25

En el instante en que entraron en contacto, un lago oculto lleno de recuerdos se desbordó, fluyendo por sus mentes e inundándolos a ambos, sumergiéndolos en imágenes, sensaciones e impresiones.

Lo que antes era una laguna en la memoria del genio (que abarcaba desde que avistó aquel halcón planeando en el ocaso de color rojo sangre hasta que cayó al suelo polvoriento del taller de Arbeely) se colmaba ahora de semanas y meses de tiempo. Vio a una joven beduina que vislumbraba su lustroso palacio en el valle y luego se vio a sí mismo colarse en sus sueños. Se vio visitando a esa chica repetidas veces y asistió a su creciente fascinación por ella. Percibió, como nunca había podido hacerlo, que los días entre una visita y otra transcurrían muy rápido para él y muy lento para ella; detectó que la joven confundía peligrosamente sueño y realidad.

Observó, incapaz de evitarlo, cómo penetraba en la mente de ella esa última vez. Notó que la chica lo atraía hacia sí con ansia (¡y qué poco se había resistido él!), hacia su boda imaginada, y percibió el deseo que lo cegó al peligro; a continuación, el pánico de ella al despertar y aquel dolor abrupto y pavoroso al zafarse él de la mente de la joven.

El genio se vio rozando su propia destrucción. Observó cómo se alejaba de los gritos de la familia de ella y corría al puerto seguro de su palacio de cristal.

Y entonces vio lo que ocurría a continuación.

El día iba perdiendo intensidad, estirándose hacia el ocaso. Por encima de los pretiles del palacio, el genio advirtió, con irritación, cómo cambiaba el ángulo del sol.

Hacía casi una semana desde su última y catastrófica visita a la joven beduina y todavía no estaba curado. Desde entonces, se pasaba las horas diurnas inmóvil a la luz del sol, dejando que el calor lo recompusiera. Pero de noche volvía adentro, donde el cristal lo protegía. Las noches se habían convertido en un fastidio; las maltrechas heridas le escocían y lo impacientaban y ponían de mal humor. Unos días más y ya estaría lo bastante fuerte para el viaje, largo tiempo aplazado, hacia sus congéneres y los lugares donde nació. ¿Por qué no se habría marchado antes? Se había dejado hechizar demasiado por los humanos, movido por la soberbia y el peligro. Ya no podía pensar en Fadwa sin que le estremeciera su propia inocencia.

¡Pero no la culpaba a ella de lo ocurrido! No, el error era completamente suyo. Se había encaprichado demasiado de la joven, impresionado por la tenacidad con la que ella y su gente se aferraban al desierto y luchaban por cada grano de cereal y cada gota de leche. Confundió resistencia con sabiduría y no vio que el intelecto de la chica aún tenía que madurar. En fin, ya había aprendido la lección. Quizá se permitiera observar de vez en cuando alguna caravana desde lejos, pero nada más. Basta de escarceos con los humanos. Sus congéneres ancianos estaban en lo cierto: humanos y genios no estaban hechos para interactuar. Por muy fascinantes y sensuales que fueran, el coste de esos encuentros era demasiado elevado.

Desde la seguridad de su palacio, el genio observó cómo la luz se marchitaba y multiplicaba las sombras sobre las paredes. Pensó que a lo mejor debería esperar unos cuantos días más antes de emprender la marcha, pues no quería heridas ni cicatrices que delataran su desventura; nadie debía saber lo cerca que había estado de su propia destrucción.

—¡Ayuda!

Se dio la vuelta, sobresaltado. Una voz, llegada de lejos, se abrió paso a través de la pared de cristal…

—¡Genio, ayúdanos! Estamos en lucha con una banda de efrits y nos han herido. ¡Necesitamos refugio!

Voló hasta la torre más alta para ver bien el valle. En efecto, tres genios se acercaban por el oeste, a caballo del viento. A esa distancia no los reconocía, pero sin duda eran de los suyos. No se veía a sus perseguidores, pero no le extrañó, pues a muchos efrits les gustaba avanzar bajo la superficie del desierto para adelantar a sus enemigos e irrumpir frente a ellos. Le pareció que uno de los genios llevaba en brazos a otro, que tenía aspecto de estar en las últimas.

—Sed bienvenidos —les gritó—. Entrad deprisa y os daré cobijo.

Lamentó que le fueran a ver en ese estado tan débil, aunque, en realidad, los otros no estaban mucho mejor; tal vez pudieran guardarse unos a otros los secretos.

La entrada del palacio estaba protegida por una puerta de grueso cristal dispuesta sobre goznes de plata. Para abrirla o para cerrarla era necesario que el genio tuviera forma humana (presunción que se había ingeniado para fingir que era un soberano de antaño, que llegaba a su hogar y sede de su poder). Al retirar la barra que bloqueaba la puerta y abrirla, pensó que ya iba siendo hora de modificar esa entrada; lo que tiempo atrás le pareció una graciosa extravagancia le resultaba ahora, en presencia de sus congéneres, levemente embarazoso.

Un viento cálido le acarició en el umbral cuando entraron los tres genios, raudos, en el palacio, a uno de ellos (una hembra, pues ahora veía que era una genio de cierta belleza) lo llevaba otro compañero. Sonrió; la velada ya resultaba algo más prometedora. Cerró la puerta y volvió a colocar la barra en su sitio.

Una mano humana, como una garra, le colocó una manilla en torno a la muñeca.

Asustado, intentó arrancársela…, pero el brazo se le había convertido en un fuego pétreo. Sintió un dolor que lo ofuscaba. Trató a la desesperada de cambiar de forma, de zafarse del hierro glacial, pero fue en vano. Notó que la manilla le inmovilizaba el cuerpo e impedía todo intento de transformación.

El dolor le subió más allá de los hombros para abarcar todo su ser. Se desplomó de rodillas y alzó la vista, con sus deficientes ojos humanos, hacia el genio que le había hecho eso. Pero los tres genios se habían desvanecido y ahí, ante él, tenía a un beduino con una muchacha en brazos: se trataba de Fadwa, envuelta en una manta y con los ojos vendados. Junto a ellos había algo que al principio tomó por un cadáver animado…, hasta que vio que era un grotesco anciano con una capa sucia y andrajosa.

El viejo sonreía de un modo horrible, mostrando unos dientes oscuros y rotos.

—¡Conseguido! —exclamó—. ¡Capturado, y con forma humana! ¡El primero desde la época de Solimán!

—¿Y ya está sometido a ti? —preguntó el beduino.

—Todavía no. Para eso, necesitaré tu ayuda.

El hombre vaciló un momento y a continuación dejó su carga en el suelo. El genio, incapaz de moverse o de hablar debido a la gélida agonía, vio cómo Fadwa se crispaba y murmuraba; el beduino se dio cuenta de que la miraba.

—¡Sí, mira! —le gritó—. ¡Mira lo que le has hecho a mi hija! Ahora lo pagarás, criatura. ¡Por muy terrible que sea tu sufrimiento, tú mismo te lo has buscado y no es nada comparado con el de ella!

—Sí, bien dicho —intervino el viejo con sequedad—. Y ahora ven a ayudarme antes de que el dolor lo desquicie; le quiero plenamente consciente de lo que está sucediendo. —El beduino se acercó con cautela—. Sujétalo.

El padre de Fadwa agarró al genio bruscamente y éste trató de gritar, pero de su boca no salió ningún sonido.

—Quieto —siseó el beduino mientras sostenía la nuca del genio.

El viejo, que había cerrado los ojos, musitaba por lo bajo, como si ensayara o dispusiera algo, preparándose. Entonces se arrodilló y colocó una grisácea y rugosa palma en la frente del genio.

Las ásperas sílabas que canturreó luego no tenían significado, pero, pese a la tortura del hierro, el genio percibió cómo de la mano del viejo irradiaban unos haces de luz que envolvían su cuerpo atenazado por el dolor. Forcejeó contra la manilla, presa del pánico e intentando cambiar de forma a toda costa, mientras los haces se doblaban para formar una jaula. ¡Qué imbécil y qué imprudente! ¡Engañado y capturado como el más vil de los guls! ¡Todo, se lo habían arrebatado todo!

—¡Yo soy Wahab ibn Malik —gruñó el hombre— y te someto a mi servicio!

Y la jaula de haces de luz penetró en él y ambas luces, el genio y la jaula, confluyeron. El viejo se tambaleó y, por un momento, pareció que se desmayaba. Pero se enderezó y sonrió, triunfante.

—¿Ya está? —preguntó el beduino—. ¿Ahora ya la puedes curar?

—Falta una cosa: hay que sellar el vínculo. —El hechicero sonrió con tristeza—. Mis más sinceras disculpas, Abu Yusuf, pero aquí termina nuestro acuerdo.

En la otra mano del viejo apareció un cuchillo que, con un gesto veloz y potente, clavó en las costillas del beduino. Éste jadeó de forma horrible y, cuando el hechicero retiró el arma, manó la sangre caliente y el olor a hierro resultó asfixiante. Abu Yusuf cayó al suelo y su mano se aflojó del cuello del genio.

El hechicero respiró hondo; de nuevo pareció agotado. Su silueta esquelética flaqueaba de cansancio, pero en sus ojos dominaba una callada victoria.

—Y, ahora, vamos a hablar —dijo—. Ah, pero antes…

De nuevo cogió la muñeca del genio y musitó algo en dirección a la manilla de hierro, y el dolor desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Liberado de su parálisis, el genio se desplomó cuan largo era sobre el cristal manchado de sangre.

—Te daré un momento —le dijo el viejo.

Le dio la espalda para controlar a la chica, que yacía como un bulto en el suelo, ajena al asesinato de su padre. El genio se recobró, se puso en pie temblando y se abalanzó sobre el hechicero.

—Para —ordenó ibn Malik.

Y el genio se detuvo en seco, como un animal domesticado cuya correa no diera más de sí. De nada servía oponerse: hubiera sido como querer parar la salida del sol. El hechicero murmuró unas palabras y la tortura del gélido hierro volvió a ponerse en marcha. Entonces le dijo:

—¿Sabías que nadie, ni el vidente más sabio, ha descubierto por qué los genios no pueden soportar el contacto con el hierro? —Calló como si esperase respuesta, pero el genio había perdido casi el conocimiento, acurrucado en torno al brazo—. No hay ninguna otra cosa que produzca tal efecto. Pero es todo un enigma, y si yo te puedo controlar con hierro, otro también podrá. ¿De qué sirve enviar al más poderoso esclavo a matar a un enemigo si una vulgar espada es capaz de ahuyentarlo? Le he dado muchísimas vueltas a este problema y he aquí mi solución.

Volvió a musitar las palabras y, de nuevo, el tormento de la manilla cesó.

—Seré un amo estricto, pero no cruel —afirmó el hechicero, mientras el genio yacía en el suelo como un peso muerto—; sólo notarás la manilla si te lo mereces. Si, en cambio, tu actitud es digna de recompensa, te permitiré recuperar tu verdadera forma de vez en cuando. Pero no creas que puedes escapar: tus acciones las controlo yo. Estás unido a mí, fuego con carne y alma con alma, sellado con sangre y para el resto de tu vida. —Le sonrió—. Ay, mi orgulloso esclavo; tú y yo superaremos todos los relatos antiguos. Nuestros nombres serán loados durante generaciones.

—Me destruiré a mí mismo —aseguró el genio con voz ronca.

El hechicero levantó una ceja.

—Veo que aún no has comprendido cuál es tu posición —le replicó—. Muy bien, pues te lo voy a aclarar.

El genio se agitó con debilidad, anticipándose al dolor del hierro, pero éste no llegó. En cambio, ibn Malik se acercó a Fadwa y se agazapó sobre ella. La joven había arrojado su manta; un hilo de saliva le bajaba por un lado de la cara y con las manos tiraba y se agarraba la tela que la ataba.

—Dejaste un trozo de ti dentro de esta chica y le prometí a su padre que lo eliminaría —explicó el hechicero.

Posó las manos en el rostro de la muchacha y le metió los dedos por el vendaje de los ojos. Cerró los ojos y empezó a musitar; al cabo de un momento, Fadwa se quedó quieta… y entonces gritó, emitiendo un sonido que no cesaba nunca, como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo. El genio, sobrecogido, intentó taparse los oídos, pero se dio cuenta de que no se podía mover.

El grito cesó por fin y la chica permaneció inmóvil. Ibn Malik sonrió, pese a que se le veía aún más cansado que antes. Retiró la venda y la tela que le ataba las muñecas.

—Ve a su lado —le ordenó al genio—. Despiértala.

Al genio ya no le quedaban fuerzas, y, no obstante, sus piernas lo condujeron, sin quererlo él, junto a Fadwa; el conjuro actuaba sobre sus miembros poniéndolos en movimiento e hizo que se arrodillara y le sacudiera un hombro a la muchacha.

—Fadwa —le dijo, por más que intentara evitarlo. «No te despiertes», pensaba. «No mires».

La chica se agitó, se llevó una mano a los ojos para frotárselos y torció el gesto ante el dolor de las muñecas. El último rayo de sol atravesaba las paredes del palacio, proyectando un aura azul en torno a sus pálidos y demacrados rasgos y dando a su pelo un tono negro azulado. Los ojos se le abrieron y vio al genio.

—Eres tú —murmuró—. Estoy soñando…, no, estaba soñando… —Frunció el ceño, confundida; despacio, se sentó y miró alrededor—. ¡Padre!

Otra vez, el conjuro empezó a hacer que el genio se moviera, obligándole a agazaparse sobre ella como había hecho ibn Malik. Sus manos le rodearon la garganta. Notó los huesos delicados que se doblaban y crujían bajo sus dedos, y las manos de ella arañándole y pegándole en la cara. El genio no pudo apartar la vista de esos ojos que se clavaban en él, incrédulos y rebeldes antes de sucumbir al pánico para, al fin, extinguirse.

Después, el genio se apartó. Las manos aún se le movían, crispándose sin motivo aparente, y se las quedó mirando hasta que pararon.

—Ahora ya lo entiendes —zanjó ibn Malik.

Y así era; ya lo entendía. Contempló las paredes de frío cristal e intentó no sentir nada. El hechicero le puso una mano en el hombro.

—Creo que ya es suficiente por hoy —dijo—. Descansa y recupera las fuerzas; mañana empezará tu verdadero trabajo. —Se calló y miró el amplio vestíbulo que lo rodeaba—. Aunque me temo que deberás prepararte para otro desengaño, pues tus nuevos aposentos no son tan elegantes.

De la andrajosa capa sacó un frasco de cobre de cuello alargado, grabado con una filigrana de bucles y espirales; lo inclinó hacia el genio y musitó otra serie de palabras ásperas y sin sentido, y, entonces, un destello brillante le quemó los ojos al genio, alumbrando la estancia hasta volverla translúcida. Éste tuvo la horrible sensación de estar menguando, y es que el conjuro del hechicero lo compactaba y comprimía y reducía su esencia a la más ínfima chispa. Poco a poco, el frasco lo atrajo a su interior… y el tiempo se ralentizó para convertirse en un instante alargado, colmado del sabor del metal y de una angustia salvaje y mordaz.

Aquí terminaban los recuerdos del genio.

Pero no fueron los únicos que recuperó en ese momento, pues aquel conjuro se extendía en dos direcciones. El genio se vio a sí mismo y recordó lo que había hecho, pero también vio lo que guardaba el hechicero ibn Malik en la memoria, y percibió su triunfo al esclavizar al genio con la sangre de Abu Yusuf y obligarle a matar a Fadwa. Cual dos patrones superpuestos, sus recuerdos corrían en paralelo y divergían, se solapaban y se entrelazaban. Él estaba dentro del frasco, atrapado en ese instante interminable; y estaba a solas en el palacio de cristal, sosteniendo un frasco de cobre, que notaba caliente al tocarlo.

Ibn Malik se volvió a guardar el frasco en el bolsillo de la capa. A continuación, se tambaleó hasta la pared más cercana y se dejó caer al suelo, respirando con dificultad.

El brutal esfuerzo lo había consumido más de lo esperado. No era su intención meter al genio en el frasco tan pronto, pero le habría hecho un flaco favor a su autoridad que el genio lo viera jadear de cansancio. Y a pesar de todo, ¡qué día, qué hazaña sin parangón! Tan sólo lamentaba la muerte de la chica, pues le parecía un desperdicio matar a alguien tan joven y hermoso, que habría podido servir de criada en su nuevo palacio o como tentadora motivación para que el genio se comportara. Debería haber caído antes en que, igual que cualquier animal poderoso, su nueva adquisición precisaría algunas treguas.

Su respiración empezó a volverse más lenta y constante. Antes de regresar a su casa, decidió que se tomaría un breve y merecido descanso: dentro del palacio estaba a salvo de los montes beduinos; era una noche despejada, cálida y sin viento. Los montes podían esperar un poco más. O tal vez los dejara atrás y le ordenara al genio que lo llevara valle a través. Sonrió al pensarlo y se hundió en un sueño profundo y agradecido.

Ibn Malik no acostumbraba a soñar, pero, al cabo de un momento, su adormilada mente le trajo visiones de una ciudad en una isla, una urbe imposible que se alzaba hacia el cielo. ¿Era quizá la que iban a construir el genio y él? Se trataba de una empresa monumental, sí, pero ¿acaso no estaba a su alcance? Pues, ahora que había capturado a un genio, ¿quién decía que no iba a poder capturar a otro y luego a otro más? Sometería a toda la raza y les haría construir un reino digno de rivalizar con el de Solimán…

La ciudad se fundió y desdibujó y se transformó en un hombre, un viejo arrugado de piel blanca como la leche que acarreaba un fajo de pergaminos chamuscados. Ibn Malik no le había visto nunca y, sin embargo, notó que le conocía, y sintió una afinidad y un miedo terrorífico al mismo tiempo. Quiso advertir al hombre, pero… ¿de qué? Entonces, éste tendió la mano hacia ibn Malik, con la misma expresión de alerta…

Un dolor súbito y horrible le seccionó el sueño y la cara pálida del hombre se desintegró mientras ibn Malik se despertaba con su propio cuchillo en el estómago, sostenido por la mano de Abu Yusuf. Si éste había estado esperando el momento propicio o si lo resucitaron los gritos de su hija no se sabe, pero ya nadie le hubiera creído muerto. Un ancho rastro de sangre marcaba su lento avance hacia ibn Malik, y, tirado en el suelo al lado del hechicero, retorcía el cuchillo con sus últimas fuerzas. Ibn Malik bramaba e intentaba huir, pero ya era tarde: el daño estaba hecho. Al arrancar el cuchillo, Abu Yusuf también se lo llevó a él.

A ibn Malik se le nubló la visión y se le llenó la boca de sangre; la escupió e hizo cuanto pudo por levantarse. Abu Yusuf yacía a sus pies con una sonrisa débil y el hechicero le pisó el cuello hasta que no le quedó duda de que el hombre estaba muerto.

Subyacente al sabor a sangre, ibn Malik notó el hedor orgánico de sus propios intestinos. Con una mueca, desgarró un trozo de tela de su capa y se la metió en el agujero del vientre. Las heridas del estómago se infectaban muy deprisa, por lo que necesitaría hierbas y fuego, aguja e hilo… Se acordó del genio y blasfemó; estando herido y debilitado, no le quedaban fuerzas para conjurar a su sirviente fuera del frasco; el mero esfuerzo lo mataría.

El caballo, tenía que llegar hasta el caballo de Abu Yusuf.

Se tambaleó hasta la entrada del palacio y se esforzó por levantar la barra, haciendo caso omiso del movimiento que notaba en su interior. Al fin se abrió la puerta. Encontró el semental y lo desató, y dejó atrás al poni. Al subirse a lomos del caballo, no sin gran esfuerzo, le manchó el costado de sangre, y cuando lo intentó espolear para que galopara, el animal inició un lento y discordante trote, pues sólo notó un leve empujoncito. «Vamos, saco de huesos asqueroso», pensó ibn Malik, pero lo único que pudo hacer fue enlazar los dedos en la crin y agarrarse débilmente.

Había llegado a la mitad del valle cuando descendieron los chacales; enloquecidos por el olor a sangre, ignoraron las coces del caballo y los gritos de ibn Malik cuando tiraron de él. Éste, con sus últimos resquicios de energía, combatió a unos cuantos, pero el resto percibió su agotamiento y, esquivando los cuerpos carbonizados de sus congéneres, le desgarró la garganta.

Pese a toda la fuerza y el poder del hechicero, a los chacales no les supo a gran cosa.

El desierto es un lugar extenso y vacío, hay pocos viajeros y muy dispersos.

Los huesos roídos de ibn Malik se blanquearon y agrietaron al sol, y su capa se deshizo en jirones que se diseminaron. El frasco de cobre quedó ladeado y algo cubierto de arena, aunque sin perder su lustre. Los animales lo olisqueaban y lo dejaban en paz.

En las lejanas ciudades, los califas reinaron y fueron derrocados. Oleadas de ejércitos invasores se abatieron sobre los desiertos, dejaron su efímera impronta y fueron conquistados a su vez.

Un día, mucho después de que el último rastro de ibn Malik hubiera desaparecido del desierto, un rastreador procedente de una caravana hizo un alto junto a una roca, que lo protegía, para aliviarse. Su caravana había salido hacía veinte días de Ramadi y se dirigía a ash-Sham, y la misión del rastreador consistía en asegurarse de que no hubiera sorpresas por el camino: ni asaltantes, ni mercenarios que exigieran un pago para pasar sin contratiempos. Bebió un poco de su odre y a punto estaba de volver a montar en su caballo cuando le llamó la atención algo metálico que brillaba; en una pequeña depresión del suelo vio un frasco de cobre, medio enterrado en la arena y la maleza.

Lo cogió y lo limpió un poco. Era bonito y estaba bien elaborado, con una interesante filigrana de volutas en torno a la base. Quizá lo hubiera perdido una antigua caravana. Pensó que a su madre le podría gustar, así que se lo metió en la alforja y continuó.

Con los años, el frasco fue pasando de mano en mano: de hijo a madre, a sobrina, a hija y a nuera. Fue utilizado para guardar aceite o incienso o simplemente como adorno; acumuló unas cuantas abolladuras, pero nunca sufrió daños serios, ni siquiera cuando debería haber sido así. De vez en cuando, el propietario se daba cuenta de que siempre parecía cálido al tacto, pero, como suele ocurrir con los pensamientos vagos, aquella idea caía en el olvido. Y el frasco saltó de generación en generación hasta acabar en la maleta de una muchacha que dejaba Beirut rumbo a Nueva York (regalo de su madre, para que se acordara de ella).

¿Y qué pasó con ibn Malik?

Estás unido a mí, fuego con carne y alma con alma, sellado con sangre y para el resto de tu vida.

Si el hechicero fue astuto y retorcido en vida, ya muerto se iba a superar incluso a sí mismo. Alma con alma unidas, para el resto de la vida del genio, el cual, atrapado en el frasco, vivió todo un milenio en un único y eterno instante.

Es decir, que la muerte no fue el final de Wahab ibn Malik al-Hadid.

La mañana después de que los chacales devorasen el cadáver del hechicero hasta los huesos, nació un niño en una lejana tierra oriental, en una ciudad llamada Chang’an. Sus padres le pusieron el nombre de Gao. Fue un niño muy listo desde el principio y, al crecer, pronto superó a sus tutores, quienes se empezaron a inquietar por si el niño era listo en exceso. A los trece años ya había escrito varios tratados sobre las incoherencias de las más preciadas enseñanzas confucianas, a las que declaró pobres y disparatadas. A los veinte, Gao era un paria brillante y amargado. Entró de aprendiz con un herborista y se obsesionó con desarrollar una fórmula medicinal para la inmortalidad. Murió a los treinta y ocho por accidente, tras experimentar con su propio cuerpo.

El día después de su muerte, nació el bebé de unos dichosos padres en la boyante ciudad bizantina de Venecia. Tommaso, pues así se llamó, mostró tal interés por la Santa Iglesia y sus misterios que enseguida siguió el camino del sacerdocio; se ordenó a una edad temprana y pronto se introdujo en la política, proporcionando consejo espiritual al dux. Para todo el mundo era obvio que Tommaso no se conformaría con menos que la túnica papal… Hasta que, una noche, fue visto en una catacumba de la ciudad conduciendo lo que parecían oscuros ritos paganos. Tommaso fue excomulgado, juzgado por brujería y quemado en una hoguera.

Las cenizas de Tommaso aún echaban humo en Venecia cuando, en Varanasi, un niño llamado Jayatun nació a orillas del río Ganga. A Jayatun le encantaban las historias y leyendas que le contaron de niño, en especial la de la piedra de Cintamani, una joya fabulosa que concedía a su propietario cualquier deseo…, y que incluso podía ahuyentar la muerte. Al hacerse mayor, lo que había sido una fascinación de juventud derivó en obsesión, y Jayatun se dedicó a recopilar toda la información que encontraba de la Cintamani, ya procediera de una fuente budista o hinduista o de la mera fantasía de los cuentacuentos. Su búsqueda eclipsó todo lo demás, de modo que, cuando hacía ya tiempo que se había convertido en un pordiosero insociable, un día, bajo los efectos de una fiebre alta, se adentró en el Ganga y se ahogó, convencido de que la diosa del río había dejado allí la Cintamani para que él la encontrara.

Y así continuó. Mientras el frasco del genio pasaba de mano en mano, también el alma de ibn Malik pasaba de cuerpo en cuerpo, de un extremo del mundo al otro. Fue cruzado en el sitio de Jerusalén, donde buscó reliquias sagradas para robarlas. Fue alumno de Paracelso, consagrado a la búsqueda de la Piedra Filosofal. Fue monje sintoísta, chamán maorí y un infame cortesano de la Casa de Orleans. Nunca se casó ni engendró hijos, y tampoco llegó a enamorarse. Imbuido de una tradición religiosa, lo atraían sus recovecos más oscuros y místicos, y, en política, mostraba una inclinación inquebrantable por el poder. Sus vidas solían ser desdichadas y pocas veces acababan bien. Pero en todas ellas lo consumían las ansias de hallar el secreto de la vida eterna… sin saber que era la única cosa que ya poseía.

Y así fueron transcurriendo los siglos, con el alma de ibn Malik incapaz de pasar al otro mundo mientras el genio continuara viviendo. Hasta que un día, en un shtetl prusiano, un niño que berreaba y al que llamaron Yehudah fue depositado en brazos de su madre.

El genio lo vio todo.

Se vio a sí mismo atrapado en el frasco y aullando de ansiedad.

Vio a ibn Malik naciendo una y otra vez.

Vio a Yehudah Schaalman, la última encarnación de ibn Malik y la más poderosa. Observó al niño mientras crecía y pasaba de estudiante a convicto y a maestro de la magia oculta. Y vio cómo un fabricante de muebles solitario llamaba un día a la puerta de Schaalman para pedirle un golem que le hiciera de esposa.

Y Schaalman lo vio todo también.

Vio ante sí sus propias vidas desplegadas, desdichadas perlas de una sarta infinita que empezaba por ibn Malik y terminaba por él mismo.

Vio los recuerdos del genio y experimentó cómo era capturado y derrotado. Lo vio salir del frasco en el taller de un hojalatero, y la laguna de su memoria en el lugar que debería haber ocupado la muchacha beduina. Vio cómo el genio se abría paso en la ciudad y se acostumbraba a sus propias limitaciones. Y vio cómo, una noche, el camino del genio se cruzaba con el de una mujer extraña y asombrosa: una mujer de arcilla.