26

Alguien abofeteaba al genio en la cara. Abrió los ojos y vio a Conroy encima de él; del cráneo le caía un hilo de sangre.

Así pues, era real. La verdad le dio de lleno, junto con el conocimiento implacable de lo que había hecho. Se volvió hacia un lado y se acurrucó en torno al dolor, tal como hiciera en el suelo ensangrentado de su palacio un millar de años antes.

Oyó que unas mujeres chillaban, que la gente llamaba a gritos a la policía y un camión de bomberos.

—Ahmad —le decía Conroy, apremiante—. Venga, chico. Levántate.

Alguien más gruñía muy cerca: el hechicero. El genio se levantó dando tumbos y apoyándose en Conroy. Fragmentos de cristal iban cayendo tintineantes de su ropa, uniéndose a los añicos que tapizaban la pequeña tienda. El viejo yacía tirado junto a un expositor, con el cuerpo cubierto de cristales y de tabaco; el genio lo agarró y lo levantó del suelo.

—¡Libérame! —le gritó.

La cabeza del viejo se tambaleó sobre su cuello. Qué fácil le habría sido matarlo: un solo gesto rápido, una mano en su garganta… ¡Un final adecuado después de lo que le había hecho a Fadwa!

Pero el vínculo entre ellos continuaría y, al día siguiente, en alguna tierra lejana, nacería otro niño…

Con un lamento de angustia y frustración, el genio dejó caer a Schaalman al suelo; el viejo se desmoronó y su cabeza impactó contra el costado de la vitrina de tabacos.

Conroy le puso al genio una mano en el brazo.

—La policía llegará en cualquier momento —dijo. Si sintió alguna alarma por cómo trataba el genio a aquel anciano escuálido, no lo demostró.

El genio miró las ventanas destrozadas y al gentío que se agolpaba fuera. Todas las prostitutas de arriba habían bajado a la calle, presas del pánico, en distintas variantes de desnudez, y los hombres de Conroy formaban un cordón frente a la puerta y rechazaban a cualquiera que se intentara colar.

—La policía —dijo el genio—. Esta tienda… —Se acordó remotamente de que se había presentado allí con intención de robar.

—No te preocupes por mí; la policía y yo compartimos un largo historial. Pero ¿y nuestro amigo? ¿Qué hay que hacer con él?

El genio miró al anciano caído en el suelo. «Fuego con carne y alma con alma, para el resto de tu vida», pensó. Supo cuál era su deber.

—Es un hombre peligroso, un asesino —le explicó a Conroy—; mató a una chica que yo conocía; sólo tenía quince años. —Flaqueó, pero se apoyó en un mostrador—. No puedo dejar que la policía me encuentre aquí: tengo algo pendiente. Para poner las cosas en orden.

Conroy escudriñó un instante al genio, pensando. Luego se agachó y le dio un puñetazo en la cara al inconsciente Schaalman.

—Ya se encargarán de él los agentes —dijo el perista—. En cuanto a mí, tú no has puesto los pies aquí. Vete. Por atrás.

Hasta el momento de la explosión, Saleh estuvo deambulando por las aceras del Bowery mientras se preguntaba cuándo iba a admitir por fin que, en realidad, estaba buscando al genio. Avistó un millar de rostros y fue sonriéndoles con placer, obteniendo a cambio unas cuantas miradas recelosas; pero ninguno tenía aquel resplandor familiar de lámpara matizada. Por otro lado, ¿podría reconocer al hombre que brillaba, ahora que había recuperado la visión?

Miraba alrededor, cada vez más inquieto, cuando la explosión retumbó por toda la calle. Al cabo de un momento sintió en la espalda una oleada de presión que lo propulsó hacia delante. Todo el mundo chilló y se dio la vuelta, y Saleh gritó al ver cómo caían los cristales y se sumó a la multitud que corría en tropel.

Se trataba de un estanco normal y corriente, en cuyo interior no se veía a nadie; pero ¿acaso no resultaba sospechoso? Después de lo ocurrido aquel día, difícilmente podía ser una coincidencia. Se estiró para ver por encima de las cabezas de un grupo de hombres de mirada pétrea que formaron una cadena protectora y hacían retroceder a la gente. La multitud apelaba a las autoridades y hablaba con gran excitación de anarquistas y de bombas. Una mujer medio desnuda tropezó con Saleh, el cual la sostuvo con la mano; ella se la retiró de un bofetón.

Ahí estaba: en el extremo del callejón. Era el genio, que continuaba brillando, para sorpresa de Saleh, si bien muy poco. Así que aún le quedaba parte de su dolencia, o quizá fuese una secuela permanente, como las marcas de la viruela.

El genio estaba cubierto de lo que parecía cristal en polvo, un centelleo fantasmagórico que se añadía a su aspecto habitual. Saleh le vio atravesar el gentío y dirigirse al sur, lejos del bullicio; en vez de su acostumbrado porte arrogante, parecía inseguro e incluso angustiado. ¿Cómo no iba a seguirle?

La mayor parte de los edificios de Chrystie Street seguían dormitando cuando el genio pasó junto a sus grises fachadas, petrificadas en su silencio. A medida que andaba, sus nuevos recuerdos se erigían y amenazaban con aplastarlo. Parecía imposible; si cualquier transeúnte le hubiera susurrado al oído el nombre de Fadwa al-Hadid una hora antes, él no habría tenido la menor idea de su significado.

Disponía de poco tiempo, pues sabía que ni Conroy ni la policía podrían retener demasiado a Schaalman. Incluso aquel pequeño cometido era un lujo que seguramente no se podía permitir. Pero una vez hizo una promesa en una reluciente sala de baile y pensaba cumplirla.

Encontró el edificio, recorrió el inmundo pasillo hasta la claustrofóbica habitación y llamó a la puerta.

—Anna, por favor —le dijo a la chica, medio dormida, que respondió.

Un minuto después, Anna salió al pasillo con mala cara y los brazos cruzados sobre su floreciente vientre; sin embargo, al ver la expresión del genio, se alarmó.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Perdona por despertarte —comenzó él—. Pero necesito que entregues un mensaje.

Salió del edificio de Anna y caminó a la luz del día, cada vez más intensa. En lo alto, los primeros trenes de la mañana chirriaban y vertían a las calles de abajo el hollín acumulado por la noche. Hubiera preferido andar, pero el suburbano de la Segunda Avenida sería más rápido.

Cuando ya casi estaba en la plataforma de Grand Street, cayó en la cuenta de que llevaba unas cuantas manzanas oyendo las mismas pisadas a su espalda. Se dio la vuelta de golpe y vio una silueta conocida que observaba el escaparate de un sombrerero, como admirando la moda veraniega. El genio aguardó, casi divertido, hasta que el hombre se rindió y dejó de fingir.

—Era mejor siguiéndote cuando no podía ver —declaró Saleh—. Ahora, todo me distrae.

El genio lo miró de arriba abajo; el atuendo del hombre seguía tan desastroso como siempre, pero su figura desprendía una fortaleza y energía renovadas, como si ya no mirase el universo de soslayo.

—¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó el genio.

Saleh se encogió de hombros.

—Me habré curado de mi enfermedad.

—Ya te dije que no era ninguna enfermedad.

—Pues llámalo lesión.

—Saleh, ¿por qué me sigues?

—Hay un hombre que te busca —le explicó—. Y creo que para mal.

—Lo sé —respondió el genio—. Ya me ha encontrado.

—¿En el estanco?

—¿Tú estabas?

—Me apetecía pasear.

El genio resopló.

—Y ahora que ya me has comunicado tu primicia atrasada, ¿te irás a casa? ¿O prefieres pisarme los talones por toda la ciudad?

—Eso depende, ¿vas a algún sitio interesante?

El genio tenía intención de hacer el trayecto él solo, pero, bien pensado, quizá la compañía de aquel hombre no resultara tan engorrosa.

—¿Te acuerdas de cuando te subí al suburbano? —le preguntó.

—No mucho; esa noche no estaba en mi mejor forma.

—Pues tendrías que subirte otra vez.

El chirriante tren paró y Saleh se metió en el vagón casi vacío, mirando alrededor con nerviosa excitación; al verlo, el genio no pudo evitar una sonrisa. Seguro que el hechicero tenía algo que ver en la recuperación de ese hombre: le habría retirado la chispa de la mente. Pero el genio no pensaba pedirle detalles. Poco importaban, siempre que Saleh no intentara detenerle.

Se sentaron hacia la parte de atrás y Saleh dio un respingo cuando el tren se puso en marcha con su acostumbrada sacudida. El genio contempló el familiar paisaje al pasar, captando algún destello de las estampas matutinas de la ciudad: niños que corrían por los tejados, parejas que bebían té junto a la ventana… El rostro se le torció de pesar; cerró los ojos y recostó la cabeza.

—¿Puedo preguntar adónde vamos? —dijo Saleh.

—A Central Park —replicó el genio—. He quedado allí con una mujer.

* * *

La panadería Radzin era un lugar inquietante a las cuatro de la madrugada. La golem entró con la llave que la señora Radzin le había dado para emergencias y echó el cerrojo tras de sí. Se conocía cada irregularidad del suelo y habría podido preparar el pan de la mañana con los ojos cerrados; a oscuras, sin embargo, la panadería resultaba siniestra; las mesas de trabajo que tan a menudo utilizaba parecían tan remotas como tumbas, y la luz de las farolas entraba por el escaparate vacío e iluminaba las huellas dactilares dándoles un aire espectral.

No tenía otro sitio adonde ir. Su casa ya no era tal y, además, no se podía arriesgar a encontrarse otra vez con Michael, en el estado en que éste se encontraba. Quizá no le volviera a ver nunca. El rabino, el genio, Anna y ahora Michael: todos salían de su vida.

Extrajo del capote el haz de páginas quemadas que había cogido del despacho de Michael, las dejó sobre la mesa y se las quedó mirando. Deseó huir lo más lejos que pudiera. Deseó echarlas al horno y olvidar que las había encontrado.

Joseph Schall era su creador. Visualizó de nuevo esa sonrisa melosa y casi engreída y percibió el siniestro vacío de su mente. Aunque redujera las hojas a cenizas, no olvidaría tan fácilmente la lista de la compra con lo que deseaba Rotfeld en una esposa. En cierto sentido, era edificante ver sus propios orígenes, pero al mismo tiempo se sentía humillada, reducida a un puñado de palabras. La petición de un comportamiento modesto, por ejemplo: le dolía acordarse de sus discusiones con el genio al respecto, del fervor con que defendía una opinión en la que no tenía más remedio que creer. Y si estaba hecha para ser curiosa, ¿significaba eso que sus propios descubrimientos y logros carecían de mérito? ¿Acaso no tenía nada propio, sino sólo lo que Joseph Schall decretó para ella? ¡Y sin embargo, si Rotfeld hubiera sobrevivido, habría estado la mar de satisfecha!

«Será una esposa admirable, si no la destroza él antes». De modo que aquel hombre la fabricó a pesar de conocer el peligro. Todo lo demás se sentía capaz de llegar a entenderlo, pero eso no, pues, ¿qué clase de hombre crearía a una criatura criminal y diría que es «de primera calidad»? El propio rabino lo dijo el día en que se conocieron: «Quien te creó fue un genio insensato y bastante amoral».

Schall se había escondido en el albergue judío, a la vista de todos. Había bajado con ella las escaleras de su pensión y la había acompañado como un padre al altar. ¿Se había enterado de la muerte de Rotfeld y la había seguido hasta América tan sólo para jugar con ella, para acecharla con su sádica sonrisa desde un rincón de su vida? ¿Por qué iba Michael a tener los conjuros de Schall si no era porque éste se los había dado para que descubriese la verdad?

Y ahora los tenía ella. Se preguntó qué forma adoptaría la ira de Joseph Schall cuando no los encontrara. Quizás ella pudiera esgrimir su propia arma en contra de él. Los conjuros eran de Schall, sí, y con ellos había hecho cosas horribles…, pero no eran malos en sí mismos, como no lo era un cuchillo que tanto se podía utilizar para cortar pan como para herir a una persona. Todo dependía de quién lo empuñara y de su intención.

Dudosa, empezó a pasar las páginas. Encontró un diagrama dibujado por Schall y que describía cómo ocultar los propios pensamientos; esa pregunta, al menos, quedaba respondida. Otra fórmula, que describía el proceso para borrarse uno mismo de la memoria de otro, planteaba muchas posibilidades, pues con ella podría conseguir que Schall se olvidara de que existía. Se lo imaginó vagando por la ciudad, desorientado y sin saber cómo se le había ocurrido marcharse de Europa. Como solución, no estaba exenta de elegancia; incluso evitaba la violencia. Seguramente, era más de lo que se merecía.

Se le ocurrió algo y vaciló, pensativa, frente a la fórmula: ¿podría también eliminarse a sí misma de la mente de Michael? Sería un acto de bondad hacerle olvidar que tuvo una esposa y aliviarlo de su terrorífica visión de ella, ese monstruo oscuro y mastodóntico. Sin ella, Michael podría ser de nuevo el hombre al que había conocido, desgastado pero optimista, consagrado a mejorar su pequeño rincón del mundo. ¿Qué mejor uso para el conocimiento de Joseph Schall que deshacer el daño causado por su creación?

Un germen de esperanza, tanto tiempo ausente, empezó a crecer dentro de ella, alimentado por la perspectiva de corregir sus errores. En la página siguiente encontró un conjuro para sanar a un herido con nada más que una hierba y un roce; podía ir a buscar a Irving Wasserman y enmendar lo que le había hecho; la idea le infundió una ligereza casi física. También podía buscar a Anna y eliminarle el recuerdo de aquella noche. Pero, entonces, quizás Anna volvería con Irving al no tener ningún recuerdo que la alertara. Ya estaba viendo los riesgos de unas consecuencias involuntarias. En otra página se encontró unas instrucciones tituladas «Para influir en los pensamientos de otro»; ¡bien, ahí estaba la solución! Convencería a Anna de que ese chico no le convenía (¡cosa que, sin duda, era cierta!) y quizás así la orientaría hacia una conducta más sensata la próxima vez.

Pasó más páginas. «Para eliminar la pasión amorosa», leyó, y pensó en todas las almas abatidas que habían pasado junto a su ventana, atrapadas en anhelos no correspondidos. «Para crear un sustento abundante»: ¡ya no era preciso robar más knish si podía alimentar a los hambrientos a partir de la nada! «Para localizar el paradero de una persona», «Para atraer la buena suerte»… La lista continuaba, abrumándola de posibilidades. Se maravilló de la gran cantidad de dolor que podía erradicar del mundo. ¡Y a Joseph Schall sólo se le ocurría crear un golem!

¿Y el genio? ¿Podría eliminar también su dolor? Rebuscó en las páginas para ver si le podía quitar la manilla de la muñeca y liberarlo de sus ataduras. Pero, si se liberaba, ¿se conformaría con quedarse? No, claro que no; lo recuperaría tan sólo por un brevísimo instante y luego él la dejaría, abandonaría la ciudad y se iría a su tierra. La idea le resultó dolorosa. Se lo imaginó errando por el desierto, siempre en busca de una nueva distracción. Ni siquiera liberado podría estar ya en paz, pues acarrearía consigo sus ansias e insatisfacciones; en eso no era distinto de todos los demás.

¡Pero ella le podía cambiar! Podía hacer que se conformara con quedarse en Nueva York y hasta con llevar la vida de un humano. ¿No sería todo un gesto, un acto de bondad, quitar esa expresión de angustia de sus ojos y aquella amargura de su voz? Ella le proporcionaría la felicidad, la felicidad verdadera…, tal como ella la había sentido en otro tiempo.

No.

Hizo un esfuerzo y arrojó las hojas, que revolotearon y se dispersaron por el suelo, levantando pequeños remolinos de harina. La euforia que se había apoderado de ella la fue abandonando hasta dejarla agotada y abatida; sería capaz de someter a toda la ciudad y convertir a todo el mundo en su golem sólo para satisfacer su propia necesidad de ser útil. Despojaría al genio de sí mismo, a un nivel más profundo del que lo hacía la manilla, cuando él valoraba su libertad por encima de todo.

Apiló las páginas y buscó en la trastienda un saco de harina donde esconderlas; su contenido era demasiado peligroso para plantearse utilizarlas. Si había que enfrentarse a Joseph Schall, tendría que ser por otro camino.

Alguien llamó a la puerta. Hizo caso omiso (algunos clientes intentaban a veces que les abrieran antes de la hora) y pensó en el siguiente paso. Deseaba quemar el saco junto con lo que contenía, pero ¿tenía derecho a destruir semejantes conocimientos, con independencia de su origen?

Llamaron otra vez, ya con urgencia. Molesta, fue a la puerta, levantó la persiana… y vio el rostro conocido de una mujer en avanzado estado de gestación, con un abrigo barato y chillón.

—¿Anna? —preguntó la golem, incrédula.

* * *

Cuando Saleh y el genio se bajaron en la calle Cincuenta y siete, ya era bien entrada la mañana. Todas las calles de Nueva York eran una carrera de obstáculos de carros de reparto y carretillas de hielo, en ruta hacia sus primeras entregas del día. El sofocante calor había aflojado un poco; los caballos brincaban con energía y los hombres que llevaban las riendas silbaban agudas tonadas.

—Me acuerdo de este barrio —comentó Saleh cuando cruzaron la Quinta Avenida—. Al menos, eso creo.

Hacía lo posible por seguirle el paso al genio, que se había puesto a andar con creciente apremio. Ya no había vuelto a hablar sobre su cita y Saleh decidió no preguntar, pues el esplendor de la mañana volvía irrelevante todo lo demás. ¿Alguna vez fue el cielo de un azul tan hondo y tan intenso allá en Homs? Era como si la ciudad estuviera regalándole su mejor aurora, para compensarle por todos esos años de cielos grises como níquel desportillado. Se acordó de pacientes suyos que, una vez curados, le explicaban que veían el mundo como por primera vez, cosa que a él siempre le resultó de una sensiblería insufrible. Pero ahora que veía pasar a una chica con un cesto de flores para vender, la delicada belleza de su figura casi hizo que se le saltaran las lágrimas.

Se metieron en el parque por el camino de carros. Saleh ya oía el murmullo de los árboles y notaba el aliento fresco del agua en el aire. Llevaba un día sin comer ni dormir como era debido, pero, de momento, su fatiga era una cuestión menor, fácil de ignorar. Algún que otro carruaje los pasó de largo, pero aún era demasiado temprano para los habituales del parque; las clases trabajadoras se preparaban para la jornada y los paseantes más distinguidos seguían acostados. Así que, al parecer, tenían casi todo el parque para ellos. El genio miró a su acompañante mientras andaban.

—No has dicho gran cosa —comentó.

—Estoy disfrutando de la mañana.

El genio alzó la vista, como si no se hubiera dado cuenta antes del buen tiempo; y, aunque no sonrió, pareció complacido. Saleh contempló los edificios que bordeaban el parque, alzándose por encima de los árboles.

—La vista me gusta más que la última vez —señaló.

El genio esbozó una leve sonrisa.

—Como tú has dicho, no estabas en tu mejor forma.

Saleh recordó la mansión de la Quinta Avenida, con el jardín cubierto de escarcha.

—Me parece que esa noche también fuiste a visitar a una mujer —dijo.

—Era otra —contestó el genio. Entonces se le ocurrió algo; se detuvo, sacudió la cabeza como si estuviera avergonzado y dijo—: Si alguna vez volvieras por allí, te agradecería que preguntaras por Sophia Winston y le ofrecieras mis disculpas por mi comportamiento.

—¿Yo? —Al imaginarse a sí mismo llamando a la gigantesca puerta principal de la mansión le entraron ganas de reírse. ¿No veía el genio que él ni siquiera hablaba inglés?—. ¿Hay alguien más a quien deba transmitir tus disculpas?

—Uy, muchísimos. Pero sólo te haré cargar con Sophia.

Desde el camino de carros giraron por un sendero ancho y cubierto por arcos formados por árboles enormes y protectores. Pasaron junto a estatuas de hombres con semblante muy serio, poetas o filósofos, a juzgar por los libros y las plumas que sostenían, y cuya triste mirada se proyectaba hacia los cielos. Sus rostros esculpidos le recordaron a Saleh algo, y se sacó del bolsillo la figurilla de plata.

—He encontrado esto en tu habitación —dijo—. Me tiene intrigado.

Se lo mostró, pero el genio contestó:

—Quédatelo; al menos, la plata vale algo.

—¿Quieres que lo mande fundir?

—Me salió mal —le explicó el genio—. No tiene parecido con nada.

—Un poco, sí —respondió Saleh—. Además, ¿por qué debería tenerlo? A lo mejor reproduce a un animal completamente nuevo.

El genio resopló al oír eso.

Las hileras de árboles parecían tocar a su fin; ante ellos, el sendero bajaba hacia unas escaleras que pasaban por debajo de un puente. Y, más allá de éste, Saleh vio una silueta que se alzaba y que a cada peldaño se veía con más claridad: la estatua de una mujer, con la cabeza agachada en la sombra entre un par de alas desplegadas.

—La vi aquella noche —dijo, más para sí que para su compañero—. Pensé que era el Ángel de la Muerte que venía a por mí.

Notó que el genio se estremecía detrás de él; se dio la vuelta con una pregunta aflorándole a los labios y entonces vislumbró el puño del genio al alzarse y, más allá del tenue brillo de su rostro, unos ojos que reflejaban una lúgubre disculpa.

* * *

Anna respiraba con dificultad, como si hubiera corrido. Parecía enfadada, obstinada y aterrorizada a un tiempo.

—Me prometí que no volvería a acercarme nunca a ti —comenzó. Guardó silencio—. ¿Piensas dejarme entrar?

La golem la hizo pasar y cerró la puerta, procurando mantener las distancias: el miedo que Anna le tenía era palpable. La joven la escudriñaba meticulosamente.

—No creía que ya estuvieras aquí —le dijo—. Te iba a esperar.

—Anna, lo siento mucho —dijo la golem—. Ya sé que eso no cambia nada, pero…

—Ahora no —se impacientó la chica—. A Ahmad le pasa algo malo.

La golem se quedó boquiabierta.

—¿Le has visto?

—Acaba de pasar por mi casa con un mensaje para ti.

—Pero… ¿ha venido él? ¿Y cómo ha sabido dónde…?

—Eso no importa —se apresuró a responder Anna, que rebuscó en su bolsillo y sacó un trozo de papel—. He apuntado lo que me ha dicho, lo más parecido que he podido recordar.

Se lo entregó.

«Dile a Chava que corre peligro, que tenga cuidado con un hombre que se hace llamar Joseph Schall. Es su creador y mi amo. Suena imposible, pero es verdad. Debe alejarse de él todo lo que pueda. Que se vaya de la ciudad si es posible.

»Dile que tenía razón. Mis actos tienen consecuencias y yo no lo sabía ver. Una vez le quité una cosa porque no quería que le pasara nada malo, pero no tenía derecho a hacerlo. Por favor, devuélveselo y dile adiós de mi parte».

—Toma —dijo la muchacha mientras le daba otro papel doblado, cuyas dimensiones la golem conocía de memoria.

¿Se lo había quitado él? ¿Acaso también tenía él que ver con Joseph Schall? Le dio la desconcertante sensación de que importantes acontecimientos estaban sucediendo a su espalda.

Se guardó el papel doblado en el medallón y volvió a leer el mensaje del genio, intentando esclarecer su significado; esta vez vio lo que antes, confusa, se le había pasado por alto: la desesperación y la resolución subyacentes. No sólo pensaba marcharse de la ciudad.

—¡Dios mío! —exclamó, horrorizada—. Anna, ¿ha dicho qué tenía planeado?

—A mí no me ha dicho nada. Pero, Chava, tenía muy mal aspecto. Como si fuese a hacer algo horrible.

«¿A sí mismo?», quiso preguntar, aunque no fue necesario: la mente de Anna le proporcionó la respuesta, con terribles visiones de sogas y pistolas y botellas de láudano. No, no podía creer que fuese a hacer eso… Pero ¿no era el motivo de que hubiera devuelto el papel, porque había optado por algo que a ella le negó una vez? Fue presa del pánico. La velada mente del genio no le habría descubierto más que la nota, pero ¿acaso no podía adivinarlo? No iba a ser veneno, ni sogas ni pistolas. Iba a ser el agua.

—¿Hacia dónde ha ido? ¿Al este o hacia el río?

Pero Anna se limitó a sacudir la cabeza, desconcertada. Quizás ya era demasiado tarde…

Las páginas chamuscadas la llamaban desde el interior de su saco de harina. ¿No contenían una fórmula titulada «Para localizar el paradero de una persona»? ¡Por una sola vez, correría el riesgo de utilizar la magia de Schall! Fue a por el saco de harina y, cuando ya iba a derramar su contenido al suelo, se detuvo. «Espera», se dijo. «Piensa». El genio nunca optaría por los muelles de East River ni por las aguas aceitosas de la bahía, ni por ningún otro sitio tan vulgar. La golem no necesitó diagramas ni fórmulas para saber su paradero: lo conocía; le conocía a él.

Pero ¿y las hojas? No las podía dejar en la panadería; tenía que esconderlas de Schall, en algún lugar al que no fuese a ir nunca.

—Coge esto —le dijo a Anna mientras le colocaba el saco en los brazos—. Escóndelo donde a nadie se le ocurra mirar, un lugar que sólo tú conozcas. No, no me lo digas; ni siquiera lo pienses.

—¿Cómo? Chava, ¿sabes lo difícil que es no pensar en una cosa…?

—¡Da igual! No lo mires ni se lo cuentes a nadie, ¿me has entendido?

—Yo no he entendido nada —replicó la chica, suplicante.

—¡Prométemelo!

—Está bien, te lo prometo, si tan importante es.

—Lo es —dijo la golem, aliviada—. Gracias, Anna.

Y echó a correr; salió por la puerta de atrás y subió al tejado por la escalera de incendios, en pos del genio lo más rápido que podía.

* * *

El genio cogió a Saleh cuando éste se caía y lo llevó a un banco que había cerca: otro vagabundo más que dormía hasta tarde. Se aseguró de que el hombre todavía respiraba antes de alejarse, para bajar por la escalera hasta la oscura arcada y sus columnas. Sus pasos retumbaron en las paredes alicatadas antes de volver a salir a la luz del sol, cruzar la amplia terraza de ladrillo rojo y acercarse al borde de la fuente.

El Ángel de las Aguas lo miraba, paciente y a la espera.

La terraza estaba casi desierta; tan sólo se veía a algún tipo que corría a su casa tras las turbias actividades nocturnas y que utilizaba el parque como atajo. Con los sombreros bien calados, andaban encorvados y desafiando al sueño tal como había comentado un día la golem; no representarían ningún impedimento.

La fuente permanecía tranquila, pues los animados surtidores estaban apagados. Lo único que se oía era el leve movimiento del agua. Sintió el extraño impulso de quitarse los zapatos; eso hizo, y los colocó junto al borde de la fuente. Por un momento pensó en volver con Saleh y despertarlo para decirle que sí, que muchas personas se merecían una disculpa: Arbeely, para empezar, y el pequeño Matthew, y Sam Hosseini por no terminar sus collares. Pero el tiempo corría y habría sido un capricho excesivo; además, ya se había encargado de la disculpa más importante cuando llamó a la puerta de Anna.

Volvió a mirar al Ángel, cuyo rostro rebosaba de compasiva inquietud. Vio que había cierto parecido: los rasgos planos pero agradables, la disposición de los labios, las ondas del cabello… Al menos, eso le ofreció cierto consuelo.

Sorteó el borde del estanque y se estremeció ante el tacto del agua y la entumecida letargia que trepaba por sus piernas. Luego, sin ningún otro pensamiento ni gesto, se agachó para deslizarse bajo la superficie y descansar en la profundidad de la fuente, acurrucado en la pila.

* * *

La golem corría.

Más de sesenta manzanas mediaban entre ella y su destino, y el sol ya se estaba imponiendo sobre el East River. Unas cuantas horas atrás podría haber acelerado en la oscuridad, anónima y silente, pero a la luz del día llamaría la atención. Sin embargo, se dio cuenta de que no le importaba.

Corrió de tejado en tejado, por edificios de la antigua parte alemana y con el duro East River a la derecha. Gente que andaba por allí entornaba los ojos al verla acercarse; ella oyó sus gritos de sorpresa mientras ignoraba los angostos puentes de tablas y saltaba sobre los callejones de abajo. Esquivó chimeneas, tendederos y torres de agua y contó las manzanas. «Nueve, diez, once, doce…».

El tiempo se ralentizaba a medida que ella avanzaba. «Veinte, veintiuno, veintidós…». Union Square quedó a su espalda, y luego Madison Square Park. ¿Dónde estaría él ya? ¿En la Cincuenta y nueve? ¿O en el camino de carros? ¿Sería demasiado tarde? Aceleró, procurando no desconcentrarse; un paso en falso a esa velocidad resultaría fatal. El viento era un lamento agudo en sus oídos. Había niños que miraban desde las ventanas más altas y que luego les contarían a sus amigos que habían visto a una señora adelantar al suburbano. «Treinta y ocho manzanas. Treinta y nueve. Cuarenta».

Al fin divisó el parque, un lejano parche verde que asomaba entre los edificios. Bajó por una escalera de incendios, asustando a quienes dormían en los rellanos, y se puso a correr por las avenidas; una mujer de aspecto sencillo que esquivaba el tráfico matutino como un pez nadando por los bajíos. Apareció un tranvía por una esquina y, en el último momento, ella lo sobrepasó, ignorando el incrédulo terror de los pasajeros, que la habían visto abalanzarse sobre ellos como una bala de cañón.

Ya atravesaba la Cincuenta y nueve; ya estaba dentro del parque. Mientras surcaba el camino de carros y luego el amplio sendero flanqueado de árboles, percibió las cosas que crecían a su alrededor, cuya energía se sumó a su velocidad. Por delante de ella, un hombre vestido con prendas raídas se levantaba tambaleándose de un banco y se apretaba la cabeza con una mano; se enderezó, pestañeó con su ojo recién amoratado y se quedó boquiabierto al verla pasar.

La golem bajó las escaleras, atravesó la arcada y cruzó la terraza; y antes incluso de llegar a la fuente pudo verlo allí, acurrucado como un niño dormido debajo del agua.

—¡Ahmad!

Saltó por el borde de la fuente y se sumergió, lo cogió entre sus brazos y lo sacó. El agua rezumaba de las ropas del genio, tumbado sobre el ladrillo. Estaba frío y pálido como el humo, y pesaba horriblemente poco cuando lo sostuvo, como si su sustancia se hubiera evaporado. Lo intentó secar frenéticamente, pero no tenía nada a mano, salvo su propia ropa, que ya estaba empapada.

—¡Ahmad! ¡Tienes que despertarte! —A su lado había un hombre que la agarraba del brazo—. ¡Déjeme en paz! —le gritó, intentando zafarse.

—¡Intento ayudarla! —fue la respuesta, gritada en árabe.

A Saleh le palpitaba la cabeza.

Hizo una mueca, reprochándose no haberse dado cuenta de que el genio intentaría algo semejante. ¿Se le había ocurrido siquiera disuadirle del plan que hubiera tramado? ¿Y por qué diablos estaba ayudando a una desconocida a salvar a la criatura, en vez de dar media vuelta e irse a su casa?

Sorprendentemente, la mujer parecía entender el árabe, pues se apartó y observó con evidente pánico cómo Saleh le cogía la barbilla al genio y le giraba la cabeza a un lado y otro. Saleh se preguntó quién sería y cómo los habría encontrado. «Déjalo», le susurraba su mente mientras examinaba aquel rostro pálido en exceso y palpaba el pecho en busca de un atisbo de calor. «Deja morir a esta criatura problemática».

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer.

—El doctor Mahmoud Saleh —musitó él al tiempo que le abría un ojo al genio para asomarse a él. Ahí estaba: una chispa; exigua y titubeante, pero innegable—. Está vivo —declaró. La mujer lanzó una expresión de alivio—. No cante victoria: casi se ha ido.

—Necesita calor —le dijo ella—. Un fuego. —Registró el horizonte con frenesí, como si fuese a encontrar alguna hoguera por ahí cerca.

Calor, fuego. A Saleh le sobrevino un recuerdo, teñido de colores espectrales. Vio un jardín cubierto de escarcha y una enorme mansión de piedra con innumerables frontones… y, sobre ellos, cuatro chimeneas que escupían un humo grisáceo al cielo invernal.

«Te agradecería que preguntaras por Sophia Winston y le ofrecieras mis disculpas».

—Conozco un sitio —dijo—. Pero tendremos que llevarle.

Al oírlo, la mujer cogió al genio en brazos con la misma facilidad que si se tratara de un manojo de trigo… y Saleh empezó a sospechar que no trataba con una sino con dos criaturas problemáticas.

—Doctor Saleh, ¿a qué velocidad es capaz de correr?