Allí estábamos todos, pobres pardillos, preguntándonos si hicimos bien al enrolarnos, porque aquello daba la impresión de ser un refinado suicidio colectivo. Las pruebas físicas habían resultado brutales, extenuantes; casi dos tercios de los reclutas habían abandonado el cuartel, uno de ellos dentro de una bolsa de plástico. Los supervivientes estábamos sentados en aquellos incómodos pupitres, aguardando nuestra primera lección teórica y haciendo cábalas sobre la clase de monstruo que sería nuestro instructor.
Los peores temores parecieron confirmarse cuando un oficial más ancho que alto subió a la tarima y nos lanzó una mirada de ésas que te obligan a tragar saliva. Y cuando comenzó a hablar, el más duro sargento chusquero de las películas pareció, a su lado, una cándida monjita.
—Supongo que ya os habéis hecho a la idea de lo que se espera de vosotros, ¿¡verdad, reclutas!? —dimos un respingo; aquella voz pondría firme a un muerto—. ¡Unos soldados de verdad, dispuestos a morir si la Corporación os lo exige! Unos tipos duros, capaces de avanzar bajo el fuego enemigo, aunque sea sujetándoos las tripas con la mano para no tropezar con ellas, ¿eh? […]
El oficial siguió describiendo las heroicidades que en teoría debían ser pan comido para un comando, y poco a poco nos íbamos hundiendo en las sillas. A base de crueles y aleccionadores ejemplos, nos fue convenciendo de lo noble que resulta estar dispuesto a darlo todo por la Patria. Justo entonces se detuvo a mitad de una encendida arenga, nos miró a todos con aire jocoso y habló en un tono la mar de afable:
—Pues bien, todo lo que os acabo de contar son chuminadas. La principal misión de un soldado, y que aquí vamos a tratar de enseñaros, es evitar que lo maten. La Regla de Oro es: cuando oigáis disparos, arrojaos enseguida al suelo. […]
FUENTE: M’gwatu i Feliú, J. L. (4562ee). «Cómo ser un comando y no morir en el intento». Edicions El Rossegador, Reus, Vieja Tierra.
Tarareando una canción, Armand Duval saludó a su secretario personal y entró en el despacho. Tenía sobrados motivos para lucir tan risueño. En una charla por vía cuántica con un viejo amigo le llegó el rumor de que su caso estaba siendo revisado por los tribunales y que en uno o dos años lo sacarían de Baharna, rumbo a otra misión diplomática más importante. Estupendo.
Para ser sincero, no le corría ninguna prisa. A base de delegar cuanto trabajo podía en los subordinados, cada vez disfrutaba de más tiempo libre y lo aprovechaba para patearse el planeta de arriba abajo. No sólo se limitaba a admirar sus indiscutibles bellezas naturales, claro está. Las incursiones gastronómicas a pueblos recónditos siempre albergaban sorpresas agradables, sobre todo si coincidían con fiestas patronales, romerías, etcétera.
En tales circunstancias, el cargo le venía que ni pintado. Todos se desvivían por quedar bien con el cónsul, por si podían pillar algunas migajas de la ayuda corporativa. Él sonreía mucho, hacía vagas promesas y se ponía morado de comida, bebida y compañía femenina. Masculina no, que aquella gente era muy suya y los más viejos del lugar recordaban con añoranza los tiempos en que a los homosexuales (maricones, les llamaban) se les capaba, cortaba la lengua y se les metía en un barril con insectos ponzoñosos, no necesariamente en ese orden. Bueno, ellos se lo perdían. Por otro lado, tenía su morbo llevarse a la cama a las mujeres de alcaldes y demás próceres. La curiosa educación sexista que recibían, junto a las enseñanzas religiosas, provocaban unas deliciosas empanadas mentales cuando confrontaban el placer con el complejo de culpa. Encantadores, aquellos nativos.
En suma, conforme transcurrían los meses Duval vivía más feliz y desocupado. El exilio en Baharna se parecía cada vez más a unas idílicas vacaciones. Así, recargaría las pilas para cuando regresara a la carrera de ratas que era la alta política. Mientras tanto, a gozar, y que el resto del Ekumen se fuera a tomar po’l saco.
Planeaba su próxima visita oficial (un eufemismo para una escapada lúdica) con la ayuda de varias guías turísticas, cuando recibió una nota de su secretario. Alguien solicitaba una entrevista. Reconoció enseguida el nombre del peticionario: coronel Daniel Hintikka.
«¿Qué tripa se le habrá roto ahora?» A Duval lo intrigaba aquel desconcertante sujeto. Según sus informes, la afición literaria entre la soldadesca había aumentado últimamente, algo que ni borracho habría sospechado. Y todo después de que le cediera aquel casco… Bueno, mientras siguieran cumpliendo con su deber, tanto daba. Le comunicó a su secretario que recibiría personalmente a Hintikka y la cita fue concertada para esa misma mañana. Durante el periodo de espera, Duval hizo cábalas sobre lo que querría el coronel. Tal vez una subvención para organizar un congreso de escritores noveles, o algo aún más disparatado.
Tras los saludos de rigor, el cónsul invitó a su huésped a un saloncito privado, donde podrían conversar con más tranquilidad. Cuando llegaron, le ofreció una copa de jerez y él mismo fue al bar a servirse otra. Al darse la vuelta, vio que Daniel Hintikka observaba con curiosidad un objeto de su colección.
—¿Qué, le gusta el juego de ajedrez que me regaló un colega? Los trebejos son de marfil y ébano, y el tablero es una auténtica obra maestra de taracea. De Granada, en la Vieja Tierra, nada menos —le dio a Hintikka su copa de jerez—. Se trata de un juego milenario, que por desgracia pocos practican en este planeta. Mire, le explicaré cómo se mueven las piezas.
—No se moleste, señor. Lo que me ha traído hasta aquí es…
—Ninguna molestia, coronel —lo agarró del brazo—. Hoy tengo la mañana libre de compromisos. Aunque si prefiere…
Daniel Hintikka se encogió de hombros.
—Usted es el anfitrión, señor.
—Pues no se hable más. Hay que deleitarse en las pequeñas cosas, coronel. Son las que dan sabor a la vida.
—No se lo discuto, señor.
Duval, con paciencia, le explicó los rudimentos del ajedrez. Acto seguido, trató de convencerlo para que jugaran una partida, y el coronel aceptó. Si estaba exasperado por no haber podido hablar aún del tema que había motivado la entrevista, se guardó de manifestarlo. Se sentaron a ambos lados de una mesa baja. Sortearon, y a Duval le tocaron las blancas.
El cónsul meditó sobre sus primeros movimientos. Sabía que era un jugador más bien mediocre. Los ordenadores, incluso en modo de torpeza piadosa, le propinaban unas soberanas palizas, así que anhelaba poder enfrentarse a un adversario más débil y ganar de una vez, para averiguar qué se sentía en esos casos. También le apetecía ver qué cara se le quedaba al militar cuando cayera su rey. ¿Qué sería más satisfactorio? ¿Un mate rápido, como el del pastor? ¿O bien irle comiendo piezas una a una, prolongando su agonía? Tal vez mejor esto último, dejar que se ahorcara con su propia soga.
Duval efectuó una salida clásica de peón 4 rey, y Hintikka lo imitó. A continuación llevó el caballo a 3 alfil de rey. Hintikka hizo lo mismo.
«Pareces un mono, amigo mío». Duval capturó el peón negro adelantado con el caballo. Hintikka miró el tablero con expresión perpleja y sacó el otro caballo a 3 alfil de dama. Duval lo capturó a su vez con su caballo y esperó acontecimientos.
Como cabía esperar, Hintikka le comió el caballo con un peón, el de dama concretamente. Duval se decidió por la movida de peón 3 dama, para proteger el centro.
El coronel, sin abandonar su expresión de despiste, sacó su alfil de rey, pareció dudar y lo llevó a 4 alfil de dama. Entretanto, Duval tuvo una idea malévola. Sacó el alfil de dama a 5 caballo de rey. Si Hintikka era lo bastante ingenuo como para quitar de ahí el caballo, su dama estaba perdida.
Las oraciones del cónsul parecieron ser escuchadas. Hintikka movió el caballo para comerse el peón de rey y dejó vía libre.
—Me parece que ha cometido usted un pequeño error, coronel —movió el alfil pausadamente—. Su avaricia por capturar un peón hace que pierda la dama. Pobrecilla —retiró la pieza a un lado del tablero y sonrió con suficiencia.
Sin inmutarse, Hintikka capturó el peón blanco de alfil de rey con su alfil.
—Jaque, señor.
Duval empezó a mosquearse. El dichoso alfil estaba protegido por el caballo, así que no podía comérselo. A aquel tipo le había salido una buena jugada, de pura chiripa. «Al burro le vino a sonar la flauta precisamente ahora, caray». Sólo le quedaba una jugada posible, aunque trató de disimularlo. Movió el rey a 2 rey. Hintikka replicó llevando su alfil de dama a 5 caballo de rey.
—Jaque mate, señor.
Duval, consciente de la cara de tonto que se le debía de haber quedado, echó mano de sus tablas como diplomático para salir airoso de la embarazosa situación.
—Usted sabía jugar al ajedrez, ¿verdad, coronel? —éste asintió—. ¿Por qué no me lo dijo? —se quedó con las ganas de añadir cacho cabrón.
—No me lo preguntó, señor. Si me permite la observación, el tratar de llevarse al huerto a la dama fue lo que le perdió
—Touché —admitió—. Dejarse llevar por la lujuria no es bueno ni en el ajedrez. Se lo ha pasado bien a mi costa, ¿eh?
—Como usted dijo antes, hay que deleitarse en las pequeñas cosas, señor.
Daniel estaba más serio que en un funeral, pero Duval intuía que por dentro debía de estar descojonándose.
—Podría haberme avisado, caramba. Quién iba a pensar que usted…
—En cualquier confrontación, tanto en un juego como en una reyerta a navajazo limpio, es deseable que el enemigo, perdón, el adversario, te subestime. Así lo pillarás con la guardia baja. Es la regla de oro de los comandos, señor.
—Con esa mentalidad compadezco a sus adversarios, coronel —Duval se levantó a preparar otro par de copas—. Por curiosidad, ¿dónde aprendió a jugar?
—Hace un par de meses o así, el ordenador con el que charlo gracias al casco que me regaló se avino a enseñarme. Dice que poseo un instinto natural para el ajedrez. Al fin y al cabo es un combate ritualizado y a los oficiales nos entrenan no sólo en artes marciales, sino en estrategias y tácticas.
—Espléndida suerte la mía —Duval suspiró, y pareció recordar algo—. Será mejor que vayamos al grano. ¿De qué quería usted hablarme? —preguntó, mientras ordenaba las piezas.
—Ayer, unos desconocidos atacaron al encargado de la Biblioteca Pública de Akrotiri. Rompieron una ventana de su casa y le arrojaron líquido inflamable. El pobre no pudo salir. Es probable que muera, dada la gravedad de sus quemaduras y la intoxicación por el humo. Ardió toda su colección de libros.
Duval lo miró con curiosidad.
—Un percance lamentable, lo admito, pero no alcanzo a comprender en qué nos afecta.
—El bibliotecario era un amigo, señor. Atacándole, en cierta medida atentan contra nosotros, golpeando a una pieza débil. Solicito permiso para eliminar a los culpables. O, si no puede ser, para colaborar en su captura.
El cónsul entornó los ojos. Aquello se ponía serio.
—Me parece, coronel, que se trata de un asunto de orden público y para eso está la Policía. No debemos interferir en su labor.
—¿La Policía? —Daniel pareció escupir las palabras—. Tanto usted como yo sabemos que no moverá un dedo. Por alguna razón que se me escapa, los republicanos nunca efectúan acciones contundentes contra los activistas. Hasta la propia HUU se vale de partidos políticos que la defienden y apoyan, con la aquiescencia general. Si no les paramos los pies a esa gente, acabarán agrediendo a todo el que se arrime a nosotros, y…
—¿Pararles los pies? Coronel, esto no es Nueva Hircania, donde hay un enemigo al que se debe aniquilar. Somos fuerzas pacificadoras, invitadas en un mundo que no pertenece aún a la Corporación. ¿Sabe lo que significa la palabra diplomacia?
—Es algo a veces reñido con la eficacia, señor.
—La civilización funciona así y nada va a cambiarla. Además, respecto a lo que ha dicho antes, la conexión real de la HUU con ciertos grupos políticos no está demostrada.
—Desde luego, si no se investiga es difícil.
—No es nuestro problema, coronel. Creo haberme expresado con suficiente claridad.
La voz del cónsul, aunque amable, no admitía réplicas. Sin embargo, consciente de que se la estaba jugando, Daniel no se dio por vencido.
—Me sabe mal que los culpables se escapen, señor. Volverán a actuar, me temo.
—Ya sé que sueno cínico, coronel, pero mientras no ataquen a nuestras tropas, permaneceremos al margen.
—Además, el bibliotecario era un buen amigo, un tipo inofensivo —quedó pensativo—. Y lo peor, quemaron sus libros. Eso sí que es un crimen.
—¿Perdón? —Duval había quedado un tanto descolocado por el cambio de tema.
—Los libros, señor. A una persona te la cargas y ya está. Pero ellos representan algo. Encierran el saber de nuestros antepasados, su mensaje para el futuro. Nuestras raíces están ahí. Cuando los destruyen, todo eso desaparece, y acaban con un pedazo de nuestra especie. No sé si me explico.
Duval enarcó una ceja.
—Mi querido coronel, padece usted un caso patológico de fe del converso. Reconozca que esas palabras suenan un tanto raras cuando provienen de alguien que ha matado miles de personas de toda edad, sexo y condición, sin pestañear —Daniel no replicó y lo miró con cara de póquer—. Mire, comprendo que ese acto vandálico les haya soliviantado, pero le prohíbo tajantemente investigarlo, tomar represalias contra los culpables o interferir con las pesquisas de los republicanos —su interlocutor siguió sin inmutarse, y Duval sintió necesidad de excusarse—. Ya sé que ustedes están acostumbrados a las órdenes claras, a liquidar enemigos, pero las relaciones entre estados soberanos son complejas y los problemas no siempre pueden solucionarse a guantazo limpio. Créame, la Política requiere tragarse a veces muchos sapos para desayunar.
—Usted manda, señor. Solicito permiso para retirarme.
—No se lo tome como algo personal, coronel. Dichoso usted que aún tiene capacidad de indignarse por algo —quedó ensimismado unos momentos hasta que movió la cabeza y sonrió—. Ni hace falta que me hable con tanta formalidad —le ofreció la mano y Daniel se la estrechó—. Y cuídense usted y los suyos —añadió, cuando el militar se marchaba.
—Por supuesto, señor; lo haremos.
Sven Lerroux fue el último en llegar y cerró la puerta. Los seis oficiales tomaron asiento.
—Bien —dijo Daniel—, el cónsul nos ha prohibido meter las narices en el asunto del pobre Brandano Hístrix. Con muy buenas palabras, eso sí.
—O sea, que nunca pillarán a los culpables —sentenció Verena.
—Así es la vida —dijo Sven—. Bueno, jefe, nos olvidamos del asunto, ¿no?
—Planeta de locos —intervino Timi—. El Gobierno se queja de los atentados, pero permite que esa gente campe por sus respetos…
—Todo depende de cómo abordar el problema —dijo Daniel y todos lo miraron con interés—. El cónsul, al despedirse, me rogó cariñosamente que nos cuidáramos. Eso puede interpretarse en un sentido amplio.
—¿Y…? —preguntó Verena.
—Todos estaréis de acuerdo conmigo en que para cuidarse, es mejor prevenir que curar. Si la HUU y sus simpatizantes son una amenaza potencial, sugiero acabar de raíz con la HUU. Quien quita la ocasión, quita el peligro, que decían los curas en mi mundo. Aunque refiriéndose a otra cosa, me parece.
—Tú y tus ocurrencias —Verena rompió el silencio que se había hecho tras las palabras del coronel—. Desde luego, eres una caja de sorpresas con patas.
—Puede resultar entretenido, sí —dijo Sven.
—Un desafío interesante —añadió Ild Qu—. Empezaba a entumecerme.
—A eso se le llama tomarse la justicia por propia mano, jefe —dijo Skradda, y añadió—. ¿Cómo lo haremos?
—Sin que se note mucho supongo —Sven Lerroux daba la impresión de estar pasándoselo en grande.
—Ya os habréis fijado en que en este planeta las cosas tienden a hacerse contra toda lógica. Por alguna razón que se me escapa (política, supongo), el Gobierno Republicano permite la existencia de partidos y organizaciones que apoyan abiertamente a la HUU —meditó unos momentos—. Skradda, no estaría de más que fueras a la hemeroteca a repasar noticias de prensa. Comprueba si hay algún político sospechoso de tener contactos con la HUU. Sven, Ild, Timi, vosotros soléis patrullar por zonas comuneras. Haced discretas averiguaciones, como de pasada, sin despertar sospechas.
—A tus órdenes, jefe —respondió Timi—. No viene mal de vez en cuando una misión al viejo estilo.
Se dispusieron a irse. Daniel miró a Verena. Parecía abstraída.
—Hasta ahora has tenido suerte con tus ideas locas, Daniel, pero quizá algún día muerdas un bocado que no podrás tragar.
—No me seas agorera, mujer. En el fondo, me limito a respetar el espíritu de las palabras del cónsul. ¿Me acompañas a la cantina?
La puerta se cerró y la habitación quedó a oscuras.
Nicéforo Arbútix, como cada día, salió de su trabajo en la Agencia de Control de Calidad Organoléptica y caminó hacia su hogar. La distancia era corta y la tarde, con los cirros que trazaban complicados dibujos en el cielo, invitaba al paseo.
Su casa se hallaba en un barrio residencial de clase media. Introdujo la combinación correcta y el candado de la verja se abrió con un chasquido. Contempló unos momentos su bien cuidado jardín, del que se mostraba orgulloso. Respiró hondo y se dispuso a entrar en la vivienda. Metió la llave en la cerradura y la puerta giró con un imperceptible chirrido. Debería engrasar las bisagras, pero aún no había dado con un lubricante cuyo aroma y textura le satisficieran. La cerró y fue a colgar la chaqueta en la percha del recibidor, mas no tuvo tiempo. Creyó entrever unas sombras a su alrededor, y al cabo de un segundo había perdido el conocimiento. Cayó, aunque no llegó a tocar el suelo.
Arbútix se despertó confuso, sin saber dónde se hallaba y con una migraña de caballo. Todo estaba oscuro. Le picaba detrás de una oreja, pero descubrió que no podía rascarse. De hecho, tenía las manos atadas. Se espabiló de golpe, asustado.
Estaba sentado en una silla, con el torso apoyado en una mesa metálica. Se incorporó, y sufrió un conato de náusea. Reprimió a duras penas el vómito. Completamente desconcertado, fue a pedir auxilio, pero justo entonces alguien le puso una mano en el hombro. Dio un respingo.
Un foco se encendió frente a su cara. En cuanto los ojos dejaron de dolerle y lagrimear, divisó unas siluetas en torno a la mesa. Eran cinco o seis, sin contar al tipo situado a su espalda. Sus captores iban vestidos de negro y encapuchados. Lo observaban sin decir palabra.
—¿Qué quieren de mí? —logró balbucir—. ¿Qué pretenden?
Lo dejaron unos minutos sin responder a sus preguntas, hieráticos, ominosos. Arbútix se trastornaba por momentos. Al final, una de las siluetas habló:
—Eres miembro fundador de la Asociación Tradicionalista Akrotiriana. Se rumorea que estás en buenas relaciones con la HUU. Deseamos información sobre ésta.
De nuevo el silencio. El ruego había sido neutro, cortés, pero aquello iba en serio. Arbútix tragó saliva.
—¡Yo no sé nada de la HUU! Y aunque lo supiera, ¡no tienen derecho a efectuar este interrogatorio ilegal! Son de la Policía, ¿verdad? Dicen que la HUU está infiltrada a todos los niveles. Tarde o temprano los cogerán y la afrenta no quedará impune —Arbútix empezó a sudar, consciente de su desliz al amenazarlos—. ¡Suéltenme o les pesará! ¡Tengo amigos! —más silencio—. ¡Yo no sé nada, palabra de honor!
El tipo de detrás dejó caer algo sobre la mesa. Arbútix se apartó todo lo que pudo, asqueado. Era similar a una gran ameba gelatinosa de la que salían extrañas patitas, las cuales arañaban la mesa con un ruido leve pero muy desagradable. Uno de sus captores habló.
—Eso de ahí es un roecerebros macho. Vive en lo más profundo de la Gran Fosa y nadie, salvo unos pocos elegidos, conoce su existencia. La hembra es aún más asquerosa, créame, y se la hemos implantado en los sesos.
Arbútix saltó literalmente de su silla, presa de un ataque de histeria. Lo abofetearon y al final logró calmarse, aunque temblando como un azogado.
—Sosiéguese. Los roecerebros son muy flexibles, así que sólo tuvimos que abrirle una pequeña incisión tras la oreja izquierda. La hembra entró en su cráneo con mucha suavidad, sin necesidad de lubricar la abertura. Le herida es tan pequeña que ya se ha borrado casi del todo, gracias a la medicación cicatrizante. ¿La nota?
La notaba. Aquel picor, claro. Arbútix miró de nuevo al roecerebros, pensó en lo que le habían metido en la cabeza y vomitó. Sin hablar, sus captores limpiaron el estropicio, le ofrecieron un vaso de agua y lo sentaron de nuevo.
—Para su información, los roecerebros son telépatas. Les es muy útil para sobrevivir en la Gran Fosa. Si uno de ellos sufre daño, el otro lo siente y reacciona furiosamente. Por ejemplo.
Uno de ellos hundió una aguja en el macho, cuyas patitas se agitaron más de lo normal. Arbútix experimentó un dolor lacerante en la cabeza. No podía respirar. El cuerpo se tensó como una ballesta y tuvieron que sujetarlo. La tortura sólo duró unos segundos, que se le hicieron eternos. Se desplomó en la silla, desmadejado.
—Excelente demostración. Bien, señor Arbútix, trabajará usted para nosotros. A cambio, lo mantendremos con vida y, al final, le extirparemos la hembra. Si sospechamos que trama usted alguna jugada sucia, o cuenta a alguien lo que ha pasado aquí, le arrancaremos las patitas al macho, una a una. La hembra que hay en su cerebro se lo tomará a mal, sin duda. Tampoco le aconsejo que huya. Para la telepatía las distancias no cuentan. Es un efecto cuántico macroscópico, dicen. Tampoco le aconsejo que hable con un cirujano para que le extraiga al bicho. No saldría en las radiografías, ya que se mimetiza perfectamente entre las neuronas. Además, en cuanto le tocaran la cabeza, la hembra se defendería, convirtiendo su cerebro en paté.
Arbútix rogó y suplicó, pero sus captores permanecieron impasibles.
—Ya sabe cuál es el trato —le dijeron al final—. Colabore, y será feliz. Cometa alguna tontería y… —las palabras flotaron siniestras en el aire—. Relájese, señor Arbútix. La hembra se quedará quietecita y apenas la notará. ¿Ha entendido lo que se espera de usted? —asintió débilmente—. Bien, ahora lo dormiremos y despertará usted en casa, a salvo, y podrá reanudar su vida normal. Nos pasará información cada vez que contactemos con usted. E insisto: nada de heroicidades. ¿Estamos? Adiós, amigo.
Daniel Hintikka se quitó la capucha en cuanto Ild y Verena se llevaron a Arbútix.
—Tienes dotes para el teatro, Sven, con esa voz suave y amenazante, sin acento extranjero…
—Ha sido un placer interpretar el papel de secuestrador sin piedad. Parece que se lo ha tragado.
—Eso creo. Muy ingeniosa también tu idea del roecerebros, Timi.
—Sí, es increíble lo que se puede hacer con un poco de gelatina de algas y unos alambres.
—Sin contar la hipnosis y las drogas —replicó Sven—. En verdad ese desgraciado piensa que tiene un bicho en el coco. Las sugestiones posthipnóticas harán que crea que el más mínimo dolor de cabeza se debe a la hembra.
—Y con el miedo que tiene, supongo que no se someterá a ningún examen médico —añadió Daniel—. Una pena, ya que, salvo el arañazo para simular la cicatriz, está más sano que yo. En fin, camaradas, ya sólo nos queda esperar.
El sol calentaba bien aquella mañana sin nubes. Jonás Twéntix se lamentó de no haberse acordado de traer una gorra y buscó alivio refugiándose en el quicio de la puerta. No entró en el zaguán, ya que sabía cuál era su misión, y la cumpliría de forma intachable.
Volvió a mirar a un lado y otro de la calle. No se veía un alma, salvo algún transeúnte ocasional. Ni rastro de la Policía. Se felicitó por la idea de los jefes de celebrar aquella rueda de prensa en un barrio popular de Akrotiri, en las mismas barbas del poder establecido. Nadie lo sospecharía.
A lo lejos divisó a una pareja que caminaba lentamente, sin rumbo fijo. Estaban demasiado ocupados dándose un morreo tras otro y haciéndose arrumacos. Jonás Twéntix suspiró. Era joven y no demasiado agraciado, y hasta la fecha no había tenido oportunidad de comerse una rosca con el sexo opuesto. Pero ya llegaría su turno. En la HUU se preconizaba el amor libre, o eso le habían dicho cuando lo reclutaron. Hasta ahora sólo le habían asignado tareas menores, básicamente de recadero o vigilante. Pero ya llegaría su hora, y entonces ¡tiembla, Akrotiri!
La pareja de novios se iba acercando pausadamente, ajena a cuanto le rodeaba. Twéntix sintió una punzada de envidia, aunque se resignó. Que disfrutaran mientras aún podían, antes de que la Revolución instaurara un orden nuevo.
Los tortolitos pasaron junto a él. Twéntix tenía instrucciones de no molestar a los viandantes, para evitar levantar sospechas. Sólo si advertía un interés desmedido debía actuar, invitando a los curiosos a proseguir su camino. Si no accedían, daría la alarma. Sin embargo, aquellos dos no eran un peligro, salvo para la moral pública. Se dieron un beso largo e intenso y se separaron. Twéntix no pudo evitar fijarse en la blusa de la chica. Tenía varios botones desabrochados y, si se miraba con disimulada atención, se le podía divisar hasta el carné de identidad. «Lo que se han de comer los gusanos, que lo vean los akrotirianos», pensó.
Enfrascado en su exploración anatómica, Twéntix no se percató de que el hombre se había situado tras él. Sin mediar palabra le puso una rodilla en el espinazo, lo agarró por la barbilla y le clavó una delgada aguja en la garganta. La toxina actuó en décimas de segundo, antes de que Twéntix pudiera darse cuenta de que algo marchaba mal.
Ild Qu retiró la aguja, que se ocultó en uno de sus huesos metacarpianos. Sin esfuerzo, llevó el cadáver al zaguán y lo escondió detrás de unas cajas. Skradda cambió sus ropas por las del fiambre, se acomodó la peluca y se situó en la puerta. Su complexión era similar a la de Twéntix, así que un observador poco atento no notaría el cambiazo. Skradda hizo unos gestos en lenguaje de batalla y los demás abandonaron sus escondrijos y entraron sin que nadie más los viera.
Aquello era demasiado bonito para ser verdad.
A Daniel Hintikka, como al resto de sus compañeros, le parecía demencial que una organización terrorista convocara una rueda de prensa en pleno Akrotiri a la que asistían varias docenas de periodistas, sin que la Policía se enterase. O ésta era más torpe que hecha de encargo o por alguna ignota razón, hacía la vista gorda y no se molestaba en indagar. En fin, qué más daba.
Los blancos eran de libro. Cuatro miembros de la HUU, encapuchados y ataviados con unas curiosas capas marrones ceremoniales, estaban sentados en lo alto de una tarima, a modo de improvisado salón de actos. Abajo, en lo que sería la platea, los periodistas preguntaban y tomaban notas. Algunos manifestaban sin tapujos su simpatía hacia los entrevistados.
Los cuatro terroristas, peces gordos de la HUU según los informes de Nicéforo Arbútix, parecían seguros de sí mismos. Sin duda confiaban en sus camaradas que vigilaban en los pasillos del edificio, una fábrica abandonada. Obviamente, ignoraban que Ild Qu los estaba eliminando a todos en silencio.
Daniel, Verena, Timi y Sven iban vestidos con trajes camaleón en modo urbano. Estaban escondidos tras una baranda del piso superior, y eran prácticamente invisibles cuando no se movían. No hablaban; el mudo lenguaje de batalla era suficiente.
Todavía sin acabar de creerse que aquello fuera tan fácil, prepararon sus fusiles de asalto. Seleccionaron balas dum-dum y enfocaron con los visores a sus víctimas. Tocaban a una por barba. Los ordenadores de los fusiles fijaron los blancos. Después se conectaron entre sí y el del coronel tomó el mando. Daniel esperó el momento adecuado antes de dar vía libre. Pulsó la orden de disparo y los cuatro fusiles escupieron su carga al unísono. Las cabezas de los terroristas estallaron como piñatas.
Los periodistas quedaron atónitos, paralizados por la sorpresa. Los comandos no les dieron tiempo a reaccionar. En un abrir y cerrar de ojos cambiaron los cargadores de los fusiles y dispararon varias ráfagas a la platea. Las balas eran subsónicas y de pequeño calibre, diseñadas para mutilar e incapacitar más que para matar y provocaron el pánico deseado. Unas cuantas granadas sónicas, inofensivas pero cuyo estruendo aterrorizaba al más pintado, acabaron de sembrar el caos. Los periodistas, tratando de buscar la única salida que parecía libre, no se fijaron en las figuras borrosas que salían por una puerta trasera y se perdían entre los edificios vecinos.
Minutos más tarde, Daniel y los suyos fueron los primeros que acudieron a las llamadas de auxilio de los periodistas. Éstos se fiaban más de las tropas pacificadoras corporativas que de la Policía local. Agradecidos, al día siguiente contaron en los medios cómo aquellos abnegados soldados aplicaron los primeros auxilios a los heridos y confortaron a los histéricos. Eran buenos profesionales, sin duda. A ver si la República tomaba ejemplo.
El coronel Hintikka, en un rapto de humor, había redactado un comunicado en el que se reivindicaba el atentado en nombre de la HUUF (Hermandad Utópica Universal Fundamentalista), un grupúsculo supuestamente escindido de la HUU. Se lo pasó en grande con Sven diseñando su ideario político. No tenía pies ni cabeza, pero ¿acaso no ocurría lo mismo con la HUU?
Empezó la oleada de atentados más grave que se recordaba en Akrotiri. Eran de tipo selectivo, y algunos de ellos fueron calificados de auténticas obras de arte por los expertos. Daniel suponía que en la Policía debían de sospechar de ellos, pero nunca dejaban pruebas. Por su parte, el cónsul hacía la vista gorda, en su mejor tradición. Mientras no atentaran contra los intereses corporativos, los problemas de orden público no eran cosa suya.
En ocasiones, Daniel charlaba con Verena acerca del sentido de todas esas muertes. A estas alturas no iban a poder devolver la vida al pobre bibliotecario, y la venganza no era un comportamiento lógico, argumentaba Verena. Daniel replicaba que era una forma de que las habilidades de combate no se oxidaran y en el fondo hacían un bien a la sociedad, eliminando a unos sujetos peligrosos. Verena se encogía de hombros.
En cualquier caso, tardaron apenas dos meses en cepillarse a todos los comandos de la HUU. La organización terrorista quedó reducida a grupos de jóvenes sin liderazgo claro, más bien despistados, agresivos aunque manejables. Una vez cumplido el objetivo, Nicéforo Arbútix sufrió un lamentable accidente de tráfico y pasó a mejor vida.
El consejo del cónsul, recomendando a las tropas que se cuidaran, había sido respetado. Eso sí, con una interpretación un tanto sui géneris del concepto de autoprotección.