28

La golem se esforzaba por comprender.

Hacía ya largos minutos que el genio le había contado, en voz baja y cansada, una vieja historia sobre un codicioso hechicero del desierto y una muchacha llamada Fadwa al-Hadid. Le había descrito el dolor del sometimiento y la sensación de la garganta de Fadwa bajo sus manos, y cómo había muerto ibn Malik, sólo para renacer una y otra vez.

—Me parece que el resto ya lo sabes —dijo el genio mientras ella permanecía sentada, atónita, en el borde de la cama de Sophia. Él estaba medio incorporado, enterrado bajo carísimas sábanas y con los hombros recostados en el labrado cabecero—. Ibn Malik se convirtió en Yehudah Schaalman.

—Joseph Schall —murmuró ella—. Y tú has visto sus recuerdos. —El genio tenía la mano posada en la colcha y ella se la cogió, y notó que volvía a tener densidad—. Por eso te has querido suicidar, para poner fin a su vida mediante tu propia muerte.

Él la observaba, y cada arruga de su rostro mostraba su pesar. La golem se dio cuenta de que él esperaba que se arrepintiera de haberlo salvado, ahora que conocía toda la verdad.

—Oye, todo eso es cosa de ibn Malik, no tuya —le dijo.

—¿Y Fadwa? Si yo no le hubiera hecho daño, no habría ocurrido nada.

—Te estás responsabilizando demasiado. Sí, se te puede culpar del daño que le hiciste a Fadwa. Pero ibn Malik no actuó siguiendo tus órdenes. Y Schaalman tiene voluntad propia.

—No estoy tan seguro de eso —respondió el genio—. He visto sus vidas y todas seguían el mismo patrón, como si no se pudiera liberar de su propia inclinación.

La golem torció la boca.

—¿Crees que no podía elegir no hacer el mal?

—Cada cual tiene su naturaleza —dijo el genio en voz baja.

Ella deseó rebatírselo, pero ¿adónde la conduciría eso sino a señalarse a sí misma con el dedo? Frustrada, se puso un pie y dio unos pasos por la habitación.

—Sí, con Fadwa fuiste egoísta y descuidado —afirmó—. Pero no te puedes culpar de lo demás, inclinaciones aparte. Yo no habría existido de no haberlo hecho Schaalman; ¿también eres responsable de todos mi actos, buenos y malos? Si asumes unas cosas, asumes las otras.

Él le dedicó una sombra de su habitual sonrisa.

—Supongo —reconoció antes de recuperar su semblante grave—. Pero ¿entiendes ahora por qué no puedo seguir viviendo?

—No —respondió ella con rotundidad.

—Chava.

—¿No impediste una vez que yo me destruyera? Encontraremos otra manera.

Él hizo una mueca, pero, en vez de contestar, se limitó a mirarle la mano, que volvía a sostener la suya sobre la colcha.

Llamaron a la puerta; era Sophia, que traía una pila de ropa doblada. Detrás de ella se veían sirvientes merodeando por el pasillo e intentando atisbar dentro, pero la joven les cerró la puerta en las narices.

—Hola, Sophia —le dijo el genio con voz serena.

—Tienes mejor aspecto —sonrió ella, al tiempo que dejaba la ropa encima de la cama—. Mi padre no es tan alto como tú, pero espero que te sirva algo.

—Sophia —empezó él en tono afligido.

Era obvio que se disponía a disculparse: por arrastrarla a semejante desventura o por algún otro hecho anterior en su relación, cuya realidad la golem sólo podía deducir; pero Sophia lo interrumpió sin miramientos.

—El doctor Saleh se está reponiendo en las dependencias de invitados —le dijo—. Nos reuniremos allí con él en cuanto te veas capaz.

El genio asintió, retraído.

—Me parece que te hemos causado unos problemas considerables —comentó la golem.

—Tal vez —respondió Sophia, aunque, curiosamente, parecía despreocupada y hasta feliz—. Aun así, me alegro de que se os ocurriera venir aquí. —Se volvió hacia el genio, ya más seria—. Deberías habérmelo contado.

—¿Me habrías creído? —suspiró él.

—No, seguramente no. Pero podrías haberlo intentado.

El genio vaciló antes de preguntarle:

—¿Te encuentras bien, Sophia?

Fue entonces cuando la golem se percató de la palidez de la joven, de lo excesivamente abrigada que iba y de cómo le temblaban las manos. Sophia meditó la respuesta y la golem percibió un enmarañado nudo de ansias y pesares y, por encima de todo, las profundas ganas de no ser compadecida.

—He estado enferma, pero me parece que voy mejorando —contestó—. Y ahora, por favor, ponte algo de ropa; dentro de unos minutos volveré a buscaros.

Cuando se hubo ido, el genio comenzó a probarse las prendas que ella le había traído. La golem, sentada en un rincón de la cama, no sabía muy bien adónde mirar, pues, en cierto modo, ver cómo se vestía le parecía más íntimo que verlo desnudo. De modo que se acercó al tocador de su anfitriona y examinó distraídamente los objetos que allí había: un cepillo bañado en oro, un bonito collar de plata y cristal y toda una colección de botellines y frascos de boticario. Y encima de un joyero vio un pájaro dorado en una jaula, cuya procedencia le resultó inequívoca.

—A ella también le hiciste uno —dijo.

El genio se abrochaba el cuello de la camisa.

—¿Acaso estás celosa? Al menos, ella no me devolvió el suyo.

—Yo no me lo podía quedar; estaba a punto de casarme —murmuró la golem.

El silencio se impuso entre ellos.

—Michael —acabó por decir el genio—. Él también se ha visto metido en esto, ¿verdad?

La golem suspiró.

—Hay otra cosa que no te he contado.

Y él escuchó, entre el asombro y la circunspección, que en el albergue judío se había encontrado a Michael con los conjuros de Schaalman, y el dilema que le planteó su contenido.

—¿Dónde están ahora? —preguntó el genio.

—Los tiene Anna —respondió; y, al ver la cara que él ponía—: ¡No los podía dejar en la panadería! Anna los esconderá. Pero no sé qué hacer con ellos.

—Quémalos —contestó él, tajante.

—¿Destruir todo ese conocimiento?

—El conocimiento de Schaalman. De ibn Malik.

—Yo había pensado utilizarlos para liberarte —dijo ella con voz queda.

Eso lo sorprendió visiblemente. La golem vio que se daba la vuelta, inmerso en alguna lucha interna; al cabo de un momento, se miró la camisa y se empezó a tirar de las mangas.

—El padre de Sophia tiene unos brazos muy cortos —musitó.

—Ahmad…

—No. No debes utilizar ese conocimiento. Prométemelo.

—Te lo prometo —murmuró ella.

—De acuerdo. —Lanzó un suspiro—. ¿Qué, estoy presentable?

Ella lo miró con una ligera sonrisa; el padre de Sophia era más ancho que el genio y la ropa que le había prestado le quedaba como velas hinchadas.

—Más que antes, sí.

Él hizo una mueca.

—Al menos no son los andrajos que me dio Arbeely cuando salí del frasco.

—¿Entonces también estabas desnudo? ¿Es una costumbre tuya?

Pero él ya no la escuchaba.

—El frasco —repitió.

—¿Qué le pasa?

—Maryam Faddoul todavía lo tiene. Y está arreglado: Arbeely reparó la junta, dijo que la copió fielmente. —Se interrumpió y enseguida prosiguió, con voz tensa—: Tienes razón, Chava; hay otra manera. Pero no te va a gustar.

* * *

Anna salió de la panadería Radzin con su extraño paquete, mientras se preguntaba qué sería exactamente aquello que le habían confiado. Aquel bulto plano que crujía en el fondo del saco sólo podía ser un fajo de papeles. ¿Qué había escrito en ellos? ¿Los secretos de alguien? ¿Una confesión incriminatoria? A pesar de su promesa, casi abrió el sobre para echar un vistazo dentro… Hasta que se acordó de quién se lo había dado y de los horrores que ya había presenciado. Seguro que no era un diario de amor clandestino. Mejor no saberlo. Pensaría rápido en un escondrijo y listos.

Al final, optó por la sala de baile de Broome Street. Ya la tenía en mente, gracias a la golem; no había vuelto allí desde la terrible noche y dudaba de que lo hiciera nunca, debido a los recuerdos que despertaba en ella ahora. Pero cuando intentó pensar en algún otro sitio, su mente regresaba allí sin parar. Hasta sabía con exactitud dónde esconder el saco: en lo alto del armario del cuarto trasero, donde guardaban los manteles. Lo único que tenía que hacer era encontrar a Mendel, el portero, y engatusarlo para que le diera la llave. Por lo que ella sabía, aún trabajaba en un taller de Delancey, planchando pantalones nuevos. Confió en hallarlo allí.

Yehudah Schaalman estaba sentado a un escritorio de la sala del albergue, con el ceño fruncido y llenando hojas de rayas garabateadas y tachadas. No debería costarle acordarse de la fórmula para encontrar un objeto perdido, con la cantidad de veces que la había utilizado. Pero sus recuerdos ya no pisaban terreno seguro; ahondar demasiado era arriesgarse a despertar a sus anteriores yo, que quizás intervinieran con sus propias soluciones y lo ensordecieran con su cacofonía. Debía andar con pies de plomo, acercarse de soslayo a un recuerdo y cogerlo con pinzas, capturando la fórmula a base de unas cuantas sílabas cada vez; un proceso lento y meticuloso para el que no estaba de humor.

Se oyó un chillido más allá del pasillo. Lo ignoró, así como ignoró las pisadas presurosas y los crecientes sonidos de alarma, y trató de concentrarse. Al fin, la fórmula para encontrar los papeles de sus conjuros estaba completa. La repasó y le pareció correcta; se preparó y recitó lo que había escrito. Y entonces vio…

Un destello de una falda femenina oscura y de diario, con la cintura ensanchada para dar cabida a un vientre de ocho meses. En el costado sostenía un saco de harina. La mujer (a la que Schaalman reconoció, de aquel edificio de apartamentos) se encontraba en un umbral abierto, coqueteando con un chico grande que sudaba. Le decía algo en tono provocativo. El chico le miró el vientre un instante. Dijo algo, una petición. A la chica no pareció gustarle, pero finalmente asintió. El chico se quitó un cordel que llevaba en torno al cuello y del que colgaba una llave. Lo sostuvo en alto para que la chica tuviera que alcanzarlo; cuando ésta lo hizo, la cogió y la besó bruscamente en la boca e intentó toquetearle los pechos. Ella se lo permitió unos instantes, hasta que lo apartó con firmeza y con expresión serena. La culpabilidad asomó al rostro del chico, que soltó una risita y volvió adentro. La puerta se cerró. A la mujer se le descompuso el rostro un momento, pero luego se recobró. Aferrada a la llave y al saco de harina, bajó a la calle. Schaalman se apuntó las tiendas y las esquinas de las calles, y vio que sólo estaba a unas manzanas de distancia. En Broome, la joven se acercó a una puerta insulsa, metió la llave en la cerradura y desapareció en el interior.

Cuando Schaalman se recompuso, la cabeza le daba vueltas, por lo que permaneció lo más quieto posible hasta que recuperó la visión y dejaron de palpitarle las sienes. La chica embarazada conocía a su golem, ¿no era así? Quizá no sólo había encontrado los conjuros extraviados, sino el anzuelo para conseguir el consentimiento de la golem.

Fuera de la sala, la conmoción reinaba en el pasillo. Un montón de gente se agolpaba en la puerta del despacho de Michael; la gobernanta sollozaba sentada en la escalera y la cocinera, que hablaba con un policía, al ver a Schaalman le imploró con la mirada: «Joseph, mira qué ha pasado». Pero él ya había salido por la puerta de la calle.

* * *

El cabriolé de los Winston, aunque elegante, no acababa de ser lo bastante grande para tres, pero en él se embutieron, de todos modos, Saleh, el genio y la golem. El caballo cruzó con elegancia la verja de la mansión para salir a la Quinta Avenida, donde quedó obstaculizado por el tráfico de la mañana. Saleh, encajado en un rincón, empezó a dormitar; al principio se resistió, pero el cansancio y el estómago recién lleno (la cocinera le había servido una bandeja de fiambre y una compota de frutas con brandy, aunque era obvio que hubiera preferido pegarse un tiro) le hicieron roncar bien pronto. El genio lo agradeció, pues eso le ofrecía cierta privacidad sin tener que recurrir a una táctica tan evidente como cambiar de idioma.

Pero a la golem, por lo visto, no le apetecía hablar. Hacía un momento se había opuesto sorprendentemente poco a su plan, formulando tan sólo algunas preguntas prácticas y traduciéndoselo a Sophia al inglés. Y ahora parecía extrañamente callada incluso para ser ella; con expresión pétrea, observaba los coches y carros que pasaban a su alrededor. En cualquier caso, él tampoco sabía qué decirle, pues todo lo que se le ocurría parecía demasiado trivial o demasiado terminante. Si todo iba bien y el plan funcionaba, no volvería a verla nunca.

—Pero ¿va a doler? —preguntó ella de repente, sobresaltándolo—. ¿Te va a doler estar otra vez en el frasco?

—No —le contestó—. Al menos, yo no recuerdo ningún dolor.

—A lo mejor te dolió —dijo en un tono llano—. Durante mil años. Y ahora no te acuerdas.

—Chava…

—No, no digas nada. Seguiré con este plan porque tenemos que hacer algo para que Schaalman no te encuentre y te utilice, pero no pienses ni por un momento que lo hago de buen grado: me estás convirtiendo en tu carcelera.

—Eres la única lo bastante fuerte para meterme dentro. Seguro que eso debilitó a ibn Malik, y pienso que a alguien como Saleh podría matarlo.

—Nadie le está pidiendo que…

—¡Claro que no! Sólo quería decir… —Arrastró las palabras, frustrado—. Sé que te estoy pidiendo mucho: dejar Nueva York, marcharte a Siria… El viaje no te será muy cómodo en un barco abarrotado.

—El viaje es lo de menos —dijo la golem—. ¿Y si los tuyos no te pueden proteger de él? ¿Y si ya no quedan genios? —El genio se estremeció y ella siguió—: ¡Ya lo sé, pero debemos tenerlo en cuenta! ¿Se supone que te tengo que enterrar en el desierto y desearte lo mejor?

—Sí, si es lo que hay que hacer. Y luego dejarme. Irte muy lejos, lo más lejos que puedas. No te dejaré defendiéndome; puede que él no sea tu amo, pero te puede destruir igual.

—¿Y adónde voy? Para empezar, no puedo ni imaginarme otro sitio. No soy como tú. Lo único que conozco es Nueva York.

—No será por mucho tiempo: sus días están contados. Unos años como mucho.

—¿Y después? ¿Voy buscando sus reencarnaciones por el mundo y las mato en la cuna?

—Creo que te conozco lo bastante para no pedirte eso.

—¿Ah, sí?

—¿Entonces podrías hacerlo? ¿En serio?

Ella se calló y, a continuación, dijo:

—No, ni aun sabiendo… No.

Guardaron silencio. El cabriolé avanzó hasta llegar al extremo sur del parque. Giraron al oeste y el aire se volvió denso por las emanaciones de los árboles al otro lado del muro. Al final, él preguntó:

—¿Michael estará bien sin ti? —Había intentado, en vano, pronunciar ese nombre sin tensión.

—A Michael le conviene más que yo me vaya. Espero que algún día me perdone. —Le lanzó una mirada—. No te he explicado por qué me casé con él.

—A lo mejor no lo quiero saber —murmuró el genio.

—Lo hice porque te habías llevado el papel de mi medallón. No me podía autodestruir, tenía que vivir en el mundo y estaba aterrorizada. Por eso me escondí detrás de Michael; intenté convertirlo en mi amo. Pensaba sinceramente que sería lo mejor.

El reproche a sí misma que traslucía su voz resultaba doloroso.

—Estabas asustada.

—Sí, y por miedo cometí el error más débil y egoísta de mi existencia. Por eso no entiendo que me confíes tu vida.

—Es en ti en quien más confío —le dijo él—. Más que en mí mismo.

Ella negó con la cabeza, pero entonces se apoyó en el genio, como si se refugiara. Él se le acercó y le puso la mejilla sobre la cabeza. Al otro lado de la ventanilla, Nueva York era un desfile incesante de paredes, ventanas y puertas, callejones oscuros y destellos de luz del sol. Pensó que, si pudiera elegir un momento para llevarse al frasco, un momento en el que vivir infinitamente, quizá se quedaría con aquél: la ciudad que pasaba y la mujer a su lado.

* * *

Era media mañana, cuando el café estaba más lleno. En las mesas de la acera, las piezas de backgammon repicaban en el tablero. Dentro, los hombres discutían de sus cosas en tonos indolentes.

Arbeely estaba solo, jugueteando con su taza de café. Aquella mañana, el taller le había parecido demasiado tranquilo; el silencio le presionó los oídos y la mirada se le iba sin parar hacia el banco vacío del genio. Arbeely se recordó que ya le iba bien antes de conocer a su antiguo socio y que volvería a ser así. Sin embargo, era como si todo el taller contuviera el aliento, a la espera de que el genio entrara otra vez por la puerta.

Cuando ya no pudo más, se fue al café de los Faddoul, a distraerse con el rumor de las conversaciones de otros. Ahora miraba las mesas llenas a su alrededor. Maryam andaba por ahí con su café y sus cotilleos, surcando fácilmente el atestado espacio. Desde su aventajada posición veía cómo se animaba cada mesa con la llegada de Maryam; cada una de sus sonrisas era un nuevo giro al volante que mantenía el café bullendo. En la cocina, Sayeed molía café y cardamomo y hervía agua, en una coreografía ya muy aprendida. Viéndolos, Arbeely sintió un ataque de soledad.

Como una polilla atraída por su melancolía, Maryam no tardó en desviarse hacia él, con cara de preocupación.

—Boutros, ¿se encuentra bien?

Deseó preguntarle: «Maryam, ¿acaso llevo demasiado tiempo siendo soltero? ¿He perdido mi oportunidad?». Pero una sombra acechó en el umbral y todas las conversaciones cesaron.

Era el genio, y con él iba una mujer alta, imponente, a la que Arbeely no había visto nunca. Los seguía un hombre vestido como un vagabundo, pero con el porte de una persona de importancia. A Arbeely le sonaron sus rasgos. «El heladero Saleh», murmuró alguien, y fue una gran sorpresa para él ver que era verdad.

El genio recorrió el café con la mirada hasta encontrar a Maryam y a Arbeely a su lado. Tras el asombro inicial, cruzó el café hacia ellos, muy resuelto, con sus compañeros siguiéndole los pasos. Maryam miraba boquiabierta a Saleh.

—¿Mahmoud?

Los ojos oscuros y ya recuperados amenazaban lágrimas.

—Maryam —dijo el hombre con voz emocionada—. Es un placer verla.

Ella se rió, dichosa, y con los ojos humedecidos a su vez.

—¡Oh, Mahmoud, qué maravilla! Pero ¿cómo ha ocurrido?

Posó la vista en el genio y lo miró con recelo. Su esposo se dirigió a la puerta de la cocina, dispuesto a intervenir.

—Quizá podamos hablar en privado —dijo el genio con calma. Y entonces, dirigiéndose a Arbeely—: Creo que tú deberías escucharlo también.

Así que, tras un rápido intercambio de palabras con Sayeed, se los llevó a su casa, encima del café, y les hizo sentarse a la mesa de la sala. Y el genio empezó a hablar: con palabras llanas y graves, se desenmascaró y se disculpó por las mentiras que les había contado, una tras otra. Explicó quién era la mujer alta que tenía sentada al lado y Arbeely, todavía impresionado por la nueva franqueza del genio, se esforzó por asumir la existencia de la golem. «Anoche conocí a una mujer hecha de arcilla», le había dicho el genio una vez; y ahí estaba, una solemne giganta hebrea que respondía a las preguntas de Maryam en un árabe perfecto mientras el genio escuchaba, con visible y asombrosa preocupación por ella.

—Un momento —intervino Arbeely, confundido e incrédulo—. ¿Estás diciendo que pretendes volver al frasco?

¿Lo habría coaccionado esa mujer? ¿Le habría lanzado algún conjuro? Ésta, con la mirada baja, le murmuró algo al genio en otro idioma, y él dijo:

—Arbeely, tus temores son infundados; la decisión es sólo mía. —Por algún motivo, eso no hizo que se sintiera mejor.

Maryam formuló otra pregunta que, en ese caso, contestó Saleh hablándole de un hombre que llamó a la puerta del genio. Describió el dolor, como de desgarro, del exorcismo, como si un dentista le hubiera extraído una muela podrida. Y, después, la golem y el genio ofrecieron sus comentarios paralelos: «Mi creador, mi amo…».

Todo ello parecía una locura. Pero Maryam escuchó y reflexionó, hasta que se fue a la cocina y volvió con el frasco, que dejó en el centro de la mesa. Todos se lo quedaron mirando, excepto el genio, quien apartó la vista con la mandíbula tensa. La luz del sol incidía en la elaborada cenefa, con las curvas y los bucles que se entrelazaban y se mordían la cola.

—Es tuyo, si lo quieres —anunció Maryam.

—¿Les cree? —soltó Arbeely, sorprendido.

—¿Tengo que creerles para entregárselo? Para mí solo es el viejo frasco de mi madre. Es evidente que para Ahmad tiene mucho más valor. —Lo cogió y se lo entregó al genio, que lo tomó como si se tratara de un barril de pólvora—. Que tengas suerte, Ahmad.

—Gracias —respondió él. Y, mirando alrededor—: ¿Está Matthew…?

—Está en el colegio —le dijo Maryam. El genio asintió con manifiesta decepción. Maryam dudó, pero al fin dijo—: Le diré adiós de tu parte.

Bajaron a la calle con el frasco bien seguro en la mano del genio. Maryam se despidió y regresó con sus clientes y, al pasar, le apretó el hombro a su esposo. El resto permaneció, incómodo, bajo la luz de mediodía, divididos entre la prisa y una afligida reticencia. El genio había explicado que disponían de poco tiempo, pero sus mayores bazas eran la velocidad y la distancia: cruzar el océano antes de que a Schaalman se le ocurriera ir a buscarles. El barco a Marsella zarpaba en unas horas (Sophia ya estaba reservando un único billete de tercera) y, antes, la golem debía ir por los conjuros que había guardado Anna, para enterrarlos también en el desierto.

—¿Y tú, Saleh? ¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber el genio.

Saleh le estaba dando vueltas a esa misma cuestión desde que despertó en casa del genio habiendo recuperado la vista. ¿Continuaría siendo el heladero Saleh, midiendo su vida en peniques y giros de mantequera? ¿O volvería a ser el doctor Mahmoud? A decir verdad, ninguno de los dos nombres parecía encajar ya; sospechaba que ahora era otro, algo nuevo, aunque no tenía ni idea de qué. Llevaba tanto tiempo esperando su propia muerte, que contemplar el futuro era como acercarse al borde de un precipicio y observar el vertiginoso cielo abierto.

—Tendré que pensármelo —respondió—. De momento, me conformo con encontrar mi mantequera.

Y también él se despidió, deteniéndose en el rostro del genio antes de darles la espalda.

—En fin —dijo Arbeely, algo violentado—. Te echaré de menos, Ahmad.

El genio alzó una ceja.

—¿En serio? Ayer me diste a entender lo contrario.

Arbeely agitó una mano.

—Olvídalo. Además, ¿con quién me voy a pelear ahora? ¿Con Matthew? —añadió, tratando de aportar una pizca de humor.

«Yo también te echaré de menos», le hubiera gustado responder al genio; pero no era cierto, pues el frasco no le permitiría echar de menos a nadie. La tristeza se volvió a apoderar de él, junto con un atisbo de pánico. Le estrechó la mano a Arbeely y se la soltó dándole un poco la espalda.

—O lo hacemos enseguida, o no me veré con ánimos —musitó la golem.

—Chava, me alegro de haberte conocido —le dijo Arbeely—. Por favor, cuídalo bien.

Ella asintió y, a continuación, Arbeely se marchó, por lo que se quedaron solos en la concurrida acera.

—¿Así que ya está? —murmuró la golem—. ¿Tiene que ocurrir ahora?

El genio asintió, pero entonces se quedó inmóvil: algo raro sucedía. Una penumbra le nubló la visión y los sonidos se amortiguaron. Sin previo aviso, la acera desapareció y él fue extirpado…

Anna se encontraba ante él, con un fajo de deteriorados papeles en las manos. Tenía el rostro vacío, los rasgos laxos… Las manos de él, surcadas de venas y manchas, la sujetaron por los hombros; despacio, le dio la vuelta, se colocó detrás y se fijó en la imagen que ofrecían en la columna de espejo, como si posaran para un retrato de familia. A su espalda, la sala de baile estaba inundada de luz. Alzó las manos y las colocó en la garganta de la joven.

—Trae aquí a la criatura —le ordenó a su propio reflejo—. Y también el frasco. O volveré a convertirte en un asesino.

Notó la piel fría de la golem bajo sus dedos; las manos se le habían movido por sí solas y la estaban cogiendo por las muñecas para arrastrarla junto a Schaalman. «Nuestro vínculo», comprendió el genio: nunca lo había roto, y ahora Schaalman podía controlarle al igual que había hecho ibn Malik.

Ella le preguntó, asustada:

—Ahmad, ¿qué te pasa? ¿Algo va mal?

Qué estúpido era Schaalman, pensó el genio con amargura; qué poco conocía a su propia creación. ¿Por qué se molestaba en amenazarle a él, si la golem jamás abandonaría a Anna a sabiendas, ni en aras de un bien mayor? Se rendiría a él por propia voluntad, y el genio no la dejaría ir sola.

Recuperó la potestad de sus propias manos, que dejó caer a los costados antes de dar media vuelta.

—Es demasiado tarde —dijo, en un tono llano—. Hemos perdido.

La mantequera de Saleh estaba justo donde él la había dejado, en la esquina de su cuchitril del sótano. Al ver el lugar por primera vez, hizo una mueca. Dio un puntapié a su manta hecha a base de retales y tembló sólo de pensar en los bichos que tendría. La mantequera era lo único que se salvaba, y por los pelos, ya que la madera estaba muy astillada y la manivela se aguantaba por un solo tornillo. Se le ocurrió que, si intentaba utilizarla una vez más, se le haría pedazos en las manos.

Aun así, era incapaz de abandonarla, con el partido que le había sacado, de modo que cargó con ella escaleras arriba hasta salir a la calle. Estaba a punto de llevársela al cuarto del genio, donde sopesaría sus opciones, cuando vio, al otro lado de la calle, que la golem y el genio pasaban a toda prisa. La golem casi corría, con angustiada determinación en sus rasgos, mientras que el genio la seguía con aspecto de querer detenerla a cualquier precio. «Algo va pero que muy mal», se dijo Saleh.

Se recordó a sí mismo que no era su lucha. Se había visto atrapado en aquel asunto momentáneamente, pero ahora ya estaba. ¿No les había seguido ya en suficientes tribulaciones? Era hora de decidir a qué bando pertenecía.

Rechinándole los dientes, Saleh abandonó la mantequera.