21

—Maryam, ¿conoce a Nadia Mounsef? —preguntó Arbeely—. ¿La madre de Matthew?

Estaba sentado en el café de los Faddoul, tomándose una taza de ardiente café tras otra, a pesar del calor. Consciente de que Arbeely sólo iba allí cuando deseaba hablar de algo, Maryam se había quedado cerca, limpiando las mesas ya inmaculadas mientras Sayeed atendía a los demás clientes. Ante aquella pregunta, se detuvo, trapo en mano.

—¿Nadia? Hemos hablado algunas veces, pero hace tiempo que no la veo. ¿Por qué lo pregunta?

Arbeely dudó, pues no quería decir la verdad: que no se quitaba de la cabeza el rostro de esa mujer.

—Fui a verla hace unas semanas, por Matthew —dijo—. Estaba enferma. Bueno, antes ya la había visto enferma, pero esa vez fue diferente.

Y describió a la mujer que le había abierto la puerta: más delgada aún de lo que la recordaba y con los ojos apagados y hundidos. Un extraño rubor, casi un sarpullido, le cubría las mejillas y el puente de la nariz. El crucifijo que llevaba en la garganta (con tres barras, símbolo de la ortodoxia oriental) se agitaba visiblemente al ritmo de su respiración, demasiado apresurada. Pestañeó ante la débil luz del pasillo mientras Arbeely le comunicaba, titubeando, su inquietud: no es que Matthew fuese una molestia, para nada; ayudaba mucho y les gustaba tenerle en el taller. Pero se pasaba ahí mañanas enteras, cuando debería haber estado en el colegio. Y si a algún inspector se le ocurría hacer una visita…

—No quiero que Matthew tenga problemas con nadie —remató—. Ni con su madre.

Ella mostró el leve asomo de una sonrisa de cortesía.

—Por supuesto, señor Arbeely. Ya hablaré con Matthew. Gracias por tener tanta paciencia.

Y antes de que Arbeely pudiera objetar que la paciencia no pintaba nada en el asunto, pues el chico tenía verdadero talento y sería un prometedor aprendiz, volvió a cerrar la puerta, y él se quedó preguntándose cómo lo podría haber enfocado mejor.

—Usted ha hecho lo correcto —le aseguró Maryam—. No puede hacerse responsable del bienestar de su hijo. —Suspiró—. Pobre Nadia. Está tan sola, ¿sabe?

—Sí, no sé qué le pasó —reconoció Arbeely.

—Su marido trabajaba como vendedor en Ohio. Estuvo mandando cartas durante un tiempo, pero después, nada.

—¿Desapareció?

—Muerto, enfermo o fugado; ¿quién sabe?

Arbeely sacudió la cabeza. Era el pan de cada día, y aun así le costaba dar crédito.

—¿Y aquí no tiene a nadie?

—Parientes, ninguno. Y rechaza cualquier intento de ayudarla. Yo ya la he invitado a cenar, pero no viene nunca. —Maryam parecía desconcertada, y no era de extrañar: pocas veces lograba alguien esquivar su generosidad—. Yo creo que la mayoría de los vecinos ya la han dejado por inútil. Tiene una enfermedad muy rara que viene y va… Está muy feo decirlo, pero hay quien ha llegado a la conclusión de que se lo inventa para evitar a la gente.

—O a lo mejor no quiere ser motivo de miradas y cotilleos.

Maryam asintió con tristeza.

—Desde luego, tiene razón. Y no se la puede culpar. Ya la iré a ver y volveré a intentarlo. A lo mejor descubro cómo ayudarla.

—Gracias, Maryam —suspiró él a su vez—. Al menos, Matthew ya no viene por las mañanas. Aunque, la verdad, hay días que preferiría que lo hiciera. —Ante la expresión perpleja de Maryam, añadió—: Por Ahmad. Creo que ha llegado un punto en que le ha cogido más cariño que yo al crío. Y últimamente está… malhumorado. Algún fracaso amoroso, sospecho. No cuenta gran cosa.

Maryam asintió con su habitual simpatía, aunque, al oír el nombre del genio, su expresión perdió toda calidez. ¿Por qué Maryam, con su capacidad para ver lo bueno de cada persona, le tenía tanta manía? A Arbeely le hubiera gustado preguntárselo, pero sería aventurarse en terreno peligroso. De modo que le dio las gracias y se fue, aún más taciturno que antes.

De vuelta en el taller, se encontró al genio y a Matthew en la mesa de trabajo del primero, con las cabezas agachadas y juntas como conspiradores. El genio insistía en que el niño había descubierto su secreto por pura casualidad, pero él tenía la sensación de que Ahmad había sido demasiado descuidado con el tema. Aquello desencadenó su peor discusión desde el techo de estaño.

—¿Cómo no le has oído entrar?

—La mitad de las veces tú tampoco le oyes. Además, te digo que él ya lo sabía.

—¿Y tú no intentaste convencerle de lo contrario?

—Arbeely, me vio soldar la cadena con las manos. ¿Qué iba a decirle?

—Al menos podías intentarlo. Inventarte alguna mentira.

El rostro del genio se ensombreció.

—Estoy harto de mentir.

Y, ante la insistencia de Arbeely en el asunto, el genio abandonó el taller.

Desde entonces, se pasaban la mayor parte de la mañana en tenso silencio. Pero cuando llegaba Matthew y ocupaba su silencioso lugar en la mesa, el genio lo trataba con una paciencia inusitada. A veces hasta se reían juntos de algún chiste o error, y Arbeely tenía que reprimir los celos, sintiéndose como un extraño en su propio taller.

Procuró mantener la perspectiva. El negocio rendía más que nunca y le estaban haciendo a Sam Hosseini unos collares preciosos; seguro que Sam se sacaría una pequeña fortuna con cada uno. Se acordó de la mañana en que el genio llegó con aspecto de haber recibido un golpe mortal. Al fin y al cabo, sólo hacía un mes. Y confiaba en que su compañero se distrajera pronto con algo (o, Dios mediante, con alguien) nuevo y emocionante.

* * *

El sol se hundía por detrás de los anchos edificios y la luz que entraba por la ventana superior del taller iba menguando. Desde los pisos de arriba llegaban las voces de mujeres, llamando a sus hijos para la cena. Matthew abandonó el banco y se fue, y la puerta del taller apenas susurró a su paso. El genio se preguntó una vez más si aquel niño no tendría algún antepasado en el mundo sobrenatural, pues parecía imposible que un humano resultara tan enigmático por sí solo.

Las visitas de Matthew se habían convertido en la única luz dentro de la cotidianidad del genio. Cuando el crío se marchaba y la puerta se cerraba a su paso, algo se cerraba también en su interior, algo que apenas reconocía. Arbeely encendía la lámpara y ambos trabajaban sumidos en sus silencios individuales hasta que el primero, sucumbiendo al hambre o al cansancio, soltaba un suspiro y empezaba a echar arena al fuego. Entonces, el genio dejaba sus herramientas y se marchaba, tan silencioso como Matthew.

Su vida no difería de la que había llevado antes: el taller de día y la ciudad de noche. Pero las horas se le hacían más interminables, regidas por una uniformidad entumecida. De noche caminaba deprisa, como si lo empujaran, y sin ver casi nada de cuanto le rodeaba. Intentó volver a sus sitios favoritos (Madison Square Park, Washington Square, el acuario de Battery Park…), pero esos lugares ya estaban embrujados, salpicados de recuerdos de veladas y conversaciones, de cosas dichas y cosas que se había guardado para sí. Ya le costaba tener Central Park a la vista sin que una ira fatigosa le hiciera dar media vuelta.

De modo que se dirigió más bien al norte, siguiendo caminos sin rumbo en territorio inexplorado. Subió por Riverside hasta la frontera sur de Harlem y cortó por los nuevos terrenos de la universidad, pasando por la biblioteca con columnas y su gigantesca cúpula de granito. Se precipitó Amsterdam arriba, cruzando lo que debían de sumar cientos de calles. Poco a poco, la cuidada piedra caliza dio paso a casas de chilla de estilo holandés, con espalderas cargadas de rosas.

Una noche descubrió la vía rápida del río Harlem y la recorrió, con el agua brillando a su derecha. Era más de medianoche, pero unos cuantos de los ejemplares más imprudentes de la sociedad montaban aún en sus veloces carros, pisándose los talones por todo el tramo; sus caballos tiraban del bocado con los ojos muy tensados, levantando polvo del macadán. Al alba, acabó en el parque de atracciones de Fort George; la feria, cerrada y en silencio, resultaba fantasmagórica. Las estructuras de madera parecían esqueletos, como los restos de enormes bestias abandonadas. El tranvía de la Tercera Avenida tenía la estación final en la entrada del parque, y contempló cómo se apeaban los pasajeros del primer convoy del día: charlatanes de feria, los operarios de las atracciones, camareras con faldas desteñidas que andaban bostezando y un organillero con un mono dormido acurrucado en su cuello. Nadie parecía contento de estar allí. Se subió al tranvía rumbo al sur y se puso a mirar cómo se llenaba y vaciaba, llevando a los obreros a sus respectivas fábricas e imprentas, a talleres clandestinos y a la zona portuaria. Cuanto más viajaba en los tranvías y los trenes de Nueva York, más le parecía que emitían unos enormes y maléficos bramidos mientras se tragaban a los indefensos pasajeros de las plataformas y las esquinas para escupirlos más tarde en algún otro lugar.

De regreso en Washington Street, caminó penosamente hasta el taller de Arbeely, con la sensación de estar atrapado en un único día que se alargaba como el vidrio derretido. Lo único que le hacía ilusión era Matthew. Le gustaba la cara de atención que ponía, y encargarle trabajos y ver cómo los hacía en absorto silencio. Suponía que, cuando se hiciera mayor, Matthew perdería el interés y se iría con esos chicos asilvestrados que se repantigaban en los portales del barrio. O peor aún, se convertiría en uno de esos chóferes de tranvía que conducían sin rechistar y con ojos apagados.

Se sentó en su banco de trabajo sin pronunciar el menor saludo mientras que, detrás de él, Arbeely se afanaba por el taller con un irritante tarareo. Estaba metido de lleno en un voluminoso encargo de ralladores de cocina, y se había pasado una semana entera perforando orificios con forma de rombo en láminas de estaño. El genio se volvía loco sólo de verle. Pero Arbeely no daba muestras de que le molestara la repetición, y el genio empezaba a detestarle por eso.

«Le juzgas con demasiada dureza», le parecía oír que le decía la golem.

Torció el gesto. Era evidente que no volverían a hablar nunca y, en cambio, oía su voz cada vez más a menudo. Se frotó la esposa y notó el papelito que se movía debajo. Ya basta: Sam Hosseini esperaba sus collares. Alcanzó las herramientas e intentó concentrarse en la creación de algo bonito.

* * *

Michael Levy se despertó despacio al tenue resplandor de la mañana. La otra mitad de la cama era un mar vacío de sábanas y colcha. Cerró los ojos y escuchó: su mujer se estaba afanando en la cocina. Era un sonido reconfortante, un sonido de infancia. Incluso el aire olía a pan recién horneado.

Entró con sigilo en la minúscula cocina y se la encontró junto a los fogones con su nuevo vestido de estar por casa, hojeando su libro de recetas americanas. Le pasó los brazos en torno a la cintura y la besó.

—¿Otra vez sin poder dormir?

—Sí, pero no pasa nada.

Al parecer, era un insomnio que llevaba arrastrando toda la vida. Según decía, estaba acostumbrada, y lo cierto era que parecía más despierta de lo que se sentía él. Él, en su lugar, no se tendría en pie. Una mujer extraordinaria.

Aún no se creía que estuvieran casados. Por la noche se tumbaba junto a ella y le pasaba los dedos por el estómago, luego subía por los pechos y los brazos mientras se maravillaba de lo mucho que había cambiado su vida. Le encantaba el tacto de la piel de su esposa, siempre fresca, curiosamente, aunque hiciera un tiempo sofocante. «Será por los hornos de la panadería», se le ocurrió una vez. «Tu cuerpo se ha acostumbrado al calor». Ella le había contestado, con una sonrisa como violentada: «Me parece que tienes razón».

A menudo se mostraba tímida. Muchas veces, cuando comían juntos, lo hacían en silencio, o casi; aún titubeaban el uno con el otro, inseguros de cómo actuar. Él la miraba al otro lado de la mesa y se preguntaba si no se habrían casado demasiado pronto. ¿Iban a ser siempre unos desconocidos? Pero entonces, antes incluso de acabar de concebir la idea, ella le preguntaba cómo le había ido el día o le contaba alguna anécdota de su trabajo, o simplemente tendía la mano y le estrechaba la suya. Y él se daba cuenta de que era justamente eso lo que necesitaba, y se maravillaba de que ella lo hubiera podido adivinar.

Y estaba el tema del dormitorio. Su noche de bodas había empezado con timidez. Michael era consciente de que, como mujer que ya había estado casada, tendría mucha más experiencia que él; pero ¿qué le gustaba? ¿Qué la complacía? No tenía ni idea de cómo preguntárselo, y desde luego le faltaba el coraje: ¿y si ella le proponía algo estrafalario o incluso espantoso? Sus amigos, cuando se tomaban unas copas, alardeaban de sus noches exóticas con chicas «emancipadas», pero las fantasías de Michael nunca se alejaron mucho de lo prosaico. A lo mejor era un defecto; a lo mejor se sentiría decepcionada.

Si era así, no lo decía. Como si comprendiera la angustia de su marido (otra vez esa sagacidad), lo guió en el acto con su calma habitual y con sus modos serenos. Y si bien el coito pecó de exceso de eficacia (sí, después, dudó del placer de ella), fue un alivio haber podido consumarlo.

Y una noche, una semana después, ella empezó como sorprendida y luego puso una mano entre los dos cuerpos, apretando en un punto determinado. Aunque luego se iba a arrepentir, Michael se quedó de piedra, contrariado, mientras su educación ortodoxa ponía el grito en el cielo e insistía en que aquello era indecoroso e impropio de una esposa; ella, despacio, retiró la mano y se la puso en la espalda, y retomaron el ritmo.

Más tarde, Michael fue incapaz de sacar el tema. Incapaz. En una ocasión intentó repetir lo que había hecho ella, pero su esposa le cogió la mano y se la apartó, y eso fue todo.

Entre ellos ya había cosas de las que no hablaban. Pero la amaba, eso seguro. Y le gustaba pensar que ella lo amaba a él. Se imaginaba cómo estarían al cabo de treinta años, con hijos ya mayores, cogidos de la mano en la cama y riéndose de lo inseguros que eran antes, de los rodeos que estuvieron dando para acercarse el uno al otro. «Pero tú siempre sabías qué decir exactamente», le diría él; ella sonreiría y apoyaría la cabeza en su hombro, y ambos se sentirían en casa.

Algún día le preguntaría por esas cosas. Quería averiguar qué la había impulsado a declararse cuando él ya había abandonado toda esperanza. O qué pensó durante la boda, frente al juez de paz, cuando parecía tan tranquila y sosegada. Sólo confiaba en no tardar treinta años en preguntárselo.

La golem dejó un vaso de té y un plato con pan delante de su marido y observó cómo se lo comía rápidamente a grandes bocados. Sonrió con verdadero cariño: era tan ferviente en todo lo que hacía…

Se volvió hacia el fregadero para limpiar los pocos platos que quedaban. Ahora vivían en tres pequeñas habitaciones, embutidas al final del pasillo de un primer piso. La claridad que se filtraba en el patio de luces iluminaba una pila de basura que se alzaba hasta media altura de la ventana del dormitorio; a veces veía caer una colilla desde arriba. La cocina era más bien un armario, y los fogones tenían la medida justa para asar un pollo. De noche, hacía sus labores de costura en la sala, que apenas era digna de este nombre, pues debía de medir un tercio del dormitorio que había ocupado ella en la pensión. La principal ventaja de sus habitaciones era que daban a la parte de atrás del edificio, el cual se había excavado en una suave colina, de modo que la tierra las mantenía frescas mientras el resto del edificio se abrasaba. «En invierno también será más calentito», había dicho Michael. Ella confiaba en que así no se sentiría tan rígida y resquebrajada y no tendría tanta necesidad de salir a caminar por las noches. Aunque, en el fondo, sabía que su proximidad con la agitada mente de Michael la obligaría a buscarse alguna distracción, como antes la había obligado el clima.

Al cabo de unos días de casados, comprendió que no había valorado bien la dificultad de la situación. A diferencia del rabino, tan circunspecto y cuidadoso con sus pensamientos, la mente de Michael era un revoltijo de miedos, deseos y titubeos, que en su mayoría se centraban en ella. Un estruendo que podía con su compostura y ponía a prueba su autocontrol. Se encontró sirviéndole segundas raciones siempre que tenía hambre, hablando siempre que quería conversar y cogiéndole de la mano siempre que necesitaba consuelo. Y empezaba a preguntarse si aún le quedaba voluntad propia.

Además, estaban los interminables dilemas prácticos. Los largos lapsos tumbados juntos en la cama mientras debía acordarse de inhalar y expirar. Las excusas por su piel fresca y su insomnio. ¿Se daría cuenta Michael de que no le crecía el pelo? ¿O (Dios no lo quisiera) de que el corazón no le latía? ¿Y qué ocurriría cuando no lograra concebir hijos? Ella confiaba en que sus relaciones maritales se redujeran al mínimo, en poder mantener cierta distancia preventiva entre ambos, pues temía, sobre todo, hacerle daño sin querer. Pero cuando el deseo de Michael se intensificaba tanto que era imposible ignorarlo, ella se veía empujada a responder, para no sufrir la frustración de una lujuria refleja. Aquella noche en que sintió el cálido hormigueo de su propio deseo lo trató de estimular con avidez, pero se topó con el horror culpable y embarazoso de Michael. Él no tenía la culpa; la golem percibió cómo se arrepentía luego su marido de su propia reacción; de hecho, más adelante intentó remediarlo, pero con una ambivalencia tan torturada que ella puso fin al intento. ¿Era el placer en sí, se preguntaba, lo que resultaba vergonzoso? ¿O sólo lo que ella había hecho para aumentarlo? Sin venir a cuento, oyó decir al genio: «Tendría que ser fácil. Son ellos quienes lo complican más allá de lo razonable».

No, no se podía permitir escuchar aquella voz. Era un error, absurdo incluso, molestarse con Michael por una decisión que era de ella. Se ataría a él y seguiría por el camino que se había trazado. Y tal vez, algún día, le contaría la verdad.

* * *

Al fin terminaron los collares para Sam Hosseini. Arbeely los fue a entregar en persona, ya que no se fiaba de que el genio consiguiera un buen trato. Pero no tenía de qué preocuparse, pues Sam quedó tan encantado que apenas se acordó de regatear. Además del collar original del genio, con sus esferas de vidrio azul verdoso, había versiones con lágrimas de color granate, relucientes cristales blancos y rombos de un esmeralda profundo. El genio había aplanado las cadenas y añadido un discretísimo lustre al metal, lo que le otorgaba una belleza intemporal; no se parecían a nada que Sam hubiera visto antes.

Arbeely esperaba que Sam expusiera los collares en la mayor de sus vitrinas, pero el comerciante tenía un plan mejor. Últimamente se había puesto de moda entre la alta sociedad de Manhattan que las damas se retrataran ataviadas al estilo «oriental», tal como se imaginaban a una princesa o a una cortesana del Cercano Oriente. La tienda de Sam era muy popular entre esas señoras, las cuales solían enviar a sus doncellas o hasta acudían ellas mismas para comprar accesorios o piezas de trajes. La mayoría veía mal el regateo, de modo que Sam se estaba sacando un buen beneficio con las babuchas, los bombachos de seda y los falsos brazaletes egipcios. Seguro que les gustarían los collares nuevos; y Sam sabía que les gustarían aún más si venían con una historia.

La primera clienta probable tardó sólo unos días en llegar. Una berlina carísima y reluciente aparcó frente a la tienda de Sam (despertando gran admiración entre los transeúntes) y de ella salió una mujer joven de cabello oscuro. Y a pesar de que el calor de la tarde recalentaba las aceras, la joven llevaba un pesado vestido oscuro y un chal grueso. Miró alrededor con educada curiosidad hasta que una mujer mayor, también muy elegante y vestida de negro, salió del vehículo. La señora contempló su entorno con desagrado, tomó a su compañera por el codo y la guió con presteza al interior de la tienda.

En efecto, estaban allí para un retrato.

—Idea de mi prometido —explicó la joven—. Lo ha encargado como regalo de bodas.

Sam las acomodó en sus mejores sillas, les sirvió té y se pasó una hora trayéndoles rollos de tela, pañuelos con cuentas, velos con monedas colgadas y cualquier otra chuchería que pudiera interesarles. Sorprendentemente, la joven tenía buen ojo para lo auténtico y rechazaba las ofertas más chabacanas. Pronto reunió un atuendo que en verdad se asemejaba a lo que antaño pudo haber llevado una otomana con posibles.

El sol entraba de soslayo por los grandes ventanales de la tienda y la señora se secaba la frente con un pañuelo, pero la joven no hacía ademán de querer quitarse el chal. Sam advirtió que la taza de té se agitaba levemente en su mano. Algún tipo de enfermedad o parálisis, tal vez; lástima, en alguien tan joven y encantador.

Finalmente, tal como Sam preveía, llegaron al tema del collar apropiado. Se fue a la trastienda y salió con una caja de piel antigua, magullada y raída, y sopló de la tapa un polvo imaginario.

—Esto no lo enseño a menudo —anunció.

Cuando abrió la caja, la joven exclamó sin aliento, mientras él sacaba un collar detrás de otro:

—¡Qué preciosidad! ¿Son antigüedades?

—Sí, muy viejos. De mi jaddah…, perdón, ¿cómo llamar? ¿Madre de madre?

—Abuela.

—Gracias, sí, mi abuela. Era beduina. ¿Conocer? Viajeros del desierto.

—Sí, he oído hablar de los beduinos —señaló la joven.

—Mi abuelo regalar en su boda. Como parte de su… ¿precio?

—¿Su dote?

—Sí, dote. Cuando muere, ella me deja los collares para vender. Porque un collar bonito lo tiene que llevar una mujer bonita, si no, no vale nada.

—¿Y no prefiere guardárselos para su mujer o sus hijos?

—Para ellos hago crecer un negocio —dijo y señaló alrededor—. Mucho más valioso, en América.

La joven se rió entre dientes.

—Es usted un hombre sabio, señor Hosseini.

A su lado, la señora resopló, para expresar su opinión sobre la sabiduría del señor Hosseini, o quizá sobre el conjunto de la conversación.

—¿Puedo ver éste? —La joven señaló el collar con las esferas de vidrio azul verdoso.

Sam fue a por un espejo de mano y lo sostuvo mientras la señora abrochaba el cierre. La joven se contempló y Sam sonrió: el collar le sentaba como si estuviera hecho para su garganta.

—Hermosa —dijo—. Como una reina del desierto.

Con dedos temblorosos, la joven tocó la joya; las esferas de vidrio se desplazaron y tintinearon suavemente unas contra otras.

—Una reina del desierto —repitió.

Entonces, una honda e inesperada tristeza afloró a su rostro y las lágrimas empezaron a brotar; se cubrió los ojos con una mano y su respiración se tornó un sollozo entrecortado.

—Querida, ¿qué te pasa? —se lamentó la señora.

Pero la joven se limitó a sacudir la cabeza mientras procuraba sonreír, claramente avergonzada de sí misma. Sam le entregó un pañuelo, que ella cogió agradecida para secarse los ojos. Él, apenado, no pudo evitar espetarle:

—¿No le gusta?

—¡Oh, sí, me gusta mucho! Perdone, señor Hosseini. Ahora mismo no soy yo.

—Es por la boda —señaló la mujer mayor a modo de consuelo—. Tu madre te atosiga tanto con todo. No sé cómo puedes aguantarlo.

Sam asintió y pensó en su callada Lulú y en la nostalgia de su hogar, que no la abandonaba.

—Una boda es un momento extraño. Mucha felicidad, pero también muchos cambios.

—Sí que los hay. —La joven respiró hondo y sonrió ante su reflejo—. Es precioso. ¿Cuánto pide por él?

Sam dio una cifra que le parecía un poco por debajo de lo absurdo y ella accedió enseguida. La señora, alarmada, puso los ojos como platos; de haber estado solas, le habría dado a su protegida una seria reprimenda. Como vio que la compra ya había concluido, Sam les sirvió más té y sacó unas galletitas con trozos de pistacho por encima.

—Las hace mi mujer —anunció con orgullo, y procedió a envolver los paquetes y llevárselos a la berlina que esperaba fuera; el lacayo le dio una dirección de la Quinta Avenida a la que podía mandar la cuenta.

Cuando las mujeres se levantaron para irse, Sam se llevó una mano al corazón y le hizo una reverencia a cada una.

—Su visita me honra —dijo—. Si necesitan algo más, vuelvan, por favor.

—Lo haré —respondió con calidez la joven; cuando le estrechó la mano, él notó aquel extraño temblor en sus dedos. Ella miró a su acompañante, que se dirigía ya a la puerta, y bajó la voz—: Señor Hosseini, ¿conoce a muchos de sus vecinos sirios?

—Sí —se sorprendió él—. Llevo aquí mucho tiempo, conozco a todos.

—Entonces me podrá decir…, ¿conoce a un hombre…? —Pero entonces volvió a mirar a la señora que aguardaba junto a la puerta y la pregunta, cualquiera que fuese, se extinguió en sus labios. Sonrió otra vez, con cierta tristeza, y dijo—: Da igual. Gracias, señor Hosseini. Por todo. —La campanilla de la puerta repicó a su paso.

El lacayo ayudó a Sophia a subir al carruaje. Ella se instaló junto a su tía y se arrebujó un poco más en el chal. La salida había sido un éxito; sólo lamentaba haber dado un espectáculo llorando de ese modo. Debía agradecer a su tía que le proporcionara una excusa para las lágrimas, cuando la verdadera causa era muy distinta. «Una reina del desierto»: así se imaginaba a sí misma, en la cama, cuando estaba en brazos de él. Huelga decir que la ironía de su retrato de boda no le había pasado por alto.

Su acalorada tía se abanicaba con los guantes. Se volvió hacia Sophia para decirle algo («Qué calor tan horroroso»), pero se contuvo y se limitó a ofrecerle una tirante sonrisa. Al menos, aquella enfermedad tenía sus ventajas: la recién adquirida incomodidad de sus conocidos la eximía de toda clase de parloteo.

El lacayo puso en marcha la berlina, que se apartó de la acera para integrarse, despacio, en el río de carros.

—¿Vamos a Central Park? —le preguntó su tía—. Seguro que a tu madre no le importará.

—No pasa nada, tía. Prefiero irme a casa. —Sonrió para suavizar la negativa.

Su tía estaba preocupada por ella; todos lo estaban. Nunca había sido una muchacha energética, pero al menos daba paseos, visitaba a sus amigas y hacía cuanto se suponía que debía hacer una joven acaudalada. Ahora, en cambio, se pasaba horas y horas sentada junto al fuego. Sabía que todos la compadecían, pero ella hallaba auténtico consuelo en su prolongada convalecencia. Su madre la había disculpado de todas las funciones sociales (que eran pocas, en todo caso, pues los Winston eran la única familia de renombre que se había quedado en la ciudad). Su padre, indulgente debido a su gran preocupación, le había abierto las puertas de su biblioteca, por lo que al fin pudo leer a placer. Las últimas semanas fueron, en definitiva, de las más apacibles de su vida. Tenía la sensación de estar viviendo dentro de una frágil tregua, de un instante de gracia.

Pero eso iba a terminar pronto; su madre estaba decidida a seguir adelante con los planes de boda. Hasta les había dicho a los padres del novio que los temblores de Sophia iban mejorando, aunque, desde luego, no era el caso; simplemente, la joven había aprendido a disimularlos de forma más efectiva. En cuanto a Charles, de momento se esforzaba por no parecer intimidado ante la visión de su trémula prometida. Siempre que se encontraban, le preguntaba una vez por su salud (y ella siempre buscaba una respuesta que no fuese una falsedad ni una queja) y luego se embarcaba en un veloz aluvión de cumplidos. Ni más ni menos que el tipo de conversación que ella siempre esperó no tener con su marido, y tampoco creía que a él le gustara. Temía que su vida de casada fuese como una mala novela: el joven marido insatisfecho y la heredera enfermiza.

Contempló a los hombres y mujeres que se afanaban con sus asuntos al otro lado de la ventanilla de la berlina, y se preguntó cómo sería perderse entre ellos, la cálida presión de la gente transportándola a algún otro lugar, a algún lugar alejado.

Y fue entonces cuando lo vio.

Aquella mañana, el taller de los hojalateros estaba resultando especialmente sofocante. Cada vez que Arbeely golpeaba el martillo y se oía el toque sordo del metal sobre el metal, parecía haberlo calculado para molestar lo máximo posible. Por eso, cuando Arbeely gruñó que el cuero del martillo se estaba quedando en nada, el genio se ofreció a ir a la tienda de arreos de Clarkson a comprarle un trozo. Era un largo trayecto para tan poca cosa, pero Arbeely no puso objeción; por lo visto, ambos querían que se marchara.

Habían vuelto a discutir, y mucho; esa vez, por Matthew. Arbeely se había enterado de que el chico no tenía padre conocido y, por lo visto, pensaba que el genio debería preocuparse por el bienestar del chico. La consiguiente discusión incluyó frases como «guía moral» o «figura paterna adecuada», y otras igual de inescrutables y que al genio parecían implicarle un insulto. ¿Qué más le daba a Arbeely que Matthew quisiera pasar las tardes con él? Lo cierto, creía el genio, era que Arbeely estaba celoso, ya que Matthew apenas le prestaba atención, aunque obedecía sin rechistar siempre que Arbeely le recordaba lo tarde que era, diciéndole: «Tu madre estará preocupada». Pero era en el banco del genio donde el chico aparecía en silencio cada tarde. Y no era de extrañar: ¿quién pasaría la tarde con Arbeely si podía evitarlo? Cada día que transcurría, el hojalatero se volvía más aguafiestas, y fruncía el ceño de preocupación y descontento, con los ojos hundidos por la falta de sueño. «Estás horrible», le dijo el genio una mañana, y el hombre, a cambio, le lanzó una mirada de sorprendente hostilidad.

Salió del taller y se puso a pensar en su ya habitual desavenencia mientras sorteaba con irritación carros y caballos. Muchos de ellos se habían quedado atascados detrás de una berlina que intentaba apartarse de la acera. La berlina avanzó un poco y el genio echó un vistazo a la ventanilla al pasar.

Era Sophia, indudablemente. Y sin embargo, tuvo que mirar otra vez: pálida y vestida de negro, era evidente que había sufrido algún cambio terrible. De nuevo se acordó de la habitación oscura y envuelta en sábanas. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Acaso estaba enferma?

Ella alzó la vista y lo vio. Sorpresa, aflicción, ira…, todo ello surcó sus rasgos, pero no se ruborizó ni apartó la vista, como habría hecho antaño, sino que le sostuvo la mirada y le ofreció una expresión de tristeza tan desnuda y desvalida, que fue él el primero en desviar la vista.

Al momento, el carruaje pasó de largo. El genio, confuso y perturbado, siguió su camino. Se dijo que era una chica a la que no le faltaban medios y que no le correspondía a él solucionar su problema, fuera cual fuese. Pero no logró deshacerse de la sensación de que, en aquel instante, ella lo había llamado para comunicarle algo.

* * *

Abu Yusuf, sentado en el suelo de la tienda, cogía la mano de su hija.

Ya habían pasado tres días desde que Fadwa enfermó, y en ese lapso apenas se había apartado de su lado. Observaba los dedos durmientes de la joven al raspar el aire, y la escuchaba gemir y musitar sinsentidos. Al principio la habían obligado a abrir los ojos, pero, al echar un vistazo a Abu Yusuf, Fadwa gritó de horror y empezó a asfixiarse; a continuación le vendaron los ojos con un trapo oscuro bien sujeto.

La palabra «poseída» flotaba en el aire rancio de la tienda y asomaba en cada intercambio de miradas, aunque no la articulara ni una sola lengua.

Los hermanos de Abu Yusuf lo reemplazaron en sus tareas sin decir palabra. Fatim se centró en su trabajo, musitando que alguien tenía que alimentar a la familia, que a Fadwa no le serviría de nada que todos se murieran de hambre. Cada tantas horas llevaba un cuenco de yogur diluido a la tienda de su hija y le metía en la boca la mayor cantidad que podía. Trabajaba con los ojos enrojecidos y hablando poco, y sólo le lanzaba alguna mirada a su marido, que, ahí sentado, se culpaba a sí mismo en silencio, tras llegar a la conclusión de que vislumbrar aquel palacio imposible debería haberle puesto en guardia; debería haber tomado a su hija y haberse marchado lejos, muy lejos.

Al final del segundo día, las miradas de Fatim tenían un matiz recriminatorio. «¿Cuánto tiempo te quedarás ahí sentado sin hacer nada?», parecía preguntar. «¿Por qué dejas que sufra si conoces el remedio?». Y un nombre no pronunciado emergió entre ellos: «Wahab ibn Malik».

Él deseó rebatírselo, decirle que era más prudente esperar a ver si Fadwa mejoraba antes de realizar ese viaje. Que no tenía ni idea de si ibn Malik aún estaba vivo. Pero en la mañana del tercer día tuvo que reconocer que ella llevaba razón: Fadwa no mejoraba y su prudencia empezaba a parecer cobardía.

—Ya es suficiente —dijo, y se puso en pie—. Di a mis hermanos que preparen un caballo y un poni. Y tráeme una de las ovejas.

Ella asintió con lúgubre satisfacción y salió de la tienda.

Abu Yusuf preparó provisiones para una semana, colocó a Fadwa encima del poni, le sujetó las manos y la ató a la silla. La cabeza vendada de la chica se bamboleaba y rebotaba como la de un hombre durmiéndose en plena guardia. Ligó la oveja al poni de Fadwa, dejándole mucha cuerda, y luego se montó en su caballo, cogió las riendas del poni y salieron del campamento en lamentable procesión. Nadie salió a despedirse de ellos, sino que el clan los observó desde dentro de las tiendas y junto a los batientes de las puertas, musitando plegarias en silencio para que regresaran sanos y salvos, o para protegerlos del mismo hombre al que iban a buscar. Sólo Fatim permaneció fuera de la tienda, mirando hasta que su marido y su hija desaparecieron.

La caverna de ibn Malik se encontraba en las colinas occidentales, en una pendiente rocosa azotada por el viento. Pocos miembros del clan se habían aventurado alguna vez en esa dirección, ya que no había pasto ni sitio donde acampar. Ya cuando Abu Yusuf era niño (y todavía nadie lo llamaba así, sino sólo Jalal ibn Karim), «poner rumbo al oeste» era un eufemismo con que los del clan se referían a ir a ver a Wahab ibn Malik. Los padres ponían rumbo al oeste con sus hijos gravemente enfermos o que precisaban un exorcismo; las esposas estériles ponían rumbo al oeste con sus maridos y pronto concebían un hijo. Pero ibn Malik siempre se quedaba algo a cambio, de la persona sanada o de quienes se la habían llevado, y no sólo una o dos cabras, sino algo intangible y necesario. El padre del niño exorcizado no volvía a hablar. La mujer embarazada se quedaba ciega durante el parto. Nadie se quejaba de las pérdidas, pues eran las deudas que se cobraba ibn Malik y todo el mundo lo sabía.

El primo del propio Abu Yusuf, Aziz, tuvo que pagar una de ellas. Aziz era nueve años mayor que el joven Jalal, y alto y fuerte y apuesto. Todos los hombres del clan eran capaces de montar un caballo como si hubieran nacido en la silla, pero Aziz cabalgaba como un Dios y Jalal lo adoraba por ello. Jalal había salido con las ovejas de su padre el día en que el caballo de Aziz tropezó con un hoyo y el jinete salió despedido y se rompió la espalda y el cuello. Aziz se pasó un día al borde de la muerte, hasta que su padre decidió poner rumbo al oeste. Como no había forma de arrastrar una litera por la rocosa ladera, se marchó él solo y volvió con un saco de cataplasmas. Al ponérselas, los huesos de Aziz sanaron y su fiebre desapareció; al cabo de una semana, ya estaba en pie y caminando. Pero, desde entonces, todo caballo que se le acercaba se espantaba al verlo. Los pocos a los que logró tocar relinchaban de terror y echaban espuma por la boca. Aziz al-Hadid, señor de los caballos, nunca volvió a montar, y se convirtió en una sombra de lo que había sido. Con todo, al menos sobrevivió.

Poco a poco avanzaban hacia el oeste. Cada pocas horas, Abu Yusuf inclinaba un odre con agua sobre los labios de Fadwa y le daba unas cucharadas de yogur. A veces, ella lo escupía; otras, lo engullía como muerta de hambre. El terreno llano de las estepas pronto dio paso a colinas empinadas y a cumbres bajas y escarpadas. Avanzar resultaba complicado y la oveja empezaba a rebelarse. Cuando vio que ésta ya no podría seguir, Abu Yusuf desmontó, se agachó junto al apurado animal y le partió el cráneo con una roca. Tenía que desangrarla enseguida, o su sangre se convertiría en veneno; sin embargo, si lo hacía allí atraería a todos los chacales de las colinas. Amarró la res muerta al lomo de su caballo y siguieron adelante.

Se estaba haciendo de noche cuando la caverna de ibn Malik surgió ante su vista. Con los ojos entornados contra los últimos rayos de sol, Abu Yusuf distinguió una silueta menuda y delgada, sentada con las piernas cruzadas sobre la roca plana que había al lado de su entrada. Estaba vivo. Y sabía que iban a venir. Por supuesto que lo sabía.

Wahab ibn Malik ya estaba en la treintena cuando el primo de Abu Yusuf sufrió el accidente. Aun así, a medida que se acercaban, a Abu Yusuf le impactó el aspecto del hombre que los esperaba, pues parecía poco más que un esqueleto con piel y ojos amarillos. Se levantó al verlos llegar, desplegándose con gestos arácnidos; entonces, Abu Yusuf vio que iba desnudo salvo por un taparrabos raído y se volvió hacia Fadwa, pero ésta, por supuesto, no podía ver nada al llevar los ojos vendados.

Desmontó, desató la oveja muerta del caballo y, meciéndola en sus brazos, la acercó a ibn Malik y la dejó a sus pies. El hombre le sonrió a Abu Yusuf, dejando al descubierto unos dientes oscuros y rotos, y miró a Fadwa, todavía sujeta al poni.

—Quieres un exorcismo —afirmó ibn Malik.

Tenía una voz sorprendente: profunda y plena, como si no procediera de su cuerpo.

—Sí —respondió con nerviosismo Abu Yusuf—. Si crees que hay esperanza.

Ibn Malik se rió.

—Nunca hay esperanza, Jalal ibn Karim. Sólo hay lo que puede hacerse y lo que no. —Señaló a la chica con un gesto de cabeza—. Bájala de ahí y sígueme. Entonces veremos lo que se puede hacer.

Se agachó, levantó dos patas de la oveja muerta y se la llevó a rastras al interior de la caverna.

Lo que Abu Yusuf había tomado por una cueva pequeña sólo era el primero de una serie de nichos encadenados e iluminados con antorchas, que se adentraban mucho en el risco. Mientras seguían a ibn Malik, Fadwa musitó y se revolvió en brazos de su padre, tratando de escapar de algo que sólo ella podía ver. Las antorchas encendidas olían a grasa animal y despedían un humo negro y oleoso que colmaba los pasadizos.

En una de las cuevas más pequeñas, ibn Malik le indicó a Abu Yusuf con un gesto que dejara a Fadwa en un tosco jergón. Así lo hizo, intentando ignorar la suciedad que reinaba en el lugar, y observó con impotencia cómo ibn Malik iniciaba su reconocimiento. Fadwa se intentó zafar del hombre hasta que éste le metió algo en la boca que la aplacó y la relajó. Entonces empezó a quitarle la ropa. Y pese a que sus maneras eran por completo desapasionadas, Abu Yusuf deseó apartarlo de ella y abrirle el cráneo como había hecho con la oveja.

—Sólo su mente ha sido violada, no su cuerpo —acabó por decir ibn Malik—. Te complacerá saber que sigue siendo virgen.

Un sofoco momentáneo cruzó la expresión de Abu Yusuf.

—Continúa —musitó.

Ibn Malik le retiró la venda y le levantó un párpado y luego el otro. Abu Yusuf se estremeció, pues se esperaba que su hija gritara o vomitara, pero permaneció callada y quieta.

—Interesante —dijo ibn Malik, casi en un ronroneo.

—¿Qué es?

El esquelético hombre le indicó que se callara, con un gesto tan absurdamente parecido al de Fatim que a Abu Yusuf le entraron ganas de reírse, un impulso que se le pasó en cuanto ibn Malik se colocó a horcajadas encima de la chica. Con ambas manos le levantó los dos párpados a la vez; su sucia frente descendió hasta tocar la de ella. Largos minutos se estuvieron mirando el uno al otro en lo más profundo de los ojos. Ninguno pestañeó, ni pareció respirar siquiera. Abu Yusuf se dio la vuelta, pues no quería ver a ibn Malik sobre el pecho de su hija como un grotesco insecto. El humo de la antorcha se le metía en la nariz y se le coagulaba en los pulmones, provocándole mareo. Se apoyó en el áspero muro y cerró los ojos.

Al rato (no sabía cuánto) oyó un movimiento; se dio la vuelta y vio que ibn Malik se apartaba de su hija.

—He estado esperando esto —declaró el hechicero— toda mi vida.

—¿La puedes curar? —preguntó sombríamente Abu Yusuf.

—Sí, sí, es fácil —respondió el otro con impaciencia—. Pero todavía no —indicó mientras a Abu Yusuf le flaqueaban las rodillas, con lágrimas brotándole de los ojos—. No, todavía no. Aquí hay algo más grande. Lo tengo que pensar detenidamente. Necesitamos un plan, una estrategia.

—¿Una estrategia para qué?

La sonrisa quebrada de ibn Malik afloró un instante.

—Para capturar al genio que le ha hecho esto a tu hija.