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[…] Y nuestros soldados, gloria de la Patria, espejo de virtudes, velarán por sus madres, sus hermanas, sus esposas, protegiéndolas de las asechanzas del pérfido y vil enemigo. Éste, con crudelísima saña, tratará de mancillar con su ponzoña cuanto de bueno, de hermoso, de sagrado y de justo existe en el mundo […]. Pero nuestros nobles mílites lo impedirán. Los bravos pechos de los hombres se alzarán cual muralla inexpugnable, en la que se estrellará el vesánico odio del enemigo […]. Pues los dioses siempre estarán con los justos, y el alma de quien cayere en la batalla será recogida por angélicas criaturas y elevada a la Gloria, para descansar en el Paraíso de los Héroes. Su luz, pura como la de las estrellas, iluminará nuestros corazones y los confortará, como un bálsamo de esperanza. […]

FUENTE: Malávix, S. G. (4717ee). «Fragmentos escogidos de arengas guerreras». Ed. Destino, Akrotiri, Baharna.

Vinieron los sarracenos

y nos molieron a palos,

que Dios ayuda a los malos

cuando son más que los buenos.

FUENTE: Anónimo. Antiguo poema castellano de la Era Preespacial.

—Te noto demasiado despreocupado, Daniel.

—Tranquila Verena; sé lo que me hago.

—Tú dirás lo que quieras, pero no pueden ser tan tontos como los pintas.

—Confía en mí. Si existiera un campeonato de incompetencia militar, los republicanos lo ganarían de calle.

—De acuerdo coronel, tú mandas.

—Desde que abandonamos el Parador no haces más que quejarte, Verena. Encima de que puedes llorar por un ojo…

Verena Gray suspiró y bajo del agrav de un salto, sin hacer ruido. Aquellas maniobras le parecían un despropósito, pero si los jefes se empeñaban en seguir adelante, pues allá ellos. Una guerra de pacotilla resultaba demasiado bonita para ser verdad. Se alisó el uniforme, confeccionado con una vulgar tela basta de color caqui con manchas marrones (menos mal que no les habían encasquetado trajes a la moda de Baharna). Se acomodó la mochila y demás arreos de forma que no estorbaran los movimientos. Acostumbrada a cargar con un equipo que en ocasiones pesaba casi tanto como ella, lo de ahora se le antojaba un pícnic. Finalmente echó un vistazo a las armas con cierta aprensión.

—Menudas piezas de museo. Si se descuidan, un poco más y tenemos que ir con cota de malla y mandoble…

—No seas agonías, Verena. Son copias de subfusiles de asalto CETME TL-80, de inicios de la era espacial.

—Total, sólo hace unos cuantos milenios de eso. ¿Hay que meter la bala y la pólvora por la boca con una baqueta?

—Menos coña; los cargadores están bien —replicó Daniel mientras los probaba todos. A pesar de sus protestas, Verena lo imitaba con destreza.

—Y por supuesto las balas son de goma, para no hacer pupa a los aguerridos comandos —Verena semejaba la viva imagen del desconsuelo.

—Sí, yo también echo de menos unos buenos proyectiles de carga hueca, para volarle la cabeza al fantasma que nos dio el espectáculo en el bar —murmuró Daniel.

Verena lo miró y sonrió.

—Desde luego, si tu plan funciona les vamos a comer la moral, pero como salga mal seremos el hazmerreír de todos. ¿No crees que los subestimas?

—Llevo ya unos cuantos años en este planeta de locos, mujer. Te habla la voz de la experiencia.

—Al menos, los chicos te lo agradecerán. Te los has metido en el bolsillo, mi coronel.

Daniel así lo esperaba, pero consideraba que se lo merecían. La verdad era que lo habían tomado por chiflado cuando propuso que sólo los oficiales y suboficiales de mayor rango se encargaran de incordiar a los republicanos, pero a los soldados rasos les encantó pasarse unos días más de propina en el Parador a gastos pagados, tocándose las pelotas mientras los jefes daban el callo. Sobre todo si se tenía en cuenta que un mes antes estaban pateando los brezales de Nueva Hircania a la caza de fundacas emboscados, que no eran precisamente unos angelitos.

—Sin embargo… —Verena no parecía convencida—. El hecho de que entremos sólo seis patrullas de cuatro individuos contra varios miles de heroicos republicanos es un vacile apoteósico.

El coronel Hintikka acabó de colocarse sus arneses. Miró a Verena a los ojos, muy serio, pero enseguida sonrió.

—Te resumiré mis razones, querida. Primera, los grupos pequeños son más manejables y se notan menos. Segunda, es una buena manera de que vosotros, novatos, os familiaricéis con el entorno. Tercera, nuestro deber es servir de blanco a los republicanos; pues bien, se lo vamos a poner tan difícil como en la vida real. Cuarta, esos tipos deben aprender que el éxito no siempre va asociado a la superioridad numérica. Y quinta y principal, no hay nada que más me apetezca en el mundo que bajarles los humos…

—Me has convencido. Hablando de humos, alcánzame una pastilla de combustible y un poco de corcho. Ay, seguro que ellos tienen tintes y colorantes de marca…

—Hay que volver a las raíces, mujer.

—Sin comentarios.

Los cuatro militares empezaron a tararear una musiquilla guerrillera mientras, de buen humor, procedían a quemar corcho y con él se embadurnaban cara y antebrazos. Una vez concluido el maquillaje, cada uno intercambió con su pareja un saludo de reconocimiento en la oscuridad; en el caso de Daniel y Verena, tres palmadas en el hombro izquierdo y una en el trasero. Ild Qu y Skradda Vrañdl optaron por un apretón en cada brazo. Después repartieron las últimas consignas, contaron los últimos chistes y comprobaron el equipo. Las correas de arneses y fusiles estaban bien colocadas y no zurrían. Las mochillas habían sido insonorizadas con tiras externas de goma que las comprimían. Las cantimploras de material elástico habían sido vaciadas de aire, para evitar sonoros chapoteos. Los bajos de los pantalones, rodeados de gomas, se ceñían a las piernas para reducir el ruido del roce. Todos dieron unos brincos para comprobar que no hubiera piezas sueltas que delataran su presencia, como monedas en un bolsillo. Finalmente Daniel guió a los suyos al borde de la selva.

Y ahí se acabó el jolgorio. Los comandos corporativos se pusieron a trabajar.

Caminando en silencio, se separaron y situaron por fuera del sendero, tratando de pasar desapercibidos. No hablaban, sino que se comunicaban en lenguaje de batalla, un complicado código a base de gestos que todo comando tenía literalmente grabado en sus neuronas. Ya no estaban de turismo, así que ninguno se fijó en las bellezas que la Gran Fosa desplegaba ante ellos. Todos atendían a los gestos del coronel Hintikka, quien apuntaba si una planta era un buen escondite, algo comestible o una trampa mortal.

Verena, a su pesar, acabó aceptando que Daniel no exageraba en sus apreciaciones sobre el enemigo. Horas antes le había preguntado qué estrategia tenía pensada para tratar de localizar a los republicanos ocultos en la selva, ya que no disponían de radios, detectores infrarrojos, etcétera. Él había respondido que bastaría con seguir la pista de latas usadas de conserva, envoltorios de pasteles, chicles y demás desperdicios. En aquel momento le había parecido absurdo, pero ahora lo estaba comprobando con sus propios ojos. Suspiró. Tal vez las anécdotas que se contaban sobre los ejércitos no profesionales, con servicio militar forzoso, fueran ciertas después de todo. Por señas le indicó a Daniel que podría tratarse de pistas falsas, de una trampa. El coronel le respondió con un par de observaciones sobre el tamaño del cerebro de sus oponentes y volvió a reiterar que se fiara de él y se dejara de pamplinas. Verena se encogió de hombros y prosiguió con su silenciosa marcha.

Poco a poco las horas pasaron y cayó la noche. Por encima del dosel forestal los pájaros vela empezaron a entonar sus fascinantes cánticos saludando a las estrellas. Abajo, las plantas replegaron sus hojas, las protegieron mediante espinas, las enrollaron en una bola de púas o se enterraron bajo la capa de humus.

El anochecer era la hora de los depredadores. Aunque alguno había móvil, la mayoría recurría a las trampas, especialmente a las de tipo pegajoso. Los soldados pudieron ver a una bandada de cosas que parecían pelotas de fútbol revestidas de patitas rematadas por ventosas que ondeaban como flecos, caer en las ramas de un árbol mimoso y ser digeridas vivas. Extremaron sus precauciones.

Cuando la noche empezó a cerrarse, los organismos luminiscentes cobraron protagonismo. Los súbitos destellos con que aquellos seres trataban de buscar pareja o atraer a sus presas resultaban desquiciantes para los soldados. Fogariles que de repente se iluminaban a su paso, como espectros verdes; extraños árboles que habrían causado furor en una discoteca, con sus juegos de flashes estroboscópicos; ondas amarillas que recorrían la foresta sin causa aparente… Los hongos margarita, por su parte, al más mínimo roce los obsequiaban con un sonoro y polvoriento eructo de esporas. Daniel Hintikka había extremado las precauciones, pero aquel festival de luz y sonido crispaba los nervios del más pintado. Distraía la atención y los predisponía a pisar algún bicho indeseable o, cosa muy improbable, alguna trampa cazabobos tendida por algún comando republicano con dos dedos de frente, si tal cosa existía. Además, no podían ignorar el peligro de que sus pasos asustaran a la fauna y flora local y verse así delatados.

Finalmente llegaron al borde de una de las gradas de la Gran Fosa. La vegetación era allí más rala y podían abarcar una amplia panorámica. Daniel reunió a los suyos y señaló un punto situado a varios kilómetros de distancia. A pesar de la oscuridad y las luces cambiantes, Verena pudo ver que el coronel sonreía con aire satisfecho debajo de sus pinturas de guerra.

«De acuerdo, tú ganas», replicó, en lenguaje de batalla. «Aunque resulte increíble, han montado un campamento iluminado con un grupo electrógeno. Por los dioses, ¿dónde iremos a parar?»

En la lejanía, una mota de luz artificial brillaba con furia. A su alrededor había una zona de cinco kilómetros totalmente a oscuras. Sin duda, los republicanos debían de estar generando un ruido de mil demonios, para asustar de tal modo a las criaturas de Baharna. En conjunto, el campamento y sus alrededores ofrecían el aspecto de un siniestro ojo oscuro, con una pupila central que destellaba con furor demoníaco.

«Qué pena no disponer de un mortero», dijo Verena. «No creo que volvamos a tener unos enemigos tan a huevo en nuestra vida».

«¿Qué se ha hecho del decoro, de las buenas maneras?», añadió Skradda, que parecía bastante divertida. Por su parte, Ild Qu no entró en aquel diálogo silencioso y se limitó a arquear una ceja, como un leve reproche.

Tras analizar la situación, Daniel optó por descansar aquella noche y alcanzar a los republicanos al día siguiente. Un comando corporativo podía funcionar a pleno rendimiento varias jornadas sin dormir. Sin embargo, no tenía sentido arriesgarse innecesariamente y menos en una misión tan idiota. Lo mejor sería ahorrar energías, por si mañana tenían que entrar en modo de combate.

Los comandos devoraron unas raciones frías (a nadie se le ocurriría encender fuego tan cerca del enemigo), instalaron sus hamacas en lo más profundo de la espesura, bien lejos unas de otras y establecieron turnos de guardia para pasar la noche. Antes de dejarse vencer por el sueño, a Verena le pareció escuchar retazos de música que la brisa traía desde el campamento republicano. Murmurando que aquello no podía ser verdad, se quedó plácidamente dormida.

Los cuatro militares corporativos, bien ocultos en la espesura, dedicaron el día siguiente a observar las evoluciones de sus adversarios. Lo mismo estarían haciendo ahora otras patrullas en torno a los diversos campamentos republicanos. Había que obtener la máxima información posible, ya que atacarían por la noche. No les preocupaba tanto la infiltración en el campamento enemigo, sino lo que vendría después: la peliaguda tarea de exfiltrarse, algo que los comandos de todas las épocas odiaban. Llegar a un sitio, pasar a cuchillo a los centinelas, poner unas cuantas bombas y realizar sabotajes diversos no era muy complicado; lo peor era escaparse después, con el enemigo muy cabreado y buscando la forma de cazarlo a uno. Y si te pillaban, no cabía esperar merced. Ya lo habían comprobado en otros mundos. Con un poco de suerte, sólo te mataban.

Aunque la acción que los ocupaba ahora fuera una vulgar imitación de la guerra, el coronel Hintikka era un profesional concienzudo, al que no agradaba dejar cabos sueltos. Odiaba las chapuzas. Bien camuflado en la maleza, y convenientemente separado de sus compañeros, estudiaba al objetivo con cierta pesadumbre. Como diría Verena, los tópicos sobre los ejércitos con reclutillas resultaban certeros, por muy disparatados que sonaran a priori.

Daniel Hintikka se estaba quedando con las ganas de saltar en medio de los republicanos y pegarles un par de pescozones a sus instructores, para a continuación darles unos cuantos gritos y mostrarles algunos principios básicos del noble arte de salvar el pellejo, pero desistió. Al final se lo tomó con filosofía: aquello era como una representación teatral, una suerte de ópera bufa. Desde luego, si aquellos sujetos ganaron una guerra civil, ¿cómo tuvieron que ser sus contrincantes?

Dejando a un lado el hecho suicida de montar un campamento, con el magnífico blanco que ofrecía, para aquella gente parecía no existir la palabra frugalidad. Las tiendas de campaña eran inmensas, y las de los oficiales gozaban de instalación eléctrica, retrete y camas portátiles. Ello implicaba la necesidad de un buen número de transportes de suministros. Los cables, a modo de guirnaldas navideñas, dibujaban una telaraña de bombillas más propia de una verbena que de otra cosa. Las cocinas de campaña, las duchas, las letrinas prefabricadas y algún que otro receptor de radio completaban aquel monumental zurriburri; sólo les faltaba una tómbola donde el feriante anunciara la venta de boletos para llevarse una muñeca chochona. O un burdel, nada de extrañar en aquellos insensatos que renegaban de la homosexualidad y tampoco admitían mujeres en el Ejército. Ellos se lo perdían.

Una vez desayunada la tropa, los republicanos se dividieron en pelotones y se internaron en la selva. Daniel Hintikka reconocía que marcaban bien el paso y ofrecían un gallardo espectáculo, pero ¿cómo se les ocurría ir tan juntos y por el centro del camino? Eran el sueño de un francotirador o de un terrorista emboscado: un buen morterazo de 80 mm y caerían como bolos. Incluso hasta un ciego podría acertar a unos blancos tan escandalosos. Era increíble a qué distancia podía captarse el repiquetear de las monedas y llaveros en los bolsillos, el chirriar de los arneses y el chapoteo del agua en las cantimploras medio vacías.

Mientras sus compañeros estudiaban el campamento, Daniel siguió a prudente distancia a la tropa excursionista. Cuando empezaron los ejercicios, ratificó que los oficiales sufrían un empacho de películas bélicas de serie B: gritos, tacos, gestos adustos, malos tratos… Los instructores que Daniel tuvo en sus años mozos gritaban menos; era mejor no darles motivos para ello. Menos mal que no estaban aquí y ahora.

Por ejemplo, lo de «¡Cuerpo a tierra!» Aquellos soldados obedecían con cuidado de no lastimarse, buscando el sitio más adecuado; sólo les faltaba un cepillo para quitar el polvo del terreno. A un francotirador le daría tiempo a pegarles cuatro tiros antes de que tocaran el suelo. En las FEC, «¡Cuerpo a tierra!» significaba tirarse al suelo cagando leches y rezar porque debajo de ti no hubiera nada peligroso. Daniel recordó con una sonrisa nostálgica la primera vez que le tocó vestir un traje de camuflaje, una auténtica maravilla que se adaptaba al entorno haciendo que un camaleón pareciera estridente a su lado. Para su desdicha, cuando dieron la orden de «¡Al suelo!» estaba bordeando una zona de matorral alto, así que cayó sobre lo que los exobiólogos de aquel planeta olvidado denominaban Xenogenista excelsa, y la tropa que tenía que patearse los brezales, aliaga hijaputa. Aquel arbusto, armado con pinchos de cuatro dedos de largo, tenía la simpática costumbre de hacerse una bola cuando se lo molestaba. Era un fenómeno digno de verse, aunque cuando uno estaba encerrado entre sus ramas maldita la gracia que hacía. Pasó un rato memorable, ya que debía permanecer inmóvil hasta nueva orden. Cuando pudo salir, gracias a la vibronavaja, tenía más arañazos que si lo hubieran metido en un saco lleno de gatos histéricos. Menos mal que el resistente tejido del uniforme se había llevado la peor parte, aunque había quedado reducido al estado de confeti. Recibió las felicitaciones de sus instructores por su capacidad de aguante y un florilegio de improperios y blasfemias por parte del furriel. Lo más suave fue: «¡Pedazo de cabrón! ¡Un traje mimeta nuevecito! ¿Sabes cuántos créditos cuesta uno, desgraciado…?» Ay, qué tiempos aquéllos. Al menos, se dijo, lograron enseñarles a comportarse, no como a estos pobres diablos.

A última hora de la tarde, tras tomar buena (y crítica) nota de los movimientos de los republicanos, se reunió con los demás y acordaron el plan de acción a seguir. Tras solventar las dudas, se pusieron manos a la obra. Había que prepararse; atacarían por la noche.

Los cuatro comandos se aproximaron al campamento republicano en silencio, como sombras. La oscuridad no era total, gracias al sinfín de bichos luminiscentes que poblaban la Gran Fosa. Daniel indicaba a sus compañeros, en lenguaje de batalla, cómo evitar asustarlos o ser devorados por ellos. De vez en cuando, algún ser hacía algo que les ponía los nervios de punta, como soltarles un escupitajo luminoso y salir volando. Era un fastidio, pero a pesar de los temores de Verena, la lujuriante explosión de vida que los rodeaba hacía que pasaran inadvertidos entre tanto fuego fatuo. Además, Daniel no creía que los centinelas fueran exobiólogos capaces de determinar cuándo un flash era provocado por la presencia de intrusos, en vez de ser un ritual de apareamiento. De todos modos, moverse por aquella jungla resultaba desquiciante.

Al cabo de un rato llegaron a las cercanías del campamento. Por fortuna, las actividades de los republicanos habían perturbado a la fauna local, que huyó despavorida. En solidaridad, los árboles también guardaban un digno silencio, con las ramas apagadas y replegadas en posición de defensa o letargo, esperando a que aquellos patosos dejaran durante un rato de hacer ruido para volver a funcionar. Para los corporativos, aquello era una auténtica bendición, un remanso de paz. Se dividieron en parejas y quedaron en encontrarse en un punto prefijado.

Daniel y Verena se toparon de inmediato con el primer centinela. El angelito dormía como un bendito y un hilillo de baba le caía por la comisura de los labios. Verena hizo un gesto explícito y Daniel tuvo que recordarle que, al fin y al cabo, estaban de maniobras y no era cuestión de despachar a aquel infeliz. Una pena, porque ocasiones como ésta no se veían todos los días. Pasaron de largo junto al durmiente, pensando que habría sido más humano degollarlo que dejarlo ahí para que lo pillara in fraganti un oficial. Aunque pensándolo bien, todos los jefes estarían roncando a pierna suelta. País de locos.

El segundo centinela estaba bien despierto, aunque vigilar, lo que se dice vigilar… Llevaba unos auriculares puestos, y daba unos pasos de baile sincopados que alternaban con saltitos. No lo hacía mal, desde luego. Daniel y Verena pasaron junto a él sin que se apercibiera de su presencia. Verena alzó la vista al cielo, suplicando a los dioses de la guerra que no se tomaran esto muy en serio. De todos modos, ya se había curado de espantos la tarde anterior, cuando comprobó que la presencia de los propios oficiales republicanos escondidos era delatada por el sonido de las alarmas de sus relojes de pulsera. Pensó en Ild Qu; a un asesino profesional como él le debía de estar costando lo indecible reprimirse ante tanta presa fácil.

Los dos comandos llegaron al corazón del campamento ocultándose lo mejor posible, algo problemático dada la profusión de bombillas y grupos electrógenos. Si no fuera porque todos estaban dormidos, lo habrían tenido muy crudo. Acostumbrados a lo clásico (entrar en territorio enemigo en la oscuridad con los visores IR, matar a los jefes, preparar unas cuantas trampas y salir de allá a todo cipote), aquel resplandor era desconcertante. Sin embargo, se pusieron manos a la obra. Tenían memorizado el plano del campamento (los republicanos eran animales de costumbres), y muy claro lo que debían hacer. Una vez concluida la faena se fueron tan silenciosamente como habían llegado. Se reunieron con Ild y Skradda y se marcharon de allá. El daño estaba hecho.

El coronel Marsuvarardo Deoforóvix se despertó al escuchar los pitidos de su reloj de pulsera. Aún estaba oscuro pero le gustaba madrugar. Era su deber ser el primero en ponerse en marcha, y dar ejemplo. Además le encantaba sorprender a los centinelas descuidados, ponerles el machete en la garganta y encasquetarles el correspondiente puro. Había que hacer de ellos hombres, sí, señor.

Deoforóvix se sentó en el catre y tanteó con los pies buscando sus botas. Otros oficiales preferían sacarlas fuera de la tienda, para no atufar el ambiente, un comportamiento que a él se le antojaba una debilidad mujeril. La peste no mataba a nadie, qué carajo.

Deoforóvix se extrañó. ¿Y sus botas? Juraría que las había dejado ahí… Cogió la linterna de bolsillo que, previsor, guardaba bajo la almohada, apretó el botón y se incorporó de un salto, con el corazón latiendo a más de ciento cincuenta pulsaciones por minuto.

Sus botas no aparecían por ningún sitio, pero lo peor no era eso. La ropa estaba esparcida por el suelo y toda, desde la guerrera hasta el más humilde calcetín, había sido sistemáticamente destrozada. Para mayor recochineo, con su propio cuchillo, que aparecía clavado en el piso, ensartando a unos calzoncillos no demasiado limpios. No había nada que fuera mínimamente aprovechable. Y con el calor que hacía en la Fosa no se le había ocurrido otra cosa que dormir desnudo.

Con la sábana y algunas tiras de tela logró confeccionar una indumentaria que recordaba vagamente a la de un senador romano, en versión zarrapastrosa. Durante todo el penoso proceso no paró de jurar, blasfemar contra toda la corte celestial y pensar en lo que iba a hacer con el responsable de aquel sabotaje. ¿Quién, de entre sus hombres, había tenido el valor de gastarle aquella broma de pésimo gusto? Una pena que el fusilamiento estuviese prohibido, pero el culpable se iba a enterar, vaya que sí.

Deoforóvix agarró el cuchillo, la única arma que le habían dejado (pobre del cabronazo que le hubiera robado el fusil…), y asomó la cabeza al exterior. Tomó aire y empezó a vociferar órdenes. Los pocos organismos luminiscentes que aún brillaban a la mortecina luz del amanecer, y que habían tenido un rato de tregua mientras los humanos dormían, se apagaron asustados. Los soldados despertaron de golpe, pensando que estaban siendo invadidos por todo un ejército y trataron de formar.

Tras unos minutos del más absoluto caos, por fin pudo hacerse una idea cabal de la situación. Era simple: había desaparecido toda la indumentaria que los soldados no llevaban encima, no quedaban armas (salvo las de los centinelas) y habían escamoteado los víveres. Las letrinas, grupos electrógenos, radios y demás habían sido saboteados a conciencia. Además, en una de las tiendas aparecía escrito con pintura de camuflaje: «CORDIALES SALUDOS DEL ENEMIGO».

Deoforóvix parecía a punto de sucumbir de un ataque de apoplejía, tal era su furia, pero en realidad se encontraba al borde del pánico. Dejando aparte el baldón que significaba para su carrera, sin duda decenas de comandos corporativos se pasearon por el campamento como Perico por su casa, entrando en las tiendas y saliendo tan ricamente. Y ahora estarían emboscados, aguardándolos. Echó una filípica exasperada a los centinelas, que los dejó más temblorosos que un flan y, aprovechando que habían resultado los mejor librados de la rapiña, les ordenó que exploraran los alrededores, para ver si daban con alguna pista que los llevara hasta lo robado.

No tuvieron que caminar mucho. A menos de cincuenta metros localizaron el botín. El campamento acudió allá en pleno, con el coronel Deoforóvix cagándose en los muertos de la Corporación cada vez que se clavaba un guijarro en la planta del pie.

Los atacantes habían tenido el mal gusto de arrojar ropas, armas, enseres y demás a las ramas de un árbol mimoso que se alzaba en el fondo de un barranco. La copa estaba apenas a medio metro de la cornisa y el bicho aquél se estaba dando el banquete de su vida. Por raro que sonara en un ser con pinta de árbol, diríase que lucía risueño y satisfecho. Deoforóvix dio la espalda al espectáculo y hecho un basilisco se encaró a sus hombres:

—¡A ver, centinelas de pacotilla! —su cara estaba roja de ira; una vena latía en su sien, como si fuera a reventar, y los tendones se marcaban en su cuello—. ¡Vosotros, inútiles, tenéis la culpa de todo por dejar que el enemigo se colara e hiciera este destrozo! ¡Me cago en la puta que os parió! —se dedicó durante varios minutos más a pormenorizar lo que opinaba de ellos hasta que logró calmarse—. ¡Y ahora os toca reparar vuestra falta! Tú, tú y tú, panda de maricones, ¡bajad ahí y recoged las cosas! ¡Y no subáis hasta que hayáis cumplido con vuestro deber!

El soldado Leónidas Aposemátix, uno de los señalados, echó un vistazo de soslayo al árbol mimoso. Las ramas de aquel monstruo, un gigante dentro de su especie, se retorcían como sierpes, mientras la ropa se iba disgregando a ojos vista. En ese momento una botella de plástico cedió ante los enzimas digestivos del árbol y estalló. La cerveza se desparramó por las ramas, burbujeando siniestramente, como un caldero de brujas. Un paquete de remolacha en conserva también había cedido, y su contenido, inquietantemente similar a carne sanguinolenta, se pudría aceleradamente, desprendiendo sutiles volutas de humo. Aposemátix tragó saliva.

—¡Venga, coño! ¿A qué esperáis, mamones? —gritó el coronel.

Leónidas Aposemátix pensó en el precio de la insubordinación y volvió a mirar de reojo al árbol. Éste había dado con una caja de cervezas y las botellas iban reventando una tras otra como pequeños géiseres. De repente, la idea de un consejo de guerra se le figuró incluso atractiva. También se percató de que, a diferencia del coronel y demás oficiales, él y los otros centinelas aún conservaban sus fusiles.

—¿Y por qué no baja usted, señor, para darnos ejemplo? —replicó, con una calma que le sorprendió.

La furia de Deoforóvix se disipó en un santiamén. Algo en la forma de hablar de aquel soldado le sugirió que mejor sería no volver a chillarle. Y ahora que lo pensaba, todos lo estaban mirando de forma poco tranquilizadora. Se enfrentaba a un motín, no cabía duda. Su deber era sofocarlo, pero el resto de oficiales y suboficiales no parecía estar precisamente por la labor. De hecho miraban fascinados al árbol mimoso que, mientras tanto, se lo estaba pasando bomba.

Al final, con unos cuantos palos metálicos, cordajes y alambres reciclados de las tiendas de campaña, pudieron rescatar algunas cosas de las garras del árbol mimoso. Los jugos digestivos habían corroído telas y plásticos, pero varias latas de conservas pudieron sobrevivir. Apelando a la buena voluntad y a la camaradería, pero a regañadientes, se redistribuyeron camisetas y pantalones, aunque no hubo forma de convencer a los centinelas de que prestaran sus botas a los oficiales. Tampoco se atrevió nadie a pedirles sus fusiles. Por tanto, el coronel Deoforóvix tuvo que improvisar unas alpargatas con tela sobrante de las tiendas. Afortunadamente los corporativos no dieron señales de vida, pero podían atacarles en cualquier momento. Sospechaba que sus hombres acogerían tal hecho como una liberación. Amablemente, le habían insinuado que ya tuvieron la dosis adecuada de tácticas guerrilleras y rigor castrense, y que agradecerían volver al Parador. Como tampoco disponían de radio ni brújulas, orientarse sería una tarea bastante ardua. En resumen, que no estaban para organizar emboscadas ni patrullas de reconocimiento. El coronel se tragó su orgullo y emprendió la marcha. Tampoco era fácil mostrar un aire marcial vistiendo un poncho confeccionado con una sábana y unos pantalones que no eran de su talla, por lo que tuvo que remangar las perneras y atárselos con una soga a la cintura.

Al cabo de medio día de marcha, los oficiales daban lástima. A pesar de la protección, sus pies estaban llagados y llenos de ampollas, la sed hacía estragos y su desconocimiento biológico de la Gran Fosa les deparó más de un disgusto. Lo peor aconteció cuando el coronel Deoforóvix se sentó en lo que parecía una piedra y de ésta brotaron pinchos de casi diez centímetros que penetraron en la carne con facilidad. De los ganchos surgieron espinitas dirigidas hacia atrás, de forma que era imposible extraerlos sin un equipo de cirugía, que también había sido saboteado por los corporativos. Y para rematar la faena los pinchos debían de estar envenenados, ya que los glúteos del coronel empezaron a tomar un aspecto similar a los de un mandril en celo. Aquello dolía horriblemente, sobre todo cuando se movía, así que hubo que improvisar unas parihuelas y arrastrar al coronel tumbado boca abajo, en una pose nada sublime.

Horas más tarde de aquel incidente, el soldado Leónidas Aposemátix se estaba planteando seriamente la idea de desertar. Había trabajado durante años como pinche de cocina del Parador y conocía aquella zona razonablemente bien. El oficial al mando, un teniente que parecía cada vez más asustado, iba totalmente desorientado, y justo ahora acababa de torcerse un tobillo. Otra detención, vaya. Le improvisaron un bastón al accidentado, y un subteniente tomó ahora la responsabilidad de guiarlos; el pobre parecía a punto de echarse a llorar. Aposemátix pensó en salir corriendo y dejar que aquellos locos se pudrieran en la selva, pero si los sacaba de allí tal vez sirviera de atenuante en el consejo de guerra. Quién sabe, a lo mejor incluso le daban una medalla. Agarró el fusil y disparó al aire. Todos se tiraron al suelo menos el coronel, que sólo pudo emitir un gemido lastimero.

—¡Escuchadme! —gritó Leónidas—. El que quiera abandonar la Fosa, que me siga. Conozco el camino y en un día o dos os llevaré al Parador.

El subteniente empezó a protestar, recordándole su rango, pero el coro de miradas asesinas a su alrededor hizo que reconsiderara su actitud y aceptara la nueva situación, por la cuenta que le traía. Así que, arrastrando a los heridos, el contingente republicano se largó de allí. Aún tenían que subir varias gradas para salir de la Fosa y no sería nada fácil.

Si al menos el enemigo apareciera, se compadeciera de ellos y les echara una mano…

Pero no tuvieron tanta suerte.

Daniel Hintikka terminó su daiquiri y depositó con cuidado el vaso vacío en la mesita de mármol. Caviló sobre el dilema que se le presentaba: ¿pedir otra cosa, o seguir tumbado a la bartola? Las hamacas del Parador eran pecaminosamente cómodas y el clima una auténtica delicia a esa hora de la tarde. Optó por abandonarse en brazos de la pereza ahora que podía permitírselo. Técnicamente hablando, estaban de maniobras, sólo que él había hecho todo su trabajo en horario intensivo: llegar al campamento republicano, sabotearlo y regresar corriendo al Parador. Por un momento pensó en sus adversarios, que aún no daban señales de vida, y ya hacía dos días de eso. A lo mejor se habían pasado. Bueno, qué se le iba a hacer. Si esperaban que encima se tirara todo el tiempo restante en aquella selva, aviados estaban. Bastaba con que el enemigo lo creyera y obrara en consecuencia para evitar una emboscada. De eso se trataba, ¿no? Los republicanos de los otros campamentos que habían sido visitados por Sven, Timi y los demás ya habían regresado, algo maltrechos y bastante más humildes, pero los de aquel fantasma que se pavoneó en el bar… ¿Cómo se llamaba? Deoforóvix o algo así. En fin, si para mañana no habían aparecido, irían a buscarlos, por si acaso.

Echó un indolente vistazo a los alrededores. Por allá andaban Skradda e Ild Qu enfrascados en animada conversación. Bueno, era un decir: Skradda hablaba sin parar e Ild la escuchaba cortésmente. Daniel sonrió. Por improbable que pareciera, aquellas dos almas tan dispares hacían buenas migas. ¿Quién habría pensado que alguien tan pasado de rosca como una nativa de Galadriel congeniaría con un asceta gris, epítome de seriedad? Ah, el amor… Y hablando de amoríos, su viejo camarada Sven Lerroux se había hecho inseparable de Verena y Timi. Desde luego, se lo pasaban bien juntos y se les veía felices. Sven nunca tenía problemas para hacer amigos. No lucía mal aquel trío.

La idea de unirse a ellos pasó por la mente de Daniel, quien nunca hizo ascos a ese tipo de asociaciones; para cuatro días que iba a vivir uno… Sin embargo, últimamente era incapaz de pensar en otra cosa que en la jubilación y no estaba de humor para escarceos sexuales. Prefería tumbarse al sol y beber sin prisas. Así no decepcionaría a nadie y también evitaba pensar. No estaba mal eso de relajarse y dejar que la vida, por un rato, pasara de puntillas ante uno.

El tiempo transcurrió, plácido. La paz era tan sólo quebrada por las exclamaciones de unos soldados que habían organizado una liguilla de fútbol. El día anterior lo habían convencido para que jugara de delantero, y un cabo que hacía de defensa central por poco lo deja sin piernas, el muy bestia. Ya estaba un poco viejo para tanto ejercicio. Además, los nuevos cada vez llegaban mejor preparados. Incluso en modo de combate tendría difícil ganarles en reflejos. Los laboratorios militares se superaban a sí mismos.

—¡Ahí vienen! —gritó alguien.

Daniel Hintikka se levantó de la hamaca. Al igual que muchos compañeros se acercó para ver la comitiva de republicanos, que más bien semejaba una compañía de penitentes. O, si alguien tuviera conocimientos de pintura clásica, que no era el caso, la balsa de la Méduse, de Géricault, pero en versión de secano. Los centinelas y algunos soldados rasos habían escapado razonablemente enteros, pero a los demás daba compasión verlos. Tras las risas y mofas iniciales, los corporativos se apiadaron y les pasaron botellas de agua, que les fueron arrebatadas con ansia feroz. Casi todos se tumbaron en el suelo, derrengados, aunque algunos no tenían fuerzas ni para eso y permanecían de pie, alelados. Los oficiales, sobre todo, eran auténticos tullidos, con los pies hinchados y el mismo aspecto que una culebra mudando la camisa. Los pobres hedían; las picaduras de la notable fauna de la Gran Fosa, así como la ingestión de agua en mal estado, habían hecho estragos. Daniel se acercó a unas parihuelas que portaban un bulto vagamente humanoide, que se agitaba débilmente. Le dio un amistoso golpecito en el hombro.

—¿Qué, coronel? Interesantes las maniobras, ¿no? Pues nada, cuando quiera puede contar con nosotros para repetir la experiencia. Y anímese hombre, que lo veo un tanto desmejorado. Con un poco de ejercicio y aire puro eso se arregla.

El coronel Deoforóvix le respondió con un quejido casi inaudible.

—Oye, ¿y si avisáramos a un médico? —sugirió Sven Lerroux.

—Mejor será, sí. Ese color verdoso de la cara no es pintura de camuflaje —concluyó Daniel tras observarlo con ojo crítico.

Nunca más los volvieron a invitar a unas maniobras conjuntas.