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BRUMARIO 4625ee: Durante este mes los dos soles alcanzan su máxima distancia, y menudean los eclipses lunares. Llueve en las montañas y los ríos bajan grávidos por la llanura, fertilizándola con sus limos. Las temperaturas son frescas, aunque en las costas norteñas ya florecen las megabursas y rebrotan los cañaroides. En el sur el clima es aún gélido. El pseudograjo vuela bajo, y se escuchan los gorjeos de los fisipodillos enamoradizos. En la Gran Fosa los hongos margarita están en sazón, los volantones se aparean con loco frenesí y los fogariles entran ocasionalmente en criptobiosis […].

Es tiempo de sementera. Los arados abren surcos en la tierra y aparecen tímidas las primeras plántulas, tiernos preludios de futuras cosechas […].

FIESTAS: En la provincia de Tambora, el 15 es la Apoteosis de las Doncellas, y el 24 la Fibrilación del Gran Sofismero. En la Vega del Styx, del 9 al 15 se celebra la Semana Holística, con sus afamadas degustaciones de almíbares. En las montañas, los Caballeros se hunden aún más en el seno de la Madre Tierra, en busca de ocultos placeres […]. En Ilión, a partir del 17 tiene lugar la Asamblea Anual de afinadores de xilófonos de aceite, siempre pródiga en excesos. En las costas de Poniente, los jóvenes bailan en torno a las hogueras del Reencuentro y se susurran al oído tiernas promesas, que habrán de cumplir si no quieren sufrir el escarnio de ver sus nombres escritos en fragmentos de cerámica arrojados al Pozo de la Expiación. En Akrotiri es tiempo de matanza […].

FUENTE: Nuevo Calendario Zaragozano (edición de 4625ee). Delegación de Baharna.

Aquello viene a ser como vivir dentro de un gigantesco queso Emmental petrificado. El paraíso de un topo, cuanto menos. Ni harto de vino me metería en uno de esos agujeros…

FUENTE: Torres, E. (4713ee). «Guía del viajero políticamente incorrecto». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.

—¿Cómo ha dicho que lo llaman? —preguntó el coronel Hintikka.

—Marsopatudo —le respondió Areta—. ¿De veras nunca han probado los embutidos de marsopatudo?

—Que yo recuerde no, señora. Y mire que he comido cosas raras.

—Pues ya llevan ustedes tiempo en Baharna, ¿eh? ¿Tienen algo contra los platos típicos?

—Me temo que en Suministros firmaron un contrato en exclusiva con alguna multiplanetaria y nos alimentan a base de proteína de soja y puré de algas —terció Verena.

—Se supone que les dan diversos sabores y texturas —Daniel no sonaba muy entusiasmado.

—Sí, la consistencia puede ser gelatinosa, harinosa o coriácea. Los sabores oscilan entre el moho fresco y el moho mohoso. Un gran menú donde elegir… Tan sólo nos libramos durante las maniobras, en aquel maravilloso Parador y cuando a Timi, de tarde en tarde, le da por hacer experimentos —dijo Verena.

—Nutrirse no es lo mismo que comer bien —sentenció Areta—. Hoy podrán desquitarse. Ah, y si les gusta hágannos propaganda por ahí —sonrió.

Daniel se desentendió un poco de la conversación. Aquel sitio le ponía un poco nervioso. Era sorprendente que en el volumen que ocuparía un bloque de pisos hubiera tanto pasillo, tanto recoveco, y nada de ello daba la impresión de haber sido fabricado por manos humanas. Como burbujas atrapadas en lava solidificada, los patios secundarios se sucedían unos a otros sin seguir un patrón aparente. Cada uno tenía su propia personalidad, según los aromas y ruidos asociados. A veces pequeñas fuentes aportaban el rumor del borboteo del agua y refrescaban las paredes, mientras unas pocas plantas daban un aroma festivo al patio. En otras ocasiones eran espacios silenciosos, con paredes bastas, similares al interior de una gruta de piedra caliza. Todo el edificio parecía diseñado para explotar al máximo los sentidos y reproducir determinados ambientes. Las viviendas propiamente dichas quedaban ocultas a la vista, pero sin duda habría muchas: la gente salía de los rincones más insospechados, desconcertando a los militares, cuyo sentido de la orientación estaba pasando un mal trago. Al menos, los nativos no parecían perdidos. Daniel comprobó que sólo se divisaban mujeres y niños y que, sin duda, se había corrido la voz de su visita. Todos se hacían los remolones para echarles un disimulado vistazo y luego cuchicheaban entre ellos. No detectó recelo, sino simple curiosidad y diversión. Menos mal.

Los pasillos que conectaban los patios carecían de escalones. Suaves rampas, que facilitaban el paso a las ancianas, se entrecruzaban de forma anárquica, reñida con el sentido común, aunque tal vez poseyera un significado secreto para sus constructores. Poco a poco, Daniel fue controlando su aprensión y el reflejo de apretar el gatillo cada vez que un rapazuelo se cruzaba ante ellos, como un muñeco de resorte salido de una caja escondida. Una vez dominada la primera impresión de extrañeza, había algo relajante en aquel sitio que impulsaba a la meditación, no a la acción violenta. Podía comprender que los draquis estuvieran hartos de vivir allí, pero para el visitante suponía una experiencia cautivadora.

La voz de Areta Mírix lo devolvió al mundo real. «Voy perdiendo facultades», se reprochó al constatar con qué facilidad se ensimismaba.

—Los veo a ustedes muy callados, ¿eh? —sonrió—. Ni que estuviéramos en un velatorio…

—Esto impresiona —comentó Verena.

—¿Seguro? Quién lo diría… A lo mejor tienen ustedes razón con lo del turismo. Podríamos habilitar un sector para visitantes, vestirnos de época, ubicar unos…

—Al final acabarán convirtiéndolo en un parque temático, como los que proliferan en Rígel —sentenció Verena—. Mucho decorado, pero todo más falso que una moneda de corcho. Perdería su encanto.

—Mientras nos dé dinero… —Areta se encogió de hombros—. Miren, estamos llegando, y justo a tiempo. Por allá traen al animal.

Habían entrado en un patio de respetables dimensiones, casi un tercio del principal, que permitía divisar directamente un buen fragmento de cielo sobre sus cabezas. Los cristales de cuarzo habían desaparecido y la roca se mostraba desnuda, aunque cubierta de una pátina que le otorgaba un brillo sedoso, de cosa antigua y venerable. Ahora sí que daba la impresión de estar en el vientre de la Madre Tierra, pero no era un ambiente opresivo, como el estilo orgánico tan popular entre los centaurianos, sino muy acogedor.

En el centro del patio, iluminada por el sol del mediodía, había un ara sacrificial. Consistía en una losa plana, rectangular, de uno por dos metros, con aristas redondeadas, pulidas por el uso, y ligeramente convexa. Alrededor veíanse unos cuantos cubos de plástico con asa metálica. Mujeres y niños formaban un corro a unos cinco metros de distancia. Atentos a la llegada de la víctima, no se fijaron en los dos soldados.

El marsopatudo caminaba la mar de contento hacia el patíbulo. Sus ocho patas terminadas en ventosas almohadilladas se movían al compás y su cabeza globosa, rematada por un par de tentáculos con los ojos en los extremos, se bamboleaba con regocijado donaire. Lo habían engalanado para la ocasión y las oriflamas doradas resaltaban sobre su piel de un púrpura profundo.

El marsopatudo era una criatura semi-inteligente y de notable capacidad empática. Por ello captaba el ambiente festivo y adivinaba que era en su honor. Aquellas buenas gentes que lo habían cuidado y alimentado desde pequeñito se desvivían en atenciones y agasajos para con él. Era enternecedor y gratificante.

El marsopatudo empezó a mosquearse cuando las dos señoras que lo escoltaban lo llevaron hasta la losa y lo agarraron con fuerza de las protuberancias dorsales. La gente se había callado, qué raro. Entonces vio avanzar hacia él a una individua con mandil de cuero que empuñaba en la diestra un cuchillo de medio metro. La mujer lo miraba con expresión de verdugo. De súbito, como una revelación, comprendió cuál era su misión en la vida y quedó paralizado durante unos segundos. Sus guardianas se relajaron y él aprovechó aquel momento para salir zumbando de allí. Tumbó a las dos mujeres con sendos coletazos, dejándolas maldiciendo a grandes voces y buscó una salida con toda la velocidad que daban sus patas. A su alrededor la gente empezó a gritar:

—¡Qué se escapa!

—¡Todos los años lo mismo…!

—Cada día estáis más torpes. ¿Por qué no lo aferrasteis bien?

Aquel pandemonio le venía de perlas al marsopatudo en su camino hacia la ansiada libertad. Para su infortunio, no llegó muy lejos. Algo le golpeó un costado, lo derribó y antes de que pudiera recuperar el equilibrio lo inmovilizó con una presa férrea. Sus patas arañaron el aire, impotentes.

Daniel Hintikka se las veía y deseaba para sujetar a aquella cosa, que debía de pesar sus buenos doscientos kilos y se escurría como la gelatina. Con una mano desenvainó el bowie de hoja cerámica y se dispuso a clavárselo en… «¿Dónde coño tiene este bicho la base del cráneo? Mejor dicho, ¿tiene cráneo?» El marsopatudo había girado su cabeza 180 grados y desde los tentáculos los ojos miraban a Daniel con aire de reproche, como recriminándole: «Hombre de Dios, ¿por qué me haces esto?»

—No es nada personal, hijo —murmuró Daniel y se dispuso a rematar la faena como buenamente pudiera. Sin embargo, los gritos de las mujeres lo obligaron a detener su brazo.

—¡Según el ritual! ¡Hay que sacrificarlo según el ritual!

Acordándose de la madre que parió al susodicho ritual, y con la ayuda de Verena, condujo a aquella cosa escurridiza y que se retorcía sin cesar al ara. La chiquillería parecía decepcionada; la idea de perseguir al marsopatudo y la de revolcones y costaladas que recibirían las mayores antes de capturarlo, era deliciosa. Al menos, quedaba la novedad de estar cerca de aquellos dos invitados tan inusuales.

Daniel y Verena tumbaron al marsopatudo en la losa. La dama del cuchillo murmuró una breve plegaria, alzó la hoja a los rayos del sol y la hundió con profesionalidad entre los tentáculos del animal. Éste emitió un sonido parecido al de un globo cuando se desinfla, y un chorro de sangre azul cobalto empezó a derramarse en los cubos de plástico.

—Es para hacer morcillas —les informó la del cuchillo, aunque Daniel y Verena no estaban para responder. Bastante tenían con sujetar a la pobre bestia moribunda, cuyos violentos espasmos de agonía amenazaban con tirarlos al suelo. Al cabo de un minuto, los movimientos se redujeron a un leve temblor y finalmente cesaron. Los cubos estaban repletos. Los dos militares respiraron hondo y se incorporaron.

Areta Mírix se acercó, y con ella algunas matronas más. Miraron satisfechas a los invitados, como si éstos hubieran aprobado una suerte de examen.

—Tienen ustedes práctica en domeñar marsopatudos —dijo una—. ¿Habían participado antes en alguna matanza?

—Uh… No exactamente. Bueno, según se mire —repuso Daniel.

—Mejor ahórrales los detalles —sugirió Verena, guiñándole un ojo.

Las mujeres se quedaron un tanto confundidas. Areta Mírix sonrió para sus adentros. Aquellos dos sujetos traían un cierto toque de frescura a la Corrala. Daba un poco de repeluzno ver a alguien moverse tan rápido como el coronel Hintikka cuando tumbó al marsopatudo. Estaban entrenados para matar, seguro, pero no alardeaban de ello. A diferencia de los republicanos, se esforzaban por mostrarse corteses. Le despertaban una curiosa mezcla de aversión y simpatía. En fin, seguro que esta fiesta sería comentada durante muchos meses. Eso era bueno; necesitaban animarse, después de tantos años duros a sus espaldas.

—Ya les hemos hecho trabajar bastante, a pesar de que son nuestros invitados. No tenemos perdón —los condujo del brazo y ellos se dejaron llevar mansamente—. Ahora toca comer y relajarse. Espero que tengan buen saque.

Con notable celeridad, el cuerpo aún caliente del marsopatudo fue descuartizado. Reservaron las patas y la cola para ser curadas y convertidas en jamones, o su equivalente. El resto de la carne fue cortada en filetes o introducida en una gran picadora accionada manualmente por los más jóvenes, entre grandes muestras de alborozo. La sangre fue vertida en unas perolas de cobre y calentada lentamente en unos fogones eléctricos que aparecieron como por ensalmo. Las cocineras añadieron cebollas, piñones, especias, trocitos de magra, tocino y otros ingredientes de origen inclasificable, y un delicioso olorcillo comenzó a enseñorearse del ambiente. Las tripas de Daniel rugieron de impaciencia, aunque por poco tiempo.

Mientras tanto las mujeres habían traído unos caballetes sobre los que dispusieron tablas de plástico que cubrieron con manteles. Sobre las improvisadas mesas distribuyeron platos, cubiertos, vasos desechables y lo más importante, viandas de toda especie y bebidas surtidas. Chuletas y pinchos se asaban en las parrillas, y los pequeños más impacientes empezaban a meter mano a los cuencos de frutos secos. Al mismo tiempo, los últimos despojos del marsopatudo eran aprovechados, los restos de la matanza limpiados, y toda aquella barahúnda tenía lugar sin que sus protagonistas tropezaran entre sí, por improbable que pareciera.

Una chica se acercó con una bandeja rebosante de embutidos cortados en rodajas. Con una graciosa reverencia se la ofreció a los invitados, mientras los demás los miraban atentos, por ver si hacían ademanes extraños o ponían cara de asco. Daniel tomó un trozo de algo que podría llamarse butifarra, aunque un tanto exótica, de un azul veteado de blanco. Olfateó el embutido con cautela, pero su aprensión se disipó al instante. Aquello olía de maravilla. Se llevó la rodaja a la boca y, efectivamente, paladeó un manjar de dioses. A su alrededor se escucharon murmullos de aprobación. El extranjero había pasado el escrutinio y la fiesta volvió a lo suyo.

—¿Qué, está bueno? —preguntó Verena, al ver que su compañero ponía un trozo de longaniza encima de una rebanada de pan negro aromatizado con hierbas.

—De 'uta 'adre —logró farfullar, con la boca llena.

—Pues nada, al ataque —dijo Verena.

Se quitaron los cascos, que colgaron a la cintura, y acomodaron los arneses para que las armas quedaran fijas a la espalda, en posición de transporte, con todos los seguros puestos.

—Si están incómodos pueden dejar los fusiles en… —fue a sugerir Areta Mírix.

—Ni borrachos, señora —respondió Verena—. Gracias por sus buenas intenciones, pero estamos de servicio y las normas son sagradas. No se preocupe por nosotros. Tenemos las manos libres, así que no habrá longaniza que se nos resista. No es nuestra intención morirnos de hambre —sonrió, y se encaminó decidida hacia la bandeja.

La fiesta era la simplicidad misma y se caracterizaba por la ausencia de formalidades. La gente iba de una mesa a otra, picando de lo que le apetecía o elaborando bocadillos con la tierna carne del marsopatudo, que se deshacía en la boca. La comida se acompañaba de abundante bebida, especialmente un vinillo espumoso de baja graduación, pero que a la larga provocaba una acusada euforia. Los corrillos se formaban y disolvían, las mujeres charlaban de mil cosas intrascendentes, los niños no paraban de corretear entre las mesas… Para Daniel y Verena aquello era un mundo nuevo. Los aceptaban con total naturalidad, como si fueran viejos amigos. Era reconfortante que una perfecta desconocida se acercara a uno para preguntarle alguna banalidad, simplemente por el mero placer de dialogar.

En cuanto el vino acabó de socavar la timidez, las más decididas se acercaron como quien no quiere la cosa a los militares, interesándose por cuestiones de su vida cotidiana. Verena fue la más asediada por las preguntas. Una mujer soldado era algo exótico en Baharna, en cuyas sociedades la división del trabajo entre sexos era la norma. A Daniel le divertía ver a la veterana teniente defendiendo la utilidad del pelo corto frente a las trenzas, o tratando de convencer a un grupo de jóvenes de las ventajas de llevar pantalones. Apiadado, Daniel la apartó un momento del corro de curiosas.

—¿Te imaginas aquí a Timi? Lo que disfrutaría, el pobre —dijo Verena, mientras untaba una tostada con un paté cerúleo trufado de grumos grises.

—No sé cómo se tomarían estas señoras a un hombre ejerciendo de cocinero; parecen muy suyas…

—¿Piensan recomendarnos a sus amistades? —preguntó Areta Mírix, que pasaba junto a ellos mientras parecía buscar una vianda en concreto por las mesas; su rostro había adquirido un aspecto rubicundo, sin duda por el alcohol—. Espero que no les parezcamos muy provincianas. Aunque a algunas vecinas no les agraden las novedades, supongo que es bueno que los niños vean a gente de otras culturas.

Areta no les dijo lo que para ella era más importante: si se corría la voz de que los corpos iban por la Corrala, los republicanos se mantendrían alejados. Tan sólo rogaba al cielo que los posibles visitantes fueran tan pacíficos como aquel par. La supervisora, obviamente, desconocía el condicionamiento mental que recibían los comandos durante su adiestramiento. No todo iban a ser tácticas de combate; también se les inculcaba en lo más hondo del cerebro un talante amistoso y protector hacia los civiles que no militaran en el bando contrario.

—Hablando de niños, ahí viene Lina —dijo Verena—. Y esa anciana que la acompaña debe de ser su abuela, supongo.

Efectivamente, Lina guiaba a una mujer pequeña, muy delgada y de aspecto frágil, ataviada de negro y gris. Sus vestidos habían conocido mejores días. Estaban raídos en los bajos y las mangas, pero ella los llevaba con aire de regia dignidad, como si fueran los más exquisitos terciopelos y sedas. De hecho, a pesar de su avanzada edad, caminaba bien erguida; tal vez creyera recorrer los salones de un palacio inexistente. Ello contrastaba con la actitud de la chiquillería, que ella fingía no ver: gestos soeces, burlas y parodias a su espalda. Una de las matronas miró a Daniel y a Verena, les guiñó un ojo y se llevó un dedo a la sien, en elocuente gesto. En las demás mujeres se adivinaba una mezcla de hostilidad, desaprobación y, en algún caso, tal vez lástima.

Por su parte, Lina estaba tan ilusionada con presentar a su abuela a sus nuevos amigos que no se daba cuenta de la rechifla general, o quizá estaba ya tan acostumbrada que no hacía ni caso. Se adelantaba y retrocedía sin parar, impaciente, como si un invisible muelle la uniera a la vieja.

Finalmente, la anciana se detuvo delante de Daniel y lo miró de arriba abajo, pero sin parecer descortés. Se hizo un incómodo silencio. Daniel no tenía muy claro lo que esperaban de él. De acuerdo, aquella tía podía estar majareta, pero le desagradaba que se rieran de ella, aunque no supiera por qué. Verena pareció leerle el pensamiento, ya que lanzó una mirada asesina a unos niños que estaban haciendo el ganso, los cuales se callaron ipso facto y se retiraron discretamente. Habían captado el mensaje: no era aconsejable irritar a un oficial de comandos.

Areta Mírix suspiró y trató de arreglar la situación. ¿Por qué no se habría quedado en su casa? Ya habrían ido a saludarla después de la fiesta. Dichosa vieja…

—Coronel Hintikka, teniente Gray, permítanme que les presente a… —pareció dudar un momento—. A Dama Ívix.

Los dos militares, atentos observadores, comprobaron que aquel tratamiento desagradaba a las mujeres mayores que tenían más cerca. Daniel suponía que se habían metido involuntariamente en el meollo de algún raro drama familiar. Se fijó en la cara de felicidad de Lina. Era su gran momento; se veía que estaba orgullosa de haber propiciado aquel encuentro.

La anciana se animó, por fin. Miró a los ojos a Daniel y habló. Su voz, aunque algo cascada, sonaba digna:

—Disculpe usted, coronel. Ya ni siquiera realizan las presentaciones como es debido —miró de reojo a la supervisora, quien no se dio por aludida—. Sean bienvenidos a nuestra morada, nobles soldados —dicho esto, le ofreció el dorso de la mano.

A su alrededor todos miraban expectantes, como preguntándose por dónde iba a salir aquel extranjero. Incluso Lina aguardaba, indecisa de repente. Daniel, en cambio, pensaba muy rápido. La escena era grotesca y lo sabía. Aquella pobre vieja, con sus astrosos vestidos, la cara arrugada y el pelo pajizo, mal recogido en un moño y con una diadema barata, era el ridículo personificado haciéndose pasar por reina. Pero al menos parecía feliz, y no sería él quien fuera a estropearle el día. Como diría Verena, bastante jodido estaba el mundo para meter otro palo entre los radios de la rueda, encima. Y en el fondo, ¿no iban también ellos dando tumbos como almas en pena en Baharna, con sus patrullas y maniobras sin sentido? Así que, recordando lo que vio en alguna película histórica, tomó aquella mano con la suya y rozó el anillo con sus labios.

Dama Ívix sonrió complacida. Se dirigió hacia Verena y la obsequió con una inclinación de cabeza que la teniente imitó. El ambiente se relajó y la gente volvió a lo suyo. De unos tipos tan raros que hasta las mujeres vestían uniforme podía esperarse cualquier cosa en cualquier momento, incluso que amaran el ceremonial. Mientras, Daniel seguía un poco perplejo, mas Lina acudió en su ayuda.

—Abuela, ¿te traigo algo de comer? —y sin aguardar respuesta fue corriendo a por un plato bien surtido—. Prueba esto, Daniel. No, tú no puedes tomar cosas saladas, abuela, que luego te sube la tensión. Seguro que te gustan éstos, Verena.

Los militares se miraron y sonrieron. Lina estaba pavoneándose descaradamente frente a los demás niños, sin duda desquitándose de pasados agravios. Daniel no tenía nada en contra de ser usado de aquella manera. Por primera vez en años se sentía contento de verdad, con una euforia no atribuible a las drogas.

—Disculpe usted a la niña, señor —le dijo Dama Ívix—. Un exceso de mimos ha descuidado su educación, pero es harto difícil encontrar buenos preceptores en estos tiempos —hizo una pausa, como si se hubiese quedado con la mente en blanco—. ¿Son ustedes extranjeros? ¿Una misión diplomática?

—Eh… Más o menos, señora.

—Su comportamiento ha sido muy galante, oficial. Lo mencionaré ante el embajador cuando converse con él —sonrió e hizo una leve reverencia—. Y ahora, si me disculpa, debo atender a mis obligaciones sociales. He de repartir mis atenciones entre los demás invitados, para no enojarlos.

Dama Ívix se marchó pausadamente hasta una desvencijada silla de tijera y se dejó caer en ella, con la vista perdida y la mente muy lejos de allí. Todos la dejaron en paz, incluso los más revoltosos. Habían visto que Lina se llevaba bien con los extranjeros, así que mejor sería pasar de aquella loca.

Daniel lanzó una mirada interrogativa a Areta Mírix. La supervisora puso cara de circunstancias.

—La Dama se ha quedado anclada en el pasado. Olvida de un día para otro, y cree que aún estamos en los viejos tiempos, antes de la guerra, y eso que ya han pasado unos cuantos lustros de aquello. Una pena, porque de vez en cuando tiene destellos de lucidez, y se comporta de forma razonable.

—¿Fue alguien importante?

—¿Y qué más da eso ahora? Los antiguos modos provocaron la sublevación comunera, que por poco acaba con todos nosotros. Tuvimos que cambiar, porque todo lo que oliera a antiguo podía ser usado en nuestra contra. Las iras no iban sólo contra los nobles, sino que también nos salpicaban a los demás y los comuneros no perdonaban una. En fin, sobrevivimos. Dama Ívix es un molesto recordatorio de otra época y nos evoca mucho dolor. Las mayores no pueden verla ni en pintura…

—… Y los niños aprenden de sus padres, ¿verdad? —intervino Verena.

—No se lo tome a mal, pero la veo a usted un tanto susceptible —replicó Areta, intrigada por los súbitos arrebatos de la teniente.

—Digamos que en Gad presencié demasiadas limpiezas étnicas, y acabé un poco asqueada. No me haga mucho caso; soy una aguafiestas —concluyó, conciliadora.

—La vida es cruel, qué le vamos a hacer —sentenció Areta—. Yo hago lo que puedo para mantener la paz entre los míos, y evitar que se propasen con los más débiles. Por si les sirve de consuelo, le han venido como anillo al dedo a Lina. La han convertido en la reina del festejo. Ahí viene; ustedes se lo han buscado…

Lina, después de llevarle algo de comer a su abuela, había reunido en torno a sí a un nutrido grupo de chavales, a los que explicaba con pelos y señales los importantísimos secretos que le habían revelado sus amigos comandos. Sus oyentes no perdían una palabra, extasiados, y para acabar de convencerlos, se ofreció a presentarlos a todos ellos ante los invitados, con el consiguiente jolgorio.

—Alguien debería bajarle los humos a esa cría —gruñó Daniel, al barruntar lo que se avecinaba—. Que Dios nos pille confesados…

—Peor era en los campos de refugiados de Gad —dijo Verena—. Allí también se nos echaban encima, pero era por la ayuda humanitaria. Había que ver cómo aquellos esqueletos se mataban por una tableta de proteína de soja.

—Dejad que los niños se acerquen a mí…

—No sabía que fueras pederasta, Daniel.

—Oye, pues eso lo dijo… Bah, olvídalo —concluyó, al ver que le estaba tomando el pelo.

Fue un asalto en toda regla. Una vez vencido el recelo inicial, Daniel y Verena tuvieron que responder a un aluvión de preguntas de aquellos angelitos los cuales, básicamente, querían saber si ellos mataban como en las películas de la tele, y si conocían las hazañas de sus héroes favoritos. A pesar de sus intentos de convencerlos de que sólo a un gilipollas o un suicida se le ocurriría la brillante idea de lanzarse a pecho descubierto contra un batallón enemigo, como Mambo, el Escorpión Ejecutor, no los creyeron. ¿Iban a saber ellos más que los de la tele? Daniel farfulló algo sobre Herodes y pedagogía y lo dejó estar. Al final, sin saber exactamente cómo, Verena y él acabaron escenificando unos movimientos de ataque y defensa que hicieron las delicias de los pequeños. Lina estaba radiante.

—Bueno, chicos, ahora dejadnos charlar y comer un rato —rogó Verena, con tono que no admitía réplica.

Los niños se fueron en tropel, parloteando excitados e incluso tratando de imitar alguna de las llaves que habían visto, para disgusto de sus madres.

—Te creía una persona seria, coronel —dijo Verena—. Desconocía esa faceta tuya de animador infantil.

—Yo también, palabra de honor. Bueno, tú tampoco has hecho ascos a participar en la función.

—Si no fuera por lo que nos trastearon en el hígado al enrolarnos, diría que el vino se nos ha subido a la cabeza. Por cierto, pásame un vaso y aquella botella, la del líquido rosa.

—Tiene que ser el ambiente —respondió Daniel, tras servirse también una generosa copa—. No nos conocen de nada y mira, es como si pasáramos por aquí todos los días.

—Muy profundo. A ver si al final te haces filósofo, ¿eh?

—Oye, sin insultar.

Verena picó en algunos platos de aspecto prometedor, que no defraudaron sus expectativas. Enfrascada en su tarea depredadora, acabó tropezando con Areta Mírix, que también se dedicaba a lo mismo.

—¿Qué, lo están pasando ustedes bien? —preguntó la supervisora.

Verena se llevó la mano a la cintura.

—No quiero pensar en los miles de abdominales que me aguardan para volver a recuperar la forma, pero merece la pena. Tan sólo echo a faltar algún guapo mozo por aquí, para alegrar la vista. No es que quiera ofenderte, Daniel, pero…

—Podré soportarlo. Las penas, con la barriga llena, son más llevaderas.

—Mujer, tampoco es tan feo; tiene un pase —dijo Areta, y continuó antes de que Daniel replicara—. Los hombres trabajan durante el día. Ya vendrán luego y les guardaremos su parte. Así el festejo es doble. Puede parecerles raro pero son nuestras costumbres.

—Para raros algunos de nuestros compañeros. ¿Ha oído hablar de los Ascetas Grises?

La conversación derivó hacia los usos y costumbres de otros planetas. Parecía que la supervisora no era muy partidaria de ilustrarles acerca de las intimidades del matriarcado draqui y ellos tampoco querían parecer impertinentes con su anfitriona o violar algún tabú.

A su alrededor la fiesta se fue animando por momentos. En una de las mesas del fondo, unas muchachas empezaron a cantar. El acompañamiento era simple: palmas, tenedores, botellas de cristal y platos, pero las improvisadas percusionistas se daban buena maña y la melodía era pegadiza. De inmediato fue coreada por todo el patio. La letra no era nada extraordinaria: un duelo verbal de agudezas entre un tipo que requería amores y una doncella, la cual lo iba mandando a paseo una vez tras otra, pero él no cejaba en su empeño, inasequible al desaliento. El lujurioso doncel era interpretado por una moza, mientras que el coro se encargaba de responderle. Al mismo tiempo, otras muchachas se descalzaron y se pusieron a bailar en un hueco ente las mesas. Sus movimientos eran sensuales, con aleteos de manos, cimbrear de caderas, vuelo de faldas… El sudor les corría por el cuello y el pecho, haciendo brillar su piel morena. Los militares no pudieron resistirse al impulso de acompañar el baile con sus palmadas. Aquella danza era una alegoría de las ganas de vivir, de la esperanza, que contagiaba hasta a las más viejas. Incluso la olvidada Dama Ívix sonreía en su rincón.

El baile terminó entre aplausos y vítores. Las fatigadas danzarinas miraron a los militares, y con aire travieso empezaron a corear:

—¡Qué canten…! ¡Qué canten…!

Pronto fueron secundadas por los más pequeños y alguna que otra achispada matrona.

—Menuda encerrona —murmuró Verena, fingiendo disgusto—. Coronel, ¿te sabes la de Mi avión vale un cojón?

—¿El himno oficioso de los pilotos de CORA? No coincidí mucho con esos chalados. ¿Qué tal la de El almirante y el gandulfo en celo?

—Si no nos echan por guarros…

Verena resultó tener una aceptable voz de contralto y Daniel no se defendía del todo mal como bajo. Obsequiaron a su auditorio con un repertorio selecto de canciones cuarteleras que provocó que más de una se tapara las orejas, aunque en realidad se estuvieran partiendo de risa. Daniel no recordaba cuándo fue la última vez que había coreado esas melodías en torno a un fuego o en una ruidosa cantina. Los comandos de quienes las había aprendido estaban ahora criando malvas en junglas y páramos esparcidos por el cosmos. Otros tiempos, sí, cuando era joven y todavía le quedaba ilusión y curiosidad. Como ahora. ¿Qué le estaba pasando?

De repente las risas cesaron. Un rapazuelo entró corriendo a toda prisa y fue directo hacia la supervisora. Intercambió con ella unas atropelladas frases y en la faz de Areta Mírix se dibujó el fastidio. Dio unas palmadas para llamar la atención.

—Viene la Policía. Rápido, recoged las cosas mientras los entretenemos abajo. Ya sabéis dónde ponerlo todo.

No sólo los más pequeños pusieron cara de decepción. Areta se dirigió a los invitados, sinceramente compungida.

—Lamento infinito que tengamos que cancelar la fiesta, pero alguien ha debido de soplar a la poli que había matanza y vendrán a requisar cuanto puedan para el mercado negro, con la historia de que no cumplimos las ordenanzas sanitarias. Tenemos todos los papeles en regla, pero eso no detendrá a… ¿eh?

Daniel la interrumpió. Hizo unos gestos en lenguaje de batalla y Verena asintió.

—¿Cuántos vienen, señora?

—Un inspector y cuatro gendarmes, como de costumbre. Es lo habitual. ¿Se puede saber qué están tramando?

—¿Confía en nosotros, Areta?

La supervisora miró al coronel, indecisa. ¿En qué diantre se iban a meter ahora? Pero decidió apostar por sus nuevos aliados.

—¡Eh, parad un momento! —gritó, y las mujeres se detuvieron—. El coronel quiere deciros algo —miró a Daniel—. Son todas suyas.

—Gracias, Areta.

Daniel se situó en el centro del patio, justo donde habían apiolado al marsopatudo. Verena se situó a su lado. ¿Quién dijo que la estancia en Baharna iba a resultar aburrida?

—Escúchenme, por favor —Daniel estaba acostumbrado a impartir órdenes, y captó de inmediato la atención general—. Ustedes nos han invitado, y hemos contraído una deuda. No podemos consentir que les estropeen su fiesta estando nosotros delante. ¿Nos permiten echarles una mano?

Desde que nacieron, las draquis se educaban en el temor a la Policía comunera. Era algo que llevaban en la sangre, podría decirse. Enfrentarse a un uniforme, o llamar la atención, sólo significaba problemas y represalias. Pero aquellos extranjeros habían compartido con ellas la comida y las canciones. Y todas estaban hartas de abusos. Las más jóvenes respondieron que sí en voz alta. Ni siquiera las mayores, las que más habían sufrido, se atrevieron a disentir. Había algo atrayente en aquella pareja, que inducía a creer en ella.

—Bien —prosiguió Daniel—. Por favor, dejen todo como estaba. ¿Por dónde entrarán los gendarmes? ¿Por ahí? Abran un pasillo hasta el centro del patio. Traten de comportarse con naturalidad; nosotros nos ocuparemos del resto. Lina, tú y unos cuantos amigos llevaos a casa a Dama Ívix, no sea que nos salga con algo extraño y la caguemos a última hora.

La anciana hizo una reverencia y se retiró dignamente, escoltada por una tropa de chiquillos más contentos que unas pascuas por estar cumpliendo una misión. Mientras, ante la sorpresa general, los corpos se calaron los cascos, activaron los visores, destrabaron los subfusiles y manipularon unos controles en sus muñequeras. Los trajes comenzaron a cambiar espectacularmente de color.

—¿Qué tal un entorno urbano 5? —preguntó Daniel, mientras su traje se cubría de rectángulos en distintos matices de gris.

—Anodino. Y los de alta montaña cantan demasiado, tan blancos —repuso Verena, después de probarlos.

—¿Y éste? Desértico, tipo 18.

—Prefiero no saber en qué desierto se necesita un camuflaje así, con estas bandas negras y granates. Pero tienes razón: queda majo. ¿Me lo arremango?

—No te pases, que se van a dar cuenta de que vamos de coña. —Daniel se dirigió a los demás, que se habían quedado embobados ante aquella especie de camaleones gigantes—. Y ahora, si hacen el favor de colocarse ahí, y por ese otro lado…

El inspector segundo Remigio Taríshix marchaba alegre, anticipando un buen botín. Las rencillas existentes entre las diversas corralas draquis, convenientemente fomentadas a cambio de favores diversos, eran la mar de rentables. Siempre había algún resentido dispuesto a vengarse por cualquier tontería, dando el chivatazo sobre alguna actividad a la que se podía sacar partido. Con un poco de suerte, los pillarían con las manos en la masa.

Era una pena que sus superiores pusieran cada vez más reparos a las inspecciones, por aquello de quedar bien ante la Corporación y poder solicitar más subvenciones. En cuanto se integraran en el Ekumen habría que hacer borrón y cuenta nueva, quemar unos cuantos ficheros comprometedores y poner cara de no haber roto jamás un plato, pero que le quitaran lo bailado a él y a sus hombres. A cambio de conceder permisos, o simplemente de garantizar que las corralas no sufrieran las visitas de elementos incontrolados, los draquis accedían a lo que fuera. Si uno ejercía la adecuada presión, podía degustar los manjares más exquisitos (qué bien cocinaban aquellas individuas) o las mozas más complacientes. Bueno, no siempre iban de buen grado, pero ahí radicaba la sal de la vida.

Taríshix llegó a la Corrala Grande y entró en el patio principal. No se veía un alma, qué curioso. Normalmente las supervisoras les salían al encuentro para tratar de ablandarlos, tras lo que seguía un entretenido regateo. Sintió crecer en él la excitación. Si el informante no les había fallado, quizá tuvieran la suerte de irrumpir en una matanza de verdad. Era difícil atraparlas in fraganti, porque siempre se enteraban a tiempo y lo escondían todo. Ordenó sigilo a los gendarmes y consultó el plano del edificio. Una vez descifrado aquel galimatías, señaló uno de los pasillos y subieron por la rampa. Al cabo de un minuto comenzó a oírse el bullicio, e incluso retazos de algunas coplillas. Los gendarmes se miraron entre sí, con evidente alborozo. Iban a recoger un botín de primera. Seguro que las muchachas no estarían escondidas, como de costumbre, y podrían divertirse un poco con ellas. Y si no, que se atuvieran a las consecuencias.

Las más optimistas previsiones de Taríshix parecían cumplirse. Llegaron a un patio lleno de mujeres en plena fiesta, que no se habían percatado aún de su presencia. «Qué barbaridad, cuánta comida. Y luego van y me lloran con lo mal que les va la vida, los sueldos de miseria de sus hombres… Pues se os va a caer el pelo, tías». Taríshix entró en el patio, alzó el brazo derecho, carraspeó y exclamó con tono autoritario:

—¡Policía! ¡Repórtense!

Nada más oírlo las mujeres, como en una coreografía ensayada, se retiraron unos metros. Taríshix se encontró de sopetón ante un par de comandos corporativos que se dirigían hacia él armados hasta los dientes. Se quedó boquiabierto y su estupefacción se convirtió en alarma cuando uno de ellos, el hombre, murmuró con tono ominoso:

—Teniente, cúbrame.

Los gendarmes retrocedieron unos pasos, dejando al inspector solo ante el peligro. El otro comando, una mujer, al tiempo que respondía «¡señor, sí, señor!» amartilló el subfusil y en el casco se encendieron unas luces y brotaron varias antenas. En realidad no servían para nada, pero acojonaban lo suyo.

Por parte de los militares, su único temor era el de estar sobreactuando y que no se les escapara la risa floja. Daniel se puso frente al inspector y lo saludó militarmente. Taríshix, completamente desconcertado y preguntándose dónde demonios se había metido, no parecía saber muy bien qué hacer con sus manos. Finalmente imitó como pudo el saludo y quedó, sin poder evitarlo, en posición de firmes y sudando copiosamente.

Daniel aguardó unos segundos para acabar de ponerlo nervioso. Cuando juzgó que estaba en su punto, habló:

—Buenos días, señor. Coronel Daniel Hintikka, responsable máximo del acuartelamiento de las FEC en Akrotiri. ¿A quién tengo el honor de saludar?

—I… inspector segundo Remigio Taríshix —logró responder. «¿El jefe de las FEC? ¿Qué coño pasa aquí? Como pille al informante, lo mato, por la gloria de mi madre».

—Encantado, inspector. Como sin duda sabrá, la Corporación está llevando a cabo una campaña de recogida de información sobre la convivencia entre las distintas etnias de Baharna —Daniel improvisaba sobre la marcha, pero después de lo del hospital, le iba cogiendo el tranquillo—. Nuestro Gobierno realiza un considerable esfuerzo económico y humano al mantener los programas de Ayuda al Desarrollo y nos agrada ver que se obtienen buenos resultados. Precisamente nos disponíamos a efectuar una encuesta en la Corrala Grande para constatar el grado de satisfacción de sus habitantes respecto a la Policía local. Tendremos en cuenta sus respuestas a la hora de otorgar las nuevas peticiones de financiación. Creo que ustedes solicitaron la actualización de su parque móvil, si la memoria no me falla. ¿No le habían advertido de ello? —Taríshix negó con la cabeza—. Vaya, debe de haber sido un error por nuestra parte. Imperdonable. Acepte mis excusas, por favor. Pero sin duda hemos interrumpido la misión que le ha traído hasta aquí, inspector.

Taríshix había ido empalideciendo conforme el coronel hablaba. La visita a la Corrala era por iniciativa propia, desde luego extraoficial. Hasta la fecha los jefes hacían la vista gorda, pero aquel sujeto hablaba de dinero y encuestas. ¿Iban a preguntar a los draquis lo que opinaban de la Policía? ¿La ayuda corporativa dependía de eso? Miró a las mujeres, y se dio cuenta de que por primera vez no le temían. Y desde luego no tenían pinta de haber olvidado otras visitas anteriores. «Tío, la has cagado». Deseó que se lo tragara la tierra. Los jefes no se iban a poner muy contentos si por su culpa los corpos enviaban una nota de protesta al Gobierno. Si definitivamente se habían acabado los buenos tiempos, podrían haber avisado antes, caray.

—La misión… —balbució—. Simplemente es una patrulla de rutina, pero ya nos íbamos. Todo parece normal.

—Ya lo hemos comprobado; esta gente tiene los papeles en regla. Si desea revisar los permisos…

—Confío en su palabra, coronel.

—Disculpe si ha existido solapamiento de competencias —dijo Daniel—. Lo comentaré con sus superiores, para que no vuelva a ocurrir.

—No… no se moleste, de veras —Taríshix se veía ante un consejo de guerra por lo menos—. Tenemos que marcharnos —los gendarmes también estaban deseando largarse de allí; en caso de bronca, seguro que la pagarían ellos, los de abajo.

—Es una pena, porque aquí son de lo más hospitalario. Lo haré figurar en los informes. ¿Desean ustedes tomar algo?

—Déjelo, estamos de servicio —repuso Taríshix, enfilando hacia la salida.

—Veo que son ustedes unos profesionales, con un acusado sentido del deber. Lamento que no se queden. Ha sido un placer, inspector.

—Igualmente, coronel.

—Pues nada, si pasan habitualmente por aquí probablemente nos encontraremos de nuevo. Queremos evaluar con detenimiento el proceso de pacificación, al que sin duda ha contribuido la gente como usted.

Daniel los acompañó hasta la calle, charlando amistosamente con el inspector. Lo único que éste deseaba era desaparecer de allí a toda prisa y rogar que aquel tipo no hiciera demasiadas preguntas en la Comisaría Central. En el patio, Verena se quitó el casco y puso en orden toda la parafernalia del uniforme.

—No lo ha hecho mal el coronel —le dijo a la supervisora—. Primero los asusta, luego los desconcierta y finalmente les ofrece una salida honorable y quedan casi como amigos. De todos modos, me parece que más de uno no dormirá tranquilo esta noche. La veo preocupada, Areta.

—Me pregunto si hemos obrado bien. Ustedes se irán dentro de un rato, pero los polis seguirán por aquí y tienen buena memoria.

—¿Teme represalias? No conozco demasiado a Daniel, pero se me figura que es un tipo legal. No creo que las deje tiradas.

Areta no parecía muy convencida. En ese momento regresó el coronel Hintikka, y fue recibido con vítores, como un héroe. Nunca habían visto a nadie que le plantara cara a un inspector y viviera luego para contarlo. Daniel se sorprendió por las muestras de cariño, y en ese momento se dio cuenta de lo que su acto significaba para aquella gente: alguien la defendía. También se fijó en la cara de la supervisora, y comprendió su zozobra. Habían irrumpido de improviso en sus vidas, y una acción impulsiva y quijotesca podía equivaler a una condena para los draquis. Tomó la única decisión posible.

—Areta, no le mentí al inspector. De hecho, tras las últimas maniobras y el reajuste de personal, soy la máxima autoridad militar corporativa en esta ciudad, por detrás del cónsul. Recibimos una serie de directrices de arriba, pero podemos interpretarlas con bastante libertad.

Daniel no iba a confesar ante la supervisora que, en su opinión, al cónsul y demás peces gordos les importaba un bledo lo que hicieran las tropas, siempre que no se pasaran de rosca. Las instrucciones eran, básicamente, patrullar Akrotiri con los republicanos y colaborar en mantener el orden público, y punto. Hasta la fecha se había ceñido a cumplir mínimos, porque a estas alturas, y tras una vida de patear mundos en guerra, a nadie le apetecía complicarse la existencia, pero ahora que lo pensaba, en ningún documento ponía que tuvieran que limitarse a vagar por las calles encerrados en una lata de sardinas con Alegría de la Huerta. Si hacía una interpretación generosa de sus competencias, pues… ¿Por qué no?

—Nos pagan por contribuir a la normalización de Baharna —prosiguió—, y supongo que eso incluye evitar que extorsionen a las minorías. Areta, haga correr la voz de que vamos a recoger denuncias sobre abusos y malos tratos. ¿Permitirían el libre acceso de nuestros soldados a las corralas?

Areta lo miró detenidamente.

—¿Son figuraciones mías, o se ha inventado usted todo esto?

—Entre otras cosas, nos entrenan para improvisar. De acuerdo, les he metido en un embrollo y eso significa que he adquirido una responsabilidad hacia ustedes. La asumo con todas sus consecuencias. Verena, eres testigo de mis palabras.

—Te las recordaré, coronel. Ya le dije que era un tío legal, Areta. Y si no, que se prepare.

—Menuda ha organizado Lina sin proponérselo —dijo Areta, dándose por vencida—. Décadas de mantener apaciguada a la Policía, a hacer puñetas.

—Eso es lo malo de los planes a largo plazo: nunca funcionan —sentenció Verena.

—Cuando se corra la voz de que nosotros pululamos por aquí, no creo que les den mucho la lata. Eso sí, sugiero que ustedes tampoco los provoquen. Sé que llevan años abusando, pero no conviene presionar demasiado. La suya no es la única guerra que ha habido en el universo, y al final los verdugos tienen que acabar conviviendo con las víctimas, qué remedio. Tampoco nos llevamos mal con los comuneros, salvo algunos mandos militares, así que no nos podrán acusar de favoritismo. Y a la larga, las buenas relaciones acabarán beneficiando a todos.

—¿Nos subirán el sueldo por hacer horas extraordinarias?

—Qué más quisieras, teniente. En resumen, Areta: necesitaríamos un informe de la situación real de su comunidad, y que nos avisen si realmente alguien, comunero o de los nuestros, se propasa.

—En tal caso, podríamos enviar a Ild Qu para que salude a los infractores y les presente sus respetos —dijo Verena—. El pobre se tiene que aburrir como una ostra, sin poder ejercer sus talentos.

Areta Mírix se lo pensó. ¿Confiar en aquellos locos? Bueno, no podía ser peor que la situación actual, siempre pendientes de las incursiones policiales. Y ella también sabía improvisar; era una superviviente nata.

—A usted nos encomendamos, Daniel.

Areta le tendió su mano, y Daniel se la estrechó. Luego hizo lo mismo con Verena.

—Volvamos a la fiesta —dijo Areta—. Desde luego, se va a hablar de ella durante mucho, mucho tiempo. Por cierto, antes de irse no se olviden de llevarse unos cuantos embutidos para sus compañeros. Se lo han ganado.

—¿Es un intento de sobornarnos, Areta?

—Por supuesto.

—Me temo que voy a reventar. Oh, disculpad —Daniel Hintikka contuvo a duras penas un eructo—. Si no salgo de ésta, al menos la habré diñado por una buena causa.

—No exageres, Daniel. La carne de marsopatudo es muy digestiva; lo leí en una revista.

—Si tú lo dices, Areta…

—Voy a tener que pasarme una semana machacándome en el gimnasio para recuperarme —murmuró Verena, cuya faz lucía un tanto congestionada, a pesar de que la batería de defensas implantada en su organismo había neutralizado el efecto del alcohol y otras sustancias espirituosas ingeridas en cantidad excesiva.

—Es inútil, amiga mía. El mundo es injusto con nosotras. Los hombres pueden reducir la tripa si los ponemos a trabajar, pero a nosotras los pecados de la comida se nos acumulan en el culo, y no hay forma de remediarlo. Un instante en la boca, y una eternidad en el pandero. Que me lo digan a mí…

Areta parecía algo achispada, aunque controlaba bien. Daniel estaba sorprendido por la capacidad de aguante de la supervisora, fruto de la práctica, no de la tecnología médica.

Con pena, dejaron la fiesta justo cuando el atardecer teñía de tonos cálidos las vetustas piedras de la Corrala. En el centro del patio habían encendido una hoguera, y el fuego hacía brotar chispas de luz de las paredes, donde danzaban las sombras.

Poco a poco fueron llegando los hombres, casi todos jóvenes y morenos; no habían sobrevivido demasiados varones maduros a los rigores de la postguerra. Al principio miraban a los militares con sorpresa y recelo, pero conforme las mujeres les explicaban lo sucedido aquel día se relajaban y actuaban con naturalidad. Algunos los saludaron, incluso.

Daniel y Verena asistieron al espectáculo, antiguo como la Humanidad y siempre complejo, de las relaciones entre sexos. Como en una batalla, las estrategias se iban perfilando, en un ritual eterno de seducción. Las matronas se retiraban discretamente, refunfuñando sobre la liberalidad de las costumbres de hoy, mientras que hombres y mujeres se reunían en grupos separados, y se enzarzaban en una especie de esgrima verbal de puyas y agudezas que provocaban risas, ayudado todo por la bebida. Más tarde, aquella suerte de combate ritualizado iría cambiando. Los corrillos se desharían, y las parejas buscarían los rincones más apartados del fuego, iluminados apenas por las llamas. Al final, bajo la luz de las estrellas, repetirían el mismo juego que la especie humana venía practicando desde que, millones de años atrás, a un mono se le ocurrió la brillante idea de dejar la comodidad de los árboles y comenzó a complicarse la existencia.

Los militares comprendieron que ya empezaban a estar de más. También habían prometido pasarse por casa de Lina así que, acompañados por Areta, entraron en la red de corredores, no sin antes despedirse efusivamente de las mujeres y ser obsequiados con un sinfín de embutidos que a duras penas acomodaron en las mochilas.

El paseo por las entrañas del edificio estuvo presidido por el buen humor. A estas alturas ya se tuteaban como si fuesen viejos amigos, y se cruzaban bromas sobre los abusos alimentarios y la celulitis cada vez que atravesaban un corredor particularmente angosto.

Finalmente llegaron a un pasillo largo y bastante ancho. En lo alto, el techo dejaba entrever un pedazo de cielo, que iba tornándose añil conforme se acercaba la noche. Los contrafuertes de las paredes daban al conjunto el aspecto de un inmenso costillar abierto, y las amarillentas luces eléctricas arrancaban de piedras y cristales destellos de sangre licuada y oro.

Ocultos por los contrafuertes abríanse las puertas de las viviendas. La madera, de color miel, veíase un tanto ajada, como cubierta de polvo. A pesar de ello, se notaba que eran obra de artesanos que amaban su trabajo. No se hallaban dos iguales, y habían sido labradas en bajorrelieves con intrincados motivos geométricos. Daniel acarició con las yemas de los dedos la superficie de una de ellas. La sintió áspera al tacto.

—No le vendría mal un barnizado —comentó.

Areta puso cara de pedir disculpas.

—Es la zona menos cuidada de la Corrala, pero queda mucho sitio libre. Aquí reubicamos a los que nos llegan de otras ciudades, los desarraigados… —miró de reojo a Verena, pero ésta no hizo comentario alguno—. Lina y su abuela pueden habitar así una casa grande sin ser molestadas. Los mayores no pasan por aquí si pueden evitarlo, y a los críos les contamos historias de fantasmas.

Daniel hizo un signo casi imperceptible a Verena en lenguaje de batalla, y la teniente asintió. A ella también le llamaba la atención el tono que Areta usaba al referirse a las dos proscritas sociales: como si sintiese afecto por ellas e intentase por todos los medios ocultarlo. Estaban locos, aquellos draquis.

En ese momento se cruzaron con un viejo que caminaba encorvado, vestido de gris. Al ver los uniformes se encogió sobre sí mismo, asaltado por el miedo, pero se tranquilizó al ver a la supervisora y comprobar que no eran comuneros. Su cara volvió a sumirse en la apatía, y sacó una llave metálica del bolsillo del pantalón. Abrió y se metió en casa. Daniel logró echar un vistazo antes de que la puerta se cerrara. Creyó distinguir un par de habitaciones mal amuebladas y poco más.

—No parece una vivienda demasiado grande…

—Ese barrendero borrachín no se merece otra cosa —respondió Areta—. Al menos mantiene limpia la madriguera. La de Lina es aquélla —señaló con el dedo—: la mayor de este patio, casi ciento ochenta metros cuadrados para ellas solas.

Verena vio que la casa indicada estaba un tanto separada de las demás, que aparecían intercaladas entre las costillas de piedra.

—Siento curiosidad. ¿Cuál es la razón de esa diferencia de tamaño? ¿Estaban empeñados los constructores en fomentar la envidia entre vecinos?

—Manías de los antepasados —Areta se encogió de hombros—. No quiero aburriros con historias que ya no tienen sentido.

—Venga, Areta, no te hagas de rogar. Tampoco se lo vamos a contar a nadie —dijo Daniel.

Quizá fuera el vino lo que venció la resistencia de la supervisora a escarbar en el pasado. Se detuvo y su mirada recorrió las paredes. Los recuerdos afloraron, y esta vez no luchó por retenerlos.

—Dama Ívix y su nieta habitan la residencia del Custodio de los Dones. Sí, las otras puertas corresponden a los cubículos donde los elegidos para encarnar a los Dones en la Fiesta de la Regeneración aguardaban… Bueno, aguardaban que llegara su hora.

—Por lo que he podido entrever, parecen celdas —señaló Daniel.

—En parte sí, pero también eran idóneas para fomentar la meditación. Los sacerdotes elegían jóvenes de entre los siervos comuneros, de acuerdo con la textura de su piel, el cabello, el timbre de la voz, el olor corporal… Vivían aquí, como ermitaños, controlados por el Custodio, y cada uno terminaba identificándose con un Don: la Introspección, capaz de desentrañar lo oculto a los ojos; el Valor, sin el cual nada puede ser hecho; el Poder, que conduce a todos los seres a su justo término; el… Bah, os ahorraré el resto. Tras un año de aprendizaje, cuando llegaba la Fiesta se los llevaban fuera, al campo y en la última noche, en las tiendas de seda negra… —hizo un gesto ambiguo con la mano.

—Déjame adivinarlo —la interrumpió Verena—: los sacrificaban.

—No era tan sencillo. Los rituales tenían un profundo significado. Servían para que el mundo siguiera girando y la sociedad se mantuviera estable y pletórica de salud. A la larga no nos valió de mucho, ¿verdad? —Areta sonrió—. En un principio, se suponía que la ofrenda de la fuerza vital de esos cuerpos jóvenes, de esa sangre no contaminada, sería aceptada por los Poderes que hacían funcionar el universo. A la larga el ritual degeneró. Los Caballeros y los sacerdotes buscaban nuevas sensaciones y eran capaces de saborear el dolor ajeno, de apurarlo hasta los posos.

La mirada de Areta adoptó una expresión extraña, diríase que soñadora. ¿Nostalgia, reprobación…? Los militares no podían saberlo. Aquella mujer de apariencia tosca poseía una personalidad mucho más compleja de lo que su aspecto dejaba traslucir.

—O sea, que morían despacito —concluyó Verena.

—El ritual era muy elaborado, desde luego.

—Comprendo que los comuneros estuvieran un poco mosqueados con vosotros —sentenció Daniel.

—¿Por qué creéis que repudiamos las viejas costumbres? La guerra lo cambió todo. Hasta el más lerdo se dio cuenta de que los Poderes no residían en las fuerzas de la Naturaleza, sino en quienes empuñaban los fusiles. Baharna cambió y nuestro lugar en el mundo también. Deseamos que nuestros hijos tengan futuro y eso pasa por no mirar atrás jamás —había vehemencia en la voz de la supervisora, pero pronto volvió a adoptar un tono más reposado—. En fin, ya que no nos dejan derruir esta parte de la Corrala y otras semejantes, al menos se puede aprovechar. Tiene el inconveniente de las almas en pena de los sacrificados, o eso dicen, aunque yo no he visto ninguna. Es buena cosa: la zona se mantiene libre de curiosos. De vez en cuando acude de noche algún valiente, pero indefectiblemente sale de aquí corriendo, con los pelos de punta y contando espeluznantes historias de aparecidos.

—Suenas un poco escéptica —dijo Verena.

—Las luces y las mentes crédulas generan extraños monstruos… Por mi parte no le tengo miedo a los muertos. Los vivos suelen ser peores —bajó la voz—. Mucho peores.

Areta se acercó a la morada de Dama Ívix y golpeó la puerta con los nudillos. Antes del segundo toque, Lina les había abierto y los cogía de la mano para introducirlos en su hogar, radiante de felicidad.

La casa, en contra de su apariencia externa, resultaba acogedora. No había cantos ni esquinas en las habitaciones, sino arcos suaves y superficies redondeadas. El veteado de las paredes y la textura mórbida de la piedra infundían paz y tranquilidad. Aunque era casi de noche, un oculto sistema de espejos y prismas recogía la luz exterior y alumbraba los distintos cuartos; su intensidad se podía regular mediante unos pintorescos visillos. También había lámparas empotradas en la pared, que se conectaban mediante unos interruptores camuflados.

La planta no era demasiado complicada. La puerta exterior daba a un pequeño recibidor, y éste a un amplio salón con chimenea y todo. Las repisas y huecos en las paredes hacían innecesaria la presencia de muchos muebles. También había una cocina de considerables dimensiones, con quemadores de gas y diversas alacenas, un par de cuartos de baño y media docena de habitaciones. La casa parecía haber pasado por mejores días y quedaba un tanto desastrada aunque, eso sí, limpia. Parecía muy grande para tan menudas inquilinas.

Dama Ívix experimentaba ahora una fase de lucidez. Tenía todo el aspecto de un gnomo hacendoso y se empeñó en invitarlos a merendar. Daniel y Verena, que iban un pelín cargados a estas alturas, trataron de negarse con todas sus fuerzas. Tras un largo tira y afloja se llegó a una solución de compromiso y se quedaron un ratito a tomar café.

La anciana se retiró a la cocina a bregar con la cafetera. Mientras, en el salón, la conversación derivó a un interrogatorio inmisericorde por parte de Lina. Probablemente, si no se explayaba más era porque la supervisora la miraba de reojo de vez en cuando. Sin saber cómo, salió el tema de la vida cuartelera, y el coronel Hintikka relató algunas anécdotas sobre los problemas de convivencia habidos a lo largo de su carrera, especialmente los ronquidos de algunos compañeros de fatigas.

—En resumen, cuando se comparte litera los que roncan siempre se duermen primero; debe de ser alguna ley cósmica. Menos mal que los oficiales disponemos ahora de habitaciones privadas —concluyó—. Caramba, este café es magnífico —dijo, al oler el delicioso aroma que emitían las tazas de porcelana que Dama Ívix acababa de traerles en una bandeja de alpaca—. ¿Lo cultivan aquí, o viene del mercado negro? Pueden confesarlo; no será usado en su contra —añadió, de buen humor.

—Quien me lo vendió aseguró que es Colombia auténtico —dijo Dama Ívix, con gesto pícaro. Dejó la bandeja en la mesa, se sentó en una silla de anea y se sirvió una taza. El pulso no le temblaba—. Hablaban ustedes de los problemas de espacio que padecen en el cuartel, ¿no es así?

—De sargento para abajo sí que están un poco achuchados, pero nos apañamos —terció Verena—. Como nos envíen otro contingente, vamos a tener que meter catres en el gimnasio o recurrir a las tiendas de campaña.

—Unos tanto y otros tan poco —Dama Ívix sonrió—. Aquí nos sobra sitio, y… Pero sírvase otro café, hombre, no sea tímido —dijo, al ver la cara de pena que se le había quedado a Daniel mirando su taza vacía.

—¿Por qué no os venís a vivir con nosotras? Tenemos habitaciones libres —dijo Lina, de repente, y prosiguió, muy seria—. Además, nosotras no roncamos, palabra de honor.

Todos miraron a la niña, perplejos. Lina volvió a insistir en lo mismo, plantada ante Daniel y Verena con expresión de súplica, hasta que Areta la cortó, tajante.

—Basta de disparates, nena.

—Por mí no habría inconveniente. No estaría mal tener un hombre en casa, para variar —Dama Ívix parecía encontrar muy divertida la sugerencia.

—Eso, a seguirle la corriente, como si Lina lo necesitara —Areta se enojó—. Hija, ¿no ves que ellos tienen que quedarse en su cuartel? ¿Verdad, coronel?

Daniel se lo pensó un momento antes de responder.

—Es curioso… No me lo había planteado antes, pero la misión en Baharna está reclasificada como de tipo 5 desde hace unas semanas, cuando nos bajaron de categoría. El planeta es cada vez más seguro; no nos hallamos en alerta de combate —Verena asintió—. Con la ley en la mano, nada nos obliga a vivir acuartelados. Podríamos residir en un hotel, o alquilar casa… Pero somos aves de paso; para cuatro días que vamos a permanecer aquí, no merece la pena.

—¡Entonces podríais mudaros! La abuela sabe hacer muy bien de comer y yo ayudo a barrer, fregar…

—Tozuda criatura, ¿eh? —Areta se exasperaba por momentos—. De todas las ideas absurdas…

—Has dicho que no lo tenéis prohibido. O sea, que os podéis quedar —afirmó Lina, muy seria.

—Bueno, yo…

—Me temo que estás perdido, coronel —sentenció Verena.

Efectivamente, Lina, ante la mirada benévola de Dama Ívix y la de circunstancias de Areta, se dedicó todo el rato a lanzar indirectas (y no tan indirectas) tratando de seducirlos, loando las bondades de la vida hogareña.

Al final los dos militares lograron escaparse, porque si no iban a regresar a las tantas y veían que la anciana comenzaba a ensimismarse. Areta los acompañó hasta la salida de la Corrala Grande y los contempló mientras se iban. Lo que pasó por su mente en esos momentos, ¿quién podría decirlo?

Tras comunicar con la base, desde allí les enviaron un pequeño vehículo que los recogería en las afueras del barrio. Ambos militares se apresuraron a salir de allí guardando las precauciones de costumbre, aunque nada parecía querer amenazarlos. No había farolas, como en las zonas comuneras; las luces estaban encastradas en la piedra, protegidas por vidrios ahumados polícromos dotados de visillos móviles. La brisa, al menearlos, creaba unos juegos de leves sombras onduladas que imitaban un fondo marino. Los colores no se repetían, y se disponían tan sabiamente que se pasaba de unas zonas rojizas, como el atardecer de un día ventoso, a otras con cálidos tonos turquesa. La piedra parecía desperezarse al compás de los reflejos.

Cuando salieron del barrio, un transporte ligero los estaba aguardando. El soldado al volante no disimulaba su cara de aburrido, aunque se puso más contento que unas pascuas en cuanto le regalaron una botella de vino y unas salchichas de las que sobraron tras la matanza. El vehículo arrancó y se relajaron por fin.

—Muy bonito todo —confesó Verena.

—Sí, ideal para los turistas. En cuanto abaraten el viaje MRL se forrarán. Ojalá no lo echen a perder.

—Te confieso que me gustaría visitarlo con más calma. Tal vez cuando me jubile…

—Sin ánimo de ofender, me has recordado al general Gonzaga —comentó Daniel maliciosamente.

—¿El que la palmó en Mundoarca? —Daniel asintió—. Oí hablar del caso. Dicen que quiso sacar una holofoto de una catedral y cayó en una trampa cazabobos.

—Yo fui testigo del suceso. Qué tiempos aquéllos, bajo las órdenes del capitán Benigno Manso… Aquel inútil de Gonzaga quiso tener un recuerdo del templo más sagrado de la Iglesia Atea y…

—¿La qué? —preguntó Verena, perpleja.

—La Iglesia Atea, mujer. No he visto en mi vida fanáticos más cerriles, salvo en Erídani. Eran feroces monoteístas, que tras muchos debates filosóficos concluyeron que el peor insulto contra la inteligencia y omnipotencia divinas era la credulidad ciega. Por tanto, se hicieron ateos. Yo tampoco lo entiendo, créeme. En fin, el general buscó el mejor encuadre, puso la cámara en automático, se situó, posó, sonrió…

—Y le tiraron una pared encima.

—Más exactamente, un bloque de granito de varias toneladas. Tuvimos que retirar sus restos mortales con espátula y fregona. Al menos, con el dinero que un periodista nos pagó por las fotos, organizamos una memorable fiesta a su salud —concluyó Daniel; su expresión era soñadora.

—Gonzaga no era comando, ¿verdad?

—Obviamente. A los demás nos acusaban de paranoicos, pero con motivo. Y a pesar de eso… A la mujer del capitán Manso se la cargaron en una emboscada en un templo de Erídani, y mira que aquella tía tenía tablas.

Callaron unos minutos, cada uno pensando en los amigos caídos a lo largo de tantos años, mientras recorrían las amplias avenidas de los barrios comuneros. Al final Verena rompió el silencio, palmeándose satisfecha la barriga.

—Estuvo bien la fiesta, ¿eh?

—Ajá. No recuerdo haberme encontrado tan relajado desde que me enrolé.

—Demasiado, diría yo.

Daniel captó el reproche implícito en esas palabras.

—No voy a volverme atrás. Esa gente confió en nosotros sin reservas y sería un crimen defraudarla.

—Perdona si sueno crítica, Daniel, pero tus buenos propósitos no valen nada frente a las directrices superiores. En cuanto los jefes ordenen que nos inhibamos en los conflictos locales, los draquis de la Corrala se quedarán con el culo al aire, por mucho que tú…

Daniel la interrumpió con un gesto.

—Ya lo he tenido en cuenta. Recuerda que esto es el quinto pino galáctico, y la Corporación tiene otras cosas de qué preocuparse ahora mismo; evitar que el Imperio nos machaque, por ejemplo. En cuanto a las autoridades republicanas, lo que menos desean es enemistarse con nosotros. Los suministros y la ayuda humanitaria que les aportamos han provocado cambios irreversibles en la sociedad: televisión, mejores hospitales, telefonía móvil… Ya no pueden volver atrás, así que los tenemos cogidos por los huevos. Si obramos con tacto, creo que podremos movernos con cierta libertad. Además, los problemas de racismo no se dan con los jefes y oficiales, sino más bien con los mandos medios, y a éstos podemos manejarlos.

—Quién te ha visto y quién te ve… Desde que estoy aquí, sólo te he oído proferir quejas contra lo absurdo de nuestro papel en Baharna, y de repente te embarcas en un proyecto para salvar a los draquis de la opresión, y lograr que todos en Akrotiri se amen como hermanos —la expresión de Verena era un tanto burlona.

Daniel se encogió de hombros.

—En los primeros meses sí que teníamos las ideas claras. En algunas provincias la guerra civil aún quedaba muy fresca y salvamos bastantes vidas simplemente estando ahí, interponiéndonos. Poco a poco los ánimos se tranquilizaron, el Ejército y la Policía de la República se profesionalizaron, salvo deshonrosas excepciones, y nos fueron relegando a misiones sin sentido. La abulia de los jefes se nos contagió, y… Bueno, ya conoces el resto. La importancia relativa de nuestro contingente ha ido menguando hasta el punto de que alguien como yo ha quedado al mando, tan sólo por debajo del cónsul. Y eso me otorga cierta capacidad de maniobra. Probablemente, sin el incidente de Lina todas estas ideas no se me pasarían por la cabeza, pero las cosas suceden, y a lo hecho, pecho. Al menos, será bueno para la tropa: tendrá unos objetivos definidos. Hablaré seriamente con el ordenador, para cuidar de no violar ninguna absurda ley local.

—Se te ve más ilusionado que un niño con zapatos nuevos —Verena sonrió.

—Ya me dirás; después de meses de pasear en blindado con individuos como Prevenido o Zascandil, que en paz descansen, cualquier novedad es bienvenida.

—Seguiré ejerciendo de abogada del diablo. Tú te retiras dentro de nada. Lo más probable es que quien te sustituya pase olímpicamente de follones entre draquis y comuneros, y por aquí hay tipos muy vengativos, como el poli que… Eh, Daniel, baja de las nubes, que te estoy hablando.

—Tendré que solicitar una prórroga del contrato. En tal caso, no creo que me destinen a otro lugar; conociendo a los burócratas y su tendencia a prolongar situaciones…

Verena entornó los ojos.

—Estás hablando en serio, tío —Daniel la miró y compuso un gesto de disculpa—. No, si al final vas a tener sentimientos y todo… ¿O tal vez es la caridad cristiana?

Daniel hizo amago de golpearla con el canto de la mano.

—Oye, sin faltar, que yo no me he metido contigo.

—¿Qué te apuestas que al final te mudarás a la Corrala? ¡Oh, paladín de los desvalidos! —Verena se tronchaba de risa.

—No digas disparates, mujer. Es una posibilidad teórica, un ejercicio mental, no más. El que aquella gente nos ofreciera hospitalidad no es motivo para que yo…

—Sí, sí, teórica…

—¿A que te doy? ¿Me crees tan loco como para irme allá?

—¿Quieres una respuesta franca u otra diplomática?

Y así, entre bromas y puyas, llegaron al cuartel.

Semana y media más tarde, el coronel Daniel Hintikka, ante el asombro de propios y extraños, alquiló una habitación a Dama Ívix y se fue a vivir a la Corrala Grande.