La Gran Fosa es el accidente geológico más sobresaliente de Baharna, y una de las maravillas del universo conocido. Por desgracia, lo apartado de este mundo hace que la afluencia turística no sea tan alta como en justicia debiera, limitándose a los visitantes locales.
La Gran Fosa es un inmenso cañón de 1129 km de longitud que alcanza los 45 km de anchura en su parte central, producto de un conato de tectónica de placas que nunca fue. Se podría comparar al Valle Marineris de Marte, pero a pesar de sus menores dimensiones la grandiosidad aquí es mayor, sobre todo por lo abrupto de las paredes y el manto vegetal […] La pendiente no es uniforme, sino que está condicionada por un colosal sistema de terrazas o gradas escalonadas, que proporciona una gran diversidad de nichos ecológicos para su peculiar biota […]. La capital, Akrotiri, está situada junto al extremo septentrional, aunque las zonas más interesantes, protegidas por la ley desde la creación del Parque Natural, se hallan mucho más al sur […].
El fondo de la Gran Fosa está ocupado por un lago muy profundo, una de las mayores masas de agua dulce del Ekumen, que alberga una fauna ciertamente única, para delicia del zoólogo y del lego, que tratan de rastrear los monstruos que las habitan, según cuentan las leyendas […]. Las brumas que emergen de la superficie del lago tienen algo de misterioso, otorgando a los crepúsculos un aura mágica que cautiva el espíritu del observador […].
FUENTE: Hunter, M.K. (4716ee). «Breviario de T. F. Bean de planetas curiosos» (237ª edición). Futurópolis, Marte.
¿Y el olor? ¿Qué me dicen del tufo a bicho muerto y semidigerido que exhala esa especie de museo de horrores biológicos?
FUENTE: Torres, E. (4713ee). «Guía del viajero políticamente incorrecto». Ed. Guacamayo. Madrid, Vieja Tierra.
El pequeño aerodeslizador trataba de sortear la multitud de vehículos que poblaban las calles de Akrotiri. Propinaba algún que otro susto a los ciclistas, pero éstos no corrían peligro. El conductor era un veterano experto que fue dejando atrás las calles más concurridas. A su paso despertaba miradas de admiración en los más jóvenes, que soñaban con poder manejar una de aquellas exóticas máquinas corporativas.
El aerodeslizador llegó finalmente a cuartel general de las FEC. En la puerta, sentado en un poyete de cemento, aguardaba un hombre que se incorporó al divisarlo. En cuanto el vehículo se detuvo, arrojó el petate al interior del maletero, abrió la puerta y ocupó el asiento del copiloto.
—Hola, Sven —dijo, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad.
—Perdóname por el plantón, Daniel, pero he tenido que recoger los permisos de circulación en la Delegación y ya sabes cómo se las gastan aquí los burócratas.
—Me hago cargo. En marcha, que nos aguarda un largo viaje.
El aerodeslizador se dirigió hacia las afueras, y pronto los pintorescos barrios periféricos de Akrotiri se perdieron en la distancia.
—Si te da igual, abandonaremos la carretera general. Lo único que nos falta para acabar de alegrarnos el día es que nos paren los de tráfico y nos multen por exceso de velocidad.
Daniel Hintikka gruñó su consentimiento y el vehículo se deslizó sobre los campos de cereales, pasando como una sombra por encima de las mieses maduras. Pronto los últimos signos de actividad humana desaparecieron, para dar paso a una pradera poblada por la extraña vegetación nativa de Baharna. Pradera tal vez no fuera la descripción adecuada; no había hierba, sólo unas plantas con forma de estrella de mar que trataban de captar los rayos de Ari, atesorando la energía de los fotones en sus pigmentos rojizos. De noche sus brazos se cerrarían, convirtiéndose en una bola de pinchos. Las tinieblas pertenecían a los depredadores, que ahora reposaban en sus madrigueras: cabelleras del demonio, viscosoides, luciferinos y las esquivas erinias.
Hintikka, que no tenía vocación de botánico, se aburría como una ostra con aquel paisaje. Trató de olvidar su mal humor y para ello nada mejor que charlar con Sven Lerroux, viejo camarada y compañero de fatigas.
—Llevo una semana de perros, de reunión en reunión. Entre las comisiones de investigación sobre el atentado y la muerte del zoquete de Prevenido, no me han dejado ni respirar. Y a ti, ¿cómo te ha ido con los nuevos?
—Cuando lleguemos los conocerás. Los oficiales son bastante agradables. La mayoría procede de Gad.
—Aquella guerra va camino de ser eterna. ¿Ya has congeniado con ellos? —Hintikka le guiñó un ojo a Sven. A la hora de congeniar, el encanto del teniente era irresistible. No conocía a nadie capaz de llevarse a otro a la cama con tal rapidez. «No sé cómo las FEC no te reclutaron para los servicios secretos, colega. Como espía no tendrías precio».
—Psé, se hace lo que se puede —ambos sonrieron—. Ya les he explicado de qué va nuestro trabajo en Baharna y los pobres no se lo creían.
—Yo tampoco, y mira que llevamos tiempo aquí… ¿Cómo se han tomado lo de las maniobras?
—Una vez convencidos de lo absurdo de la situación, pues con buen talante. Después de Gad, esto se les antoja una merendola campestre.
—Yo tampoco tengo nada en contra de hacer turismo de vez en cuando a costa del dinero público. Es un buen pretexto para visitar la Gran Fosa. Sin embargo…
—¿Sí, Daniel?
—No me puedo quitar de la cabeza la idea de que nos consideran un estorbo.
—Al principio tenía algo de fuste…
—Sí, cuando pacificábamos las ciudades norteñas. Pero desde que se arregló la situación y nos destinaron a Akrotiri, juraría que estamos haciendo el primo. Lo de las patrullas mixtas clama al cielo por su ineficacia y si no, a las pruebas me remito. Hemos debido de acabar con todos los tenientes republicanos disponibles, porque han decidido congelar el asunto.
—Y a los jefes no se les ha ocurrido otra cosa que pedir nuestra colaboración en las maniobras militares del Ejército Republicano.
—Creo que a los políticos les importamos un bledo y no saben qué hacer con nosotros. Anteayer departí con un ayudante de un vicesecretario del subsecretario del secretario de Defensa. Me contó auténticas maravillas de los cuerpos de élite republicanos, y la necesidad de que pulieran sus habilidades frente a un adversario mínimamente digno. O sea, nosotros. No te rías… En fin, menos mal que sólo nos quedan dos años y medio de hacer el gilipollas antes de jubilarnos.
—Sí…
Se hizo un silencio incómodo. Había asuntos sobre los que nadie quería hablar. El coronel cambió de tema.
—Cuéntame algo más sobre los nuevos.
—Buenos camaradas, ya verás. Sólo cuatro son oficiales, dos tíos y dos tías, todos tenientes.
—¿Se han mosqueado por lo del armamento?
—Cuando se lo mencioné, creían alucinar.
—Pobres; ya se acostumbrarán a trabajar en esta casa de putas sin dueña.
La conversación languideció hacia aspectos más lúdicos, como las preferencias sexuales de los nuevos. También comentaron las anécdotas que protagonizaron a causa de su desconocimiento de los extraños códigos estéticos de Baharna, los significados ocultos de texturas y olores. Mientras, el aerodeslizador seguía atravesando la monótona llanura. Al cabo de media hora, el paisaje cambió visiblemente. La superficie dejó de ser horizontal, y comenzó a mostrar una suave pendiente. Las plantas se hicieron más escasas, aunque aumentó su tamaño.
—La Gran Fosa —anunció Sven.
—Ajá. Impresionante, ¿eh?
—Afirmativo. Al menos, vamos a tener ocasión de conocerla a fondo.
—Es una pena que nos prohíban conducir biplazas agrav. Me apetecería saltar por encima del barranco y flotar sobre la Fosa.
—Ya sabes que la Corporación prohíbe la presencia de alta tecnología en los mundos en vías de desarrollo. Los mandos son un poco paranoicos, ¿no?
—La paranoia es muy sana, Sven; los comprendo. Aquí no han pasado de los motores de combustión interna a base de alcohol; ni siquiera disponen de aviones. Sus técnicos darían un ojo de la cara por examinar un agrav. En fin, volvamos a la carretera y levanta el pie del acelerador.
El aerodeslizador regresó a la estrecha banda de asfalto y respetó escrupulosamente las señales de tráfico. Sólo se cruzaron con tres o cuatro autos y un motocarro. Era temporada baja, y los turistas escaseaban.
De forma súbita, la carretera abandonó la llanura y pareció precipitarse en un abismo sin fondo. Visto desde el aire, era como si un gigante hubiera trazado con un lápiz gris una delgada línea que se retorcía en curvas de 180 grados, las cuales se sucedían una tras otra sin descanso siguiendo las irregularidades de la ladera entre asombrosos precipicios, cuyo fondo se perdía entre la bruma azulada.
La vegetación también cambió bruscamente. De la rala estepa en la planicie, se pasó a un espeso bosque de parasoles y árboles lanza, tanto más umbrío cuanto más se ganaba en profundidad. Llamaba la atención la carencia de epifitos, el equivalente a los musgos y líquenes que pendían de las ramas en los mundos terrestres. Aquellas criaturas se defendían muy bien de los intrusos mediante espinas, venenos, descargas eléctricas u otras estrategias más sutiles. Hasta hombres tan curtidos como los dos militares callaron, subyugados por el espectáculo, y eso que estaban atravesando las áreas menos salvajes y peligrosas, adecuadas para los turistas. A las zonas más profundas, nadie en su sano juicio se atrevería a ir, salvo algún biólogo colgado. O unos pobres diablos que tuvieran que participar en unas maniobras del Ejército.
Por fin arribaron a su destino, el Parador Nacional de la Primera Grada. Dejaron el aerodeslizador en la explanada del aparcamiento, junto a otros muchos vehículos militares. Se veían corrillos de soldados corporativos sentados en torno a las mesas de barbacoa, o bien asomados al mirador, disfrutando de la panorámica, aunque la mayoría, lógicamente, prefería la comodidad de los sillones del Parador.
Sven y Daniel entraron en el edificio, que visto desde el exterior recordaba a una familia de champiñones gigantes con varicela. El amplio recibidor estaba superpoblado, con militares por doquier, que inundaban el recinto con sus voces.
—¿Dónde están los oficiales? —inquirió Daniel, un tanto perdido.
—Vaya pregunta tonta… Vamos al bar.
El personal del Parador estaba encantado con la presencia de los soldados. De acuerdo, el bullicio era desmesurado y de vez en cuando padecían pequeños desórdenes, pero pocas veces se recaudaba tanto en temporada baja. Tan sólo en la barra estaban ganando una pequeña fortuna. El conserje, en concreto, parecía feliz, sobre todo porque aquellos muchachos le recordaban su época de partisano durante las guerras civiles. Primero habían llegado los republicanos y daba gusto verlos con sus uniformes nuevos, sus arreos relucientes, sus botas lustradas. ¿Y los cánticos? Costaba trabajo no romper la etiqueta que exigía su puesto de trabajo y corear los himnos guerreros, entonados con ardor por todas las gargantas. El escándalo era mayúsculo, pero ya se sabe, la juventud debía desfogarse. Él también había sido así en la guerra, cuando peleaban contra los draquis. Afortunadamente, su memoria había olvidado los malos ratos y el miedo pasados.
Los chicos se habían ido ya, prestos a ocupar sus puestos en la Fosa. Sólo quedaban los extranjeros. Resultaba raro ver a tantas mujeres de uniforme y la combinación verdigrís de las guerreras chocaba con todas las tradiciones estéticas, pero aquellos soldados eran un encanto. Tan formales y educados, sin armar bronca, tomándose sus cervezas y jugando a las cartas… El conserje no sabía que los comandos de las FEC eran el terror de tabernas, bares y cantinas en medio Ekumen. Si se mostraban tan modositos era porque muchos de ellos aún no acababan de creerse que los hubieran destinado a un planeta donde se hacían maniobras de mentirijillas, sin adversarios reales, y el centro de operaciones era un lujoso hotel. Por eso su comportamiento resultaba modélico, no fuera que los mandos recuperaran la sensatez y los largaran otra vez a Gad o Nueva Hircania, a cazar a unos tipos empeñados en fabricarse una pandereta con su pellejo. Para una vez que les tocaba la lotería…
—Mira, Daniel, ésa es la teniente Verena Gray —anunció Sven—. Os presentaré.
El coronel examinó a la mujer, que sorbía su bebida y miraba a su alrededor con aparente hastío. Su figura destacaba entre otras, alta y robusta, toda músculos. No se la podía calificar de guapa, ni ella tampoco se preocupaba demasiado de realzar sus encantos. El pelo, cortado a cepillo, era de un negro mate, ya con cierta tendencia al gris. Su tez mostraba un sutil tono cetrino y en sus rasgos se adivinaba una compleja mezcla de razas luchando por predominar unas sobre otras, dando como resultado un rostro de lo más normal, tal vez con la barbilla demasiado pronunciada, lo que sugería fuerza de voluntad, más que dulzura. Sus ojos grises daban la impresión de haberlo visto ya todo, y probablemente así era, perdiendo cualquier atisbo de capacidad de asombro.
Cuando le estrechó la mano, Daniel mantuvo unos segundos el apretón, pero desistió; no tenía sentido averiguar quién trituraba primero los huesos del otro. Aquella tía era muy fuerte. También se fijó en el tatuaje que exhibía en el brazo izquierdo, el esquema de un átomo con la leyenda «In hoc signo vinces». Sin duda lo habría copiado de los pilotos de caza, aquellos chiflados de los CORA.
Tras el saludo, Verena miró a Daniel y esbozó una sonrisa al tiempo que movía el vaso en un amplio arco, como queriendo abarcar todo el recinto.
—Muy bonito, sí, señor —la voz, en contra de lo que cabría esperar, era cálida, atractiva—. Pero dime, coronel, ¿es cierto lo que se rumorea sobre las maniobras, o se trata de una novatada de mal gusto?
Por toda respuesta, Daniel sacó de un bolsillo un papel doblado y se lo tendió.
—Aunque suene absurdo, han pensado que las Fuerzas Especiales Republicanas deben recibir entrenamiento avanzado para no perder facultades. Se supone que son lo mejor de lo mejor, así que no hay en Baharna nadie lo bastante bueno para oponérseles.
—Y déjame adivinar en quién han pensado —Verena estudió los papeles—. Ellos salen primero, se emboscan y luego entramos nosotros. Según esto, haremos el papel de saboteadores, y han de evitar que nos infiltremos. Grandioso. Pero lo de las armas…
—Por si no te habías dado cuenta, Baharna es un planeta con tecnología primitiva. Ni siquiera disponemos de apoyo aéreo decente en nuestras misiones habituales, conque en unas maniobras… Además, en teoría actuaremos como terroristas, o al menos como la idea que aquí tienen de ellos. Dado que carecen de armamento avanzado debemos despojarnos de lo poco decente que tenemos.
—O sea, que nos podemos olvidar de los fusiles de plasma. ¿Químicas? ¿Trajes camaleón? ¿Sónicas? ¿Pistolas aguja? ¿Neurolátigos? ¿Ordenadores? —a cada pregunta, Daniel y Sven negaban con la cabeza—. Entonces ¿qué demonios pretenden, que nos enfrentemos a ellos atados de pies y manos? Con razón se consideran cuerpos de élite; ¿se han enfrentado a alguien que no sea un inválido armado con tirachinas?
—Mujer, si consideras el lado positivo… ¿Eh?
Daniel fue interrumpido por una fuerte palmada que alguien le asestó en el hombro. En una fracción de segundo tuvo que parar el codazo que, como acto reflejo fruto del condicionamiento de comando, iba a propinar al agresor. Le costó, pero logró detenerse a tiempo, disimular y darse la vuelta con calma.
El coronel del Ejército Republicano fue el único de los presentes que no se dio cuenta de lo cerca que había estado de acabar con tres costillas rotas. Daniel lo examinó con curiosidad de naturalista. No todos los días se topaba uno con semejante espécimen. Los soldados corporativos dejaron lo que estaban haciendo y se aproximaron, dispuestos a gozar del espectáculo.
El coronel parecía un sosias de uno de esos guerrilleros de película de consumo de masas, producto de los estudios japoneses, chinos o rigelianos. Aquellos bodrios eran devorados por billones de espectadores en todo el Ekumen y daban risa a los militares profesionales. Daniel estaba dispuesto a jurar que aquel memo era un devoto seguidor de Mambo, el Escorpión Ejecutor, a juzgar por la forma de llevar la pistola, ideal para volarse los huevos si fallaba el seguro. La aplicación de las pinturas de guerra resultaba bien curiosa, en semicírculo bajo los ojos, de manera que recordaba a una lechuza y pedía a gritos que le metieran una bala entre ceja y ceja. La guerrera arremangada casi hasta el hombro para lucir bíceps, la gargantilla de plata, el reloj analógico de pulsera, las gafas oscuras o hasta el fino bigotillo… Nada le faltaba. Volvió a palmear amistosamente a Daniel, quien hizo un esfuerzo sobrehumano por contenerse y no soltarle en la cara lo que realmente opinaba de él.
—¡Coronel Marsuvarando Deoforóvix reportándose! ¿Qué tal, coleguilla? —su voz era estentórea, como si tuviera un megáfono inserto en la laringe—. ¿Preparado ya para el combate? ¡Eh, chaval, sirve algo a estos amigos! —gritó dirigiéndose al camarero, un imperturbable sesentón que podría ser su abuelo—. Pero que sea algo fuerte, para hombres, no esa mierda de cerveza, más floja que el pedo de un maricón —se rió de su propia gracia, sin darse cuenta de que nadie secundaba su chanza—. Ah, sí, y algo también para la señora; un vaso de mosto y unas almendras saladas, por ejemplo —añadió al darse cuenta de la presencia de Verena, y le hizo un guiño pretendidamente lascivo.
La teniente sopesó una botella de vodka que tenía cerca preguntándose qué se rompería primero, si el vidrio o la cabeza de aquel payaso. Decidió que era más prudente no provocar un incidente diplomático; para eso estaba Daniel Hintikka, sobre todo si Deoforóvix seguía tocándole los cojones. Por su parte, el republicano continuaba hablando sin parar, ajeno al riesgo que corría. «Este tonto del culo sería capaz de ponerse a rascarle la barbilla a una serpiente de cascabel tan alegremente», pensó Verena.
—¿Qué, fuertecilla la bebida? —dijo a unos soldados cuyo cuerpo había sido alterado para que pudieran tragarse un litro de lejía sin sufrir daños—. Ya estaréis preparados para las maniobras, supongo. Debéis tratar de ponernos las cosas difíciles, si lográis descubrirnos en la Fosa —otra carcajada—. Estad tranquilos; aunque llevemos munición real, seremos cuidadosos y no os haremos daño —dio otro trago, sin percatarse de las miradas que le echaban los demás y de los silenciosos ademanes que se cruzaban, en lenguaje de batalla—. Estamos forjando un ejército moderno y también vosotros tenéis derecho a contribuir en tan noble labor.
El coronel estuvo parloteando hasta que se cansó, no sin antes dar otra serie de palmaditas amistosas a Daniel. Presentó sus respetos a la señora, la cual no correspondió a sus zalamerías, y comentó el placer que había supuesto charlar con tan buenos compañeros. El hecho de que nadie dijera ni pío en todo el rato no pasó por su cabeza, demasiado ocupado en escucharse a sí mismo.
Tras su marcha se hizo un silencio sepulcral que duró muy poco, lo justo que tardó Verena en hablar:
—Propongo un brindis por el coronel Hintikka y su infinita paciencia —declamó, alzando el vaso y sonriendo.
Todos se echaron a reír a mandíbula batiente, incluso el propio Daniel, que había pasado un auténtico calvario para mantenerse ecuánime. Sven, siempre bromista, empezó a asestarle palmadas en la espalda, al tiempo que hacía exageradas reverencias ante la señora Gray, y tuvo que esquivar el vaso que ésta le arrojó y que otro soldado agarró al vuelo, evitando que manchara la moqueta.
Daniel aguardó a que la algarabía remitiera un poco. Emitió un potente silbido y los demás guardaron silencio, tratando de reprimir la risa floja. Los miró uno a uno, con calma y la expresión seria, hasta que no pudo disimular y esbozó una media sonrisa.
—¿Estáis pensando lo mismo que yo?
—¡¡Síiiii…!! —respondieron a coro y en un tono que hizo preguntarse al gerente si los comandos republicanos lo iban a pasar tan bien como se suponía.
—Reconozco que el espectáculo merece la pena. ¿Os apetece otra?
Verena desenroscó el tapón del termo y escanció la humeante bebida en las tazas de sus compañeros. Se hizo un breve silencio, mientras degustaban aquella delicia y dejaban que el suave calorcillo invadiera sus cuerpos.
Por primera vez en muchos años, los seis oficiales podían permitirse el lujo de relajarse completamente. Era un placer de dioses que les permitía recuperar sensaciones que creían olvidadas: la fresca brisa acariciando la piel, algo líquido que echarse al coleto, conversar con los camaradas y admirar un paisaje increíble.
A sus pies, sobre sus cabezas y a ambos lados, hasta que se perdía de vista, la Gran Fosa resplandecía. Miríadas de fogariles y otros organismos de menor tamaño trataban de atraer a sus presas o a sus parejas mediante un despliegue luminoso inigualable. Era como si un fuego verde y frío se propagara a lo largo de cientos de kilómetros, ondulando y vibrando, mientras que chispitas rojas y doradas saltaban de súbito o morían sin previo aviso. Muy por debajo, las aguas del lago eran surcadas por extensas manchas de un azul turquesa, obra de billones de microalgas luminiscentes, mientras que Orm teñía la noche con cálidos tonos rojizos. En el cielo despejado refulgían las constelaciones, ajenas en su gloria a las miserias de los humanos que las contemplaban.
—Mis felicitaciones al chef —dijo Hintikka, tras vaciar su taza—. ¿Es una receta típica de tu mundo, Timi?
El aludido, un teniente que respondía al nombre de Eutimio Cascales, sonrió y compuso una reverencia burlesca. Era un tipo bajo pero fornido, de cara redonda, cuello corto y pelo negro ensortijado, que transmitía simpatía y vitalidad.
—Es de un lugar vecino, pero en Ulea no suele ser conocida. En realidad…
—¿Ulea? —lo interrumpió Hintikka—. No me suena el nombre del planeta…
Eutimio pareció ofenderse.
—¿Planeta? ¡Es una ciudad de la Vieja Tierra, hombre! ¿No has oído hablar de ella? —los demás negaron con la cabeza, y Eutimio los miró con expresión de conmiseración—. Ulea, como deberíais saber, es…
—… Una industriosa ciudad a orillas del río Segura, en el sur de Europa, etcétera, etcétera —lo interrumpió Verena—. Después de veinte años de compartir destino con él, me lo sé de memoria. No he visto persona más patriotera en mi vida.
Eutimio la miró con cara de pocos amigos.
—Donde hay confianza… Como iba diciendo, aprendí la receta mientras me puteaban en el Arsenal de Cartagena. Lo llaman asiático —agitó el termo y comprobó, para su contrariedad, que estaba casi vacío—. Es muy simple: café, leche condensada, azúcar, canela, más la combinación justa de coñac y otros licores. Elemental, pero más rico que el copón, y calienta de maravilla.
—Y que lo digas —Verena se dirigió al coronel Hintikka—. Ahí donde lo ves, es un cocinilla. No sé de dónde saca el tiempo, pero ha ido recopilando recetas en todos los mundos por donde ha pasado, y las prepara de puta madre.
—Sí, sobre todo las de carne picada —Verena y él rieron del chiste compartido, cuyo significado escapaba a los demás—. Hay que tener visión de futuro. En cuanto me licencie, regresaré a casa y montaré un restaurante exótico. No será fácil, por la competencia de la comida local, pero contratando unos camareros formales y gracias a los ahorros, no tendré problema.
—¿Y cómo se te ocurrió salir de tu pueblo, si es tan maravilloso? —preguntó Sven, con una sonrisa maliciosa.
—Psé —respondió Eutimio, de buen talante—. La juventud, el aburrimiento, el ansia de aventuras, la gilipollez… En suma, que me enrolé. Pero sigo en contacto con la familia, aunque con la mierda de la dilatación temporal allí han pasado cuatro generaciones. De vez en cuando me escapo y hago una visita. A los zagales les encanta presumir ante los amigos de su parentesco con un fósil viviente.
—Al menos, sabes dónde quieres ir —dijo Hintikka, pensativo.
—Parece que se avecina una noche de confidencias, así que será mejor que vaya a por algo más fuerte —sugirió Sven, señalando el termo—. ¿Qué queréis? Pedid sin miedo; paga el Gobierno.
Sven tomó nota de las sugerencias de Eutimio, en quien todos los demás habían depositado su confianza como sumiller de caldos finos. Mientras el teniente regresaba, Daniel Hintikka estudió a los demás, que parecían momentáneamente abstraídos. «Una noche de confidencias», había dicho Sven. Tal vez no fuera malo, por una vez, agarrar al toro por los cuernos y confesar las dudas y preocupaciones más íntimas. También convenía fomentar la camaradería; al fin y al cabo, todos ellos estaban ante el final de sus carreras, y ya no se volverían a ver.
El hacer buenas migas no había resultado difícil con Verena y Eutimio. Aunque de distinta promoción, al igual que Sven y él eran compañeros desde hacía mucho tiempo, y los cuatro habían pasado por destinos similares. El que te puteen en los mismos lugares une bastante, sin duda. En cambio, los otros dos tenientes permanecían un poco al margen y se los veía más reservados, como cohibidos. Daniel recordó sus nombres. La mujer pequeña, de apariencia frágil, con los ojos de color violeta, el pelo verde musgo y dos pulgares en cada mano era Skradda Vrañdl, más una larga serie de apellidos de pronunciación aún más difícil que se le habían olvidado. Por más vueltas que le daba a la cabeza, no lograba ubicar su mundo de origen. El otro teniente era aún más enigmático: metro noventa de altura, completamente calvo, tez oscura y unos rasgos que sugerían serenidad y absoluta paz interior, sobre todo cuando se sentaba en la posición del loto, como ahora. Sin embargo, a los demás no se les escapaba que llevaba en la solapa de la guerrera las dos estrellas púrpura. Operaciones de Alto Riesgo, los asesinos entre asesinos. Se decía que un androide de combate era más humano que ellos. Ild Qu, se llamaba.
Sven volvió con una bolsa llena de botellas, y Eutimio las evaluó como un químico frente a un estante de reactivos. Seleccionó dos de ellas y mezcló su contenido en el termo, que previamente había lavado en una fuente.
—Empezaremos con un sol y sombra; algo suave, antes de pasar a palabras mayores. ¿Quién se atreve?
—Como oficial de mayor rango, asumiré la responsabilidad de preceder a mis hombres ante el peligro —dijo Daniel, y dio un largo trago. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y notó el alcohol bajando por su garganta hasta el estómago—. Joder, está bueno. ¿De qué demonios se trata?
—Coñac y anís, importados de la Vieja Tierra. El bar del Parador es una maravilla.
—Desde luego, entona el cuerpo —admitió Daniel—. Es una pena que nuestros hígados eliminen el alcohol tan rápido.
—Pues seamos más veloces que ellos, ¿no? —propuso Sven, obteniendo un respaldo unánime.
El termo aguantó un par de rondas hasta que se agotó su contenido. Para reponerlo, Eutimio elaboró otro mejunje con kao-liang, aguardiente y varios ingredientes más, a los que luego prendió fuego. Ardió la fantasmagórica llama azul, que confería a los rostros una palidez cadavérica.
—Yo ya he contado mi vida —dijo Eutimio—; ahora os toca a vosotros. ¿Coronel…? —le ofreció el termo, con la llama moribunda, a punto de extinguirse.
Daniel se encogió de hombros.
—No es nada del otro jueves —hizo una pausa y empezó a enumerar con los dedos—. Cinturón de asteroides de Vega, colonia minera SH-39, madre soltera, operaria de última clase. Colegio en el que hasta los párvulos iban con navaja, guerras entre pandillas y clanes, drogas baratas, carne para burdeles, muchos muertos jóvenes, supervivencia de los más duros y nada de provenir, salvo pudrirte en las minas. En cuanto pude salí cagando leches de allí. No me daba la gana de acabar como los demás. Y aquí me tenéis —agarró el termo y dio un trago—. No está del todo mal tu matarratas, Timi.
—Muchacho, parece una historia sacada de un culebrón —dijo Verena—. Por cierto, en la colonia SH-39 había mayoría neocatólica, ¿verdad?
—Pues sí. ¿Cómo lo has sabido? —preguntó Daniel, intrigado.
—Tu forma de hablar te delata. En la arenga que soltaste esta tarde a los suboficiales acerca de las maniobras y la capacidad militar republicana, de cada dos palabras tres eran tacos. No sé qué os dan los curas, pero mira que sois malhablados…
—Creo que exageras, me cago en la hostia —repuso Daniel un tanto mosca, sobre todo al ver las caras de rechifla de los otros—. Tendríais que haber escuchado a los nativos de Eridani; a su lado, yo…
—¿Estuviste en Eridani? —lo interrumpió Skradda—. Si eres lo bastante viejo, a lo mejor hasta conociste al capitán Benigno Manso…
Daniel la miró, sorprendido al ver que abandonaba su mutismo.
—Mujer, aunque haga varios siglos de eso, si descuentas lo perdido en hibernación no ha pasado tanto tiempo. Fue mi primer destino, y una de las mejores épocas que recuerdo —sonrió—. Beni era un magnífico jefe, pero después de que aquellos fanáticos se cargaran a su mujer, perdió los papeles. Los perdimos todos, en realidad. Menuda escabechina…
Los demás lo escucharon muy atentos, con el respeto que merecen los más veteranos, sobre todo si habían luchado junto a algunas glorias de las FEC. La disertación sobre los buenos viejos tiempos duró lo que el contenido de otro termo, nuevamente rellenado por Eutimio con otro diabólico combinado. Como una clepsidra, la bebida iba dictando el turno de palabra, y ahora le tocaba al teniente Sven Lerroux. Vació la mitad del contenido y se enjugó los labios con el dorso de la mano.
—Pues aquí donde me veis, nací en Alfa Centauri. Mi familia pertenece a uno de los linajes más nobles del gremio de críticos de arte desde hace incontables generaciones. Y mira por dónde, yo no tenía ni la más mínima sensibilidad en ese aspecto. Las esculturas Hihn me parecían horrendas y en Centauri eso es el peor crimen imaginable. Me convertí desde niño en un apestado social, fui repudiado… En fin, que sólo me quedó la salida de las FEC. Creo que debo de ser el único centauriano en el Ejército…
Sven acompañó su historia con gestos y mímica, e hizo reír incluso al taciturno Ild Qu. Entre bromas, roto el hielo, el termo volvió a correr, y el turno pasó a Skradda Vrañdl. Miró a los demás, como solicitando clemencia.
—Si me prometéis no reíros… —el resto le dio su palabra, a todas luces falsa. Ella tomó un trago de la bebida milagrosa de Eutimio y se atrevió a empezar—. ¿Conocéis Galadriel? No me extraña; es un mundo apartado, que se asoció a la Corporación recientemente. Yo era una chica de lo más normal…
—Quién lo diría —murmuró Sven; Skradda lo miró con cara de reproche y prosiguió:
—Tenía muy claro a lo que iba a dedicarme en la vida. Había perfilado con el Ordenador Rector de la Universidad de Valinor el tema de la tesis doctoral de mi quinta carrera, una evaluación de la capacidad cognitiva de los pájaros Whakkamole, y… ¡Pero bueno! ¿Me vais a dejar terminar, o no?
Skradda tuvo que soportar unas cuantas chanzas de sus compañeros, que la tacharon de intelectual, empollona y lindezas por el estilo. Estuvo a punto de tirarle a Sven, el más sarcástico, una botella vacía a la cabeza, pero al final no llegó la sangre al río. Después de todo, las puyas no llevaban mala intención, y los potingues de Eutimio amansaban a las fieras.
—Reíd, reíd, pero en Galadriel todos recibimos en nuestra infancia, por vía subliminal, la información correspondiente a varias disciplinas universitarias. Si no, a ver cómo nos aclararíamos con los canoides, los blubs y los pájaros Whakkamole, sin contar las granjas de gandulfos. Es un poco complicado, me temo.
—Entonces, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste? —preguntó Daniel, asombrado ante un caso tan inusual.
—El Imperio tuvo la culpa —Skradda suspiró.
—Vaya, lo siento ¿Os machacaron el planeta? Esos hijoputas no se andan con bromas…
—¡Qué va! Llegaron poco después de recibir una soberana paliza en Tau Ceti, por obra de tu capitán Benigno Manso, que en paz descanse, y no las tenían todas consigo. Eligieron Galadriel para ensayar un nuevo tipo de dominación blanda, en vez de esclavizarnos a la manera tradicional y así les fue… No se les ocurrió otra cosa que construir su base en la Llanura de las Ilusiones Perdidas y claro, un terremoto se los tragó a casi todos. Al poco llegó la Corporación, y nos unimos encantados a ella. Pero para mí, ya era tarde.
—¿Te gastaron alguna putada los soldados imperiales? —preguntó Verena.
—No. Verás, los sacerdotes imperiales trataron de convertirnos a su religión, y se empeñaron en organizar unas jornadas de catequesis. Unos cuantos nos apuntamos, por curiosidad y para quedar bien con los invasores. Y cuando nos mostraron sus costumbres… Uf, al hacer memoria aún me da repeluzno. Mira que en Galadriel nos consideramos tolerantes respecto a las costumbres sexuales, pero aquello… Yo misma, que era de las más modositas, formaba parte de una comuna apoplástica hierofántica. ¿Os suena? Es la figura nº 1007.5.c del Reglamento de Uniones con Fines Reproductores y/o de Convivencia. Se necesitan tres mujeres, un número impar de entre uno y siete tíos, un canoide subadulto y un coro de dos pájaros Whakkamole; uno ha de entonar la Simulación Orgásmica nº 47, de van Schotten, mientras que el otro recita pasajes escogidos de la Eneida. Yo ejercía de corifeo, dicho sea de paso. En fin, algo sencillo, como veis, pero nada comparado con lo de aquellos imperiales. ¿Podéis creerme si os digo que practicaban la castidad por voluntad propia? ¡En serio, no me lo estoy inventando! Cuando me lo contaron, sufrí un choque emocional. ¿Cómo era posible que existiera gente tan desquiciada en el cosmos? Todos mis esquemas mentales se derrumbaron. Además, me pilló en mala época: la adolescencia, ya sabéis —hizo un gesto ambiguo con las manos—. Pues eso, que se me cruzaron los cables y en cuanto llegó la Corporación acabé en la oficina de reclutamiento más cercana. No os riáis, cabritos, que el asunto es muy serio.
El jolgorio tardó en remitir. A Eutimio se le saltaban las lágrimas y tardó un buen rato en reunir la serenidad necesaria para preparar otro combinado con ron, zumo de limón, azúcar y hielo picado, que hizo las delicias de los presentes.
—No te ofendas, Skradda, pero lo tuyo es de chiste —le dijo Sven—. ¿Y cómo se las apañó una intelectual como tú en su primera acción de guerra?
—Eh… pasas un mal trago, pero no tardas en acostumbrarte. El primero siempre es el peor. Mi sargento se empeñó en que tenía que abrirle el gaznate, y me puse perdida de sangre.
—Sí, es una manía típica en los instructores; a mí también me tocó hacer lo mismo, como a todos, supongo —dijo el coronel Hintikka—. No sé por qué les gusta tanto que los novatos empiecen con el degüello, cuando es mucho más fácil tirar de la barbilla y meter la hoja por la ventana de los vientos —los demás asintieron.
—Bautismo de sangre, supongo; hay que respetar las tradiciones —dijo Verena y le pasó el termo a Ild Qu—. Ahora te toca a ti, compañero. No has abierto el pico en toda la noche. ¿Tan mal te caemos?
—Disculpadme, soy hombre de pocas palabras.
La voz del teniente Qu era profunda y serena. Su expresión se había dulcificado un tanto, merced a la bebida y al ambiente de camaradería, y recordaba a un beatífico Buda.
—No me agrada evocar el pasado —prosiguió—, pero debo corresponder a vuestra confianza. En otro tiempo fui el Guardián del Altar de la Suprema Pureza en el templo de Burdur, en Llacxa.
—¿Un Asceta Gris? —Verena enarcó las cejas, tan asombrada como el resto—. Joder, esto sí que es raro… A tu lado, los casos de Sven y Skradda resultan irrelevantes.
—Pues las FEC son responsables de que esté con vosotros, compartiendo la velada, en vez de dedicarme a servir al Innombrable en su Ciclo de Gloria —Ild pasó el termo a Skradda—. El Altar de la Suprema Pureza era la más sagrada de nuestras reliquias; no podéis haceros siquiera una vaga idea de lo que representaba para nosotros. La Corporación estableció una alianza con el Gran Maestre; a cambio de concesiones mineras y de explotación de los bosques, accedió a ayudarnos en la guerra contra los servidores del Caos. Se organizaron actos solemnes para sellar el pacto y uno de ellos fue la visita al Altar. Se trata de la máxima deferencia para cualquier visitante. Nunca lo olvidaré. Hice los honores a nuestros ilustres invitados, el embajador, altos mandos y gente así. Abrí la Puerta Noble del Recinto Último… y allí, sobre el Altar, había una pareja de pilotos de cazas CORA en pleno frenesí erótico, por decirlo de forma suave.
—Hostias, qué putada… —murmuró Daniel, riendo por lo bajo.
—Fue la madre de todas las ofensas coronel —repuso Ild, con calma—. Los corporativos no fueron linchados de milagro y estuvo a punto de estallar una guerra, si no llega a ser por la habilidad de la Consejera Jansen, que por aquel entonces era oficial de las FEC. Los profanadores escaparon, claro está. La Corporación no podía prescindir de sus mejores pilotos. El lugar fue purificado, se pagó una generosa compensación, los actos de contrición parecieron sinceros y al final todos volvieron a quedar tan contentos y amigos. Excepto yo, por supuesto, que no pude escapar al merecido castigo —levantó los brazos, mostrando las palmas de las manos—. Me las amputaron, por no haber sabido defender con ellas el Altar. También los pies, por haber hollado con ellos un lugar santo sin ser merecedor de ello. Y me sacaron los ojos, para que no volvieran a contemplar tamaña deshonra. Y no sigo, para no amargaros la noche. El despojo resultante fue arrojado de la Comunidad. Si salvé la vida fue porque un jefe militar corporativo, sintiéndose culpable de mi desgracia, se compadeció y me llevó al hospital. Con el tiempo me regeneraron los miembros perdidos, pero nunca pudieron curarme la humillación, la vergüenza. Me alisté en las FEC y pedí ser incluido en los cuerpos de élite, en los más duros. Estuve a punto de morir en el entrenamiento, pero el odio me dio fuerzas para aguantar a los instructores, al quirófano, a todo. Sólo anhelaba una cosa: aprender las mejores formas de matar y poder un día vengarme de los que ocasionaron mi caída.
—¿Y no te cazaron los psicólogos? —preguntó Daniel.
—Seguro que sí, pero mientras fuera eficiente les daba lo mismo. Y al final, se salieron con la suya. El tiempo lo cura todo, vas tomando cariño a los camaradas… Incluso llegué a sentirlo cuando aquellos dos pilotos blasfemos murieron en acto de servicio; no podía ser de otro modo. Se arrojaron con sus cazas sobre una nave imperial, como kamikazes. En suma, ahora sólo deseo terminar lo poco que me queda de contrato y regresar a Llacxa. Confío en que después de tantos años, el Gran Maestre considere que he expiado mi falta y me permita volver a entrar como novicio. Sólo aspiro a poder alcanzar la paz.
—Pues los Ascetas Grises no tenéis fama de ser precisamente pacifistas —comentó Verena—. Vuestro mundo es famoso por las pirámides de cráneos y las mutilaciones rituales.
—Hay que preservar las tradiciones, amiga mía.
Los militares guardaron silencio. Ild Qu había introducido un toque de solemnidad, de tragedia, y las bromas parecían fuera de lugar. Se sentían un poco incómodos, pero la mala atmósfera pasó pronto.
—Vaya, parece que sólo quedo yo —dijo Verena con tono desenfadado, cosa que los demás agradecieron—. Mi historia es de lo más insulsa, y seguro que sospecháis cuál es.
—El acento te traiciona —apuntó Sven—. La adivinanza es fácil: rigeliana. Y ya se sabe lo que pasa con los de Rígel: se dedican a los negocios, montan un restaurante de comida rápida…
—O los que no valen ni para eso, se meten a militares —sentenció Eutimio—. Pero nada, vosotros seguís dale que te pego, criando como conejos. Nos vais a echar a todos los demás del Ekumen…
—Sí, reproducirse es lo más interesante que se podía hacer en mi planeta, así que me largué. Éramos nueve hermanos y creo que emigramos todos. Y fijaos qué casualidad… Antes de venir aquí, como sabréis, estuve destinada en Gad. Menos mal que salimos de allí, porque aquella gente no tiene remedio y cada día son más bestias. Justo antes del traslado, nos concedieron unos días de permiso en Hlanith, un planeta vecino, y ¿a quién creéis que vi por la holovisión local? ¡A mi hermana Suniva, nada menos! El Ekumen es un pañuelo. Localicé su domicilio, la visité… Ahora trabaja como periodista científica y se casó con un colega de su revista. Nos alegramos mucho de reencontrarnos. Cuando supo que me quedaba tan poco tiempo de permanecer en las FEC, me rogó que después de licenciarme pasara una temporada con ellos, para adaptarme a la vida civil. Incluso se ofrecieron a hablar con los de Inmigración, para regularizar mi residencia. Igual acepto la oferta, ya que no tengo nada mejor que hacer, a pesar del incordio de sus hijos, unos adolescentes repugnantes que no paraban de pedir a la tía Verena que les contara sus batallitas, especialmente las más sanguinarias.
—Dichosa tú que lo tienes claro —se le escapó a Daniel de lo más hondo del alma, sin poder evitarlo. Los demás lo miraron y él se encogió de hombros. Le había dado tantas vueltas al asunto que ya no le importaba reconocerlo en público—. Yo no tengo ni puta idea de a qué me voy a dedicar cuando termine. Y lo mismo os digo, Ild, Timi. No sabéis la suerte que tenéis.
—Siempre puedes montar un gimnasio —dijo Sven, en un tono que hizo reír a los demás—. Venga, Timi, prepara otra de tus pociones mágicas, porque si seguimos escuchando a este aguafiestas, acabaremos arrojándonos de cabeza a la Gran Fosa.
Así, entre bromas, confidencias y alcohol, fueron transcurriendo rápidas las horas, marcadas por los cambios en las ondas de luz de los fogariles y el silencioso errar de las estrellas, allá en lo alto.