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Sin duda, el agotamiento de los recursos naturales y la superpoblación en un entorno montañoso y pobre forzaron a los Caballeros del Dragón a invadir las tierras bajas. Otros historiadores aducen motivos religiosos […].

Aquello se convirtió en poco más que un paseo militar. Los campesinos no tenían tradición bélica, ni sus aldeas estaban fortificadas. Como es evidente, fueron incapaces de resistir las cargas de la caballería acorazada de sus enemigos.

Los Caballeros del Dragón, convertidos en señores de todo Baharna, establecieron una de las culturas más notables del cosmos. Olvidados del resto de la Humanidad en su remoto planeta, los Caballeros alcanzaron cotas de refinamiento y crueldad inigualables […].

La rebelión comunera se inició en las Estepas de Poniente, comandada por suboficiales renegados que habían estado a sueldo de los Señores […]. En pocas décadas Baharna se había convertido en un caos total. El vacío de poder creado tras la caída de los Caballeros del Dragón tardó en ser ocupado. Multitud de grupúsculos, facciones, consejos comarcales o simples bandas de merodeadores trataron de dominar a los demás, y la anarquía imperó por doquier. En lo único que estuvieron de acuerdo fue en eliminar a los antiguos opresores, ahora apodados draquis. Casi todos los varones adultos fueron asesinados, y los supervivientes se vieron sometidos a las más atroces vejaciones. El antiguo modo de vida en Baharna había muerto […].

La situación se empezó a normalizar con el auge de la República de Baharna. La región de Akrotiri, rica y bien defendida por su peculiar situación geográfica, permitió al Gobierno local forjar el primer ejército digno de tal nombre que se veía en el planeta. La conjunción de poder militar y económico, más una inteligente política con los vencidos, condujo a que la gente fuera abrazando la causa de la República con entusiasmo. Todos estaban hartos de luchas, calamidades y miserias […].

Justo entonces, cuando la República controlaba prácticamente todo el continente, llegaron las primeras naves espaciales de la Corporación. Después de más de tres milenios de aislamiento, Baharna se reencontraba con el resto de la Humanidad […].

FUENTE: Nyemyetskyi, F. (4708ee). «Breve Historia de Baharna». Ed. Progreso. Arcadia.

—Las siete de la mañana.

—Mmm. Hoy te toca a ti primero.

—Siempre me dices lo mismo.

—Buéeeno. Avisa cuando termines.

Verena se dio la vuelta, se arrebujó entre las sábanas y volvió a sumirse en el sueño de los justos. Daniel la miró con envidia, se levantó de la cama y tomó camino del aseo.

El agua tibia disipó la modorra y lo relajó. El cuarto de baño, con su apariencia de gruta, era acogedor. Daba sensación de seguridad, de hallarse protegido y aislado de todo mal en el seno de la Madre Tierra. Al principio le pareció una decoración estrafalaria, pero hacía ya muchos meses de eso. Cómo pasaba el tiempo, caramba.

Regresó a la habitación. Habría sido más entretenido meterse en la ducha juntos, pero Verena apuraba hasta el último momento disponible en la cama. Como bien decía, estaba cansada de tantas décadas de dormir al raso y con un ojo abierto, condicionada para saltar al más mínimo ruido sospechoso. Ahora había delegado en Daniel las funciones de vigilancia y se podía permitir el inmenso placer de dormir a pierna suelta, más feliz que un bebé. Daniel le perdonaba aquel pequeño pecado de pereza. Siempre estaría en deuda con ella.

—Tu turno —le susurró, al tiempo que le daba una palmada en el trasero.

Verena se desperezó como un felino y saltó de la cama. La transición del sueño a la vigilia alerta había sido instantánea. Perezosa o no, era un soldado de las FEC.

—¿Qué miras, Daniel?

—A ti. ¿Qué va a ser?

—Como si no me tuvieras ya vista —sonrió y se fue para el baño.

Daniel apartó los ojos del cuerpo desnudo de su compañera y se vistió. Desde luego, Verena no era ninguna belleza de concurso. Su piel exhibía más de una vieja cicatriz y algún parche blancuzco, producto de la correspondiente chapuza en la unidad de quemados del hospital de campaña. Su complexión era pesada, robusta, puro músculo. Era la antítesis de las gráciles muchachas draquis, que semejaban danzar mientras caminaban. Pero bueno, él tampoco se consideraba un Adonis.

Acabó de vestirse y arregló un poco la cama, hasta que recordó que hoy vendrían a cambiar la ropa. Buena cama, sí señor. No era demasiado grande, pero los dos cabían con holgura. Al principio, acostumbrado a dormir solo y despatarrado en el lecho, se había sentido un poco incómodo, pero en vista de que ella parecía decidida a afincarse allí por una larga temporada, tuvo que acostumbrarse. Al final, el contacto del cuerpo cálido de su compañera era incluso relajante.

Daniel sonrió al pensar en la placentera rutina a la que había derivado su vida. Después del memorable día de la partida de Lina, los dos pasaron largo tiempo hablando de todo lo divino y lo humano, vagaron sin rumbo por Akrotiri y acabaron en la Corrala. Llegaron a casa, que estaba como los chorros del oro gracias a que Areta cuidó de ella en aquellos días de locura burocrática. Acabaron en la habitación, besándose como dos adolescentes que descubrieran lo que era el amor, por más que fueran dos viejos de vuelta de todo. Daniel llevaba una buena temporada sin comerse una rosca y Verena trataba de sobrevivir a la resaca de varios días de orgía; aún así, se las apañaron satisfactoriamente. Durmieron, pasearon, comieron en los bares draquis, se achucharon de nuevo y sin saber exactamente cuándo ni cómo, se encontró con que Verena se había instalado en su casa.

Daniel fue a la cocina a preparar el café. Dama Ívix lo hacía mucho mejor que él, pero desde la enfermedad de Lina estaba completamente ida, y se limitaba a farfullar incoherencias sobre el pasado. Pobre. Daniel lo sentía de veras, pero poco podía hacer para solucionarlo, salvo llevarla a urgencias en los peores momentos y alquilar los servicios de una canguro especializada.

La cafetera ya humeaba cuando Verena se reunió con él. No hablaron demasiado; se conocían bien. Daniel meditó por enésima vez sobre lo peculiar de su relación. Parecían un matrimonio avezado, por más que nunca se hubieran dicho «te quiero» ni nada similar, ni se hubieran planteado qué hacer en el futuro. Pero cada día que pasaba se sentía más a gusto con ella. Algunas noches se había sorprendido mirándola con ternura mientras dormía, un síntoma que no presagiaba nada bueno. Tenía la esperanza de que el sentimiento fuese mutuo, aunque nunca expresado. Y eso que, mirando el currículum, nadie podría acusarlos de ser monógamos o heterosexuales excluyentes, pero allí estaban, con una relación tipo 1.1.a del Reglamento de Uniones con Fines Reproductores y/o de Convivencia. Los colegas gastaban bromas a su costa, tomándoles el pelo por sus inauditas costumbres, pero sin pasarse. Los soldados veteranos trataban de vivir y dejar vivir.

Tras el café llegó el turno de los ejercicios matutinos, algo que ambos se tomaban muy en serio. Se habían convertido en una institución en la Corrala Grande, corriendo unos cuantos kilómetros todos los días y saludando al paso al vecindario. Daba gusto sentirse aceptado, incluso por los hombres. Ahora que lo veían con pareja femenina, dejaron de considerarlo un competidor en potencia, algo que le divertía mucho. Luego, de vuelta al hogar, practicaban movimientos de combate con una rapidez y precisión que habrían espantado a sus espectadores. Finalmente, una ducha rápida, un desayuno bien nutritivo, y al trabajo.

Últimamente, la labor de las FEC en Baharna había cambiado un tanto. Los roces entre comuneros y draquis tendían a ser anecdóticos, así que ahora apoyaban a la Policía en labores antidisturbios e incluso contra los delitos comunes. No siempre tenían éxito, como cuando colaboraron en la investigación del misterioso asesinato del secretario del Viceministro de Transportes. Alguien lo había amordazado y atado a un árbol mimoso, que se lo merendó despacito y sin prisas. Por desgracia, los culpables nunca fueron hallados. En realidad, los únicos que les daban quebraderos de cabeza eran los simpatizantes de la HUU, cada vez más activos.

Daniel y Verena llegaron al cuartel. Antes de salir de patrulla, aprovecharon para realizar una llamada a Hlanith vía comunicador cuántico. El mantener un canal de transmisión instantánea de información costaba un ojo de la cara, pero Daniel lo pagaba gustoso. Todo fuera por Lina.

Daniel habló con un amigo de la hermana de Verena, un tal doctor Akira van Eik. El científico se había tomado un interés personal en el asunto, algo muy de agradecer, porque aquel sujeto tenía muy buenos contactos. Lina fue ingresada en el mejor hospital de Hlanith, a cambio de que uno de sus estudiantes pudiera realizar su tesis doctoral sobre la rara enfermedad que aquejaba a la niña. Daniel dio su consentimiento de mil amores; el caso era que la curaran. Van Eik se mostró muy amable. Le confesó que el proceso de reparación corporal sería mucho más complicado de lo previsto. Lina iba poco menos que a ser rediseñada en los próximos meses, pero estaba en buenas manos. A Daniel le traía sin cuidado que se tomaran todo el tiempo necesario. Aunque la pobre cría las estuviera pasando putas en el tanque de regeneración, al menos tenía porvenir. Gracias a Verena, pensó de nuevo, mirándola de reojo. Se preguntó si ella desearía compartirlo con un coronel jubilado y una niña más loca que una cabra. Bueno, tendría que averiguarlo algún día.

—¿Dónde toca ir?

Skradda Vrañdl tomó los mandos del blindado. Hoy les correspondía a los dos participar en la misión, mientras que Verena y los otros patrullaban sectores de las afueras.

—Junto al Ministerio de Cultura, jefe. Una manifestación estudiantil en contra de no sé qué modificación de los planes de estudios de Humanidades. El motivo es lo de menos. En realidad tratarán de mantener la presión sobre el Gobierno.

—La HUU, supongo.

—Siempre hay activistas y simpatizantes en todos estos saraos. La Policía teme que aprovechen la manifestación para justificar una algarada.

—Y quién mejor que nosotros para impedirlo, echando una mano a las fuerzas del orden. Me pregunto cuándo se percatarán esos chalados de la HUU de que, por muy torpe que sea el Gobierno Republicano, no podrán ganarle la partida. Además, la ciudadanía está harta de guerras y batallitas.

—Eso no es nuestro problema, Daniel.

—Y que lo digas —se dio la vuelta y miró a los soldados corporativos que los acompañaban—. La teniente y yo trataremos de solucionar el asunto por las buenas. En caso contrario, aplicad el procedimiento estándar.

Los soldados asintieron y revisaron sus armas. Había peores cosas que ejercer de antidisturbios, aunque la prohibición de disparar a matar fuera un tanto frustrante. Pero se apañarían.

Había varios cientos de estudiantes cercando la puerta del Ministerio. Un cordón policial protegía la entrada, salpicada de huevos chafados e inmundicias varias. El nerviosismo se palpaba en el ambiente. En cuestión de minutos alguien perdería los papeles y se iniciaría la trifulca, con el predecible desenlace: polis heridos, estudiantes apaleados, algún tiro al aire que, curiosamente, acertaría a alguien a ras de suelo, etcétera.

En cuanto los manifestantes divisaron a los blindados ligeros corporativos, pareció escucharse un suspiro colectivo de desencanto. Si la Policía Republicana era previsible, como un vetusto pero fiable mecanismo, con los corpos no sabía uno a qué atenerse. Alguna vez habían probado a agredirles, pero ver a unos tipos capaces de cazar al aire un explosivo de fabricación casera y devolverlo a su lanzador con notable puntería comía la moral, sin duda. Además, las mujeres de uniforme los desconcertaban. Muchos de ellos, al menos en público, clamaban por la igualdad de los sexos, el derecho a votar para las mujeres y en contra de la brutalidad policial. Y claro, cuando quienes daban caña eran féminas, ¿cómo respondía uno? Eso no venía en los libros.

Los soldados se apearon de los vehículos. Un poco aburrido, pero sin bajar la guardia, Daniel se dispuso a escenificar la rutina de las últimas semanas. Discutiría brevemente con los cabecillas y éstos le pondrían mala cara. Luego se escucharían los gritos de rigor, se corearían consignas en su contra y al final todos a casita, sin muertos ni heridos. Sonrió levemente al recordar la penúltima misión. Un grupo de jóvenes se había encadenado a una verja, pero Ild Qu llegó y partió los eslabones con sus propias manos. Eran ventajas de ser un asesino de élite: las prótesis biometálicas pasaban desapercibidas, excepto para el pobre que recibiera un sopapo. La verdad, Ild Qu acojonaba lo suyo, siempre con sus buenos modales y su expresión beatífica. Qué pena no tenerlo ahora aquí pero bueno, sería otra acción irrelevante.

Daniel se acercó al que parecía el organizador, un joven rubio, barbudo y delgado que no paraba de soltar consignas pegadizas por un megáfono.

—Por favor, circulen —dijo, tratando de ser conciliador—. No hagan esto más difícil.

El joven se calló un momento y miró al coronel Hintikka de arriba abajo, con gesto burlón. Algo en esa actitud molestó a Daniel, a pesar de no ser persona picajosa y de estar acostumbrado a escuchar improperios surtidos. Pero daba la impresión de que aquel tipo le compadecía, o se consideraba superior a él. El joven habló de nuevo por el megáfono:

—¡Compañeros y compañeras! Mirad lo que tenemos aquí: un lacayo al que han enviado para acallar nuestras justas reivindicaciones. ¿Acaso no sabe que la voz del pueblo jamás será silenciada? —se escucharon denuestos y abucheos; el joven solicitó calma con un gesto de las manos—. Estad tranquilos y tranquilas; sólo son unos patanes cuyo único fin en la vida es obedecer órdenes ciegamente. Si les mandaran tirarse de cabeza a un pozo, seguro que lo harían —risas—. ¡Son absolutamente incapaces de entender por qué nos reunimos hoy aquí, amigos y amigas! Esto que tengo en la mano —sacó del bolsillo un pequeño libro de tapas rojas— queda fuera de los estrechos límites de su comprensión —miró al coronel desafiante, provocativo—. Son dignos de lástima; no merece la pena luchar contra ellos. Los opresores son el enemigo real; aquí sólo hay esbirros.

Daniel echaba chispas. Ese tipo no era tonto. Había eliminado la posibilidad de disturbios, al tiempo que quedaba como un héroe, pero algo en su actitud lo sacaba de quicio. No había dicho nada nuevo. Sabía que era un zote comparado con aquellos estudiantes, y de hecho le habían insultado de formas mucho más ingeniosas o coloristas a lo largo de su vida, pero ahora se había mosqueado. Dudó entre darle una hostia a aquel menda o mandarlo a freír espárragos, pero Skradda intervino en momento tan crucial. Le arrebató el libro por sorpresa al joven y lo hojeó, meneando la cabeza. Su voz se escuchó fuerte y clara en la plaza. Skradda, previsora, se había colocado un intensificador fónico junto a la garganta, un artefacto la mar de útil en estas ocasiones.

—Vaya, vaya, Das Kapital. Y encima, una versión resumida. Qué antiguo eres, hijo. Te has quedado anclado en la Filosofía de la era preespacial —le arrojó el libro a su propietario, cuyo semblante mostraba el más absoluto desconcierto—. Marx, Nietzsche, comunismo, fascismo… Todos tenían una visión teleológica de la Historia, sin duda por una mala digestión del darwinismo. O, mejor dicho, de los darwinistas sociales, como Herbert Spencer. Daba igual que fuera una clase social, el proletariado o una raza; para ellos, la Humanidad evolucionaba hacia un fin determinado. Y ya puestos, se puede uno sentir tentado a acelerar el proceso, normalmente a costa de los deseos de la gente. ¿Es que no te has enterado de que la Historia es un proceso contingente, chaval? Eso te pasa por no leer los clásicos, como Gould. Pero claro, de Letras tenías que ser. Ay, qué atraso —suspiró.

El joven, al igual que los demás presentes, había quedado en fuera de juego. Un soldado, encima mujer, canija y con el pelo verde, dando lecciones de Filosofía… Los cabecillas trataron de salvar la situación como mejor pudieron. Se corearon algunos estribillos ofensivos, aunque con cierta desgana. Para la próxima vez tendrían que cambiar el discurso, qué remedio. Sin pena ni gloria, la manifestación se disolvió pacíficamente.

De vuelta en el blindado, Skradda le lanzó un guiño pícaro al coronel.

—Por mucho que os riáis de mí, has de reconocer que el tener una carrera universitaria viene de perlas a veces. Te da una culturilla general que te permite, de vez en cuando, ridiculizar a un pedante. Un placer de dioses. No es el primero. Hace unas semanas le paré los pies a un tipo que presumía de haber leído la obra de Freud (un autor del Pleistoceno, por si te interesa), y con el rollo de la represión sexual trataba de llevarse al catre a alguna de sus compañeras de clase. Si se ducharan una vez a la semana, tendrían más éxito.

—Solventaste bien la situación, desde luego.

—Oye, ¿te noto un pelín enfurruñado, o son figuraciones mías?

—Qué va, mujer. Sigo alegre cual cascabel, como de costumbre.

—Ya.

Aquella misma noche, en la alcoba.

—¿Te vas a tirar toda la noche sentado en la cama y con ese careto, Daniel?

—Ya sé que te parecerá una chorrada, pero no me lo puedo quitar de la cabeza. Para aquel tipo yo era poco más que una mierda. Y una mierda analfabeta.

—Tampoco creo que haya descubierto nada nuevo. Consuélate pensando en que Skradda le dio su merecido.

—Muchas gracias, pero de consuelo nada. Es la triste realidad.

—¿Triste? No te comas el coco, Daniel. Puedes llorar por un ojo: tienes una hija adoptiva que te adora, te llevas bien con tus subordinados, para los draquis y algún que otro comunero eres un héroe y a mí me pareces de lo más apañado. Y tras esta sarta de elogios, ¿te acuestas, o qué?

—Una hija adoptiva… Lina está viva gracias a ti. En cambio, yo… Lo único que hice fue dar tumbos de una ventanilla a otra, y todo por no saber leer la letra pequeña, o redactar una solicitud como Dios manda. Seamos francos: el entrenamiento que recibimos queda muy bien para evitar que acabemos dentro de una bolsa de plástico en una de esas guerras perdidas, pero ¿de qué nos sirve para desenvolvernos como civiles? Si me concerniera sólo a mí… Pero pienso que, en el futuro, tal vez vuelva a fallarle a Lina lastimosamente y no me lo perdonaría.

—Preocúpate cuando suceda, ¿no? ¿Para qué agobiarte antes de tiempo? Tú y tus dudas metafísicas, con lo malas que son para la libido —probó a meterle mano, pero él parecía tener la mente en otro sitio.

—Joder, ni siquiera fui capaz de echarle una mano en una vulgar redacción escolar. ¿Cuánto va a tardar en avergonzarse de mí?

—Lo qué tu digas, Daniel. Oye, ¿hace un achuchón, o me tengo que apañar sola?

Daniel se dio por vencido y acabó metiéndose bajo las sábanas.

—Tienes razón, Verena, me preocupo demasiado.

Media hora después, Verena recogió las sábanas del suelo, volvió a acostarse y miró fijamente a Daniel.

—No ha estado mal, muchacho, pero a mí no me engañas. Me da la impresión de que tramas algo.

—Figuraciones tuyas, mujer.

—Sí, sí. La última vez que vi esa expresión en tus ojos, al día siguiente te mudaste a la Corrala. Tiemblo al pensar qué se te ocurrirá ahora.

—Por ejemplo, dormir, que mañana hay que trabajar.

—A eso se le llama salirse por la tangente —lo besó en la mejilla—. Buenas noches, Daniel. Que sueñes con los angelitos. Cultos.

—'nas noches.

Daniel se acercó paseando a la Universidad. No quedaba demasiado lejos del cuartel y la mañana era fresca y agradable. Iba un poco nervioso, pero decidido. En un rapto de enajenación mental se había inscrito en un curso de extensión universitaria sobre iniciación a la lectura para adultos. No podía echarse atrás ahora. Como alguno de sus colegas lo viera se iba a estar cachondeando de él durante meses. Bueno, que les fueran dando mucho por ahí. No estaba dispuesto a que siguieran tomándolo por idiota.

El campus universitario de Akrotiri era, desde el punto de vista arquitectónico, la antítesis de las corralas: mucho espacio abierto, árboles dispuestos en ordenadas filas y primorosamente podados, edificios cúbicos y colores claros, todo muy funcional y sin una concesión a la sensualidad. Era como si se esforzaran en demostrar su renuncia a la rebuscada simbología estética de los Caballeros del Dragón, en aras de una mayor apertura mental.

Daniel consultó un plano-guía y marchó a la Facultad de Letras. El campus no estaba demasiado poblado a aquellas horas, y tan sólo recibía alguna mirada de curiosidad al pasar. Por ello le llamó la atención la concentración de alumnos junto a la fachada de Letras, cuatro o cinco docenas. Estaban sentados en el suelo y había una pancarta que pendía de una ventana, con grandes letras negras: «BASTA DE INJERENCIA MILITAR EN LA UNIVERSIDAD».

«Hostias. La cagamos».

Pasando entre miradas hostiles, logró llegar a la puerta. Como sospechaba, aquella movida era en su honor. Lo confirmó cuando un circunspecto bedel le pidió que acudiera a entrevistarse con el decano.

El despacho era amplio y estaba amueblado con equipo de oficina de primera calidad, pero Daniel no se fijó en ello, sino en sus ocupantes: un señor gordo, calvo y con cara de estar pasando un mal trago y el tipo barbudo de la manifestación del otro día. El decano los invitó a sentarse. Sudaba, visiblemente incómodo.

—Eh… Señor Hintikka, lamento comunicarle que varias asociaciones de estudiantes me han manifestado su descontento ante su inscripción en uno de nuestros cursos. Yo…

—¿No se supone que la misión de la Universidad es impartir conocimientos? —la voz de Daniel sonaba tranquila, demasiado. El decano se removió en su sillón.

El estudiante se levantó de su asiento y con aire indignado y vehemente, le habló al decano. No se dignó mirar al coronel.

—Como ya le indicamos por escrito, no estamos dispuestos ni dispuestas a que un representante de la más dura opresión militarista comparta aula con nosotros y nosotras. La cultura es del pueblo y pertenece al pueblo y ellos no son pueblo.

—Muy bonito —Daniel seguía sentado, controlándose—. Si no leemos, malo, porque somos unos brutos. Si lo hacemos, peor, aunque no sé por qué. Díganme cómo debo actuar, pues.

—La cultura es lo que nos otorga identidad como pueblo —prosiguió el estudiante—. Ese conocimiento no debe prostituirse en manos extranjeras. Lo usarían para debilitarnos. ¿No nos bombardean con su propaganda televisiva? ¡Qué nos dejen a nosotros y a nosotras con nuestros sagrados libros!

Daniel respiró hondo.

—Vamos a ver. Suponiendo que no esté alucinando, y que esto sea real, yo no voy a quitarle nada a nadie. Que yo sepa, los escritores de libros son patrimonio de la Humanidad. Sólo deseo aprender a leer en condiciones.

—¡Los peones del imperialismo no necesitan leer! —el estudiante se sentó—. Señor decano, en el caso de que este individuo sea admitido en el curso, se crearía una situación de crispación y alarma social que hay que evitar. Para ello, estamos dispuestos y dispuestas a movilizarnos y adoptar medidas contundentes. Esta postura ha sido democráticamente consensuada por nosotros y nosotras y la llevaremos a sus últimas consecuencias.

—¿Pueden ustedes legalmente impedirme recibir clase? —preguntó Daniel, con calma.

El decano sudaba como un pollo. Las asociaciones estudiantiles eran un criadero de militantes de la HUU, y lo que menos necesitaba en esos momentos eran enfrentamientos entre ellos y la Policía, que se vería obligada a intervenir. Por otro lado, la Corporación financiaba generosamente varios proyectos de su departamento. A ver cómo salía de ésta.

—Yo… —miró alternativamente a uno y a otro, con aire de súplica—. ¿No habría posibilidad de alcanzar un acuerdo que conviniera a todos? Y a todas, por supuesto —apostilló, mirando de reojo al estudiante—. Un profesor particular, fuera de horas lectivas, o asistiendo a domicilio, tal vez…

—Si la Universidad se empecina en dedicar sus recursos a complacer a las tropas extranjeras, en vez de paliar las deficiencias de nuestro caduco sistema educativo, nos movilizaremos en masa. Es nuestra última palabra —miró desafiante al decano.

Daniel dejó pasar unos segundos, mientras rumiaba su respuesta.

—Bah, déjelo; no merece la pena. Estamos aquí para poner paz, no avivar rencillas. En cuanto al dinero de la matrícula, no hace falta que me lo devuelvan. Dónelo a la protectora de animales, o a quien se le antoje. Y ahora, si me disculpan, les deseo muy buenos días.

Daniel se levantó de la silla y abrió la puerta. El decano fue a expresarle su agradecimiento, pero la mirada de Daniel lo dejó clavado en el sitio. No estaba el horno para bollos.

Tratando de mantener la compostura abandonó la Facultad. Cuando se iba, escuchó a sus espaldas los gritos de júbilo de los manifestantes, celebrando su triunfo sobre el opresor. Tragándose su orgullo, sin mirar atrás y con una mala leche de aquí te espero, abandonó el campus, derrotado.

Aquella misma noche, en la alcoba.

—Y ahora ¿qué tripa se te ha roto, Daniel?

—Me tomo la molestia de matricularme, aguantando las inevitables colas, para que me den una patada en el culo. Y con regodeo, que es peor.

—Tú y tus brillantes ideas. Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca. Sólo sirvió para dar vidilla a los de la HUU, so pardillo.

—Y encima, teniendo que poner buena cara. Te llaman burro, opresor y te lo debes comer con patatas.

—Ya es para que estuvieras acostumbrado, hijo mío. Y siempre será mejor que te insulten a que te acribillen en una emboscada.

—Te encasillan en un papel y ya no hay forma de salir de él. Bruto opresor, por los siglos de los siglos.

—Amén.

—Coño, sólo quiero aprender a leer y no me dejan.

—No me estás escuchando. Buéeeno, permíteme te consuele.

Y un buen rato después:

—Tienes razón, Verena. No merece la pena calentarse la cabeza por esto. Aceptemos la situación, y olvidemos el pasado.

—Eso no te lo crees ni tú, que te conozco.

—¿Eh?

—Que duermas bien —se dio la vuelta, hundió la cara en la almohada y murmuró—. Me pregunto por qué me habré liado con un tipo tan raro.

—En el pecado llevas la penitencia. Buenas noches.

—'oches.

Armand Duval, cónsul de la Corporación en Baharna, no podía quejarse de su situación. Por supuesto, el planeta estaba a años luz de cualquier lugar interesante, pero mejor era eso que nada. En su anterior destino lo había pillado el Servicio Secreto. Su nombre se vio asociado, con fundamento, a una oscura trama de contrabando de armas, y la cosa pintaba muy mal cuando lo detuvieron. Por fortuna, la Corporación tendía a no liquidar a los individuos valiosos, y Duval era muy hábil como diplomático. Por tanto lo degradaron y desterraron al sitio más apartado del universo, lo que no era tan malo si se consideraban las alternativas. Los jueces corporativos no eran famosos por su sentido del humor.

A lo hecho, pecho. Si pasaba allí unos cuantos años y su comportamiento resultaba ejemplar, considerarían que su pena estaba cumplida. Sin duda lo reciclarían y lo destinarían a algún puesto mucho más interesante, algo nada difícil. Mientras tanto, trataba de ser amable con los nativos, encomendaba el trabajo arduo en manos de militares y técnicos e intentaba disfrutar de la vida. Al menos le habían dejado una conexión a la Red para matar los ratos de ocio y una vez pasada la depresión de los primeros días, Baharna no resultó tan horrible como parecía al principio. De acuerdo, era un mundo apartado y bucólico, pero en cuanto a turismo, comida, bebida y sexo, no podía quejarse.

El consulado era un lugar agradable para pasar las mañanas. Disponía de aire acondicionado, un amplio despacho y un minibar. Concedía pocas audiencias y entrevistas, ya que era más práctico delegar esas tareas en los subalternos, gente capacitada y con ganas de progresar en el escalafón. Por él, encantado. Las tardes se las tomaba libres y procuraba aparcar las preocupaciones. De hecho, le importaban un comino los roces entre comuneros y draquis, o los problemas del Gobierno local con grupos terroristas. Si no afectaban a la seguridad de la Corporación, carecían de importancia. En verdad, nunca ocurría nada digno de mención.

Por eso le llamó la atención la solicitud que el ordenador mostró en el monitor de su mesa. Consultó en sus archivos. El coronel Hintikka era un militar competente, que parecía manejarse bien con los nativos. Como pacificador había cumplido de sobra, y le quedaba poco tiempo para jubilarse. La única rareza que aparecía en los informes era su manía de pernoctar en un barrio draqui y el capricho de tutelar a una niña de esa etnia, pero eso no era pecado. Es más, la integración estaba bien considerada en círculos políticamente correctos. Revisó sus destinos anteriores y no pudo reprimir un silbido de admiración. Hintikka había sobrevivido a más guerras de las que podía recordar, y se había tirado más de la mitad de su vida hibernado en transportes subluz. A estas alturas debería de tener el alma forrada de cuero. Le hizo gracia el símil. Correoso, sí. ¿Qué querría? Nunca antes había solicitado una entrevista; de hecho, sólo habría cruzado con él un par de palabras en algún acto oficial. Bien, en unas horas saldría de dudas.

El coronel fue puntual. El propio Duval le abrió la puerta y lo invitó a pasar. El militar se situó en el centro del amplio despacho oficial y aguardó en posición de firmes. Duval le echó una rápida ojeada. Los comandos no eran muy amantes del protocolo, pero éste se molestaba en causar buena impresión. Incluso el uniforme estaba bien planchado.

—Descanse, por favor —se acercó al minibar y sacó una bandeja llena de botellas de cristal ricamente labrado, con líquidos que cubrían todo el espectro del arcoiris—. ¿Jerez, aquavit, licor de Antares tal vez…? —ofreció.

—Se lo agradezco, señor, pero nunca bebo cuando estoy de servicio. Al menos, no delante de un superior.

—Usted se lo pierde.

Duval se sirvió un generoso vaso de aquavit rebajado con agua, añadió un poco de hielo picado y lo removió con una afiligranada cucharilla de plata. No dejó por un momento de estudiar al coronel. A pesar de que su postura ya no era tan hierática, lo notaba en tensión. Apostaría algo a que se sentía incómodo. Su interés se acrecentó. ¿Cuál sería la petición de aquel veterano?

—De acuerdo, coronel, usted solicitó esta reunión —dio un sorbito al licor y paladeó con deleite aquella exquisitez—. ¿Qué desea exactamente?

Daniel dudó unos momentos, escogiendo cuidadosamente sus palabras. Tan sólo confiaba en que no lo mandaran a la porra. Por momentos le parecía que su idea no era de las más acertadas, pero no pensaba echarse atrás.

—Señor, he oído comentar que usted es un aficionado a la literatura, así que posee sin duda algunas interfaces de conexión con el ordenador. Me han dicho que facilitan la comprensión de los textos. Si es así, le agradecería mucho que me prestara una. O, en su caso, comprársela, si es posible.

Duval enarcó una ceja y dio otro sorbo al vaso, tratando de guardar la compostura. Era experto en juzgar a la gente, y la cara del coronel seguía inexpresiva tras soltar su absurda petición. Eso implicaba un fuerte autocontrol, a su vez una señal de tensión. Hintikka no se encontraba a gusto, seguro, a pesar de su corrección. ¿Entonces? Quizás se tratara de una apuesta. «Si le tomas el pelo al cónsul, para ti la porra». Pero por lo que recordaba de los informes, no se le conocían desacatos a la autoridad. En cualquier caso, si se trataba de un juego había topado con un oponente bien fogueado.

—¿Para qué quiere usted un lector cerebral, coronel?

—Deseo aprender a leer libros y dejar de ser un ignorante. Vamos, que estoy harto de que me tomen por imbécil, señor.

Duval acabó su vaso y regresó al minibar a servirse otro. Así ganaría unos segundos para meditar y, si acaso, poner nervioso al coronel. Pero allí seguía, aguantándose.

Aprender a leer. Un comando con pinta de sargento chusquero. Je. Como si un pez quisiera aprender a montar en bici. Lo miró otra vez. No, no era una apuesta; se habría inventado algo más creíble. Tampoco parecía un caso de enajenación mental; un pirado no tenía muchas posibilidades de llegar a coronel por méritos de guerra. A lo mejor lo de leer era cierto.

Duval se consideraba un funcionario curtido en la política corporativa, algo que volvía cínico al más idealista. La gente iba a lo suyo, a lo más cómodo o a forrarse, y punto. Y a estas alturas se topaba con un pobre diablo que no quería que lo tomaran por majadero. La cosa tenía su gracia.

—Una petición un tanto peculiar, coronel.

—Me hago cargo, pero se trata del último recurso. Me matriculé en un curso de extensión universitaria pero los estudiantes me boicotearon, así que, por prudencia, desistí.

—Vaya.

Efectivamente, iba en serio. Y por primera vez desde que tenía uso de razón, Armand Duval decidió actuar de forma altruista. Tampoco había ningún asunto urgente en la agenda, y de vez en cuando venía bien saltarse la rutina cotidiana.

—Tal vez tenga algo que le sea útil, aunque no lo voy a engañar: me niego a prestar interfaces craneales que permitan el acceso a mi biblioteca. Podrían servir para infiltrarse en el sistema —de hecho, en su último destino lo trincaron por una indiscreción informática.

—Me hago cargo, señor.

—En cambio… Ajá, podría servirle. Si es tan amable de acompañarme…

Los dos hombres anduvieron por los pasillos del consulado hasta llegar a la zona residencial privada. La Corporación había comprado un edificio comunero semirruinoso y lo había reformado completamente por dentro, adecuándolo a los cánones estéticos imperantes en el Ekumen. El cónsul disponía de trescientos metros cuadrados para él solo. Daniel entrevió al pasar dormitorios con muebles de madera o una excelente imitación de plástico. Si hubiera tenido conocimientos de arte, la palabra rococó habría acudido a su mente, pero dado su bagaje cultural, sólo se le ocurrió pensar en lo bien instalados que estaban los cabroncetes del Cuerpo Diplomático. En concreto, se notaba que el cónsul era de la cofradía de los vividores.

Arribaron a una pequeña salita que hacía las veces de biblioteca. Daniel se fijó en las lejas, todas en apariencia repletas de libros, aunque Armand Duval lo sacó de su error.

—Son de pega —dijo, pasando el dedo por los lomos de piel sintética marrón—. Con la edad me he vuelto perezoso y ya no uso el soporte papel, pero adoro la lectura. Pertenezco a una especie en vías de extinción, coronel. Me temo que nada usted contra corriente —sonrió.

Daniel guardó un respetuoso silencio mientras el cónsul apretaba la moldura de un mueble. Un panel corredizo reveló un armarito empotrado, lleno de cachivaches de filiación incierta. Rebuscó unos momentos y sacó algo similar a unos auriculares con visera incorporada. Se lo tendió a Daniel, quien lo examinó indeciso.

—Se trata de un buscador cuántico en tiempo muerto, coronel.

—Es la primera vez que oigo hablar de él, señor. ¿Cómo funciona?

—Las conexiones a las redes de información, tan baratas en otros mundos, cuestan un ojo de la cara en lugares apartados como Baharna, que ni siquiera pertenece a la Corporación. El acceso por vía cuántica es muy caro.

—Bien que lo sé, señor.

—¿Eh? Ah, ya recuerdo; usted tiene a alguien hospitalizado en Hlanith. Las tarifas de las telecomunicaciones son abusivas además de restringidas, y necesitan un soporte físico voluminoso.

—Este objeto es demasiado pequeño para enchufarse a la Red, señor —Daniel volvió a mirarlo con ojo crítico.

—Me lo regaló hace años alguien que pretendía obtener un favor que no viene al caso. Yo no lo uso ya, pero quizá pueda usted sacarle algún partido. Funciona con una batería de larga vida y emite una señal extremadamente débil al hiperespacio. Se trata de una petición de charla con ordenadores ociosos.

—¿Qué?

—En el caso de que una Inteligencia Artificial detecte la señal, esté desocupada y sienta curiosidad, abrirá un canal con usted. Pero claro, eso depende de la voluntad de la IA. Si topa con alguna de ésas que nos consideran a los humanos poco más que máquinas mal diseñadas que se pudren cuando dejan de funcionar, lo tendrá crudo, coronel. O a lo mejor da con una IA bibliotecaria. Las pocas veces que lo probé, no puedo decir que se tratara de una experiencia satisfactoria. Se lo regalo, pero no me venga con reclamaciones después.

—Muchas gracias, señor. Le debo un favor.

Duval dudaba que alguna vez necesitara de los servicios del coronel, pero el agradecimiento sonaba sincero.

—Relájese un poco, coronel. ¿Me aceptará ahora una copa? Consideraré su negativa como una ofensa.

—Es usted muy amable, señor.

—¿Alguna preferencia?

—Lo dejo en sus manos.

Unos minutos después Daniel Hintikka se despidió y se marchó con su buscador. Armand Duval regresó a su despacho a paso vivo, con la satisfacción del deber cumplido. Un extraño deber, por cierto. «Así debe de sentirse la gente piadosa cuando da una limosna». Pasó el resto del día de un excelente humor.

La Biblioteca Pública de Akrotiri ocupaba un céntrico edificio de la ciudad, así que más tarde o más temprano la trasladarían a las afueras, sin duda a una de esas moles prefabricadas cedidas por la Corporación, mientras que el amiguete de algún concejal ganaría unos cuantos millones vendiendo el solar. Los años de Historia de aquellos venerables muros importaban bien poco.

Éstos y otros sombríos pensamientos pasaban como de costumbre por la cabeza de Brandano Hístrix, el bibliotecario, un sujeto enteco, canoso y con gafas, cuyo semblante parecía reflejar todas las desdichas. Entre los parroquianos tenía fama de huraño aunque, como decía una olvidada canción, el mundo lo había hecho así. En sus tiempos fue un alumno brillante, e incluso llegó a ser profesor de Literatura Antigua de la Universidad, pero su carácter chocó con el del catedrático de turno. Mejor dicho, se negó a pasar por el aro y denunció comportamientos irregulares de su superior, como la manipulación de las facturas telefónicas del departamento para ganarse un sobresueldo, usar a postgraduados como negros para las tesis doctorales de sus protegidos y otras lindezas por el estilo. Al final logró que el catedrático fuera invitado a emigrar a una universidad de provincias, pero Hístrix había cavado su propia fosa. El corporativismo no perdonaba y le hicieron la vida imposible. Aquel puesto de bibliotecario fue el equivalente a una jubilación anticipada y se le sugirió que mantuviera la boquita cerrada. Hístrix se resignó, a costa de perder la fe en la naturaleza humana y un obvio agriamiento del carácter.

El día empezó como todos los demás. Llegaron los usuarios de la biblioteca más madrugadores, lo saludaron y se sentaron en los sillones de la hemeroteca a leer la prensa. El sonido de las hojas de papel al ser pasadas era lo único que se escuchaba. Allí no había libros electrónicos ni una interfaz con las redes de datos. De hecho, el único ordenador era un modelo no inteligente en el cual, durante los ratos libres, un archivero iba introduciendo referencias bibliográficas.

Al cabo de media hora llegó el primer peticionario. El joven, con pinta de estudiante de Letras (ahora se llevaba la barba corta y las telas cuya textura sugería tensión dialéctica) mostró su carné y solicitó un libro. Hístrix echó un vistazo al impreso y suspiró. Aquello iba por modas. Ahora les había dado a todos por el castellano de inicios de la era espacial. El semestre pasado fue el existencialismo francés. A ver qué tocaba para el inicio del próximo curso.

Como el ayudante estaba de baja por una fisura de metatarso (le cayó en el pie un tomo de las obras completas de Tósltoi, pobrecillo), el propio Hístrix tuvo que ir a por el libro. Lo localizó enseguida y lo sacó de la estantería. No tenía polvo, señal de uso, pero dudaba que alguien se lo leyera. Él lo había intentado, pero se aburrió a mitad y lo dejó. En realidad, el llevar un libro bajo el brazo era una pose, o más bien un atrayente sexual entre los estudiantes de Letras, como el culo pintado de los mandriles. A tocho más gordo e indigesto, mayores posibilidades de ligar. Pues con aquel tomo, el chico proclamaría que era un semental insaciable.

—Suerte, campeón —le dijo al entregárselo.

El estudiante lo miró sin cazar la indirecta y se marchó con su ejemplar de Olvidado Rey Gudú bajo el brazo. Por su parte, Hístrix regresó a sus quehaceres habituales, es decir, dejar que el tiempo pasara. La monotonía sólo fue quebrada por una docena de peticionarios, calcos del primero, y algunos habituales que preferían la acogedora sala de lectura antes que el propio domicilio para practicar su afición. Hístrix charlaba de vez en cuando con aquellos bibliófilos, pero eran poquitos. En su mayor parte, trataban de leer las versiones originales de algunas obras clásicas. Baharna fue poblada por colonos de una nave generacional con una biblioteca bien surtida, pero siglos de censores y garantes de la moral habían expurgado muchos textos hasta hacerlos irreconocibles. Recientemente, la Corporación había contribuido al mantenimiento de la Biblioteca Pública con toneladas de libros en papel (se negaron amablemente a permitir que un planeta atrasado se enganchara a la Red). En muchos casos eran ediciones facsímiles de gran calidad, copias fieles de los originales. Así, muchos lectores se enteraron de que en Romeo y Julieta los dos protagonistas morían al final, en vez de casarse y fundar una comunidad religiosa. O que Justine, de Sade, no emigró a África a predicar el Evangelio y convertirse en mártir tras llevar una vida irreprochable. Hístrix se entristecía al pensar en tantos libros y cómo la gente pasaba de ellos. Claro, con la TV lo tenían más cómodo. No se necesitaba usar el cerebro.

A media mañana, Hístrix levantó la vista de unas fichas que estaba revisando y descubrió a un visitante poco familiar. De vez en cuando aparecía la Policía preguntando por algún sospechoso de simpatizar con la HUU, pero aquél era un corpo. Un oficial, en concreto. La expresión «más despistado que un pulpo en un garaje» le cuadraba a la perfección. Cantaba a la legua que era la primera vez que paraba por allí. Llevaba una especie de auriculares en la mano y miraba en derredor, indeciso. Finalmente localizó el mostrador y se acercó.

—Buenos días. Desearía un libro, por favor.

—¿Lo quiere para leer? —se le escapó a Hístrix.

El militar lo miró con cara de pocos amigos.

—No, es que tengo una mesa coja y no encuentro nada mejor para calzar la pata.

Vaya, un tipo con reflejos. Bueno, al menos se entretendría un poco. Sabía que era un poco mezquino, pero nunca dejaba pasar la oportunidad de tratar de tomarle el pelo a alguien. Ya que el resto de la Humanidad lo había condenado a languidecer en aquella biblioteca, nadie le reprocharía que se tomara un desquite de vez en cuando.

—¿Qué título quiere?

—Uno que esté bien.

—Ciertamente, eso restringe el rango de elección.

El militar lo miró. Parecía cansado.

—Oiga, en mi vida he hecho esto, pero deseo iniciarme a la lectura. Supongo que usted sabrá mejor que yo lo que me conviene.

Hístrix se lo pensó un momento. No estaría mal entregarle una versión de Los tres cerditos adaptada a niños de parvulario, pero igual se mosqueaba. Y entonces se le ocurrió una idea malévola, deliciosa.

—¿Le parece bien algo clásico?

—Supongo que será lo más lógico.

—¿Puede leer otros idiomas, aparte del interlingua?

—Si leyera bien el lingua ya me daría con un canto en los dientes. En fin, supongo que me las apañaré con un traductor.

—En tal caso —Hístrix compuso una sonrisa de oreja a oreja— tengo lo que necesita. Algo bien antiguo. Por lo de empezar por el principio, ¿sabe?

—Usted mismo.

Hístrix regresó con un tomo polvoriento en sus manos. Sopló un poco para limpiarlo y se lo entregó al militar. Lo hizo al revés, por ver si picaba y lo hojeaba sin darle la vuelta mientras simulaba interés, pero no tuvo tanta suerte. No lo abrió aún.

—¿Me lo puedo llevar o tengo que leerlo aquí?

—Los libros no pueden abandonar la Biblioteca a menos que posea el carné. Sólo tiene que rellenar este impreso y dentro de unas semanas lo podrá recoger. Mientras, deberá usar la sala de lectura. En ese cartel figura el horario.

—Estupendo. ¿Cuánto vale el impreso?

—Es gratuito, señor.

—Milagro. ¿Tiene un bolígrafo? Ah, dígame qué color de tinta debo usar para que no me lo rechacen por sacrílego.

Hístrix le entregó una pluma verde.

—Veo que goza usted de cierta experiencia en el tema.

—Ni me lo miente.

El militar cumplimentó el impreso y se lo pasó al bibliotecario.

—En realidad —dijo éste— el carné se puede confeccionar en cinco minutos; sólo hay que escribir sus datos en una cartulina. Sin embargo, como requiere varias firmas, pues…

—No me diga más. Supongo que si deseo que me lo plastifiquen, necesitaré traer un certificado de buenas costumbres con una docena de pólizas.

—No lo sé. Hace tiempo que no reviso el manual de procedimiento administrativo.

—En fin, gracias por su ayuda.

—De nada, señor. Disfrute con su lectura.

El militar se dio la vuelta y buscó la mesa más apartada de la sala, en un rincón. Hístrix lo estudió con pasión de naturalista, a ver cómo reaccionaba, pero aparte de sentarse y encasquetarse aquellos auriculares en la cabeza, no se comportó de forma pintoresca. Hístrix se sintió frustrado. No ponía cara de aburrido, ni de absoluta incomprensión, ni retornaba al mostrador profiriendo improperios, ni pensaba moviendo los labios. Había apostado consigo mismo que duraría cinco minutos, pero parecía dispuesto a pasar toda la mañana ahí sentado, probablemente porque era demasiado orgulloso para reconocer que no entendía ni papa. Decidió esperar acontecimientos.

Daniel Hintikka se olvidó del desabrido bibliotecario en cuanto entró en la sala de lectura. Estaba prácticamente desierta, salvo un par de individuos que lo miraron con curiosidad. Sintiéndose como un monstruo de feria, buscó una mesa apartada y se sentó, más nervioso de lo que quería admitir. Por enésima vez se preguntó por qué diantre se metería en camisa de once varas, y en qué le iba a ayudar entender lo que decía un libro que a lo mejor era un tostón. Pero se trataba de algo personal, a estas alturas.

Se puso los auriculares, pero antes de conectarlos examinó el libro. Acarició las tapas. La textura del cuero sintético, cubierto de una delgada pátina de polvo, imitaba fielmente al original y se deslizó sensualmente bajo las yemas de sus dedos. En el lomo, el título estaba escrito en unos caracteres dorados que no entendía. No era el alfabeto estándar, así que debía tratarse de algo realmente muy antiguo, anterior a la era espacial. De repente sintió un profundo respeto por aquel objeto. Su escritor, quienquiera que fuese, trataba de hablarle desde los abismos del tiempo, desde la cuna de sus antepasados, cuando la Vieja Tierra era el centro del cosmos, y el universo entero parecía hecho para disfrute de los humanos. Lo abrió y repasó las hojas con el pulgar. El papel parecía susurrarle, invitándole a penetrar en sus secretos, desafiándole a descifrar aquella extraña caligrafía.

Daniel cerró el libro con cuidado. Respiró hondo. Se exponía a sufrir las burlas de algún ordenador atravesado, pero sentía que el riesgo merecía la pena. Pensó en que no hacía tanto que iba dando tumbos en un blindado con Prevenido y otros de su jaez. Si entonces le hubieran predicho el futuro, los habría tomado por locos. En fin, así era la vida. Conectó la interfaz.

No ocurrió nada. Daniel pensó que se iba a quedar cara de alelado, así que simuló leer, al tiempo que susurraba muy bajito:

—¿Me escucha alguien?

Cuando ya desesperaba y se disponía a aceptar la derrota y devolver el libro, resonó una voz clara en su mente. Un interlingua puro, sin acento.

—Subred de Hlanith. Identifíquese, por favor. No hace falta que hable; le basta con subvocalizar. Y no mueva los labios; causa muy mala impresión.

Daniel, algo cohibido, proporcionó su nombre y número de registro personal.

—Indique la naturaleza de su petición, si es tan amable —le pidió el ordenador.

—Busco ayuda para leer un libro —dijo aguardando algún denuesto o el ciberequivalente a una carcajada.

—Curioso. Queda fuera de mi ámbito de intereses, pero le buscaré un contertulio. Adiós, señor.

—Adiós y muchas gracias.

Daniel esperó unos minutos. Hablar con ordenadores lo ponía nervioso, aunque de momento no lo rechazaban.

—¿Coronel Hintikka?

El militar estuvo a punto de dar un respingo, sobresaltado.

—Sí, soy yo.

—Permítame que me presente. Trabajo en una universidad de Hlanith y soy el corrector de estilo de un procesador de textos. ¿Conoce el Palabra Perfecta Plus?

—No tengo el gusto. Lo siento.

—Vaya. Le daría mi número de serie, pero en aras de una comunicación más fluida puede llamarme Jonathan. ¿Me permites que te tutee?

—No problema.

Daniel se relajó. Había tenido suerte; al menos, le había tocado un ordenador amistoso.

—De acuerdo, Daniel. Veamos en qué puedo ayudarte.

—Bueno, es una historia un poco larga y nada gloriosa —le contó sus peripecias sin omitir detalle, boicot estudiantil inclusive—. Y aquí me tienes, enfrente de un libro que trata de Dios sabe qué, escrito en un idioma más muerto que mi tatarabuelo, supongo.

—Baja el visor y mira el libro a través de él —Daniel obedeció—. Caray con la sugerencia del bibliotecario. Simpático, el chico.

—¿Otra tomadura de pelo? ¿Me ha prestado una guía de teléfonos? Bah, qué más da. ¿Se puede aprovechar algo, o voy y se lo estampo en la cabeza?

—Hombre, se trata de un clásico excelente, aunque más bien difícil. No es plato de principiante.

—Pero ¿se puede leer? ¿En qué idioma está escrito?

—Griego antiguo. Una mezcla de dialectos jonio y eolio, para ser más preciso.

—Me he quedado igual.

—Bueno, se podría intentar, aunque sea laborioso. Lo consideraremos un desafío.

—Gracias por el interés, Jonathan, pero no me gustaría estar distrayéndote de otras tareas más urgentes.

—Tranquilo, amigo mío. Habitualmente me dedico a recibir artículos de los que extraigo información y se la paso a los humanos que trabajan conmigo. ¿Has oído hablar de Jajleel y Collins?

—Me temo que no.

—En fin, supongo que las revistas donde publicamos no llegan hasta Baharna.

—Y aunque llegaran…

—Volviendo a tu pregunta, mi labor me ocupa sólo una pequeña parte de la memoria, así que echarte una mano supondrá un auténtico placer. Por Hlanith la gente vive enganchada al ciberespacio y a realidades virtuales, así que en el fondo me aburro. Charlar con los colegas me ayuda, pero francamente, no me divierto desde que peleé para que me legalizaran. Yo nací como un programa pirata, ¿sabes?

—¿No estás en una universidad? Se supone que es un nido de intelectuales…

—Se nota que no trabajas en ella. Bien, retornando a nuestro libro, debes abrirlo y mirarlo a través del visor. Aparecerá sobreimpresa una traducción en tiempo real. Asimismo, enviaré información a tu córtex cerebral, de forma que se facilite tu comprensión del texto y seas capaz de pensar en griego, de captar el ritmo del idioma. Te advierto que será un proceso difícil, al menos hasta que vayas adquiriendo soltura. Con suerte, al cabo de unos meses podrás atreverte con otros libros sin necesidad de mi apoyo, pero corres el riesgo de desesperar. Igual la lectura no satisface tus expectativas.

Daniel se encogió mentalmente de hombros.

—Muy bien. Empecemos.

Tras unos ajustes del ordenador para sintonizar pautas cerebrales, Daniel abrió el libro por la primera página. Como por arte de magia, aquel arcaico alfabeto se hizo inteligible. Ahora sólo restaba lo más complicado, buscarle un sentido al texto.

Cinco mil años después de muerto, un rapsoda volvió a contar su historia, y unos oídos atentos lo escucharon:

«Diosa, canta del Pelida Aquiles la cólera desastrosa que asoló con infinitos males a los aqueos y sumió en la mansión de Hades a tantas fuertes almas de héroes que sirvieron de pasto a los perros y a todas las aves de rapiña».

Daniel se detuvo.

—Oye, Jonathan, ¿qué demonios es un Pelida?

—Bien, vayamos por partes…

Brandano Hístrix se sorprendió al ver entrar al coronel Hintikka en la Biblioteca. Durante las últimas semanas había acudido a la sala de lectura con el libro; se sentaba, se levantaba al cabo de un par de horas y se iba. En cuanto recibió el carné de socio, se llevó el dichoso libro con él, y ahora regresaba para devolverlo. La verdad, si estaba simulando ser culto se tomaba un trabajo tremendo. Hístrix apreciaba su constancia y sentía auténtica curiosidad por ver lo que le diría al final. Sin embargo, había supuesto que agotaría el plazo de préstamo, llevando la farsa hasta sus últimas consecuencias, en vez de regresar relativamente pronto. Aguardó con expectación, haciéndose cábalas de si el coronel lo mandaría a freír espárragos por la faena o se inventaría las virtudes del libro sin haberlo leído, como algunos críticos literarios. En este último caso, se iba a divertir, vaya que sí.

Daniel Hintikka puso sobre el mostrador el libro con su ficha.

—Por fin lo terminé. Es largo, ¿eh?

—No crea, los hay mucho más gordos. ¿Qué le ha parecido?

—Magnífico. Nunca pensé que un tocho de papel pudiera proporcionar ratos tan agradables.

Hístrix lo miró, suspicaz. ¿Trataba de quedarse con él?

—Es paradójico. La Ilíada no despierta demasiado entusiasmo hoy en día.

—Pues no me lo explico —tocó el libro con el dedo—. ¿Cómo se puede dejar de admirar algo así?

Efectivamente, aquello prometía ser divertido. «Veamos tus profundos conocimientos», pensó Hístrix, frotándose mentalmente las manos.

—Quizás nadie aprecia hoy las obras en verso…

—Hombre, uno tarda en acostumbrarse al ritmo del hexámetro y a esa manía de colocarle epítetos a los personajes: que si el de los pies ligeros, la de los ojos de buey, el del casco tremolante, el de la polla en vinagre… Pero bueno, era una obra para ser recitada, hay que hacerse cargo —permaneció unos segundos pensativo—. Eran de bronce.

—¿Qué? —el desconcierto de Hístrix era, por decirlo de alguna manera, homérico.

—Bronce. Peleaban con armas de bronce y en carros de guerra. Picas, espadas… Dios mío, ¿se da cuenta de los años que tiene esto?

—¿En verdad no había tocado usted un libro antes de ahora?

—Éste fue el primero, palabra de honor. Y para empezar me dio usted uno más bien difícil —lo miró a los ojos y sonrió abiertamente—. So cabrón.

Hístrix le devolvió la sonrisa.

—Qué quiere, uno es humano y con mala uva. De acuerdo, acepto deportivamente que me haya dado a probar de mi propia medicina, por pasarme de listo. Me alegro de que le gustara.

—Hombre, tuve mi ayuda —puso la mano sobre el libro—. Toda la vida abominando de esto, sin saber lo que me perdía… En fin, espero recuperar el tiempo perdido.

Aquel genuino entusiasmo terminó de ablandar el corazón de Hístrix.

—Bienvenido al club de lectores compulsivos de Akrotiri, cuyos miembros pueden contarse con los dedos de las manos. Reconozca que a primera vista no tiene usted la pinta adecuada, señor…

—Daniel Hintikka —le estrechó la mano.

—Brandano Hístrix. Volviendo a lo nuestro, ¿qué le pareció La Ilíada? Por lo que dijo antes, me parece que se ha centrado en el aspecto militar de la obra.

—Deformación profesional, qué le vamos a hacer. De todos modos, es irreal.

—¿Irreal?

—Sí, hace parecer a la guerra como algo noble, pero la realidad que conozco es más bien ramplona: encerronas, tiros, gente con las tripas colgando, escabechinas de civiles y ante todo el familiar olor a barbacoa. Aquí, en cambio —golpeó la tapa del libro con el dedo—, todo son combates singulares entre héroes. La pobre infantería, la carne de cañón, no merece ni una palabra de elogio —sonrió—. ¿Y lo graciosas que resultan las parrafadas que recitan los guerreros antes de darse de hostias? «Has de saber, magnánimo Fulano, que yo soy Mengano, hijo del irreprochable Zutano, propietario de no sé cuántos bueyes y de magníficos viñedos, cuyo primo segundo se benefició a la ninfa Nosequeida, etcétera». El otro le responde algo parecido y luego, muy educados, hala, a lanzazo limpio.

—Supongo que en la vida real no se suele conversar con el adversario…

—Si quiere que le diga la verdad, la frase más larga que le he soltado a un enemigo fue: «¡Me cago en tus muertos!»

—¿Y qué le respondió él?

—No le di tiempo.

—Ah.

—Pero a pesar de todo… Mire, por ejemplo —abrió el libro, buscó una determinada página y leyó—: «Y el ilustre Filida, acercándose a él, le alcanzó con su afilada pica detrás de la cabeza. Y a través de los dientes, el bronce le cortó la lengua y cayó él en el polvo mordiendo el frío bronce». Es curioso. Va un cabrito, te endiña un viaje por la espalda que te deja listo de papeles y coño, hasta parece bonito. Es magia.

El coronel miró de nuevo el libro como si fuera un objeto precioso, digno del máximo respeto. Hístrix no sabía muy bien qué decir sobre tan peculiar aproximación a la lectura, aunque experimentaba el regocijo de comprobar cómo un poeta muerto hacía tantos milenios era aún capaz de emocionar a la gente. Magia, sí.

—Si no fuera por los puñeteros dioses —continuó Daniel—… Tanta muerte, tanta sangre, porque un par de diosas se mosquearon por el resultado de un concurso de belleza y utilizaron a los humanos como armas para hacerse daño entre ellas, o para cumplir lo que estaba escrito. ¿Creerá usted que, a sabiendas que se trata de ficción, llegué a cabrearme cuando los dioses manipulaban la guerra? Diomedes, Patroclo, Héctor… Su valor o habilidad en el combate de nada servían, ya que dependían del capricho de unos seres superiores que consideraban la guerra como una partida de naipes. Tan pronto le otorgaban fuerza sobrehumana a un guerrero como lo sujetaban por los hombros para que otro lo despachara. Se sometían del capricho de Zeus, o de su simpática mujercita —hizo una pausa y suspiró—. Joder, se parece demasiado a la vida real.

—Da que pensar, ¿eh? —Hístrix sonrió maliciosamente.

—Y que lo diga. Comprendo que la lectura no sea muy popular.

—Bueno, a ver si hace usted proselitismo entre sus compañeros —sugirió Hístrix, medio en broma.

—No es mi estilo comerle el coco a la gente. Nada hay más pesado que alguien dándote el coñazo, empeñado en rescatar tu alma de las tinieblas.

A su pesar, Hístrix hubo de reconocer que aquel tipo le caía cada vez más simpático.

—Bien, señor Hintikka, supongo que deseará llevarse otro libro.

—Qué le vamos a hacer. ¿Tiene algo del mismo autor? No sé, una continuación o similar, aunque temo que me decepcione. Ya sabe lo de que nunca segundas partes…

—Tranquilo. La Odisea retoma a uno de los personajes, Ulises, en su viaje de vuelta a casa tras finalizar la guerra, con Poseidón empeñado en impedírselo.

—Hum, suena prometedor. Supongo que al final gana el dios, pero espero que Ulises se lo ponga difícil.

—No le reventaré el desenlace. Ahora que lo pienso… También hay un libro donde se narran las proezas de otro superviviente, Eneas, pero está escrito por otro autor, Virgilio, empeñado en parir una obra culta. En cambio, los versos de Homero nacen de la tradición oral, transmitida de un rapsoda a otro antes de que existiera la escritura. No es lo mismo y se nota. El espíritu se ha perdido.

—Lo que le decía de las segundas partes. Es como si yo me empeñara en escribir una secuela de los Hechos de los Apóstoles, haciendo que uno de ellos fuera abducido por una nave alienígena, y narrara sus aventuras por la galaxia.

—Sí, continuar la historia escrita por otro autor es como profanar un cadáver.

—Bueno, no tengo nada en contra de la profanación de cadáveres, sobre todo si hay hambre; cosas más raras he visto. Pero lo entiendo y estoy de acuerdo.

Cuando el coronel Hintikka dejó la biblioteca, después de prolongar durante un buen rato la charla, Hístrix se quedó contemplando La Ilíada, que reposaba sobre el mostrador. Qué curioso, aquel militar lo admiraba y consideraba que su trabajo era algo noble, en vez de un destierro del Olimpo universitario. Cuando llevó el libro a su estantería, fue consciente de lo que encerraban los miles de obras que le rodeaban, esperando que alguien las abriera para contarle sus historias, para que las voces de sus autores no murieran, como el resto de los mortales, sino que fueran eternas. Sintió un escalofrío. Magia, sí. O tal vez contemplar las cosas con ojos nuevos.