Dejando aparte los hoteles, y las surrealistas convenciones que el turista debe respetar para no romper algún tabú local, tratar de viajar por Baharna pondrá a prueba los ánimos del más pintado. Los primitivos colonos perdieron buena parte de la tecnología de su mundo materno, y sus descendientes no se espabilaron mucho en recuperarla […].
Cada vez se ven menos motores a vapor, afortunadamente. En las ciudades comuneras son sustituidos por los de combustión interna. Menos mal que Baharna es pobre en hidrocarburos fósiles, así que no nos veremos atufados por humos nauseabundos. Los motores de alcohol proliferan y son relativamente limpios, pero la comodidad de los vehículos deja mucho que desear. Si les apetece disfrutar de una experiencia inolvidable, en el sentido estricto de la palabra, tomen un autobús de línea de Akrotiri a Cnosos. Ah, y no olviden las bolsas para vómitos […]. El ruido de las arcadas, mezclado con el chirrido de los amortiguadores, amenizará el viaje […].
Por supuesto, los motores de vapor o de combustión interna no rinden la potencia suficiente para acoplárselos a un avión, así que el vuelo con aparatos más pesados que el aire era desconocido en Baharna hasta que arribó la Corporación y ésta, por supuesto, no ha cedido esa tecnología a los nativos. Y muy bien que hace, caramba […].
FUENTE: Torres, E. (4713ee). «Guía del viajero políticamente incorrecto». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.
En aquel monumento de piedra viva que era el Centro del Mundo, resultaba para el extranjero difícil distinguir entre los diferentes barrios. Los visitantes también quedaban perplejos al comprobar que albergaba el edificio denominado Lo Más Alto, un Palacio de Gobierno de dimensiones ciclópeas. Recordaba a una monumental caracola a la que faltaran pedazos de concha, por los que se colaba a raudales la luz. Los espacios amplios, a cielo abierto, alternaban con angostos corredores y lugares reservados o secretos.
La ceremonia no requería ningún atuendo especial, salvo unos ponchos nuevos que Daniel y Verena eran incapaces de distinguir de los que habían llevado hasta la fecha, y unos collares de cuentas de vidrio mezcladas con piedrecitas semipreciosas. De todos modos, Adalberto Tílix había insistido previamente en la solemnidad del Acto de Presentación de Respetos. En cuanto al protocolo, sólo se les exigía mantener la compostura y no hablar los primeros.
La sala de audiencias era amplia, con una serie de terrazas escalonadas a las que se accedía desde distintos niveles. En el más bajo permanecían ellos, junto a un centenar aproximado de personas. Dentro de la sobriedad indumentaria habitual, se detectaba cierta variación, incluso colorista. Tílix les explicó que, por tradición, algunos altos funcionarios se veían obligados a vestir uniformes propios de su cargo, un engorroso deber.
Mientras mataban el tiempo hasta el inicio de la ceremonia, preguntaron cómo le iba al Maestro Cazador. Según Tílix, el hecho de que no se viera por allí al Jefe del Gremio de Evaluadores indicaba que el Maestro había superado las pruebas más sencillas, y se había mostrado merecedor de una atención especializada, aunque fue bastante evasivo sobre los detalles.
A la hora establecida, unos soldados empezaron a tomar las terrazas y todos callaron. Daniel y Verena estudiaron a sus colegas de profesión. Se trataba de tropas competentes que vestían uniformes cómodos y abrigados, de camuflaje. Había tanto mujeres como hombres y, por la economía de movimientos, se notaba que estaban bien entrenados. Además, portaban fusiles de asalto de un modelo arcaico, aunque sin duda serían operativos y usados con eficacia.
Los presentes se fueron retirando hacia las paredes, formando un amplio semicírculo. Cuando cada cual ocupó su lugar, uno de los soldados, probablemente un oficial, anunció en voz alta:
—Honor a la Madre Tierra.
Todos juntaron sus manos a la altura del corazón y musitaron una plegaria. Daniel recordó su infancia, cuando le obligaban a asistir a misa y fingía recitar el padrenuestro mientras murmuraba disparates, para regocijo de sus amigos, quienes trataban de aguantarse la risa. Aquí, al igual que Verena, se limitó a guardar un silencio respetuoso.
Por un pequeño arco entró la persona que hacía las funciones de sumo dignatario civil y religioso. Era elegida según un método de complejidad incomprensible para los extraños y cuyo inicio y fin de mandato respondía a determinadas conjunciones de los soles. Como imponía la tradición, era una mujer, sin adornos de ningún tipo, ya que encarnaba la Belleza en la Simplicidad, a imagen y semejanza de la Madre Tierra. Vestía una modesta chilaba gris con la capucha echada a la espalda, a juego con su cabello y sus ojos. El rostro estaba surcado de arrugas, algo que rara vez, salvo esnobismo, se veía en los mundos desarrollados, donde la gente se mantenía joven hasta que un buen día el metabolismo se declaraba en huelga y todo terminaba. Aquella mujer, en cambio, llevaba la vejez con dignidad, y aún se mantenía ágil.
Tal como Tílix había sugerido, Verena y Daniel se adelantaron unos pasos y aguardaron. Eran conscientes de que despertaban desconfianza, así que evitaron realizar movimientos bruscos. Tampoco adoptaron una pose servil. Aquellos tipos, por fortuna, tenían en alta estima al orgullo, siempre que no rayara en insolencia.
La mujer se acercó a ellos. Era consciente de lo que representaba, y mantenía su rostro inexpresivo. Inclinó levemente la cabeza y habló por fin. Su voz era firme, nada cascada.
—Os presentamos nuestros respetos, peregrinos. Se necesita valor y determinación para obrar como habéis hecho. Si vosotros, o alguno de los vuestros, lo intenta repetir, seréis ejecutados. Esta vez habéis hallado gracia a nuestros ojos, ya que combatisteis contra los súbditos del Innombrable. Pero las leyes han de ser observadas; no tentéis la suerte.
—Eso es lo que yo siempre le digo, pero he acabado por dejarlo como imposible —afirmó Verena.
Por un momento, el esbozo de una sonrisa de dibujó en el rostro de la anciana, o tal vez fuera obra del juego de luces.
—En cuanto a las respuestas que buscáis, habilitamos al Archivero Mayor para que os abra sin reservas la Biblioteca del Centro del Mundo, pero no os hagáis ilusiones. Deseáis saber cómo vivían y pensaban los que una vez se separaron de nosotros. Es doloroso recordarlo. Cuando se rompió la unidad en el culto a la Madre, lo que condujo a la Abominación, sus adoradores fueron perseguidos. Sin embargo, no todos eran unos canallas. Algunos habían servido antes a la Madre con diligencia, por lo que se les desterró, bajo pena de muerte si regresaban. Pasaron siglos, prosperaron y acabaron sometiendo a los campesinos del norte, pero portaban dentro de ellos la semilla de su destrucción. Tras las guerras algunos trataron de regresar y fueron ejecutados. Otros expiaron sus culpas, y fueron útiles para la Madre Tierra, reconciliándose con ella. Se adoptaron medidas severas para que sus ponzoñosas doctrinas se perdieran. Según hemos averiguado, sus antiguos súbditos también han destruido sus libros y documentos. Nada queda de ellos en ningún sitio; su memoria ha sido borrada. Llamadlo justicia poética, peregrinos: ni sus ancestros ni sus sirvientes los amaron. Dudamos que halléis algo entre las cenizas, aunque no os impediremos indagar.
La anciana hizo una pausa y su mirada se cruzó con la del Archivero Mayor, que asintió imperceptiblemente.
—Si creéis que estudiándonos descubriréis cómo vivían los desterrados, os equivocáis. Podemos compartir con ellos el amor por el goce de los sentidos y otros matices que, una vez adquiridos, ya resulta imposible matar. Los días que os quedan de estancia entre nosotros, si en verdad sois quien decís ser, los pasaréis entre archivos y documentos. Por último, esta noche acudiréis a la Comunión.
Sin más que añadir, la mujer se dio la vuelta y se marchó por donde había venido. Los soldados la imitaron. En la parte baja, los corrillos miraban a los extranjeros y charlaban animadamente. Tílix parecía un tanto conmocionado, pero se rehízo pronto.
—¿No saben el honor que se les concede, amigos peregrinos? La Comunión… —les echó los brazos por los hombros mientras salían del Palacio—. Supongo que habrá influido el que ella fuera Archivera Mayor antes que yo. Por fuerza nos caen simpáticos los tipos que no se dan por vencidos a la hora de rebuscar en la Historia.
—¿En qué consiste esa Comunión? —preguntó Daniel, un tanto dubitativo—. Si se parece a la que yo recuerdo, espero que no se trate de un ágape con nosotros de primer plato…
—Resultaría un tanto correoso, así que tranquilos. Tendré que impartirles unas clases aceleradas de Sensoriología, pero confío en que mañana, a esta hora, sabrán un poco mejor cómo entendemos la vida.
Merced a un improbable capricho geológico, entre los cráteres de impacto quedaban algunos bancos de roca caliza de considerable potencia. El fluir del agua y el tiempo se habían encargado del resto, originando un típico paisaje kárstico con sus grutas, corredores y simas. Con la infinita paciencia de lo inanimado, gota a gota se había depositado el carbonato cálcico hasta unir suelos y bóvedas mediante columnas que dejaban pequeños a los pilares de una catedral, adornadas con sorprendentes formaciones minerales.
La procesión iba bajando a las entrañas de la tierra pasando de una sala a otra, tropezándose a cada paso con nuevas maravillas. Después de la imponente caverna de entrada, una galería condujo a una cueva donde las concreciones calizas formaban delicados encajes, de una fragilidad imposible. En otra sala predominaban las estalactitas que se fusionaban a modo de pétreos tubos de órgano. En la siguiente, las estalagmitas adoptaban el aspecto de fantasmas, una pequeña muchedumbre de seres con rasgos borrosos, como si se derritieran, mezclados con protuberancias fungoides. Siempre que uno no sufriera claustrofobia, el karst era una fuente de perpetuo asombro. Hablar en aquellos majestuosos recintos parecía una blasfemia, así que todos guardaban un silencio reverente. Hacía frío, y la humedad relativa era del ciento por ciento.
Llegaron a la zona más profunda del sistema de cuevas. Las estalactitas semejaban carámbanos de hielo, mientras que las paredes estaban recubiertas de medusas calcáreas. Millones de cristales rutilantes brillaban a la luz de las lámparas que portaban unos oficiantes; daba la impresión de caminar por el interior de un joyero.
Daniel y Verena se habían aprendido la lección que, por lo demás, era bien simple. Les darían una droga que ralentizaría los procesos vitales para no palmarla de una hipotermia, se desnudarían, apagarían las luces y se tumbarían en el suelo. Los oficiantes, a oscuras, se ocuparían de determinados ritos, mientras que los yacentes alucinarían. Las drogas y la privación sensorial eran un matrimonio bien avenido para muchas religiones. Daniel lo comprendía; era difícil creer en ciertas cosas si se permanecía sobrio.
No quiso desanimar a Tílix, que parecía muy ilusionado por que participaran en la Comunión. Por tanto, no le explicó que los comandos tenían su metabolismo modificado para desactivar casi cualquier droga conocida. Sería como beberse un vaso de agua, pero dado que sus anfitriones se lo tomaban muy en serio, habría que disimular y seguirles la corriente. Al menos, no morirían de frío; un comando podía regular la circulación sanguínea periférica.
Como estaba previsto se encendió un estrafalario fogón eléctrico, no contaminante, y la propia jefa del Gobierno, o como se llamara, preparó el brebaje en una gran olla. De vez en cuando añadía una pizca de hierbas, removía el líquido o regulaba la temperatura, mientras los demás la observaban con reverencia.
Al cabo de diez minutos el potingue estuvo listo. La mujer dispuso un trípode con un aparatoso colador en el centro y bajo éste fue situando unos cuencos de barro. Cada uno de los presentes se acercó y tomó uno, mientras las luces menguaban lentamente. Cuando llegó su turno, Daniel comprobó que se trataba de una infusión de olor acre, inidentificable. La paladeó un momento; al menos no era amarga. Aunque no le hacía demasiada gracia se la tragó, a la par que Verena.
Las luces seguían desvaneciéndose sin prisas mientras volvían a sus sitios y empezaban a desnudarse. Había de todo, desde gente con pinta de llevar una vida de lo más sedentaria hasta cuerpos atléticos, sin llegar a excesos culturistas. Sin duda, en este último caso se trataba de los soldados que integraban una discreta escolta. Daniel, de pasada, se percató de que nadie llevaba afeitado el vello corporal. Por su parte los peregrinos, ante la disimulada curiosidad general, mostraron sus anatomías salpicadas de antiguas cicatrices. Resultaba evidente que no se habían dedicado precisamente al retiro ascético o a la acuariofilia.
Se tumbaron en el suelo, directamente sobre la fría piedra. Las luces se apagaron por completo. Sólo quedaban en pie los oficiantes, encargados de los detalles de la ceremonia y de controlar si alguien se ponía enfermo. Daniel no tenía ni idea de cómo lo harían en la oscuridad. También era consciente de que podrían matarlo con gran facilidad. Estaba indefenso. Y lo mejor del caso era que de repente le importaba un rábano. Recordó aquellos lejanos días en el hospital, cuando conoció a Lina, en que se ponía en modo de combate cada vez que se le acercaba alguien, aunque sólo fuera a pedirle que le sacara una foto con la familia. En fin, ahora le aguardaban, en el mejor de los casos, unas cuantas horas de aburrimiento total. Inició una pauta de relajación. Notó que Verena, tendida a su vera, lo tocaba. Se cogieron de la mano.
Nunca habría creído que se pudiera estar tan a oscuras, negro sobre negro. El silencio y la quietud también imponían. Sin embargo, Daniel empezó a percibir detalles. Lo primero, el goteo del agua, débil, directamente sobre la roca o en charquitos, omnipresente. Merced a alguna absurda asociación de ideas, le trajo a la mente el titilar de las estrellas en una noche clara. Por un momento creyó estar en el exterior, bajo el firmamento constelado. También vio las gotitas de relente condensarse en las hojas de los árboles y en la hierba, plateadas en la noche. Pero al mismo tiempo sabía que estaba en una cueva, a cientos de metros bajo tierra, desnudo, con la espalda apoyada en la piedra, aunque empezaba a no poder distinguirla de la propia carne. Le pareció incluso que la roca latía de vida, conectando a los presentes como los pólipos de coral en un arrecife.
«Caray. Se supone que soy capaz de neutralizar el efecto de las drogas y ya estoy alucinando».
Entonces llegaron los aromas. Los oficiantes habían abierto pequeñas redomas con esencias y perfumes, en un orden prefijado, aprovechando las microcorrientes de aire en las cuevas. Fresca brisa marina, el olor denso y mareante de una selva tropical, la madera hendida por el rayo, el ozono, el azufre, la savia, la sangre, la vida en suma. Al principio, su olfato evocaba imágenes de los mundos que había conocido, pero poco a poco los olores fueron tornándose más complejos, y despertaron sensaciones no visuales, sin referencias explícitas. Daniel carecía de conceptos para describirlas, por más que resultaran tranquilizadoras.
«Ojalá sea la droga, porque si no…»
Y los sabores. Alguien dejó caer una gota de líquido en sus labios, y otra al cabo de un rato. Daniel no tenía ni idea de cómo demonios podían moverse con tal silencio y diligencia en un lugar oscuro como boca de lobo. Tampoco pensó mucho en eso. Estaba ocupado en paladear, con una lentitud exquisita, gozando del sencillo placer de estar vivo.
Luego llegaron las texturas. Los cuerpos eran rozados ocasionalmente por telas suaves como un soplo, incitantes como pieles desnudas, ásperas o blandas, acogedoras o traviesas.
Sus sentidos se agudizaron. Daniel fue capaz de captar el rumor de un lejano salto de agua que se perdía en las profundidades e incluso, aunque sabía que era imposible, de las rocas que se quebraban allá arriba en las montañas, debido a las cuñas de hielo en las grietas. Y lo más curioso, aquellas sensaciones tan dispares comenzaban a imbricarse, a construir un relato sobre el gran mosaico de la vida. Ahora comprendía por qué aquello recibía el nombre de Comunión. Uno, consciente de su propia finitud e individualidad, acababa sintiéndose parte del todo en el acogedor seno de la Madre Tierra, como órganos de una inmensa criatura. Después de eso, era lógico que veneraran a la Naturaleza en vez de expoliarla. Lo consideraban equivalente a un suicidio.
Sin saber muy bien cómo, la Comunión terminó. Las sensaciones se fundieron, el propio cuerpo volvió a ser el centro de la atención y la negrura dejó paso a una penumbra imprecisa, y más tarde a la luz. Sin más ceremonias se vistieron y regresaron, sin palabras, por donde habían venido. Daniel había perdido la noción del tiempo, aunque se le antojó que todo había sucedido rápido, en una o dos horas. Por ello se sorprendió cuando al salir al exterior ya amanecía, y las cimas nevadas brillaban con un dorado glorioso. Se suponía que los comandos tenían un reloj biológico interno que funcionaba a toda prueba. En fin, no se lo dirían a nadie.
Una vez fuera de la cueva, la gente empezó a charlar amigablemente, y todos acabaron al final en un bar, tomando chocolate caliente, antes de retornar a las obligaciones cotidianas.
El Archivo General, anejo a la Biblioteca, era un sitio acogedor, donde se palpaba el amor a los libros y el cuidado que se les dispensaba. Las estanterías, excavadas en la roca, estaban diseñadas para evitar el deterioro del papel y la proliferación de hongos, ácaros, piojillos y demás microbiota indeseable. Había pupitres y mesas de despacho, con algún que otro estudioso enfrascado en lecturas varias. Adalberto Tílix iba guiando a los dos militares por las distintas dependencias, explicándoles su contenido. Al final llegaron a una amplia salita, con las correspondientes lejas, unas sillas y una gran mesa de despacho, sobre la cual se veían un par de jarrones con flores frescas, nada vistosas pero que desprendían un suave olor.
—Bienvenidos a mi guarida —les dijo, invitándolos a sentarse—. No es gran cosa pero, modestia aparte, se puede considerar que aquí reside la memoria viva de Baharna. O, al menos, su esencia.
—No sé si los eruditos de la Universidad de Akrotiri pensarán lo mismo —replicó Daniel.
—Los comuneros han olvidado todo lo referente a sus ancestros. Y antes de que me lo pregunten, ya sé que teóricamente decidimos permanecer aislados en nuestras montañas, pero los archiveros tenemos nuestros medios para recabar información de todo el planeta. De puertas afuera, no queremos saber nada del extranjero; de puertas adentro, consideramos que sólo los necios eligen vivir desinformados.
—Sabia política —admitió Daniel.
Tílix se levantó a por un libro de gran formato y regresó con él a la mesa. Lo abrió y enseñó a sus invitados un mapa desplegable. En él se mostraban diagramas y secciones de una astronave inmensa, esférica, de varios kilómetros de diámetro. El Archivero la señaló con el dedo y, con una pose teatral, anunció:
—La cuna de nuestros antepasados: la Imago Mundi.
—Parece una generacional primitiva —dijo Verena.
—Efectivamente, de las series pioneras. Partió de Alfa Centauri en los primeros siglos de expansión corporativa. Según cuentan las crónicas, fue una época magnífica, llena de retos y desafíos. Un tanto ingenua, quizás.
—Conocemos la Historia —dijo Daniel—. Aquellos mastodontes fueron, en cierta medida, responsables del caos en que se convirtió el Ekumen.
—Tampoco se les podía exigir más, amigos míos —hojeó el libro y les mostró un dibujo a todo color—. Miren, aquí plasmaron una representación artística del momento en que la Imago Mundi llegó a Baharna. Siempre me produce cierta emoción el contemplarla —suspiró—. Qué época aquélla, con las naves generacionales avanzando a paso de tortuga, pero seguro, por el cosmos.
—Hombre, tanto como seguro… —dijo Verena—. Los viajes eran tan lentos que se medían en siglos, incluso milenios, por lo que las generaciones se sucedían dentro de aquellos artefactos, creando sociedades aisladas, encerradas en sí mismas. El efecto fundador, que dirían los biólogos, cobraba una enorme importancia. Al ser poblaciones de cientos o pocos miles, si a los que tomaban las decisiones se les iba la cabeza el destino de los tripulantes de las naves evolucionaba de forma imprevisible. No es raro, incluso hoy, encontrarse el pecio de alguna generacional derivando por el espacio lleno de cadáveres.
—O vacío, como el de la Graal —apuntó Daniel—. ¿Qué demonios les pasaría? Anda que se habrán escrito pocos libros sobre este misterio…
—Y luego están las que llegaban a un planeta, lo colonizaban y degeneraban en una teocracia, una dictadura o algo más raro aún. Y no miro a nadie —dijo Verena, echando un vistazo de reojo a Tílix, que sonrió.
—Precisamente para evitarlo, las generacionales más tardías llevaban a la mayor parte de la tripulación hibernada. Los que permanecían despiertos fueron amansados a conciencia, como un gato capado, para que formaran sociedades estables, bucólicas y carentes de iniciativa —dijo Daniel—. Tan bucólicas y encantadoras, que muchas de ellas, al llegar a su destino, decidían que era una estupidez molestarse en colonizar un planeta inhóspito, pudiendo vivir a cuerpo de rey en la nave y decidían seguir el viaje. Son famosos los casos de la Lilith, la Homer Simpson o la Enguídanos, entre otras.
—Curiosos nombres —dijo Tílix.
—Sí, supongo que corresponderán a héroes militares, políticos, filósofos o vaya usted a saber —indicó Verena.
—Otros casos fueron más graciosos aún, como el de la Crisálida. Cuando llegó a su destino, después de un viaje de más de ocho siglos, se lo encontró ocupado. Resultó que el viaje MRL había sido inventado tres siglos antes. También es mala pata…
—O capricho divino. Un motivo más a favor del ateísmo —concluyó Verena, con una media sonrisa en la cara.
—Interesante opinión —admitió Tílix—, aunque sugiero que no sea expresada fuera de aquí, por lo que pudiera pasar. Lo mismo es aplicable a lo que les voy a contar ahora. Muchos han ido a parar a los árboles mimosos por menos.
—No creo que a estas alturas nos tomen por indiscretos —dijo Daniel.
—Confío en ustedes, por supuesto. Bien, supongo que incluso hoy los alfacentaurianos son un pueblo con unas preferencias artísticas, digamos, peculiares.
—Hemos visto muestras del arte Hihn, por desgracia —dijo Daniel—. Uf, todavía me da dentera cuando me acuerdo de sus esculturas. Me pregunto cómo será vivir en una sociedad donde, en vez de la mayoría de edad, se requiere el título de crítico de Arte para ser considerado ciudadano de pleno derecho…
—El arte Hihn es como la estupidez: nunca desaparecerá —apostilló Tílix—. Volviendo al tema que nos ocupa, los disidentes en Alfa Centauri tenían pocas opciones: o resignarse a una vida de rechazo social y amargura o largarse de allí. La Imago Mundi partió hacia lo desconocido llena de inadaptados, aunque todos coincidían en odiar la artificiosidad. De hecho, un grupo influyente dentro de la nave era ecologista militante, con un amor tal vez exagerado hacia la Naturaleza, a la que idealizaba. Cuando llegaron a Baharna, los ecologistas trataron de convencer al resto de la tripulación de que había que vivir en armonía con los ecosistemas naturales, controlar el impacto ambiental, evitar introducir organismos transgénicos de forma abusiva…
—Déjeme adivinarlo —lo interrumpió Verena—: no les hicieron ni puñetero caso.
—Efectivamente. La mayor parte de la tripulación se amotinó, cargó con todo lo que pudo de la nave y se largó a las llanuras norteñas, más fértiles y acogedoras. Ustedes los conocen como comuneros. Allí desarrollaron una cultura propia, más bien anodina para nuestro gusto. Los ecologistas se quedaron con lo puesto, y tuvieron que refugiarse en las montañas australes. Pero sobrevivieron, sin renegar de sus principios. Nosotros somos sus descendientes, y mantenemos pura la tradición.
—A costa de enviar al que se aparte lo más mínimo a los árboles, ¿no? —preguntó Verena.
—Admito que pueda parecer cruel a un extranjero, pero el bien de la mayoría ha de prevalecer sobre egoísmos individuales.
—No suena muy original.
—Así son las cosas, señora mía —Tílix se encogió de hombros—. En cualquier caso, durante siglos se mantuvo un equilibrio de lo más aceptable: los comuneros al norte y nosotros aquí, cada uno ocupándose de sus asuntos e ignorando olímpicamente a los otros. Había espacio disponible para todos.
—Pero…
—Pero las cosas se torcieron. Así es la vida, imprevisible. Han experimentado ustedes la Comunión y, siquiera vagamente, comprenderán que, sin el adecuado autocontrol, puede convertirse en un proceso adictivo. Sobre todo, si se usa para la obtención de placer, en vez de para ser conscientes de que formamos una unidad con la Madre Tierra. Las orgías sensoriales pueden degenerar en perversiones que hasta a nosotros nos repugnan. Y, de hecho, degeneraron. Fue necesaria toda una revolución fundamentalista para retornar a los orígenes, y corrió la sangre. Finalmente, los herejes fueron expulsados. Ocuparon la frontera entre las montañas y la llanura, y volvió a alcanzarse el equilibrio. El mundo era grande, y había sitio para todos. Sin embargo, tal vez resultó un error permitir que los herejes sobrevivieran. La clemencia, a veces, acarrea funestas consecuencias.
—¿El culto al Dragón? —preguntó Daniel.
—Efectivamente. Los desterrados acabaron fundando una religión propia, con un elevado potencial agresivo. Mientras que la adoración a la Madre Tierra ayuda a la conservación del entorno, lo suyo fue una exaltación de la conquista. El Gran Dragón había creado el universo, eliminando con su fuego las tinieblas y del mismo modo, sus seguidores debían purificar el mundo de todo lo malo. Básicamente, eso incluía a quienes no pensaran como ellos. Por fortuna nuestros antepasados, al final, intuyeron lo que se les venía encima y, como no deseaban ser salvados, ni arder en una pira en homenaje al retorno del calor solar en primavera, adoptaron una estrategia defensiva inexpugnable. Por tanto, los Caballeros del Dragón, como se conoció a sus líderes guerreros, prefirieron darse media vuelta y se abalanzaron sobre los tranquilos comuneros del norte. No tuvieron problemas para someterlos, y el resto ya lo conocen. En cierto modo los draquis, como ustedes los apodan, conservaron muchas de nuestras costumbres, aunque pervirtiéndolas hasta lo inimaginable y más aún. Nuestro saludable sistema de castas se convirtió en opresivo, la Comunión degeneró en orgías en las que se paladeaba todo, incluso el sufrimiento humano, la humillación, la lascivia… A nadie puede extrañar que los comuneros, al cabo del tiempo, se rebelaran y expulsaran a los opresores.
—También aprovecharon para matarse entre ellos —dijo Daniel—. Las guerras civiles son lo más parecido al caos que he podido estudiar, una especie de todos contra todos. En lo único que se ponían de acuerdo era en lo de linchar draquis y quemar sus libros. Hubo que esperar hasta el advenimiento de la República para que las cosas empezaran a estabilizarse mínimamente. Al final, la cultura comunera, aunque los más puristas no quieran reconocerlo, es un ejemplo de mestizaje. Se quedaron con esa manía suya por las texturas y la simbología.
—Sí, nos enteramos de todo eso. Los comuneros son la sombra de una sombra —se detuvo un momento, como si lo que seguía fuera embarazoso—. Y aquí viene la parte más dolorosa del relato, de la que no podemos sentirnos orgullosos. Miles de refugiados draquis huyeron hasta el sur, tratando de regresar a casa. No les permitimos entrar. En primer lugar, su herejía los hacía indignos de pisar de nuevo las montañas. Y en segundo, aunque eso no se admita públicamente, así logramos que los comuneros nos dejaran en paz. La sangre de aquellos pobres diablos fue el precio a pagar por nuestra independencia actual. Los comuneros se cebaron en ellos y al considerar que éramos unos excéntricos inofensivos, a los que no merecía la pena conquistar por el esfuerzo que ello suponía, pasaron de nosotros. Y todos contentos. Menos los draquis, claro, pero ellos se lo buscaron.
Se hizo el silencio durante un buen rato. Era como si Tílix buscara la comprensión de los dos soldados, pero éstos permanecieron callados. El Archivero tuvo que proseguir con su historia cuando la situación empezaba a resultar incómoda.
—Esto nos lleva a su búsqueda, amigos míos. Para ser breves, no tenemos ni idea de cómo vivían, qué pensaban los herejes draquis. Cuando los expulsamos por primera vez, nuestros antepasados fundamentalistas decidieron borrar toda referencia a sus creencias, con exceso de celo. Más tarde, no se hizo esfuerzo alguno por comprenderlos y se fomentó entre nosotros la idea de que eran perversos, que merecían ser destruidos. Sin embargo, siempre, no sabemos por qué, hay alguien que pierde la chaveta y se declara adorador del Dragón. Subyuga con su verbo a una pequeña comunidad, sus acólitos sacrifican a algunos pastores o mercaderes y nosotros los liquidamos con diligencia. Ya fueron testigos de la reacción del Maestro Cazador cuando se toparon con ellos: odio y repulsión visceral. Ay, nos gustaría saber por qué personas aparentemente sensatas vuelven a caer en el error. ¿Influencia de refugiados draquis que se infiltran sin que los detectemos? ¿Tradición oral? ¿Los genes? Por desgracia, comprobamos tiempo ha que ninguno de ellos confiesa por qué creen en el Dragón, así que ya no nos molestamos en capturarlos vivos.
—Cualquier persona puede acabar confesando, si se interroga con la adecuada metodología y perseverancia —señaló Daniel.
—Ustedes son los especialistas, no yo. En resumen: desde tiempo inmemorial hemos hecho todos los esfuerzos posibles por no comprender a los draquis, y…
—Como niños que se tapan las orejas y cantan en voz alta para no oír algo desagradable —lo pinchó Verena.
—Interesante punto de vista, sí. Aunque… —pareció dudar—. Una vez pasado lo peor de las guerras civiles, los refugiados fueron llegando poco a poco, casi con cuentagotas. Tampoco quedaban muchos, y los supervivientes, según me han contado, prefirieron renegar del culto al Dragón y congraciarse con los comuneros.
—Vivimos con ellos en la Corrala Grande de Akrotiri —le indicó Daniel—. Todos callan sobre su pasado, como si desearan borrarlo.
—¿Y no estarán ustedes obrando mal al querer desenterrar esqueletos? —Tílix les señaló con el dedo.
—Con el debido respeto, no sé si será usted el más adecuado para impartirnos lecciones éticas —la voz de Verena no traslucía enfado o agresividad; de hecho, en toda la conversación se la veía muy relajada.
—Tocado —Tílix sonrió—. Volviendo al tema de esos últimos refugiados, nuestra postura se fue sosegando un poco. Les dimos la oportunidad de redimirse, de volver con la Madre, de contribuir a su gloria.
—¿Los árboles? —preguntó Verena.
—Pues sí, qué le vamos a hacer —y antes de que la mujer le soltara alguna indirecta, o lo mandara a freír espárragos, continuó—. Bueno, existe una excepción. Aunque su nombre ha sido borrado de los registros, uno de los que acudieron en busca de asilo era un erudito, un estudioso del pasado, una persona íntegra. Sus argumentos frente a quienes lo juzgaron fueron conmovedores. Incluso hicieron llorar al tribunal, por lo que se le perdonó la vida. Pasó el resto de sus días reparando sus faltas pasadas. Se le encomendó una humilde tarea, la de pinche de cocina, advirtiéndole de que si no mostraba un sincero arrepentimiento, pues… En fin, se lo imaginan. Aceptó su suerte, ya que murió de viejo, tras muchos años de hurgar entre los pucheros.
—¿Y no dejó algún legado o documento? No sé… —Daniel trataba de aferrarse a la última esperanza que le quedaba.
—Para evitar que sucumbiera a la tentación y se dedicara a pervertir a quienes le rodeaban, se le cortó la lengua como medida preventiva. También se le operaron los tendones de las manos, dejándole la motricidad suficiente para ayudar en las tareas de cocina, pero imposibilitando la coordinación necesaria para escribir.
—Podía haberse atado un lápiz en… —insinuó Daniel.
—No sé en dónde estará pensando, porque lo castraron para que su simiente no perviviera, y me temo que se les fue la mano. El pobre se vio obligado a orinar sentado durante el resto de sus días. Daba lástima. Perdón, me he abstraído. Yo llegué a conocerlo, ¿saben? El Ermitaño, lo llamábamos.
—De puta madre —Daniel se hundió en su silla—. Fin de nuestro viaje, me temo.
—Ya les advertimos que no se hicieran ilusiones. De todos modos, creo que su excursión hasta el Centro del Mundo les habrá servido, aparte del interés turístico, para conocerse mejor a sí mismos. En ocasiones el viaje es lo importante, no la meta.
—Quien no se consuela es porque no quiere —sentenció Verena—. Al menos, la cama de la hospedería es cómoda.
Tílix veía a Daniel tan desilusionado que se apiadó un poco.
—Tal vez no sea correcto afirmar que toda la memoria draqui fue borrada. Un buen día, aquel sabio reconvertido a pinche solicitó (por señas, claro) permiso para decorar una habitación que permanecía desocupada. Por compasión se le concedió, y empezó a componer un mosaico en el suelo, pegando teselas de colores. Ya se habrán percatado de que no somos partidarios de las artes visuales, sobre todo si se basan en la policromía, pero el mosaico era una auténtica obra maestra. Tal vez les interese contemplarlo. ¿Serían tan amables de acompañarme?
El Archivero Mayor no exageraba. La habitación medía unos tres por cinco metros, y el suelo había sido alisado con primor. Sobre él se disponían miles de diminutas teselas cuadradas de piedra pintada y luego lacada. Los huecos entre ellas habían sido a su vez rellenados de una pasta similar al yeso, de un blanco radiante, y el conjunto lijado, cubierto de una capa de resina transparente y pulido a conciencia. La imagen representada en el mosaico era una alegoría de la Madre Tierra, de una belleza sublime. Daniel se admiró al pensar en el tiempo que le habría llevado hacer todo aquello a una persona medio inválida. Bajo cualquier criterio, desde luego que había expiado todas sus culpas, reales o ficticias.
Guardaron silencio, mientras trataban de aprehender los detalles. Animales, plantas, ríos y nubes se entrelazaban ocupando todo el espacio disponible, como si el autor hubiera experimentado, igual que los antiguos egipcios, el horror vacui a la hora de cubrir un espacio en blanco con dibujos.
—Pocos conocen su existencia, y apelo a su buen sentido para que así siga siendo —dijo Tílix—. Convendrán conmigo en que habría sido un crimen destruir algo tan bello y complejo.
—Un crimen, sí. El artista agradecería su bondad, supongo —respondió Verena.
—No nos reprendan tanto, que se amargarán la existencia —dijo Tílix.
—Digamos que somos especialmente sensibles frente a quienes atentan contra los escritores o los sabios —repuso Daniel.
—No sabía que los soldados corporativos fueran tan tiernos. Sin duda, reparten ustedes flores a los enemigos, en vez de combatir contra ellos —contraatacó Tílix, tan fresco.
—En fin, dejémoslo estar.
Permanecieron un buen rato estudiando a la par que admirando el mosaico, intentando desentrañar su significado, o buscando alguna clave oculta.
—Todos los que estamos al corriente hemos hecho cábalas sobre si el Ermitaño quiso legar un mensaje a la posteridad, aparte del significado alegórico obvio. Nos hemos estrujado los sesos, pero no hemos hallado nada. Ni la simbología de animales y plantas, ni los meandros de los ríos, siguen una pauta distinguible. También hemos estudiado el código de colores, pero en vano. Tal vez sólo quiso, en sus postreros años, quedar en paz con la Madre Tierra. Probablemente lo logró. Fue enterrado en el campo, como cualquier ciudadano, para que sus restos dieran vida a otros seres, como último servicio. Bien, ¿qué opinan?
—¿Podría dejarnos solos un rato? Para meditar, ya sabe —solicitó Daniel.
—Creen que serán capaces de dar con el secreto del mosaico, ¿verdad? —Tílix sonreía, comprensivo—. Lo más probable es que el autor quisiera mofarse de la posteridad, mediante símbolos inconexos que volverían locos a quienes buscaran un significado inexistente. De acuerdo, creo que ya saben cómo llegar de aquí a la hospedería. Nos veremos mañana, pues.
Tílix se fue con paso rápido y ellos pasearon por la habitación, sin prisas, sumidos en sus pensamientos. Daniel miraba abstraído los dibujos que hollaba con sus pies. Efectivamente, aquello parecía un compendio de bichos y matas en desorden. Si el propio Archivero era incapaz de descifrar su simbología, mucho menos él, ajeno a aquella cultura. Sólo podía dedicarse a tomar fotografías de alta resolución con la microcámara oculta, con la esperanza de estudiarlas de vuelta en la Corrala. De todos modos, trató de ponerse en el pellejo del artista, de intentar comprenderlo.
Tílix dijo que el Ermitaño era un sabio, un erudito. Cuando lo juzgaron, tomaron precauciones para que su herencia se perdiera, pero aquel tipo vivió aún muchos años. Tuvo tiempo para reflexionar, amargarse, tal vez odiar a sus carceleros. Sí, quizá halló la paz, pero ¿por qué tomarse el trabajo de confeccionar aquel mosaico? La idea de que trataba de decirles algo no se le iba de la cabeza.
El Ermitaño era un Caballero del Dragón, un tipo orgulloso, probablemente. Cuando lo humillaron, le cortaron la lengua y lo condenaron a no escribir, ¿se resignó realmente? ¿No sería más propio de un noble que tratara de burlar a sus torturadores, quienes habían dejado tirados a los suyos, que sólo buscaban amparo frente a la venganza comunera? «Tiene que haber un mensaje ahí. Legarlo a la posteridad sería el acto supremo de rebeldía. Lo presiento, maldita sea, pero ¿dónde está y cuál es?»
Los Archiveros no habían dado con él. No le extrañaba. Si el sabio era tan inteligente como decían, habría buscado un código que no les fuera familiar. Ellos hablaban de símbolos, de alegorías. Debía ser otra cosa. Algo que, tal vez, sólo fuera comprendido en un futuro muy lejano por gentes con mentalidad nueva. Como ellos.
Volvió a fijarse en el mosaico. Las teselas que lo componían eran todas cuadradas. Pensó en otros mosaicos que conocía, concretamente en obras de Escher. El holandés fue un genio a la hora de diseñar las teselas para que ocuparan todo el espacio disponible. Aquí, en cambio, el artista no se había complicado tanto la vida, algo comprensible si se tenía en cuenta que no podía mover bien las manos. Se había limitado a pegar cuadraditos de colores, rellenando los espacios en blanco con masilla.
«Espacios en blanco».
Se detuvo, como clavado en el sitio.
Daniel había leído obras de los místicos, cuando trataban de explicar a los demás mortales, sin conseguirlo, lo que era una Revelación. O a algunos científicos, cuando las piezas de un problema encajaban, y exclamaban: ¡eureka! Por primera vez en su vida, el coronel Hintikka experimentó un momento de total y absoluta plenitud. Había dado con el esquema, y era de una belleza insuperable. Después de aquello, uno podía morirse tranquilo.
Volvió en sí cuando Verena lo agarró por el hombro y lo zarandeó, alarmada.
—¿Qué te pasa, Daniel? ¡Responde, por favor! —estaba subvocalizando por el transmisor laríngeo, por si había espías a la escucha.
Él la miró, con ojos un tanto desenfocados, pero le respondió con la misma discreción.
—Lo tengo. Me cago en todo lo que se menea. Lo tengo —ella lo contempló perpleja, y trató de explicarse—. Olvídate de los dibujos, de los colores, de todo. Sólo sirven para distraer la atención. ¿Qué queda?
—Pues… —miró al suelo—. Las teselas, ¿no? Todas miden lo mismo, creo, y están hechas de idéntico material.
—Fíjate en ellas y sólo en ellas. Se disponen en filas y columnas, como escaques, perdón, casillas de ajedrez.
—Sí, pero no olvides que hay muchos espacios vacíos rellenos de yeso y… —en esta ocasión fue Verena la que empalideció de repente; miró a Daniel con un brillo de comprensión en los ojos y respiró hondo—. Una matriz rectangular, celdillas llenas y vacías… Mierda. ¡Es un código binario! Y el cabrón lo camufló de maravilla.
—Sabía lo que se hacía. Los del Centro del Mundo renegaron de muchos aspectos de la tecnología, entre ellos los ordenadores. Cavilan sobre cosas tan elevadas, conceptos tan inaprensibles, que nunca caerían en algo tan sencillo como un mensaje compuesto de ceros y unos.
Guardaron un silencio respetuoso, en homenaje al hacedor del mosaico. Daniel, de repente, se dio cuenta de lo que valían las imágenes de su microcámara.
—Tío, no sé lo que hiciste durante tu vida, pero luchaste con todas tus fuerzas por evitar que el saber de los tuyos desapareciera —le dijo al espíritu del noble muerto muchos años atrás—. Intentaron borrar tu memoria, pero te juro que si estamos en lo cierto y aquí hay un mensaje, te habrás salido con la tuya.
—Amén —añadió Verena.
Caminaron de vuelta a la hospedería, a cierta distancia uno de otro y estudiando los edificios con visores IR; tantas patrullas en territorio hostil eran difíciles de olvidar. Sin embargo, poco a poco Verena se fue acercando a Daniel. Le dio unos toquecitos en el hombro y él se detuvo.
—Merezco que me den palos por haberme embarcado en un viaje tan disparatado como éste, recorriendo el planeta de punta a punta, pero… —sonrió—. Al final tú también te has salido con la tuya, coronel.
Daniel la miró desconcertado; lo había pillado abstraído, y no esperaba aquella salida.
—Supongo que será la edad, pero al salir de la habitación he descubierto que yo también te quiero. No es sólo que me caigas bien, sino que de repente me seduce la idea de olvidar pasadas correrías, dejar de lado licenciosas costumbres y, en suma, todo lo bueno de la vida, para aspirar no más que a convertirme en una ancianita a tu lado —puso cara de disculparse—. Qué quieres, es la primera vez que me da tan fuerte. He aguantado años con otra gente, pero ahora es diferente. Supongo. Así que quedo a su disposición, mi coronel.
Se besaron, sin importarles que hubiera alguien fisgando. Cuando recuperaron el aliento, Daniel fue el primero en hablar.
—Sugiero, teniente, que busquemos un buen restaurante, nos pongamos de mollejas de gandulfo hasta el culo y luego pasemos el resto de la tarde en la habitación. O hasta que la cama aguante. Bueno, siempre quedará el suelo.
—No discutiré esa orden, mi coronel.
Había llegado la hora de partir. Adalberto Tílix acudió a despedirlos hasta la puerta de la ciudad. Se llevó la mano al corazón y los obsequió con una elaborada reverencia. Parecía sinceramente apenado de que se fueran, aunque sin duda estaría más relajado por quitarse aquella carga de encima.
—Sí, se hablará de su visita durante mucho tiempo. Han trastocado nuestra rutina cotidiana, agradablemente diría yo. Dado que no han perpetrado ninguna tropelía, y que su comportamiento ha sido acorde con el decoro, me han pedido que les transmita los mejores deseos de todos nuestros gobernantes. Y también un mensaje: como vuelvan por aquí a causarnos más quebraderos de cabeza, son ustedes peregrinos muertos.
—Ya lo sabíamos, hombre —repuso Daniel.
—Nunca está de más recordarlo. También tengan presente que, de no tratarse de militares corporativos y por tratar de evitar incidentes con su Gobierno, no habrían llegado tan lejos.
—Disculpen si hemos abusado de su bondad.
Tílix los obsequió con una última reverencia, les sonrió y se fue.
Quedaron solos con la guardia de la puerta mientras aguardaban a su guía. No tuvieron que esperar mucho. El Maestro Cazador y sus discípulos llegaron junto a ellos. Daniel reprimió sus ganas de saludarlos efusivamente y felicitarlos por su éxito. Había que guardar las formas.
—Tomo estos peregrinos bajo mi custodia, y me comprometo a dejarlos sanos y salvos en la frontera, siempre que ellos acaten mi autoridad. Si desobedecen, los castigaré según lo estipulado.
Daniel y Verena asintieron con la cabeza, al igual que el oficial de guardia. Así, sin más retórica, dejaron el Centro del Mundo a sus espaldas.
En cuanto abandonaron el cráter, los dos militares felicitaron al Maestro, Ivana y Pequeño Val. Dentro de su habitual seriedad, ellos también mostraron alegría por el reencuentro. No consintieron explicar nada sobre los exámenes que habían sufrido. Pequeño Val exhibía un aparatoso vendaje en el brazo izquierdo, señal de que el proceso no fue un camino de rosas. Vestían igual que antes, salvo algunos añadidos en los adornos que indicaban su nuevo rango, cuyo significado se le escapaba a un extranjero. Más bien era algo intangible, tal vez el aire de confianza que mostraban, lo que reflejaba el cambio. Sin saber exactamente por qué, a los jóvenes se les veía más maduros, más seguros de sí mismos. Y era como si el Maestro se hubiera quitado años de encima, a la vez que dulcificado su semblante. Ya no era un apestado, ni sus discípulos unos desechos. Daniel supuso que iba a disfrutar como un enano cuando regresara a Peñas Bermejas y se pavoneara delante de quienes los despreciaron. Los pequeños placeres de la vida, sí.
No hablaron mucho durante las horas de sol, dedicados a la marcha incansable y la prevención de emboscadas. Los dos comandos se sentían como si hubieran nacido de nuevo al poder volver a manejar sus armas de fuego. En cambio, las noches, junto a la hoguera sin humo, con una taza de té entre las manos, eran momento idóneo para los relatos y las reflexiones.
—Parece que al final acabamos hallando lo que buscamos —dijo Daniel, al recapitular sobre lo ocurrido durante la última semana.
—Sí —el Maestro tomó un sorbo de té—. La Diosa no suele mostrar favoritismo por sus humildes criaturas, que deben acatar sus designios. Sin embargo, a veces nos brinda una oportunidad, o tal vez se despista. Sólo hay que aprovecharla. ¿Qué podemos perder? Si la dejamos pasar, nos quedará toda una vida de arrepentimiento y reproches.
—Y que lo diga.
—Aquí se separan nuestros caminos —anunció el Maestro Cazador, señalando la llanura que se abría en la distancia—. Habéis obedecido las órdenes, por lo que os eximo de mi custodia —dudó un momento, pero finalmente sonrió—. Aunque sospecho que no os hacía demasiada falta, amigos.
Rotas las formalidades, la despedida fue emotiva. Hubo apretones de manos, buenos deseos, consejos e intercambio de obsequios. Daniel y Verena recibieron cuchillos de obsidiana, sin duda de gran valor para quienes los ofrecían. A cambio, los militares les dieron sus machetes. Ivana y Pequeño Val los miraron con auténticos ojos de deseo al recibir aquellas espléndidas armas.
—Aún son jóvenes y deben aprender autocontrol —los disculpó el Maestro, condescendiente.
—Tío, imagínate cómo se habrían puesto si les llegamos a regalar unos de hoja cerámica autoafilable, de ésa que corta el acero —dijo Verena, por vía subvocálica.
—Confío en que les den un buen uso —repuso Daniel.
—Sí, supongo que rebanarán más de un gaznate. Ya sólo falta que nos encierren por contrabando de armas a culturas en vías de desarrollo. Bah, al diablo, vivamos peligrosamente.
El Maestro Cazador, ajeno al intercambio mudo de palabras, miraba satisfecho a Pequeño Val e Ivana.
—Aunque podrían independizarse y seguir su camino, si lo desearan, han preferido quedarse conmigo. Su fidelidad los honra.
—Tienes discípulos para rato, me temo —dijo Daniel.
—Ahora la relación es distinta. Ya no son meros discípulos, sino pariguales inexpertos. Aunque no captéis la diferencia, para nosotros es vital. La unión es tal vez más profunda, ya que se basa en el respeto y la aceptación voluntaria —miró a la llanura—. Buen viaje, amigos, y sed felices. Gozad de los buenos momentos de la vida porque, al final, los recuerdos serán lo único que nos llevaremos cuando la Madre nos llame.
—Lo tendremos presente, Maestro. Nosotros también vamos aprendiendo sobre la marcha, qué remedio.
El Maestro no dejó de observar a los dos militares mientras se alejaban, hasta que se perdieron en la lejanía. El deber era el deber, y habría odiado tener que matarlos en caso de que no quisieran cruzar la frontera. O intentar matarlos, se corrigió. Con el corazón alegre, él y los suyos se dirigieron hacia Peñas Bermejas, dispuestos a pasar un buen rato a costa de la cara que se les iba a quedar a sus vecinos cuando los vieran regresar y les restregara por las narices su Grado Debido, concedido por el Máximo Tribunal.
—Que la Madre Tierra sea con vosotros, extranjeros —murmuró el Maestro.
Verena y Daniel llegaron sin percances a Thule. El alcalde se congratuló de ver que regresaban sanos y salvos de su supuesta acampada, y se alegró de que aquellos dos pirados se largaran del pueblo. Sólo le habría faltado que les ocurriera alguna desgracia, para que lo empapelaran de por vida.
En cuanto llegaron a Akrotiri, procesaron las fotos del mosaico y Daniel se las pasó a Jonathan. Para el ordenador fue un juego de niños descifrar el código.
—Es ingenioso tratándose de un humano, lo reconozco. Muchos de los bits son ruido, pero en cuanto uno lo elimina, queda un mensaje breve y diáfano. Yo diría que se trata de unas coordenadas geográficas.
Daniel y Verena efectuaron un discreto viaje a Corinto, un pequeño pueblo costero. Visitaron una colina cercana, comprobaron con el GPS su longitud y latitud, dieron con unas rocas de forma peculiar y excavaron. Los libros estaban allí. Fueron retirados y guardados en lugar seguro, no sin antes escanearlos a conciencia. Jonathan se encargó de preservar las copias, hasta el día en que la situación política permitiera sacarlas a la luz. Por su parte, Daniel y Verena leyeron, admiraron y, finalmente, comprendieron.
De todos modos, no estaban preparados para la sorpresa final, cuando averiguaron el nombre del Ermitaño.