La Pascua judía seguía su curso y el Lower East Side se convirtió en un ansia descomunal: por una pasta, un bollo, cualquier cosa en realidad, siempre que no fuese matzoh. Por fortuna, la celebración tocó a su fin y todo el barrio corrió a las panaderías con gran alivio. La cocinera del albergue, sabedora de que sus compras aquella mañana semejarían un asalto descontrolado, designó a Joseph Schall para acompañarla a la tienda de Shimmel, su nuevo proveedor, y ayudarla a traer la mayor cantidad posible de pan. Michael justificó haber dejado a los Radzin alegando unas mejores prácticas laborales y la conveniencia de dar apoyo a negocios más jóvenes; y, puesto que la cocinera se acordó de los macarrones de almendra que le habían regalado y notó el melancólico humor en que se había sumido Michael recientemente, tampoco hizo demasiadas preguntas.
Aquel día, sin embargo, Shimmel era una casa de locos. La cola llegaba bastante lejos de la puerta y, dentro, los empleados se afanaban presas del pánico, buscando ingredientes y extendiendo masa con el rodillo, o bien disculpándose ante los clientes contrariados cuyos productos favoritos ya habían desaparecido de las vitrinas. La cocinera asomó la cabeza, frunció el ceño y volvió a salir.
—Iremos a la de Radzin —le dijo a Schall—. Michael no notará la diferencia.
A Yehudah Schaalman le traía sin cuidado adónde iban a comprar el pan. La tensión de hacerse pasar por el bueno de Joseph Schall le estaba pasando factura. Había visitado cada sinagoga, cada yeshiva y cada centro de estudio judío que pudo encontrar, pero no se sentía más cerca de su objetivo: el secreto de la vida eterna. Ni una sola vez notó que su conjuro zahorí tirase de él hacia algún sitio, pese a que no le cabía duda de que funcionaba. ¿Para eso había ido a Nueva York, para hacer recados y mediar en las riñas de dormitorio? Ya llevaba un mes rechinando los dientes y, de momento, no tenía otra opción que continuar. Ésta era su única baza; la jugaría hasta ganar o hasta que lo matara.
Con todo el entusiasmo que fue capaz de fingir, volvió a seguir a la cocinera por las calles húmedas y saturadas. La cola de los Radzin no era menos corta, pero al menos avanzaba. Ya dentro, él se quedó junto a la puerta, desconfiando de la multitud. La panadería estaba a reventar y las exhalaciones de la gente empañaban el vidrio y tornaban el aire denso y acuoso. Schaalman empezó a sudar bajo su abrigo de lana. Al menos se entretenía mirando a los trabajadores de la panadería: se movían deprisa, como máquinas, en especial la chica alta junto a la mesa, que aplanaba masa con el rodillo como si hubiera nacido para eso. Se descubrió fascinado por sus manos, que se movían sin pausa, sin un solo gesto de más. La miró a la cara; una chica normal, aunque su aspecto le resultaba familiar…
Notó un tirón seco e insistente al activarse el conjuro zahorí. Y en aquel instante, la reconoció.
La muchacha alzó la vista, sobresaltada. Sus ojos recorrieron, confusos, la multitud, como si no estuviera segura de lo que tenía que buscar.
Pero Schaalman ya se había escabullido por la puerta. Se obligó a mantener la calma y a despejar la mente, hasta que llegó al final de la manzana y se pudo apoyar en la pared, temblando de la impresión.
¡Su golem! ¡La golem que había construido para Rotfeld! ¡Estaba ahí, en Nueva York! Se la había imaginado pudriéndose en algún vertedero… Pero ¿significaba eso que Rotfeld le había dado la vida en el barco, antes de morir? Debió de hacerlo; debió de ser lo bastante estúpido para hacerlo. Y, ahora, ella vagaba sin amo por la ciudad, un pedazo de arcilla con dientes y pelo, una criatura peligrosa con aspecto de mujer. Y Schaalman no tenía ni idea de adónde podía conducir eso.
* * *
Sintió por un instante que alguien la había visto, la había visto hasta la médula y se había asustado. Pero inmediatamente después no había nadie más que los clientes, con sus ganas de pan de centeno y rugelach. Aun así, permaneció a la escucha con todos sus sentidos hasta que el señor Radzin le lanzó una mirada extraña.
—Chava, ¿estás bien?
—Sí, sí. Me ha parecido que alguien me llamaba.
Una sonrisa breve y vuelta al trabajo, pensativa. De vez en cuando, alguien llegaba de la calle con la mente agitada, porque había bebido o por enfermedad o infortunio; tal vez fuera uno de ésos, alguien que había hallado la respuesta correcta por los motivos equivocados. O bien ella trabajaba demasiado rápido y lo habían notado. En cualquier caso, no podía hacer nada al respecto; no con una cola que salía por la puerta y seis bandejas de galletas en el horno. Se pasó el resto del día escuchando, pero no oyó nada, y además había otras preocupaciones, más insistentes, que se imponían.
La situación de Anna empeoraba: ahora ya iba como mínimo dos veces al día a vomitar al retrete, y los Radzin, inevitablemente, se habían percatado. Cada vez que Anna se ausentaba a toda prisa, la señora Radzin torcía la boca con gesto de desagrado y el señor Radzin ponía mala cara. La cosa estaba clara para todos, pero nadie decía una palabra, lo cual era exasperante. Sin embargo, para sus adentros sí que decían muchas cosas, y a media semana la golem creyó que iba a ensordecer del ruido.
De noche, con la costura, repasaba los detalles silenciosamente recopilados de la situación de Anna. La joven estaría al menos de dos meses. Su chico aún no lo sabía. Se lo había contado a dos amigas y les había hecho jurar que callarían, pero quién sabía hasta cuándo duraría. Había pensado en ponerle solución, pero no se podía permitir ir a la parte alta y los sitios del Bowery le daban más miedo que contárselo a Irving. Le gustaba tomarle el pelo y reñir con él, y más todavía hacer las paces después de discutir, pero ¿quién era él en el fondo? ¿Quién sería cuando se lo contara?
La golem le dio vueltas y más vueltas, intentando dilucidar qué debería hacer Anna, pero no halló ningún consejo que darle. El rabino diría que la muchacha había actuado de forma temeraria, que había ido por el mal camino, y sin duda era cierto. Pero, si la comparaba con la de Anna, su propia vida le parecía una pálida sombra, sin la oportunidad siquiera de cometer los errores de su amiga. Ella no era humana. Nunca tendría hijos. Incluso el amor podía estar fuera de su alcance. ¿Cómo saber si no habría hecho lo mismo que Anna de haber nacido en vez de ser creada?
Al alba, continuaba encorvada sobre esos pensamientos, clavando con mal humor la aguja en la pernera de alguien. No había pasado ni una semana desde su despreocupada carrera por Central Park, y la sencilla alegría que aquello le proporcionó parecía el recuerdo de otra persona. Por otro lado, había sido una experiencia extraña. Se acordaba de la insistente llamada de la tierra y de cómo sus sentidos se prolongaron en todas direcciones, abarcando el conjunto del parque. Y se acordaba del genio: lo extrañamente perdido que parecía en el callejón, tan alejado de su habitual talante seguro; y a ella ni se le ocurrió el motivo. Le había cogido la mano por la repentina necesidad de asegurarse de que él seguía allí.
Ató el hilo y lo cortó cerca del nudo. Listo; pantalones remendados. Lo único que deseaba era que esos hombres dejaran de rompérselos.
Se puso el capote y se fue a la panadería, preparada para otra jornada de miedos y silencios. Y entonces llegó Anna por la puerta de atrás para romperle todos los esquemas.
—¡Chava! —gritó, y fue a coger a la golem de las manos, irradiando felicidad por cada centímetro de su ser—. Felicítame: ¡me caso!
—¿Cómo?
—¡Irving se me declaró anoche! ¡Se me declaró y yo dije que sí!
—¡Oh, querida! —exclamó la señora Radzin. Se abalanzó sobre la muchacha, olvidando al instante todo delito—. ¡Qué maravilla! ¡Ven, cuéntamelo todo!
—Pues es que estamos completamente enamorados, por eso nos casaremos lo antes posible… —Al señor Radzin le entró la tos—. Y luego, ¿sabe qué? ¡Nos vamos a Boston!
La señora Radzin reprimió un grito, como correspondía, y Anna procedió a explicar que un amigo de Irving había dejado Nueva York para ayudar en la fábrica textil de su tío.
—Y ahora tienen un puesto allí para Irving si quiere. Será subgerente, con personas a su cargo y todo. Imagínese, ¡yo, la mujer de un jefe!
Las dos mujeres continuaron con su alegre cháchara mientras la golem se quedaba aturdida: ¿una boda? ¿Boston? ¿Era eso posible? Había considerado el dilema de Anna una elección espeluznante entre opciones profundamente equivocadas. En cambio, oyendo a ambas mujeres debatir los méritos de un vestido de boda de encaje frente a uno de satén bordado, cayó en la cuenta de que ni una sola vez se había imaginado un desenlace feliz.
El señor Radzin no tardó en empezar a quejarse de que se entretuvieran tanto; ya planificarían el ajuar de Anna a su debido tiempo. Todos volvieron al trabajo y el ambiente en la panadería recuperó cierta normalidad, si bien la pequeña Abie no paraba de lanzarle ojeadas a Anna como si ésta se fuera a convertir en una princesa de cuento. Al acabar el día y al ver que la joven dependienta se ponía el abrigo en la trastienda, la golem recordó que, de hecho, no la había felicitado. Fue hacia ella y la abrazó. Anna, sobresaltada, contuvo la risa.
—¡Chava, que me estrangulas!
La soltó de inmediato, pero el rostro sonrojado de la chica sonreía; no había daños serios.
—Lo siento, no era mi intención; ¡sólo quería felicitarte! Pero te echaré muchísimo de menos. ¿Boston está muy lejos? ¿Se puede ir en tranvía? Oh, no, supongo que no.
Anna se rió.
—¡Chava, qué dices! Te juro que eres un misterio.
Las palabras le salieron de golpe, como un torrente liberado tras toda una semana de tribulaciones.
—¡Cuánto me alegro por ti! ¿Qué dijo cuando le contaste…? —Se detuvo y se tapó la boca con la mano. Por suerte, los Radzin se encontraban en el callejón de la parte trasera, esperando para cerrar el local.
Anna sofocó una risita nerviosa.
—¡Calla, por lo que más quieras! Ya sé que lo he disimulado muy mal, pero ahora está todo arreglado. Se sorprendió, claro, y quién no lo haría, pero entonces se puso muy dulce y muy serio, casi se me rompe el corazón. Empezó a hablar de Boston y de que era una señal de que debía madurar y sentar la cabeza. ¡Y va y se pone de rodillas para declararse! Por supuesto, me eché a llorar; ¡no era capaz ni de decir que sí!
—¿Es que os vais a quedar toda la noche? —les gritó el señor Radzin desde el callejón—. Algunos nos queremos ir a casa.
Anna puso los ojos en blanco; salieron y se despidieron de los Radzin.
—Qué tarde tan bonita —le dijo Anna a la golem mientras caminaban, ajena al olor a basura de las calles y a la brisa húmeda y gélida.
La golem sonrió, observándola. Esa noche se podría relajar mientras cosía, y hasta disfrutarlo un poco. Y al día siguiente le contaría al genio que las cosas habían mejorado en la panadería; a lo mejor, por una vez, ni siquiera discutían.
—¿Qué estás pensando? —le preguntó Anna.
—Nada, en una amistad. ¿Por qué?
—Nunca te he visto sonreír así. ¿Esa amistad es un hombre? ¡Oh, no seas tímida, Chava! No te puedes esconder del mundo para siempre; ¡hasta las viudas necesitan vivir un poco! Con el debido respeto a tu difunto esposo, desde luego… Pero ¿le habría gustado que durmieras en una cama vacía el resto de tu vida?
Trató de imaginarse la opinión de Rotfeld al respecto. Lo más probable era que deseara exactamente eso.
—Supongo que no —murmuró, consciente de su mentira.
—Pues sal y diviértete un día.
Sentía que la conversación se le escapaba de las manos. Se rió, algo aterrada.
—Es que no sabría ni cómo, Anna.
—Yo te ayudo —respondió la chica, con la generosidad espléndida del que estrena felicidad—. Empezaremos mañana por la noche; hay un baile en un casino de Broome Street. Te puedo entrar gratis, conozco al portero. Te presentaré a mis amigas: conocen a los mejores solteros.
¿Un baile? ¿En un sitio desconocido y rodeada de extraños?
—Pero yo nunca he estado… No sé bailar.
—¡Te enseñaremos! No tiene ningún secreto; si puedes andar, puedes bailar. —Entonces cogió a la golem de las manos—. Ven, Chava, por favor. Significaría mucho para mí. ¡Conocerás a Irving! Me prometió que iría. —Soltó una risita—. ¡Quiero bailar con él mientras aún me vea los pies!
En fin, quizás eso cambiara las cosas; conocer a Irving eliminaría cualquier temor sobre la clase de hombre que era. En cuanto a bailar, tal vez podría alegar cansancio o pies doloridos. Pero, un momento: ¿y el genio? ¡Habían quedado para el día siguiente!
—¿A qué hora es el baile?
—A las nueve.
¿Tan temprano? Entonces sí: el genio nunca llegaba antes de las once. Podía ir al baile y conocer a Irving, e incluso bailar un par de veces si eso hacía feliz a Anna. Luego se disculparía y se iría a buscar al genio debajo de su ventana.
—De acuerdo —accedió, sonriendo—. Iré.
—¡Fantástico! —exclamó Anna—. Quedamos a las ocho y media en casa de mis amigas Phyllis y Estelle. —Y le dio la dirección de un edificio en Rivington—. Iremos andando todas juntas, no demasiado pronto; es mejor no llegar pronto a un baile, para no parecer ansiosa. No te preocupes por qué vas a ponerte; la mayoría nos ponemos nuestra mejor blusa y ya está. ¡Oh, qué emoción!
Anna la estrechó en un intenso abrazo, que la golem le devolvió, divertida; la muchacha se alejó por la calle, con la cabeza alta y el capote ondeando tras de sí.
La golem prosiguió el camino a casa. Oscurecía y los vendedores ambulantes hacían sus últimas ventas. Cerca de la pensión pasó junto a un hombre que empujaba un carro lleno de prendas de mujer: LA MEJOR MODA FEMENINA, decía; y debajo, en letras pequeñas: PERDÓN. SOY MUDO. La golem pensó en lo que le había dicho Anna de las blusas. Miró los puños de la que llevaba, tan desgastados que no se podían ni remendar. Y su otra blusa no estaba mucho mejor.
Se acercó al vendedor y le dio una palmada en el hombro. El hombre dejó el carro y se volvió, alzando las cejas.
—Hola —le dijo, nerviosa—. Mañana voy a un baile. ¿Tiene blusas para bailar?
El hombre alzó una mano en un ademán que daba a entender: «No me diga más». Se sacó del bolsillo una cinta de medir y le indicó con una seña que separase los brazos. Ella obedeció, divertida ante la expresiva precisión de sus gestos, que no dejaban lugar para el disimulo. «A lo mejor, todos deberíamos aprender a ser mudos», pensó.
Él la midió con movimientos rápidos, volvió a enrollar la cinta de medir y se llevó una mano a la barbilla, pensativo. Se volvió hacia su carrito y rebuscó en una pila de blusas. Con aire triunfal, sacó una y la expuso. Desde luego, no era una blusa de diario: la tela de color crema era de un tejido muy apretado, mucho más fino que el de la blusa que ella tenía. Unos volantes transparentes recorrían todo el canesú hasta detrás del alto cuello, y los puños llevaban un ribete del mismo material. Se estrechaba tanto en la cintura que la golem se preguntó cómo podían respirar las mujeres con eso. El hombre se la ofreció: «¿Sí?».
—¿Cuánto?
Él mostró cuatro dedos pero, en su mente, ella leyó tres; reprimió una sonrisa; algunos subterfugios eran universales, con independencia del lenguaje.
Era una extravagancia, pero se la podía permitir. Abrió su monedero, sacó cuatro billetes y se los entregó al vendedor, que abrió los ojos con sorpresa. Él le dio la blusa y aceptó el dinero, no sin cierto embarazo, como ella vislumbró.
—Gracias —le dijo, y siguió por su camino.
Sólo había avanzado unos pasos cuando el vendedor corrió a plantarse enfrente de ella y la retuvo con las manos: «¡Un momento!». De un bolsillo se sacó dos pinzas de imitación de concha de tortuga, con las cabezas talladas en forma de rosa. Levantó los brazos para arreglarle a la golem la raya del pelo y le recogió unos cuantos mechones extraviados sobre la parte superior de la cabeza. Luego le atusó el pelo hacia atrás por la izquierda y se lo sujetó con una de las pinzas, cuyos dientes se le ajustaron contra el cráneo. Realizó la misma maniobra a la derecha de la raya, dándole doble vuelta al cabello antes de ajustar la pinza en su sitio. Retrocedió un paso, asintió ante su obra y se volvió a dirigir a su carrito.
—¡Espere! —gritó la golem—. ¿No quiere que le pague?
Él negó con la cabeza, sin volverse siquiera, y empujó el carrito calle abajo. La golem se quedó ahí un momento, perpleja, antes de seguir su camino.
Ya en su cuarto, se quitó la blusa vieja y se puso la nueva. El espejo le devolvió una imagen totalmente asombrosa. Los volantes, detrás del cuello, le enmarcaban el rostro y acentuaban los huecos de sus mejillas y sus separados ojos. El pelo, modelado por las pinzas, le caía en ondas sobre los hombros. Y los adornados puños le suavizaban las manos, que parecían más esbeltas y elegantes. Se estuvo observando durante largos minutos, complacida aunque incómoda; una máscara o un disfraz no la habrían puesto tan nerviosa como esas pequeñas transformaciones. Había cambiado lo justo para preguntarse si seguía siendo ella.
* * *
El día siguiente fue un continuo ir y venir de susurros y risitas significativas por parte de Anna, y, por la tarde, la señora Radzin ya estaba al tanto de sus planes. Con algún pretexto, se llevó a la golem a la trastienda.
—Estoy segura de que sabes lo que haces —le dijo la mujer—. Pero ándate con cuidado, Chavaleh. Le tienes cariño a Anna y yo también, pero no tienes por qué arriesgar tu reputación. Y hay otros hombres, hombres mejores que los que vas a encontrar en un baile. ¿Y el sobrino del rabino? ¿No se encaprichó de ti? Ya sé que es pobre como una rata, pero el dinero no lo es todo.
La golem ya había tenido suficiente.
—Por favor, señora Radzin. No pretendo «arriesgar mi reputación», no en el sentido al que usted se refiere. Saldré con Anna para conocer a Irving y ver qué clase de hombre es. Nada más.
La señora resopló.
—Ya te diré yo qué clase de hombre es: no es mejor que el resto.
Pero dejó que la golem volviera al trabajo y limitó cualquier otra protesta a oscuras miradas.
La jornada acabó por fin y la golem se fue a casa a ponerse la blusa nueva. Las pinzas resultaron más complicadas de lo que creía, pero no tardó en arreglarse el pelo a su gusto. Acudió a la dirección que le había dado Anna y le abrieron la puerta en cuanto llamó.
—¡Has venido! —gritó su amiga, sorprendida, como si la golem no se lo hubiera prometido media docena de veces. Anna la hizo pasar—. Estás guapísima con el pelo así. Oh, ¿y a ver qué blusa? ¡Preciosa!
En la sala había dos chicas en ropa interior, rebuscando entre un montón de prendas. Su cháchara cesó al irrumpir Anna arrastrando a la golem tras de sí.
—Chicas, os presento a Chava. Portaos bien con ella: es tímida. Chava, te presento a Phyllis y a Estelle.
La golem se quedó inmóvil bajo sus miradas curiosas, mientras combatía un pánico repentino. ¿Cómo había podido pensar que estaba preparada para eso, para pasar por una mujer entre otras mujeres? Pero ¿cómo se le había ocurrido? Sin embargo, las mujeres le sonrieron, acogedoras.
—¡Encantadas de conocerte, Chava! Anna nos lo ha contado todo sobre ti. Ven, ayúdanos a elegir qué nos vamos a poner —dijo una de ellas (¿Phyllis?)—. Yo creo que este talle me queda mejor, pero es que adoro los botones de ésta.
—Yo me pondré ésta —anunció la otra chica.
—¡Te queda demasiado ceñida!
—¡En absoluto!
La golem se unió a ellas con indecisión, por desconocer el protocolo. ¿Se tenía que desnudar también? No, al parecer encontraban perfectamente natural que estuviera ahí con botas y sombrero mientras ellas se probaban distintas prendas y se las volvían a quitar. Al rato se percataron de su blusa y jadearon e hicieron aspavientos, y le suplicaron que les dijera dónde la había conseguido. Ser el centro de atención la ponía nerviosa, pero todo era de una amabilidad tan sincera, que se empezó a relajar y hasta sonrió.
De pronto cayó en la cuenta de que Anna había desaparecido.
—¿Dónde está Anna?
Phyllis y Estelle se callaron y ladearon la cabeza hacia ella, preocupadas y conspiradoras.
—En el cuarto de baño. No quiere que la veamos vestirse —dijo Estelle—. Me parece que le da vergüenza.
—Además, ha estado llorando —explicó Phyllis—. Él tenía que haber ido a verla anoche y no fue.
—Pero hoy va a venir, ¿no?
Las chicas se miraron la una a la otra, pero en ese preciso instante entró Anna con su acostumbrada energía y con un vestido de falda larga, que le venía ceñido por las costuras. En la cabeza llevaba un enorme sombrero de paja, rematado por un plumero tembloroso y algo desaliñado.
—¿Estamos listas? —preguntó con gran animación—. ¡Pues vamos allá!
La golem quería permanecer en un segundo plano durante la velada, pero, de camino a la sala de baile, quedó claro que Anna y sus amigas pretendían hacer de ella el foco de atención. Se agolparon a su alrededor y la acribillaron a instrucciones y consejos:
—No seas demasiado ansiosa, pero tampoco demasiado melindrosa —le decían—. No bailes toda la noche con el primero que te lo pida. Y si no te gusta el aspecto de un chico, dile que no. Plántate si se pasa de fresco.
—No pasa nada —intervino Anna al ver la cara de miedo de la golem—. Nos turnaremos para vigilarte, ¿verdad? —Las chicas asintieron, soltaron risitas y le apretaron el brazo; y la golem se resignó a la velada que le esperaba.
Se aproximaban a su destino y las alcanzó un grupo de chicos y chicas bien vestidos que se dirigían a una anodina puerta de Broome Street. La golem oyó música. Sintió como si la estuvieran oprimiendo y empujando, tanto en su mente como en su cuerpo. Por suerte, la gente estaba de buen humor, alegre y coqueta; las mujeres se cantaban unas a otras las alabanzas de sus vestidos y los hombres bromeaban y echaban tragos de unos frascos.
Había un hombre grande, sentado en un taburete junto a la puerta, que se encargaba de las entradas: quince centavos las chicas y veinticinco los chicos.
—Es Mendel —anunció Anna. Lo saludó con un gesto y le dedicó una sonrisa fugaz y deslumbrante. Mendel se la devolvió, un poco aturdido, y les indicó que entraran—. Hace años que está loco por mí —susurró la joven.
Al otro lado de la puerta había un pasillo oscuro, lleno de cuerpos que avanzaban a empujones. Por un instante, a la golem le entró pánico al pensar que aplastaría a alguien sin querer. Entonces, la impaciente multitud llegó en tropel detrás de ella… y la golem se vio impulsada hacia la sala más increíble que había visto nunca. Enorme y de techos altos, engullía al gentío con avidez. Unas arañas de latón con colgantes de cristal tallado proyectaban una luz titilante sobre la gente de abajo. Las paredes resplandecían con el brillo de las lámparas de gas y de los candelabros, multiplicado por columnas con espejos. Era como un rutilante país de ensueño que se prolongara sin fin.
La golem lo observaba hechizada. En cualquier otro momento, una aglomeración de ese calibre podría haberla abrumado; pero el inesperado espectáculo, así como el alborozo generalizado de los que iban a bailar, templaron su ansiedad con algo que se asemejaba mucho al disfrute.
—¿Qué te parece? —Estelle casi tuvo que gritar al oído de la golem para que la oyera—. ¿Te gusta?
La golem no pudo más que asentir. Anna se rió.
—Ya te lo dije. Ven, vayamos antes de que nos quiten todas las mesas buenas.
Pasaron de largo una barra de madera repleta de botellas y jarras. Al otro lado había filas de mesas redondas y con mantel. Camareras vestidas con americana pasaban entre las mesas, iban a la barra y volvían con las bandejas cargadas de cerveza. El resto de la sala era una extensión abierta de suelo de madera en la que ya se congregaban hombres y mujeres. La banda estaba en un escenario elevado, en una esquina. Ante ellos había un hombre rollizo que vestía un frac descolorido y agitaba en el aire una batuta delgada.
La golem siguió a Anna y sus amigas a una mesa del borde de la pista de baile. Enseguida acudieron montones de conocidos, y venga a abrazarse y besarse e intercambiar cotilleos. Anna, claramente encantada con su papel de guía de la golem, se aseguraba de que todo el mundo le fuera presentado. La golem dijo hola una docena de veces, sonrió y se aprendió los nombres de todos. Le costaba un poco charlar de tonterías, pero se le perdonaba con facilidad; se trataba de su primer baile, y todo el mundo recordaba cómo era eso. Alguien murmuró que era viuda y, al instante, su estilo calmado se transformó en un aire de triste y romántico misterio.
Tras un breve descanso, la banda volvió al ataque y el baile empezó en serio. Mientras la golem observaba, parejas de mujeres ocuparon la pista, agarrándose unas a otras por el hombro y la cintura. Bailaban dando unos saltitos en círculos y las faldas y los volantes les rebotaban, y miraban por encima del hombro de sus compañeras para ver a los hombres que flanqueaban los bordes de la pista.
—Míralos —le dijo Estelle a la golem mientras le señalaba a dos chicos de la periferia—. Están reuniendo valor.
En efecto, ambos salieron a la pista de baile y abordaron a dos de las bailarinas. Las mujeres, sonriendo, se soltaron la una a la otra y se unieron a sus nuevos compañeros.
—¿Lo ves? Así es como se hace —continuó Estelle—. Ahora te toca a ti.
Le cogió la mano a la golem y la sacó a rastras a la pista.
—Pero…
—¡Vamos!
Era inútil: no se atrevió a resistirse, pues, si la chica le tiraba mucho más del brazo, se podía dar cuenta de lo poco flexible que era. De modo que siguió a Estelle a la pista, consciente, de pronto, de todas las miradas. La chica se le puso de cara y le colocó una mano en el hombro.
—¡Qué alta eres, tendrás que guiar tú! —Se rió—. Vale. Cógeme. —Se puso la mano de la golem en su delgada cintura—. Te enseñaré el paso doble; haz lo mismo que yo, sólo que atrás.
Y resultó que a la golem se le daba muy bien lo de aprender a bailar. Al principio se movía con torpeza, por miedo a pisarle los pies a Estelle; pero, en cuestión de minutos, ya estaba imitando los movimientos de su maestra, con ayuda de su percepción de lo que Estelle deseaba que hiciera. Pronto no le hizo falta ni mirarse los pies. Tal vez estuviera un poco rígida, pero lo único que notó su compañera fue lo mucho que progresaba.
—¡Chava, eres una bailarina nata!
—¿Tú crees?
—Lo sé. Y no mires, pero me parece que Anna les está diciendo a esos chicos que bailen con nosotras.
—¿Qué? ¿A quién?
En efecto, Anna estaba hablando con un par de muchachos, uno alto y otro bajo, con chaqueta y sombrero pork-pie. Los dos miraban hacia ellas. El bajo le dio un codazo al alto y rodearon la mesa para salir a la pista. La golem le lanzó a Anna una mirada de desesperación, pero ésta se limitó a saludar, sonriendo.
—No te preocupes —le dijo Estelle—: los conozco, son buenos chicos. Tú te quedas con el alto, Jerry. Es un tarugo, pero es majo. Su amigo a veces da un poco la nota. Tranquila, yo los sé manejar.
La golem percibió que los hombres se acercaban. El alto (¿Jerry?) quería, sobre todo, pasar la velada sin que nadie se riera de él. El bajo alimentaba la esperanza de un interludio romántico en el callejón de atrás. Ambos estaban ansiosos por bailar.
Entonces la golem notó la palmada en el hombro. Soltó con desgana a Estelle, que le dio un reconfortante apretón en la mano antes de volverse de cara a su compañero. El chico alto le dedicó una tímida sonrisa.
—Soy Jerry —dijo.
—Yo Chava.
—Encantado, Chava. He oído que eres nueva en esto.
—Sí. Muy nueva.
—No pasa nada, a mí tampoco se me da bien.
Hubo cierta confusión cuando cada cual fue a por la cintura del otro, pero la golem se acordó de que era el hombre quien tenía que guiar. Le puso una mano vacilante en el hombro y, con la otra, cogió la de él.
—Uf, tienes los dedos fríos —comentó el chico, y se lanzaron a bailar.
Lo de Jerry, se hizo evidente, no era falsa modestia: tenía problemas para seguir el ritmo y se concentraba demasiado en sus propios pies para guiar debidamente. Al poco rato, los demás bailarines les dejaron un buen margen. Pero era un compañero caballeroso que mantuvo la mano pegada a su cintura sin dejarla vagar lentamente hacia el sur, como había visto hacer a otros chicos. Notó cómo se sobreponía a un leve temor a la conversación.
—Así que eres amiga de Anna —dijo.
—Trabajo con ella en la panadería —respondió la golem—. ¿Tú de qué la conoces?
—Ah, de por ahí. Todo el mundo conoce a Anna. Pero no en el mal sentido —se apresuró a aclarar—. No es una chica de ésas, ya sabes.
—Por supuesto que no —replicó, con una sensación vaga de lo que el chico le estaba diciendo—. Es que pensaba que a lo mejor eras amigo de Irving, su novio.
La sorpresa afloró a su rostro.
—¿Están prometidos?
—Sí, desde hace muy poco. Supongo que aún no ha corrido la voz.
—Ya. Vete a saber —dijo Jerry.
—¿Te extraña?
—Sí, un poco. Irving no parece de los que se casan. Pero, eh, todos tendremos que sentar la cabeza algún día, ¿no? —señaló, sonriendo.
Ella, sin responder, se limitó a devolverle la sonrisa. El amigo de Jerry pasó volando con Estelle entre los brazos, la cual le dedicaba miradas alentadoras por encima del hombro de su compañero.
—Se te da realmente bien —comentó Jerry—. ¿Seguro que acabas de aprender?
La canción terminó y todos los bailarines se volvieron y aplaudieron a los músicos. El hombre de la batuta anunció una breve pausa y el público regresó a las mesas, donde las camareras lo abordaron con sus jarras de cerveza. Anna, en su mesa, estaba resplandeciente.
—¡Chava, mentirosa! ¡Has dicho que no habías bailado nunca!
—Y es verdad. Pero Estelle es muy buena maestra —respondió la golem.
—No, ya te he dicho que eres una bailarina nata. —Estelle había regresado con el amigo de Jerry y hablaba desde el precario pedestal que era la rodilla del chico.
—Pero aún tengo que mirarme los pies a veces —dijo la golem.
—Maldita sea, yo me miro los pies y llevo años bailando —comentó Jerry, cuyo amigo resopló.
—Chava aprovecha cualquier ocasión para dárselas de poca cosa —señaló Anna mientras se secaba la espuma de cerveza de los labios—. ¡Chica, aprende a aceptar un cumplido!
Ante semejante respaldo, la golem tuvo que aplacarse.
—De acuerdo, lo reconozco: se me da bien bailar.
—¡Brindo por eso! —exclamó Estelle, levantando su jarra. Anna también bebió y le sonrió a la golem.
La conversación en la mesa consistió en una combinación de chismorreo, coqueteo y burlas amistosas, y ahí en medio se encontraba la golem, con una sensación extrañamente agradable. Estaba tan poco acostumbrada a rodearse de gente que se lo pasaba bien. Había necesidades y miedos, por supuesto; cada cual tenía sus expectativas para la velada y muchos temían irse solos a casa o la jornada de trabajo que les esperaba. Y también percibió que la atención de Anna se desviaba a menudo de la mesa, buscando el rostro de Irving entre el gentío. Pero hasta esa persistente expectación quedaba suavizada por la bebida y la charla y por el brillo que los rodeaba. Las advertencias de la señora Radzin le parecieron ahora malintencionadas e incluso ridículas.
La banda volvió a tocar y esta vez fue Phyllis quien cogió a la golem de las manos y bailó con ella hasta que intervinieron dos hombres. Su nuevo compañero era mejor bailarín que Jerry, y con ganas de exhibirse. La guió en toda una serie de complejos movimientos, pero la golem se dio cuenta de que los podía imitar todos sin dificultad, siguiendo las entradas de él. El joven, sorprendido y satisfecho con la adaptabilidad de su compañera, derivó en pensamientos más apasionados; la hizo girar y, cuando se juntaron de nuevo, ya le había puesto la mano en el trasero.
Al instante deseó quedarse inmóvil, disculparse y huir de la pista. Pero, tras una breve vacilación, se limitó a hacer lo que había visto en otras chicas: le quitó la mano de donde la había puesto y se la recolocó firmemente en la cintura. Después de eso, el chico se contuvo. Cuando terminó la canción, le dio las gracias y se fue a por otra compañera más flexible. Ella sintió una inesperada euforia, como si hubiera ganado una pequeña pero necesaria batalla.
—Bien hecho —le dijo Estelle cuando la golem le contó lo ocurrido—. No dejes que este tipo de hombres te estropeen la noche. Si no capta la indirecta, te separas de él y nos vienes a buscar a nosotras. ¡Ya le diremos cuatro cosas!
La hora siguiente fue un torbellino. Se sentó, bailó, escuchó la charla y sonrió ante los chistes. La noche marchaba a todo ritmo y parecía que la banda no parase nunca de tocar. Otros tres hombres la sacaron a bailar; el último, un chico ebrio al que le sacaba un palmo y que la pisaba sin parar. Estaba intentando decidir qué hacer al respecto cuando acudió Jerry y lo espantó.
—Gracias —le dijo ella, aliviada.
Él estaba sonriendo.
—Habría venido antes, pero estaba muy gracioso asomándose por encima de tu hombro. Anna casi se parte.
En efecto, la joven todavía se reía tanto que parecía a punto de caerse de la silla.
—Espero que Irving llegue pronto —comentó la golem—. Me gustaría ver bailar a Anna.
—Ya —dijo Jerry—. Oye, Chava, ¿tú crees…?
Pero lo que quisiera preguntarle Jerry quedó en el olvido, pues al acometer un doble paso quedó ante la vista de la golem un gran reloj ornamentado que colgaba de una pared, y cuyas manecillas pasaban de sobra de las once.
—¡No! —gritó. ¿Cómo había podido pasar tanto tiempo sin que lo advirtiera? Se alejó del desconcertado Jerry y corrió a la mesa a por su capote—. ¡Anna, lo siento, me tengo que ir!
Anna y sus amigas protestaron de inmediato. Pero ¿adónde tenía que ir a esas horas? ¿No quería conocer a Irving?
—¡Te lo estás pasando demasiado bien! —declaró Anna.
Pero la golem no soportaba la idea de que el genio estuviera esperando y creyendo que se había olvidado de él. De pronto, se le ocurrió que quizá no tuviera por qué elegir. Miró los rostros de sus recientes amigas y la sala que las envolvía. A lo mejor ya era hora de que ella le enseñara algo nuevo a él.
—No os preocupéis —les dijo—. Vuelvo enseguida.
Aunque pareciera imposible, la golem no estaba en casa.
El genio torció el gesto mirando hacia su ventana, entre molesto y preocupado: ¿dónde podía estar si no? En el trabajo ya no, eso seguro, y que él supiera sólo había dos escenarios en su vida: la panadería y la pensión. Y, aun en el caso de que hubiera perdido la noción del tiempo, debería estar sentada ahí arriba, trabajando a la luz de la vela en sus interminables arreglos. Sin duda, no habría salido por su cuenta, con lo que la horrorizaba la falta de decoro. Y, en todo caso, le habría dejado una nota, una señal o algo. ¿No?
Por si eso fuera poco, al final se había decidido a llevarla a Washington Street para enseñarle el techo de estaño, que ya se estaba convirtiendo en una atracción local: normalmente había al menos un visitante mirando embobado hacia arriba. Incluso había salido en el periódico árabe del barrio, calificándolo de «imponente aportación a la ciudad de un artesano local».
En cambio, en esos momentos ya se estaba cuestionando la decisión. Se sentía como un absurdo perro faldero atado con su correa a un poste. ¿Acaso ella esperaba que hiciera guardia toda la noche?
Se oyeron unos pasos que retumbaban. Por el otro extremo de la calle llegaba una mujer corriendo. Era la golem y estaba sola. Corría, no a la velocidad sobrehumana de que había hecho gala en el parque, pero sí con un excitado apremio que rozaba la despreocupación. Pasó de largo a dos sobresaltados hombres, uno de los cuales le gritó algo; ella no pareció ni darse cuenta.
—¡Llego tarde, lo siento! —gritaba al acercarse; hasta que dejó de andar y se plantó a su lado.
Él la observó, atónito. ¿Por qué estaba tan distinta? Le vio las pinzas del pelo y los volantes de la blusa nueva, pero había algo más. Y entonces lo comprendió: estaba contenta. Los ojos le brillaban y sus rasgos se habían animado. Sonreía inclinada hacia él, colmada de anhelante seguridad.
—¡Lo siento, estaba en una sala de baile! ¿Quieres ir conmigo? Por favor, di que sí. Anna y sus amigos están allí y quiero que los conozcas. Y tienes que ver la sala: ¡es preciosa!
¿Una sala de baile? Pero ¿quién era esa mujer?
—Pero si no sé bailar —le contestó, perplejo.
—No pasa nada, te puedo enseñar yo.
De modo que se olvidó del techo y accedió a seguirle los pasos, atrapado por la recién estrenada exuberancia de su amiga. Fuera lo que fuese lo que había operado ese cambio en ella, seguro que valía la pena echar un vistazo. Por lo visto, caminaba demasiado despacio para su gusto, pues le cogió la mano y prácticamente comenzó a tirar de él.
—¿Es que la sala se está incendiando? —preguntó el genio.
—No, pero he prometido que volvería enseguida. Además, Irving ya habrá llegado. Él y Anna… ¡Ah, no te lo he contado! Todo se ha arreglado en la panadería: ¡van a casarse!
—¿De qué diablos me estás hablando? —No pudo evitar echarse a reír.
—¡Basta ya! —protestó ella, aunque se estaba riendo también—. Luego te lo explico.
—Pero ¿tendrá sentido?
—Si continúas burlándote, no desvelaré el misterio. Mira, es aquí.
Señaló un modesto portal del que brotaba la música como un torrente. Unas cuantas monedas al hombre de la puerta y ya estaban dentro. Y, después de un pasillo oscuro y alargado, el genio pasó de la frivolidad a un silencio anonadado. No era sólo la mera extensión de la sala de baile, ni la enorme cantidad de personas que la llenaban. No; si se quedó de piedra y con la cabeza hecha un agridulce embrollo, era por el simple hecho de que, si él hubiera querido crear, en mitad de Nueva York, una aproximación de su remoto y ansiado palacio, el resultado no habría diferido mucho. Las paredes eran de espejos y no de cristal opaco, y las luces procedían de lámparas de gas y candelabros, en lugar del sol o las estrellas, pero tenía la misma amplitud y el mismo juego suntuoso de luz resplandeciente y suaves sombras. Se sintió más en casa que en ningún otro lugar de Nueva York, aunque, en contraste con tan impactante familiaridad, descubrió que el abismo entre su hogar y él no hacía más que aumentar. «Esto es lo máximo a lo que puedes aspirar», le decía la sala de baile. «Esto y nada más».
—¿Te gusta? —le preguntó la golem, que lo observaba con preocupación; era como si el resto de la velada dependiera de su respuesta.
—Es precioso —contestó.
—Bien —sonrió ella—. Ya me parecía que te iba a gustar. Mira, ahí están mis amigos. —Señaló una mesa alejada. Ven, te los presentaré.
Otra vez fue detrás de ella, que saludaba con educados gestos entre la multitud. Ahí estaba, entre cientos de personas, sin mostrar dudas ni reparos en absoluto. ¿Acaso ese cambio había ido creciendo en ella sin que él se diera cuenta? Meses atrás se ocultaba el rostro para ir por la calle, y ahora, en cambio, estaba impaciente por presentarle a sus amigos. Y ésa era otra: ¿ya tenía amigos?
En la mesa, una mujer con un penacho ridículo alzó la vista hacia la golem.
—¡Aquí estás! ¿Adónde has…? —Entonces vio al genio unos pasos por detrás de ella, y el resto de la frase se diluyó en su asombro.
—Oh, Anna, no es eso —soltó la golem de repente—. Es un amigo mío. Ahmad, te presento a Anna, de la panadería; y a Phyllis y Estelle. Ellos son Jerry, con el que he bailado, y el amigo de Jerry… Perdona, no sé cómo te llamas.
—Stanley —respondió el chico bajo con cara de que le estuvieran aplastando.
—Ahmad, te presento a Stanley —remató ella, triunfante. Por supuesto, le hablaba en inglés, pues nadie esperaba que él supiera yídish.
Anna fue la primera en recuperarse.
—Encantada de conocerte, Ahmad —dijo en un inglés con acento, y le estrechó la mano con firmeza. Era bonita, la chica más atractiva de la mesa, pero el genio no pudo evitar la sensación de que su penacho estaba a punto de atacarle. Entonces ella preguntó—: ¿De qué conoces a nuestra Chava?
La expresión de la golem se tiñó de cierta inquietud.
—Pura casualidad —respondió el genio—. Nuestros caminos se cruzaron un día en Castle Garden. Ella me dijo que nunca había visitado el acuario y yo insistí en llevarla.
Miró de reojo a la golem, que le dedicó una expresión de agradecimiento y alivio.
—Qué bonito —comentó Anna.
—Qué romántico —murmuró Phyllis.
El chico alto de la mesa (¿Jerry?) lo miraba con malos ojos.
—Qué acento tan raro tienes —le dijo—. ¿De dónde eres?
—Vosotros lo llamáis Siria.
—Ah. Eso queda por China, ¿no?
—Jerry, no seas burro. Siria no está cerca de China para nada —señaló Estelle en yídish; Stanley se rió a carcajadas y Jerry, ruborizado, disimuló bebiendo cerveza.
Por más que fueran amigos de la golem, el escrutinio al que lo estaban sometiendo le empezaba a importunar.
—Chava, has prometido enseñarme a bailar —dijo; el grupo se los quedó mirando mientras se alejaban.
Ella lo guió a un rincón de la pista y se puso de cara a él.
—Pon las manos aquí y aquí —le indicó, tan estirada que hacía gracia—. Y yo, aquí y aquí. Ahora sólo es un paso y un salto. Hacemos lo mismo los dos.
—Un segundo; déjame ver antes cómo lo hacen los demás —propuso él.
Se quitaron de en medio y observaron a la gente. Cómo se las apañaban para no chocar unos con otros quedaba más allá de su comprensión. Y, aunque no tenía muy claro el sentido de gastar tanta energía para acabar más o menos en el mismo sitio, se guardó sus dudas para sí.
—¿Ya estás listo? —le preguntó ella.
—Eso creo.
Le puso las manos donde le había indicado y dio unos primeros y cuidadosos pasos; no eran complicados, de modo que los aprendió rápido. Al principio se toparon con algunos de sus vecinos, pero pronto le cogió gusto a lo de guiar, y con la mano le presionaba a ella la cintura en la dirección en la que quería ir. Ser tan alto era una ventaja: podía buscar huecos en la multitud y evitar que los acorralaran. El pelo de la golem le rozaba la barbilla.
—Lo estás haciendo muy bien —le dijo ella.
—¿Y cómo lo sabes? ¡Si tú misma acabas de aprender! —se rió él.
—Sí, pero no me pisas ni haces que me dé golpes con los demás. Eres un bailarín nato —afirmó con cierto deleite.
—Me temo que he sorprendido a tus amigos —señaló el genio.
—Y has tenido que mentirles —se lamentó ella, poniéndose seria—. Ha sido culpa mía; tendría que haberlo pensado.
—Me alegro de que no lo hicieras; no me habrías traído y me habría perdido esto.
—O sea, ¿que te lo estás pasando bien?
—Mucho —aseguró, cayendo en la cuenta de que así era.
Los bailarines giraban a su alrededor; su entusiasmo y el de la banda parecía inagotable.
—Anna ya no está en la mesa —observó la golem, que estiraba el cuello para ver por encima del hombro del genio—. Se habrá encontrado con Irving.
—Ah, sí, el misterioso Irving.
—Perdona, no te lo he llegado a contar —le sonrió, antes de contarle toda la historia: el embarazo de Anna, el subsiguiente compromiso y la mudanza a Boston—. Dudo que la vuelva a ver alguna vez. Conozco a muy poca gente y todos acaban marchándose. Supongo que así son las cosas.
Habló en un tono tan nostálgico que él le dijo:
—Bueno, no parece que yo me tenga que ir a ningún sitio.
Su intención era hacerla reír, pero ella guardó silencio un instante.
—Y si te vas, ¿qué? ¿Y si un día encuentras la forma de liberarte de esto? —Sus fríos dedos le rozaron la manilla, debajo de la manga—. Prométeme algo —dijo con súbito apremio—: si eso llega a ocurrir, quiero que vengas a verme una última vez. No me dejes preguntándome qué ocurrió. Por favor, prométemelo.
—No me iría sin decirte adiós, Chava. Lo prometo —le contestó, desconcertado.
—De acuerdo. Gracias.
Continuaban bailando, si bien la desenfadada música contrastaba ahora con la seriedad que se había impuesto entre ellos. El genio trató de imaginárselo: liberado por algún milagro, se elevaba por encima de las calles saturadas de porquería y de los sofocantes edificios, cabalgando el viento en busca de la ventana de la golem. Se despedía…, y aquí hubo algo que lo sobrecogió. Se equivocó con un paso y se corrigió.
—¿Estás bien? —quiso saber ella.
—Sí. —Él afianzó la mano sobre la cintura de ella—. Únicamente me lo estaba imaginando: ser libre. —Calló, sin saber muy bien qué iba a decir a continuación; sólo que debía decir una cosa—. Ojalá pudiera enseñarte…
La banda remató el tema con una floritura y los aplausos de la gente lo sobresaltaron. Ella, con cara de preocupación, esperó a que él continuase, pero la multitud que los rodeaba le coreaba al director: «¡Un spiel! ¡Un spiel!». El genio miró a la golem con expresión interrogante y ella negó con la cabeza, aparentemente tan perpleja como él.
El director se inclinó e hizo una reverencia a modo de asentimiento; la gente respondió con unos vítores formidables. Más parejas afloraron a la pista de baile, que se llenó hasta los topes. El director se secó la frente con un pañuelo, volvió a esgrimir su batuta… y, esta vez, la canción fue rápida y estridente, con una melodía aguda y escandalosa. Cada hombre agarró a su pareja de la cintura y se pegó bien a ella, mucho más que antes, para poder girar en círculos pequeños, moviéndose rápidamente sobre un pie y el otro. Las mujeres se reían y los que aún estaban en las mesas daban palmas con fruición.
El genio se sintió traspasado por la música. Fuera lo que fuese lo que estaba a punto de decir se desdibujó para diluirse en un ansia mucho más extensa. Cerró los ojos, extremadamente cansado y, a la vez, lleno de una dinámica energía.
—Supongo que esto es un spiel —le dijo la golem, muy cerca del oído—. No me lo he aprendido.
—Pues yo ya me lo sé.
Se pegó a ella y la golem se sobresaltó.
—Ahmad…
—Agárrate bien —le avisó él, antes de despegar.
Empezaron a dar vueltas y más vueltas; él tenía una mano en el hueco de la espalda de su compañera; y la otra enlazada con los dedos de la mano de ella. Mantenía los ojos cerrados y guardaba el equilibrio por instinto. Al principio temió que ella se marchara, pero entonces la golem se relajó en sus brazos, en un gesto de confianza que lo colmó de alegría.
—Cierra los ojos —le pidió.
—¡Pero nos vamos a caer!
—No nos caeremos.
Y no lo hicieron, ni tampoco colisionaron con sus vecinos. Pues los demás ya se estaban fijando en ellos, esa pareja alta y que daba vueltas en un universo propio. La gente se empezó a apartar para dejarles espacio y verlos mejor. Y cada vez iban más deprisa (¡con los ojos cerrados! ¿Cómo podían?). Los pasos de la golem eran unos movimientos pequeños y precisos que coincidían al milímetro con los de su compañero, describiendo un círculo con él en el centro. Y entre tanto movimiento, una calma creció dentro del genio, y por un largo y hermoso instante todo lo demás desapareció…
Alguien le tocó el hombro.
Al abrir los ojos, casi se dio de bruces con la chica que se llamaba Phyllis. La golem tropezó, pero él la sostuvo por la cintura para que no se cayera. Phyllis se encogió por miedo a que chocaran con ella y, con una mirada de disculpa hacia el genio, dijo en yídish:
—Chava, lo siento, pero es Anna. Se ha encontrado a Irving con otra y ahora se están peleando. Está borracho y dice unas cosas horribles. Me da miedo que pase algo. ¿Podría ir Ahmad? Odio pedírtelo, pero Jerry y Stanley ya se han marchado.
El genio escuchó, fingiendo que no lo entendía. Qué giro tan molesto; pero lo haría, aunque sólo fuera para devolver la paz a la velada. La golem, sin embargo, se había quedado inmóvil.
—¿Se está peleando con Anna? —repitió, en un tono que hizo retroceder a Phyllis, asustada—. ¿Dónde están?
—Fuera.
Agarró al genio de la mano y prácticamente tiró de él, atravesando la multitud como una flecha.
—Espera, Chava —dijo él, pero ella ya no podía oírle.
El genio percibió la tensión en la silueta de la golem y su creciente ansiedad por su amiga. Atravesaron el pasillo y salieron. En Broome había cuatro holgazanes fumando cigarrillos, pero ni rastro de Anna ni del tal Irving. Entonces oyó los gritos distantes de un hombre, a los que siguieron los de una mujer. La cabeza de la golem se volvió.
—El callejón —dijo.
Doblaron la esquina, con el genio pisándole aún los talones. Al final del callejón, su amiga Anna forcejeaba con un hombre. Se sujetaba a él, intentando ponerse en pie mientras sollozaba. El hombre dijo algo y le dio una bofetada en la cara, le apartó las manos de su chaqueta y la tiró al suelo. Al darse con la cabeza en los adoquines, ella gritó.
—¡Anna! —exclamó la golem.
El hombre se tambaleaba, claramente ebrio. Miró cómo se le acercaban.
—¿Quién narices eres?
—¡Déjala en paz! —Avanzaba hacia él, casi corriendo, el genio se esforzaba por seguirle el paso. Quiso poner una mano en el brazo de la golem para retenerla, pero simplemente no llegaba.
Irving avanzó un paso y dejó a Anna tras de sí. Miró a la golem con ojos empañados y luego al genio.
—Dile a tu chica que se meta en sus asuntos.
Aquello ya había ido demasiado lejos.
—Vete —le dijo al hombre—. Ya.
El otro sonrió con satisfacción y echó un puño atrás, no demasiado estable. El genio percibió el cambio que se operaba en la golem al tiempo que fue testigo de él. Sus movimientos se volvieron aún más rápidos y fluidos al ir a por Irving; incluso parecía que estuviera creciendo…, hasta que se le echó encima. Tras un confuso instante, Irving yacía despatarrado en el suelo, con sangre saliéndole de la boca. A una velocidad espantosa, la golem se apoderó de él, lo levantó y lo sujetó contra la pared; los pies del chico pendían sobre la basura, pateando débilmente.
—¡Chava!
El genio la agarró por los hombros e intentó apartarla. Ella arrojó a Irving, que cayó al suelo gimiendo, y empujó al genio hacia atrás. Su cara estaba vacía de toda expresión; sus ojos, apagados y muertos. Era como si hubiera abandonado su propio cuerpo.
El genio tiró de ella por la cintura y se tambalearon hasta caerse al suelo, y él notó que la cabeza le golpeaba contra la piedra. Tenía a la golem encima, forcejeando para liberarse. Logró zafarse y se lanzó otra vez a por Irving. El genio se levantó de un salto, fue tras ella y la embistió. La golem chocó contra la pared, donde él la sujetó con las manos sobre sus hombros, y aguantándose con los pies en los surcos de los adoquines.
—¡Chava! —gritaba.
Ella quiso apartarse de la pared, torciendo el gesto a causa del esfuerzo y con los labios replegados sobre los dientes como de un chacal. Tenía una fuerza increíble. Él contaba con la ventaja de la altura, pero los pies ya se le estaban resbalando. Si se le escapaba, despedazaría al chico. Tenía que hacer algo.
Se concentró y la blusa de la golem empezó a arder bajo sus manos. Olió a algodón quemado y luego a tierra abrasada. Los ojos de la golem se nublaron, aturdidos; y entonces gritó, con un chillido tan agudo que casi resultó inaudible. Él la abofeteó dos veces y la derribó al suelo, sin soltarla. Aunque sólo la hubiera enfurecido más, al menos ahora lucharía con él, no con Irving.
Pero la golem ya no forcejeaba, sino que lo miraba desconcertada, pestañeando como un humano que despierta.
—¿Ahmad? ¿Qué ha pasado?
¿Era una trampa? Poco a poco, la soltó. Ella se sentó, se llevó una mano a la cara y luego al pecho. La blusa y la ropa interior le colgaban hechas unos jirones chamuscados. Encima de los pechos tenía unas manchas oscuras y alargadas: el perfil de los dedos del genio. Se las tocó y miró alrededor, como buscando la clave de su estado. Él se movió enseguida para taparle la visión de Irving. La golem fue a levantarse, pero sufrió una convulsión y se cayó; el genio la sujetó antes de que se diera contra el suelo. Tenía los párpados medio cerrados y no veía.
Un movimiento en la esquina: Anna poniéndose en pie, temblorosa. El genio maldijo en voz baja; se había olvidado de ella. ¿Cuánto había visto? Un feo moratón tomaba forma en el costado de su cara, y tenía un ojo cerrado por la hinchazón. Atontada, debido a la impresión, miró a Irving, a la golem y al genio. Éste dijo, en yídish:
—Anna, escúchame. Un desconocido ha atacado a tu novio y se ha dado a la fuga. Tú te has golpeado en la cabeza y no has podido verle bien. Si alguien dice otra cosa, está borracho y se equivoca. Ve a por un médico. —La chica se limitó a mirarle—. ¡Anna! —insistió él; ella dio un brinco, sobresaltada—. ¿Me entiendes?
Ella asintió. Lanzó una última mirada al bulto descompuesto de Irving y se alejó con paso vacilante por el callejón. ¿Le habría creído? Tal vez no, pero daba igual: no había tiempo. Ya había alguien que gritaba llamando a la policía. Cogió a la golem en brazos y se levantó, tambaleándose un instante. Luego echó a correr.
* * *
—Estábamos hablando de cuando tú te emparejes —le dijo el genio.
Fadwa abrió los ojos; no: estaban cerrados, ¿verdad? Acababa de cerrarlos. Estaba durmiendo en su tienda… No, por supuesto que no: estaba despierta, en el palacio de cristal del genio. Sólo había soñado que estaba durmiendo.
Una persistente molestia la incordiaba, pero no hizo caso. Volvía a estar con el genio; ¿qué otra cosa necesitaba saber? Recostada en un cojín, lo tenía de cara, al otro lado de la mesa baja que la vez anterior ofrecía alimentos para una semana. Estaba mordisqueando un dátil y bebía un agua clara y fresca. Llevaban sin verse días o semanas, no lo sabía bien; últimamente perdía la noción del tiempo. Una mañana, se había ido a ordeñar las cabras y se las encontró con las ubres vacías. Corrió a contárselo a su madre y ésta le dijo que si estaba loca, que ya las había ordeñado hacía unas horas. Y también sucederían otras cosas raras: veía sombras con el rabillo del ojo, incluso a plena luz del día, o rostros que cambiaban cuando ella no miraba. Una tarde, se encontraba en el manantial recogiendo la poca agua que quedaba cuando la diosa tallada se puso a contarle historias, sobre la ridiculez de los hombres que intentaban conquistar el desierto. Se habían reído juntas, como hermanas, hasta que alguien la llamó: uno de sus tíos; su madre, preocupada por la tardanza de la chica, había mandado a buscarla. Fadwa se volvió hacia la diosa para decirle adiós, pero ésta guardaba silencio de nuevo. Más tarde oyó cómo su tío le murmuraba a su madre que se la había encontrado sentada en las aguas someras, riéndose ella sola. «No se lo cuentes a su padre», le había pedido la madre. «Ni una palabra».
Por supuesto, nada de eso importaba ya; estaba con el genio, dentro de sus paredes de cristal y bajo la luz de las estrellas. Tenía la vista despejada y las sombras yacían tranquilas, a sus pies. Nada podía hacerle daño ahí.
—Emparejarme —dijo—. Te refieres a tomar un marido. —Suspiró; habría preferido hablar de otra cosa, pero cambiar de tema sería maleducado—. Mi padre me encontrará uno; no tardará demasiado, en nuestra tribu hay hombres que buscan esposa; mi padre elegirá entre ellos.
—¿Cómo lo va a elegir?
—Buscará el que tenga más que ofrecer. No sólo por la dote, sino por el tamaño de su clan, su pasto, su posición en la tribu… Y si los demás le consideran un buen hombre, claro.
—¿Y la atracción y el deseo no cuentan en su decisión?
Ella se rió.
—Puede que las mujeres de los cuentos se permitan ese lujo. Además, mis tías me dicen que el deseo llega luego.
—Y, sin embargo, tienes miedo.
Se ruborizó; ¿tan obvio era?
—Bueno, claro que sí —respondió intentando sonar adulta y despreocupada—. Dejaré a mi familia y mi casa para vivir en la tienda de un desconocido y servir a su madre. Sé el cariño que me tiene mi padre y no soy tan desagradecida para pensar que me obligará a casarme con alguien que no me merezca. Pero sí, me da miedo. ¿Y a quién no?
—Entonces, ¿por qué casarse?
Su ignorancia la sorprendió de nuevo.
—Las chicas enfermas o débiles son las únicas que no consiguen marido. Una chica se tiene que casar, si puede, para no ser una carga. Nuestro clan es demasiado pequeño para mantener a una hija soltera; sobre todo, habiendo niños a los que alimentar y hermanos y primos a los que buscarles esposa. No, tengo que casarme, y pronto.
Ahora, él la observaba con lástima.
—Una vida dura, con tan pocas opciones.
El orgullo colmó el pecho de Fadwa.
—Pero también es una buena vida. Siempre hay algo que celebrar: una boda, un nacimiento o una buena camada en primavera. No conozco otra manera de proceder. Además, no todos podemos vivir en palacios de cristal —remató.
Él alzó una ceja, sonriendo.
—¿Te gustaría, de ser posible?
¿Estaba jugando con ella? Su expresión no le daba ninguna pista. Fadwa le devolvió la sonrisa.
—Señor, tu hogar es muy hermoso. Pero yo no sabría qué hacer en un sitio como éste.
—A lo mejor no tendrías que hacer nada.
Entonces ella se rió, y fue una risa plena, una risa de mujer.
—Eso sí que me daría miedo, más que ningún marido.
El genio se rió también, y le hizo una reverencia con la cabeza, como gesto de derrota.
—Confío en que me permitas visitarte, una vez casada.
—Por supuesto —le contestó, sorprendida y conmovida—. Y puedes venir a la boda si quieres.
Qué divertido, pensó: ¡un genio en su boda, como si fuese una reina de cuento!
—¿Tu familia no pondrá objeción?
—No se lo diremos. —Se rió entre dientes; con él no parecía indecoroso.
Él se rió otra vez y se recostó, evaluándola con la mirada.
—Una boda. La verdad es que me gustaría verlo. Fadwa, ¿tú me enseñarías cómo es una boda?
—¿Enseñártelo?
¿Quería decir contárselo? Frunció el ceño, insegura. Pero él tendió una mano (ahora se encontraba a su lado; ¿cuándo se había desplazado?) y le alisó las arrugas de la frente. De nuevo, el calor inesperado de esa piel; de nuevo, aquella extraña erupción en el estómago. «Enséñamelo», murmuró él. De repente, Fadwa se sintió muy cansada. Seguro que a él no le importaría que se acurrucara para dormir un poco (y parte de ella le susurraba: «Tonta, si ya estás dormida», pero era un sueño e hizo caso omiso), y el tacto de esa mano en su frente era tan maravilloso que Fadwa ni se resistió, sino que se entregó a la fatiga que la arropaba.
Fadwa abrió los ojos.
Se encontraba en una tienda; una de hombre. Estaba sola. Bajó la vista. Tenía las manos y los pies pintados con henna y llevaba un vestido de novia.
Recordó a su madre y a sus tías vistiéndola en la tienda de las mujeres y pintándole las manos. Recordaba la negociación de la dote y la exposición de cuanto poseía. Cantos, bailes y un banquete. Después, la procesión, con ella en cabeza. Y ahora aguardaba, sola, en la tienda de un extraño. De fuera le llegaban risas, tambores y canciones de boda. Frente a ella había una cama, cubierta de pieles y mantas.
Un hombre estaba de pie a su espalda.
Se dio la vuelta para mirarlo. Ahora iba vestido como un beduino, con indumentaria negra de boda, esbelto y elegante. Tendió hacia ella las manos, que había ahuecado para sostener un collar, el más increíble que ella hubiera visto: una elaborada cadena con eslabones de oro y de plata y con esferas de un cristal blanco azulado, todo ello enzarzado con filigrana. Era como si hubiera cogido su palacio para convertirlo en un capricho que pudiera llevar ella en el cuello. Fadwa lo tocó; las esferas de cristal se desplazaron y tintinearon bajo sus dedos.
«¿Es para mí?», murmuró.
«Si lo deseas».
Los ojos de él danzaban a la luz de la lámpara. Traslucían un deseo que no la asustó.
«Sí», dijo.
Él le abrochó el collar en torno a la garganta, rodeándola casi con los brazos. Desprendía un olor cálido, como de piedra calentada al sol. Sus dedos soltaron el cierre y descendieron por sus hombros y sus brazos. Ella no tembló, no estaba asustada. Él acercó la boca a la suya, y se encontró besándole como si lo esperase desde hacía años. Le hundió los dedos en el cabello. El vestido de Fadwa era ya un bulto bordado que había caído a sus pies; al notar en los pechos las manos de él, no sintió ningún temor. La levantó sin esfuerzo y ya estaba en la cama, y también él, y estaba dentro de ella y no le dolía, no le dolía nada, en contra de lo que le habían dicho sus tías. Juntos se movían despacio, tenían todo el tiempo del mundo, y enseguida fue como si supiera hacerlo desde siempre. Lo besó en la boca y se enredó en él y se mordió el labio con júbilo, y se dejó llevar lejos, muy lejos, por el torbellino que era su amante…
«¡Despierta!».
Algo iba mal.
«¡Fadwa, despierta!».
El suelo se sacudió debajo de ellos, primero un temblor y luego otros cada vez más fuertes. La tienda se empezó a derrumbar. Él intentaba alejarse, pero ella se le aferró aterrorizada, no se quería soltar…
«¡Fadwa!».
Resistió con todas sus fuerzas, pero él se zafó para irse. La tienda, el mundo…, todo se volvió oscuro.
Sobrevolando el campamento beduino, el genio daba tumbos por encima de los vientos. Nunca había sentido tal dolor. Estaba desgarrado, hecho jirones, disuelto casi. Vagamente se dio cuenta de que se había permitido adentrarse demasiado, atraído por los ensueños y fantasías de ella. Había necesitado todos sus recursos para escapar; un genio algo inferior se habría destrozado.
Permaneció allí un tiempo, para recuperarse en lo posible antes del trayecto a casa; estando tan débil sería presa fácil y vulnerable hasta que llegara a su palacio. Y si el viento le transportó un tumulto de aterradas voces humanas, los chillidos de las mujeres y los lamentos de un padre, el genio procuró no oírlos.