—Yo he cruzado el límite que separa la Vida que fluye de la Muerte eterna.
—Yo he caminado por las llanuras ardientes, y mis labios secos no han proferido una queja.
—Mis pies han levantado el polvo que dejan las almas muertas evanescentes, y mis ojos no han derramado una lágrima.
—Yo he caminado entre las prisiones donde eternamente son torturadas las almas de los impíos, y mi corazón no se ha conmovido […].
—Por todo eso he pasado, Jueces Eternos, y pido ser admitido en el seno de la Madre Tierra, y que mi alma no sea quemada por el fuego del Innombrable.
Y el Primero de entre los Jueces Eternos habló en la oscuridad, y su voz era como el rumor de las rocas que se asientan tras una avalancha:
—¿En qué crees, viajero?
—En la Inmanencia de la Madre Tierra, mi Señor […].
—¿Respetaste los Preceptos, viajero?
—Mi vida se rigió por el Honor. No utilicé mi posición para obtener favores, ni robé, ni violé, ni profané, mi Señor […].
—¿De qué abominas, viajero?
—Abomino del culto al Innombrable, de la adoración del fuego que calcina a la Madre Tierra, mi Señor.
—Sólo una vez aquí será citado Aquél que no debe ser nombrado. ¿Qué harás con los adoradores del Dragón, viajero?
—Los mataré a todos, y de muerte indigna, mi Señor.
FUENTE: Anónimo(s). Fecha desconocida. «Guía de las almas». Recopilado y transcrito por la Sociedad de Amigos del Sur. Akrotiri, Baharna.
—¿Qué vamos a hacer con ella?
Areta Mírix se encogió de hombros, y la pregunta quedó flotando en el aire.
—En verdad no lo sé, Daniel —respondió al cabo de un rato—. Mis comadres están desoladas. No comprenden cómo se pudo escabullir, ponerse aquel vestido y salir de la Corrala.
—Menos mal que Verena regresó a casa antes de tiempo, y tuvo reflejos. Podría haber sido mucho más trágico.
—Sí…
Areta y Daniel entraron en la habitación. Delilah, la enfermera jefe, había movido los hilos para que Dama Ívix pudiera descansar en un cuarto individual, aduciendo que necesitaba reposo absoluto. Mejor así, concedió Daniel. Los desvaríos de la vieja resultaban perturbadores tanto para draquis como para comuneros.
Dama Ívix estaba tumbada cuan larga era en la cama, tapada por una sábana gruesa que ocultaba su esquelético cuerpo. Un gotero le suministraba suero glucosado y fármacos que la mantenían tranquila. Tenía el pelo suelto que le caía por los hombros, dándole cierto aspecto de bruja. Se la veía mucho más demacrada que de costumbre, con las mejillas hundidas. Al percatarse de su presencia alzó la mano libre en un cortés gesto de saludo.
—Muy buenos días, señor embajador —la voz era débil, aunque clara—. Disculpad que no me incorpore, pero una leve indisposición me mantiene postrada en el lecho. Os ofrecería un pequeño refrigerio, pero el servicio está imposible últimamente, y sin duda lo traerían después de que os hubierais ido. Me temo que hemos descuidado la disciplina últimamente y los librepensadores campan por sus respetos.
Areta y Daniel se miraron disimuladamente. «Está como una chota», se dijeron sin palabras. Daniel intentó seguirle la corriente, pero muchos conceptos se le escapaban, especialmente las alusiones a creencias religiosas y protocolo. Para empeorarlo más aún, la cháchara de Dama Ívix tendía a hacerse inconexa y divagante. La llegada de la enfermera, anunciando el fin de la hora de visita, fue recibida como la campana salvadora al final de un asalto especialmente duro.
—Vuestros deberes os reclaman, Excelencia. No os retendré más. Me place vuestra compañía, y espero que esta conversación informal sea preludio de otras muchas. Tenemos importantes asuntos que evacuar —los obsequió con otro airoso gesto a modo de despedida.
Daniel y Areta se retiraron de forma más o menos honrosa y salieron al pasillo. En cuanto se alejaron unos metros de la puerta de la habitación, Areta meneó la cabeza, apesadumbrada.
—Antes tenía sus ratos de lucidez, pero va a peor. Esto ya no tiene remedio. En cuanto le den el alta, habrá que vigilarla muy estrechamente y hacerse a la idea de que aún le quedan unos cuantos años de retroceso mental. Eh, Daniel, si no fuera porque los comandos teóricamente carecéis de sentimientos, diría que te noto afectado. Se supone que tu profesión te habrá curado de espantos, ¿verdad?
Daniel sonrió.
—He sido testigo de más muertes de las que quisiera, pero solían ser rápidas. Bueno, no tanto cuando se recreaban con los refugiados o los prisioneros de guerra. Pero esto de ver a alguien hacerse viejo, e ir apagándose día a día por culpa de los achaques o la degeneración de mollera, es nuevo para mí. Da una cierta sensación de impotencia el no poder hacer nada por evitarlo.
—Bienvenido al mundo real, Daniel. Sólo es cuestión de adaptarse. Hay cosas que nadie puede cambiar.
—Ya, pero me apena Dama Ívix. No sé lo que hizo o dejó de hacer durante la guerra, pero ahí la tienes, más sola que la una, con toda su gente deseando que muera, en el fondo. No más le quedan sus recuerdos —dudó un momento—. Por cierto, ¿qué…?
—Antes de que me lo preguntes, Daniel, te diré que hay temas de los que decidimos no hablar. Los viejos tiempos murieron, y bien enterrados que están. A la postre, sólo nos trajeron dolor.
—Vaya.
Daniel había aprendido a no enfadarse con la supervisora. La apreciaba de veras, y si ella deseaba guardar un secreto, era muy libre. De todos modos, le parecía una tontería esa manía de cerrar los ojos, de no querer mirar atrás. Durante el viaje de vuelta en un pequeño biplaza militar, charlaron de otros temas sin resquemor.
Aquella misma noche, en la alcoba, tras una opípara cena a base de congelados, Verena estaba algo más locuaz que de costumbre, indignada por la escapada de Dama Ívix.
—Figúrate. Me paso el santo día intentando explicar los entresijos sociopolíticos de Baharna al último lote de soldados que nos llegó. Es duro meter en sus cráneos que esto es una plácida misión de paz y que deben cambiar el chip de las guerras de Nueva Hircania. Bien, regreso a casa un tanto alicaída y con la cabeza como un bombo y me encuentro a la Corrala patas arriba, buscando a la vieja. Aquellas matronas maldiciendo en arameo a la Dama, Areta preocupadísima pero intentando mantener la calma, cotillas a troche y moche… Da gracias a que vino un crío, con la lengua fuera, anunciando que la había visto salir del barrio. Me puse en modo de combate y fui corriendo a toda pastilla, expuesta a un choque hipoglucémico, y menos mal que di con ella —su semblante se entristeció—. Dentro de lo que cabe, tuvo mucha suerte. Se puso a soltar sus disparates, dándoselas de princesa, primera dama o qué sé yo, ante un corrillo de ciudadanos pacíficos. Éstos se lo estaban pasando pipa con el grotesco espectáculo, y la animaban a que continuara. Sólo tuve que poner cara de circunstancias, agradecerles su paciencia y logré que se fueran a su casa la mar de ufanos. No quiero pararme a pensar en lo que habría ocurrido si en vez de aquellos parroquianos inofensivos se hubiera topado con comuneros hostiles. La podrían haber vejado, linchado o algo peor —suspiró—. Al poco de traerla empezó a toser, le subió la fiebre y la llevé al hospital. Es lo malo de salir a la calle sin abrigarse en esta época del año. Un día perfecto.
Daniel le acarició el pelo.
—Ay, pobre Verena. Al venirte a vivir aquí tuviste que cargar con el resto de la familia…
—Bueno, así podré practicar la virtud de la caridad e iré al cielo de los neocatólicos.
Verena sonrió y se abrazó a Daniel, juguetona. Dedicaron la siguiente media hora a placeres que no necesitaban de la palabra hablada, y luego se arrebujaron entre las mantas, relajados.
—¿Sabes, Verena? —dijo Daniel al cabo de un rato—. Tengo curiosidad por averiguar cómo eran las cosas en Baharna durante los viejos tiempos, qué papel jugaron en ellos Dama Ívix, Areta y las demás…
—Ya lo hemos discutido sopocientas veces. Consulta una hemeroteca, hijo.
—Tengo la impresión de que están censuradas. Hay muchos datos sobre acciones bélicas embellecidas, pero todo desde el punto de vista comunero. O no queda nada escrito por draquis, o bien es materia reservada para políticos e historiadores.
—Tarde o temprano esa información saldrá a la luz. Relájate —murmuró Verena, ya medio amodorrada.
—Sí, pero yo quiero saberlo ahora, no dentro de cinco años.
—Tú y tus prisas.
—Aunque ahora que lo pienso…
Verena abrió un ojo y lo miró con suspicacia.
—¿Otra de tus ideas brillantes? Después de irte a vivir con civiles, poner a las draquis en pie de guerra, hacer que me reenganche y cargarte a la HUU, tiemblo al pensar lo que puede rondar por tu cerebro.
—No me seas agonías, Verena. Tal vez te parezca una tontería, pero quedan draquis en las montañas australes y a lo mejor ellos han preservado…
Verena abrió el otro ojo y lo miró resignada.
—Te recuerdo que —fue enumerando con los dedos—: a) Las montañas del sur son territorio soberano, sobre el cual la República y la Corporación carecen de jurisdicción. b) Esta independencia se debe a que los draquis de allá se organizan en tribus más bien salvajes, viven en el quinto pino y no merece la pena emplear tiempo ni recursos en conquistarlos. c) A esa gente no le gustan los extranjeros. d) Viven encerrados en sí mismos, lo que tal vez los haya salvado de represalias comuneras, y e) Por si no te habías dado cuenta, yo también me he empollado la Historia y Geografía Política de Baharna.
—Nunca lo dudé… —meditó unos momentos—. Desde luego, los draquis montañeses han rehusado incluso la ayuda humanitaria corporativa. Haré discretas gestiones para visitarlos aunque no me hago ilusiones. Bueno, siempre queda la posibilidad de tomarse unas vacaciones y efectuar una escapadita al sur.
Verena se sentó en la cama.
—¿Así, por las bravas?
—A lo mejor les caemos simpáticos si nos presentamos sin avisar. Y siempre podríamos alegar que nos habíamos perdido.
—Me temo que no colará. Además, te expones a que te maten.
—Al que algo quiere, algo le cuesta —se encogió de hombros—. ¿Qué, te apuntas?
Verena lo miró como quien se topa con un perro bicéfalo.
—¿Yo? Ni loca, vamos. Además del riesgo, ¿te imaginas el frío que debe de hacer por allá? Mira, Daniel, lo mejor que puedo hacer por ti es considerar que esta conversación no está teniendo lugar, y no denunciarte. Y no me pongas esa cara, caramba. Me niego, y cuando yo digo que no, es que no. Hala. Buenas noches, so demente —se dio la vuelta y se tapó con la manta.
Daniel tardó en conciliar el sueño, dándole vueltas al asunto.
Las cordilleras que separaban la península habitable de Baharna de las desoladas tierras polares eran, en realidad, el borde aún no muy erosionado de un gigantesco cráter de impacto formado en los albores del tiempo, cuando alrededor de los dos soles vagaba un sinnúmero de planetoides sin rumbo, mecidos por las carambolas gravitatorias. Actualmente consistía en varios arcos de sierras, ninguna de cuyas cumbres llegaba a los cuatro mil metros. Sin embargo, la orografía era bastante escarpada, y encerraba numerosos valles donde a duras penas crecía la vegetación. En las zonas más altas, las nieves eternas tan sólo permitían la supervivencia de algunos líquenes en las fisuras de las rocas. Más al sur, en la Meseta Polar, la vida brillaba por su ausencia.
Daniel Hintikka se ajustó las gafas protectoras. En verdad, el fulgor de la nieve hería los ojos. Acostumbrado a combatir en entornos más cálidos y pantanosos, la experiencia le resultaba novedosa.
Habían recorrido los últimos cincuenta kilómetros a pie. Dejaron el vehículo en un garaje de Thule, el no muy original nombre que la República daba a su asentamiento más meridional. Thule era poco más que cuatro calles sin asfaltar, con casas de muros gruesos y chimeneas humeantes. Sus escasos habitantes, fugitivos de tierras más fértiles, se habían adaptado e incluso cogido gusto al frío, la nieve y el barro. Iban tirando, y no demasiado mal, gracias a la ganadería y a la destilación de licores de hierbas. A los integrantes de las Fuerzas Armadas Republicanas y los burócratas destinados allí les habría encantado hallarse en cualquier otro sitio.
El alcalde interino pensó que estaban locos cuando solicitaron permiso para disfrutar de una temporada de acampada por los alrededores. El que alguien viniera por gusto a la desolada Thule le parecía demencial, pero allá ellos si deseaban curarse del estrés pasando frío y durmiendo al raso. Cumplimentaron los preceptivos impresos, los cuales acabaron durmiendo el sueño de los justos en un cajón polvoriento, y los dejó marchar dándoles algunos mapas y advirtiéndoles de que no traspasaran la frontera draqui, ya que en tal caso no podría garantizar su seguridad. Ellos dijeron amén a todo, le dieron las más efusivas gracias, y en cuanto se alejaron un poco de Thule marcharon derechitos a las montañas.
Daniel se acomodó mejor la mochila y echó un vistazo a Verena. Ella no había hablado mucho durante los últimos días. Tan sólo refunfuñaba de tarde en tarde sobre qué demonios se le habría perdido allí. Cuando Daniel le recordaba que nadie la había forzado a venir, se sumía en un mutismo ofendido. Pero ahí seguía, y Daniel lo agradecía de corazón. Estaba dispuesto a viajar solo, pero la compañía de Verena le transmitía un sentimiento de familiaridad, de calidez.
Siguieron con su camino. Cada uno portaba más de cincuenta kilos de equipo, pero habían sido entrenados para llevar cargas mayores en sitios más desagradables. Aquello, en comparación, resultaba una fruslería. Podían recorrer más de sesenta kilómetros por jornada sin cansarse, gracias a su metabolismo modificado, entre otras cosas.
Conforme iban ganando altitud, el paisaje cambiaba. Los pisos de vegetación eran muy marcados en aquel país, y se sucedían sin transición. Frente a la lujuriante Gran Fosa, reinaba aquí una mayor mesura biológica. Las repoblaciones de coníferas transgénicas, traídas por los primeros colonos de Baharna, habían arraigado de maravilla, especialmente pinos y alerces en las faldas de la sierra y los abetos a media altura. Entre la hojarasca del suelo se veían emerger abundantes setas, que vivían en simbiosis con las raíces de los árboles. Todos los hongos eran comestibles, lo que supuso una agradable variación en la dieta de los viajeros. De hecho, la comida deshidratada que llevaban en las mochilas les permitiría aguantar durante meses, ya que el agua no era escasa. Sin embargo, de vez en cuando había que ocuparse de vivir, en vez de la mera supervivencia.
El aire montañés era vivificante, seco y frío. El aliento se condensaba en nubecillas de vapor que se esfumaban enseguida. La luz también era distinta, más intensa y limpia. Y en cuanto al paisaje… Acostumbrados al estilo orgánico de la Corrala, en aquellas cumbres todo parecía consistir en líneas rectas y quebradas, geometrías ásperas y primigenias. Era un mundo aún no expoliado por los humanos, salvaje y bello. A Daniel le entusiasmaba y esperaba que también a Verena. Al menos, su compañera había dejado de mascullar.
Por supuesto, jamás descuidaban la seguridad. Técnicamente era como si realizaran una incursión en territorio enemigo y encima por su cuenta y riesgo, así que extremaron las precauciones. No hacían ruido pese a caminar a buen ritmo, no se confiaban y se cubrían mutuamente. En los descansos recurrían a los calentadores químicos en vez de a hogueras y camuflaban bien las hamacas. Por muy placentero que resultara dormir bien juntos y apretados, montaban guardias por turnos, siempre vigilantes. Sabían que si los montañeses eran tan duros como se contaba, sin duda los detectarían tarde o temprano. Era su obligación ponérselo difícil.
Por encima de los bosques de coníferas se abrían los pastos de gramíneas. En los suelos más pedregosos, las sabinas y enebros trataban de medrar, adquiriendo en ocasiones aspecto de matorral almohadillado para defenderse del viento y los herbívoros. Entre la vegetación de origen terrestre, algunas plantas locales se colaban en los resquicios de aquellos microclimas. Ambas biotas coexistían ignorándose mutuamente, ya que eran bioquímicamente incompatibles.
Los pastizales se consideraban también zona peligrosa. Se suponía que la economía draqui se sustentaba en la ganadería de alta montaña, por lo que podrían toparse con algún rebaño y los correspondientes pastores. Extremaron las precauciones. Por si los capturaban, no habían traído armas de alta tecnología. En vez de los trajes camaleón, vestían unos uniformes reversibles que los camuflaban razonablemente bien. En caso de tener que moverse por la nieve, se pondrían unas capas blancas de tejido ligero pero aislante. Cuchillos y machetes no tenían hoja cerámica, sino metálica y ahumada para evitar reflejos. Tan sólo los fusiles eran de reglamento, aunque incluían un sistema de seguridad que sólo les permitía ser disparados por sus dueños. En caso contrario, se autodestruirían.
Aquella noche le tocó a Daniel la primera guardia. Verena había montado su hamaca en un pequeño bosquete de enebros al abrigo de unas peñas, y dormía a pierna suelta. Mientras, él reflexionaba sobre los bandazos que había dado su vida en los últimos meses y los caprichos del destino. En verdad, no podía quejarse. Tal vez Dios le había asignado un ángel custodio que le echaba una mano, no sin antes haberlo puteado un poco. En fin, también los ángeles tenían derecho a divertirse de alguna manera, sobre todo considerando que eran asexuados. Tenía una niña que lo adoraba, un lugar que podía considerar su hogar y una compañera gruñona que lo mismo era capaz de quedarse con él durante años que abandonarlo al día siguiente. ¿Se podía pedir más?
Levantó la vista. La noche era fría, sin viento, y las estrellas brillaban con furia en el firmamento negro. Se preguntó si habría allá arriba algún otro infeliz mirando al cielo y haciéndose las mismas preguntas que él, al tiempo que pasaba un frío de cojones. Bueno, tampoco importaba mucho.
Un silencioso chivato vibró en su muñequera, sacándolo de sus ensoñaciones. Una de las diminutas sondas que habían esparcido en torno al campamento detectaba algo. Con un movimiento aparentemente casual, activó las gafas de visión nocturna y observó detenidamente los alrededores. Allí estaban: dos, no, tres columnas de aire caliente. Enarcó las cejas para graduar el enfoque. Las vio: unas manchas blancas reptando por el suelo. Se movían con sigilo, en una maniobra envolvente. Desde luego, no eran herbívoros y, por lo que sabía, los depredadores de la zona eran bichos solitarios.
«Contacto, por fin».
Había asumido que carecía de sentido trazar planes previos para cuando tropezaran con draquis asilvestrados. Simplemente, improvisarían. Había que dar emoción a la vida, aunque para ello se requería conservarla, claro. Se desperezó y anduvo como si estuviera desentumeciendo los músculos. En realidad había despertado a Verena con el chivato y le estaba comentando la jugada en lenguaje de batalla. Ella asintió.
El Maestro Cazador no las tenía todas consigo, pero disimulaba bien ante sus discípulos. Eran muy jóvenes, y la idea de llevar sus primeros trofeos a la aldea los enardecía. Él era viejo, con muchas cicatrices y, por lo tanto, cauto.
No era la primera vez que entraban invasores en las tierras del Pueblo. Sin embargo, solían disfrazarse de mercaderes y actuaban en las ferias. ¿Se trataría de locos, profanadores, tocados por los espíritus o cumplidores de designios? En tal caso podrían resultar peligrosos, ya que no actuarían como personas normales. Estarían poseídos.
Muy de tarde en tarde algún despistado extranjero norteño se internaba en la Sierra, violando los tratados. Resultaban visitas útiles. Los sacrificios a la Madre Tierra eran buenos para que los cielos continuaran girando, además de aliviar la monotonía.
¿Quiénes serían? Había estimado que dos, a juzgar por las huellas, pero sólo veía a uno que en estos momentos paseaba ocioso. El otro estaría durmiendo entre los arbustos. Parecían prudentes: a pesar del frío, no encendieron una hoguera. Tendrían que capturarlos vivos para enterarse de sus propósitos.
El tipo que paseaba se acercó a una roca y se puso a mear. Aparentemente estaba relajado, sin saber lo que le iba a caer encima. Espléndido. Tendrían que ser rápidos, para no alertar al durmiente. Confiaba en sus discípulos. Pequeño Val era hábil con la cerbatana y el narcótico actuaba rápido. Ivana se encargaría del otro; estaría atado antes de que le diera tiempo a despertarse.
En otras circunstancias, el Maestro Cazador preferiría seguir a los intrusos en solitario. Habría enviado a sus discípulos a pedir ayuda, convirtiendo aquello en una batida comunitaria. Sin embargo, los suyos lo habían postergado. Para mantener el oficio habíase visto obligado a tutelar a dos parias a quienes ningún Cazador honorable miraría a la cara. A pesar de eso se había esforzado en entrenarlos, en hacer de ellos los mejores, para que honraran su nombre en las ceremonias. Pedir ayuda ahora equivaldría a reconocer la propia inutilidad y el Maestro Cazador era hombre orgulloso. Capturarían la presa por sí solos.
El extranjero se llevó la mano al cuello, luego se rascó el culo y se metió entre los arbustos. El Maestro bufó de disgusto. Aquel idiota prefería dormir a montar guardia. Se ocuparía de que su muerte no fuera honrosa.
El Maestro Cazador no oía a sus discípulos, ni captaba su olor. Eso era bueno. Los había enseñado a sentir la naturaleza, a dejar que ésta les empapara, a convertirse en parte de ella, a imitarla. Eran capaces de memorizar un paisaje y luego moverse por él a ciegas con total seguridad. Los intrusos caerían pronto, como vilanos barridos por el viento.
Al cabo de un rato, el Maestro Cazador comenzó a impacientarse. A estas alturas ya deberían haber reducido a los intrusos, mas la señal convenida no llegaba. Algo había fallado, pero ningún ruido se había escuchado. Ivana y Pequeño Val no se entregarían sin lucha. Aquello apestaba a trampa.
Sin duda estaban muertos. Eran sus discípulos y tenía el inexcusable deber de practicar los últimos ritos, de vengarlos o de inmolarse para que sus almas no se marchasen solas y desorientadas a la Madre Tierra. Aún no sabían las respuestas adecuadas al Juicio de la Madre. Sí, tendría que acompañarlos.
El Maestro Cazador era viejo, pero no estaba anquilosado. Se movía con una gracia que desmentía su edad, alerta, consciente de cada brizna de hierba, cada rama seca. Paladeó la noche. En tales circunstancias, la presencia de extraños supondría una discontinuidad perceptible, pero no notaba nada. ¿Se habrían ido? Algo le decía que no y eso sí que era aterrador.
Se acercó al bosquete. Escuchó un leve ruido, seguido de un gemido apagado. Ivana. ¿La estarían violando o torturando? Su pulso se aceleró, mas no alteró su paso. Tenía que mantener la cabeza fría. Preparó el arco corto y la flecha envenenada. Sin duda tendría que usarla, bien para vengar a sus discípulos o para acabar con sus padecimientos.
Finalmente los vio. Ambos estaban vivos, atados en el suelo como fardos, incapaces de moverse y amordazados. Quienquiera que los hubiese empaquetado así sabía lo que se hacía.
Y entonces el Maestro Cazador lo sintió. Estaba a su espalda. Sin pensárselo se giró y disparó.
El extraño atrapó la flecha al vuelo, como quien captura una mosca insolente. La examinó con curiosidad y la arrojó al suelo.
El Maestro Cazador creía que ya nada podría sorprenderlo, pero la velocidad de aquel hombre lo dejó pasmado. Su indumentaria, así como la forma de llevar los arreos, pregonaban su condición de soldado profesional. No podía ver bien sus rasgos, ya que sus ojos estaban ocultos por un peculiar yelmo. Y ahora había tomado algo en sus manos. Por eliminación, dedujo que se trataba de un arma de fuego. Había oído hablar de ellas, aunque sólo las tenían los guardianes personales de las Grandes Casas.
Un arma de fuego. Además, aquel tipo no actuaba solo. Su compañero acecharía en las sombras encañonándolo, seguro. Estaba muerto. Sólo le quedaba acabar con honor, dando ejemplo a sus discípulos. Tendrían una buena muerte y él les abriría el camino. Luego los guiaría por las sombras, hasta el Juicio. Los Sagrados Guardianes no podrían reprocharle nada. Se llevó la mano al cinto, pero no para tomar su cuchillo de caza, sino la daga de obsidiana, tallada en las lágrimas de la Madre Tierra. Esbozó el saludo ritual, empezó a recitar mentalmente los Mandamientos del Guerrero y se dispuso a saltar. Sus discípulos lo contemplaban. Sabían lo que iba a hacer y lo admiraban.
De entre las sombras salió el otro extranjero. El Maestro Cazador se dio cuenta de que era una mujer y que se movía con rapidez antinatural. Antes de que pudiera decidir a cuál de los dos atacar, la mujer sacó un cuchillo, se acercó a los discípulos y les cortó las ligaduras de un tajo. Ivana y Pequeño Val se incorporaron de golpe, interponiéndose entre sus captores y el Maestro. Éste sonrió satisfecho. No habían huido.
El extranjero bajó el cañón de su arma y se la colgó a la espalda. Alzó las manos y les mostró las palmas. La mujer, a cierta distancia, observaba. El mensaje era claro. Podían haberlos matado pero decidían no hacerlo.
La mente del Maestro Cazador trabajaba a toda velocidad, tratando de resolver aquella situación tan embarazosa. Sentía curiosidad, no podía negarlo, pero la inactividad podría ser interpretada por sus discípulos como cobardía. Por fortuna, el extranjero habló y sus palabras, a pesar del abominable acento, eran comprensibles:
—Venimos en son de paz. Sólo buscamos respuestas a unas preguntas.
El Maestro Cazador vio la posibilidad de salir airoso. Adoptó un tono severo y recriminó a los extraños:
—Los tratados son sagrados. Nadie del Norte puede venir aquí y salir impune. Nosotros tampoco invadimos vuestras tierras. Aquí rigen nuestras leyes y según ellas debéis morir.
El hombre se encogió de hombros.
—Bueno, es un riesgo que había que correr. Y dicho sea de paso, tampoco somos exactamente del Norte.
—Sí, Vega y Rígel quedan un poco lejos —apostilló la mujer, con acento desganado.
Para acabar de arreglarlo, sus discípulos se arrodillaron y le ofrecieron el cuello.
—Te hemos deshonrado Maestro. Fue culpa nuestra, por no haber sabido aplicar tus enseñanzas. Por favor, lava la afrenta.
Después de aquello no podía volverse atrás. Tendría que degollarlos y luego quitarse la vida. Bueno, qué se le iba a hacer. Si ponía en una balanza lo bueno y lo malo que había hecho a lo largo de su vida, tampoco saldría tan malparado durante el Juicio.
—No se lo tomen así —terció el hombre, a la vez que sonreía—. Actuaron bien, pero aún son jóvenes. Y eso se cura con el tiempo, qué remedio. No es ningún deshonor caer ante militares experimentados. Es nuestro trabajo.
El Maestro Cazador vio el cielo abierto. Aquel tipo le estaba tendiendo un cable, proporcionándole una salida digna y sin derramamiento de sangre. No se lo pensó dos veces; si el honor se salvaba, entonces era mejor seguir vivo. Más que nada, porque aquellos dos soldados le habían intrigado. Puso cara de extrema severidad, aunque se estaba empezando a divertir con aquella especie de representación teatral a beneficio de sus discípulos.
—El extranjero ha hablado bien. No se puede evitar el remojón cuando un aguacero te pilla en un descampado, ni caer derrotado por la astucia del veterano.
—Ni siquiera los vimos, Maestro —se lamentó Ivana en voz baja.
El Maestro Cazador no contestó. Volvió su atención a los intrusos.
—Decís que venís en busca de respuestas.
—En efecto —respondió el hombre—. Formamos parte de las Fuerzas de Pacificación que tratan de normalizar la situación en las tierras norteñas. Hay aspectos del conflicto que se nos escapan y tal vez las claves radiquen aquí, en sus antepasados.
—En tal caso, podría aceptar que sois peregrinos, como los que viajan a los Lugares Sagrados. Se les respeta siempre que no caigan en poder de algún fanático. Sin embargo, nunca se había dado el caso de peregrinos extranjeros —meditó unos instantes, y entonces se le ocurrió una brillante idea, espléndida en su simplicidad—. Decidir sobre vuestro destino es algo que escapa a un simple Cazador. Creo que deberíamos escoltaros hasta el Centro del Mundo. Allí los sabios decidirán.
Sus discípulos levantaron la cabeza, asombrados por la decisión de su Maestro. Ni en sus más locos sueños se les habría ocurrido viajar allá, a un lugar tan sagrado. La vergüenza de su captura fue reemplazada por la excitación, aunque guardaron la compostura. Aún debían cumplir una penitencia. El Maestro declamó con tono solemne:
—Extranjeros, nos acompañaréis al Centro del Mundo. Os garantizo vuestra seguridad, de acuerdo con el Código de Honor de los Cazadores —se llevó la mano izquierda al corazón, y luego a la boca.
—Aceptamos y les seguiremos. Tiene nuestra palabra de honor de que nos comportaremos correctamente —los extranjeros levantaron la mano derecha.
Daniel estaba disfrutando con aquel intercambio verbal. «El viejo los lleva bien puestos, ¿eh?», le había dicho Verena en lenguaje de batalla. Desde luego. Aquel tipo sabía que no tenía ni una oportunidad contra ellos dos y a pesar de eso aparentaba ser dueño de la situación. El mensaje era muy claro: no me pongáis en ridículo, ni dañéis a mis discípulos, y yo os guiaré. Estaba confiando en ellos y en verdad era un trato justo. Además, el viejo parecía saber lo que se traía entre manos. Había seguido su aproximación al bosquete y, para tratarse de alguien cuyo organismo no había sido modificado en laboratorios militares, se movía de maravilla.
En cualquier caso, ahora estaban todos de pie, sin saber muy bien cómo continuar. Verena rompió el hielo.
—Podríamos sentarnos y tomar algo, si les parece bien. Yo montaré guardia.
—No lo permitiré, señora. Ivana, Pequeño Val, fuera de aquí. Vigilaréis toda la noche. También recitaréis los mantras expiatorios y meditaréis sobre lo sucedido. Con eso limpiaréis vuestras almas de toda mácula.
—No sea muy severo con ellos —dijo Daniel—. Se desenvolvieron bien, pero tenemos medios para detectar la presencia humana a bastante distancia. Por cierto, una duda me corroe. ¿Cómo supo que estaba detrás de usted cuando me disparó?
El Maestro se encogió de hombros.
—Simplemente, lo noté. Y vosotros —miró a sus discípulos—, obedeced. Mi orden ya ha sido pronunciada.
Ivana y Pequeño Val abandonaron el bosquete sin hacer ruido. Los dos militares los miraron apreciativamente.
El Maestro Cazador se empeñó en ser él quien dirigiera la ceremonia de reconciliación. Encendió una pequeña hoguera con musgos que proporcionaban un calor aceptable sin emitir humo y preparó una infusión de aroma acre, pero que entraba de maravilla por la garganta y despejaba las vías respiratorias. A su vez, los militares compartieron sus galletas de soja. Por supuesto, el Maestro Cazador no les agradeció su colaboración, ni ellos se lo pidieron. A Daniel y Verena, que a lo largo de su carrera habían sido testigos de lo más abyecto del comportamiento humano, el tropezarse con alguien que funcionaba según un estricto código de honor les suponía una novedad gratificante.
Y el Maestro Cazador, aunque no lo demostrara, se regodeaba por anticipado de la cara que iban a poner los del Centro del Mundo cuando apareciera con aquella pareja. Aunque los condenaran a muerte a todos por quebrantar las reglas, los recordarían en algún cantar de gesta, seguro. ¿Y acaso importaba otra cosa?
El Centro del Mundo se hallaba a varios días de marcha. La distancia no era excesiva en línea recta, pero había que atravesar un mosaico de paisajes que incluía desde las quebradas más abruptas hasta altiplanos y mesetas de vegetación esteparia. Comandos y draquis avanzaban en silencio, vigilando el paisaje a la vez que estudiándose mutuamente. El Maestro Cazador, con cierta malicia, había impuesto un paso vivo a la expedición. Quería demostrarse que aún estaba en buena forma, en parte para castigar a sus discípulos, aunque se alegraba de corazón de no haber tenido que sacrificarlos. Los amaba de veras, pero debía parecer severo. También quería probar a los soldados. Y respondían bien, pardiez.
Mantenían sin una queja el ritmo de marcha, como autómatas, a pesar de ir cargados con un equipo ridículamente voluminoso. Necesitaban acarrear consigo demasiadas cosas; sin duda, los habían entrenado para someter a la Naturaleza, en vez de vivir en ella. Por lo demás, sabían manejarse. Nunca iban juntos, permanecían alerta, se compenetraban. Si salían de ésta, sus discípulos aprenderían y adquirirían una visión cosmopolita. Se solazó una vez más pensando en las caras que pondrían en el Centro del Mundo cuando llegara en tan singular compañía. Bueno, que se fastidiaran. ¿Qué les debía, salvo menosprecio y marginación?
Daniel y Verena también aprendían. Les llamaba la atención la manera de maniobrar y de transmitirse información de sus compañeros de viaje. Lo hacían sin palabras, de forma similar a su lenguaje de batalla. Tampoco protestaban, a pesar del reventón. Lo más admirable del caso es que aquellas habilidades habían sido adquiridas empíricamente, por adiestramiento, sin pasar por unos laboratorios militares. Convergencia adaptativa: mismas soluciones para idénticos problemas, lo habría llamado un biólogo. Y la similitud no se reflejaba sólo en los actos; salvo algunos ornamentos peculiares, su indumentaria era calcada a la de los indios norteamericanos de la era preespacial. Ropa cómoda, sobria y funcional, que cubría unos cuerpos fibrosos, sin un gramo de grasa superflua.
Daniel reflexionaba sobre los años pasados en planetas como Nueva Hircania. Allí también entraron en contacto con gentes similares, cazadores adaptados maravillosamente a su entorno, sólo que su misión era matarlos y evitar ser capturados por ellos. Y ahora corrían a su lado. Qué vueltas daba la vida, caray. Había comentado en silencio con Verena la ironía de la situación. Le daba la impresión de que su compañera, sin querer admitirlo, estaba empezando a pasárselo en grande.
En cuanto al orden de marcha, los discípulos abrían camino, examinando posibles rastros y pistas. Tras ellos, a distancia, el Maestro Cazador, evaluando si algo se les había escapado. A retaguardia los militares, con los visores de largo alcance discretamente conectados y compartiendo información mediante unos micrófonos laríngeos que interpretaban las subvocalizaciones. Eran un tanto molestos y en condiciones normales preferían no usarlos, pero a veces resultaban más convenientes que el lenguaje de batalla. Sobre todo, si pretendían que éste no fuese descifrado por sus perspicaces acompañantes.
Las noches eran lo mejor de todo. Los turnos de guardia se hacían llevaderos entre cinco personas. Los comandos tuvieron que insistir un poco, pero el Maestro Cazador acabó fiándose de ellos. El primer turno le tocaba ahora a Verena y Pequeño Val. Se separaron de la hoguera sin humo por puntos opuestos, se mimetizaron con el paisaje y quedaron ocultos a la vista.
Por cortesía, Daniel explicó al Maestro y a Ivana su procedencia y la naturaleza de su misión en Baharna. Ivana no abrió la boca, aunque absorbía la información como una esponja. A Daniel le hacía gracia aquella chica: casi una cría, pequeña, puro nervio y con una capacidad de sufrimiento y seriedad impropias de su edad. Le comentó al Maestro que en otras culturas era raro que las mujeres intervinieran en tareas consideradas como patrimonio masculino.
—Los ancestros dejaron claro que todos somos iguales para la Madre Tierra —sentenció—. Nadie se libra de retornar a ella.
Los ancestros… Por lo que Daniel sabía, Baharna fue colonizado por una generacional proveniente del sector Centauri. En aquellas naves, cuyos viajes duraban siglos, se establecían pequeñas sociedades, cultas e igualitarias. Por mucho que hubieran evolucionado, o involucionado, sus descendientes habían preservado algunas normas de conducta convirtiéndolas en tradición. Por desgracia varias se habían perdido en sus paisanos del norte. Habló de ello con el Maestro.
—Poco se sabe de los ancestros —repuso el viejo—. Además, yo no soy religioso y me preocupa el más acá —sonrió, al tiempo que preparaba un té—. Dices que vinieron de otro mundo: no dudo de tus palabras. Me preguntas por qué los norteños menosprecian a sus mujeres: no me extraña. Las montañas son los huesos de la Madre Tierra. En las grutas penetramos en Ella, aspiramos a ser con Ella. Vivimos sobre Su piel. Tratamos de averiguar Su humor, acompasarnos a Sus latidos. Los que se fueron al norte perdieron todo eso. Son desarraigados.
—Su nivel de vida es alto y cómodo —trató de pincharlo.
—No es más rico quien más tiene, sino quien menos desea —sentenció el Maestro—. Yo miro a mi alrededor y creo que mi vida es plena. Cuando la Madre me acoja en Su seno, algo de mí pervivirá en mis discípulos, y en los de ellos hasta el fin de los tiempos. ¿Son más felices allá abajo, en el norte? —lo miró inquisitivamente—. ¿O lo sois vosotros, allá entre las estrellas?
—Yo también estoy descubriendo que la felicidad es una cosa simple. Y mi tierra es el lugar donde he decidido echar raíces.
Guardaron silencio mientras transcurría la ceremonia de la preparación del té. El líquido ambarino, algo astringente y aromático, sentaba de maravilla con aquel frío.
—¿Por qué ese interés en averiguar las andanzas de nuestros antepasados? —preguntó el Maestro, después de apurar su cuenco.
Daniel meditó su respuesta.
—Si tuviera que justificarlo ante mis superiores, cosa harto improbable, diría que para mejor cumplir mi misión he de conocer a quienes debo proteger.
—Ajá. Sin querer ser irrespetuoso, me parece de lo más extraño que hayáis venido de tan, tan lejos para meteros en un conflicto que no es el vuestro, donde nada se os ha perdido.
—Somos unos mandados —Daniel se encogió de hombros.
—Otro motivo más para no envidiaros —sonrió—. Pero esa no es la verdadera razón de vuestro viaje, ¿verdad?
—Efectivamente. Es curiosidad, pura y simple. Todo el mundo parece confabulado en ocultar información sobre la Historia de Baharna y yo quiero saber. Al menos, que no se diga que me rendí antes de tiempo.
El Maestro meneó la cabeza.
—Tienes alma de peregrino, extranjero. Nosotros no comprendemos por qué la gente sensata decide de repente arrostrar peligros por los montes para ir a algún sitio a adquirir sabiduría, pero lo respetamos profundamente. Los designios de la Madre Tierra son inescrutables.
Permanecieron en silencio mientras servía la segunda ronda del té. De repente el Maestro preguntó:
—¿Y tu amiga, extranjero? ¿Qué la impulsa a ella a viajar?
Daniel se rascó la cabeza.
—En verdad no lo sé. A veces pienso que Verena es un enigma dentro de una incógnita dentro de un uniforme usado.
El Maestro e Ivana intercambiaron una mirada maliciosa.
—Me parece que para algunas cosas estás ciego, extranjero. Sobre todo para lo evidente.
Corría ya la tercera jornada de viaje. Atardecía. Nubes lenticulares, como medusas rojizas mecidas por el viento, derivaban perezosamente por el azul cada vez más oscuro. Avanzaban a buen ritmo por una ladera boscosa de poca pendiente, con claros ocasionales. De repente, Verena se paró e hizo un gesto a Daniel. Éste conectó el visor IR y también lo vio.
El Maestro se dio cuenta enseguida de que algo raro pasaba. Se acercó. Sus discípulos, como si fueran telépatas, también se detuvieron y aguardaron.
—Hay una fuente de calor por allá —señaló Verena con el dedo.
El Maestro enarcó las cejas y escrutó atentamente el horizonte. Sí, el aire vibraba de una forma peculiar a lo lejos.
—Una hoguera. Sin humo, pero grande —era una afirmación, no una pregunta—. Los pólipos de roca permanecen ocultos. Un grupo numeroso.
Daniel se fió de la palabra del viejo. Efectivamente, había unos bichos entre las rocas que sacaban sus plumeros para pescar esporas, pequeños insectos y demás aeroplancton. Llamaban la atención por su vistosidad, pero hacia donde estaba la hoguera se habían retraído asustados. El Maestro frunció el ceño.
—No hay asentamientos por aquí —dijo—. Podría tratarse de saqueadores. Es mi deber investigar, extranjeros. He de anteponerlo a cuidar de vosotros.
¿Era una petición de ayuda? Los militares se limitaron a asentir.
—¿Podemos echar una mano?
El viejo los miró con ojo crítico y asintió. No hicieron falta muchas palabras para trazar un plan de acción.
Gracias a sus transmisores subvocálicos, Daniel y Verena podían conversar a distancia sin tener que abrir la boca. A ello se unía la capacidad de ver el infrarrojo, por lo que el Maestro Cazador creyó conveniente formar dos grupos: él con Verena, y los discípulos con Daniel. Ambos se acercarían de forma independiente al campamento misterioso y se transmitirían la información. Los soldados no tuvieron reparo alguno en ponerse a las órdenes del Maestro. Era su país, y parecía saber lo que se llevaba entre manos.
Daniel, mientras avanzaba hacia el objetivo, miraba por el rabillo del ojo a Pequeño Val e Ivana. De no ser porque sabía que estaban ahí no los habría detectado. El viejo los había adiestrado bien, no cabía duda. De compenetrados que estaban, casi se diría que se trataba de lectura mental. Se preguntó si estarían liados o no. Era difícil saberlo, porque se comportaban con reserva ante la presencia de extraños. Supuso que ambos calentarían la cama del Maestro, como en la antigua Grecia, a modo de homenaje por su sabiduría y experiencia. En cualquier caso los resultados eran óptimos.
El campamento enemigo y su peculiar distribución condicionaban los planes de asalto. Por lo que había explicado el Maestro Cazador, se trataría probablemente de incursores de las sierras de Poniente. Sería un clan desplazado por otros más fuertes que, en vez de buscar un nuevo asentamiento, se dedicaría al nomadismo y la rapiña. O tal vez influyeran motivos religiosos. En ocasiones, alguien se sentía iluminado, se liaba la manta a la cabeza y rompía con las normas. En cualquier caso, aquellos tipos estaban donde no debían y haciendo lo que no debían. Al respecto, las leyes eran muy claras: eliminación. A ser posible, por ahorcamiento, empalamiento o crucifixión, de forma que murieran sin tocar la Madre Tierra ni experimentar su consuelo. Para rematar la faena los cadáveres serían escarnecidos y quemados in situ.
Daniel, si de él dependiera, habría ido a lo seguro, eliminándolos a distancia en plan francotirador, pero estaba el problema de los rehenes. Según fueron averiguando al acercarse, los incursores, una treintena, se habían topado con un pequeño clan de pastores trashumantes. Habían sobrevivido unos quince de estos últimos y sus gritos se oían a considerable distancia. Y no eran sólo las violaciones o los actos de sadismo gratuito. La hoguera se había avivado, e incluso humeaba bastante, en contra de todo instinto de protección. Algo ocurría a su alrededor.
Daniel sintió las palabras de Verena nítidas en su cabeza, vía subvocalizador:
—El viejo se ha puesto frenético. Dice que son herejes adoradores del Dragón y mira que le ha costado pronunciar esta última palabra. ¿Te suena?
—Los desvaríos de Dama Ívix…
—Efectivamente, querido. Por desgracia tenemos un problema. Nuestro guía se ha encolerizado al averiguar quiénes son y exige que todos sean muertos.
—Creo que deberíamos capturar alguno con vida. Dile que necesitamos esa información o lo que se te ocurra.
—Naranjas de la China, Daniel —anunció Verena al cabo de unos segundos. Afirma que están locos y que se morderán la lengua y se la tragarán antes de cantar.
—Bueno, mientras sepan escribir…
—Ya se lo comenté al viejo y me replicó que sólo conocen la escritura los sabios y los sacerdotes. Insiste en que mueran todos. Dice que en el Centro del Mundo igual queda algún esclavo al que podamos preguntar luego. Un momento —hizo una pausa—. Parece que, según él, van a representar el mito del nacimiento y muerte del Dragón. Construirán un armazón alargado con ramas y telas y le prenderán fuego. Ah, sí, con los prisioneros dentro. Debemos actuar pronto. El viejo insiste en ello, no sé si por piedad hacia las víctimas o por repulsión visceral al rito. Cuéntaselo a los chicos.
En voz muy baja Daniel les comunicó las noticias, que fueron acogidas con seriedad. Durante los minutos siguientes se trazaron planes entre los dos grupos. Mientras, en torno a la hoguera se iba confeccionado un tosco maniquí en forma de gran gusano. Alrededor del fuego, los captores danzaban y arrojaban nubecillas de yesca, que explotaba en brillantes fogonazos. El Dragón nacía del Fuego Primigenio. Pronto maduraría, recibiría las ofrendas y se inmolaría para que sus cenizas fecundaran el cosmos.
«Talmente como en Nueva Hircania».
Los centinelas se hallaban ocultos y dispersos ente los árboles. Cada dos por tres emitían sonidos y contraseñas para corroborar que no había moros en la costa. Eran unos diez montando guardia y había que cargárselos a todos con segundos de diferencia, para que no dieran la alarma. En tal caso los prisioneros serían asesinados, lo que también ocurriría si se demoraban mucho. La maqueta del dragón estaba prácticamente terminada.
Así pues, tocaban a dos por barba. Daniel llegó junto al primer centinela. Esperó a que diera el santo y seña y lo despachó con una bala dum-dum. Se movió rápido y fue a por el segundo, que cayó sin decir ni pío de otro certero disparo. Aguardó un par de minutos, pero no saltó la alarma. Eso significaba que no había centinelas supervivientes.
Se reunió con los dos chicos. Pequeño Val había liquidado a sus objetivos con dardos envenenados, mientras que Ivana había optado por un modo más artesanal; aún tenía sangre fresca entre los dedos. Daniel había temido que no dieran la talla. Al fin y al cabo era su bautismo de fuego, pero allí estaban, sin que les temblara el pulso. A su edad, en cualquier planeta civilizado los chicos como ellos estarían en el hogar paterno, enganchados a la Red o retozando en algún ciberescenario porno. Bueno, nadie dijo que el universo fuera justo.
Antes de que le preguntara a Verena cómo les había ido, ésta le transmitió con urgencia:
—Van a quemarlos ya, Daniel.
No había tiempo para sutilezas tácticas. Daniel echó a correr al tiempo que cruzaba un par de órdenes con Verena. Los muchachos lo siguieron a corta distancia.
Los planes esbozados se habían ido al diablo. No tenían más remedio que entrar a saco en el campamento, aprovechar el factor sorpresa para liquidar a la mayoría y dar tiempo a que alguien liberara a los prisioneros antes de que arrojaran una antorcha a aquella peculiar jaula inflamable.
Fue más fácil de decir que de hacer. Había que disparar con cuidado y puntería, ya que los danzantes estaban muy cerca de la maqueta. Entre él y Verena se cargaron a la mitad, pero el resto, en vez de huir y salvar el pellejo, se empeñó en prenderle fuego al Dragón a toda costa.
Hubo que recurrir al cuerpo a cuerpo para evitar el desastre. Los fanáticos eran más, pero se enfrentaban a cinco asaltantes con la cabeza muy fría. Daniel y Verena se pusieron en modo de combate y ante eso sus oponentes estaban perdidos. Trataron de incapacitarlos, sin matarlos, pero en cuanto se descuidaban uno de los chicos remataba a los caídos.
Justo entonces una antorcha logró prender la cola del Dragón, así que Daniel y Verena no tuvieron tiempo de velar para que algún enemigo quedara con vida. Daniel se preguntó si el pirómano no había sido el propio Maestro Cazador, para apartarlos de la circulación y concluir la matanza. En cualquier caso, los dos militares se las vieron y desearon para sacar de aquella jaula a los prisioneros antes de que se abrasaran. Cuando lo lograron, todo había terminado.
Nadie durmió aquella noche. En primer lugar, estaba el problema de ocuparse de los quince prisioneros rescatados, algunos de los cuales habían literalmente enloquecido de terror. Mientras los chicos se dedicaban al saqueo de los cadáveres y a rebuscar en el campamento, el Maestro Cazador ejerció sus dotes de liderazgo.
Aquellos pobres diablos ofrecían un aspecto lamentable, tras ser vejados de múltiples e imaginativas maneras. Las drogas calmantes del botiquín de campaña ayudaron lo suyo, pero no bastaban. De algún modo, la mera presencia del Maestro actuaba como sedante. Les ofrecía autoridad y estabilidad en un mundo que se les acababa de caer encima. Incluso la desconfianza hacia aquellos dos forasteros armados se desvaneció al comprobar que también ellos parecían acatar los dictados del anciano. Los discípulos, por su parte, trabajaron como el que más, demostrando una faceta cariñosa y empática que no casaba muy bien con su habitual coraza de adustez.
Luego vino la tarea de purificar el campamento. Los militares se excusaron de ayudar, pero el Maestro Cazador contó con la ayuda entusiasta de algunos de los hombres. La expresión de venganza dibujada en sus caras asustaba. Entre todos escarnecieron a los cadáveres mediante mutilaciones diversas. El Maestro entonó las jaculatorias ofensivas de rigor, les sacaron los ojos, los quemaron y orinaron sobre las cenizas. Era el rito del supremo deshonor. Aquellas almas nunca hallarían el consuelo de la Madre Tierra. Ciegas y desesperadas, sus aullidos se escucharían entre las quebradas los días de tormenta, mas nadie se apiadaría de ellas.
En un aparte, Daniel y Verena contemplaban la escena.
—Macho, como alguien se entere de esto, nos empapelan por los siglos de los siglos. ¿No significan nada para ti las palabras «no injerencia en asuntos internos de sociedades primitivas», «fuerzas de pacificación» o «acatar las ordenanzas»? —preguntó Verena.
—Ya, pero ¿y lo que nos divertimos?
—Eso sí —se callaron mientras veían el juego de las llamas consumiendo los cadáveres—. Pero un día, de tanto buscarla, la vas a encontrar. No tienes sentido de la mesura.
—En serio, ¿tú crees que alguien le importa lo que suceda en un lugar tan apartado de la mano de Dios? —Verena se encogió de hombros, dando por zanjado el tema—. Hablando de otra cosa, hay que ver cómo el puñetero viejo se las arregló para que no pudiéramos interrogar a ningún dragonero, o como diantres se llamen.
—La repulsión hacia el culto al Dragón es visceral, desde luego. A ver si después de viajar hasta aquí resulta que los draquis montañeses se parecen a los de Akrotiri sólo en el blanco de los ojos.
—Confío en que averigüemos algo en el Centro del Mundo.
Verena lo miró con expresión traviesa.
—Oye, ¿y si una vez allá deciden que somos reos de muerte, por violar algún tabú?
—Pues a salir cagando leches, gritando lo de «¡imperial el último!» O dicho más finamente, aplicando una retirada estratégica.
—No sería la primera vez, desde luego.
—Ajá. Si yo te contara cómo nos las vimos un par de veces en Nueva Hircania…
Tanto los militares como el Maestro Cazador y sus discípulos habían sido adiestrados en el arte de aprovechar los recursos naturales disponibles. Improvisaron camillas y parihuelas con ramas y juncos, mientras que los helechos y musgos hicieron las veces de almohada.
Reemprendieron la marcha en un orden tan arcaico y práctico como el de una manada de papiones. El Maestro y sus discípulos iban en cabeza, abriendo camino. Daniel y Verena se encargaban de la retaguardia, a distancia. En el centro, los prisioneros sanos se turnaban en el acarreo de los más fastidiados.
El viaje fue necesariamente lento. Los heridos requerían continua atención y el resto andaba un tanto renqueante. En las paradas, el Maestro Cazador los confortaba con historias de caza y aventuras. Los militares compartían sus enérgéticas raciones de campaña. Y aquella gente era dura. Se sobrepondrían.
Además, el hecho de que los escoltaran al Centro del Mundo excitaba su curiosidad. En condiciones normales, jamás habrían soñado con acercarse al santuario capital. Lo suyo eran los espacios abiertos, el cuidado del ganado, la vida sencilla, la placidez de la rutina, envejecer tranquilamente mientras los jóvenes ocupaban su lugar. Si salían de ésta ya tendrían algo que contar a los nietos en las noches de invierno.
Por su parte, el Maestro se estaba tomando el desquite de una vida de marginación y desafecto. Ahora sí que estaba seguro de que lo iban a convertir en protagonista de un cantar de gesta. Aquello lo halagaba. Los nombres iban y se disipaban en la vastedad de la Madre Tierra, pero el suyo prevalecería en los corazones de los vivos. Tampoco pedía más.
El nombre de Centro del Mundo resultaba bastante apropiado para describir la formación geológica donde se hallaba lo más parecido a una ciudad en las montañas del sur. Nada la anunciaba. Al subir un repecho del camino, allí estaba. Daniel y Verena se detuvieron, sobrecogidos por el espectáculo. Los demás se arrodillaron, tomaron un puñado de tierra con las manos, lo besaron y lo apretaron contra su pecho. El Maestro Cazador se volvió, sonriente.
—¿Qué os parece, extranjeros?
—La hostia —murmuró Daniel.
—¿Perdón?
—Nada, es una expresión laudatoria de su mundo —terció Verena.
—Ah.
Pasada la primera impresión, descendieron hacia el valle. Medio millón de años atrás, un enjambre de meteoritos había aterrizado en la parte más austral de Baharna, en una improbable serie de impactos casi simultáneos sobre un cráter mucho más viejo. Los fragmentos mayores convirtieron el terreno en una piscina de lava, y los más pequeños cayeron cuando ésta aún no se había solidificado. En el choque se generaron multitud de impactitas que, junto con las rocas arrancadas de la corteza, dieron a los cráteres un aspecto insólito y abigarrado. Cuando las condiciones se estabilizaron, la erosión hizo el resto en aquel caos geológico, uniendo unos cráteres con otros, arando rocas, excavando cárcavas, desnudando brillantes vetas de minerales y otorgando al conjunto el aspecto de una flor, un gran crisantemo de pétalos desmelenados.
Continuando el símil botánico, en el centro se alzaba como un pistilo un pináculo rocoso. El Centro del Mundo reposaba en su cima, como si brotara orgánicamente de ella. Los contrafuertes de los muros parecían costillares pétreos.
El camino a la ciudad serpeaba entre una serie de valles radiales. Verena y Daniel, con ojo crítico, admiraron su trazado. Los viajeros estaban expuestos a las torres de vigilancia que lo jalonaban; era imposible pasar desapercibido a menos que se fuera un consumado escalador. Incluso en este último caso, seguro que habría patrullas a la caza de intrusos. Si eran la mitad de competentes que el Maestro Cazador aquello sería inexpugnable. Daniel apostó con Verena a que existirían túneles para que los soldados pudieran salir de la ciudad a incursionar, o como vía de escape. No era de extrañar que en un planeta sin fuerzas aéreas los hubieran dejado en paz durante las guerras civiles. Por supuesto, un bombardeo de antimateria, o con nanoarmas biológicas, acabaría en un plis plas con la resistencia, pero ningún Gobierno derrocharía el dinero en aquel paraje perdido. Sobre todo, si se tenía en cuenta su carencia de minerales raros u otros productos golosos para las multiplanetarias. Ser más pobres que las ratas y vivir en el quito pino constituían las mejores garantías de seguridad.
La expedición bajó al cráter y enfiló el camino. El Maestro les indicó que podían relajar las medidas de precaución, ya que estaban bajo vigilancia. Pidió que marcharan con dignidad y recogimiento. Los pastores miraban hacia lo alto, aunque no localizaban a nadie. Los comandos corporativos, con los visores infrarojos, veían columnas de aire caliente por doquier, incluso en los lugares más inverosímiles.
El Maestro Cazador se había encasquetado en la cabeza un curioso tocado confeccionado con hierbas trenzadas. Entregó sus armas a Ivana y Pequeño Val, quienes las llevaban con reverencia, como en una procesión. Obligó a los militares a tomar algunas hojas similares a las palmas en plan penitente y sugirió a los pastores que rasgaran las mangas y mostraran codos y tríceps, algo considerado obsceno en circunstancias normales. El humillarse así, adoptar expresión contrita, llevar un ramo de flores de la piedad y cerrar el pico, indicaría a los vigilantes una situación angustiosa y la petición de cobijo.
A paso lento, de romería casi, subieron por el camino hasta las murallas de la ciudad. Llamaba la atención lo heterogéneo de la vegetación. Prácticamente cada vallecito era una isla de biodiversidad, donde se alternaban especies de la Vieja Tierra con otras autóctonas. En una ocasión, la brisa les trajo un débil pero inconfundible hedor a carroña, que puso a los pastores muy nerviosos. Sin embargo, no osaron murmurar, tal era el respeto que les imponía el lugar.
Al cabo de un par de horas alcanzaron la base del pináculo central y empezaron la subida a las murallas. A pesar de lo escarpado de la orografía, la pendiente nunca superaba el cinco por ciento. Los puentes, túneles y demás soluciones aplicadas para salvar los accidentes eran una obra maestra de ingeniería y arte, por su modo de integrarse en el paisaje.
Y así, respetuosamente, arribaron a las puertas del Centro del Mundo.