24

En el vestíbulo de un edificio por lo demás anodino, cerca de los muelles del río Hudson, Yehudah Schaalman echó atrás su cabeza gris y contempló, perplejo, el techo de metal ondulado.

Estaría a menos de un kilómetro de Hester Street en línea recta, pero le había costado casi una hora llegar hasta allí, pues el camino adoptó mil giros, pasando por callejones y subiendo por escaleras de incendios hasta concurridos tejados, y cruzando puentes de tablones para volver a bajar. Al final había llegado a Washington Street, donde se enfrentó a una inexplicable cantidad de opciones; los caminos se solapaban unos con otros de tal modo que cada escaparate y cada calle rezumaban interés. Había recorrido toda la calle de arriba abajo; tratando de orientarse, hasta que un camino más intenso que los demás lo atrajo hacia aquel edificio con el vestíbulo iluminado. Dentro, el conjuro y las luces conspiraron para que alzara la vista.

No habría sabido decir cuánto rato estuvo bajo aquellas ondas y aquellos picos relucientes, con una mano apoyada en la pared para mantener el equilibrio. Al principio creyó que era un interesante defecto del edificio (quizá las baldosas del techo se habían fundido y empezaban a gotear), antes de caer en la cuenta de que era una obra de arte intencionada.

De repente, como les había ocurrido a muchos otros espectadores, vio el techo con claridad. El universo giró…

Anochecía y él se encontraba en una llanura abrasada, rodeado de cimas remotas. El sol de occidente extendía su sombra, estrecha como una espada, y convertía sus brazos y sus dedos en unas largas y nudosas ramas. Tenía ante sí el valle a finales de verano, donde los animales que vivían en él empezaban a despertarse. Pestañeó…, y ahí, en pleno valle vacío, surgió un hermoso palacio de cristal con agujas y baluartes que brillaban bajo los últimos rayos dorados de la tarde.

La cara de Schaalman golpeó contra algo duro y plano; era el suelo del vestíbulo.

Ahí tumbado, trató de recuperar la compostura con las frías baldosas bajo la mejilla dolorida. Despacio, se levantó apoyándose en las manos y en las rodillas; la habitación, por fortuna, permaneció quieta. Se levantó y, cubriéndose los ojos para no ver el techo, salió afuera y se sentó en los peldaños de la fachada, con una mano en el rostro palpitante. El miedo que ya había sentido allá en el pasillo, con la mujer embarazada, se acrecentó. Otro fenómeno que no se explicaba.

Venció la alarma y el impulso de retirarse al albergue. Se sentía vulnerable y expuesto. ¿Quién era su presa? ¿Era ese misterioso Ahmad? ¿O era el Ángel de la Muerte, que jugaba con él?

Puesto que el dolor de la mejilla hinchada empezaba a menguar, se obligó a levantarse y a seguir por la calle. Los caminos danzaban y se entretejían ante él, atrayéndole hacia lo que fuese que le estaba esperando.

* * *

Poco después de la una de la madrugada, la golem abandonó todo intento de coser. De tan distraída estaba torpe, y la blusa que intentaba remendar ya lucía un nuevo desgarrón en el corpiño. Las pocas almas despiertas que pasaban bajo su ventana estaban borrachas o necesitaban ir al retrete, lo cual no hacía más que sumarse a su inquietud y ansiedad.

En la mesa descansaba la nota de Michael, muy arrugada después de haber hecho con ella una bola, vencida por la frustración. La redacción era impropia de él, demasiado formal, y llamaba la atención que no utilizara sus habituales expresiones de cariño. ¿Se estaba callando algo? Se acordó de su conversación sobre Joseph Schall. ¿Habría tenido Michael algún encontronazo con él? ¡Oh, cómo odiaba las palabras desnudas en un papel! ¿Cómo iba a averiguar la verdad si no lo tenía a él delante?

No había modo de tranquilizarse, así que tendría que ir al albergue. A lo mejor él la regañaba por salir sola tan tarde, pero ya le explicaría que estaba demasiado preocupada para dormir. Se abrochó el capote y se fue, recorriendo deprisa las calles salpicadas de peatones anónimos y solitarios, todos en pos de distintas formas de alivio.

Desde fuera, el albergue estaba a oscuras y en silencio; se quedó un momento en la acera, a la escucha. Algunos hombres sólo estaban medio dormidos, pero el resto se encontraba sumido en un océano de sueños, reflejos distorsionados de sus ansias y miedos. Abrió un poco la puerta principal, levantándola sobre los pesados goznes para que no chirriara.

Al ver que en el despacho de Michael la lámpara estaba encendida, Chava cruzó el pasillo y se asomó por la puerta a medio abrir. Su marido se había dormido sentado al escritorio, desplomado hacia delante; recostaba la cabeza en el hueco del brazo y tenía un libro de plegarias abierto junto al codo. Parecía que estuviera muerto, salvo por el leve movimiento de los hombros. Se le acercó y se agachó a su lado; ¿por qué olería tanto a alcohol?

—Michael —murmuró—. Michael, despierta.

Michael agitó una mano arañando el aire, entonces gimió y se enderezó.

—Chava —gruñó, aún medio dormido.

Pero entonces se puso rígido. Abrió los ojos de par en par, la vio y ya no pudo desviar la mirada de ella. Su terror, como el de un animal acorralado, dio de pleno en el pecho de Chava.

Michael se puso en pie de un salto, volcando libros y papeles, y retrocedió tambaleándose. Ella vio una imagen grotesca en la mente de Michael: una mujer gigantesca, de cuerpo pesado y cara oscura y basta, y con unos ojos fríos dentro de sus cuencas; era ella, vista en el espejo del miedo que él le tenía.

Oh, Dios, ¿qué había ocurrido? Tendió la mano, pero él volvió a retroceder y casi perdió el equilibrio.

—Aléjate de mí —le espetó.

—Michael —empezó ella, aunque no pudo seguir.

Cuántas veces se había imaginado esa escena, el descubrimiento de su secreto; y ahora veía que no tenía a mano ninguna de sus cuidadosas explicaciones ni de sus más sinceras disculpas. Sólo había horror y tristeza.

—¡Dime que me lo estoy imaginando! —chilló él—. ¡Dime que me he vuelto loco!

No, se dio cuenta de que no podía; al menos le debía eso. Pero tampoco logró decir la verdad en voz alta. Se esforzó por buscar las palabras idóneas.

—Nunca he querido hacerte daño —le dijo—. Nunca.

Una oleada de furia arrinconó los miedos de Michael, el rostro se le endureció y cerró las manos formando puños.

Chava no corría verdadero peligro, por supuesto, ya que él estaba ebrio y carecía de dotes para la violencia. Pero, no obstante, sus sentidos reaccionaron y la realidad empezó a diluirse en esa calma espantosa. Sólo hubo tiempo para una palabra, articulada entre los dientes bien apretados:

—Corre —le ordenó ella.

Un nuevo terror se apoderó de Michael; obedeció y sus pasos retumbaron al alejarse por el pasillo. La pesada puerta de la calle se cerró dando un portazo.

Chava se quedó sola en el despacho de Michael, temblando mientras iba recuperando el control poco a poco. Siempre había pensado que sería un alivio cuando la verdad saliera por fin a la luz, pero hubiera preferido vivir para siempre con esa presión a ver a Michael huyendo de ella. Supuso que le debería preocupar que se lo contara a alguien, pero en aquel momento apenas le importó. Que la lincharan si querían; al menos, así terminaría su agonía.

Miró alrededor el caos que había creado: la silla volcada y los papeles tirados por el suelo. Aturdida, enderezó la silla y puso orden. Al recoger el libro de plegarias que ya había visto junto al codo de Michael, éste se convirtió en una cascada de hojas sueltas y medio quemadas que se desparramaron por el escritorio.

«Si se trata de convocar al diablo, hay que asegurarse de conocer su estirpe…

»La letra chet es una de las más poderosas del alfabeto, a menudo mal aplicada…».

Frunció el ceño: ¿de quién era ese libro? Empezó a hojear las deterioradas páginas, pasando en diagonal por meticulosas instrucciones y diagramas de varias ramificaciones. Le pareció que era una especie de libro de recetas, con listas de ingredientes, instrucciones precisas, consejos frente a los contratiempos y sugerencias de variantes. Salvo que, en vez de preparar un pollo asado o una tarta especiada, el lector podía realizar lo imposible, alterar la Creación misma. Pero ¿qué hacía Michael con eso? ¿Se lo habría dado el rabino?

Advirtió que había una página manchada de barro por los bordes. La leyó una vez…, y luego otra y otra más. Asombrada y temblorosa, volvió la página y leyó lo que había en el dorso:

«Obediencia, curiosidad e inteligencia. Comportamiento virtuoso y modesto.

»Será una esposa admirable, si no la destroza él antes».

Y en su recuerdo afloró Joseph Schall, de pie ante ella con una caja de panecillos y esa hermética sonrisa tan suya: «Nunca dudé de que iba a ser una esposa admirable».

* * *

Mahmoud Saleh no podía dormir, aunque no por los motivos habituales.

Después de oscurecer, había esperado largo rato para colarse en el edificio del genio, con la llave calentándose en su mano sudada. El genio se la había dado libremente (en ese sentido no se sentía culpable), pero no quería que lo tacharan de allanador ni de ladrón. Halló la puerta y logró meter la llave en la cerradura. Ya dentro, notó, pese a la oscuridad casi total, que el cuarto transmitía una sensación de vacío y abandono. La única luz, procedente de la ventana, consistía en un fulgor anaranjado que iluminaba la nada. Avanzó con los brazos extendidos, creyendo que iba a chocar contra alguna silla o mesa, pero sus manos alcanzaron enseguida la pared del otro extremo. Al ver unas cuantas velas en el alféizar, buscó cerillas en los numerosos bolsillos del abrigo; la luz reveló una estancia desprovista de mobiliario, excepto por un escritorio, un armario y algunos cojines esparcidos por el suelo.

Apiló estos últimos para formar una especie de colchón y, cuando al fin se tumbó, a punto estuvo de llorar por lo cómodo que era aquello. Por la mañana, subiría un cubo de agua y se lavaría como era debido, pero, de momento, se limitaría a dormir.

O eso creía, pues horas más tarde tuvo que admitir que la habitación lo había vencido; era demasiado tranquila y estaba demasiado vacía. Pero, por otro lado, ¿qué esperaba? ¿Un harén repleto de huríes y una lámpara mágica en la que dormir? Lo cierto era que, en ese cuarto pulcro y corriente, se sentía un intruso, un desecho arrojado al interior por la ventana. Amargado, se dio la vuelta y se hundió más en los cojines. Por el puñetero genio que se iba a dormir.

Alguien llamó a la puerta. Saleh se quedó de piedra: ¿una visita a esas horas? Pero ¿qué vida había llevado esa criatura? Contuvo el aliento para que reinara un silencio total en la habitación, pero volvieron a llamar y, en esta ocasión, se oyó una voz de hombre que primero habló en un idioma que él no entendía y luego en un inglés poco suelto:

—¿Hola? ¿Por favor? —Una pausa—. ¿Ahmad?

Saleh blasfemó. Fue a por una vela y abrió la puerta.

—No Ahmad —dijo, mientras miraba los zapatos del hombre, que él veía borrosos y lejanos.

Oyó una pregunta más en algún otro idioma, algo que sonaba parecido al alemán. Él sacudió la cabeza, volvió a decir «No» y decidió que ya era suficiente: que ese hombre solucionara su dilema él solito, fuera el que fuese; se dispuso a cerrar la puerta.

Pero el hombre adelantó un pie y bloqueó el marco.

Saleh dio un respingo, asustado, a la vez que el otro ya irrumpía en la estancia. Saleh apretó los párpados, retrocedió y abrió la boca para pedir ayuda… Pero una mano fría y apergaminada le agarró de la muñeca y, de pronto, ya no fue capaz de emitir ningún sonido.

Schaalman escudriñaba al descuidado mendigo que se mantenía rígido delante de él, con la vela inclinada en la mano petrificada. «Curioso», pensó; ese hombre había ido a abrir con una vela pero no le miraba, y su primera reacción para defenderse fue cerrar los ojos; ¿estaría ciego, tendría algún retraso?

—¿Quién eres? —le preguntó.

El hombre abrió la boca y movió los labios para hablar, intentó decir algo pero quedó solapado por un grito fino y agudo, sobrenatural, en el límite mismo de la percepción.

A Schaalman le rechinaron los dientes, contrariado; ya sabía lo que eso significaba. No era el primer caso de posesión que veía; hacía mucho tiempo los había visto en remotas aldeas prusianas y en las regiones más apartadas de Baviera. Seguro que aquél era poco significativo si el afectado aún podía hablar y ejercer ciertas funciones, pero incluso el más ínfimo fragmento endemoniado resultaba un incordio insalvable, pues aquel ser aprovecharía cualquier oportunidad de apelar a Schaalman para que lo liberase de su encierro. Incluso había visto a espíritus que provocaban la asfixia del poseído con su propia lengua, por las ansias de liberarse. A menos que zanjara el asunto, no averiguaría más que sinsentidos.

Schaalman valoró las opciones: lo más rápido sería realizar un exorcismo y quitarse esa cosa de encima, aunque el proceso no era agradable y seguro que el hombre lo recordaría, por lo que tendría que renunciar a toda discreción en el interrogatorio.

¡Pero se hallaba tan cerca! Y no se trataba de un rabino venerado, sino de un mendigo inmundo que debía de estar medio loco a causa de su posesión. ¿Quién le iba a creer si intentaba contar la verdad? ¿Y se podía permitir Schaalman no correr ese riesgo?

Puso una mano a cada costado del rostro del mendigo y se preparó.

Mahmoud Saleh sólo sabía que alguien, en algún lugar, estaba gritando.

Una mano se estaba colando en su mente, buscando al tacto, con los dedos metiéndose entre capas de sensaciones y recuerdos. Saleh sólo pudo permanecer rígido y mudo mientras la mano cavaba más hondo, centímetro a centímetro, hasta que se paró, se cerró sobre algo pequeño e invisible y lo agarró con puño de hierro. A continuación, despacio y con paciencia, lo extrajo y la cosa chilló como una mandrágora arrancada del suelo.

Saleh quiso desplomarse, pero aquellas manos apergaminadas lo sostenían tieso. El movimiento cambió y unos dedos largos y secos le abrieron los ojos, que no opusieron resistencia.

Mahmoud Saleh miró al viejo a la cara.

Era flaco y su pálida piel presentaba manchas de la edad, pero sus ojos, hinchados y con bolsas, ardían de inteligencia. Una de sus mejillas lucía un amplio cardenal. Fruncía el ceño debido a la concentración y el disgusto, como un cirujano metido hasta el codo en las entrañas de un hombre. Saleh temblaba en sus manos.

—¿Quién eres? —le preguntó el hombre.

—El doctor Mahmoud —respondió una parte de Saleh, mientras que la otra dijo—: El heladero Saleh.

—¿Y dónde está Ahmad?

Antes de que Saleh pudiera pensar siquiera en contestar, un recuerdo brotó de él: el del genio alejándose por la acera y entregándole la llave. «Yo estaré en el Bowery, por si alguien se diera cuenta de que me necesita».

El hombre soltó bruscamente a Saleh, que se desmoronó sin fuerzas. Oyó que la puerta se cerraba tras marcharse el viejo. La vela se le cayó de la mano y la mecha se consumió, y lo último que pensó, antes de que la llama se apagara y él se quedara inconsciente, fue que hacía años que no veía arder una vela con ese brillo.

* * *

El genio se encontraba en un tejado del Bowery, observando la andrajosa multitud a sus pies. El cielo se había negado a descargar su promesa de lluvia y las gruesas nubes colgaban sobre la ciudad, bajas e inmóviles como el vientre pálido de un gusano gigante. El tejado era un mosaico de colchones sucios, pues las prostitutas habían trasladado el negocio al exterior, buscando alguna brisa.

En algún resquicio de su mente persistía la impresión de que debía planificar algo más que el siguiente cuarto de hora; sin embargo, ahuyentó irritado aquel pensamiento. Planes, horarios, contratos…, todo eso eran imperativos humanos. Él hacía lo que quería y cuando quería; ¿no se lo había dicho a Arbeely? Ya hacía un rato que había pasado por el local de Conroy sin decidirse a entrar. A lo mejor le podía ofrecer sus servicios, hacerle algún trabajo a cambio de plata. No, eso seguiría siendo un tipo de servidumbre. Además, ¿por qué negociar? En el desierto, la plata estaba ahí para que la cogieran, sin más.

Y, de ese modo, la idea tomó forma, y él sonrió viendo cómo crecía. ¿Por qué no? Sería un merecido y desafiante entretenimiento; le exigiría muchas más habilidades que su asedio al balcón de Sophia. Y si poco honraba robar a un ladrón, se imaginaba que tampoco le iba a causar gran vergüenza.

«Insensato», oyó a la golem dentro de él. «Inmoral e inexcusable».

«Así vivía yo antes de conocerte», replicó él. «Así viviré otra vez».

«Supongo que te distraerá lo suficiente y eso es lo que importa, ¿no?».

«Exacto. Y ahora vete a incordiar a otro».

La ciega y agitada energía que había sentido aquel mismo día estaba regresando y con gusto se entregó a ella. Si esperaba y se permitía examinar aquella idea, quizás hallaría algún motivo que lo retuviera. Mejor, mucho mejor, lanzarse de cabeza.

* * *

Saleh volvió en sí tumbado en el suelo de la habitación del genio, con la cabeza como si se la hubieran vaciado raspándola para utilizarla de cuenco. Se quedó quieto un momento, intentando recordar lo ocurrido: ¿había sucumbido a uno de sus ataques? No, aquello era distinto, más parecido a despertar de una pesadilla que ya se había desvanecido, dejándole solo con el recuerdo físico del miedo. No, un momento: llamaron a la puerta y él contestó…

Tomó aire y recordó de golpe todo el encuentro con el desconocido. Se puso en pie a trompicones y, al perder el equilibrio, se agarró al picaporte. ¡Veía otra vez! ¡Aun estando la habitación mal iluminada con velas! ¿Cuándo las sombras mismas se habían revelado tan ricas y llenas de color? Las llamas estaban saturadas de naranjas y amarillos brillantes y tenues azules titilantes, demasiado intensos para mirarlos mucho rato. Los cojines sobre los que había dormido, con una funda de algodón barato y basto, se mostraban como obras de arte por la forma y la textura. Extendió una mano y se la tocó con la otra: estaba exactamente donde pensaba que estaría. Tenía la cara caliente y húmeda; ¿se habría hecho un corte al caerse? No, sólo estaba llorando.

¿Y su propia cara? ¿La podría ver? ¡Un espejo, tenía que encontrar un espejo! Cogió la vela más grande y se precipitó por el cuarto. En el armario sólo vio unas cuantas prendas de ropa, un sombrero de lana y, curiosamente, un suntuoso paraguas de seda masculino, con el mango adornado con finas vetas plateadas; lo admiró un instante antes de dejarlo de nuevo en el armario y reemprender su búsqueda. ¿Cómo? ¿La criatura no tenía ni un espejo? ¿Acaso no se afeitaba?

Algo brilló desde el escritorio. Acercó la vela y, dispuesta en una esquina de la mesa, vio una colección de figurillas de metal, como una docena en total. Antes, su visión era demasiado pobre para advertirlas, pero ahora vio aves, insectos y hasta una cobra en miniatura, enroscada y erguida. Junto a las figurillas había un juego de herramientas envueltas en piel: leznas finas y delicadas agujas curvas, como las que utilizarían un cirujano o un dentista. «O un orfebre», pensó.

Fue a por el resto de las velas, que colocó en torno a las figurillas. Había algunas terminadas y pulidas hasta darles lustre, mientras que otras parecían a medio hacer. La serpiente era una maravilla, con esas escamas tan bien ordenadas por un milagro de constancia y paciencia. Lo fascinaron los intrincados insectos hechos con restos de hojalata, que, más que describir, sugerían: los miembros largos y la probóscide de la mantis, el caparazón redondeado y reluciente de un escarabajo… Había un ibis, en cambio, que transmitía torpeza y desequilibrio; ¿algo que ver con el pico, quizá? Lo alcanzó para examinarlo y vio que tenía todo un lado alisado, como si hubieran querido borrar un frustrante error.

Las lágrimas afloraron de nuevo a sus ojos; eran unas figurillas preciosas, y no porque fuesen de las primeras imágenes que agasajaban su recuperada visión. Eran la obra de una anhelante y solitaria presteza, nada que se hubiera esperado de su arrogante, sarcástico y terrorífico autor.

¿Y el viejo? ¿Qué tendría que ver con el creador de las figurillas? Saleh estaba tan abrumado por haber recuperado los sentidos, que casi se había olvidado de él; sin embargo, se acordó de pronto de ese dolor aplastante y del evidente desagrado con que el hombre hizo su trabajo. De algún modo había curado a Saleh, aunque no por bondad o compasión, ni siquiera por el menor sentido del deber de un sanador. Saleh fue para él poco más que una herramienta; y el defecto que tenía en la mente, tan sólo un obstáculo para su objetivo. Objetivo que, por lo visto, era encontrar al genio. Y no creía que el encuentro fuese a ser pacífico.

Sostuvo el ibis inacabado y miró cómo brillaba a la luz de las velas. Un día y hasta una hora antes, con mucho gusto le habría dicho al viejo dónde encontrar a su presa y le habría deseado buena suerte.

Se puso el abrigo, se guardó la figurilla en el bolsillo y sopló las velas. Decidió acercarse al Bowery y ver el mundo de nuevo. Y si por el camino se topaba con el genio, quizá se animara a ponerle sobre aviso.

* * *

Guiado por el recuerdo de Saleh, Yehudah Schaalman siguió, rumbo al oeste, el camino marcado por el conjuro zahorí. Ya no había giros, ni ascensos a los tejados ni demás rodeos; al parecer, su presa había puesto rumbo al Bowery con el rigor inmutable de una flecha.

¡Y menuda presa! Un hombre llamado Ahmad, con el rostro encendido como una lámpara de gas. ¿Qué era? ¿Algún tipo de demonio? ¿Una víctima de la misma posesión que había afectado a Saleh? ¿O tal vez su autor?

El cansancio luchaba contra el entusiasmo de Schaalman y le recordaba que, a esas horas, cualquier otra noche habría estado en el albergue judío, cobrándose sus más que precisas horas de descanso. Pero ¿cómo iba a detenerse ahora y dejar que el rastro se enfriara? Así pues, ignoró sus exhaustos y acalorados pies y aceleró el paso.

Al entrar en el Bowery propiamente dicho, se lo encontró a reventar pese a las altas horas de la noche. Y el camino resaltaba con tal intensidad, que fue como si llegara de varios sitios a la vez. Repasó a la multitud con un pánico repentino: ¿y si se cruzaban y Schaalman no lo notaba?

Un letrero que ya conocía asomó entre los escaparates; leyó el nombre de Conroy y vio el motivo que se repetía del sol y la luna. Se detuvo en el umbral y echó un vistazo; no, su presa no había estado allí. Sólo había unos cuantos compradores de tabaco y aquel vendedor de artículos robados engreído y con gafas.

Al darse la vuelta para reemprender la búsqueda antes de que le viera Conroy, casi se dio de bruces con un hombre alto y apuesto cuyo rostro relucía con fuerza.

—Disculpe —dijo el genio, rodeando a aquel viejo que estaba boquiabierto y como clavado en el suelo.

Cuando abrió la puerta del local, la campanilla tintineó en el umbral. Conroy, detrás del mostrador, lo saludó con una sonrisa suave y miró significativamente a los demás clientes antes de volver a su manoseado periódico, por lo que el genio fingió buscar algo en los estantes de tabaco. Ya había decidido que no tendría mucho mérito esperar a que Conroy cerrara y forzar entonces la puerta; sería mucho más loable robarle delante de sus narices. Pensaba comprar alguna pieza pequeña de plata y aceptar luego el habitual ofrecimiento del perista de subir a alguna habitación de arriba. Ya había visto a suficiente gente entrando y saliendo del local para saber que había numerosos pasadizos entre el burdel, la parte de la fachada y el callejón donde tendían a reunirse los hombres de Conroy. Se entretendría en la habitación de arriba (y si mientras tanto tenía que sacar algún provecho de su visita…, en fin, podría soportarlo) y esperaría a que Conroy se hubiera retirado. Si lo hacía bien, sería fácil esquivar a los matones; quizá pudiera crear algún tipo de altercado…

La campanilla volvió a tintinear en el umbral. Era el viejo de antes, el que casi chocó con él en la calle, y lo miraba fijamente, con una intensidad que parecía trastornada.

El genio frunció el ceño.

—¿Sí?

—¿Ahmad? —preguntó el viejo.

El genio maldijo en silencio. Los demás clientes ya habían pagado y se estaban yendo de la tienducha; dado que ese hombre, fuera quien fuese, sabía cómo se llamaba, tendría que esperar a que se marchara también él.

—¿Le conozco? —preguntó; el otro sacudió la cabeza, no tanto a modo de respuesta como para imponer silencio, como si el genio fuera a echar a perder el momento.

Conroy intercambió una mirada con éste y dejó el periódico.

—¿En qué puedo ayudarle? —intervino.

El viejo rechazó el ofrecimiento con un gesto de la mano, como si se quitara de encima a una mosca. Entonces sonrió al genio, y fue una sonrisa maliciosa y triunfante a un tiempo, la sonrisa de un niño travieso con un secreto que contar. Alzó una mano y, con dos dedos, le indicó que se acercara.

Intrigado a su pesar, el genio dio un paso hacia el hombre; entonces empezó a percibir aquello: una irritación por la parte de atrás de los brazos y en la nuca. Un extraño zumbido en el interior de su mente. La mano empezó a temblarle; era la manilla: estaba vibrando.

Se detuvo. Algo iba muy, pero que muy mal.

Con una mano semejante a una garra, el viejo rodeó la muñeca del genio.

Lo que William Conroy vio justo antes de que todos los cristales de la tienda se hicieran pedazos, incluidas sus propias gafas, no se lo contaría jamás a nadie; ni a la policía, ni a los hombres que trabajaban para él, ni al sacerdote con quien se confesaba cada jueves. En aquel crudo instante, vio a las dos personas transfiguradas. En el lugar del viejo flaco había otro hombre, desnudo y con un rostro marchito por el sol bajo unos mechones de pelo mugriento. Y en el lugar del hombre al que conocía como Ahmad, había algo que no era ni un hombre ni ninguna criatura terrenal, sino una especie de visión iridiscente, como el aire sobre el pavimento en un día de verano abrasador, o la llama de una vela azotada por el viento.