En los límites de Chinatown, en una celda de la comisaría Quinta de la ciudad, un anciano yacía inmóvil en el suelo sucio.
El agente de turno escudriñó entre los barrotes al hacer la ronda. Al anciano lo habían traído, inconsciente, unas horas antes, y aún no se había movido. Minúsculos fragmentos de vidrio le espolvoreaban el rostro y tenía costras de sangre en la barba y en la calva. «Un asqueroso anarquista», según el teniente que lo había traído a rastras y que le clavó una bota en las costillas. Pero no tenía pinta de anarquista. Parecía el abuelo de alguien.
Con el paso de las horas fueron desfilando distintos compañeros de celda. Algunos habían registrado los bolsillos del viejo, pero no encontraron nada que mereciera la pena. Y ahora estaba solo, era el último cabo suelto del turno de noche.
El agente abrió con llave la puerta de la celda, apoyándose en los goznes para hacerlos sonar; pero el viejo continuó sin moverse. Había poca luz, sin embargo, a medida que se acercaba, el agente distinguió lo rápido que se le movían los ojos por debajo de los párpados y cómo se le tensaba la mandíbula. Los dedos se le crispaban con rítmicos espasmos. ¿Le estaría dando un ataque? El agente se sacó la porra del cinturón, se agachó y le toqueteó un hombro con ella.
De repente, una mano se alzó y le agarró de la muñeca.
La mente humana no está preparada para albergar los recuerdos de un millar de años.
En el momento del contacto con el genio, el hombre que se había considerado a sí mismo Yehudah Schaalman reventó. Se convirtió en una Babel en miniatura, con el cráneo rebosante de los pensamientos correspondientes a sus numerosas vidas, en docenas de idiomas diferentes. Circularon rostros ante él: un centenar de divinidades, masculinas y femeninas, dioses animales y espíritus del bosque, con rasgos que eran un borroso revoltijo. Vio preciosos iconos dorados y rudimentarios bustos tallados; nombres sagrados escritos con tinta, con sangre, con piedras y con arena de colores. Miró su propio cuerpo y vio que vestía túnicas de terciopelo y sostenía un incensario de plata; no lo cubría nada más que cal y en sus manos sostenía unos huesos de pollo.
Los hechos de la vida de Schaalman se empezaron a desmantelar. Sus compañeros de la yeshiva llegaban a clase con sedas y zapatillas blandas y mezclaban sus tintas en cuencos de jade. Un carcelero se alzaba sobre él con túnica de monje y capucha, blandiendo un flagelo anudado. La hija del panadero se volvió morena y de ojos negros y sus gritos eran como el balanceo de un océano invisible. Su padre lo levantó de una cuna de madera, llevando en la muñeca una manilla de hierro muy ceñida. Su madre lo cogió en brazos y le dio de mamar con un pecho de arcilla.
La corriente derribó a Yehudah Schaalman, que se ahogó y se fue hundiendo.
En un momento habría terminado, pero él luchó de todos modos. A ciegas, extendió la mano… y sus dedos se cerraron en torno a un recuerdo que era suyo y sólo suyo.
Volvía a tener diecinueve años y estaba soñando. Había un camino, una puerta, un prado soleado y una arboleda en la distancia. Dio un paso y fue inmovilizado. Habló una voz: «Tú no perteneces a este lugar».
La rabia y el pesar antiguos se reavivaron, tan frescos y dolorosos como habían sido siempre, y se volvió hacia una cuerda salvavidas que ardía en su puño. Emergió a la superficie y jadeó.
Centímetro a centímetro se enfrentó, agonizante, a la corriente y ordenó sus recuerdos. Sus compañeros de clase se despojaron de sedas y zapatillas y el carcelero de la túnica. La hija del panadero recuperó su piel cetrina y sus ojos de color avellana. Alcanzó su primer recuerdo y continuó… de vuelta al yo que había sido antes, y luego al que fue antes de ése. Atravesó cada vida de la muerte al nacimiento, viéndose adorar a dioses e ídolos de toda índole. Y en cada vida, su terror al juicio le consumía y su creencia era absoluta. ¿Cómo iba a ser de otra manera, si cada fe le ofrecía tales poderes, permitiéndole conjurar ilusiones, adivinar futuros y lanzar maldiciones? En cuanto a su libro, quemado y robado, fuente de todas sus maravillas y horrores, ni una vez había puesto en duda que se tratara de los conocimientos del Todopoderoso. Aquél ante el que todos los demás eran meras efigies. ¿No demostraba su eficacia que el Todopoderoso era la verdad suprema, la verdad única? Pero ahora veía que las verdades eran tan incontables como las falsedades; que, por una cuestión de puro y aplastante caos, el universo del hombre sólo podía ser igualado por el universo de lo divino. Y, a medida que retrocedía, el Todopoderoso se fue encogiendo cada vez más, hasta no ser más que otra deidad del desierto, y sus Mandamientos ya no parecían más que las exigencias temerosas de un amante celoso. Y, en cambio, Schaalman se había pasado toda la vida aterrorizado por Él, temiendo Su juicio en el mundo venidero… ¡Un mundo que no iba a ver nunca!
Cuanto más retrocedía, más crecía su ira al observar que todos su yo anteriores persistían en sus asustados y fervientes engaños. Sus vidas se rebobinaron cada vez más deprisa… hasta alcanzar al fin el origen, la boca del torrente, donde aguardaba un vetusto y mugriento pagano llamado Wahab ibn Malik al-Hadid.
Los dos hombres se miraron el uno al otro a través de los siglos.
«Te conozco», dijo ibn Malik. «He visto tu rostro».
«Has soñado conmigo», respondió Schaalman. «Me has visto en una ciudad reluciente que se alzaba al borde del agua».
«¿Quién eres?».
«Soy Yehudah Schaalman, tu última vida. Soy quien enderezará las cosas para mis vidas siguientes».
«¿Tus vidas?».
«Sí, mías. Tú fuiste sólo el principio. Te uniste al genio sin comprender las consecuencias y tus distintos yo murieron una y otra vez, sin ser nunca más sabios. Era yo quien averiguaría el secreto».
«De poco servirá si mueres también y el secreto se pierde», replicó ibn Malik.
«Encontraré un camino», afirmó Schaalman.
«Puede que sí o puede que no. ¿Y qué hay del genio? Los tipos como él tienen vidas largas, pero no son inmortales. Cuando muera, nosotros moriremos a la vez».
«Entonces deberá abstenerse de morir».
«¿Piensas capturarlo de nuevo? Asegúrate de que no esté más allá de tus limitaciones».
«¿Como lo estuvo de las tuyas?».
Los ojos muertos se entornaron.
«¿Y qué eres tú sino yo mismo, vestido con ropas extrañas y hablando otro idioma?».
«¡Soy el compendio de un millar de años de sufrimiento y esfuerzo! ¡Tal vez nos diste esta inmortalidad quebrada, pero yo seré el primero en morir sin miedo!».
Ibn Malik rugió de ira, pero Schaalman fue más rápido; con un movimiento raudo, agarró a Ibn Malik de la garganta.
«Me has impedido cualquier opción de felicidad», dijo Schaalman.
Ibn Malik se retorció en su puño.
«A cambio, te di un conocimiento ilimitado».
«Una consolación muy pobre», sentenció Yehudah Schaalman antes de apretar.
El hedor del cubo de deposiciones recibió a Schaalman al despertar. Tenía las costillas magulladas y el rostro le ardía a causa de los minúsculos cortes. Se quiso levantar, pero había un hombre vestido de policía desplomado sobre él, con una sangre oscura manándole de los oídos y volutas de humo que se elevaban de su torso. Schaalman se dio cuenta de que estaba sosteniendo su muñeca; la soltó y consiguió liberarse.
La puerta de la celda estaba abierta y, más allá, había un pasillo húmedo y después la comisaría. Murmuró unas cuantas palabras y pasó sin ser visto por entre los pocos agentes que bostezaban en sus puestos. Al cabo de un momento, ya salía por la puerta.
Se dirigió rápidamente al extremo este de Chinatown y, más allá, al albergue judío. Su mente aún se resentía de la presión de los recuerdos, pero la amenaza de disolución ya se alejaba. De momento, sus anteriores yo se mantenían tranquilos, como esperando a ver qué ocurriría a continuación.
* * *
Aunque sólo eran las cinco y media, Sophia Winston ya estaba sentada, sola, en la larga mesa del comedor familiar, terminándose el té y una tostada. Hasta los diecinueve años, nunca fue madrugadora, pues prefería languidecer en la cama hasta que su madre enviaba a una doncella a despertarla y vestirla. Ahora, en cambio, ya estaba despierta y temblando antes de salir el sol. La pobre doncella se veía obligada a levantarse aún más temprano, para encender el fuego del comedor y preparar el desayuno de su señora. Luego también había que encender el fuego de su habitación (adonde se retiraba después de haber comido), antes de que la doncella pudiera volver por fin al piso de abajo y acostarse otra vez.
Sophia había descubierto que le gustaba estar despierta a esas horas, antes que el resto de la casa. Prefería estar sola mientras leía los cuadernos de viaje de su padre y se bebía el té junto a la ardiente chimenea del comedor. La única y molesta compañía era la de su propio retrato vestida de princesa turca, regalo de compromiso de Charles. Retrato que fue todo un desastre, pues no aparecía majestuosa sino abstraída con su disfraz, melancólica, incluso, y con la mirada baja; más que una princesa, parecía una odalisca capturada y resignada. El pobre Charles se mostró afligido al verlo; en la cena posterior dijo poca cosa, y se limitó a mirar la mano temblorosa de Sophia cuando ésta se tomaba la sopa. Su madre había hecho colgar el retrato en el comedor y no en el vestíbulo principal, como si lo castigara por no cumplir las expectativas.
Sophia bebió té y echó un vistazo al reloj. A su padre le gustaba despertarse a las seis; poco después bajaría a por los periódicos y a continuación lo seguiría su madre, para comentar la agenda del día. El pequeño George despistaría a su institutriz e irrumpiría solicitando sus besos matutinos. Del mismo modo que a Sophia le gustaba su soledad, también apreciaba el tumulto de la mañana, breve pero necesario recordatorio de que eran, de hecho, una familia.
Casi se había terminado el té cuando oyó unos pasos presurosos en el vestíbulo de la fachada. Apenas había tenido tiempo de pensar que era muy temprano para las visitas y que no había oído el timbre cuando escuchó una voz airada (era uno de los lacayos) y la respuesta de una mujer, contundente y apremiante. Un grito; la puerta del comedor se abrió de golpe. Y una aparición colmó el umbral. Era una de las mujeres más altas que Sophia hubiera visto jamás, y capaz de cargar en sus brazos con un hombre adulto.
—Lamento importunar —dijo la mujer, hablando con acento—. Pero necesitamos el fuego de su chimenea.
Entró en la estancia y detrás llegó un hombre con la ropa raída. Un lacayo quiso arremeter contra la mujer, pero ésta avanzó con una rapidez tremenda; ¿cómo lo lograba, llevando a alguien en brazos? Pasó rozando a Sophia, que permaneció en pie pillada por sorpresa y vislumbró la improbable carga: un hombre alto y delgado, empapado y con el rostro oculto en el hombro de la mujer. Una gruesa manilla de metal le envolvía una muñeca; a la luz del fuego, lanzó un destello como si fuese un faro.
La impresión se adueñó de ella con más fuerza que cualquier frío. Se quedó hipnotizada mientras la mujer se arrodillaba ante la enorme chimenea, apartaba la rejilla y arrojaba al hombre al fuego.
El lacayo gritó de terror, pero el hombre mal vestido lo agarró e intentó echarlo del cuarto mientras decía algo en un idioma que Sophia no supo identificar. La mujer observaba las llamas con la mirada fija, como si esperase alguna señal. El fuego se había aplacado bajo el peso del hombre, pero ahora volvía a crepitar con gran animación, rodeándolo de llamas como a un vikingo en su pira. Sophia vio cómo le ardía y desaparecía la ropa, dejando su piel entera e intacta.
¿No le contó él una historia, una vez que yacía adormilada entre sus brazos? Una historia sobre los genios, fantásticas criaturas de fuego. Y luego, en París, aquel calor devorador, como si una chispa se hubiera instalado dentro de su cuerpo. Era absurdo; sin embargo, algo le murmuraba que sí, por supuesto: que siempre lo había sabido.
Nubes de humo llenaron la habitación junto con el olor a algodón quemado. El lacayo consiguió zafarse y corrió hacia el vestíbulo, seguramente para dar la alarma. El desconocido que vestía harapos frunció el ceño con resignación y se acercó a la mujer alta; le habló en ese idioma extranjero y ella asintió.
—Ahmad —gritó. La silueta se agitó en el fuego—. ¡Ya está! —exclamó la mujer, llena de alegría.
El hombre con harapos respondió algo mientras se protegía los ojos con la mano.
Del exterior llegó un alboroto, hasta que el mayordomo irrumpió gritando, seguido de tres lacayos y del padre de Sophia, para gran conmoción de ésta. Al ver que se acercaban, la mujer se dio la vuelta y quedó de espaldas a la chimenea, para escudar al hombre que había dentro. Sophia se dio cuenta de que se estaba preparando para pelear. Su padre reclamaba a la policía. La habitación era una absoluta algarabía.
—¡Que se calle todo el mundo, por favor! —gritó Sophia.
Y, en efecto, la habitación se quedó en silencio, debido a la sorpresa más que otra cosa. La joven se dirigió a la chimenea y se agachó para ver mejor.
—Sophia —gritó su padre, a modo de temerosa advertencia.
—No pasa nada, padre —dijo ella—. Conozco a este hombre.
—¿Cómo?
El hombre que había en el fuego se movió otra vez con unas convulsiones que parecían de dolor. Los leños se desplazaron bajo su cuerpo y Sophia y la mujer retrocedieron de un salto mientras él salía de las llamas tambaleándose, dentro de una nube de humo y cenizas. Fue a reposar, enroscado, sobre las baldosas, todo manchado de hollín y de ascuas. En torno a él, el aire relucía y, por un momento, a Sophia le pareció ver que brillaba como una brasa.
La mujer alta se inclinó sobre él con gran diligencia. El hombre andrajoso la previno de algo y ella retiró las manos en el último momento.
—¿Ahmad? —El hombre susurró algo—. Sí, soy yo —contestó ella, con voz entrecortada por la emoción pese a tener los ojos secos—. Estoy aquí.
Le tocó el brazo fugazmente, como un cocinero comprobando el grado de calor de una sartén. Por lo visto, se había enfriado bastante, pues le puso una mano en el hombro. Él no abrió los ojos, pero alzó una mano para cubrir con ella la de la golem.
Cuando Sophia miró a su alrededor, se podría haber echado a reír ante la escena: la casa más prominente de Nueva York, en el absurdo trance de mirar con la boca abierta a un hombre desnudo en el suelo del comedor. Todos los criados se mantenían al margen y algunos de ellos se santiguaban. Alguien le murmuró al padre de Sophia que la policía estaba en la entrada. La mujer alzó la cabeza al oírlo, con una expresión ferozmente protectora.
—No —intervino Sophia, que avanzó para plantarse ante los tres forasteros—. No será necesario. Padre, despide a la policía.
—Sophia, vete arriba; ya hablaremos luego.
—Te he dicho que conozco a este hombre. Respondo por él y por sus amigos.
—No seas ridícula. ¿Cómo vas a…?
—Son mis invitados —declaró con firmeza—. Despide a la policía. Y que alguien le traiga a este hombre una manta.
Les dio la espalda y se agachó junto a la silueta que le era familiar y que seguía sin moverse apenas. La mujer alta la observaba de un modo extraño, como si intentara ver en su interior.
—Le conoces —dijo la mujer.
Sophia asintió y cogió la otra mano del hombre.
—¿Ahmad?
Él no abrió los ojos, pero su frente se arrugó.
—¿Sophia? —murmuró; y la joven oyó que su padre resollaba sobrecogido.
—Sí, soy yo —le contestó, consciente de las miradas que recaían sobre ella y de las conclusiones, nada desencaminadas, que todo el mundo estaba sacando. De no encontrarse tan destemplada, le habrían ardido las mejillas—. Estás en mi casa; aquí estás a salvo. —Miró a su padre con desafío, pero éste se limitó a permanecer pálido y abatido—. ¿Qué le ha pasado? —le preguntó Sophia a la mujer.
—Ha intentado poner fin a su vida.
—¡Dios mío! Pero ¿por qué? —La mujer parecía querer explicarse más, pero miró los rostros asustados y atentos que la rodeaban—. Deberíamos hablar de esto en privado —señaló Sophia—. Llevémosle a mi habitación; allí ya estará encendido el fuego.
Entró una doncella con una pesada manta de lana, que entregó a Sophia antes de alejarse claramente aterrorizada. La mujer alta y el hombre andrajoso envolvieron a su compañero medio inconsciente y lo ayudaron a ponerse en pie, sosteniéndolo a cada lado. Sophia apoyó una mano protectora en el brazo de la mujer y, juntos, se fueron del comedor bajo las miradas vigilantes.
—Padre, hablaremos enseguida —dijo al marcharse.
Lo dejaron en la cama de Sophia y le colocaron un calentador de pies bajo la frazada. El hombre andrajoso (un tal doctor Saleh, por lo visto, que sólo hablaba árabe) se puso a avivar el fuego y la habitación se calentó lo bastante para que estuviera a gusto incluso Sophia. A continuación, el doctor Saleh y la mujer (quien, al parecer, se llamaba Chava) hablaron unos minutos en voz baja, lanzándole a ella frecuentes miradas.
—Lamento haberte implicado en esto —le dijo al final la mujer—, pero no teníamos elección: la vida de Ahmad estaba en peligro. Debo entender que sabes lo que él es.
—Eso creo —respondió Sophia—. ¿Y tú eres lo mismo?
La mujer apartó la vista, cohibida de repente.
—No, yo soy… otra cosa. Una golem.
Sophia no tenía la menor idea de lo que eso significaba, pero, sin saber muy bien cómo expresarlo, se limitó a asentir.
—Por favor, cuéntame qué ha ocurrido.
Y la golem le relató la historia. A Sophia le dio la sensación de que omitía gran cantidad de detalles, pero al fin le contó cómo había encontrado al genio en la fuente de Bethesda.
—Pero ahí es donde le conocí —señaló Sophia, confundida—. Y sigo sin entender… ¿Por qué quería hacerlo?
—Podríais dejar de hablar de mí como si yo no estuviera —murmuró una voz desde la cama.
La golem fue la primera en acudir a su lado: ¡se movía con una rapidez tan inverosímil!
—Hola, Ahmad —le dijo en voz baja.
—Chava. No tendrías que haberme rescatado.
—No seas tonto. Ya se ha perdido demasiado.
Soltó una risa áspera.
—No lo sabes bien.
—Calla. —Le cogió la mano y se la estrechó, como si quisiera asegurarse de que realmente lo tenía ahí; de repente, Sophia se sintió como una intrusa en su propio dormitorio.
El genio advirtió la presencia del doctor Saleh y le dijo algo en árabe, en tono ofendido. El otro respondió de forma similar, brusco y sarcástico, y se pasó una mano por el cardenal, el cual iba adquiriendo bastante mal aspecto, pensó Sophia. La golem preguntó algo y él respondió con desdén, pero estaba claro que el calor de la habitación no le sentaba bien.
—Me parece que el doctor Saleh ha tenido una mañana muy agitada y no ha comido nada —le dijo la golem a Sophia.
—Claro. Le acompañaré abajo para que se ocupen de él.
Una expresión distante se apoderó de la mirada de la golem.
—También tendrás que asegurarle a la gente que no te estamos asesinando y que no hay necesidad de echar la puerta abajo —dijo.
—¿En serio? —se sorprendió Sophia.
—Eso me temo.
—En tal caso, gracias por el aviso —respondió, y resolvió que averiguaría lo antes posible qué era un golem.
Se llevó al doctor Saleh a la cocina y dio órdenes precisas al personal para que le dieran de comer y le ofrecieran cuanto necesitara. Se la quedaron mirando como si le hubiera salido un cuerno, pero asintieron y se pusieron en marcha de todos modos; oyó los murmullos a su espalda mientras se iba.
Arriba le dijeron que sus padres estaban en la biblioteca, esperando para hablar con ella, por lo que decidió aprovechar la oportunidad. Les diría que, con lo que les gustaba chismorrear a los criados, seguro que su reputación ya estaba dañada. ¿Por qué no romper el compromiso antes de que terminara en la ignominia? Y quizá lo mejor fuese que viajara un poco, mientras los rumores seguían su curso: a la India, a Sudamérica o a Asia. A los climas más cálidos.
Procuró ocultar su sonrisa y abrió la puerta de la biblioteca.
* * *
Ya había empezado el servicio de la mañana cuando Michael Levy llegó a la vieja sinagoga de su tío. Había deambulado por el Lower East Side, mientras intentaba asimilar que su vida estaba destrozada, cuando cayó en la cuenta de adónde le llevaban sus pasos, y no tuvo fuerzas para cambiar de rumbo ni estómago para irse a su casa; tampoco podía volver al albergue judío, por miedo a que ella continuara allí. Suponía que debía estar agradecido de que ella consiguiera avisarle y de haber escapado con vida; de momento, sin embargo, la gratitud quedaba muy lejos de su alcance.
En su origen, la antigua sinagoga de su tío fue una iglesia metodista. Se trataba de una sala de culto insulsa y anónima, de piedra gris mal labrada, que ni imponía ni acogía; en definitiva, uno de esos edificios que podían cambiar cien veces de manos sin que los vecinos se dieran ni cuenta. Dentro, una veintena de hombres estaban congregados en los bancos de madera de las primeras filas; la mayoría rondaba la edad de su tío. Justo a la entrada, Michael dudó, resistiéndose de pronto, por si lo reconocían los antiguos colegas del rabino. Murmurarían plegarias a Dios en su nombre y lo tomarían como prueba de que siempre se vuelve a la fe en los momentos difíciles.
¿Y acaso se equivocarían? Él ya había aceptado como verdad que su esposa era una criatura de arcilla a la cual infundió vida…, ¿qué, la voluntad de Dios? ¿Debía creer ahora en Dios si quería dar algún sentido a todo aquello? La idea lo irritó, como si volviera a ser un niño al que mandaban a la escuela sin que él quisiera ir. Pero tampoco podía dejar de saber lo que ya había descubierto.
Al comenzar el servicio, las voces de los hombres se alzaron y descendieron. «Convertiste mi lamento en una danza. Tú aflojaste mi cilicio y me rodeaste de júbilo». Entonaron salmos y plegarias y, como siempre, el ritmo se ajustó a los latidos de su propio corazón. Resultaba injusto que los rezos le afectaran de ese modo, en contra de su voluntad; que se mofara de los sentimientos pero acabase moviendo la boca como si recitara. Se imaginó a los noventa años, desdentado y renqueante e incapaz de recordar nada más que las plegarias matutinas, pues eran sus recuerdos más hondos, su primera música.
No sabía con exactitud cuándo había dejado de creer. No fue algo repentino, ni se planteó razonamientos hasta acabar perdiendo la fe, por más que su tío lo creyera. No; simplemente, un día notó que Dios había desaparecido. Quizá nunca creyó de verdad. O tan sólo intercambió una creencia por otra: no abrazar a Dios ni el ateísmo, sino la ideología por sí misma…, tal como se había enamorado no de una mujer, sino de la imagen de una mujer.
«Chava Levy, eres una realidad muy dura con la que vivir», se dijo.
De pronto, las lágrimas se le agolparon en la garganta; reprimió un sollozo, se retiró de la puerta del santuario y volvió a la calle. Y, aunque ya no oía el cántico, lo siguió mentalmente, y continuó sin querer el resto del servicio mientras volvía andando al albergue judío; éste era ahora su único hogar verdadero, y pensó que, si tenía una religión, el albergue era su templo, dedicado no a dioses o ideas sino a personas vivas y falibles; si su esposa estaba allí, se enfrentaría a ella.
El albergue apenas se estaba despertando cuando él llegó. Por el pasillo se propagaba el olor a café y se oía el rechinar de las viejas tuberías dentro de las paredes. Se armó de valor, pero encontró el despacho vacío, con la puerta entreabierta.
Se sentó al escritorio y, cuando se estaba planteando, a pesar de todo, emprender las tareas cotidianas, se percató de que el fajo de papeles quemados de Joseph Schall no estaba allí. Con el torbellino alcohólico de la noche anterior, se había olvidado por completo; de hecho, se había olvidado de Joseph.
Rebuscó como un loco en su escritorio. Las notas de su tío seguían en el cajón donde las había metido, pero las páginas quemadas de Joseph no se veían por ninguna parte. ¿Habría vuelto éste de donde fuese que estaba y se las habría encontrado en su despacho? ¿O se las habría llevado su esposa? Si las pudiera localizar y devolverlas a su sitio, debajo del camastro de Joseph, sin que éste se llegara a enterar…
Una sombra se cernió a través de la puerta abierta.
—Qué raro —señaló Joseph en tono suave—. Yo también estaba buscando una cosa, pero me parece que hay un ladrón entre nosotros. —Miró a Michael—. ¿O quizá tú ya lo sabías?
Un sudor helado brotó de la frente de Michael. Ahí estaba, atrapado y dolorosamente consciente de lo visibles que resultaban su culpabilidad y su miedo.
—Ya veo —continuó Joseph, que cerró la puerta tras de sí con un ligero clic. Michael vio que tenía cortes y cardenales en el rostro, y que en su ropa brillaba algo que parecía fragmentos diminutos de cristal—. A ver, ¿y ahora cómo solucionamos esto tú y yo?
—Yo no tengo tus papeles —le dijo Michael—. No están. Han desaparecido.
Joseph alzó una ceja.
—¿Y antes de que desaparecieran los has leído?
—Sí.
—Ya, pero ¿has entendido algo?
—Lo suficiente.
Joseph asintió.
—No seas demasiado duro con tu mujer —le dijo—. Sólo estaba siguiendo su naturaleza lo mejor que podía. Un golem está perdido sin un amo.
—Yo quería ser su marido, no su amo.
—Muy liberal por tu parte —respondió Joseph, cuya voz se había vuelto llana y despojada de su habitual jovialidad—. Y dime, ¿dónde está mi propiedad?
—No lo sé.
—Pues intenta imaginártelo. —Michael guardó silencio; Joseph suspiró—. Puede que no lo entiendas, al fin y al cabo. Estoy siendo amable; no tengo ninguna necesidad de preguntártelo.
A Michael se le escapó una risa absurda.
—¿Qué es lo que encuentras tan divertido?
—Acabo de darme cuenta de que así es como has sido desde el principio.
—¿Y qué?
—Ah, nada. Sólo que realmente les has estado ayudando, ¿sabes?
—¿A quiénes?
—A todos los hombres que han pasado por este albergue. Les has ayudado a encontrar sus camas, los has aconsejado y has limpiado cuando se iban. Has sido una cara amistosa en una ciudad extraña. Habrá sido una tortura para ti.
—No tienes ni idea.
Michael sonrió.
—Estupendo. Me alegro de que doliera. Aunque te compadezco, la verdad; todo ese poder no parece haberte llevado demasiado lejos. —Los ojos de Joseph se habían tornado dos rendijas. Michael tragó saliva y prosiguió—: De hecho, si lo piensas bien, todos esos hombres a los que odiabas ayudar…, todos ellos se han ido de aquí para pasar a cosas más grandes y mejores. El único que se ha ido quedando atrás eres tú.
—Ahórrate tu compasión —dijo Joseph, quien, a continuación, se abalanzó y agarró a Michael de la cabeza.
Éste no llegó a perder la conciencia mientras sus recuerdos eran desmenuzados. Su agresor procedió de un modo poco sistemático en su rabia, tomando puñados de instantes; por lo que, al morir, Michael se vio bombardeado de recuerdos. Jugaba a pelota en la calle con sus amigos; y huía por un pasillo para salvar su vida. Su tía lloraba mientras rompía una carta, sin leer, de su padre. Una enfermera de Swinburne le ponía una mano fría en la frente. Se había saltado la clase y su tío le daba azotes en el trasero, con una falta de convicción que delataba su malestar por lo que hacía. Estaba en una sala, viendo a una mujer alta bajar por la escalera, con un peso alegre y doloroso en el corazón.
Por último, Joseph lo soltó y Michael cayó al suelo.
Schaalman se paró a pensar en lo que acababa de averiguar. A continuación, se acercó al escritorio, abrió el cajón y, embutidas en lo alto, halló las notas del rabino Meyer sobre la golem, justo donde las había dejado Michael.
Las repasó cada vez más excitado, siguiendo los penosos progresos del rabino, sus descubrimientos y reveses. Al fin entendía por qué Meyer les había robado a sus colegas esos preciosos volúmenes. Había tomado a ese hombre por su enemigo acérrimo cuando, en realidad, Meyer había estado elaborando un regalo precioso para que él lo encontrara. Debía reconocer su sutil destreza, mucho más serena y practicable que sus propias y delirantes adivinaciones. El requisito de la fórmula de ser utilizada sólo con permiso de la golem, por ejemplo, era algo que él nunca podría haber establecido; aunque, a decir verdad, ni siquiera lo hubiera concebido.
Era una curiosa ironía pedir que la golem se despojara voluntariamente de su libre albedrío. Seguro que Meyer se había imaginado una franca conversación con ella y una decisión solemne y razonada. Schaalman dobló la fórmula, se la guardó en el bolsillo y pensó que, en ese caso, sus propios métodos superaban a los de Meyer. Al fin y al cabo, una elección hecha bajo coacción seguía siendo una elección.