En una noche sin nubes, negra como el carbón, con sólo una tajada de luna en lo alto, la golem y el genio paseaban juntos por los tejados de Prince Street. Era la primera vez que la golem subía a un tejado. Protestó un poco cuando el genio, al llegar a su pensión, le comunicó su destino:
—Pero ¿es seguro andar por ahí arriba?
—Tanto como ir por cualquier sitio de esta ciudad a estas horas.
—Eso no me consuela mucho.
—Para ti y para mí es perfectamente seguro. Vamos.
A la golem le dio la sensación, por la pose y la voz de su acompañante, de que tenía uno de sus días inquietos y obstinados. De mala gana se unió a él, pensando que, si resultaba peligroso, le haría dar media vuelta.
Subieron por una escalera de incendios, ella detrás de él. Y, cuando llegaron a una extensión elevada y cubierta de brea, la golem tuvo que dar su brazo a torcer; era un marco demasiado fascinante para irse. Aquello era como una ciudad escondida, escenario de un gran trasiego nocturno: hombres, mujeres y niños iban de aquí para allá haciendo cosas, pasando información o tan sólo yéndose a casa. Peones con monos grasientos parlamentaban pegados a los bordes de contenedores con brasas, que se reflejaban en sus caras y se las enrojecían. Por los rincones había críos ociosos con los ojos alerta. A la golem le dio la impresión de estar acercándose a una frontera custodiada, aunque, por lo visto, el genio era allí un personaje conocido. La que más interrogantes despertaba era ella: una desconocida alta, limpia y vestida con recato. Algunos de los más jóvenes la tomaron por una asistente social, de modo que fueron a ocultarse entre las sombras.
La golem empezó a darse cuenta de que, si conociera el camino, podría recorrer todo el Lower East Side sin llegar a tocar el suelo. Muchos de los tejados abarcaban una manzana entera, interrumpidos tan sólo por unos muros bajos que señalaban la unión entre dos edificios. Allí donde uno era más alto que el otro, había unas escaleras de cuerda que colgaban entre los tejados. En algunos puntos había incluso puentes de tablones que cubrían los estrechos huecos de los callejones. El genio cruzó el primero de ellos con indiferencia, sin molestarse en mirar la caída de cuatro pisos, y luego se volvió esperando que la golem lo siguiera; por fortuna, el puente era grueso y lo bastante robusto para que lo cruzara sin temor. El genio levantó una ceja, impresionado, y ella sacudió la cabeza: no sabía si la irritaba más que él dudara de que lo fuese a lograr, o la locura de morder ella el anzuelo.
Se estaban abriendo paso por un concurrido pasaje cuando un grito hizo volver todas las cabezas: un hombre se apresuraba hacia ellos, perseguido por un policía uniformado. El policía era rápido, pero su presa lo era aún más, y saltaba repisas y contenedores como un caballo en una carrera de obstáculos. Todo el mundo se apartó al pasar éste a toda prisa; saltó el puente, fue a la puerta de una escalera, la abrió de golpe y desapareció.
El policía se detuvo jadeando cerca de ellos, poco entusiasmado ante la idea de seguir a ese hombre hacia un edificio a oscuras. Contempló con amargura a los espectadores, que en todos los casos encontraron otra cosa en que fijarse. Entonces advirtió al genio, sonrió y se tocó el borde de la gorra como una burla.
—Vaya, si es el sultán. Que tenga buena noche.
—Hola, agente Farrelly —replicó el genio.
—Se está volviendo lento con la edad, Farrelly —exclamó un borracho canoso que estaba sentado apoyándose en una pared cercana.
—Soy lo bastante rápido para los de tu calaña, Scotty.
—Pues venga, cójame. Así comeré caliente.
El agente lo ignoró, asintió a la concurrencia y se dispuso a volver por donde había venido.
—Eh, sultán —dijo el tal Scotty—. ¿Quién es tu amiga? —Posó sus acuosos ojos en la golem y, sin aguardar respuesta, continuó—: ¡Oiga, señorita, si su amigo aquí presente es el sultán, usted vendrá a ser la sultana! —Y soltó una risa como un silbato mientras ellos proseguían su camino.
Caminaron hasta encontrar lo que el genio andaba buscando: un tejado concreto, bien ubicado y con una alta torre de agua en un rincón. Para desanimar a los escaladores, la escalera de la torre terminaba a dos metros del suelo; pero el genio saltó, alcanzó el peldaño inferior sin dificultad y se impulsó hacia arriba, mano sobre mano, hasta llegar a una ancha repisa que rodeaba la torre a media altura. Se asomó por la barandilla.
—¿Vienes?
—Si no, dirás que no tengo agallas, y si voy, no haré más que animarte.
Él se rió.
—En todo caso, sube; te encantarán las vistas.
Tras mirar alrededor para asegurarse de que nadie la veía, la golem saltó y se agarró de la escalera. Se sintió ridícula al hinchársele la falda, pero fue una escalada fácil y pronto se reunió con el genio en la repisa. Tenía razón: la vista era preciosa. Los tejados se solapaban unos a otros en la distancia como una exposición de naipes iluminados. Detrás de ellos, apenas visible, el Hudson era una franja negra que separaba las luces del puerto del resplandor de la otra orilla. La golem señaló el río:
—Ahí es donde salí a flote. O más al sur, no lo sé.
Él sacudió la cabeza.
—Mira que andar por el fondo del río… Si ni siquiera soy capaz de pensarlo, imagínate de hacerlo.
—Seguro que tú te habrías escapado de alguna otra manera.
El genio sonrió.
—Ah, eso seguro.
Una brisa fría y constante le agitaba el pelo a la golem por la cara, transportando olores de carbonilla y limo, y el humo de un millar de chimeneas. Observó cómo el genio se liaba un cigarrillo, tocaba un extremo e inhalaba.
—¿Conoces a ese agente? —le preguntó.
—Sólo de nombre. La policía me deja en paz y yo hago lo mismo.
—Te han llamado sultán.
—No puedo decir que yo lo haya fomentado. Pero, si no es mi nombre, tampoco lo es Ahmad. —Su voz se infundió de una nota amarga: otro tema doloroso, por alguna razón—. Y tú ahora también tienes otro nombre, aunque el tipo lo ha dicho como si fuese un chiste, no sé muy bien por qué.
—Una sultana es una reina, pero también un tipo de pasa —explicó.
El genio resopló.
—¿Una pasa?
—Las usamos en la panadería.
Él se rió, se recostó y la observó.
—¿Te puedo preguntar una cosa?
Ella alzó una ceja.
—Claro.
—Tienes unas habilidades increíbles; ¿no te da rabia pasarte el día horneando hogazas de pan?
—¿Por qué? ¿Es que hornear pan vale menos que otros trabajos?
—No, pero no digas que hace justicia a tus habilidades.
—Me sale muy bien —aseguró ella.
—Chava, estoy seguro de que eres la mejor panadera de la ciudad. ¡Pero puedes hacer mucho más! ¿Por qué hacer pan todo el día si eres capaz de levantar más de lo que pesa un hombre y andar por el fondo del río?
—¿Y cómo iba a usar esas habilidades sin llamar la atención? ¿Quieres que me vaya a una cantera a levantar rocas? ¿O me saco el permiso de remolcador?
—De acuerdo, no te falta razón. Pero ¿y lo de ver los miedos y deseos de los demás? Ese talento es más sutil y podría valer muchísimo dinero.
—Nunca —respondió, tajante—. Jamás me aprovecharía de ese modo.
—¿Por qué no? Eres una excelente pitonisa, o incluso una gran timadora. Sé una docena de tiendas del Bowery que…
—¡Te digo que no! —Entonces se dio cuenta de la leve sonrisa que le asomaba al genio por la comisura de los labios—. Me estás tomando el pelo.
—Por supuesto que sí: serías una timadora horrorosa; se te notaría a la legua.
—Eso me lo tomaré como un cumplido. Además, mi trabajo me gusta. Va conmigo.
El genio se apoyó en la barandilla, recostando la barbilla en la mano; ella dudó de que supiera hasta qué punto parecía humano.
—¿Y si pudieras hacer lo que quisieras sin tener que preocuparte de esconderte? ¿Seguirías trabajando en la panadería?
—No lo sé. A lo mejor, supongo. Pero el caso es que no puedo, así que ¿para qué mortificarme? Sólo me enfadaría.
—¿Y prefieres ignorar tus propios pensamientos a enfadarte?
—Como de costumbre, lo expresas del peor modo posible, pero sí.
—¿Y por qué no te quieres enfadar? ¡Es una reacción pura y honesta!
Ella sacudió la cabeza, intentando dilucidar el mejor modo de explicarlo.
—Te voy a contar algo —le dijo—. Una vez robé una cosa, el día que llegué a Nueva York. —Y expuso todo el relato: el niño hambriento, el hombre del knish, la gente que vociferaba…—. No sabía qué hacer. Estaban furiosos y querían que yo pagara. Yo lo interioricé todo hasta que… ya no me hallaba allí. —Frunció el ceño al acordarse—. Estaba fuera de mi ser, observando. Tranquila. No sentía nada. Pero sabía que algo horrible iba a ocurrir de un momento a otro y que yo sería la autora. Sólo tenía unos días de vida y no había aprendido a controlarme.
—¿Y qué ocurrió?
—Al final, nada. El rabino me salvó y pagó el knish de aquel hombre. Yo volví en mí, pero de no haber aparecido él… No quiero ni pensarlo.
—Pero no ocurrió nada. Y ahora tienes más control. Tú misma lo has dicho.
—Ya, pero ¿es suficiente? Lo único que sé es que nunca debo hacerle daño a nadie. Nunca. Antes me destruiré yo si es necesario.
No era lo que pretendía decir pero, ahora que lo había hecho, se alegró; así, él vería lo fuertes que eran sus convicciones y cuánto le importaba aquello.
—No puedes decirlo en serio. —Él pareció horrorizado—. Chava, no puedes.
—Lo digo muy en serio.
—¿Al primer signo de enfado? ¿Un hombre choca contigo por la calle y te destruyes?
Ella sacudió la cabeza.
—No, no quiero tus teorías. No pienso discutir sobre esto.
Permanecieron en tenso silencio.
—Yo te imaginaba indestructible —afirmó él.
—Creo que lo soy…, casi.
Los ojos del genio se posaron en su cuello y ella cayó en la cuenta de que, de forma inconsciente, se estaba agarrando el medallón. Rápidamente dejó caer la mano. Ambos apartaron la mirada, algo violentados. El frío aumentaba y había arreciado el viento.
—A veces me olvido de lo distintos que somos —comentó el genio—. Yo nunca hablaría de destruirme: sería demasiado parecido a rendirse.
Ella quiso preguntarle: «¿Y no hay nada por lo que renunciarías a ti mismo?». Pero quizá fuese ir demasiado lejos, hurgar en exceso. Él se tocó distraídamente la manilla de la muñeca con una mano; se distinguía el perfil a través de la tela de su manga.
—¿Duele? —preguntó la golem.
Él bajó la vista, sorprendido.
—No —respondió—. No físicamente.
—¿Me lo dejas ver?
El genio vaciló un momento; ¿le daría vergüenza enseñárselo? Luego se encogió de hombros y se arremangó. Ella examinó la manilla a la tenue luz. La ancha banda de metal estaba muy ajustada, como hecha a medida. Consistía en dos medias circunferencias unidas por dos bisagras. Una de ellas era gruesa y sólida; la otra, mucho más fina, y estaba cerrada con un seguro delgado y casi decorativo, con la cabeza llana y redonda como una moneda. Intentó tirar de él, pero no cedió.
—No se mueve —le dijo él—. Créeme: lo he intentado.
—El seguro tendría que ser el punto más débil. —Alzó la vista hacia él—. Puedo intentar romperlo, si quieres.
Él abrió los ojos de par en par.
—¡Tú dirás! —Con cuidado, la golem tocó los bordes de la manilla. Él, que tenía la piel sorprendentemente caliente, se sobresaltó al tacto y preguntó—: ¿Siempre tienes las manos tan frías?
—Comparadas con las tuyas, deben de estarlo. —Agarró el metal con las yemas de los dedos—. Si te duele, dímelo.
—No me dolerá —dijo; sin embargo, estaba tenso.
Ella empezó a tirar, con tesón y fuerza crecientes, más allá del punto en el que cedería un metal corriente; pero tanto la manilla como el seguro aguantaron sin doblarse lo más mínimo. El genio mantenía el equilibrio contra la fuerza de ella, agarrado al pasamano, hasta que ella se dio cuenta de que, antes que la manilla, se iban a partir la barandilla o el genio. Aflojó y paró, y, al mirarle a la cara, vio cómo se desvanecía su esperanza.
—Lo siento —le dijo.
El genio la observó con la mirada perdida e indefensa, hasta que apartó su mano de la de ella y se dio la vuelta.
—Dudo de que ninguna fuerza lo lograra. Pero gracias por intentarlo. —Ocupó las manos liándose un cigarrillo—. Se está haciendo tarde. Espero que no te importe que volvamos.
—No —murmuró ella.
Regresaron por encima de los tejados, pasando junto a hombres que desayunaban temprano pan y cerveza y niños pequeños acurrucados bajo sus mantas, y a Scotty dormido junto a su muro. Cerca de la pensión encontraron una salida de incendios y bajaron, sorteando peldaños rotos o ausentes. Ya en el callejón, se despidieron como de costumbre. Ella miró atrás antes de doblar la esquina y le sorprendió verle aún allí, con la mirada fija detrás de ella, como profundamente confuso; un hombre alto de rostro reluciente, la visión más extraña y más familiar de toda la ciudad.
* * *
Arbeely no se equivocaba respecto al interés que iba a despertar el techo de estaño. Por todo el barrio se propagó el rumor de que su aprendiz beduino estaba creando una extraña escultura de metal que pensaba colgar en el vestíbulo nuevo de Maloof. El pequeño taller se llenó de visitantes. Al genio no le hacían ninguna gracia las constantes interrupciones, por lo que pronto abandonó todo asomo de educación. Al final, Arbeely cerró el taller para todos los que no fueran clientes de pago.
La única persona que gozaba de privilegio era el joven Matthew Mounsef. El niño se había aficionado a pasar por el taller después del colegio para ver cómo trabajaba el genio. En contra de lo esperado, a éste pareció gustarle Matthew, a lo que quizá contribuyera el habitual silencio del crío. De vez en cuando le asignaba alguna tarea menor o algún recado, lo cual le permitía utilizar las manos sin que el niño le viera. Por esos favores le pagaba unos peniques o alguna que otra moneda de cinco centavos o, si se sentía generoso, animalitos de estaño que hacía con restos.
En el primer frenesí de la construcción del techo, el genio creyó que podría terminar en cuatro días, cinco como mucho, aunque luego resultó no ser así. Nunca había trabajado con unos requisitos tan exigentes. No bastaba con medir el techo de forma aproximada, sino que había que hacerlo al centímetro; de lo contrario, no encajaría. Dedicó todo un día a medir el vestíbulo encaramado a una escalera, repasando y gritándole números a Matthew, que los apuntaba con mucha atención en una libretita. Después retiró las piezas viejas, labor poco agradecida que lo llenó de telarañas y polvo de enlucido. A continuación, volvió a enlucir el techo y lo alisó con cuidado. En conjunto, un trabajo arduo y meticuloso. En más de una ocasión, al genio se le ocurrió abandonar el proyecto por entero e incluso fundirlo, pero siempre había algo que lo detenía. El techo ya parecía pertenecer a todo el mundo: Maloof, Matthew, Arbeely, los inquilinos, los simpatizantes que lo paraban por la calle para preguntarle cómo iba… En cierto modo, ya no era suyo para destruirlo.
Los preparativos se completaron por fin. Mientras Arbeely observaba hecho un atajo de nervios, el genio talló el techo finalizado en piezas grandes e irregulares, siguiendo las líneas de los valles y de los escarpados precipicios, y convirtiéndolo en un puzle gigante de estaño. Cargaron las piezas en un carro con paja y las transportaron hasta el edificio de Maloof. Allí los esperaba Matthew con cara de gran excitación, y Arbeely no se atrevió a preguntarle por qué no estaba en la escuela. Pronto llegó también Maloof; al genio le sorprendió ver que el propietario se arremangaba y se disponía a echar una mano.
Tardaron casi todo el día en instalar el techo. Lo más difícil era sostener las piezas lo bastante quietas para clavarlas en su sitio. Al final tuvieron que hacerlo el genio, Arbeely y Maloof a la vez, cada cual en su escalera, con muchos reajustes y discusiones y demostraciones de carácter. Cada vez que alguien quería pasar por el vestíbulo había que quitar dos de las escaleras, y el genio se quedaba aguantando la pieza que no habían acabado de sujetar. A medida que pasaba el día, más gente se fue agolpando para verlos trabajar. Hasta la madre de Matthew bajó, abordando las escaleras muy despacio y con una mano en la barandilla; por lo visto, su salud no mejoraba.
Al fin, el genio puso en su sitio el último clavo y una salva de aplausos se desató espontáneamente. Durante media hora, estrechó las manos de quienes le parecieron todos los sirios de Nueva York. Después, todos se arremolinaron para mirar el techo. Muchos se reían y extendían las manos en el aire, como si intentaran tocar las montañas. Algunos de los residentes más ancianos se quejaron de vértigo y subieron a cenar. Los niños corrían mirando hacia arriba y chocaban con las piernas de sus padres. Por último, uno tras otro, fueron desfilando todos hasta que sólo quedaron Arbeely y el genio.
De pronto, el genio se sintió completamente consumido. Ya estaba, se había terminado. Alzó la vista hacia su obra maestra, intentando dilucidar qué era lo que había realizado.
—Todo el mundo lo adora —afirmó Arbeely a su lado—. Sólo es cuestión de tiempo que tengas tu propio taller. —Entonces se percató de la expresión del genio—. ¿Qué ocurre?
—Mi palacio. No está.
Arbeely miró enseguida alrededor, pero estaban solos.
—Aún puedes añadirlo —le respondió en voz baja—. Llámalo arrebato artístico o lo que tengas.
—No lo entiendes —dijo el genio—. Lo he hecho a propósito. Lo apropiado es que tú no lo veas, que ellos no lo vean. Pero yo debería verlo. Tendría que estar ahí. —Señaló un punto cerca del centro del mapa—. Justo detrás de ese risco. El valle parece vacío sin él.
Algo tomó forma en la mente de Arbeely.
—¿Quieres decir que esto es un mapa?
—Por supuesto que es un mapa. ¿Qué creías que era?
—No lo sé… Una obra de la imaginación, supongo. —Lo miró con ojos nuevos—. ¿Y es preciso?
—Me pasé doscientos años recorriendo cada centímetro de esas tierras. Sí, es preciso. —Señaló una montaña del rincón que quedaba cerca de la escalera—. Una vez extraje un filón de plata en esa ladera. Un grupo de efrits intentaron robármelo. Me peleé con ellos, aunque me llevó un día y una noche vencerlos. —Su dedo se desplazó hacia una llanura estrecha, sumida en la sombra—. Ahí es donde me encontré con una caravana con rumbo a ash-Sham. Los seguí, invisible, hasta que llegaron al Guta. Es lo último que recuerdo de mi vida anterior.
Arbeely escuchaba con pesar. A esas alturas, había confiado en que el genio hallara algún consuelo: en el trabajo, en la vida que se había construido, en las excursiones nocturnas que a Arbeely le seguían provocando palpitaciones… Pero ¿cómo iba eso a reemplazar la vida que llevó durante siglos? Puso una mano en el hombro de su compañero.
—Vámonos, amigo. Abriremos una botella de araq y beberemos por tu éxito —propuso Arbeely.
El genio se dejó guiar afuera, a la noche que caía. Detrás de ellos, Matthew se deslizó escaleras abajo y contempló el techo de nuevo, con ojos maravillados por lo que acababa de escuchar.
* * *
Se acercaba la Pascua judía y los productos diarios de la panadería Radzin empezaron a cambiar: de los panes trenzados se pasó a los aplanados matzo, y de los rugelach, a los macarrones. Pero, pese a las especialidades de Pascua y los encargos al por mayor, las ventas en la panadería menguaron lamentablemente. Como al señor Radzin no le gustaba que sus empleadas parecieran ociosas, éstas tenían que trabajar lo más despacio que podían, alargando cada tarea casi hasta el absurdo. Para la golem, era como moverse a través de pegamento. Las más mínimas molestias se intensificaban: la campana que repicaba encima de la puerta, las toses y crujidos de los clientes…, sus pensamientos retumbaban en el silencio, totalmente monótonos y ensimismados.
Tras algunos días así, las largas noches fueron un alivio y una tortura al mismo tiempo. Le apetecía estar a solas, pero la tensión acumulada no tenía una válvula de escape. Habría probado algunos ejercicios tranquilos (en cierta ocasión, por aburrimiento, se había pasado una hora levantando el escritorio por encima de su cabeza como un forzudo de circo), pero necesitaba todo el tiempo para coser. Anna les había dejado caer a los clientes que Chava era una experta zurcidora, y ahora le sobraban los remiendos. Acumuló la ropa estropeada en una pila inestable hasta que la señora de la limpieza se quejó de que era imposible trabajar («además, Chava querida, esto es una pensión respetable, no un taller clandestino»), ella se disculpó y embutió la ropa en su armario. Cosía lo más deprisa posible, harta de la monotonía. ¿Cómo era posible que los hombres no pudieran mantener sus pantalones enteros? ¿Por qué perdían los botones constantemente?
Una noche, durante las lentas horas previas al amanecer, una idea extraviada cruzó por su cabeza: el genio estaba en lo cierto. Aquellas ocupaciones no bastaban para mantener su interés; no durante los largos años que su cuerpo de arcilla prometía.
—Vete —murmuró, ahuyentando sus pensamientos.
Por supuesto, era culpa del genio. Antes estaba la mar de satisfecha, pero ahora se estaba volviendo tan cascarrabias como él.
Se encontraba sumida en estas preocupaciones en la panadería, y tratando de ignorar la cháchara de la señora Radzin con una clienta, cuando un estallido de puro pánico se impuso a todas las demás voces. Anna se hallaba inmóvil junto a su mesa, blanca como la cera. Dejó el rodillo y se fue a la trastienda con la mayor naturalidad de que fue capaz, pero los ruidos quedos de la panadería no lograron enmascarar el sonido de sus vómitos en el retrete. Salió minutos después y volvió al trabajo como si no pasara nada; pero la golem conocía la verdad, pues los pensamientos de la chica eran un batiburrillo atormentado: «Dios mío, ahora ya es seguro. ¿Y si lo oyen los Radzin? ¿Qué dirá Irving? ¿Qué voy a hacer?». Y durante el resto del día Anna demostró que habría podido ser una actriz de éxito, pues charló y sonrió como si todo fuese bien, sin manifestar el menor signo del aterrorizado estruendo de su cabeza.
* * *
Mientras el genio se dedicaba al techo de estaño, la primavera había arraigado en Manhattan. En el desierto había asistido a los cambios de estación incontables veces, pero aquél le pareció como un truco de magia. Un día de lluvias torrenciales limpió la suciedad de los desagües medio congelados y luego, sorprendentemente, salió el sol. Los sucios cúmulos de nieve que aguardaban en las esquinas desde noviembre se empezaron a agrietar y a disolver. Ventanas que llevaban meses cerradas se abrieron de par en par y los hilos de tender se volvieron a colgar. Alfombras y colchas asomaban por las salidas de incendios para que las sacudieran alegremente. El aire empezó a oler a polvo y a adoquines calentados por el sol.
Aquella semana, de camino a la pensión de la golem, el genio intentó decidir si le contaría lo del techo de estaño. Por norma procuraba hablar poco de su trabajo cotidiano, pero aquello le gustaría oírlo. Lo halagaría y le diría cuánto se alegraba de su éxito; sin embargo, algo en él se rebeló en contra: no quería sus halagos, o no por eso. Porque ella sabía que antaño fue capaz de mucho más. El solo hecho de mencionar el techo se acercaba peligrosamente a sucumbir, a instalarse, a declarar que esa vida no estaba mal, no tanto como con Arbeely.
Al llegar a la pensión, ella lo esperaba arriba, como de costumbre. Pero, en vez de mostrar su habitual cautela, abrió de golpe la puerta principal y bajó los peldaños disparada, como si huyera de una gran discusión. No se preocupó en fijarse si sus vecinos estaban mirando ni se molestó en subirse la capucha.
—¿Adónde vamos? —preguntó a modo de saludo.
—A Central Park —contestó él, desprevenido.
—¿Hay mucho rato andando?
—Supongo, pero…
—Bien —dijo ella, antes de ponerse en marcha sin esperarle.
Él corrió para alcanzarla. Cada gesto de su cuerpo traslucía frustración; andaba con la cabeza gacha y saltaba con impaciencia el laberinto de charcos, olvidando, por lo visto, que a él le había regañado por hacer lo mismo. Llevaba las manos flexionadas a los lados. Él nunca la había visto así.
Caminaron varias manzanas hasta que, al fin, le dijo:
—Si estás enfadada conmigo, dímelo, por favor. Prefiero no tener que adivinarlo.
Al instante, la ira de la golem se mudó en pena.
—¡Oh, Ahmad, lo siento! Soy una mala compañía, no tendría que haber venido. Pero es que habría destrozado la casa si llego a quedarme un minuto más. —Se presionó las manos contra la frente, para reprimir un dolor de cabeza—. Ha sido una semana horrible.
—¿Y eso?
—No puedo contar mucho: hay un secreto, pero no es mío. Alguien de la panadería está extremadamente asustado e intenta disimularlo. Se supone que ni yo lo sé.
—Me imagino cómo te desconcentrará eso.
—Apenas puedo pensar en otra cosa. Al menos una docena de veces me tengo que contener para no decir algo equivocado. —Se abrazó a sí misma, refunfuñando—: ¡Estoy cometiendo tantos errores! Ayer tuve que tirar toda una hornada de masa. Y hoy va y quemo todos los cruasanes de mantequilla. El señor Radzin me ha gritado y la señora Radzin me ha preguntado si todo iba bien. ¡A mí! Mientras Anna continúa sonriendo como si nada… —Calló y se llevó las manos a la boca—. Ya está, ¿ves? ¡Oh, esto es intolerable!
—Si te sirve de consuelo, yo ya había adivinado que era Anna; tampoco tienes tantas colegas.
—No se lo cuentes a nadie, por favor.
—¿A quién se lo voy a contar, Chava? ¿Y contar qué? ¡Ni siquiera sé el secreto!
Por fin aparecieron las verjas de la calle Cincuenta y nueve, entraron en el parque y fueron siguiendo el oscuro camino al tiempo que dejaban atrás las farolas. Ramas y ramitas se agitaron sobre ellos en el repentino silencio. La golem aminoró el paso y miró alrededor con fascinación; su mal humor se diluyó visiblemente.
—Nunca había visto tantos árboles.
—Pues espera —le sonrió él.
Doblaron una esquina y toda la amplitud del parque surgió ante sus ojos, con las extensiones onduladas de césped y las arboledas distantes. Ella se iba volviendo al caminar, intentando abarcar todo el paisaje de golpe.
—¡Es enorme! ¡Y qué tranquilo! —Se cubrió los oídos con las manos y se los volvió a destapar, como si se quisiera asegurar de que no se había quedado sorda—. ¿Siempre es así?
—De noche, sí. De día está lleno de gente.
—Nunca hubiera dicho que la ciudad escondía esto. ¿Hasta dónde llega?
—No estoy seguro; llevaría semanas explorarlo como es debido. Meses, tal vez.
Fueron al norte, hacia Sheep Meadow, el prado de las ovejas. La idea era salirse del camino para carruajes, pero el césped, al deshelarse, parecía un pantano, y los senderos más pequeños estaban inundados. Como no se veían las ovejas por ninguna parte, el genio supuso que las habrían resguardado en algún lugar menos embarrado.
—Aquí me siento diferente —afirmó la golem de pronto.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Se estremeció levemente un par de veces.
Él torció el gesto.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. —Pero habló con voz distraída, como si estuviera escuchando algo lejano.
Dejaron el camino y bajaron los peldaños hasta Bethesda Terrace. La fuente estaba apagada durante la noche. Los círculos oscuros y perfectos de las monedas yacían en el fondo de la pila y el agua era tan transparente que parecía una ilusión. La golem alzó la vista hacia la estatua alada.
—Es preciosa. ¿Quién es?
—La llaman Ángel de las Aguas —respondió el genio, recordando su primera conversación con Sophia. ¿Cuánto hacía desde la última vez que la vio? Se acordó de la puerta cerrada y de los muebles cubiertos y sintió una vaga inquietud.
—Una vez leí algo sobre ángeles en un libro del rabino —explicó la golem. Lo miró—: Tú no crees en ellos, supongo.
—No, así es.
Pensó que a lo mejor ella esperaba que él le preguntase lo mismo, pero esa semana no quería hablar de ángeles, ni de dioses, ni de ninguna cosa que se hubieran inventado los humanos; el parque estaba demasiado sereno y callado para una discusión. Volvió a pensar en comentar lo del techo de estaño, pero no se le ocurrió un modo airoso de hacerlo sin que a ella le pareciera una criatura en busca de alabanzas.
Se sentaron un rato en el borde de la pila (el genio, muy consciente del agua que tenía detrás) y contemplaron el lago que lamía la terraza. La noche había ido formando una niebla que al genio le causaba picor. La golem resultaba una presencia sosegada y sólida a su lado, con la cabeza inclinada hacia arriba y mirando el cielo. Incluso tan adentro del parque, las luces de la ciudad iluminaban la bruma de nubes, otorgándoles profundidad y textura.
—Ojalá mi vida pudiera ser siempre así. Tranquila. Apacible. —Cerró los ojos y, de nuevo, fue como si estuviera escuchando algo.
—Tendrías que venir un sábado; de día es muy diferente —le dijo él.
—No podría venir sola —comentó con aire ausente.
Él se dispuso a protestar, pero entonces se acordó de lo mucho que llamaba Sophia la atención, una mujer sola, junto a la fuente. La golem no tenía la belleza de la joven, pero aun así llamaba la atención, tal vez no fuese mala idea llevar carabina.
—¿Y ese amigo tuyo, Michael? Puedes venir con él.
Ella abrió los ojos y le lanzó una mirada rara.
—Mejor que no.
—¿Por qué, habéis discutido?
—No, tanto como eso, no. No lo he visto desde que fuimos a Brooklyn. Pero a lo mejor… malinterpretaría la invitación.
Frunció el ceño sin entenderlo, pero entonces se acordó de algo: Michael quería algo más de ella y eso la incomodaba.
—Sería una tarde en un parque, no una unión para toda la vida.
Ella hizo una mueca al oírlo.
—Es un buen hombre, no me gustaría darle falsas esperanzas.
—Así que vas a evitarle siempre, para que no se lleve una impresión equivocada.
—No lo entiendes —protestó ella—. Tiene deseos hacia mí. Y son muy audibles.
—¿Y tú no tienes ningún sentimiento romántico hacia él?
—Me parece que no. No sabría decirte.
Él resopló.
—A lo mejor tendríais que acostaros, así se aclararían las cosas.
Ella saltó como si la hubiera pegado.
—¡Eso nunca!
—¿Nunca? ¿Con él o con nadie?
Chava se volvió.
—No lo sé. Me resulta difícil pensar en algo así.
Era una señal clara, aunque él decidió ignorarla.
—Pues tendría que ser fácil. Son ellos quienes lo complican más allá de lo razonable.
—¡Para ti es muy fácil decirlo! ¡Supongo que debería seguir tu ejemplo y entregarme a todos los placeres que pudiera!
—¿Por qué no si no haces daño a nadie?
—Lo cual significa que tú no te haces daño, ¡eso es lo que te importa! —Se volvió hacia él, llena de ira—. Tú vas de aquí para allá dejando Dios sabe qué a tu paso y encima los desprecias porque les preocupan las consecuencias, y, mientras tanto, yo tengo que oír cada «ojalá no lo hubiera hecho» y «qué voy a hacer ahora». ¡Es egoísta, desconsiderado e inexcusable!
Su repentina ira pareció haberse quedado sin gas. Frunciendo el ceño, se dio la vuelta otra vez en pétreo silencio.
Al cabo de un momento, él dijo:
—Chava, ¿he hecho algo de lo que no sea consciente? ¿He herido a alguien?
—No, que yo sepa —musitó ésta—. Pero tu vida afecta a los demás y no pareces darte cuenta. —Bajó la vista hacia sus manos, enlazadas en su regazo—. Tal vez sea injusto esperar otra cosa. Pertenecemos a nuestra naturaleza, tanto tú como yo.
Sus palabras resultaron más hirientes de lo que ella creía. El genio quiso defenderse, pero quizás ella estuviera en lo cierto, quizá fuese egoísta y desconsiderado. Y él también tenía razón al considerarla mojigata y asustadiza. Cada cual tenía sus motivos, además de su naturaleza. Contempló el lago, oscuro y quieto, extrañamente impasible a su discusión.
—Se ve que no podemos hablar sin pelearnos. —Las palabras de la golem se parecían de una forma inquietante a lo que le pasaba a él por la cabeza; en ocasiones, él dudaba que le resultara tan opaco como ella creía—. Es raro que podamos ser amigos. Porque espero que me consideres una amiga y no una carga. No quiero que temas nuestros paseos. —Lo miró deprisa, como violentada—. Es una sensación extraña la de no saber. Si fueras cualquier otro, no tendría que preguntar.
Él tardó un momento en responder, y tuvo que hacer acopio de valor para ponerse a la altura de la sinceridad de ella.
—Yo siempre espero ansioso nuestros paseos juntos. Creo que hasta espero ansioso las discusiones. Tú entiendes cómo es mi vida, incluso cuando no estamos de acuerdo. Arbeely lo intenta, pero no puede verlo del mismo modo que tú. —Sonrió—. De modo que sí, te considero una amiga. Y si lo dejáramos, lo echaría de menos.
Ella le devolvió la sonrisa, un poco triste.
—Y yo.
—Ya basta. ¿Vamos a ver el parque o no?
La golem se rió entre dientes.
—Tú primero.
Dejaron la terraza y subieron los peldaños hasta el Mall. La niebla, cada vez más densa, había barrido el mundo y dejado sólo el ancho camino, flanqueado por olmos, y un horizonte brumoso. La golem le pareció al genio una personificación del paisaje.
—Este sitio me hace sentir rara —murmuró.
—¿En qué sentido?
—No estoy segura. —Levantó las manos, como si palpara las palabras en el aire—. Como si quisiera echarme a correr y no parar nunca.
—¿Y eso es extraño? —sonrió él.
—Para mí, sí; yo nunca he corrido.
—¿Nunca, en serio?
—Nunca.
—Pues tendrías que probarlo.
Se paró a considerarlo…, y entonces saltó de su lado. Sus piernas se extendieron detrás de ella y el capote flotó hacia fuera como un ala, y, durante un prolongado instante, su cuerpo fue una silueta oscura que se alejaba de él volando a increíble velocidad.
Él la observó, asombrado; luego mostró una sonrisa y despegó tras ella; sus zapatos golpeaban la pizarra y los árboles pasaban, borrosos, a cada lado. ¿Estaba ganando él? No lo sabía, pues su compañera había desaparecido: ¡se había alejado tan deprisa!
Un bosquecillo resaltaba sobre la niebla: era el final del Mall. Aminoró el paso hasta detenerse y echó un vistazo alrededor. ¿Dónde estaba?
—¿Chava?
—¡Mira esto! —Se encontraba en medio del bosquecillo, agachada sobre algo. Él sorteó una cerca baja y los tobillos se le hundieron en el barro frío. Encogiéndose, continuó su camino hasta ella—. Mira.
Un grueso brote asomaba a través del barro. En la punta tenía un nudo de pétalos, muy recogidos. Miró alrededor y vio brotes más pequeños diseminados por todas partes: las primeras flores de la primavera.
—¿Lo has visto desde el camino?
Ella sacudió la cabeza.
—Sabía que estaba aquí. La tierra se está despertando.
La vio presionar la mano sobre el barro hasta que le desapareció, seguida de la muñeca. Por un absurdo instante, el genio creyó que se hundiría toda entera. Quiso tirar de ella para que no se desvaneciera, pero entonces ella se enderezó y se quedó mirando la suciedad de la falda y los zapatos y el barro que le manchaba el capote.
—Oh, mira lo que he hecho —murmuró. Se levantó, recuperando sus maneras bruscas y formales—. ¿Qué hora es?
Juntos regresaron a un terreno más sólido. Él tenía los zapatos hechos un desastre; se los quitó y los golpeó contra un árbol. A su lado, la golem intentaba quitarse el barro del capote. Se miraron con una sonrisa fugaz y apartaron la vista, como niños a los que hubieran pillado haciendo algo.
Volvieron a tomar el camino de carros hacia el sur y pronto atravesaron las verjas y se encontraron de nuevo en un universo de cemento y granito. Cuanto más se alejaban del parque, más le parecía a la golem que perdía su extraña energía. Puso mala cara al ver sus botas embarradas y murmuró que tendría que lavar el capote. Cuando llegaron a Broadway, ya tenía tan poco aspecto de correr por puro placer como de sacar alas y echar a volar. De hecho, era él quien continuaba presa de una turbación irreal. Las calles que ya conocía parecían repletas de detalles nuevos: las volutas labradas de las farolas, los ornamentos esculpidos sobre los portales… Sentía como si algo en su interior estuviera a punto de abrirse o desintegrarse.
En lo que le pareció un periquete, se plantaron en el callejón junto a su pensión.
—Volveremos cuando haga más calor —dijo.
Ella sonrió.
—Me encantaría. Gracias.
Le cogió la mano y se la apretó con fuerza, rodeándole los dedos con sus dedos fríos. Y luego, como siempre, ya no estaba, y él se quedó solo para volver a casa, por las calles todavía adornadas con la neblina de la mañana.