22

Dos horas después de que apagaran las luces, el hombre conocido como Joseph Schall se despertó en la oscuridad del dormitorio comunitario del albergue judío. Durante el día había sido un modelo de dedicación: repartió mantas y pastillas de jabón, distribuyó camas y lavó platos en la cocina. Al pasar lista por la noche, tachó algunos nombres y medió en las inevitables disputas, antes de meterse en su catre y sumirse en un profundo y apreciado sueño. Pero luego, mientras se vestía sin hacer ruido y buscaba sus zapatos, abandonó el papel de Joseph Schall como si se quitara un pellejo. Era casi medianoche y la jornada de Yehudah Schaalman acababa de empezar.

Desde la noche de sus revelaciones opiáceas, la búsqueda de Schaalman había adquirido una energía renovada. Ahora comprendía su error al haberse imaginado su meta como algo oculto, como una joya en el centro de un laberinto. Pero ya había abierto los ojos: fuera lo que fuese, se desplazaba. Era algo que se podía transportar e incluso transferir, consciente o inconscientemente.

Al principio había regresado al Bowery con la esperanza de recuperar la pista. Se pasó una semana recorriendo de noche los tejados, como otra alma anónima entre la masa. Pero las pistas que la otra vez le resultaron tan frescas ya se estaban desdibujando. Hasta Conroy, el traficante de artículos robados, había perdido su innegable tirón y ya sólo tenía un interés muy débil.

Schaalman se negaba a darse por vencido. Ya había encontrado la pista antes, por pura casualidad. Seguro que podía hacerlo otra vez.

Así pues, volvió al ataque, saliendo sin rumbo y metiéndose en barrios desconocidos donde el yídish desaparecía de los letreros. Esas calles estaban mucho menos transitadas por la noche; sin una multitud entre la que esconderse, Schaalman se sentía receloso y expuesto. Pero el riesgo tuvo su recompensa; el conjuro zahorí pronto lo empujó hacia el norte, mucho más allá de los edificios con columnas, hasta un parque grande y abierto con un enorme arco iluminado, cuya superficie de color blanco alabastro resplandecía con verdadero interés. Su presa había estado allí, y no hacía mucho.

Permaneció casi una hora estudiando el arco, intentando comprender su significado. ¿Había formado parte de un edificio? ¿Fue la entrada a una ciudad ya desaparecida? En un lado tenía grabada una cita ilegible en inglés, pero Schaalman dudaba de que le ofreciera una respuesta. Se arriesgó a murmurar algunas fórmulas básicas para desvelar lo que no se ve, pero no halló nada. El arco se limitaba a cernirse sobre él con su incalculable peso de mármol; un águila esculpida descansaba en el frontón de su vértice, bajando la vista hacia Schaalman con su mirada fría. Éste, intranquilo, abandonó el parque y volvió andando al albergue, donde se dejó caer en el catre justo antes del alba.

Varias noches después volvió a Washington Square Park, pero, como en el caso del Bowery, la fascinación que ejercía ya iba en declive. De modo que continuó hacia el norte, deambulando por las calles contiguas a la Quinta Avenida y captando aquí y allá algún indicio interesante. Se tuvo que concentrar, pues el entorno en sí era una constante distracción: los monumentales edificios de granito, las extensiones perfectas de placas de vidrio… ¿Cómo era posible que una calle continuara recta como un palo durante kilómetros y kilómetros sin curvarse ni una sola vez? Resultaba antinatural; le ponía la carne de gallina.

Al final, el conjuro tiró de él hacia otro parque, en este caso flanqueado por árboles y salpicado de esculturas de bronce ataviadas a la antigua. Algún que otro indigente dormía en el césped, pero nada le llamó la atención. Así pues, volvió al albergue, sumergido en la melancolía y con la sensación de estar persiguiendo otra vez al tío de Levy por todas partes.

Lo cual, por supuesto, era la otra hebra de su enmarañado nudo: la desconocida relación entre lo que estaba acechando y la flamante señora Levy. Ya se había percatado de que el conjuro zahorí no mostraba ningún interés por el marido. Y si ella ya estaba fingiendo ser una recién casada cualquiera, ¿podía estar llevando además otra vida? Desde luego, eso resolvería la cuestión de a qué se dedicaba por las noches.

Por eso, una tarde la siguió a casa desde la panadería y advirtió de inmediato, frustrado, que también ella perdía la atención del conjuro zahorí. ¿Acaso su presencia en Nueva York era pura coincidencia? No; estaba demasiado relacionada con aquella búsqueda, y con Levy y con su tío fallecido. Había algo más; sólo tenía que averiguar qué era.

Pese a ser tan alta, costaba seguirla. Caminaba deprisa entre la multitud, dejando a los vendedores ambulantes pocas opciones de abordarla. Sólo se detuvo una vez, en una tienda, para comprar harina y té, hilo y agujas. No compartió con el tendero la típica cháchara femenina ni malgastó otras palabras que no fueron «por favor» y «gracias». Con sus anodinos paquetes se fue directa a casa y desapareció en el interior del edificio.

En fin, quizás una vigilancia nocturna daría más frutos. Regresó aquella misma noche, algo más tarde, siguiéndole los pasos a Levy después del toque de queda. El tipo no dio ningún rodeo para ir a su casa, aunque no era de sorprender: hasta el momento se había revelado tan apasionante como un ladrillo.

Schaalman se apostó en el umbral de enfrente, se infundió energía recitando conjuros para mantenerse despierto y se acomodó para una prolongada guardia. Pero ninguno de los Levy apareció hasta la salida del sol del día siguiente, cuando Michael salió bostezando por la puerta. Su esposa hizo lo mismo pocos minutos después y se dirigió con paso brioso a la panadería. No es que Schaalman hubiera puesto demasiada fe en su teoría; con todo, se sentía oscuramente decepcionado con su creación. ¿Qué demonios hacía durante toda la noche? ¿Escuchaba roncar a su marido mientras le limpiaba los calcetines a la luz de una vela? Tuvo ganas de increparla. ¡El golem más extraordinario que existía y se conformaba con hacer de ama de casa! Aunque quizá se debiera a su naturaleza: la necesidad de reemplazar al amo perdido, de encontrar a alguien a quien obedecer.

Y vuelta otra vez al albergue judío. Los pies le dolían y la cabeza le palpitaba por la fatiga y por las secuelas de los conjuros que había utilizado. Tuvo que recordarse que hacía progresos, aunque éstos eran muy lentos. Pero se estaba volviendo loco. Se dejó caer en el catre sin molestarse siquiera en quitarse los zapatos y una hora más tarde volvió a despertarse como el inofensivo Joseph Schall, listo para sus deberes cotidianos.

Y el día comenzaba resultando ya todo un reto para el personal del albergue judío. Abajo, en la cocina, la cocinera estaba a punto de sufrir un ataque: nadie había puesto en la ventana la señal para el vendedor de hielo y ahora tenía que servir el equivalente a tres días de arenques para el desayuno, si no quería que se le estropearan. Además, la panadería de Shimmel les había hecho una entrega muy escasa e irían muy cortos de panecillos para la cena.

—Al menos yo puedo ir a buscar los panecillos —propuso Joseph Schall—. Aunque a lo mejor se los compro a Radzin; quisiera pasar a saludar a la señora Levy —sonrió.

* * *

Aquella mañana, la panadería Radzin corría una suerte aún peor que el albergue judío. Ruby, la chica nueva, había sacado las bandejas equivocadas de los hornos, y ahora todos los jalás estaban crudos y todas las pastas quemadas. Los clientes esperaban en la caja, murmurando entre sí, mientras todo el mundo se afanaba en reparar los daños. La golem, que percibía su impaciencia, enrollaba, cortaba en trozos y trenzaba lo más deprisa que se atrevía. Descubrió que cada vez se sentía más irritada; ¿por qué tenía que cargar ella con el error de Ruby? Si aflojaba y trabajaba a un ritmo razonable y dejaba que los clientes se quejaran, quizá la chica tendría más cuidado la próxima vez.

Lanzó una mirada a la dependienta en cuestión, que removía frenéticamente un cuenco de mantequilla mientras se torturaba reprochándose lo que había hecho mal. La golem suspiró, arrepentida: ¿cuándo se había vuelto tan resentida e insensible?

La noche anterior también había sido complicada. Michael, preocupado por su insomnio, le dijo que fuera al médico. Ella lo intentó tranquilizar diciéndole que estaba perfectamente bien, pero era obvio que el único modo de calmarlo consistía en fingir que dormía. Así que se pasó toda la noche tumbada junto a él, con los ojos cerrados e inhalando y expirando diligentemente. Al cabo de unas horas, ya no sabía cómo estarse quieta. Tenía calambres en las extremidades y los pensamientos se le desbocaban. Se imaginó despertándole a sacudidas y gritándole la verdad a la cara. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto? ¿Cómo podía estar alguien tan ciego?

Entonces, al alba, Michael se despertó y le sonrió, soñoliento:

—Has dormido —murmuró; y ella se sintió culpable ante su alegría.

La panadería acabó sobreponiéndose al percance matutino y los clientes se empezaron a tranquilizar. Cuando la golem se fue a la trastienda a por su innecesario almuerzo, le llegó del retrete el sonido de unos sollozos, así como un torrente de pensamientos desesperados. Llamó con suavidad a la puerta del servicio.

—¿Ruby? —Silencio—. Ruby, por favor, sal. No pasa nada.

La puerta se abrió con un chasquido y asomó el rostro de la joven, rojo e hinchado.

—Sí, sí que pasa. Me va a echar, lo sé.

—Claro que no. —Y era cierto: el señor Radzin se había visto muy tentado, pero la idea de tener una nueva dependienta lo agotaba demasiado—. Ya sabe que esto es nuevo para ti. Y todos cometemos errores, sobre todo al principio.

—Tú no. —Ruby habló con tono huraño—. Tú nunca.

Otra vez la consumió la culpa.

—Ruby, me he equivocado más veces de las que puedo contar. Pero cuando algo va mal, no sirve de nada esconderse y llorar. Tienes que pensar en lo que has aprendido y seguir adelante.

La chica se sorbió la nariz con aire dubitativo, pero luego se limpió de la cara las marcas de las lágrimas.

—Vale —dijo en voz baja, y se fue a afrontar la reprimenda del señor Radzin.

La golem se comió el pan con mantequilla, aún menos entusiasmada que de costumbre. Mientras, la joven Selma entraba y salía, yendo a por huevos a la nevera y a por hilo de bramante. Hacía un año era una cría de panza redonda y coletas, pero ahora, con sus miembros largos y fuertes, se echaba un saco de azúcar sobre el hombro y salía corriendo otra vez. La golem, viéndola marchar, se preguntó cómo sería tener una hija. Sabía que la señora Radzin sentía un constante flujo de preocupaciones e inquietudes por Selma, y que de vez en cuando deseaba poder parar el tiempo para proteger a su inocente niña de las decepciones del mundo. Selma, por su parte, no veía el momento de crecer, de entender al fin a los frustrantes adultos que la rodeaban, sus discusiones, murmurando apenas, y sus súbitos silencios.

¿Y ella dónde se encontraba?, pensó la golem. En algún punto entre una madre y una hija, suponía: ni era inocente ya, ni lo entendía todo todavía.

Distraídamente, se preguntó cómo le iría a Michael en el albergue judío. Seguro que estaba trabajando muchísimo. Algún día pediría una hora libre para almorzar y le llevaría una caja de macarrones; sería un detalle de buena esposa, una muestra de cariño.

—¿Chava?

Alzó la vista, sobresaltada. Selma se encontraba en el umbral.

—Papá dice que te toca la caja.

—Claro.

Dejó de lado aquellos pensamientos que tanto la alteraban y se dirigió a la caja, donde relevó a la agobiada señora Radzin. Ésta le dio una palmada de agradecimiento y se retiró. La golem se puso una sonrisa en la cara y empezó a atender encargos.

—Buenas tardes, señora Levy.

Un viejo menudo aguardaba frente al mostrador, con un centelleo en los ojos.

—¡Señor Schall! —se sorprendió ella—. ¡No le veía desde la boda! ¿Cómo le va?

—Oh, bastante bien, bastante bien. ¿Y a usted? ¿Le sienta bien la vida de casada?

La sonrisa de Chava amenazó con flaquear, pero logró estabilizarla.

—Sí, pero me temo que ve usted a mi marido mucho más que yo.

Él se rió entre dientes.

—Qué lástima. Seguro que desearía no tener que trabajar o dormir.

Ella se lo quedó mirando un instante, antes de sonreír y asentir. Los que hacían cola detrás de él se agitaron con impaciencia.

—¿En qué puedo servirle, señor Schall? —le preguntó, y se concentró en el hombre, dispuesta a ir a buscar lo que éste deseara.

Pero no halló nada.

Le vio mover la boca y le oyó decir:

—¿Podría ponerme tres docenas de panecillos para la cena? Me temo que estamos teniendo un día complicado en el albergue.

Pero detrás no subyacía ningún deseo en absoluto. Tan sólo un vacío, la vasta extensión de la nada.

—Por supuesto —contestó ella débilmente. Y luego, con más convicción—: Sí, por supuesto. Le puedo poner más, si quiere.

—No, con tres docenas bastará.

Metió rápidamente los panecillos en cajas y las envolvió con bramante. A la última le añadió un puñado de macarrones.

—Para Michael, si me hace el favor —dijo—. Y uno para usted.

El viejo sonrió y le dio las gracias, antes de detenerse a contemplarla.

—Es usted una mujer ejemplar, Chava. Nunca dudé de que iba a ser una esposa admirable. —Y se marchó.

Ella se dirigió al próximo cliente y sólo oyó el encargo a medias. ¿«Nunca dudé»? ¡Qué curiosa elección de palabras! Pues, ¿no se habían visto sólo una vez? A menos, quizá, que hubiera oído a Michael hablar de su compromiso. Con todo, se estremeció al pensar en ese vacío tan raro, esa ausencia absoluta de temores o deseos. Era algo muy distinto a lo que le transmitía el genio: éste poseía miedos y anhelos, sólo que ella no los oía, quedaban fuera de su campo de audición. En el caso de Joseph Schall, parecían extirpados a propósito. Se acordó del cirujano del Baltika que le cortó el apéndice a Rotfeld y se lo retiró del cuerpo.

Se pasó el resto de la tarde saludando a clientes y atendiendo pedidos, y su habitual sonrisa encubrió su malestar. Pero en ningún momento se quitó de encima la creciente convicción de que algo muy malo pasaba con Joseph Schall.

* * *

—¡Un éxito! —le dijo Sam Hosseini al genio—. ¡Un éxito enorme! —Por lo visto habían vendido todos los collares, y con un bonito margen de beneficio—. ¿Me podría hacer otra docena? ¿Y esta vez con pulseras a juego?

Así pues, el genio volvió a coger las herramientas. Pero la novedad de los collares ya se había disipado y vio que pronto se aburriría tanto con ellos como con las sartenes.

Mientras, Arbeely se pasaba cada vez más horas en la forja. Abrumado por los encargos, hasta mencionó el tema de tomar a otro ayudante, un aprendiz, quizás. Al genio no le hizo gracia la idea; aparte de su apenas tolerable habitación, el taller era el único lugar donde podía ser él mismo; pero seguro que Arbeely insistiría en que le ocultara sus métodos poco ortodoxos a cualquier recién llegado.

Pese al silencio y la tensión (o tal vez debido a ellos), su trabajo avanzaba con constancia. Y una tarde, a última hora, el genio se dio cuenta de que Matthew y él habían completado la mitad del pedido de Sam Hosseini e iban mejor de lo previsto. El genio sonrió al ver a Matthew desaparecer por la puerta; quizá, pensó, algún día abriría su propio taller, sin Arbeely, y tomaría al chico de aprendiz: «Ahmad y Mounsef, orfebres». Arbeely había salido a hacer alguno de sus ocasionales recados (negociar mejores precios con un proveedor) y él se sintió a gusto estando a solas, sin los malhumorados silencios de su compañero. Se volvió a inclinar sobre su obra y sintió una punzada de algo que tal vez fuese satisfacción.

La puerta se abrió de golpe.

Era Matthew, que, pálido de terror, corrió hacia el genio y lo agarró del brazo, suplicándole con todo el cuerpo, y él se encontró andando y saliendo por la puerta.

El chico lo arrastró por toda la calle a la carrera. Con el rabillo del ojo, el genio vio que Maryam Faddoul, sobresaltada, alzaba la vista en plena conversación junto a una mesa de la acera y miraba cómo pasaban a toda prisa entre los carros y los peatones. Subieron los peldaños que daban al edificio de Matthew, entraron en el vestíbulo (el techo lanzaba sus destellos en lo alto) y subieron hasta el cuarto piso. Una de las puertas del pasillo estaba abierta de par en par y Matthew se metió por ella; daba a una habitación angosta y mal iluminada, con todas las cortinas echadas. El genio se armó de valor y siguió al niño.

Una mujer yacía desplomada en el suelo, de cara a los desnudos tablones de madera. Matthew corrió a su lado, le sacudió el brazo (no hubo respuesta) y miró al genio, rogándole en silencio.

Con cuidado, éste levantó a la mujer del suelo y le dio la vuelta. Apenas pesaba más que un niño y hasta él se daba cuenta de que estaba extremadamente enferma. Tenía los ojos cerrados y la piel cetrina, salvo por un rubor amoratado y rugoso que le cubría las mejillas y la nariz. ¿Sería eso normal? Por debajo, su rostro mostraba los mismos y delicados rasgos que el de Matthew.

—¿Es tu madre?

El niño asintió con impaciencia. «¡Sí, claro! ¡Ayúdala!».

¿Qué podía hacer? ¿Por qué Matthew había acudido a él? Totalmente desorientado, la dejó en el sofá y le puso un oído en el pecho; oyó un latido, pero demasiado débil. La mujer tenía la frente sudada y la piel tan caliente como la del propio genio. Notó cómo se esforzaba por respirar, una y otra vez. Él mismo tensó el cuerpo de forma refleja, como si eso ayudara… Pero no, no servía de nada; ¿qué se suponía que debía hacer?

Oyeron unos pasos en la escalera. Entró Maryam, que al instante se hizo cargo de la situación. Hasta aquel momento, el genio no había sentido por Maryam Faddoul más que una recelosa antipatía, pero verla entonces fue todo un alivio.

—Me parece que se está muriendo —le dijo, en un tono que era como un ruego.

Maryam sólo dudó un instante.

—Quédese aquí con Matthew. Volveré con un médico —dijo, y se marchó otra vez.

La mujer tenía el cuello doblado en un ángulo incómodo y el genio le puso una almohada debajo de la cabeza con la esperanza de que eso la ayudara. Al ver que Matthew salía corriendo de la habitación, él pensó que quizás estuviera demasiado asustado para quedarse a mirar; pero entonces el chico regresó con un sobrecito de papel y un vaso de agua. El genio observó cómo Matthew sacaba del sobre una cucharada de polvo blanco y lo echaba en el agua. ¿Era una medicina? El niño removió un poco y sostuvo el vaso a la tenue luz de la lámpara, mirándolo con ojos entornados, en un gesto que delataba la infinidad de veces que lo había repetido. Matthew intentó levantar la cabeza de su madre y el genio, rápidamente, se afanó por sentarla. Alcanzó el vaso de Matthew y lo inclinó sobre los labios de la enferma, que sorbió con debilidad hasta que empezó a toser y escupir. El genio le secó el agua y miró al niño, quien le hizo un gesto apremiante: «Más». Él intentó forzarla a beber más, pero se había vuelto a quedar inconsciente.

Más pasos en la escalera y un hombre de cabello plateado entró en la sala, con un maletín de piel.

—Apártense, por favor —dijo; el genio se retiró a un rincón.

Sin decir palabra, el hombre (un médico, supuso el genio) le examinó la erupción de la cara y le auscultó el corazón. Le sujetó una muñeca, se sacó un reloj del bolsillo y le tomó el pulso. Tras un buen rato, se guardó el reloj.

—¿Está usted a cargo de esta mujer? —le preguntó al genio.

—No —contestó él de golpe—. Soy… No la conozco.

Al instante, el médico centró su atención en Matthew.

—¿Eres su hijo? —El niño asintió—. ¿Qué le estabais dando hace un momento? —Matthew le entregó el paquete. El médico mojó un dedo en el polvo y lo probó. Después frunció el ceño—. Acetanilida. Para el dolor de cabeza. ¿Es el único medicamento que toma? ¿Nada más? —Otro asentimiento.

Maryam irrumpió con un cubo.

—Traigo hielo.

—Bien, lo vamos a necesitar —dijo el doctor, que a continuación le preguntó a Matthew—: ¿La visitaba algún médico? —Matthew susurró un nombre y el hombre tensó la boca con desagrado. Se sacó la cartera del bolsillo y extrajo un billete—. Ve a buscarle. Si no quiere venir, dale esto. Pero no le digas que yo estoy aquí.

Y Matthew se volvió a marchar corriendo.

El genio permaneció inmóvil en el rincón. No conocía a la madre de Matthew. No sabía ni cómo se llamaba. Deseaba marcharse, pero no lograba mover un solo músculo. Vio que Maryam le ponía a la mujer un trapo frío en la frente y murmuraba palabras quedas. Los ojos de la enferma se movieron por debajo de sus párpados. El médico sacó de su maletín un frasquito con un líquido transparente y un cilindro con una aguja en el extremo, realizó alguna operación con ambos objetos (también éste parecía un gesto practicado infinitas veces) y puso la punta de la aguja en el brazo de la mujer. Maryam hizo una mueca y se dio la vuelta al tiempo que el genio veía desaparecer la aguja dentro del brazo.

—¿Qué es?

—Quinina —respondió el médico. Al sacar la aguja otra vez, sólo dejó una mínima gota de sangre. Parecía una ilusión, un truco de mago.

—¿Y el polvo?

—Si ha tomado el suficiente, a lo mejor le alivia el dolor de cabeza —señaló el doctor.

Permanecieron en tenso silencio, escuchando la respiración poco profunda de la enferma. El genio miró alrededor y observó el lugar por primera vez. La habitación era tan pequeña que se le pusieron los pelos de punta. Los muebles estaban viejos y desvencijados. Sobre la repisa de la chimenea, un jarro contenía unas flores de papel polvoriento, debajo de una acuarela descolorida que mostraba un pueblo de montaña. En los marcos de las ventanas había clavadas unas gruesas cortinas, para bloquear el menor resquicio de luz solar.

Aquí vivía Matthew. No era lo que el genio se había imaginado. Se había imaginado…, ¿qué? Nada. Nunca se le había ocurrido imaginarse nada en absoluto.

—Gracias por venir, doctor Joubran —dijo Maryam.

El hombre asintió. Alzó la vista hacia el genio y se lo quedó mirando lleno de curiosidad.

—Usted es el socio de Boutros Arbeely, ¿no? El beduino.

—Ahmad —musitó el genio.

—¿La ha encontrado usted?

—Ha sido Matthew. Él ha ido a buscarme. Yo no la conocía.

El niño regresó al fin, y a la zaga le iba un hombre mal vestido que también traía un maletín de piel. Éste torció el gesto al ver al doctor Joubran y hasta pareció querer echar a correr, pero Maryam se levantó rápidamente y le bloqueó el paso.

—Usted está tratando a esta mujer, ¿correcto? —dijo el doctor Joubran—. ¿Y cuál es su diagnóstico si se puede saber?

El otro se agitó con nerviosismo.

—Se quejaba de dolor de cabeza y en las articulaciones y de fiebre. Me pareció hipocondría nerviosa, pero le receté acetanilida.

—¿Debo entender que nunca había visto un caso de lupus eritematoso?

El hombre parpadeó.

—¿Lupus?

—¡Habría bastado con examinarle la cara! —El otro se inclinó adelante y la escudriñó, confuso—. Salga de aquí. Váyase y rece por ella. —Y el hombre se escabulló escaleras abajo—. Charlatán inútil.

El doctor Joubran volvió a coger la aguja y el frasquito, y Maryam, al verlo, dijo:

—Matthew, ven conmigo; tu madre necesita más hielo. —Y sacó al niño del cuarto.

De nuevo, el genio observó cómo desaparecía la aguja, en esta ocasión en la piel del estómago, y un extraño mareo le obligó a sentarse en una silla.

—¿Eso hará que se ponga mejor? —preguntó.

—Es posible —respondió el médico—, pero no probable; está demasiado grave y los órganos comienzan a fallar. —Le cogió una mano a la mujer y presionó un dedo contra su dorso; durante un rato, la piel retuvo la huella del dedo del médico—. ¿Lo ve? Se le está llenando el cuerpo de fluido y éste presiona los pulmones. Pronto le alcanzará el corazón. —Volvió a sacar el reloj, sostuvo la muñeca de la enferma y dijo—: Le pediré a Maryam que traiga a un sacerdote.

El alboroto no les había pasado inadvertido a los vecinos; una mujer asomó la cabeza tímidamente y, tras intercambiar unos susurros con Maryam, la mujer se retiró. A continuación se oyó cómo llamaban a las puertas por todo el pasillo. Poco a poco y en silencio, la habitación se fue llenando de mujeres, cargadas con bandejas y cuencos con comida, pan, arroz y vasos de leche. Trajeron sillas y cestos de costura. Y se instalaron con solemnidad, sin decir nada.

El marido de Maryam, Sayeed, también apareció, y el genio los observó hablar en voz baja. Lo maravilló que su mutua estima fuese tan palpable, sin que tuvieran que abrazarse, ni tocarse siquiera. Sayeed se fue otra vez, sin duda a hacer algún recado. Y el genio se sintió, de nuevo, superfluo, un estorbo en la habitación.

Notó un peso contra la pierna; era Matthew, que, sentado a sus pies, se había quedado dormido. Maryam lo despertó con delicadeza.

—Matthew, tendrías que irte a la cama.

Pero el niño sacudió la cabeza, extendió la mano y agarró la del genio, para protegerse. Ella pareció algo asombrada; herida, incluso. Pero suspiró y se hizo a un lado.

Sayeed Faddoul regresó, acompañado de un joven sacerdote ataviado con largas túnicas negras y con la cara rechoncha sobre una barba cuadrada. Una tras otra, las mujeres se levantaron y le hicieron una reverencia, y él le hizo a cada cual una seña en la cabeza; tras dudar un momento, también se la hizo al genio. Se puso a pronunciar unas palabras quedas, algún tipo de plegaria. Las mujeres agacharon la cabeza y el doctor alcanzó la mano de Nadia.

El genio se preguntó: si él estuviera al borde de la muerte, ¿quién acudiría en su ayuda? ¿Arbeely? ¿Maryam? ¿Llamarían a un sacerdote? ¿Acudirían sus vecinos (con los que no había intercambiado una sola palabra) a su minúscula habitación para velarlo? ¿Y se le ocurriría a alguien avisar a la golem?

Casi era medianoche cuando Nadia Mounsef exhaló su último aliento y se marchó con un suspiro largo y débil. El médico se miró el reloj y apuntó algo. Muchas mujeres empezaron a llorar y el sacerdote reemprendió sus plegarias. El genio se quedó mirando el rostro de la mujer: no habría sabido decir qué tenía de diferente; sin embargo, se la veía cambiada por completo.

El sacerdote terminó de rezar. Una pausa, un silencio; después, la sala empezó a agitarse y Maryam y las demás mujeres se reunieron junto a la puerta, murmurando entre sí. El genio oyó pronunciar el nombre de Matthew un par de veces. Unas cuantas los miraron, a él y al pequeño bulto durmiente que tenía al lado, aferrado aún a su mano. Cayó en la cuenta de que el niño estaba dormido cuando murió su madre. Alguien lo tendría que despertar. Tendría que contárselo.

Con cuidado, el genio cogió a Matthew en brazos, se levantó y se acercó al corro de mujeres, que guardó silencio al verle. Entregó el niño dormido a Maryam, quien lo tomó con expresión de sorpresa y salió por la puerta.

Ya en la calle, el genio caminó sin importarle hacia dónde se dirigía. Cada fibra de su ser anhelaba girar al este, ir hasta la ventana de Broome y esperar abajo hasta que ella se reuniera con él. La esperaría un día, una semana o un mes. Las ansias por estar con ella, intensas como jamás las había sentido, le provocaron furia y confusión. Con esfuerzo, volvió sus pasos hacia el taller. Se había dejado el fuego de la forja encendido; Arbeely se pondría furioso si se enteraba.

Por el marco de la puerta del taller asomaba un sobre que alguien había encajado en una grieta. Lo retiró con cuidado. Llevaba escrito el nombre de Ahmad, con caracteres hebreos y letra de mujer. El genio lo abrió y sacó una carta del interior. Pero, al momento, su fugaz esperanza se tornó en confusión, irritación y, por último, en una rauda e incrédula ira.

«Señor Ahmad:

»Me llamo Anna. Nos conocimos en el Grand Casino. Recuerdo que hablaba usted yídish, por lo que espero que sepa leer esto también. No creo que se haya olvidado de lo que ocurrió esa noche en el callejón. Yo tampoco lo he olvidado.

»Desde entonces, mi vida no ha sido fácil. Pronto daré a luz a mi bebé y no tengo a quién recurrir. No puedo ir con mis padres. Ni tengo dinero, ni me contratará nadie. Le pido que me dé cien dólares. Por favor, lleve el dinero a la esquina de Hester Street con Chrystie mañana a mediodía. El edificio de la esquina sudoeste tiene una maceta en lo alto de la escalera de entrada. Deje el sobre debajo de la maceta y márchese. Yo le estaré mirando.

»Si no me trae el dinero, iré a la policía a contar la verdad. Diré que fue Chava quien atacó a Irving y les diré dónde pueden encontrarla. No soy una mala persona, pero estoy desesperada y tengo que mirar por mí y por mi bebé.

»Atentamente,

»Anna Blumberg»

* * *

—Joseph Schall se ha pasado hoy por la tienda —comenzó la golem.

—¿Ah, sí? —Michael se sirvió más pastel de tallarines—. ¡Ah, los macarrones! Casi me olvido. Gracias, estaban deliciosos —le dijo a su esposa con una sonrisa.

—El señor Schall es un hombre interesante —continuó ella—. ¿Qué más puedes contarme de él?

—¿Sobre Joseph? —Frunció el ceño, perplejo—. ¿Qué te interesa saber?

—Cualquier cosa, supongo. De dónde es o cómo se ganaba la vida. ¿Tiene parientes aquí?

Intentaba fingir un interés despreocupado, pero a Michael ya le estaba asomando una sonrisa.

—¡Chava, pareces la comisión de Ellis Island!

—Es que sé poquísimo de él, excepto que te recuerda a tu tío y le tienes en muy alta consideración.

—Pues sí, la verdad. A veces pienso que es lo único que mantiene el albergue en pie. —Masticó un momento, pensativo—. Es polaco. De algún lugar cerca de Danzig, creo. —Entonces se rió—. ¿Sabes qué? Ahora que lo preguntas, no sé casi nada de él. Debió de ser un erudito en algún momento, cuando no rabino. Al menos, habla como tal. Nunca se ha casado y no tiene parientes en América.

—Pues entonces no sé por qué vino.

—Son tiempos difíciles en Europa, tú lo sabes tan bien como cualquiera.

—Sí, pero a la gente mayor le suele costar mucho moverse. Venir él solo a un país extranjero, acceder a vivir en el albergue judío y a trabajar tanto por tan poco…

—Yo le pago, no sé si lo sabes —intervino Michael.

—Me refiero a que venir a Nueva York debió de responder a algún gran deseo. O a lo mejor había un motivo que le impedía quedarse en Europa.

Michael la miró con preocupación.

—¿Insinúas que huía de algo?

—¡No, por supuesto que no! Pero ese hombre es un enigma, nada más.

—No tanto como otros que yo me sé.

Ella se rió, tal como él quería que hiciera, y se puso a recoger la mesa. No había sido lo bastante precavida, pues Michael seguía preguntándose por el motivo de sus preguntas. Pero, al fin y al cabo, quizá fuese mejor; tal vez así vigilaría a Schall más de cerca y se lo contaría a ella si hacía algo extraño.

Michael tenía la mirada ausente.

—Una vez me preguntó por el tío Avram —comentó.

La golem se detuvo con un plato en la mano.

—¿Sí?

—Por su biblioteca, de hecho. Buscaba un libro determinado. Uno de cuando estudiaba.

—¿Y dijo qué libro era?

—No. Yo le conté que los había donado todos. Pareció bastante decepcionado. Es la única vez que he lamentado haberlo hecho, ¿sabes? Pero ¿te imaginas vivir aquí con todos esos libros? —Sonrió—. ¿Qué haríamos con ellos?

—Nos tendríamos que deshacer de la cama —dijo ella, y él se rió.

Por la noche, la golem volvió a tumbarse a su lado, fingiendo dormir, y pensó en Joseph Schall. ¿No había algo siniestro en su interés por los libros del rabino? ¿O acaso ella tenía sospechas donde no había nada? En el Lower East Side había algunas bibliotecas judías privadas; a lo mejor podía ofrecerse voluntaria para ayudarle a encontrar lo que estuviera buscando. No, resultaría un ofrecimiento muy raro. Tendría que confiar en Michael. Además, seguramente Joseph Schall no era más que un viejo peculiar y todo aquello eran invenciones suyas.

Se dio la vuelta, intentando encontrar una postura más cómoda. Apenas era la una de la madrugada y ya empezaban a dolerle las piernas. Lo peor del calor del verano había pasado y la mayoría de los inquilinos del edificio disfrutaban de un agradable sueño nocturno. Sólo unos cuantos permanecían despiertos y la importunaban con sus pensamientos. Fuera, un hombre pasaba por la calle, disfrutando del aire de la noche, a gusto consigo mismo y con su vida. No deseaba nada más que caminar hasta la salida del sol. Bajo la farola, se detuvo a liarse un cigarrillo.

Una tímida esperanza creció en el interior de la golem.

Los pensamientos de aquel hombre se transformaron en frustración al no encontrar cerillas en sus bolsillos. Al fin las encontró, se encendió el cigarrillo y continuó.

Se reprochó haber sido tan tonta: por supuesto, no era él; de haberlo sido, ella no habría podido percibir su presencia. Él desconocía su dirección actual y no tenía ni idea de que estaba casada. Nunca lo volvería a ver.

—¡Chava!

«Oh, no». Michael se había despertado y estaba aterrorizado, pues ella se había olvidado de respirar y estaba demasiado quieta. Se volvió, fingiendo estar atontada.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Él tenía los ojos como platos de puro pánico.

—Creía… Por un momento he creído… —Entonces suspiró—. Perdona. No era nada. Una pesadilla.

—Está bien. Shhh, vuelve a dormirte.

La rodeó con sus brazos y pegó el pecho a la espalda de ella. La golem enlazó los dedos con los de Michael, apartándolos de donde debería haber estado el corazón. Y así se quedaron hasta el amanecer, ella atrapada en los brazos de él y contando cada minuto que pasaba.

Retazos de la pesadilla siguieron acechando a Michael a la mañana siguiente, y tiñendo sus pensamientos. Se había despertado (o creía haberse despertado) con su esposa yaciendo sin vida a su lado, quieta como una estatua. Pero después volvió a ser ella misma, viva y respirando. Qué raro que sueño y realidad se pudieran mezclar hasta ese punto. Se preguntaba de dónde habría salido ese sueño. Seguro que había algún cuento por el estilo, algo que le habrían contado su madre o su tía sobre una mujer cadáver o siniestramente suplantada por un leño.

Observó a su mujer afanarse por la cocina.

—¿Has podido dormir?

—Un poco, creo. —Ella sonrió distraída.

—¿Traigo algo para cenar? ¿Compro un poco de hígado?

—¿No es demasiado caro?

—Oh, me parece que de vez en cuando nos lo podemos permitir. —Sonrió, se le acercó y le dio un beso—. Además, tienes que estar fuerte.

«Por si ampliamos la familia», estuvo a punto de añadir, aunque se retuvo en el último momento. Nunca le había preguntado si quería tener hijos; era una de las numerosas conversaciones que se habían saltado de camino al altar. Iban a tener que hablar de ello, y pronto. Aunque no en ese mismo instante, pues ya llegaba tarde al trabajo. Le dio otro beso y se marchó.

Se encontraba a medio camino del albergue cuando se acordó de las preguntas de Chava sobre Joseph Schall y, sin saber por qué, le dio la sensación de que iban de la mano con su pesadilla: cuentos populares, historias para niños… Sí, era evidente, pues Joseph Schall buscaba un libro de cuando era un colegial, y había albergado la esperanza de que el tío de Michael lo tuviera. Recordó haber encontrado, en esa última noche de la shivá, una cartera de su tío llena de libros viejos, y que los dejó en los estantes. De haberlo sabido, quizá los habría guardado; quizás uno de ellos fuese el que Joseph quería.

Frunció el ceño: ¿no había encontrado también un fajo de papeles de su tío, los había metido en esa cartera y se los había llevado a casa? El recuerdo tenía el matiz borroso que otorga la enfermedad, pues fue justo antes de que lo mandaran a Swinburne; pero sí, estaba seguro de que eso fue lo que ocurrió. ¿Y qué hizo con la cartera? En su casa no estaba, eso seguro; tenían tan pocas cosas que la habría visto. ¿Seguía acaso en su antiguo apartamento?

Ya llegaba tarde, pero el recuerdo de los papeles y la cartera se había apoderado de sus pensamientos. Y, puesto que su antiguo domicilio se hallaba a sólo unas calles de distancia, rápidamente modificó su trayectoria.

En su anterior casa, uno de sus antiguos compañeros de apartamento abrió la puerta y pestañeó con cara muy seria, dominado aún por el sopor. «¿Una cartera de piel? ¿Llena de papeles? Voy a mirar, puede que haya algo parecido por aquí…». Y ahí estaba, oculta por una pila de colada debajo de una mesa auxiliar; exactamente donde la había dejado Michael meses atrás. Se la llevó al albergue judío, pues no quería abrirla hasta poder estar a solas; se había quedado tan pocas cosas de su tío, que, aunque esos papeles no sirvieran para nada, le resultaban muy valiosos.

Ya en el albergue, hizo un repaso con el personal para asegurarse de que el caos matutino se mantuviera en un nivel manejable. Satisfecho, cerró la puerta del despacho y abrió la cartera.

Al instante se desvaneció su ilusión: los papeles parecían ser notas sobre algún proyecto místico. Hojeó diagramas, círculos concéntricos, espirales y rosetones, todo ello salpicado de letras hebreas. En algunos puntos, los esotéricos garabatos se intercalaban con comentarios en yídish que indicaban los avances realizados. Hojeó las páginas con poco interés pero con renovado pesar; consideraba a su tío demasiado sensato para meterse en esa clase de cosas.

Pero entonces una frase captó su atención y le obligó a detenerse en seco.

«La he llamado Chava».

Contempló las palabras, escritas con esa caligrafía que ya conocía. Consultó la fecha en lo alto de la página; no había transcurrido más de un año. Despacio, volvió al principio.

«¿Quién soy yo para destruirla? Es tan inocente como cualquier recién nacido.

»El incidente con el knish: ella oye los miedos y deseos de la gente y éstos la abruman. ¿Cómo contrarrestarlo? Entrenamiento y disciplina. También debo aplicarlo a mi propia mente para no evitar desastres.

»¿Cómo le infundió su creador sus cualidades mentales y su personalidad? Una tarea complicada… La capacidad de hablar ya requiere de por sí cierto grado de libre albedrío. Quizá sólo dentro de unos límites determinados, ¿un terreno intermedio entre autonomía y esclavitud? Sí, se puede decir de todos nosotros, pero en un equilibrio mucho menos precario, o mucho menos peligroso si se calcula mal.

»Me resisto a poner a prueba su fuerza física, pues no sé en qué desembocaría. Pero hoy ha levantado una esquina del somier para barrer debajo y le ha sido tan fácil como coger una tetera.

»Un experimento hoy: caminar ella sola durante cinco manzanas. Ha actuado de forma admirable.

»Las noches le resultan muy duras. ¿Qué haría yo si no tuviera necesidad de dormir y no me interesara la lectura? Yo mismo duermo mal últimamente, siempre con miedos por el futuro, por la seguridad de los demás. Seguro que ella lo sabe, pero no hablamos del tema.

»Su disciplina mental va mejorando. Otra salida ella sola, a la tienda y volver, sin incidentes. Observación: de todos los deseos que debe prepararse para ignorar, ninguno es de naturaleza sexual. Demasiada casualidad, a menos que simplemente no me lo cuente para proteger mi decoro. ¿O acaso su creador, al construirla como esposa de un hombre, la hizo resistente a las insinuaciones de otros? Se aseguraría la fidelidad; y, por supuesto, ella tendría que responder a su amo en virtud de su vínculo mutuo. Una idea horrible e indignante. No soy capaz de abordar el tema en voz alta.

»La convivencia es cada vez más incómoda. Tengo que buscarle una ocupación. ¿Costurera? ¿Lavandera? Desde luego, necesita actividad física. Ojalá las mujeres pudieran ser albañiles o estibadores.

»¿Será capaz algún día de sentir amor verdadero o felicidad? Empiezo a albergar esa esperanza, en contra de lo que me dicta el buen juicio.

»Hoy la he llevado al albergue judío, a conocer a Michael. Ha estado bien, aunque quizás un poco rígida, y le costaba ignorar los pensamientos de los residentes. Aun así, creo que ya está preparada para cierta independencia. Michael, tan listo como siempre, ha sugerido la panadería de Radzin.

»La he llamado Chava, que significa vida, para recordármelo a mí mismo».

Cuando Michael dejó la hoja, las manos le temblaban. Su tío se había vuelto loco. Era la única explicación. Ella era una mujer, una mujer viva. Era su esposa. Era tranquila, amable y considerada. Una mujer ejemplar, excelente cocinera y ama de casa.

Raramente dormía. Siempre parecía saber lo que él estaba pensando.

Un torrente de pequeños detalles empezó a abarrotar su mente, como si las palabras de su tío hubieran derribado algún dique secreto. La frescura de su piel. El modo en que escuchaba, con su cuerpo entero, como si oyera algo más allá del sonido. Su inquietante costumbre de anticiparse a cada una de las necesidades de Michael. Lo poco que se reía. Lo distante de su mirada.

No. Luchó contra ese torrente de pensamiento y se obligó a ser sensato. Su tío sugería… ¿Qué? ¿Que ella era algún tipo de criatura? ¿Que la pesadilla de Michael era real?

Sólo quedaban algunas hojas. Ya no quería leer más (empezaba a encontrarse mal), pero su mano, rebelde, volvió las páginas. En ellas, su tío empezó a garabatear con furia, como un estudiante preparándose para un examen. Había ideas rodeadas con círculos, tachadas y reescritas. «Comparar con fragmento del Alfabeto de Akiba ben Yosef y luego con la teoría de Abba ben Yosef bar Hama. ¿Incompatible? ¿Hay prioridad?». A medida que pasaba las páginas, la caligrafía se volvió más descuidada y las palabras cubrieron las hojas con prisa o con cansancio.

En la última página sólo había dos líneas, una de las cuales era una retahíla ininterrumpida de letras. Y encima, subrayado, la mano temblorosa de su tío había escrito con esfuerzo:

«Vincular un golem a un nuevo amo».

* * *

La noche cayó en el desierto y despertó a las serpientes y los topillos y los sacó de sus madrigueras, proporcionando carne fresca a los halcones. Aplanó las colinas y las piedras, de tal modo que, desde la entrada, la caverna de ibn Malik parecía un absceso infinito de la tierra. A medida que se desdibujaba el lejano horizonte, Abu Yusuf encendió una hoguera a la entrada, envuelto en pieles de oveja frente al frío que se avecinaba e intentando no imaginarse qué estaba ocurriendo en la oscuridad que tenía a su espalda.

Por lo visto, ibn Malik no exageraba al decir que llevaba toda la vida esperando aquello.

—La mayoría de los genios son seres inferiores —le había contado a Abu Yusuf mientras se adentraban en el laberinto de la caverna, deteniéndose sólo para encender las antorchas de grasa colgadas en los muros del pasillo—. A los efrits, a los guls y hasta a los genios menores y medios podría capturarlos a centenares si quisiera, pero ¿para qué molestarse? Son insípidos y tontos y se distraen con facilidad; ¿de qué serviría un criado así? Pero un genio poderoso… Oh, eso es algo muy distinto.

Abu Yusuf sólo escuchaba a medias, concentrado como estaba en llevar a Fadwa, todavía inconsciente, por el estrecho y retorcido pasillo. En algunos pasajes apenas había espacio para un hombre, y Abu Yusuf, que llevaba toda la vida al aire libre, sentía que el pánico se adueñaba de él, el impulso de dar media vuelta y echar a correr.

—Supongo que te sonarán las historias sobre el rey Solimán —continuó ibn Malik; Abu Yusuf no se dignó a responderle; sólo un huérfano salvaje ignoraría esos relatos—. Todas están adornadas, claro, pero en lo principal son básicamente ciertas: la magia otorgada a Solimán le permitía controlar incluso al genio más fuerte y emplearlo en beneficio de su reino. Cuando Solimán murió, su magia desapareció con él. O, mejor dicho, la mayor parte de su magia. —Ibn Malik se volvió a mirar a Abu Yusuf—. He dedicado los últimos treinta años a recorrer el desierto en busca de los restos de esa magia. Y tú acabas de traerme la clave.

Abu Yusuf bajó la vista hacia la silente muchacha que tenía en los brazos.

—No es tu hija, sino lo que está dentro de ella: la chispa que el genio dejó tras de sí. Si la aprovechamos como es debido, podremos encontrarlo a él y controlarlo.

—Por eso dices que aún no la podemos sanar.

—Exacto —contestó ibn Malik; las palabras flotaron tras él—. Si perdemos la chispa, perderemos la clave.

Abu Yusuf se detuvo. Al cabo de un momento, ibn Malik se dio cuenta de que ya no lo seguía y se volvió. Con la antorcha en alto, parecía un esqueleto, una impresión que su sonrisa tranquila no lograba mitigar.

—Te comprendo —dijo—. ¿Por qué ibas a ayudar al hechicero viejo y loco de ibn Malik? ¿A ti qué más te da si encuentro o no al genio? No tienes una naturaleza vengativa, y haces bien; la venganza en sí misma es, en el mejor de los casos, inútil. Lo único que quieres es curar a tu hija, pagar el precio y volver a tu tienda, a acostarte en tu cama junto a tu mujer. —La luz de la antorcha refulgía en sus ojos, como si tuvieran su propia chispa de genio—. ¿Sabías que el próximo verano vendrá la peor sequía que los beduinos hayan visto en generaciones? Durará años y convertirá en polvo todos los pastos desde aquí hasta el Guta. No es una predicción ni una profecía. Las señales están ahí para que las interprete cualquiera: en los movimientos del sol y la luna, en los dibujos de las serpientes y en las formaciones de aves. Todo apunta al desastre. A menos que estés preparado, por supuesto.

Abu Yusuf se aferró a su hija con más fuerza. Quizá fuese una mentira para coaccionarlo o hacerle bajar la guardia…, pero sus entrañas le decían que era cierto. A lo mejor no era tan diestro como ibn Malik interpretando señales; sin embargo, empezaba a comprender algo que ya había sabido más allá de la razón: que tal vez por eso había mantenido a Fadwa en casa en lugar de enviarla con un nuevo marido y un nuevo clan, donde la verían como a una extraña, la boca más reciente que alimentar. Donde quizá diera a luz tan sólo para ver cómo se debilitaba su hijo hasta morir.

Sin perder la firmeza en su voz, dijo:

—¿Y qué tiene eso que ver con el genio?

—Utiliza tu imaginación, Abu Yusuf. Piensa en lo que un genio sometido podría hacer por tu clan. ¿Por qué arriesgar el pellejo yendo a buscar agua si él puede hacerlo por ti? ¿Por qué acurrucarte contra el viento en una tienda hecha jirones si puedes dormir en un palacio construido por un genio?

—Ah, ¿así que tienes pensado someter a ese genio a mi voluntad? ¿O acaso piensas que va a obedecer a dos amos?

Ibn Malik sonrió.

—Tienes razón, por supuesto. Actuaría bajo mis órdenes, no las tuyas. Y ahora te preguntarás por qué me molestaría en proteger a tu familia, qué motivaciones me mueven a ello. Te puedo decir, con toda sinceridad, que el bienestar de los Hadid me importa más de lo que piensas… —Abu Yusuf resopló—. Pero ya veo que eres difícil de convencer. Piensa en esto, pues: según consta en todos los relatos, el genio gobernado por Solimán amaba a su amo y aceptaba su yugo con alegría; al menos, según consta en los relatos humanos. Porque los genios tienen su propia versión, en la que Solimán es un déspota taimado y cruel. No está claro cuál es la verdadera. Puede que amaran sinceramente a Solimán o puede que él doblegara sus mentes tanto como sus voluntades y consiguiera su amor a la fuerza. Pero una cosa es segura: el genio al que buscamos no me amará, sino que me aborrecerá con todo su ser. Intentará escapar de mi servidumbre a la menor oportunidad, mediante magia o engaño. Y, aun así, tendrá que cumplir lo que yo le ordene.

—Quieres mantenerlo ocupado —dijo Abu Yusuf.

—Exacto. A un genio que tenga que llevar tu ganado al Guta y volver otra vez le quedará poco tiempo para intrigar.

Abu Yusuf se lo pensó. Si accedía, sería cómplice de esclavizar a otro ser. Un genio, sí, pero esclavo al fin y al cabo. Y si no…

Ibn Malik lo observaba con detenimiento.

—¿Valoras más la libertad de un genio que las vidas de los tuyos? —preguntó con calma—. ¿Y del genio que ha destrozado la mente de tu hija, nada menos?

—Tú has dicho que la venganza es inútil, como mucho.

—La venganza por sí misma, sí. Pero si de paso aporta un beneficio… —Otra vez esa sonrisa de chacal.

Abu Yusuf se planteó si realmente tenía elección. La vida de Fadwa ya estaba en manos del hechicero. Si se negaba y volvía a casa con su hija enajenada, ¿qué le contaría a Fatim? ¿Condenaría a la perdición a todos los que amaba sólo para preservar su sentido del honor?

—¿Por qué te tomas la molestia de convencerme? —quiso saber—. Si digo que no, me puedes matar, quedarte con Fadwa y hacer lo que quieras.

Ibn Malik alzó una ceja.

—Cierto. Pero prefiero el razonamiento y el pacto; los aliados son mucho más útiles que los cadáveres.

La última de las cavernas de la ladera que se comunicaban entre sí era también una de las más grandes. Los rincones estaban llenos a rebosar de objetos desordenados de toda índole: pieles chamuscadas y huesos de oveja, pilas de viejos ornamentos de metal, filos de espada picados, tarros de arcilla y hierbas desecadas. En una cavidad grande del centro de la caverna, ibn Malik había construido un foso para albergar una hoguera, rodeado de un anillo alto de piedras irregulares. Cerca había una roca enorme a modo de mesa; era de suponer que el hechicero la había metido en la cueva, pero Abu Yusuf no habría sabido decir cómo. Tenía muescas y grietas en algunos puntos y la cubrían unas vetas de color oscuro. ¿Sería un yunque?

Observó cómo ibn Malik iba de aquí para allá, recogiendo cacerolas, polvos y trozos de metal. De algún escondrijo sacó un rollo de piel que, al desplegarse, mostró una colección de herramientas de metal: tenazas revestidas de cuero, ganchos negros y curvos, contundentes martillos y punzones finos como una aguja. Abu Yusuf palideció al verlo e ibn Malik se rió entre dientes.

—Son para trabajos de metalistería, no para tu hija —explicó el hechicero. Con ellos, le dijo, forjaría los instrumentos para capturar al genio: un frasco donde retenerlo y una manilla para atarlo y mantenerlo bajo forma humana—. El frasco de cobre, me parece. Y hierro para la manilla —continuó ibn Malik mientras rebuscaba entre sus pertrechos.

—Pero los genios no soportan el tacto del hierro.

—Tanto mejor para controlarlo. —La tarea, según ibn Malik, le llevaría un día o más—. Toma a tu hija y esperad fuera de las cavernas. Cuando se haga de noche, enciende un fuego y no salgas de su radio de luz hasta que amanezca. Hay cosas en el desierto a las que he enfurecido a lo largo de los años; sería una pena que os atacaran a vosotros por error.

Abu Yusuf descargó sus provisiones de las alforjas de su caballo y acampó a la entrada de la gruta. Hizo una cama improvisada para Fadwa y la cubrió con pieles y mantas, confiando en que su peso la mantuviera quieta; al parecer, el tranquilizante que le había dado ibn Malik dejaba de hacer efecto, pues de vez en cuando se agitaba y murmuraba para sí. Abu Yusuf recogió broza y leña suficientes para aguantar hasta la aurora, encendió una hoguera considerable y se instaló, preguntándose si debía creerse la advertencia de ibn Malik respecto al fuego. Lo más probable era que el hechicero lo quisiera disuadir de escabullirse en plena noche. Pero, a medida que en el cielo se volvían más profundos los azules y violetas y las estrellas empezaban a salir, Abu Yusuf oyó el viento que se enroscaba en los acantilados y las suaves escaramuzas de criaturas invisibles, y echó más astillas al fuego.

Se pasó la noche alimentando las llamas, vigilando a su hija y escuchando el desierto. De vez en cuando captó el eco de algún ruido en la cueva que tenía detrás, como el agudo repicar de metal sobre metal o, en una ocasión, una voz remota que decía incongruencias. A medida que se acercaba la mañana dormitó a ratos, divagando entre sueños. Llegó el alba y, al fin, Abu Yusuf se permitió dormirse del todo.

Se despertó sobresaltado un poco más tarde, desorientado y aturdido y con dolor en todo el cuerpo. De la caverna no surgía ningún ruido. Fadwa continuaba atrapada debajo del montón de mantas, pero se había liberado los brazos y los extendía hacia el cielo, tanteando con los dedos. Al caer en la cuenta de que estaba intentando atrapar el sol, rápidamente le envolvió los ojos con una tela, confiando en que no se hubiera cegado. Le dio todo el yogur que ella quiso comer (se iba a estropear pronto, de nada serviría conservarlo para la vuelta) y masticó unas tiras de carne desecada. Pensó en Fatim, que lo aguardaba en casa.

Oyó unos pasos a su espalda y se puso en pie en el momento en que ibn Malik salía de la caverna.

Al verle, Abu Yusuf dio un involuntario paso atrás y casi pisó las ascuas, pues los ojos del hechicero brillaban como joyas en sus cuencas y el aire a su alrededor parecía vibrar de calor. En sus manos llevaba dos objetos: un frasco de cobre y una manilla de hierro.

—Ya he terminado —anunció—. Ahora, vamos a buscarlo.