23

Aún no eran las ocho de la mañana y la acera frente al local de los Faddoul estaba abarrotada de clientes. El clima suave se había vuelto húmedo. En las mesas del café, los hombres se secaban la frente con el pañuelo y se despegaban del cuello la camisa empapada de sudor.

Mahmoud Saleh mezcló huevos, azúcar y leche en su mantequera, para luego añadir hielo y sal. Fijó la tapa y dio vueltas a la manivela hasta que le pareció suficiente. Delante ya tenía una impaciente cola de niños, pendientes de irse a la escuela, que intercambiaban mofas y se tiraban de las coletas. Saleh sirvió el helado en platos de hojalata y fijó la vista en la mantequera, hasta que un murmullo de faldas alcanzó su oído.

—Buenos días, señor Mahmoud —le dijo Maryam. Él la saludó con un gruñido—. Hoy va a hacer calor. Y puede que llueva. Entre si necesita algo.

Sus palabras ya le eran familiares; lo nuevo y sorprendente fue el tono, pues sonó exhausta e incluso derrotada. Él, sin hacer comentarios, se limitó a servir más helado, que intercambió por las monedas que le daban los niños calentadas por sus pequeños dedos.

Más pasos: otro niño que engrosaba la cola. Y entonces se silenciaron las risas y las chanzas. Una niña le murmuró algo a la de al lado; alguien más respondió al murmullo. Saleh oyó la palabra «madre» y la palabra «muerta». Aquel que había provocado el silencio llegó a la cabeza de la cola y Saleh vio unos pantalones cortos de niño y unas rodillas pálidas. El vendedor le dio su helado y obtuvo a cambio un «gracias» a duras penas susurrado.

—Un momento, Matthew —lo llamó Maryam. Y luego, en voz más baja—: ¿Seguro que quieres ir a la escuela? Si lo prefieres, puedo ir a hablar con tu maestro… —No hubo respuesta y entonces Maryam suspiró—. En fin, luego no te quedes fuera mucho rato. Cenaremos a las cinco. Ya hablaremos entonces.

Un movimiento (¿un dubitativo intento de abrazo quizás?), pero el niño ya se iba y sus suaves pisadas se perdían en el ruido de la calle. Saleh, curioso a su pesar, siguió a lo suyo. Ya sólo quedaban algunos rezagados; los que hacían novillos se le acercarían cuando se marchara Maryam. La cola menguó y se terminó, pero Maryam continuaba ahí, a su lado. Lo cual, seguramente, significaba que tenía ganas de hablar.

—Cómo me preocupa ese niño —dijo al fin.

Lo que él suponía.

—¿Quién es?

—Matthew Mounsef, el hijo de Nadia Mounsef, que murió anoche. Sayeed y yo nos ocuparemos de él hasta que podamos contactar con los parientes de su madre.

Saleh asintió. De no haberse tratado de ella, la idea de que una cristiana maronita acogiera a un niño ortodoxo oriental habría sido un escándalo e incluso una ofensa. Pero se trataba de Maryam. Saleh pensó que algún día averiguaría cómo se las apañaba.

—Estaba dormido cuando Nadia murió. Y me tocó a mí decírselo. —Una pausa; luego, dudosa—: ¿Cree que ahora me odia?

Saleh se acordó de las madres a las que había visto morir y de los hijos que lo culparon por no haberlas salvado.

—No —respondió—. A usted, no.

—Ya sé que no puedo sustituir a Nadia. Yo pensaba que se quedaría en casa y no iría al colegio, pero tampoco soy adivina. Y tengo poca experiencia cuidando niños. —Esto lo dijo con falsa indiferencia. Y al momento añadió—: ¿Le he contado que casi me muero siendo bebé? —Saleh negó con la cabeza—. Me puse muy enferma y el médico le dijo a mi madre que tenía pocas posibilidades. Le dijo que me llevara al santuario de San Jorge, en Jounieh.

Saleh frunció el ceño ante la idea de que un médico aconsejara aquello.

—Sí, ya lo sé; pero estaba desesperada —continuó Maryam—. ¿Conoce el santuario? —Él sacudió la cabeza—. Es un estanque en una cueva sobre la bahía de Jounieh. Allí limpió san Jorge su espada después de matar al dragón. Pues me llevó a esa cueva, encendió una vela y me metió en el agua, que estaba gélida porque aún era primavera. En cuanto la toqué, me puse a chillar, y mi madre lloró porque fue el primer sonido que emitía en días. Entonces supo que me iba a curar. Me contó esta historia no sé cuántas veces, que san Jorge respondió a sus plegarias y me salvó la vida.

A Saleh se le ocurrieron varias explicaciones para la milagrosa recuperación: que el médico se había equivocado en su diagnóstico o que el agua fría contuvo la fiebre. Pero no dijo nada.

—Las mujeres sin hijos también acuden al santuario —continuó Maryam—. A veces pienso…, pero no quiero pedirle ayuda dos veces, me da la sensación de que sería pecar de avariciosa.

—No lo creo —dijo Saleh.

—¿Por qué no?

—Es su deber: un buen sanador no elige. Si puede ayudar, tiene que hacerlo.

Una pausa.

—No lo había pensado de esa manera —reflexionó ella—. Un buen sanador. Ojalá lo hubiera sido el médico de Nadia; quizás habría tenido alguna oportunidad.

—¿De qué murió?

—No me acuerdo del nombre. Era largo. Pero tenía dolores que iban y venían, y fiebre, y una erupción en la cara. Cuando el doctor Joubran la vio, lo supo enseguida.

—Lupus eritematoso.

No fue su intención decirlo, pero las palabras surgieron en su mente y su eco flotó en el denso aire de la mañana. Habría dado todas las monedas de su bolsillo y también la mantequera para poder retirarlas. Percibió la mirada de Maryam como si lo estuviera viendo por primera vez.

—Sí —dijo ella, despacio—. Eso era.

Él trató de ignorar su mirada escrutadora.

—El niño —dijo para ahuyentar cualquier pregunta—. ¿No hay padre?

—No, que se sepa. Desapareció, se fue a vender al oeste.

—¿Se lo quedarán los parientes de la madre?

—Supongo. No le ven desde que era un bebé. Me parece cruel obligarle a dejar el único hogar que ha conocido. Pero ¿cómo se va a quedar aquí si no tiene familia? —Suspiró otra vez—. A lo mejor le sienta bien irse a un pueblo, un sitio más tranquilo que éste. Al menos estará lejos del taller del hojalatero.

—¿El taller del hojalatero?

—¡Oh, no lo digo por Boutros! Él es un hombre estupendo, sólo le falta salir de ahí y hablar con la gente. No, es por su socio, el beduino. —Saleh advirtió su repentina tensión—. Mahmoud, ¿le puedo decir una cosa? Ese hombre no me ha gustado nunca. Nunca. Tengo la impresión de que nos toma el pelo, no sé cómo; de que se ríe de nosotros cuando le damos la espalda. Y por mi vida que no sabría decirle el porqué. —Su voz mostró una dureza que él no le conocía—. Pero Matthew lo adora, se pasaría todo el día en ese taller si Boutros le dejara.

—No.

—¿Disculpe?

—No dejen que el niño esté en el taller con el beduino.

—¿Por qué? —Maryam estaba más cerca, inclinada hacia él; Saleh volvió la cabeza mientras miraba el pavimento gris y la tenue sombra de su carrito—. Mahmoud, ¿sabe algo de él? ¿Es peligroso?

—Yo no sé nada. —Agarró el mango del carro—. Pero tampoco me gusta. Buenos días, Maryam.

—Buenos días —contestó ella débilmente.

Y él se alejó calle abajo, con el helado derretido en la mantequera desde hacía ya rato.

* * *

En un tejado recalentado de la esquina de Hester con Chrystie, Anna Blumberg espiaba, desde detrás de una chimenea, el edificio del otro lado de la calle. Había elegido esa esquina a conciencia, por lo transitada y bien situada que estaba y porque se podía ver bien el portal. Pero en aquel momento, empapada en sudor y envuelta en los efluvios de la brea, empezaba a arrepentirse de su decisión. Se secó la cara con la manga y reprimió las arcadas.

Si todo iba según lo previsto y él le traía realmente el dinero, valdría la pena el mal rato. Pero ¿y si no? ¿Qué haría entonces? Tragó saliva para contener la bilis y el pánico y notó que el bebé se movía por debajo de sus costillas. ¿Habían dado ya las doce del mediodía? Hacía tiempo que había empeñado su reloj de bolsillo, pero consultó el que había en la farmacia.

Ahí estaba: un hombre alto que andaba con seguridad entre la multitud. A pesar de la distancia, lo reconoció al instante, y a medida que lo observaba, el corazón se le salía del pecho de tanto palpitar. Mientras, él llegó al pie de la escalera, miró alrededor y dio un repaso al tráfico y las carretillas y a la gente que charlaba en la acera. Aunque se le ocurriera alzar la vista, el sol le daría en la cara y le impediría ver. Y, aun así, ¿no le había visto Anna hacer lo inconcebible?

El hombre se sacó un sobre del bolsillo y ojeó su contenido. Anna se inclinó hacia delante, esforzándose por ver, pero él se volvió y subió la escalera con firmeza, pasando entre los chicos que mataban el tiempo en los peldaños de abajo. Cuando llegó arriba, metió el sobre debajo de la maceta tan deprisa y con tal soltura que ni siquiera alguien que hubiera estado pegado a él se habría dado cuenta. Sin mirar atrás, fue a la acera y desapareció por la esquina.

¿Ya estaba? ¿Era posible que resultara tan fácil?

Anna se dirigió a la acera corriendo y miró a un lado y otro de la calle. ¿Habría dado media vuelta para pillarla? No, era demasiado alto, destacaba demasiado; lo habría detectado al instante. Intentando caminar con calma, cruzó la calle y subió los peldaños, ignorando a los chavales que se rieron de su vientre hinchado. Se agachó junto a la maceta (no tan deprisa como él; no en su estado) y retiró el sobre con manos trémulas. Dentro había un fajo de billetes de cinco dólares; los contó y había veinte: estaba todo.

El edificio donde ella vivía se hallaba un poco más abajo y, mientras se dirigía allí, lloró un poco, de agotamiento y de alivio. Ya llevaba semanas durmiendo en un camastro sucio, en una habitación minúscula y sin ventanas y junto a otras cinco mujeres, tres judías y dos italianas. El camastro era tan delgado y desigual que a duras penas podía dormir, y todas las demás la odiaban por lo a menudo que se levantaba para ir al baño. Por semejante lujo le pagaba a la casera quince centavos al día; esa misma mañana había despertado con dos dólares en su haber.

Pero ahora, al menos, su recién estrenada buena estrella continuó sonriéndole, pues al llegar a la casa no se encontró a ninguna compañera de cuarto, de modo que se podía tomar su tiempo para decidir dónde esconder el dinero. Y después se iría a esa cafetería de moda que había más abajo y se regalaría un plato de pollo con patatas guisadas. Encendió la vela que guardaban en una taza de té junto a la puerta y se dispuso a buscar el mejor escondrijo: un hueco en los tablones del suelo o un trocito de yeso suelto.

—Yo no lo haría —dijo una voz a su espalda—. Lo descubrirán enseguida. Mejor llévalo encima, ya que tanto has trabajado para ganártelo.

Era él, de pie en el umbral, obstruyéndolo por completo. Un par de pasos y se plantó dentro. Cerró la puerta y corrió el cerrojo.

Ella, aterrada, retrocedió dando un traspié e impactó con el hombro contra la pared. La vela se cayó de la taza y rodó por el suelo, encendida todavía. Él se agachó con la soltura que lo caracterizaba y la recogió, y la observó a ella a su luz.

—Siéntate, Anna —le dijo.

Ella se dejó caer deslizándose por la pared y se sentó, protegiéndose el vientre con los brazos.

—Por favor, no me hagas daño —murmuró.

Él la miró con desdén sin decir nada; tan sólo echó un vistazo al oscuro y minúsculo espacio y, por un instante, pareció incómodo e incluso angustiado.

—No me apetece nada permanecer aquí más tiempo del necesario —afirmó—. Así que hablemos.

Se sentó y colocó la vela entre los dos. Aun con las piernas cruzadas sentado en el suelo, tenía la imponente presencia de un juez. Anna se echó a llorar.

—Basta —la interrumpió, rotundo—. Si has sido capaz de chantajear y amenazar, te puedes enfrentar a mí sin lloriqueos.

Con esfuerzo, ella se calmó y se secó la cara. Continuaba aferrada al sobre; si se disculpaba y se lo devolvía, a lo mejor él la perdonaba y se iba. Pero se rebeló y tensó los dedos; ese dinero era su futuro. Si él lo quería, se lo tendría que quitar.

No obstante, no parecía interesado en usar la violencia, al menos de momento.

—¿Cómo me has encontrado? —quiso saber.

—Tu taller —contestó ella con un hilo de voz—. Fui a Little Syria y estuve dando vueltas hasta que vi tu nombre en un letrero. Entonces hice guardia hasta que saliste, para asegurarme de que eras tú.

—¿Lo sabe alguien más? ¿Tienes cómplices?

Soltó una risa trémula.

—¿Quién me iba a creer?

Él pareció aceptarlo, aunque continuó:

—¿También has chantajeado a Chava? Recordarás que fue ella quien hirió a tu novio y que yo me limité a salvarle la vida.

—Me acuerdo de todo —replicó Anna, con una ira creciente a pesar del miedo—. Y tú recordarás que en aquel momento a mí me estaban dando una paliza de muerte.

—Pues responde a mi pregunta. —Anna vaciló, y su expresión indefensa respondió por ella—. Ya veo: le tienes miedo. Más que a mí, por lo visto.

Con la garganta seca, la joven tragó saliva.

—¿Qué es?

—Ése es su secreto, no el mío.

Una risa débil.

—¿Y qué eres tú?

—Lo que yo sea no te incumbe. Lo único que debes saber es que soy peligroso cuando me provocan, igual que ella.

—¿Ah, sí? —Anna se enderezó—. Pues yo también. Lo que he dicho iba en serio: iré a la policía si hace falta.

—Curiosa amenaza, teniendo ya el dinero. ¿O acaso piensas repetir el chantaje cuando ya te hayas gastado este primer pago? ¿Me robarás poco a poco, confiando en mi discreción y buena voluntad? Porque las dos cosas se me han terminado.

—No soy una ladrona —espetó ella—. No pienso volver a hacer nada como esto jamás. Sólo necesito algo para ir tirando hasta que nazca el bebé y encuentre trabajo.

—¿Y qué harás con el niño? ¿Criarlo aquí? —Miró alrededor con desagrado.

Ella se encogió de hombros.

—Darlo, supongo. Muchas mujeres quieren uno. Habrá quien pague, incluso. —Fingió una indiferencia que no sentía en lo más mínimo.

—¿Y tu novio? ¿Está al corriente de tus planes?

—No lo llames así —le soltó—. No es nada mío ni del niño. ¿Por qué me iba a importar lo que piense? Aquella noche me dijo que me deshiciera de él. Me llamó puta maquinadora y dijo que cómo le demostraba que era suyo. No habría nada entre nosotros aunque Chava no hubiera… —Se le hizo un nudo en la garganta—. Pero da igual, lo que ella hizo no estuvo bien. He oído que él ya no puede ni andar. Dicen los médicos que tendrá dolores durante el resto de su vida.

Vio que él torcía el gesto.

—¿Lo sabe Chava?

—¿Y yo qué sé? No piso la panadería desde entonces. Sólo me enteré de su boda por los periódicos.

Al oírlo, el genio se quedó petrificado.

—¿Qué boda?

—¿No lo sabías? —Anna sofocó una sonrisa; al fin se sentía con ventaja—. Se volvió a casar, muy poco después de aquella noche. Con un tal Michael Levy. —Lo atónito de su expresión la envalentonó hasta volverla temeraria—. Es trabajador social, o sea, que pobre como una rata. Pero aun así se han casado, así que algo habrá entre ellos, ¿no te parece?

—Cállate —murmuró él.

—Con lo bien avenidos que se os veía, bailando juntos…

—¡Cállate!

Tenía la mirada clavada en la pared. Su expresión le recordó a Anna a su padre cuando oía malas noticias, como si intentara deshacer la realidad con su sola fuerza de voluntad. En eso, pues, era un hombre y nada más; por un instante, casi lo compadeció.

—Ese dinero, considéralo un préstamo —le dijo con voz tirante—. Me lo devolverás, y pronto. Y si hay más amenazas, contra mí, contra Chava o quien sea, tendrán respuesta. Mi paciencia contigo se ha terminado.

A continuación, tendió la mano y posó un dedo en la mecha encendida, cuya llama hizo erupción para convertirse en un fogonazo de fuego blanco. Ella gritó y se dio la vuelta cubriéndose los ojos. Casi de inmediato, la vela se redujo a su resplandor habitual y, cuando Anna recuperó la visión, él ya no estaba.

* * *

En la esquina contigua al albergue judío había una taberna en un sótano que se llamaba El Perro Moteado, un popular antro entre los estibadores y los jornaleros que, no obstante, resultaba tranquilo a media tarde, cuando el turno de día esperaba a que sonara la sirena y el de noche dormía tras los excesos de la mañana. Sólo había dos almas a la vista: el camarero, que aprovechaba la tregua para barrer el serrín sucio y echar una capa nueva, y Michael Levy, sentado a una mesita oculta entre las sombras.

Michael no salía a beber por la tarde desde su época de estudiante. Por aquel entonces, las ideas de sus compañeros nunca le parecían tan justas y nobles como cuando se compartían con un vaso de licor. Ese día, en cambio, sólo bebía para emborracharse. Delante tenía las notas de su tío, un vaso no demasiado limpio y una botella de algo a lo que llamaban whisky y que tenía un sabor impreciso, como de manzanas podridas. A la botella ya le faltaba un tercio.

Tomó otro sorbo y el sabor ya no le provocó ninguna mueca. Había entrado en el bar para decidir qué hacer con los papeles, que, escritos y fechados de mano de su tío, resultaban una responsabilidad y una molestia. Y aunque afirmaban cosas que de ningún modo eran posibles, Michael empezaba a creérselas.

Le había dicho al personal del albergue que se encontraba mal y que ya se iba para casa. Le habían respondido de modo comprensivo, diciéndole que se las apañarían hasta la mañana siguiente; Joseph Schall, en especial, insistió en que no volviera hasta que se encontrara mejor. Un buen tipo, ese Joseph. Michael se acordó de las reiteradas preguntas de su esposa sobre él y torció el gesto. Fue como si sospechara de él por algo, pero ¿y si era al revés? ¿Y si Joseph había notado algo raro en ella?

Santo Dios, se iba a volver loco si seguía así.

Se puso recto a pesar de que la cabeza le daba vueltas. Quizá fuese mejor enfocar el asunto como un ejercicio mental; supondría, sólo de forma provisional, que su tío no se había vuelto senil y que esos papeles no eran la simple fantasía inconexa de una mente supersticiosa. Tenía una esposa que era una golem de arcilla con la fuerza de una docena de hombres, y que conocía todos sus miedos y deseos. Y el esposo fallecido (del que nunca hablaba) era su amo, en realidad; el hombre para el que fue creada.

Partiendo de que todo eso fuese verdad, ¿qué hacía él entonces? ¿Divorciarse? ¿Avisar al rabinato local? ¿Seguir adelante como si nada?

Volvió a hojear las notas de su tío, en busca de la frase que lo había golpeado como un puño:

«¿Será capaz algún día de sentir amor verdadero o felicidad? Empiezo a albergar esa esperanza, en contra de lo que me dicta el buen juicio».

¿No era ése el meollo del asunto? ¿Podía continuar casado con una mujer (ya fuese de carne o de arcilla) que no era capaz de amarle a él?

Tomó otro trago y pensó en sus primeros encuentros, en esas sonrisas tímidas y esos silencios afables. A Michael le encantaron los silencios de Chava, tanto como las cosas que decía. Antes, había conocido a mujeres que creían que el camino al corazón de un intelectual pasaba por una conversación desbordante. Pero no era el caso de su esposa. Se acordó del trayecto en silencio hasta la tumba de su tío; ella había pronunciado cuatro palabras (pareció entenderle con esas cuatro palabras) y él se aferró a cada sílaba y se las guardó como joyas excepcionales. El hecho de que dijera exactamente lo que él deseaba oír hacía aún más precioso cada uno de sus comentarios. Y cuando ella se abstenía de hablar, él cogía sus silencios y los llenaba de una profundidad encantadora.

Un sordo dolor de cabeza se le iba acumulando en la frente. Le entraron ganas de reírse, pero las sofocó con otro trago de alcohol. ¿De veras importaba si era golem o mujer? En todo caso, la cruda verdad persistía, y es que no tenía ni idea de quién era su esposa en realidad.

* * *

El genio, en el tejado del edificio, se liaba cigarrillos y se los fumaba uno tras otro. El camino de vuelta a casa, tras su encuentro con Anna, no lo había calmado ni un ápice. Recordaba la noche en que, mirando por la ventana de Arbeely, se sintió impaciente por empezar a explorar la ciudad; debería haberse quedado en el taller, dichosamente ignorante. Debería haberse quedado en el frasco.

Chava se había casado. Muy bien, ¿y qué? Ya antes había salido de su vida, de modo que eso no cambiaba nada. ¿Por qué, entonces, parecía importarle tanto?

Llevaba semanas intentando relegarla a un rincón de su mente, pero siempre volvía a aflorar cuando menos se lo esperaba. A lo mejor lo estaba haciendo mal, pues nunca había tratado de ignorar a alguien. Aunque tampoco había tenido necesidad; las relaciones entre genios eran diferentes por completo. Un encuentro amoroso podía ser tranquilo o airado, podía durar un día o una hora o una infinidad de años, y a menudo se solapaban unos con otros de un modo que los habitantes de Little Syria juzgarían completamente amoral; pero siempre eran transitorios. Ya empezaran por lujuria, capricho o aburrimiento, cada uno de sus emparejamientos había seguido su curso y, con los años, todos se mitigaron por igual en sus recuerdos. ¿Por qué no sucedía lo mismo con Chava si habían pasado juntos tan poco tiempo? Alguna conversación, varias discusiones y nada más; ¡ni siquiera habían sido amantes! En cambio, los recuerdos se negaban a aplacarse, a erosionarse y distanciarse, que es lo que él deseaba con desesperación.

Casada. Con Michael Levy. Un hombre que a ella ni siquiera le gustaba.

Se lió otro cigarrillo, tocó el extremo e inhaló. Bajo la manga de la camisa asomaba la manilla, parpadeando a la luz mortecina de la tarde. Tras considerarlo un instante, sacó con cuidado el papelito que había encontrado en el medallón y abrió un pliegue, de modo que el texto quedó oculto por la otra doblez. Y a pesar de que el papel era grueso y pesado, veía las sombras de las letras al otro lado. Podía abrirlo y leerlo. O podía tirarlo a la basura. Lo podía quemar con los dedos y arrojar las cenizas al viento.

Una mano pequeña le tiró de la manga y él dio un respingo, sobresaltado: era Matthew, salido de la nada. ¿Cómo lo hacía ese crío? Rápidamente, el genio dobló otra vez el papel y se lo metió debajo de la manilla.

—Supongo que te envía Arbeely —murmuró.

Le costaba mirar al niño a la cara. Los acontecimientos de aquella mañana habían relegado en su mente a los de la noche anterior, pero de pronto lo tuvo todo presente: aquella sala minúscula, la madre de Matthew luchando por respirar en ese sofá… Y todo ello acompañado de una misteriosa e incómoda culpa.

El niño sacudió la cabeza con vehemencia y de nuevo tiró de la manga del genio. Éste, desconcertado, se agachó para escuchar el leve y apremiante susurro:

—¡Devuélvemela!

Atónito, se lo quedó mirando. ¿Que se la devolviera? ¡Pero si estaba muerta!

—¿Quién te ha dicho que yo puedo hacer algo así? —Pero el niño ya no habló más, sino que dejó que su cara de terca esperanza hablara por él.

Poco a poco, el genio cayó en la cuenta: ¿por eso llevaba a Matthew pegado a su lado desde hacía meses? ¿No por amistad ni admiración ni por ganas de aprender? El niño había acudido a él, en lugar de a Maryam o al doctor Joubran o a alguien (cualquiera) que podría haber ayudado de veras, sólo porque creía que curaría a su madre moribunda, ¡tan fácil como se remienda una tetera!

Las decepciones y el dolor de los días previos se reavivaron en el interior del genio, que se agachó y cogió a Matthew por sus flacos hombros.

—Te diré una cosa sobre las almas que continúan después de la muerte o que son devueltas en contra de su voluntad —comenzó—. Y es la verdad, no un cuento para críos. ¿No has visto nunca una sombra que sobrevuela el suelo como si viniera de una nube, sólo que, si miras hacia arriba, no hay nubes que la puedan crear? —Matthew, vacilante, asintió—. Es un espectro. Un alma perdida. En el desierto los hay de toda clase de criaturas. Vuelan de aquí para allá en perpetuo sufrimiento, buscando y rebuscando. ¿Y sabes qué es lo que buscan?

Matthew estaba pálido y muy quieto. Negó con la cabeza.

—Están buscando su cuerpo. Y cuando al fin lo encuentran (si es que lo llegan a encontrar, si sus huesos no se convirtieron en polvo tiempo atrás), se le echan encima y lloran con los gritos más horribles. ¿Quieres saber qué hacen entonces?

Los ojos asustados del niño se estaban llenando de lágrimas. El genio sintió el primer remordimiento y, aun así, continuó.

—Cogen a su familiar más cercano y le suplican y le piden que les ayude a hallar reposo. Pero lo único que oye el familiar es una especie de aullido, como un viento fuerte. Y lo único que nota es el frío helado de la muerte. —El genio apretó aún más los hombros del niño—. ¿Es eso lo que quieres para tu propia madre? ¿Que su alma vaya aullando por Washington Street y oírla chillar como un vendaval? ¿Que busque unos huesos que ya se pudren bajo tierra y que te busque a ti?

El niño emitió un gran sollozo, se zafó de él y echó a correr. El genio se quedó mirando cómo desaparecía del tejado y oyó sus pisadas al bajar por la escalera de incendios, y se dio la vuelta. Matthew acudiría ahora a alguna otra persona, a Maryam, a Arbeely, al sacerdote o a una de las mujeres que cosían, quienes lo consolarían y le secarían las lágrimas. Y la próxima vez que necesitara algo se lo pediría a ellos, y no al genio.

Ya solo, apuró el último cigarrillo hasta que las cenizas se desmigajaron entre sus labios.

* * *

En el interior del taller, el ambiente era sombrío, pues Maryam se había pasado un momento, cuando el genio no estaba, para darle a Arbeely la mala noticia de la muerte de Nadia; muerte que, por lo visto, el genio había presenciado.

—Antes ha estado aquí —dijo Arbeely, confundido—. Y no me ha contado nada.

—Boutros, no es cosa mía con quién se asocie, pero… ¿no hay algo raro en ese hombre?

«Más de lo que cree», pensó Arbeely.

—Ya sé que puede ser difícil tratar con él, y últimamente está de un mal humor…

—No, no es eso. —Maryam dudó, como si sopesara las palabras—. En casa de Nadia… fue como si nunca hubiera visto a un enfermo. No tenía ni idea de qué hacer. La sostenía y me miraba a mí y, por un momento…, Boutros, ni siquiera parecía humano. —Lo miró con ojos suplicantes—. Ya sé que lo que digo es muy feo, pero ¿tiene sentido?

—Me parece que ya sé a qué se refiere —respondió él.

Cuando Maryam ya se había marchado, el genio regresó de quién sabe qué recado y, aun así, no le contó lo de Nadia. Y al observarle desde el otro lado del atestado taller, Arbeely se preguntó adónde habían ido a parar sus sentimientos de amistad. Quizá se tratara de una alianza demasiado antinatural para funcionar, nada más. ¿No era ésa la moraleja de las historias que le contaban su madre y sus tías, que a los genios y demás había que dejarlos en paz, lejos de la gente de carne y hueso? Lo había cegado la máscara de humanidad del genio y se había permitido olvidar que, más allá de eso, se escondía una criatura totalmente diferente.

Sin previo aviso, la puerta se abrió de golpe. Otra vez Maryam, sólo que ahora muy distinta; después de toda una vida de empatía y comprensión hacia cada una de las almas que se cruzaban en su camino, al fin esa mujer parecía lo bastante enfadada para estrangular a alguien.

—¡Usted! —Señalaba al genio—. ¡Explíquese!

Éste se había levantado del banco y su cara de sorpresa dio paso a una mirada fría y recelosa.

—¿Y qué debo explicar?

—¡Por qué Matthew Mounsef está escondido en mi trastienda, llorando y temblando medio muerto de miedo!

A Arbeely se le encogió el corazón ante esa imagen. Le pareció que al genio le ocurría lo mismo, pero entonces éste dijo:

—¿Por qué iba a ser yo el responsable? ¿No se acaba de morir su madre? Yo diría que usted estaba allí cuando pasó.

Maryam se contuvo, como quien asesta un golpe.

—No sé quién es usted —le espetó con una voz de hielo—. No es quien dice ser, eso seguro. Ha engañado a Boutros porque es demasiado confiado, y ha engañado a toda la calle. Pero ni ha podido con Mahmoud Saleh, ni ha podido conmigo. Es un peligro y aquí no hay sitio para usted. Yo ya lo sabía y no decía nada, pero no pienso callármelo más. Un hombre que le dice a un niño de siete años que el alma de su madre muerta vendrá a buscar su cuerpo y a perseguirlo a él, un hombre que hace algo tan cruel no se merece ninguna compasión.

—Ay, Dios mío —intervino Arbeely—. ¿Es verdad? ¿Le has dicho eso a Matthew?

El genio le lanzó una mirada de herida exasperación y Arbeely creyó que iba a explicarse; sin embargo, se volvió hacia Maryam y dijo:

—Sí, así es. Y tengo mis motivos. ¿Por qué debe preocuparme si usted los entiende o no, sobre todo cuando, como ha dicho, le desagrado desde el principio? Yo nunca he pedido su compasión, aunque usted tampoco ha tenido intención de ofrecérmela. Ni usted, ni Mahmoud Saleh, ni tampoco tú —le dijo a Arbeely— podéis determinar mis actos. Soy dueño de mi vida y haré cuanto desee.

Se hizo un silencio de alientos contenidos. Cual dos fuerzas titánicas de la naturaleza, Maryam y el genio se quedaron mirándose el uno al otro.

—Ya está bien —dijo Arbeely—. Hemos terminado. Coge tus cosas y vete.

Al principio, fue como si el genio no lo entendiera. Pero entonces frunció el ceño.

—¿Disculpa?

—Ya me has oído. Sal. Disuelvo nuestra sociedad. Harás cuanto desees, pero no aquí. Ya no.

El genio vaciló, perplejo.

—Pero aún no hemos terminado el encargo de Sam Hosseini…

—Ya hablaré yo con él. Considérate libre de toda responsabilidad. Siendo tú, no te va a costar.

La mirada del genio pasó de la expresión enfurecida de Arbeely al triunfo de la de Maryam.

—Tienes razón —dijo—. He terminado aquí.

Apartó sus herramientas, enrolló con franela los collares por terminar y los depositó con cuidado sobre la mesa de trabajo. Y luego, sin siquiera echar la vista atrás, salió por la puerta.

* * *

«Chava:

»Han surgido varias complicaciones en el trabajo y creo que tendré que quedarme a pasar la noche. No te preocupes por la cena, comeré en el albergue. Nos veremos mañana.

»Tu marido,

»Michael»

Chava le dio un penique al recadero, cerró la puerta y volvió a leer la nota. Michael le dijo una vez que siempre hacía lo posible por no pasar la noche en el albergue, para que luego no se esperase que lo hiciera otras veces; Chava se preguntó qué le habría llevado a romper esa regla.

Acababa de poner la mesa y ya la estaba recogiendo: platos, vasos, el pan con schmaltz, la sartén que aguardaba el prometido hígado… Se detuvo, con la mano en la puerta de la nevera. Por supuesto, Michael esperaría que ella comiera; ¿se daría cuenta de que seguía quedando la misma cantidad de comida?

Una ira frustrada creció en su interior: ¿tendría que anticiparse siempre a las reacciones de su marido? Cerró la nevera de golpe, con más fuerza de la pretendida. Si le preguntaba, le diría que se le había ido el hambre.

Se retiró al salón, dispuesta a coser. Al menos, por una noche no tendría que ignorar los miedos y deseos de Michael ni quedarse tumbada acordándose de respirar. Notó que el cuerpo se le relajaba ante la perspectiva, pero, al instante, la culpabilidad se apoderó de ella; su marido se iba a pasar la noche trabajando y a ella sólo se le ocurría pensar en su propia comodidad. A lo mejor tendría que llevarle la cena para demostrarle que pensaba en él.

Dejó el hilo y la aguja, pero se rebeló y los cogió otra vez: por una noche, regresaría a su antigua vida; cosería a solas, con una ventana entre el mundo y ella.

* * *

El genio, en su habitación, trataba de decidir qué llevarse.

Se iba de Little Syria, donde ya no le quedaba nada; y, de hecho, ¿había llegado a tener algo? Una ocupación para las horas diurnas y un rincón donde refugiarse de la lluvia y la nieve. Sólo eso y nada más. Y aun así le sorprendió, al repasar la pequeña habitación, lo poco que había acumulado: algunas camisas y pantalones, dos pares de zapatos y un abrigo; el horrible sombrero de lana con que se había empecinado la golem; los cojines del suelo, adquiridos a bajo precio y con poco entusiasmo; unas cuantas herramientas que afanó del taller con la intención de devolverlas en algún momento; la jarra que contenía todo su dinero; los collares que le compró a Conroy; el paraguas con mango de plata… Y, en un armario, sus figurillas, que sacó y dispuso en fila encima del escritorio. Había pájaros y ratones, insectos en miniatura hechos de hojalata y una cobra de plata, erguida y con el capuchón en forma de rombo. El ibis continuaba tercamente sin acabar, pues no conseguía darle la forma correcta al pico.

Se guardó en el bolsillo el dinero y los collares y, después de dudar un poco, también las figurillas, pero enseguida las volvió a sacar para dejarlas en el escritorio: que el siguiente inquilino hiciera con ellas lo que quisiera. ¿Qué necesitaba él, además de un techo sobre su cabeza cuando lloviera? Nada. Nada en absoluto.

De nuevo en la calle, se sintió enérgico e irrefrenable, como si se encontrara otra vez en el desierto, libre de ir a donde quisiera. ¿Por qué se había asociado con Arbeely, para empezar? Sus antiguas razones le resultaban absurdas y hasta cobardes, en comparación con aquella libertad. ¿Adónde iría? Alzó la vista: el cielo se estaba encapotando. A lo mejor necesitaría un sitio para pasar la noche. ¿El Bowery? Hacía semanas que no lo pisaba, salvo para comprarle collares a Conroy.

Al pasar por el edificio de Matthew se detuvo. Quizás, antes de irse, echaría un vistazo a su techo por última vez.

El vestíbulo estaba oscuro y frío, pues aún no habían encendido las lámparas de gas para las horas vespertinas. En lo alto, el desierto de estaño brillaba con la primera luz del crepúsculo. En la pared de al lado, alguien había colgado el artículo del periódico, enmarcado, que hablaba del techo: «Esperamos que este techo sólo sea la primera de varias creaciones urbanas por parte de tan distinguido talento sirio», declaraba el texto.

Las cimas invertidas proyectaban sus sombras sobre el suelo del valle. Faltaba el palacio, como siempre, y al genio le sorprendió no poder apartar la vista del punto en el que debería haber estado.

De pronto, toda su frenética energía se esfumó; mientras el techo estuviera allí, nunca se liberaría del todo de Little Syria. Lo podía arrancar, claro, o fundirlo hasta convertirlo en un charco; pero sólo de pensarlo le daban escalofríos. Bien; que se quedaran con el techo, pues: a lo mejor, cuando Arbeely lo viera, se acordaría de lo que el genio había hecho por él y por su negocio. Y Matthew… lo vería también.

Al salir de nuevo a la calle, vio que las nubes se iban acumulando. Bastaba ya de paseos; era hora de marcharse. Estaba a punto de salir del barrio cuando se cruzó con Saleh, que caminaba fatigosamente de vuelta a su casa con la mantequera vacía. Éste, al verle, se detuvo y casi se dio de espaldas contra la pared.

—Saleh, ¿qué le contaste a Maryam Faddoul? —le preguntó el genio.

Pese al temor en su mirada, el anciano contestó:

—Nada que ella no supiera ya.

El genio resopló. Se metió la mano en el bolsillo para sacar la llave de su habitación y se la entregó a Saleh, que la cogió, sorprendido.

—Un regalo de despedida —le dijo el genio, que le dio la dirección—. Está pagado hasta final de mes. Yo estaré en el Bowery —añadió mientras se alejaba—, por si alguien se diera cuenta de que me necesita.

* * *

En el dormitorio a oscuras, Yehudah Schaalman se preparaba para otra noche de caza. Se vistió sin hacer ruido, bajó con cuidado los crujientes peldaños y se escabulló por la puerta principal.

Tenía pensado volver hacia el norte, al parque donde el conjuro zahorí lo condujo por última vez. No parecía demasiado prometedor, pero ¿qué podía hacer si no? Tenía tan poco a lo que agarrarse, con esas pistas que aparecían y desaparecían al azar como las huellas de un espíritu inquieto…

Entonces se dio cuenta de algo y fue como un estallido, y casi se paró en seco: su presa, la cosa que andaba buscando, era una persona. Los tejados del Bowery, los parques… Alguien recorría la ciudad y Schaalman lo seguía como un sabueso. Eso explicaba por qué los rastros se desvanecían de ese modo; una vez alcanzado su destino, el errabundo volvía sobre sus pasos para regresar a su casa. Y eso significaba que lo único que Schaalman tenía que hacer era hallar un camino y seguirlo hasta su origen, donde le estaría esperando su presa.

Tan pronto como llegó a esta conclusión, un camino surgió bajo sus pies, como a modo de recompensa. Sorprendido, se detuvo. Se encontraba en la esquina de Hester con Chrystie, todavía en el barrio judío, y aunque había recorrido esas calles docenas de veces, esa esquina resplandeció de pronto en su mente, seduciéndolo con cada centímetro de pavimento. Su errante presa había pasado por allí hacía poquísimo, quizás aquel mismo día.

Se habría puesto a bailar en plena calle, pero se obligó a mantener la calma. Se dio la vuelta despacio; el edificio de la esquina sudoeste era el que le interesaba. El portal estaba como iluminado, al igual, curiosamente, que una descuidada maceta que había junto a la puerta. Pero ahí terminaba el rastro. La puerta en sí no tenía nada de especial. Así pues, su presa había subido la escalera, tal vez para conversar o para ver si alguien estaba en su casa, antes de irse otra vez. Pero ¿adónde?

Volvió a bajar, dejando que sus pies lo guiaran. Media manzana más arriba había otro edificio, más desvencijado que el anterior y donde el rastro no se perdía en la puerta. Con cautela, se coló en el vestíbulo y sus zapatos resbalaron en las sucias baldosas. El rastro lo guió por una escalera oscura y traicionera que conducía a un pasillo con olor a col y, al fin, a una puerta determinada. Pegó el oído a la madera pero no oyó voces, tan sólo algo que podían ser respiraciones.

Mientras valoraba la posibilidad de llamar, alguien salió del retrete del pasillo; se retiró y vio a una embarazada con camisón blanco que volvía, soñolienta, hacia la misma puerta que tanto interés le había despertado. Y el aura que la rodeaba era tan intensa, que la vista se le fue detrás como la manecilla de una brújula.

—Disculpe —dijo.

Había hablado en voz baja, pero ella se sobresaltó de todos modos.

—Dios santo —jadeó, con una mano sobre el hinchado vientre.

—No sé si me podrá ayudar, estoy buscando a una amiga. —Se paró a pensar y extrajo un nombre de la oscuridad—. ¿Chava Levy?

La mujer pareció encogerse.

—No la veo desde hace meses —respondió, en un tono cargado de temor y recelos—. ¿Por qué la busca aquí?

—Se ve que podría haber venido. Me lo ha dicho un amigo común.

—¿Ahmad? ¿Le ha enviado él?

Se agarró a la pista que ella le ofrecía.

—Sí, me envía Ahmad.

Ella frunció el ceño.

—Podría habérmelo dicho. Pues acosándome no va a recuperar antes su dinero. ¡Y usted debería avergonzarse, viejo! ¡Asustar a una embarazada en la oscuridad!

Cada vez gritaba más alto; pronto la oiría alguien y saldrían a investigar. No era momento de sutilezas; le agarró la muñeca como hiciera con los rabinos y, si bien ella se quiso zafar por un instante, pronto se quedó quieta.

—¿Quién es Ahmad? —preguntó él.

Antes de que la mujer pudiera abrir la boca para contestar, una visión cruzó la mente de Schaalman: una luz abrasadora, una llama inmensa y excepcional que ardía con la fuerza de una hoguera. Soltó a Anna de la muñeca y se tambaleó mientras se frotaba los ojos para quitarse esa luz. Cuando pudo ver otra vez, ella lo observaba con gran recelo, sin recordar lo que había ocurrido.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó.

Él se fue hacia la escalera y huyó en la oscuridad.

Ya en la calle, se detuvo y respiró hondo en el aire húmedo. ¿Qué era lo de la mente de esa mujer? Una llama que ardía como los fuegos del Gehena, una llama que de algún modo estaba viva, ¡pero a la que ella llamó Ahmad y de la que habló como si fuese un hombre! ¿Qué significaba eso? ¿Había otra fuerza en juego, algo que quedaba más allá de su considerable alcance?

Ahmad. Ni siquiera sabía qué clase de nombre era.

* * *

En El Perro Moteado, los parroquianos nocturnos armaban cada vez más ruido y alboroto; a tres de ellos ya los habían echado por pelearse. Pero a Michael, en su mesa del rincón, lo ignoraban por completo. Se preguntó qué pensarían de él los habituales, los musculosos estibadores y obreros de fábrica. ¿Que era un funcionario cobarde y calzonazos, temeroso de afrontar el largo trayecto a casa? No se equivocaban demasiado.

De nuevo examinó las notas de su tío y sus ojos saltaron sobre fórmulas y diagramas. Había enviado el mensaje a su mujer a las siete y treinta; ahora, pasadas ya las once, prescindía del vaso y se estaba bebiendo el dudoso whisky directamente de la botella. La razón le insistía en que esas notas no eran más que un montón de delirios, productos de la senectud y la superstición… Pero las almenas de la razón ya se estaban viniendo abajo.

Tomó un último trago de la botella, recogió los papeles, salió al callejón a trompicones y vomitó, tras lo cual no se sintió mejor. Volvió al albergue como pudo y lo encontró a oscuras y en silencio; se había perdido el toque de queda. Una vez en su despacho, abrió un atiborrado cajón del escritorio y embutió dentro las notas de su tío. «Vincular un golem a un nuevo amo», aullaba la primera. Torció el gesto y cerró el cajón de golpe.

La habitación le daba vueltas. No tenía adónde ir, en su vida no había otro destino que el albergue judío y un hogar que ya no era tal. ¿Y sus amigos? Los había descuidado a todos, perdido en una bruma de trabajo y de cansancio. No le quedaba nadie a quien recurrir, para charlar o para que le prestara el sofá. Necesitaba a alguien dispuesto a escucharle sin juzgar, capaz de observar con mirada clara y empática.

Joseph. Podía hablar con él, ¿no? Era lo más parecido a un amigo que tenía en esa época de su vida. Incluso borracho, Michael sabía que despertar a un empleado para una confesión sincera en mitad de la noche era un comportamiento poco aceptable. Y, aun así, fue escaleras arriba en busca del dormitorio de Joseph.

Pero su camastro estaba vacío.

De pie, en la inquietante oscuridad, se sintió extrañamente traicionado. ¿Qué podía haber hecho salir a Joseph a esas horas? Se sentó en su cama y pensó que quizás hubiera salido a dar una vuelta para huir del calor del dormitorio. No obstante, un asomo de sospecha lo incordiaba como una erupción. Se acordó de su mujer preguntando por Joseph y de la miserable información que él le pudo dar. ¿Por qué se había mostrado tan interesada en ese hombre?

Jamás había invadido la intimidad de ningún huésped. Además, estaba rodeado de hombres que se podían despertar y vigilarle. Sin embargo, con un ojo puesto en la puerta del pasillo, rebuscó bajo el camastro de Joseph y su mano se topó con el asa de un anticuado maletín. Lo sacó de debajo de la cama y se estremeció al rascar el suelo con él. Olía a viejo y a rancio, como si llevara generaciones guardado debajo de innumerables camastros. El cierre se abrió al tocarlo. Contenía algunas prendas de ropa, bien dobladas, y un viejo libro de plegarias. Era todo. Ni fotos de parientes ni recuerdos o baratijas de su tierra. ¿Acaso Joseph no poseía nada más en este mundo? Incluso para un residente del albergue judío, eran unas posesiones muy escasas. Michael podría haber sentido lástima, pero la ausencia inexplicable de Joseph hacía que la pobreza de sus pertenencias resultara siniestra, como si ese hombre no existiera realmente.

Supo que debía dejar el maletín y marcharse, pero debido al alcohol y a su estado de ánimo declinó ponerse en movimiento. Sacó el libro de plegarias de la bolsa y se puso a pasar páginas, como si el propio libro fuese a decirle qué hacer. La luz de la luna caía sobre el borde y bajo esa luz el libro de plegarias corriente se transformó y apareció quemado y hecho jirones. Lo que había tomado por plegarias eran fórmulas, hechizos y conjuros.

Pasó las páginas con creciente incredulidad. Acudía a Joseph en busca de consuelo y ¿qué se encontraba? Su tío, su esposa y luego eso; era como si todos conspirasen contra él, para hacerle dudar de todo cuanto sabía que era verdad.

En una página, emborronado con lo que parecía barro seco, leyó, en una caligrafía chapucera que reconoció como la de Joseph:

«Lo que Rotfeld desea en una esposa: obediencia, curiosidad e inteligencia. Comportamiento virtuoso y modesto.

»La obediencia es innata. La inteligencia es lo más difícil. La curiosidad es lo más peligroso. Pero eso es problema de Rotfeld, no mío».

Y luego, más adelante:

«Ya está completa. Una creación de primera calidad. Rotfeld zarpa mañana a Nueva York.

»Será una esposa admirable, si no la destroza él antes».