29

De día, la sala de baile de Broome Street era tan bonita como lo era de noche, aunque ofrecía otra clase de belleza: no un ensueño resplandeciente de luz artificial, sino una calidez dorada. Las ventanas altas y de múltiples paneles proyectaban cuadrados de luz sobre la pista de baile y hacían brillar el polvo en el aire.

Ninguno de los dos había pronunciado una palabra de camino a la sala, unidos en sus miedos y conscientes de lo indefensos que estaban. Schaalman podía controlar al genio como le viniera en gana, y la golem era suya y podía destruirla. Tenía las vidas de ambos en sus manos; podía poner a uno en contra del otro o meter al genio en el frasco y convertir a la golem en polvo. Esclavitud o muerte.

Encontraron la puerta de la sala de baile abierta un palmo y, antes de entrar, intercambiaron una sombría mirada.

Las mesas habían sido retiradas a un extremo de la sala, lo que dejaba un gran espacio vacío de suelo de parqué, en cuyo centro se encontraba Anna, ausente y con la mirada fija.

—Anna —la llamó la golem, apremiante; pero no hubo respuesta. No percibió a nadie más que la chica. Dio unos pasos y miró alrededor, mientras el genio permanecía tenso—. Estoy aquí —exclamó.

Una sombra surgió de un rincón oscuro y se definió como la silueta de un anciano delgado.

—Mi golem —dijo Schaalman—. Me alegro de verte. —Después miró al genio—. Y a ti también. Incluso has venido voluntariamente. Has traído el frasco, ¿no?

El genio se tragó su grito de asombro al ver que su cuerpo se movía por iniciativa propia; sus brazos se extendieron para entregar el frasco y sus pies lo propulsaron adelante, hasta cubrir la mitad de la distancia que los separaba. Se agachó y dejó el objeto en el suelo, antes de retroceder de nuevo bajo la mirada aterrada de la golem.

—Basta —dijo ésta—. Ya estamos aquí y hemos hecho lo que querías. Suelta a Anna.

—Me sorprendes, golem —respondió Schaalman—. Pensé que le tendrías envidia a esta chica. Mírala: a sólo unos días de los dolores del parto pero sin preocupaciones ni miedos; sólo paz. ¿No es mucho mejor estar así? —La miró desde el otro extremo de la pista de baile—. Tuviste amo durante un lapso muy breve, pero seguro que recuerdas cómo era. Dime, ¿te acuerdas? —preguntó con voz aguda.

—Sí.

—¿Y cómo te sentías?

No podía mentir: él ya conocía la respuesta.

—Era feliz.

—Sin embargo, le quitarías a Anna esa felicidad para devolverle su dolor. —Y entonces, como si hubiera alcanzado algún límite de su resistencia, perdió la compostura y, en un tono mucho más familiar, continuó—: Pues resulta que entiendo el porqué, sólo que me sorprende que tú sientas lo mismo. —Suspiró—. Te he subestimado, golem. Aunque te hice con mis propias manos, eres un misterio.

Ella guardó silencio, tensa y a la espera. El genio estaba tan quieto a su espalda, que se preguntó si Schaalman lo habría petrificado.

—Y tú, mírate —le dijo éste al genio—. Si pronunciara las palabras que te liberaran y te permitieran huir, creo que elegirías quedarte con ella. Recuerdo una época en que no eras tan considerado con las mujeres. No sé si el culpable del cambio es ibn Malik por lo que te obligó a hacer. ¿O tan sólo es mérito de mi golem?

—Basta de cháchara —soltó el genio con voz fría—. Haz lo que pretendes hacer.

—¿Tantas ganas tienes de volver al frasco? —Sacudió la cabeza—. Antes, quiero que me entiendas. Yo no soy ibn Malik: no busco la gloria ni reinos que gobernar. Sólo deseo que las vidas que me quedan alcancen cierto grado de paz. —Se volvió hacia la golem—. Con ese fin, propongo un trato. —Se sacó un papelito de la manga—. Esta fórmula vincula un golem a un nuevo amo. La escribió tu rabino Meyer, pero me parece que murió antes de poder utilizarla. O a lo mejor no se vio con fuerzas.

¿El rabino? La golem quiso negarlo, llamarle mentiroso…, sin embargo, cuántas veces había percibido las pesadillas del rabino y sus temores respecto a ella.

—Meyer introdujo una astuta condición en esta fórmula —continuó Schaalman—, para que surta efecto tú tienes que elegir por propia voluntad ser vinculada. Y ésta es mi propuesta: las vidas de Anna y su hijo por tu libertad. Serás verdaderamente mi golem. Mi sirviente además de mi creación.

Ella miró a Anna, que seguía laxa como una muñeca de trapo.

—¿Y qué tendría que hacer como sirviente tuya?

—Recorrer el mundo. Encontrar a todas mis encarnaciones futuras cada vez que muera y vuelva a renacer. Explicarles quiénes son y que no hay necesidad de que teman a la muerte. Guiarlos hacia la paz, si puedes conseguirlo. Se te opondrán; yo hubiera hecho lo mismo.

La golem miró al genio y vio cómo éste se horrorizaba al comprender lo que ella elegiría, lo que tenía que elegir.

—Muy bien, acepto tu propuesta —respondió.

—Chava —intervino el genio, atónito.

La golem se volvió hacia él.

—¿Y qué quieres que haga, Ahmad? ¡Dímelo! —Pero no obtuvo respuesta. Se dirigió a Schaalman—: Primero, suéltala.

El otro pareció pensárselo; entonces, Anna se desplomó en el suelo entre ellos dos. La golem corrió a levantarla y la mirada confusa de la joven se posó en ella y después en Schaalman.

—Usted —dijo—. Usted es el que me asustó en el pasillo.

—Vete de aquí —le ordenó Schaalman.

Anna torció el gesto sin entender nada.

—Vete —repitió la golem.

La chica la miró antes de correr a la salida. Oyeron retumbar la puerta al cerrarse de golpe. La golem había cerrado los ojos.

—Hazlo —dijo.

—Como desees —respondió Schaalman, que, sin más dilación, pronunció el conjuro del rabino.

Oculto en la oscuridad del pasillo, Saleh se quedó inmóvil cuando la chica pasó de largo y salió por la puerta. Le había costado abrirla sin hacer ningún ruido. Y ahora que se encontraba dentro, no tenía muy claro qué era lo que estaba viendo. Creyó que se iba a ver metido en alguna pelea terrible, pero todos estaban quietos, distanciados entre sí e intercambiando frases escuetas en lo que supuso que era yídish. Hasta que la mujer embarazada se cayó, se podría haber tratado de una reunión de negocios.

Esperó a que la puerta se hubiera cerrado y entonces se deslizó al final del pasillo. La gigantesca sala estaba bañada en luz hasta su último recoveco; en cuanto dejara el pasillo, lo descubrirían enseguida. ¿Qué podía hacer él, aparte de entrometerse y que lo mataran? Nadie le daría las gracias por haber sacrificado su vida. Pensó que, a lo mejor, fuera cual fuese el desenlace, bastaba con estar ahí, con presenciar el final, si era eso lo que sucedía.

Schaalman habló otra vez y, a pesar de la distancia, detectó el poder de sus palabras. Se le puso la carne de gallina. Vio que la golem se tambaleaba como si le asestaran un golpe. El genio se había puesto de espaldas; ocurriera lo que ocurriera, la criatura no soportaba mirar.

Saleh contuvo el aliento y se acercó otro paso.

—Hola, Ahmad —dijo la golem.

«No me llames así», pensó el genio. «No con la voz de ella».

Se obligó a darse la vuelta. ¿Veía la diferencia o tan sólo se la imaginaba? La golem tenía los ojos más grandes y más claros, y una imprecisa arruga se le había borrado de la frente. Sonreía, impávida.

—Podrías haber esperado hasta que yo estuviera en el frasco —le dijo el genio a Schaalman—. Me podrías haber ahorrado esto.

—Quería que lo vieras para que pudieras entenderlo —respondió el otro—. Ésta es su naturaleza, y no la criatura que tú has conocido.

—Es cierto —intervino la golem. Extendió los brazos ante sí, como si reparase en ellos por primera vez—. Ahora soy como tenía que ser. No te preocupes; todavía me acuerdo de todo —continuó al ver la expresión de espanto del genio—. De la panadería, los Radzin, Anna y el rabino. Y de Michael. —Por un instante, pareció centrada en otra parte, hasta que dijo—: Mi amo ha puesto fin a su vida; vuelvo a ser viuda —afirmó, como si hablase del tiempo.

El genio abrió los ojos de par en par.

—¿Has matado a su marido? ¿Por qué tenías que…?

—Dijo lo que no debía —zanjó Schaalman.

—Se te ha olvidado contárselo a ella antes de que aceptara tu propuesta.

Schaalman se rió.

—¿Crees que eso hubiera cambiado su decisión?

—Y me acuerdo de ti —añadió la golem, acercándosele. Ya no se encorvaba de aquel modo acomplejado, por lo que se la veía más alta y más segura—. Nunca te he contado lo que sentía.

—No lo hagas —le pidió el genio, desesperado.

—No pasa nada —le dijo ella, como si consolara a un niño—: ya no me siento así.

—Acaba con esto. Méteme en el frasco —le ordenó él a Schaalman.

Éste se encogió de hombros.

—Como tú quieras.

Schaalman se paró a pensar, rebuscando entre todos sus años de recuerdos, y pronunció una frase en un árabe enrevesado. Al oírla, el genio se estremeció, pues resonó también en su memoria: eran las palabras que oyó en el principio del momento eterno del frasco.

La golem cogió el frasco y abrió la boca para decir las palabras.

—Espera —se apresuró a decir Schaalman—. Así no, de cara a él, no a mí.

Ella asintió y se volvió hacia el genio.

—Un momento —intervino éste.

Schaalman alzó una ceja.

—¿Es eso cobardía?

Ignorándolo, el genio se acercó a la golem, que aguardaba, paciente, con la cabeza ladeada, observando con fría curiosidad cómo él le tocaba la mejilla; por el cuello desabrochado de la blusa le asomaba la cadena de oro.

—Adiós —le dijo el genio.

Tendría que ser rápido.

Saleh se había deslizado hasta el extremo del pasillo, a menos de dos pasos del límite de la sombra, procurando entender lo que veía. ¿Estaba manipulando Schaalman a la golem? ¿O se había vuelto ésta una traidora?

La golem, con el frasco, le preguntó algo al anciano, el cual le respondió en algún tipo de árabe. Eran unas palabras sin sentido, como la letra de una canción infantil, aunque pronunciadas con una inflexión áspera y dolorosa que le agravaba la herida de la mente. Por un momento, la visión se le volvió gris y plana; se sintió como atrapado y encogido, como si su cuerpo se redujera a un único punto…

El instante cesó y Saleh se recobró, resollando para coger aire. Supo, sin dudarlo, que las palabras eran la orden para que el frasco se activara. Las repitió mentalmente, se volvió a sentir como si menguara y oyó el matiz de temor en la voz de Schaalman al reprender a la golem, como si ésta lo hubiera puesto en peligro en ese momento.

El genio le tocó la mejilla a la golem en un gesto de profundo pesar; y entonces, de repente, tiró de algo que ésta llevaba en la garganta. El objeto brilló en la mano del genio, que se dio la vuelta y se alejó un paso corriendo, y luego otro, muy deprisa, mientras desplegaba algo…

La golem lo atrapó, lo levantó y lo arrojó al suelo.

Schaalman se puso a gritar. Saleh vio, aterrado, cómo la golem volvía a coger al genio y lo lanzaba contra una columna de espejo; el frasco se le había caído y yacía de lado en el suelo, olvidado.

Saleh carecía de armas y no era luchador. Contra Schaalman y la golem, sólo sería un fugaz incordio. En cuanto pisara la luz del sol, sería hombre muerto. «Llevo muerto todos estos años», se dijo. «Que esta muerte sea la que yo he elegido».

Y salió apresuradamente de entre las sombras.

La golem se alzaba sobre su enemigo, que había enfurecido a su amo y ahora se encontraba inmóvil, no por el dolor o las heridas, sino porque dicho amo lo retenía con la mente. Sobre él, la columna aparecía agrietada, con la base descentrada y el espejo reventado siguiendo un patrón de telaraña. Otra vez lo agarró y lo alzó, y su cuerpo en movimiento transmitía la tensión y liberación de unos músculos de arcilla. Aquello era para lo que fue construida: para ese propósito y ese momento.

Ahora, su amo le chillaba a ella y no al genio; la llamaba con desaprobación y le ordenaba que dejara de juguetear con su enemigo. El cuerpo de la golem le hablaba también, diciéndole: «Continúa, continúa»…, pero la voz de su amo se impuso. Decepcionada, dejó al genio en el suelo.

—¡Basta! —le gritó su amo—. ¡Te van a oír, toda la ciudad se nos echará encima!

—Lo siento —respondió ella, con la mirada baja. Luego frunció el ceño y escuchó a través del vínculo que los unía—. Pasa algo malo —aseguró.

—No pasa nada malo —aseguró él mientras se daba la vuelta.

En realidad, estaba teniendo problemas, pues sus vidas pasadas empezaban a agitarse. Era culpa de esa frase en árabe que había pronunciado; para rescatarla, había hurgado a toda prisa en los recuerdos de ibn Malik, importunando a todas las vidas intermedias con el estrépito. Tendría que apaciguarlas de nuevo, cuando el genio ya estuviera bien encerrado. Miró alrededor: ¿dónde estaba el frasco?

Se oyeron unos pasos que corrían. Se volvió, asombrado, y vio a un hombre al que ya conocía y que recogía el frasco del suelo. Pero, antes de que Schaalman pudiera hablar siquiera, la golem lo adelantó de un salto; un solo golpe y el hombre se derrumbó. Era el vagabundo de casa del genio.

—Idiota —gruñó Schaalman, que se estremeció al ver cómo la golem agarraba al tipo por el cuello con un regocijo que le iluminaba los ojos. Le daba igual si ese hombre moría, pero no que la golem estuviera al borde del descontrol. ¿Tendría que acabar destruyéndola?

Cerró los ojos e intentó concentrarse para vencer el alboroto de su cabeza. Los vínculos entre él y sus dos sirvientes se estaban enredando el uno con el otro, entretejiéndose con las vidas sueltas del propio Schaalman. La golem, desorientada, detuvo el ataque. El genio se convulsionaba en el suelo, al tiempo que el control de Schaalman flaqueaba. Los recuerdos se inflaron y engulleron al anciano, y lo arrastraron cada vez más abajo…

En el palacio de cristal, ibn Malik, de rodillas sobre él, sangraba a borbotones por la herida del estómago. Schaalman se miró su propio cuerpo y vio que la misma herida surcaba el suyo, abierta como una boca.

—Toma tu inmortalidad —dijo ibn Malik—, con mi bendición.

Y mostró los dientes con su sonrisa manchada de rojo.

Luego, Schaalman se encontraba en la sala de baile, arañando los últimos resquicios de su control. El genio había derribado a la golem y le sujetaba los brazos. Schaalman fue dando tumbos y vio a Saleh agachado en el suelo, con el frasco en las manos. Quiso gritarles a sus sirvientes: «No, detenedle», pero su voz quedaba ahogada por cada uno de sus anteriores yo, que se alzaban en un coro burlón y decían: «Has sido destruido como lo fuimos nosotros, vencido por tu propia locura».

Saleh se puso de cara a Schaalman y pronunció las palabras.

Con una penetrante luz, el metal cobró vida. Saleh se tambaleó y se cayó, sin soltar el frasco, y notó que éste le extraía la vida a medida que la silueta de Schaalman menguaba hasta desaparecer. Entregó hasta la última gota de que fue capaz, con la única esperanza de que bastara. Y cuando a Saleh se le agotaron sus últimas fuerzas, le pareció oír un largo aullido agonizante, el sonido de mil años de ira truncada mientras la cárcel de cobre acogía a su nuevo ocupante.