerse con algo o echarse a dormir, así que se levantó a buscar un libro. Se había negado en redondo a instalar una tele por cable. La programación local era infame, y de la Corporación sólo había disponibles películas de serie B cargadas de propaganda subliminal.

Entonces llamaron a la puerta. Daniel había instalado, por si acaso, un discreto sistema de vigilancia. Dudaba que alguien con aviesas intenciones lograra llegar hasta allí, pero nunca estaba de más asegurarse. Echó un vistazo a la pantalla.

Era un niño con pinta de apurado. Nadie más había en el pasillo y aledaños. Le abrió la puerta, aunque el crío no se atrevió a entrar. Tartamudeando, con la lengua fuera, logró transmitir el mensaje:

—¡La Dama se ha vuelto a fugar!

Daniel no tardó nada en estar listo y seguir al chaval. Desde luego, aquél no era su día. «Señor, podías haberte fijado en otro, si estabas aburrido».

Según afirmaban los testigos, la filípica con que Areta había obsequiado a las guardesas de Dama Ívix fue de las que hacían época. Las paredes aún temblaban, y no digamos las matronas involucradas. En la severidad de la bronca, tal vez, además del lógico enojo, había angustia.

Se inició la búsqueda a toda prisa. Daniel rezaba para que Dama Ívix no se hubiera topado con un grupo de jóvenes desocupados, hartos de cerveza. Una vieja loca parloteando sobre dragones… Un blanco demasiado apetitoso para dejarlo ir sin más.

Tardaron bastante en encontrarla. A pesar de su demencia y de que su débil cuerpo no estaba para muchos trotes, poseía un instinto natural para darles esquinazo, mientras buscaba un auditorio para disertar sobre Religión o exigir que le rindieran pleitesía.

Cuando Daniel dio con ella, comprobó que sus plegarias no habían sido escuchadas. Apretó los puños, maldijo a toda la Corte Celestial y avisó a una ambulancia.

El doctor Oswald, al leer los informes que le remitieron sus colegas del hospital Gloria del Ekumen (ahora muy colaboradores), confirmó a Daniel el diagnóstico. Dama Ívix no pasaría de esta noche. La paliza había sido demasiado brutal, por no mencionar otras vejaciones.

Triste, aunque sereno, Daniel regresó al hospital. Había avisado a Verena pero no podría acudir hasta primeras horas de la mañana. Ya no tendría tiempo de verla viva. La pobre se había llevado un buen disgusto. Ella también quería a la anciana.

Respecto a los culpables, Daniel sabía que tarde o temprano hablarían. Ninguno de ellos podría resistirse a alardear de tal hazaña, castigar a una peligrosa opresora draqui. Los cogería. Era tan seguro como una ley física. Los árboles mimosos esperaban. Le habría gustado disponer de los de la subespecie sureña en el Valle de las Lamentaciones. En los bosques cercanos a la ciudad, la agonía no pasaría de unas horas. Bueno, qué se le iba a hacer.

Caía la tarde cuando llegó al hospital para relevar a Areta. La supervisora estaba sentada en un sillón junto a la cama, mirando a Dama Ívix. La expresión de Areta era inescrutable. Se notaba que ejercía un férreo control sobre sus emociones. La vieja le importaba más de lo que nunca admitiría en público. Después de leer los papeles del Ermitaño, Daniel creía saber la razón.

—Es mi turno —le susurró.

Ella, como si regresara de otro mundo, se incorporó con aire cansino. Recogió su bolso y caminó hacia la puerta. Al pasar junto a Daniel, le dijo:

—Avísame si ocurre algo. Volveré por la mañana —murmuró, aunque ambos sabían que esto último, por desgracia, parecía improbable—. En fin, tal vez sea mejor así. Al menos, ya dejará de sufrir, y de hacer sufrir.

Daniel intuyó una honda pena en Areta, pero ella mantuvo la compostura y se marchó. Y allí se quedó él, ocupando su puesto en el sillón.

Conforme las horas pasaban lentamente, su mente vagaba, reflexionando sobre las vueltas que daba la vida y lo injusta que era casi siempre. También consideró lo absurdo de velar a una moribunda en coma, que teóricamente no se enteraba ya de nada. Pero era su deber. Sonaba estúpido aunque, en el fondo, nada había más triste que morirse solo.

De vez en cuando se levantaba del sillón y daba un corto paseo. Qué despacio pasaba el tiempo, esperando a que la pobre dejara de respirar. Ocasionalmente la miraba. La habían aseado, vendado los cortes y limpiado la sangre y excrementos de la cara. Había perdido su larga cabellera, cortada a navaja por sus torturadores. Los ojos estaban hundidos y la barbilla caída, dejando la boca abierta. Para Daniel, que no había visto morir a nadie de viejo, era un espectáculo deprimente. Al menos, le habían quitado los cables y goteros, lo que le daría un fin piadosamente digno.

Era medianoche cuando Dama Ívix comenzó a agitarse. Sin abrir los ojos, pronunció unas palabras débiles pero inteligibles:

—¿Lorenzo? ¿Cariño?

Levantó la mano débilmente, como buscando a alguien. Daniel la agarró con suavidad.

—¿Loren? ¿Eres tú?

A Daniel le pareció cruel no seguirle la corriente.

—Estoy a tu lado, Tasha. Todo va a ir bien.

—Loren, cuánto tiempo…

Dama Ívix se tranquilizó y pasó media hora respirando acompasadamente. Daniel no le había soltado la mano en todo el rato. Notaba sus huesos frágiles como cañas bajo la piel manchada, y las venas azules y marcadas. Pasado ese tiempo, ella volvió a mostrarse inquieta.

—Loren, tú siempre estuviste tan seguro… Pero es duro, muy duro. No tendré fuerzas. Morir los dos juntos, según la Regla, sería tan hermoso, tan pleno… —guardó silencio unos minutos. Lloraba. Daniel le secó las lágrimas—. Sí. Tienes razón. Debemos velar por ellos. Pero… ¿y el honor? Nos aborrecerán —otro silencio—. Nuestras almas no hallarán reposo… —una nueva pausa—. Sí, el deber para con los nuestros. Lo haré por ti, cariño y… si algún día se nos permitiera… otra vida…

Su voz se apagó. La respiración era débil. Daniel no pensaba decirle que su amado Lorenzo Ívix acabaría mutilado y muerto de asco como pinche de cocina en el Centro del Mundo. Ni que, al final, se había salido con la suya.

Miró de nuevo a la anciana. La vida era una injusticia. Había imbéciles a los que erigían estatuas o ponían su nombre a una calle, mientras que muchos héroes anónimos acababan pudriéndose sin que a nadie le importara. Admiraba a aquella mujer y a su difunto marido. Se requería tener agallas para obrar como ellos, rompiendo tantos prejuicios y sin esperar recompensa.

Dama Ívix pasó unas horas tranquila, tan sólo interrumpidas cuando gimió débilmente y repitió «mis hijos, mis pobres niños…» una y otra vez, como una cantinela, hasta que volvió a hundirse en el sopor comatoso.

Daniel se estaba amodorrando en el sillón cuando escuchó un ruido y se espabiló de golpe. Dama Ívix lo miraba con los ojos abiertos, y en ellos se reflejaba una completa lucidez. Se daba cuenta de dónde estaba, quién era él y qué le había pasado. Y también había un terror profundo en esos ojos. Daniel corrió a su lado y le tomó de nuevo la mano.

—Me voy a morir.

No era una pregunta y Daniel tampoco creía que ella aceptara una mentira piadosa. Se limitó a apretarle la mano, tratando de transmitirle calor humano. La expresión de pesar y desolación en la mujer era patética.

—Tuve que obrar como lo hice, Daniel, mas a qué precio… Salvamos a muchos, pero a costa de la soledad —la voz se le iba— y el repudio. Nos odian, Daniel. Los salvamos, pero nos detestan.

—Lorenzo tuvo éxito, Tasha. El legado pervive.

Dama Ívix trató de incorporarse con sus últimas fuerzas, pero tuvo que limitarse a llorar durante un rato. Al final, entre débiles sollozos, logró articular…

—Ya no queda nadie de los míos para cumplir los Ritos de Tránsito. Hasta mis hijos se avergüenzan de mí, y se negaron a aprenderlos. Las almas de todos los que murieron en la guerra de forma cruel me esperan y me desgarrarán… Se comerán mi alma, Daniel, si el Dragón no la quema antes por haber renegado de Él… —tosió—. Ya no veré a mi amado. Loren sí estará en la Gloria Sublime. Cumplí los ritos en su ausencia y nunca dejé de pensar en él. Siempre fue bueno y tenaz. Saber que tras la muerte podría reunirme con él era lo único que me daba fuerzas, pero ya… Tengo miedo, Daniel. Se comerán mi alma y quemarán los despojos —su agitación era notable y Daniel temía que le diera el ataque definitivo—. Los Ritos…

Su angustia habría movido a compasión hasta en el más desalmado. La respiración era agónica. El fin se acercaba, pero Daniel no llamó al médico. ¿Para qué? En vez de eso, miró a Dama Ívix a la cara y comenzó a recitar el Mantra de la Serena Plenitud. Sin duda, era una de las pocas personas que lo recordaba en Baharna. La anciana dejó de temblar. Miró a Daniel con expresión de absoluta estupefacción, que fue inmediatamente sustituida por una de gratitud infinita. Sonrió.

—Lorenzo me lo enseñó, Tasha.

Dama Ívix se volvió a sumir en el coma, esta vez de forma irreversible. En un momento dado, antes del amanecer, la respiración se interrumpió, hubo un estertor y todo acabó.

Daniel contempló el despojo de lo que una vez había sido una mujer llena de vida y pulsó el timbre de aviso. Acudió una enfermera, que al ver el panorama se marchó corriendo a por el médico de guardia. Éste sólo pudo certificar la defunción. Al cabo de un rato acertó a pasar por allí Delilah Arnáu, la enfermera jefe.

—Te acompaño en el sentimiento, Daniel —guardó un minuto de silencio, en señal de respeto—. Bien, supongo que si no tenía contrato con alguna funeraria, los familiares deberán hacerse cargo del cuerpo. ¿Hay alguna persona allegada…?

—Yo.

Areta entró en la Corrala Grande despacio, triste, con una sensación de injusticia, culpa y amargura. Pobre Dama, acabar así con todo lo que había sido. Nadie salvo ella la lloraría, y jamás en público. Lo digno habría sido un funeral donde se ensalzara su memoria, pero ni a eso tenía derecho.

Su mente retrocedió a los lejanos días de antes de la guerra, cuando aún era niña. El ambiente rezumaba presagios de lo que se avecinaba, pero a esa edad la despreocupación era normal. Y tampoco podía quejarse. Los Ívix eran unos buenos amos, que se hacían querer. Su clan figuraba entre los más influyentes de Akrotiri, lo que equivalía a decir en todo el continente; casi mil personas entre nobles, plebeyos, siervos y asociados, satisfechos de pertenecer a él. No se cometían arbitrariedades, ni en los Ritos se derramaba sangre, ni se saboreaba el dolor. Lorenzo Ívix era un estudioso, mientras que Natasha era la más bella y subyugante criatura que había pisado aquel planeta. Todos se preguntaban qué habría visto en él, pero el caso era que se adoraban.

Y llegó la guerra. Los antiguos siervos se tomaron cumplida venganza de siglos de oprobio. En el campo no quedó un draqui vivo y en las ciudades sólo era cuestión de tiempo que acabaran con todos ellos. Aparte del odio constituían el chivo expiatorio ideal, donde los comuneros se desahogaban por lo dura que se había vuelto la supervivencia en aquella época funesta. Alguien debía de tener la culpa de los males que aquejaban a las buenas gentes, ¿no?

El Código de Honor de los Caballeros del Dragón no permitía la humillación pública de los nobles. Muchos de ellos apilaron sus más preciadas posesiones en una pira, cumplieron con los Ritos y se inmolaron con irreprochable corrección. Fueron los más afortunados, los más admirados. Quizá los más cobardes.

Fuera de la circulación los grandes señores, los Grados Medios se hallaban desconcertados, faltos de guía. Hicieron lo que estaba escrito, resistir, y los comuneros se los cargaron. No había nada más apetitoso que un enemigo desvalido plantando cara, en una época con tantos sentimientos a flor de piel.

La zona de Akrotiri ocupada por el clan Ívix aún no había sido saqueada, pero era cuestión de tiempo. Lorenzo era un hombre de bien, respetado incluso por los comuneros; sin embargo, con la lucidez de saberse en el bando perdedor, era consciente de que estaban condenados. Los comuneros no pararían hasta erradicar todo rastro de la cultura draqui. Él y Natasha tendrían el consuelo de un final digno, pero todos los que dependían de ellos caerían inmediatamente después. Por eso, la apuesta de Lorenzo Ívix fue insólita: humillarse para que algunos vivieran. A diferencia de otros, dejó que la compasión prevaleciese sobre el orgullo.

Que todo rastro de libros, archivos y demás receptáculos de la cultura draqui sería arrasado, lo daba por hecho. Tenía que preservar lo más posible. Lo discutió con su esposa. Ella lo amaba tanto que aceptó ayudarlo en la única forma que podía. Sí, tuvo que quererlo mucho para sacrificarse así. Areta, criada de confianza de la Dama por aquel entonces, supo cuánto sufrieron los dos, particularmente ella. Pero lo hizo. Areta nunca fue testigo de otro acto de valor semejante.

La separación fue desgarradora. Lorenzo Ívix había aceptado el deshonor de huir, con tal de salvar las Crónicas del Dragón, el Libro de los Hados, las Gestas familiares y algunas obras más. Dudó antes de partir, pero amaba tanto al conocimiento que lo antepuso a la propia vergüenza.

Y ella se quedó y se rebajó a lo que ningún Caballero del Dragón de alta estirpe habría osado: pedir clemencia a los comuneros.

Dama Ívix era preciosa. Oh, sí, Areta la recordaba como una princesa de cuento de hadas y estaba en la plenitud de su belleza. Se sabía deseable, aunque por el voto sagrado del matrimonio, según el rito del Dragón, era fiel a su marido. Siempre había sido así, desde que el mundo era mundo. Era maestra en el arte de la seducción, en los Símbolos, en el dominio de las Veredas del Placer. No en vano había nacido de una dinastía de Sacerdotisas. Parecía mágica. Y se ofreció a los jefes de las distintas facciones que pugnaban entre sí por controlar Akrotiri.

Tuvo que ir junto a sujetos que hasta hacía unos meses eran, en el mejor de los casos, unos muertos de asco, ahora encumbrados por su capacidad de liquidar competidores por la espalda. Disfrutaban del poder recién adquirido, e ir del brazo o pavonearse con aquella belleza era una señal indiscutible de categoría, además de todo un símbolo: ahora cortejaban, conquistaban y humillaban a lo mejor de sus antiguos amos.

Areta fue su única confidente, aunque mantuvieron esa relación en secreto. La Dama no quería que la muchacha fuera considerada una traidora y quedara marcada para siempre. Fue la única testigo de su martirio y le juró no revelarlo jamás. Para el resto de los draquis, la Dama era una perra renegada, una mala puta que se había vendido en vez de sacrificarse con honor, cometiendo el peor de los pecados. No sabían que le debían la vida.

Dama Ívix usó toda su capacidad de seducción para reprimir las masacres. Sus galanes, en premio a sus servicios eróticos, no tenían inconveniente en concederle un capricho de vez en cuando. A pesar de eso, la represión fue bestial. Los comuneros mataron a casi todos los hombres y tampoco fue una época agradable para las mujeres. Los supervivientes, para hallar gracia ante sus verdugos, cambiaron de modo de vida rompiendo con el pasado y tratando por todos los medios de no irritar a nadie. Tal como Lorenzo Ívix había sugerido y Areta intentaba llevar a la práctica.

Los draquis aguantaron. De horribles los tiempos pasaron a ser sólo malos, mientras Dama Ívix se iba consumiendo día a día. Pero ella seguía incansable, tratando de despertar piedad en los más notorios carniceros. Añoraba a su marido y sentía un profundo asco de sí misma, algo que no podía borrarse con una simple ducha después de cada uno de sus encuentros. Todo lo hacía por cumplir la promesa hecha a la única persona que le importaba y, al final, por piedad a los de su raza.

Cuando su belleza fue ajándose, trató de seguir en la brecha, aceptando poco menos que convertirse en atracción de feria en distintas ciudades. Los draquis la aborrecían. Llegó a tener hijos, que acabaron renegando de ella al igual que sus paisanas, organizadas ahora en un eficaz matriarcado. Era poco menos que la suprema abominación, pero nunca consintió en justificarse, en pedir disculpas a los suyos. Aún tenía su orgullo, lo último que le quedaba.

Areta le perdió la pista. Por su parte, bastante trabajo tenía bregando en la Corrala Grande, procurando no dar pie a que comuneros ociosos cometieran más barbaridades, convenciéndolos de que ahora eran inofensivos.

Y un buen día, al cabo de los años, Dama Ívix regresó con Lina, la hija menor de su hija menor. Al final, su espíritu se había quebrado y ya no era útil. Pero se había salido con la suya. Miles de draquis estaban vivos. Jodidos, pero vivos.

En la Corrala la quisieron linchar. Areta pudo evitarlo, en un rapto de lealtad que la sorprendió a ella misma. Había logrado convertirse en supervisora gracias al respeto que imponía y se lo jugó por salvarla. A duras penas convenció a los demás de que se trataba de una vieja loca y la dejaron vivir, junto con la niña, convertidas en unas apestadas sociales.

Las cosas mejoraron bastante con la llegada de los corpos, pero para entonces la pobre Dama había perdido la chaveta. Al final había muerto de una paliza, como una perra sarnosa, y ni siquiera estuvo junto a ella en el último momento. Ahora la incinerarían y ahí se acabó todo. Ni siquiera podría hacerse según los Ritos. Nadie los recordaba ni, en tal caso, se atrevería a observarlos. Al menos el bueno de Daniel se había hecho cargo del cuerpo y lo trajo a la Corrala. Conociéndolo, habría organizado algún tipo de velatorio. Nadie, salvo tal vez algunos soldados, acudiría. Aunque ya no la odiaban como antes, nadie la apreciaba. Si la toleraban mejor era por el prestigio del coronel Hintikka, pero traía demasiados recuerdos de una negra época.

Areta atravesó el patio central de la Corrala, sintiéndose miserable. Dama Ívix era la persona más noble que había conocido, y ya podía verse cómo terminaba. Al mundo no le importaba la justicia. Todo lo bueno, lo hermoso, quedaba cubierto de mierda. Al final, sólo las malas hierbas medraban. Ay, ya no tenía sentido lamentarse. Iría al velatorio escudándose en su deber como supervisora, acompañaría un rato al cadáver y echaría una mano en las exequias. Y luego trataría de olvidarla. La vida debía proseguir.

Inmersa en sus cavilaciones, estuvo a punto de chocar contra Sonia Gwyírix, una vieja amiga habitualmente cachazuda, pero que ahora cruzaba al trote el patio, con el rostro desencajado. Pasó a su lado y sólo acertó a decir:

—La Sala Hipóstila. Está allí.

Areta quedó desconcertada, pero enseguida su mente sumó dos y dos.

«¿Qué has hecho esta vez, Daniel?»

Corrió hacia la Sala. Tenía que ser el velatorio. Areta se asustó al darse cuenta de lo que estaba pensando y que no vacilaría en cumplirlo, aunque eso significara su fin: «Como le hayas faltado al respeto, te mato con mis propias manos». Con la lengua fuera subió la rampa que comunicaba el patio con la Sala Hipóstila, un amplio recinto lleno de columnas que parecían brotar del suelo como troncos. Y al ver lo que había allí, se paró en seco y se quedó sin habla.

Dama Ívix yacía en un estrado cubierto con un manto de garídice negro, jaspeado en azul marino. Tras la cabecera estaban los estandartes de la familia Ívix, con la mantícora rampante sobre fondo esmeralda. Un batallón de soldados corporativos rendía honores al cadáver. Daniel, Verena, Timi… Todos estaban allí, firmes, serios. En cuanto a la mortaja, vio que el cuerpo, limpio y perfumado, llevaba un vestido largo de tejido de kdari, con sobrepelliz de raso negro. Las uñas de sus manos estaban pintadas de plata, y los pies calzaban unas zapatillas con bordados. Una diadema de piedrafuego recogía sus escasos cabellos. A los lados del cadáver resplandecían las armas, los trofeos, los cuatro atanores y el pebetero de cinco asas. Ésos eran…

«Honores de Reina».

Areta se forzó a dar unos pasos y, de forma inconsciente, sus manos esbozaron los Signos. No faltaba nada. Incluso el barrendero borrachín que vivía cerca del hogar de la Dama estaba allí, más tieso que una estaca, recitando los Mantras y sujetando el bemoide («¿De dónde habrán sacado ese bicho? ¿No se suponía que se habían extinguido?») engalanado con los correajes de duelo. Sí, incluso se acordaron de disponer las cráteras y las ofrendas de olor. Se acercó a Daniel.

—¿Por qué? —no pudo decir más; tenía un nudo en la garganta.

—Déjame enterrar a mis muertos como estime oportuno, Areta.

La supervisora logró rehacerse un poco.

—Pero si tú eres ateo, un neocatólico renegado. No crees en estas cosas, Daniel…

Él se encogió de hombros y señaló al cadáver.

—Yo no, pero ella sí. Por cierto, Areta: antes de morir recuperó la lucidez. Me dio tiempo a recitarle el Mantra de la Serena Plenitud. Su tránsito fue correcto.

Areta intentaba contener las lágrimas.

—La Serena Plenitud… ¿De dónde demonios lo…?

—¿Te suena el nombre de Lorenzo Ívix? Dimos con su legado —Areta se estremeció, e hizo un esfuerzo sobrehumano por controlarse—. Allí venían todas las instrucciones, más o menos. De los detalles concretos se ocupó aquí el amigo, el único varón draqui viejo que encontramos —señaló al barrendero—. Resulta que en sus tiempos fue oficiante. La adecuada persuasión, el apelar a sus buenos sentimientos y un par de hostias bien dadas lo indujeron a recuperar la sobriedad y echarnos una mano, a pesar de sus recelos iniciales. Ah, y respecto a lo que decías, no creo en el más allá, pero me pareció lo más adecuado, por si acaso. Bueno ya sé que según la ley hay que incinerar los cadáveres, en vez de enterrarlos, pero se nos ocurrirá algo, descuida.

Areta no lo escuchaba ya. Miraba a Dama Ívix. La habían amortajado con exquisito cuidado, diríase que con cariño.

—La han dejado muy bien —murmuró.

Caminó hacia el estrado, muy despacio. Estaba todo según mandaba el Ritual. Y en el rostro de la muerta había serenidad. Recordó cómo fue tantos años atrás. Areta se arrodilló junto al lecho mortuorio y rompió a llorar a lágrima viva, sin importarle que la estuvieran viendo. Ninguno de los soldados se atrevió a inmiscuirse en su dolor. Lloraba por los pecados de todos, por lo injusta que había sido la vida con ella, por el triste consuelo de sus últimos momentos, por las glorias barridas por el tiempo.

No fue consciente de cuánto tiempo siguió así. En cuanto se rehízo, miró de nuevo a la Dama, besó su frente y se dio la vuelta. Media Corrala estaba allí, contemplando a la supervisora en silencio. Las más viejas del lugar se hallaban entre desconcertadas y escandalizadas. Aquel alarde de antiguos símbolos tenía el sabor de lo prohibido, y más por una traidora como la Ívix. Sin embargo, aquello lo habían montado los soldados, mientras que la supervisora, persona de indiscutida autoridad, lloraba a la muerta. En cuanto a las más jóvenes, nacidas después de lo peor de la guerra, no tenían ni idea de lo que fue aquella época. Era algo malo de lo que estaba prohibido hablar. No entendían nada; sólo percibían que se trataba de un ritual sagrado, pleno de significados que se les escapaban.

Areta desplazó su mirada por toda su gente. Tragó saliva, respiró hondo, y entonces vio claro lo que tenía que decir. Su voz sonó firme, sin titubear.

—Los viejos tiempos ya no volverán. Hemos cambiado y creo que para mejor. Pero ante el cuerpo de Dama Natasha Ívix, Reina por derecho propio, Heredera del Dragón —muchas hicieron ademán de taparse los oídos, pero la voz de Areta se hacía más vehemente a cada palabra; hasta muchos comandos, que estaban allí por cumplir, quedaron impresionados—, afirmo que maldito sea el pueblo que olvida su pasado, y que no rinde tributo a sus héroes. Recordar no implica repetir los errores, si en verdad aprendemos de ellos. Además, es necesario impartir justicia. Y por ello, según está escrito que debe hacerse, y aunque no haya sido ungida en la Ceremonia Previa del Tránsito Armonioso, seré yo quien, ante el Espíritu del Dragón, abogue en su defensa. Por tanto, glosaré los hechos de la vida de Dama Ívix en presencia de la Asamblea del Pueblo. Con la mano en el corazón, proclamo que la que aquí reposa es digna de alcanzar la Gloria, y su alma gozará del Fuego Sagrado junto a su esposo. Fue valiente, y vivirá por siempre con los justos, a la diestra del Señor —nadie osaba rechistar—. Y ahora, escuchad, grabad esto en vuestros corazones y nunca dejéis que mis palabras se borren. Voy a narraros la historia de la que os dio la vida, y maldito sea quien no la honre.