MISTERIOSO ATAQUE EN LA SALA DE BAILE
«Víctima de asaltante desconocido a punto de morir mientras la policía investiga testimonios contradictorios y desconcertantes.
»Las autoridades están desorientadas con el extraño caso de Irving Wasserman, judío de 21 años y residente en Allen Street. Hace tres noches, Wasserman fue víctima de los golpes infligidos por uno o varios desconocidos en la parte de atrás del Grand Casino de Broome Street, una sala de baile muy popular entre la juventud hebrea de la zona. Los testigos que se encontraron al herido pidieron ayuda, pero el asaltante o los asaltantes huyeron de la escena y desaparecieron. A día de hoy, Wasserman se encuentra al borde de la muerte en el hospital Beth Israel.
»Según la policía, las descripciones de los testigos, en su mayoría jóvenes que deambulaban por el exterior de la sala de baile, son de poca utilidad. Algunos describieron al asaltante como un hombre, otros como una mujer y otros incluso como un hombre vestido de mujer. Hay también quien afirma que fueron dos, y no uno, los asaltantes que abandonaron la escena. Después de examinar a la víctima en el Beth Israel, el doctor Philip White declaró que, a su parecer, las heridas eran demasiado graves y numerosas para ser obra de un solo hombre, y en ningún caso de una mujer. “Si no conociera las circunstancias, creería que lo ha atropellado un caballo”, afirmó el médico.
»El encargado del caso, el sargento George Kilpatrick, pronto averiguó que Wasserman es famoso en el barrio por sus numerosas aventuras amorosas y que esa noche fue visto discutiendo con una de sus novias. Se baraja la teoría de que amigos o parientes de la chica ajustaran cuentas con Wasserman, aunque la chica en cuestión lo niega rotundamente. El sargento ha dado a entender que quienes se refieren a un asaltante femenino intentan confundir a la policía. De momento, se sigue investigando el caso».
* * *
La primavera iba tocando a su fin. En Central Park, chicos con sombrero de paja remaban en las barcas que habían alquilado, mientras sus enamoradas miraban las orillas desde proa en busca de amigas y rivales. En Coney Island, parejas jóvenes comían perritos calientes de diez centavos mientras sus hijos correteaban dando gritos por la playa. En el nuevo túnel subterráneo que pasaba por debajo de la bahía, hombres sudados recorrían tramos de carrera, ignorando el peso mortal del agua sobre sus cabezas.
Era como si todo el mundo hubiera rejuvenecido con el cambio de estación…, excepto un hombre: hacía semanas que Yehudah Schaalman había visto a la golem en la panadería de Radzin y había sentido el tirón del conjuro zahorí; desde entonces, había caído en una oscura depresión. Se pasó noches en vela en ese catre tan delgado, cavilando sin cesar. ¿Era ella el objetivo de su búsqueda? ¡Imposible! ¡Si no era más que un golem! Inteligente y, por lo visto, dotado de capacidades que él no había previsto, pero un golem a pesar de todo, concebido para bregar y proteger. Él podría crear una docena igual si quisiera. Y en cambio, al verla, el conjuro se había activado. El sueño que tuvo en Konin le susurró que la vida eterna podía encontrarse en algún lugar de Nueva York; ¿y acaso un golem, prácticamente invulnerable y no sujeto a una vida limitada, no gozaba de una especie de vida eterna?
Dando vueltas y más vueltas, con las sábanas enrolladas en torno a su huesuda silueta, se preguntaba si el Todopoderoso estaría jugando con él. ¿Qué podía hacer? Ni siquiera podía seguirla, o la pondría sobre la pista de sus pensamientos. Y entretanto el Ángel de la Muerte se le iba acercando.
«Basta», se dijo. De nada le iba a servir la autocompasión. ¿Y qué si el conjuro zahorí había señalado a su golem? Ese conjuro era una creación suya que aún no había puesto a prueba, lo cual, en el mejor de los casos, era sinónimo de imprecisión. Tal vez se tratara de una simple respuesta a los orígenes de la golem, al conocimiento inmortal de la mística judía de siglos pasados. Era una esperanza muy débil, sí, pero no podía cejar en su empeño. De lo contrario, ya podía poner fin a su propia vida y reconocerle al Todopoderoso Su victoria.
Así pues, alimentado por su terca fuerza de voluntad y poco más, Schaalman reanudó su búsqueda. Igual que antes, volvió a las sinagogas ortodoxas más antiguas, las de los rabinos más versados y las mayores bibliotecas. En cada una pedía audiencia con el rabino principal y se presentaba como un maestro de yeshiva recién llegado a Estados Unidos e interesado en ofrecerse voluntario para cuanto pudieran necesitar. ¿Qué podía contarle el rabino sobre la congregación? ¿Se ceñía a las viejas costumbres, a las enseñanzas tradicionales?
Cada rabino, emocionado ante el inesperado ofrecimiento («¿Voluntario, dice?»), se llevaba a Schaalman al despacho y le describía las virtudes de su congregación y le explicaba cuánto luchaba contra el laicismo y las malsanas y modernas influencias. Algunas congregaciones hasta empezaban a plantearse permitir el consumo de rapé durante el sermón, ¿se lo podía imaginar? Schaalman asentía con expresión de lástima y le daba una palmadita en la mano al rabino de un modo muy particular. Éste se quedaba callado y quieto, con cara de ensoñación.
«Su libro más preciado», decía Schaalman. «El peligroso, el que les oculta a sus colegas. ¿Dónde lo guarda?».
Los primeros rabinos contestaron: «No tengo ningún libro así»; Schaalman los soltaba y veía cómo se apartaban pestañeando, confusos. Se despedía y seguía su camino. Hasta que un rabino dijo: «Ya no».
«Interesante», pensó Schaalman.
«¿Qué ha ocurrido con él?».
«Avram Meyer, Dios lo tenga en su gloria, se lo llevó».
«¿Por qué se lo llevó?».
«No me lo dijo».
«¿Y dónde está el libro?».
«Ojalá lo supiera».
Soltó al hombre, sin atreverse a hacer más preguntas (el conjuro, en grandes cantidades, causaba daños permanentes y no quería dejar una estela de rabinos atontados a su paso). Se preguntó quién sería Avram Meyer y qué le habría pasado.
Al día siguiente, otro rabino le dijo exactamente lo mismo. Y luego, un tercero. A finales de semana, cinco rabinos le habían comunicado el robo de su volumen más preciado por parte de Avram Meyer, ya fallecido. Empezó a pensar en Meyer como un adversario más allá de la tumba, un espíritu entrometido que iba por la ciudad unos pasos por delante de él, olisqueando libros y afanándolos.
Con el último rabino, Schaalman osó añadir una pregunta más a la entrevista: ¿Tenía parientes ese tal Meyer?
«Un sobrino», le contestó el rabino hechizado. «Apóstata. Michael Levy, hijo de su hermana».
Cuando Schaalman dejó la sinagoga, su mente trabajaba a toda prisa. Era un nombre ridículamente común; sólo en el Lower East Side debía de haber más de cien Michael Levys. Sin embargo, supo quién era.
En el albergue, el hombre en cuestión se encontraba, como de costumbre, en su despacho, rebuscando entre papeles. Su figura desprendía una energía renovada que Schaalman no había percibido antes. Aunque lo cierto era que no le había prestado a Levy ninguna atención.
—Me han dicho que tenía usted un tío llamado Avram Meyer —empezó Schaalman.
Michael alzó la vista, sorprendido.
—Sí. Murió el año pasado. ¿Quién se lo ha contado?
—Un rabino al que he conocido por casualidad. Le he mencionado que trabajo en el albergue y hemos hablado de usted.
Michael sonrió con ironía.
—Seguro que con poco entusiasmo —dijo—. Mi tío y sus amigos querían que me hiciera rabino. Pero yo tomé otro camino.
—Dice que su tío tenía una biblioteca privada maravillosa. —Se la jugó, aunque usando su intuición—. Sólo lo menciono porque estoy buscando un libro.
—Ojalá pudiera ayudarle —contestó Michael—. Doné todos sus libros a la beneficencia. Se han enviado a congregaciones del oeste. Dispersados con el viento, supongo.
—Ya —dijo Schaalman, manteniendo un tono ligero—. Qué pena.
—¿Qué libro es?
—Oh, uno de mis días de escuela. Me estoy haciendo viejo; de vez en cuando me dan arrebatos sentimentales.
Michael sonrió.
—Es extraño que mencione a mi tío, ¿sabe? Últimamente he pensado mucho en él y, en parte, tiene que ver con usted.
Se sobresaltó.
—¿Y eso?
—Me recuerda a él, en cierto modo. Me hubiera gustado que se conocieran antes de que muriera.
—Sí —admitió Schaalman—. A mí también me habría gustado.
—Y está lo de la boda, claro; será extraño no tenerle allí. —Ante la expresión despistada de Schaalman, Michael se rió, incrédulo—. Joseph, ¿no se lo he contado? Santo Dios, ¿dónde tengo la cabeza? ¡Me caso!
Schaalman exhibió una amplia sonrisa.
—¡Felicidades! ¿Y quién es la afortunada novia?
—Se llama Chava, trabaja en la panadería Radzin. De hecho, nos presentó mi tío. Cuando llegó a América, acababa de enviudar. Mi tío se convirtió en su guardián, por así decirlo. —Y, entonces—: Joseph, ¿se encuentra bien?
—Sí. Sí, estoy bien. —Su propia voz le sonó débil y remota—. Demasiado rato de pie, quizás. Tendría que descansar antes de la cena.
—¡Por supuesto, por supuesto! No descuide su salud, Joseph. Si le hago trabajar demasiado, dígamelo.
Schaalman le sonrió a su jefe y salió por la puerta con paso vacilante.
Salió a la calle y caminó sin rumbo, como los restos de un naufragio, en el torbellino de la multitud. Era viernes y se estaba poniendo el sol. «Bienvenida la novia sabbat», pensó Schaalman, y tosió con una especie de risa. Se esfumaba toda esperanza de que el conjuro zahorí se hubiera equivocado. La Creación estaba agitando a su propio golem delante de su cara, como un juguetito para hacer saltar a un gato. Y el viejo bobo de Schaalman, danzando como un idiota; ya intentó una vez ser más listo que el Todopoderoso.
Las atracciones nocturnas del Lower East Side estaban despertando para la acción. Clientes con sus mejores galas abarrotaban las salidas de los teatros y las salas de baile, y los casinos y los bares arrojaban una luz tenue y amarilla a la calle. Pero Schaalman apenas se daba cuenta de nada. Alguien se topó con él y un cuchillo le rajó el bolsillo izquierdo del pantalón. Miró cómo huía el ladrón, sin hacer nada por seguirle, pues llevaba la cartera en el otro lado; pero, aunque le hubieran robado, no se habría quejado: aquel lugar era un reflejo del Infierno, del Sheol, el Pozo del Abandono. Una simple muestra de lo que estaba por llegar.
El gentío lo llevó como en volandas hasta depositarlo en la puerta de un bar, en el que entró y ocupó una mesa. Allí, un hombre con el delantal sucio le plantó delante una bebida, una cerveza aguada que sabía a posos y trementina. Él se la tragó, seguida de otra y de un whisky. Una chica con una peluca de rizos rubios y poco más se sentó a su lado, le preguntó algo coquetamente en inglés y le puso una mano en el muslo. Él negó con la cabeza, enterró el rostro en el cuello de ella y se puso a sollozar.
Al final, la joven se lo llevó escaleras arriba, a un miserable dormitorio en el que lo tumbó sobre el colchón de muelles antes de quitarle los pantalones. Él observó con indiferencia cómo ella encontraba la cartera, fruncía el ceño al ver el contenido y se quedaba con todos los billetes salvo uno. Después se le subió encima. Y dio comienzo un espectáculo mudo, una bufonada del acto del amor; pero, como él no reaccionaba, ella no tardó en darse por vencida. Se encogió de hombros, buscó detrás del colchón y sacó una bandeja de esmalte negro desconchado. Encima había una pipa delgada, una lámpara de aceite achaparrada, una aguja de metal y varios montoncitos de algo que parecía alquitrán. La chica encendió la lámpara, pinchó uno de los montones con la aguja y lo sostuvo sobre la llama. Cuando empezó a humear, lo metió dentro de la pipa, se llevó ésta a los labios e inhaló profundamente. Cerró los ojos parpadeando, con una expresión que parecía de placer; al abrirlos, vio a Schaalman observándola. Con una sonrisa, le preparó otra vez la pipa y se la pasó.
El humo, áspero y cáustico, le provocó mareo. Durante un buen rato creyó que iba a vomitar. Luego, su cuerpo se relajó y una lenta y deliciosa lasitud se fue apropiando de sus miembros hasta que, a los pocos minutos, su desesperación quedó completamente sofocada por una intensa sensación de calma y bienestar. Bajó los párpados y empezó a sonreír.
La chica, al verlo, soltó una risita, y también empezó a cerrar los ojos. Pronto se quedó dormida. Él se la quedó mirando y se dio cuenta de que no era tan joven como había creído: el rubor de sus mejillas era básicamente maquillaje, y la piel, debajo, se veía cetrina y con arrugas. Pero lo mismo daba; ahora se percataba de que el mundo material era sólo una ilusión, fina como una tela de araña. Miró alrededor con sereno asombro. Encontró sus pantalones, recuperó su dinero y se marchó.
Cruzó el pasillo oscuro hacia la escalera de incendios, y estaba a punto de bajar a la calle cuando oyó voces y pasos arriba. Una perezosa curiosidad le llevó a subir la oxidada escalera hasta el tejado, el cual, para su sorpresa, halló densamente poblado. Una docena de chicos fumaban cigarrillos mientras varias chicas con harapos se susurraban cosas unas a las otras. Cerca, un grupo de niños jugaba a dados a la luz de unos faroles.
Al asomarse al tejado, sintió por segunda vez el intensísimo tirón de su conjuro zahorí. Ni siquiera estando tan alterado tuvo dudas. Cada hombre, cada mujer y cada niño, incluso el tejado en sí, todo parecía tan interesante que podía más que él; tan fascinante, que le embargaba el alma.
La alegría lo desbordaba, hasta el punto de que creyó echarse a llorar otra vez. Deambuló por el tejado, mirando cada uno de los rostros y tratando de averiguar el significado. Un hombre, incomodado por las miradas de Schaalman, alzó el puño a modo de advertencia, pero él se limitó a sonreír como en un sueño y continuó.
El borde del tejado lindaba con el edificio contiguo, y el tejado de éste también rebosaba de hombres y mujeres que le resultaron fascinantes sin saber por qué. Saltó por encima del bajo saliente que mediaba entre los edificios, ignorando las protestas y crujidos de sus huesos. La euforia del opio se iba disipando, pero se imponía una nueva sensación de arrojo. ¿Qué podía hacer sino seguir la pista y ver adónde le llevaba?
Pronto se encontró pasando de un tejado a otro, decidiendo adónde ir según lo que sentía. Se hallaba ya en pleno Bowery, lejos de los barrios judíos. ¿Qué pintaba su golem ahí? ¿O acaso (y aquí, subyacente a su calma, sintió unas primeras punzadas de excitación) estaba siguiendo otra pista? ¿Se trataba de otro elemento, del que la golem sólo formaba parte?
Al fin fue a parar a un tejado sin otra salida que el oscuro hueco de la escalera. Bajó a la calle, miró alrededor y, delante de sus narices, vio un letrero colgado encima de un escaparate: CONROY, decía. Desde fuera sólo parecía un apretado estanco; sin embargo, en cada esquina del letrero había un par de símbolos: un sol abrasador eclipsado por una luna creciente, que eran, desde hacía siglos, los emblemas alquímicos del oro y la plata. Dudó de que estuvieran allí por casualidad.
Cuando entró, una campanilla sonó sobre la puerta. El hombre al otro lado del mostrador (Conroy, en principio) era menudo y de hombros estrechos, y llevaba unos delgados anteojos sobre la nariz. Cuando levantó la vista para examinar al nuevo cliente, Schaalman vio en su dura mirada y en sus gestos escuetos la cautela del convicto, y supo que el otro podía ver lo mismo en él. Se observaron un momento, sin que ninguno hablara. Conroy preguntó algo; Schaalman negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
—No inglés —dijo. El otro aguardó, dubitativo y receloso. Schaalman se paró a pensar y añadió—: Michael Levy. —Conroy frunció el ceño y sacudió la cabeza—. ¿Avram Meyer? ¿Chava? —La misma respuesta. Schaalman calló un instante antes de insistir—: ¿Golem?
Conroy volvió las manos hacia arriba, a todas luces desconcertado; con un suspiro, Schaalman asintió para darle las gracias y se fue. Le hubiera gustado asomarse al interior de la mente de ese hombre, pero Conroy no era un rabino confiado al que pudiera hechizar con un toque en la muñeca. Ahí había algo, un extraño y enredado misterio que esperaba ser resuelto. Se volvió a adentrar entre la multitud del Bowery, rumbo al albergue y a su catre, con el corazón más ligero de lo que había estado en semanas.
* * *
Muy al norte, en la parte más señorial de la Quinta Avenida, la mansión de los Winston bullía de frenética actividad, ya que todo el mundo llevaba semanas preparándose para el traslado a la residencia de verano, a la finca familiar y costera de Rhode Island. La vajilla de porcelana estaba envuelta y empaquetada, y los baúles, llenos de ropa. Sólo aguardaban a que la señora Winston y la señorita Sophia volvieran de su largo viaje a Europa, regalo de Francis Winston para su hija en vísperas de su boda.
Pero entonces llegó una inesperada noticia: al final, los Winston no veranearían en Rhode Island. Por lo visto, se quedarían todos en Nueva York.
De modo que los criados, intercambiando oscuras miradas de decepción, deshicieron los baúles y volvieron a llenar la despensa. No se comunicó el motivo del cambio, pero los rumores llegaron hasta las habitaciones inferiores: al parecer, la señorita Sophia se había puesto enferma en París. Aun así, era raro; ¿no serían mejor para una convaleciente las brisas de Narragansett que los nocivos vapores que había en Manhattan durante el verano? Pero la orden ya estaba dada y no había nada que hacer. Así pues, destaparon los muebles del dormitorio de Sophia, quitaron el polvo y limpiaron los objetos diseminados sobre su tocador: cajas, botellas, chucherías y el pajarito de oro enjaulado.
Mientras, la joven en cuestión se estremecía sentada en la cubierta del Oceanic, bien envuelta en mantas y con una taza de caldo caliente entre las manos. Era por la mañana y su madre aún dormía en el camarote. Sophia se había despertado a primera hora y se había quedado mirando el techo hasta que un incipiente mareo la sacó a cubierta. La constante sensación de frío empeoraba al aire libre, pero al menos podría ver el horizonte. Y era un alivio alejarse de su madre, que llevaba meses sin apartarse apenas de su lado: desde el momento en que se encontró a Sophia desmayada en el suelo de su piso alquilado junto al Sena, con el cuerpo convulso por la fiebre y la falda manchada de sangre, igual que la alfombra.
La enfermedad se había iniciado semanas atrás, antes incluso de zarpar a Europa. Al principio fue sólo una punzada de calor, rara e incómoda, en el estómago. Durante un tiempo lo atribuyó al estrés de los planes de boda: su madre ya no hablaba de otra cosa que listas de invitados y ajuares e itinerarios de luna de miel, desde la salida hasta la puesta de sol, de modo que a Sophia se le hizo odiosa la sola palabra «boda». Pero entonces la punzada fue a más, y ella empezó a preguntarse si le estaría pasando algo malo.
Cuando llegaron a la lluviosa Francia, aquello ya era como un ascua, un horno minúsculo que ardía en su interior. La asaltaba, además, una curiosa energía que la hacía pasearse nerviosa de habitación en habitación, confinada por el horrible clima. Se dedicó a abrir los postigos de su cuarto para que la bruma del Sena entrara y la empapara. Pero hasta que su madre no comentó que habría que buscar una niñera con vistas a la eventual maternidad de Sophia («nunca es demasiado pronto para pensar en estas cosas»), la joven no se dio cuenta de que no recordaba su última menstruación.
Por fortuna, la señora Winston interpretó la expresión de pavor de su hija como miedo a sus inminentes deberes de esposa. De modo que se la llevó a un lado y, en una desacostumbrada muestra de ternura, le habló de sus propios temores de antaño, de que en su mayoría resultaron infundados y de lo pronto que llegó a regocijarse con las intimidades del matrimonio. Era lo más íntimo y vulnerable que la señora Winston se había mostrado nunca con su hija, pero la chica no oyó ni una palabra. Se disculpó y corrió a su dormitorio, donde se puso a dar vueltas con una mano sobre su fuego interior, contando las semanas desde la última vez que ese hombre llamado Ahmad la había visitado. Hacía más de tres meses.
Dios santo, ¿era posible? Por otro lado, ¿qué era aquello? No sentía ninguno de los supuestos síntomas del embarazo, ni náuseas ni fatiga. Nada más lejos; se sentía como si pudiera volar. Sin embargo, su periodo se negaba a llegar.
Tenía que hacer algo, pero ¿qué? A su madre no podía decirle nada. En Nueva York tenía amistades que la ayudarían, pero en París no conocía a nadie; además, casi no hablaba el francés, apenas lo suficiente para pedir leche con el té. Acalorada y enferma de preocupación, se plantó en medio del dormitorio, se llevó un puño al estómago y cerró los ojos. «Vete», pensó. «Me estás matando».
Entre la oscura bruma de la desesperación y el calor, notó algo que se movía ahí dentro. El ardor le subió en espiral por la columna y llenó su mente con un pequeño aleteo asustado, que sonó como la llama de una vela azotada por la brisa. De golpe, supo que había algo atrapado en su interior, algo diminuto y a medio formar que se estaba ahogando en su cuerpo, aunque a ella la quemara. Y ninguno de los dos podía hacer nada.
«Oh», pensó. «Pobrecillo».
Impotente, notó cómo se consumía y emergía…
Cuando Sophia volvió a abrir los ojos, estaba en una cama de hospital con su madre a su lado, dormida en una silla. Se sintió débil y vaciada, como una cáscara seca sacudida por un viento otoñal, y se puso a temblar.
El médico dijo, en un excelente inglés, que no había sido más que un engrosamiento poco corriente del interior del útero y que su cuerpo ya lo había resuelto por sí mismo; no habían quedado daños y no había ningún motivo por el que la madre de Sophia no pudiera ser abuela algún día. Mientras la señora Winston sollozaba de alivio, el médico se acercó a la joven para murmurarle: «Tenga más cuidado la próxima vez, non?», antes de sonreír y marcharse.
Pero Sophia no paraba de temblar. Un remanente en forma de anemia, según los médicos, que pronto cesaría. Sin embargo, pasaron días y semanas y continuaba temblando, con tal violencia a veces que apenas se sostenía en pie; era como si su cuerpo se hubiera acostumbrado al calor y ahora se negara a readaptarse.
Sin saber muy bien qué hacer con ella, la mandaron a Alemania, al balneario de Baden, donde una enfermera la bañaba en estanques de agua humeante y la atiborraba de reconstituyentes. Allí encontró un alivio momentáneo, pues el agua mineral caliente proporcionaba un tibio placer; si la hubieran dejado, se habría quedado en esas estancias de cálida sequedad hasta momificarse. Pero, en cuanto salía, se volvía a helar. Los médicos alemanes, como los franceses, acabaron lavándose las manos, y cuando la señora Winston exigió una explicación, vinieron a decir que cualquier posible resto de la enfermedad radicaba no en el cuerpo sino en la mente de su hija. Peor aún, Sophia se lo llegó a creer a medias; tumbada en la cama, inmóvil bajo las mantas, se preguntaba si, en efecto, no la habría abandonado el juicio en aquella habitación de París; aunque, muy en el fondo, conocía la verdad de lo que había sentido.
La señora Winston se negaba a tolerar la menor insinuación de que su hija estaba mal de la cabeza; si los médicos europeos no servían de ayuda, entonces se irían de Europa. En cuanto al compromiso de Sophia, nada hacía pensar que hubiera que modificarlo o posponerlo; su enfermedad pertenecía a la categoría de esos hechos que más vale callar, como el tío fallecido en un manicomio o la prima que se casó con un católico.
En su único acto de rebeldía, Sophia declaró que sólo se iría de Europa si podía volver a Nueva York, donde, al menos, estaría caliente, y no a la horrenda mansión de Rhode Island, llena de corrientes de aire. Su madre se opuso y calificó la idea de ridícula, pero un telegrama de su padre decantó la batalla en favor de Sophia. Hasta entonces, ésta no se había acordado de él, sentado en su estudio durante meses a la espera de noticias sobre la enfermedad de su hija; y su corazón voló a su lado.
A Charles Townsend, su prometido, Sophia le escribió que había sufrido una breve enfermedad en Francia y que se había ido a Baden a tomar las aguas. Para entretenerle, le describió las costumbres más exasperantemente teutónicas del personal del balneario. Charles respondió con las más formales muestras de afecto, le deseó una pronta recuperación y remató con algunos comentarios irónicos sobre el pesado verano que se avecinaba. Era un joven de lo más agradable, y guapo, desde luego. Pero no se podía negar que eran casi unos desconocidos.
Sophia contempló el océano para intentar relajarse. Suspiró y dio un sorbo al caldo que se enfriaba, y se preguntó con desapego qué pensaría Charles cuando la viera temblar. Sabía que tendría que estar más preocupada por esas cosas, pero no lograba que la interesasen. Alguna que otra vez rememoraba los momentos previos a su desmayo y una pena cruda e inconcreta crecía en su interior. Se sentía como una vieja triste, recubierta de mantas. Y aún no había cumplido los veinte.
Ojalá pudiera culpar al hombre que había trepado a su balcón, pero no podía hacerlo; no, si quería ser justa. Él no la había forzado, ni siquiera la había presionado. Sólo se había presentado como una oportunidad, con tal seguridad que todo pareció lo más natural del mundo. Otra mujer quizá lo habría buscado para contarle lo que había hecho, pero ella se estremecía sólo de pensarlo. No, no había perdido su orgullo; tan sólo su salud.
Con el rabillo del ojo vio a su madre saliendo a cubierta. Cerró los párpados y fingió dormir. Unos cuantos días más de travesía y ya estaría en casa, donde se podría encerrar todo el tiempo que quisiera en su dormitorio, frente al fuego. Y esta vez se aseguraría de que el balcón estuviera cerrado a cal y canto.
* * *
Ataviada con un traje de novia blanco, la golem, sentada en la cama, aguardaba con las manos enguantadas y dobladas en el regazo a oír los pasos en la escalera que le indicaran que alguien subía para llevarla junto al novio.
Ella misma se había hecho el vestido. El corpiño de cuello alto estaba adornado con encaje y bordado, y el talle debía su forma a docenas de minúsculos fruncidos. En el espejo, parecía incluso demasiado delicado para su sólida figura. Sabía que Michael consideraba esos vestidos una extravagancia poco práctica, pero se lo había confeccionado para sí misma, no para él. Y había realizado un trabajo minucioso, transmitiendo a cada puntada su determinación de hacer que ese acuerdo funcionara, de ceñirse al camino que se había fijado. Aun así, se negaba a llevar velo; acudiría a su boda con los ojos descubiertos.
En la sala de abajo se oían ruidos: voces de hombres que se reían juntos. Casi era la hora.
Se presionó el pecho con una mano y notó la forma sólida del medallón debajo del corpiño. Dentro, en lugar del trozo de papel extraviado, había una noticia de periódico doblada: MISTERIOSO ATAQUE EN LA SALA DE BAILE, rezaba el titular. Lo llevaba como recordatorio de los errores cometidos y del camino que estaba dejando atrás.
Había repasado todos los periódicos, pero no había más noticias sobre el estado de Irving. No tenía ni idea de si seguía vivo, ni de si seguían buscando al agresor. Ya había transcurrido un mes y, cada vez que salía a la calle, aún esperaba que la detuvieran.
Después de aquella noche, Anna no había vuelto al trabajo. Los Radzin enviaron a Abie a su casa y la casera le informó de que la chica había hecho las maletas y se había ido sin decir palabra. La señora Radzin se declaró enferma de preocupación, pero el señor Radzin dijo que tenía un negocio que regentar y que una tal Ruby ocuparía muy pronto el lugar de Anna detrás del mostrador. Ruby era sosa y tenía ojos de cordero, y se carcajeaba nerviosa sólo con que se te ocurriera mirarla; pero era obediente y hablaba poco y al señor Radzin le bastaba con eso para tolerarla.
Ahora, Ruby y los Radzin estaban en la sala de abajo, con la casera, Michael y el pequeño grupo de amigos de éste. «¿No quieres invitar a nadie más?», le había preguntado Michael. Ella sonrió al verle inquieto y negó con la cabeza. ¿Quién más podía haber? Nadie en absoluto, salvo el hombre que mejor la conocía.
Frunció el ceño y se atusó la falda, como si quisiera sacudirse algo de encima. Ahora tendría que ir con cuidado, no podía arruinar su oportunidad de buenas a primeras. Apartaría cualquier pensamiento que le asaltara relacionado con el genio y bajo ningún concepto especularía sobre lo que habría opinado de ese matrimonio, en caso de enterarse.
Al abrirse la puerta se sobresaltó. Un hombre flaco y mayor, con traje oscuro, esperaba en el umbral.
—Usted debe de ser el señor Schall —dijo ella—. Michael me ha hablado mucho de usted.
El viejo mostró una sonrisa bondadosa.
—Por favor, llámeme Joseph.
La golem se levantó y puso una mano sobre el brazo que él le ofrecía; le sacaba media cabeza, pero aun así se sintió pequeña e insegura. ¿La traicionarían los nervios, al final? No; enderezó la espalda, se agarró con firmeza e hizo acopio de valor para dar un paso al frente. Juntos, salieron del dormitorio.
* * *
Yehudah Schaalman acompañó a la golem al salón de abajo, procurando no perder la compostura, cosa que le resultaba difícil, pues se le estaba escapando la risa. El día en que Michael Levy le pidió que ocupara el puesto del padre de la novia, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para mantener una expresión inalterable. «Si ella accede, sí, pienso que sería lo oportuno», logró contestar. Una semana antes se habría sentido el blanco de otra broma cósmica, pero ahora le tocaba a él reírse. ¡La candorosa novia, creada por él mismo!
La dejó junto al futuro esposo, que aguardaba frente a un juez de paz vestido con túnica negra. En la sala hacía cada vez más calor y los jóvenes, poco esclavos del decoro, se habían quitado las chaquetas. A Schaalman le hubiera gustado hacer lo propio, pero no se atrevió: en el brazo izquierdo, por debajo del codo, llevaba un grueso vendaje que se habría notado demasiado sin la chaqueta, sobre todo si la sangre volvía a traspasar la venda. Pero aquella incomodidad era un precio muy bajo por tenerla ahí enfrente, sorda como una tapia a sus pensamientos y deseos y sin la menor idea de quién era él o qué quería; y es que sus maniobras habían funcionado todo lo bien que esperaba.
Una vez más, había hallado la respuesta en su preciado fajo de papeles. Al cabo de tres noches de intenso estudio alcanzó la solución: un diagrama concreto, que en principio había que inscribir en un amuleto y colgárselo del cuello. Pero, sin amuleto a mano y sin medios para fabricarse uno, resolvió grabarse el diagrama en el interior del antebrazo. Ya sabía que no iba a ser una experiencia agradable; sin embargo, el dolor le impresionó por su intensidad, como si el cuchillo llegara más allá de su cuerpo para rebanarle el alma. Al día siguiente estuvo guardando cama, atormentado por las náuseas y con palpitaciones en el brazo. ¡Pero había valido la pena! Ahora la podía seguir sin que ella lo detectara, y no se tenía que preocupar por si la nueva esposa de Levy se pasaba por el albergue judío sin previo aviso.
«Algún día te destruiré», le dijo a la golem mentalmente, con la mayor intensidad que pudo. Pero ella continuó escuchando al sudoroso juez, que recitaba en monótono inglés. De vez en cuando, Levy miraba a la novia con una sonrisa nerviosa; a ella, en cambio, se la veía solemne cual empleado de funeraria. Schaalman intentó imaginarse qué decía la gente de ella: «Una mujer seria», supuso. «Tranquila. Poco amiga de chistes y frivolidades», como si se tratara de los rasgos del carácter de una persona cualquiera y no de los signos externos de su naturaleza, de sus limitaciones. Era fabuloso que hubiera llegado tan lejos sin ser descubierta. Tanto, como estúpido era Levy por enamorarse de ella.
El juez alzó la voz para el dictamen (Schaalman reconoció las palabras «hombre» y «mujer») y se oyó una sarta de aplausos y risas, mientras Levy abrazaba a la criatura vestida de blanco y le daba un beso. El juez esbozó una sonrisa tirante y dio media vuelta, su trabajo había terminado.
Schaalman se rió igual que los demás, feliz con su secreto conocimiento. Tardaría más o menos otro día en recuperar las fuerzas. Y entonces comenzaría la siguiente fase de su búsqueda, y el vínculo entre el Bowery y la golem, lo que el tío de Levy hubiera conspirado por ocultar quedaría al descubierto. Percibía el secreto ahí fuera, en la ciudad, esperando con paciencia a ser hallado.