19

El genio corría con la golem en brazos.

Se la llevaba al Bowery, creyendo poder ocultarla entre el gentío o en escondrijos donde la policía no se aventuraba. Subió por una escalera de incendios que encontró y echó a correr de tejado en tejado, mientras unas miradas lo seguían desde las sombras. La golem, aún desfallecida, resultaba un peso considerable. ¿La habría herido en exceso? Si necesitaba ayuda, ¿dónde la iba a encontrar? A lo mejor podría esconderla en el local de Conroy…

La golem sufrió una contracción en sus brazos, seguida de otra que casi le hizo tropezar. Aminoró el paso y halló un rincón oscuro y solitario detrás de una chimenea. Se agachó sobre la cubierta de brea, la acunó y torció el gesto al verle la blusa y la ropa interior destrozadas. Su pelo era una maraña que le cubría el rostro: las pinzas con forma de rosa se habían perdido por el camino. Con esa piel tan fría y sin pulso ni aliento, cualquiera hubiera dicho que estaba sosteniendo un cadáver. Las quemaduras sobre los pechos ya se habían disipado, y la huella de sus propios dedos se iba alisando. ¿Por eso se había desmayado, para que su cuerpo pudiera sanar?

Al intentar cogerla mejor, algo brilló bajo el algodón hecho trizas: una cadena de oro; un collar con un medallón cuadrado y alargado en el extremo, con un sencillo cierre. Se acordó de cuando estaban en la plataforma de la torre del agua, y de unas palabras que lo inquietaron: «Nunca debo hacerle daño a nadie. Nunca. Antes me destruiré yo misma si es necesario». Se había llevado una mano a la garganta antes de dejarla caer, incómoda. Como si ya le hubiera mostrado demasiado.

Tocó el cierre y el medallón se abrió. Un cuadrado de papel grueso y plegado le cayó en la mano. Como si hubiera sido la clave para despertarla, la golem se empezó a mover. Él cerró el medallón al instante y se guardó el papel en un bolsillo.

La golem parpadeó, esforzándose por mirar alrededor y con movimientos entrecortados, como de ave.

—Ahmad, ¿dónde estamos? —preguntó, con palabras mal articuladas—. ¿Qué ha pasado, por qué no me acuerdo?

¿Realmente había perdido la memoria? Si Anna hubiera estado inconsciente y todos los demás testigos demasiado lejos para ver con claridad…

—Ha habido un accidente —le contestó, improvisando a la desesperada—. Un incendio. Te has quemado y te has desmayado. Te he alejado de allí y te estás recuperando.

—¡Dios mío! ¿Ha habido heridos? —se esforzó por levantarse, cojeando—. ¡Tenemos que volver!

—Todavía no es seguro. —La mente le iba a cien, procurando salvar cualquier objeción—. Estaban atendiendo a todo el mundo. No había más heridos.

—¿Y Anna…?

Pero entonces se calló. Y él vio en la concentración de su mirada cómo recuperaba la memoria, con las imágenes de Irving apaleado por sus propias manos. De su boca surgió un lamento sin palabras. Cayó de rodillas y extendió los brazos para agarrarse el pelo. El genio se arrepintió al instante de haberse inventado esa historia. Con una mueca, intentó abrazarla de nuevo, ayudarla a levantarse otra vez.

—¡Déjame! —se zafó de él, se puso en pie y retrocedió. Con el cabello revuelto y la ropa destrozada, parecía uno de esos espectros con los que podría haberse topado antaño, y al que habría evitado a toda costa—. ¿Lo ves ahora? —le gritó—. ¿Lo ves? ¡He matado a un hombre!

—Cuando nos hemos ido estaba vivo. Irá un médico y se recuperará, seguro. —Procuró mostrar una convicción que no era sincera.

—No he sido lo bastante cuidadosa, me he permitido olvidarme… Dios mío, ¿qué he hecho? Y tú, ¿por qué me has apartado de allí, por qué mientes?

—¡Tenía que protegerte! Estaban llamando a la policía, te habrían detenido.

—¡Pues mejor! ¡Que me castiguen!

—Chava, escucha lo que estás diciendo. ¿Ir a la cárcel y contarle a la policía lo que has hecho? —Ella vaciló al imaginárselo y él aprovechó sus dudas para continuar—: No tiene por qué saberlo nadie. Nadie lo ha visto, ni siquiera Anna.

Lo miró, atónita.

—¿Ése es tu consejo? ¿Que finja que no ha ocurrido?

Por supuesto, no lo haría: no era capaz. Pero él ya se había metido en el embrollo.

—Yo en tu lugar, si hubiera atacado a un hombre sin querer, sin testigos, y si no hubiera forma de confesarlo sin revelar mi naturaleza…, sí, quizá lo haría. El daño ya está hecho, ¿por qué agravarlo?

Ella sacudió la cabeza.

—No. Esto es lo que me pasa por escucharte. Esta noche he descuidado mis precauciones y ya ves el resultado.

—¿Me echas la culpa a mí?

—Sólo me culpo a mí misma; debería haber tenido más juicio.

—Pero mi mala influencia te ha llevado por este camino. —Su preocupación por ella se transformaba en resentimiento—. ¿También culparás a Anna por tentarte a ir a la sala de baile?

—¡Anna no sabe lo que soy! ¡Ha actuado con inocencia!

—Mientras que yo te he engatusado a sabiendas, supongo.

—¡No, pero me confundes! ¡Haces que me olvide de que para mí algunas cosas no son posibles!

«Pero esta noche has sido feliz», pensó él antes de oírse decir:

—Si eso es lo que sientes, no tendrás que volver a verme.

Ella retrocedió, asombrada y herida; por segunda vez esa noche, él quiso poder retirar sus palabras.

—Sí, me parece que será lo mejor —le respondió con voz trémula—. Adiós, Ahmad.

Dio media vuelta y se alejó. Él, incrédulo, la vio marchar. A pocos metros, la golem se detuvo y él se la imaginó mirando atrás, con un asomo de arrepentimiento en la mirada. Entonces la llamaría para disculparse y suplicarle que no se fuera.

Pero ella se agachó a recoger una manta abandonada, con la que se cubrió los hombros, y continuó andando. El genio vio cómo disminuía su silueta hasta que ya no la distinguió de otras que se agitaban por los tejados; ni una sola vez se había vuelto a mirar.

* * *

Poco después, la golem descendió de los tejados y buscó un callejón tranquilo donde poder destruirse.

Fue una decisión simple, tomada con rapidez: no se podía permitir hacer daño a nadie más. Y al menos en una cosa había acertado el genio: aunque fuese a la cárcel, seguiría siendo un peligro. Aunque lograra mantenerse de incógnito, la cautividad podría con ella y acabaría volviéndola loca. ¿Qué sería peor: la espera interminable de ese instante de quiebra o el horror de cuando al fin se diera?

Se aferró aún más a la pestilente manta, que le raspaba en los restos de las quemaduras del pecho; era la primera vez que percibía un dolor propio. Hasta el momento en que el genio la hirió, ella estuvo en algún lugar remoto, contemplando con ojos serenos cómo cogía a Irving y le molía los huesos. Sin sentir ira ni rabia. Simplemente, su cuerpo tomó el mando como si no estuviera concebida para otro propósito. Cuando el genio apareció con cara de horror, ella sólo pensó: «Mira, viene Ahmad». Entonces le puso las manos encima, y el dolor… Luego se despertó en el tejado, en brazos del genio.

Encontró un callejón sin salida vacío, sin ventanas abiertas ni ojos acechantes. Aguzó todos sus sentidos, pero sólo oyó los habituales pensamientos de los durmientes, seguros detrás de los muros del callejón. Si la policía la estaba buscando, aún no se encontraba lo bastante cerca para interferir. No dudó ni se arrepintió en absoluto. Sólo la tenía anonadada lo rápido que se había desmoronado todo.

Sacó el pesado medallón de oro y lo dejó reposar un momento en su palma. Se preguntó si se iba a desplomar, inmóvil, o bien se reduciría a un montón de polvo. ¿Iba a notar cómo ocurría o tan sólo dejaría de existir? Sintió calma y vértigo a un tiempo, como si hubiera saltado desde una gran altura y ahora observara cómo se le iba acercando el suelo.

Puso el pulgar en el cierre del medallón y apretó. Y al abrirse, éste mostró un hueco dorado y vacío. El papel no estaba. Se había desvanecido, sin más.

Se quedó mirando el lugar donde debería haber estado el papel. ¿Lo habría perdido tiempo atrás y aún no se había percatado? ¿O acaso se lo habían robado? En la neblina irreal de esa velada parecía muy posible que no hubiera existido jamás, que todo fuese una invención suya: el rabino, su muerte y el sobre que dejó junto a su mano.

Se obligó a pensar. Tendría que ocurrírsele otra solución, pero ¿cuál? Era evidente que ya no podía confiar en sí misma. Había tomado unas decisiones espantosas y había cedido a demasiadas tentaciones. A lo mejor podía encontrar a alguien que la vigilara, como había hecho el rabino. Alguien decente y responsable. No tenía ni que conocer su naturaleza, tan sólo guiarla con el ejemplo, protegerla sin saber el bien que hacía.

La respuesta, cuando llegó, portaba el peso de lo inevitable. Tal vez era allí, pensó, hacia donde se había estado dirigiendo desde el principio.

Michael Levy salió del albergue más temprano de lo habitual esa mañana. Había dormido mal, acosado por siniestras pesadillas de las que sólo recordaba fragmentos. En una, su tío lo agarraba por los hombros para contarle algo que no debía olvidar, pero sus palabras las engullía el viento. En otra, caminaba hacia una cabaña mugrienta y ruinosa, por cuya ventana asomaban los ojos malévolos de un hombre, como sacados de una fábula. Después de eso ya no pudo volver a dormirse, así que se levantó, se vistió y se fue a trabajar.

Estaba agotado hasta lo más hondo de su ser. Había conseguido que el albergue no se viniera abajo, pero en mañanas como ésa pensaba que quizá sólo estuviera prolongando la agonía. Además, otras organizaciones benéficas judías empezaban a enviarle casos para los que no tenían capacidad, como si él fuese un mago capaz de sacarse catres y pan de la chistera. Declinó a cuantos fue capaz, pero, aun así, se les estaba exigiendo demasiado. El personal del albergue estaba bajo de moral; incluso el infatigable Joseph Schall parecía malhumorado y distraído. ¿Y cómo culparle? Algo tendría que cambiar, y pronto. Todos necesitaban un motivo de esperanza.

Al doblar la esquina vio una silueta oscura sentada en los peldaños del albergue. Por un instante gruñó al pensar que era otra derivación, pero entonces la silueta lo vio y se levantó: una mujer alta y erguida. Cuando se dio cuenta de quién era, el corazón le dio un vuelco.

—Hola, Chava —la saludó.

No quería preguntarle por qué estaba allí. Seguro que se trataría de algún recado cotidiano y que volvería a marcharse demasiado deprisa.

Ella dijo:

—Michael, me gustaría ser tu esposa. ¿Te quieres casar conmigo?

¿Era eso real? Debía de serlo, pues sus sueños nunca eran tan generosos. Tendió la mano y le tocó el costado de la mejilla, sin atreverse a creérselo. Ella no se apartó. Tampoco se movió hacia él. Se limitó a devolverle la mirada, y él vio su propio reflejo, con la mano tendida, en esos ojos oscuros y fijos.

* * *

Casi eran las tres de la madrugada y el Bowery aún estaba repleto de hombres y mujeres que gritaban con sus risas ebrias. La música manaba de las salas de juego y por las puertas de los burdeles, pero el desenfreno iba adquiriendo un matiz desesperado. Los timadores buscaban por las calles a las últimas víctimas de la noche. Las prostitutas se asomaban a la ventana con pose indolente y con ojos ansiosos y sagaces.

A través de la desgastada bacanal caminaba el genio, tras descender de los tejados donde lo había dejado la golem. Pero no veía nada, ni a la gente ni a los depredadores, quienes se percataban de la furia herida en su mirada y optaban por buscar algo más alentador en otra parte. Lo único que veía era a la golem frente a él, sus prendas quemadas y su cabello despeinado. Su mente repetía las palabras que ella había pronunciado, las cosas de las que le había culpado. Y la rotundidad de su adiós.

Pues bien, que así fuera. Ya se podía entregar a la policía y convertirse en la trágica mártir que tantas ganas tenía de ser. O podía regresar a la jaula de su pensión, a hornear y coser por toda la eternidad. Le daba igual. Había terminado con ella.

Al avanzar hacia el sur, la multitud menguó hasta desaparecer, dejando sólo las chabolas. Continuó andando, evitando girar al oeste hacia Little Syria; allí nada lo esperaba salvo el taller o su habitación alquilada, y no soportaba la idea de meterse en ninguno de los dos.

Al final se acercó a la sombra del puente de Brooklyn. Siempre lo había admirado, con su elegante curva y el trabajo y la habilidad increíbles que se precisaron para su construcción. Encontró la entrada del paso para peatones y siguió andando hasta hallarse encima de donde acababa la tierra. Los barcos se mecían en el puerto que había ahí abajo, raspando los pilotes con los cascos. Si quería, podía cruzar hasta Brooklyn y seguir andando. Cuantas más vueltas le daba, más atractiva le parecía la idea. Nada lo retenía en Manhattan. ¡Podía abandonar toda pretensión de vivir como un ser humano y continuar siempre adelante, sin cansarse ni detenerse nunca! ¡La tierra se deslizaría debajo de él como hizo en otros tiempos!

Permaneció sobre el agua con el cuerpo tenso, a la espera de dar un primer paso. El puente se proyectaba ante él: una red colgante de acero frío iluminado por el alumbrado de gas, que se acababa reduciendo a un punto distante.

De pronto, toda la tensión empezó a abandonarle, reemplazada por una honda fatiga. De nada serviría: ¿qué le aguardaba al otro lado de ese puente? Gente y edificios sin fin, sobre una tierra que era a su vez otra isla. Caminaría hasta alcanzar su extremo y, entonces, ¿qué? ¿Arrojarse al océano? Para eso, podía saltar desde donde estaba.

Sintió que Washington Street tiraba de él como la llamada de un ave atrapada en un cepo. Poco a poco, lo atrajo de vuelta. Allí no había nada que él deseara, pero tampoco había otro lugar al que ir.

Arbeely se encontraba trabajando en la fragua cuando llegó el genio.

—Buenos días —lo saludó—. ¿Te importa vigilarme el taller? Tengo que hacer unos recados y luego iré a ver a la madre de Matthew; no sé si sabe que se pasa mucho tiempo aquí. —Al ver que el genio no contestaba, lo miró y se quedó pálido—: ¿Te encuentras bien?

Una pausa.

—¿Por qué me lo preguntas?

Arbeely le iba a decir que tenía un aspecto muy afligido, como de haber perdido algo de un valor inmenso y haber pasado la noche buscándolo, pero se limitó a responder:

—Pareces enfermo.

—Yo no me pongo enfermo.

—Ya lo sé.

El genio se sentó en su banco.

—Arbeely, ¿tú dirías que estás satisfecho con tu vida? —le preguntó.

«Oh, Dios mío, ha ocurrido algo», se dijo éste. Evaluó su respuesta con nerviosismo.

—Cuesta decirlo. Pero sí, me parece que estoy satisfecho. El negocio va bien. Como bien y le envío dinero a mi madre. Trabajo mucho, pero el trabajo me gusta; no todo el mundo puede decir lo mismo.

—Pero vives lejos de tu tierra. No tienes ninguna amante, que yo sepa. Haces lo mismo cada santo día, con mi única compañía. ¿Cómo es posible que eso te satisfaga?

Arbeely hizo una mueca.

—Tampoco está tan mal —dijo—. Claro que echo de menos a mi familia, pero aquí me va mejor de lo que me habría ido nunca en Zahleh. Un día volveré a Siria, encontraré una esposa y fundaré una familia. Pero, de momento, ¿qué más necesito? Nunca he deseado riquezas ni aventuras. Sólo quiero ganarme bien la vida y vivir con desahogo. Pero, claro, no es que yo sea un hombre muy complejo.

El genio soltó una risa hueca. Luego se inclinó y se sostuvo la cabeza entre las manos. Fue un gesto sorprendentemente humano, lleno de debilidad. Arbeely, pesaroso, se volvió a ocupar de la forja. Si el genio hubiera sido cualquier otro, lo hubiera enviado a tener una reconfortante charla con Maryam. Pero él no podía hablar con ella, por supuesto; no sin omitir todo lo importante. ¿Acaso era el único confidente del genio? La mera idea le dio ganas de ponerse a rezar por ambos. Quizá pudiera ofrecerle alguna distracción, al menos.

—He estado pensando… —comenzó Arbeely—. ¿Te interesaría hacer joyas de mujer? Sam Hosseini recibe muchos encargos de mujeres ricas de fuera del barrio que buscan algo exótico que ponerse. Si le llevamos una muestra, a lo mejor nos reserva un expositor. —Hizo una pausa—. ¿Qué te parece? Un collar, tal vez. No es tan excitante como un techo, pero sí más interesante que sartenes y cacerolas.

Tras un prolongado silencio, el genio contestó:

—Supongo que podría hacer un collar.

—¡Bien! Muy bien. Iré a ver a Sam después de hablar con la madre de Matthew.

Cuando salía del taller, miró hacia atrás con preocupación, esperando que aquello que importunaba a su compañero se resolviera bien pronto.

Ya a solas en el taller, el genio observó cómo ardía el fuego en la forja. Con la mención del collar, una imagen le vino a la mente: una intrincada cadena de oro y plata, entretejida en filigrana con esferas de un cristal blanco azulado. Nunca había visto un collar como ése; simplemente surgió ante él, como el techo de estaño. Estaba agradecido, supuso. Así tendría algo que hacer.

Fue a buscar el material y notó algo en el bolsillo: el papel doblado de la golem. Se había olvidado por completo.

Lo cogió y lo sostuvo con recelo, casi sin atreverse a abrirlo. Era la posesión más secreta de Chava y él se la había robado. La idea le proporcionó una pequeña y mezquina satisfacción, aunque también un creciente pavor. Se le pasó por la cabeza romperlo, pero tampoco tuvo el coraje para eso. Lo había cogido casi sin pensar y ahora era una carga que no deseaba. ¿Qué hacer con él, entonces? El taller no era seguro; su casa no lo era mucho más. Tras una breve deliberación, se arremangó y se metió el papel debajo de la manilla, encajándolo entre el cálido metal y su piel, como si deslizara una nota por la rendija de una puerta. Había el espacio justo. Dobló la muñeca para ver si se caía, pero el papel se quedó donde estaba. Casi se podía olvidar de que lo llevaba ahí.

Cuando, minutos después, Matthew abrió la puerta del taller, espió al genio, que, sentado de espaldas a él, se encontraba agachado sobre su obra. Con sus pasos silenciosos llegó junto al banco, aún fuera del campo de visión del genio. Éste sostenía en una mano un alambre corto de plata, sujeto en unos alicates de orfebre. Con la otra mano le daba unos lentos y cuidadosos toques al alambre, el cual empezó a prender. Entonces, con un gesto rápido y flexible, el genio agarró el extremo libre al alambre y lo dobló en torno a los alicates para formar un círculo perfecto. Retiró el alambre de los alicates y juntó ambos extremos, fusionándolos. Matthew vio entonces que una cadena de eslabones como ése colgaba del que acababa de formar. El genio se volvió para coger otro pedacito de alambre y vio al niño.

Se quedaron mirando el uno al otro largo rato. Y el genio dijo:

—¿Ya lo sabías? —El niño asintió—. ¿Cómo?

—El techo. Le oí hablar con el señor Arbeely. Le dijo que antes vivía allí.

El genio se acordó de su conversación privada en el vestíbulo.

—¿Lo oyó alguien más? —El niño negó con la cabeza; «no»—. ¿Se lo has dicho a alguien? —«No»—. ¿Ni a tu madre? —«No». El genio suspiró para sí. Mala noticia, pero podría ser peor—. No le digas a Arbeely que lo sabes, o se enfadará conmigo. ¿Me lo prometes?

Asintió con firmeza y con los ojos muy abiertos. Entonces agarró las manos del genio y las levantó para estudiarlas. Con cuidado, le tocó la palma con las yemas de los dedos, como si esperase que prendiera una llama. El genio le dejó hacer, divertido, y luego envió una pequeña descarga de calor a su propia mano. El niño lanzó un grito ahogado, se soltó y se metió los dedos en la boca.

—¿Te has hecho daño?

Matthew negó con la cabeza. El genio alcanzó sus manos y se las examinó: no había manchas rojas ni ampollas incipientes; sólo se había llevado un susto.

—Conocer mi secreto tiene un precio —le dijo el genio—: me tienes que ayudar a hacer este collar. —El niño, que ya había puesto cara de espanto, mostró una amplia sonrisa—. Necesito muchos trozos pequeños de alambre de plata, más o menos como tu uña de largos. —Cortó un pedazo del rollo a modo de demostración, antes de entregarle las tijeras al niño—. ¿Sabrás hacerlo? —En respuesta, el niño se puso a medir el alambre y a cortar con gran esmero—. Muy bien. Ve con cuidado para no doblarlo.

Tendría que contarle a Arbeely que el niño lo sabía; no podría mantenerlo en secreto mucho tiempo. Arbeely se pondría furioso. Primero Saleh, ahora Matthew…, y luego, ¿quién más? A lo mejor tenía suerte y sólo lo descubrían hombres medio locos y niños que no hablaban. Se frotó la manilla con aire ausente y se preguntó si ella ya se habría percatado de la desaparición del papel. Pero ahuyentó esos pensamientos; tenía trabajo que hacer.

Varios días después, un recadero que pedaleaba por Washington Street encontró el letrero que decía: ARBEELY Y AHMAD. ESTAÑO, HIERRO, PLATA. TODOS LOS METALES. Llamaron a la puerta y, cuando Arbeely abrió, vio al chico con un paquetito en la mano.

—Buenas tardes —saludó el recadero en inglés, tocándose la gorra.

—Ah, hola —contestó Arbeely con su inglés vacilante.

—Me han dicho que le entregue esto a un herrero que se llama Ahmad. ¿Es usted?

—Yo soy Ahmad —contestó el genio mientras se levantaba del banco—. Él es Arbeely.

El chico se encogió de hombros y le dio el paquete; el genio le entregó una moneda y cerró la puerta.

—¿Estabas esperando algo? —quiso saber Arbeely.

—No.

No había remitente ni referencia de ningún tipo. Desabrochó el bramante, abrió el papel y encontró una caja de madera. Dentro, recogido en un nido de virutas, había una pequeña ave de plata. Su cuerpo redondo se afinaba en la cola en forma de abanico de plumas, y volvía la cabeza tímidamente a un lado.

Ignorando las protestas de Arbeely, el genio arrojó el ave al fuego y la observó desplomarse sobre un costado, para deshacerse en un charco grisáceo que se deslizó por el carbón. Así pues, había terminado con ella. Para siempre. Se frotó la manilla y el papel oculto le devolvió la palabra en un susurro: «Para siempre».