16

—Te has puesto sombrero —observó la golem—. Gracias.

Se alejaban de la pensión caminando rumbo al norte, a través de un agua nieve fina como la niebla helada. Era su tercera salida juntos desde la noche en Madison Square Park. Dos semanas atrás habían visitado los terrenos de Battery Park (saltándose el acuario, porque ella no quiso que el genio fundiera el cerrojo otra vez) y luego habían girado al norte siguiendo West Street hasta el muelle de Barrow Street. En verano, éste era un concurrido centro de recreo y paseo, pero ahora estaba desierto y de sus barandillas colgaban carámbanos. Por miedo a la madera resbaladiza, el genio se quedó junto a las atrancadas ventanas de la cantina de la plataforma, desde donde contempló cómo la golem se alejaba hasta el final del muelle, con el capote ondeando al viento del puerto.

—Se está muy tranquilo allí —comentó al volver.

Avanzaron un poco más por West Street, pero el paisaje de agua y luces distantes pasó rápidamente al de almacenes de carga y oficinas de empresas de barcos. Estaban a punto de dar media vuelta cuando él vio un brillo en el cielo unos cuantos muelles más allá y se la llevó a investigar con él; los tripulantes de un carguero, desesperados por aprovechar las mareas matutinas, habían equipado la cubierta con luces eléctricas y estaban trabajando de noche. Los estibadores, ocupados en transportar la carga, despedían con su aliento ráfagas blancas. El genio y la golem se quedaron mirando hasta que el jefe les gritó en noruego que se largaran, pues no tenían tiempo para mirones. La golem, sin pensarlo, se disculpó en el mismo idioma, y ambos se echaron a correr para alejarse antes de que el jefe pudiera alcanzar a sus supuestos paisanos para preguntarles de qué localidad procedían.

A la semana siguiente fueron al norte por el Lower East Side, entre una mezcolanza de tiendas judías y bohemias, salpicadas por algún descolorido letrero en alemán: los restos del Kleindeutschland, a la deriva en un mar del Este de Europa. Aquella semana, la golem había estado baja de ánimos, distraída y desdichada. Habló poco al respecto, sólo dijo que había visitado un cementerio de Brooklyn junto a un conocido, un hombre que se llamaba Michael. Al genio le dio la impresión de que el tal Michael deseaba de su relación algo más que ella.

—Compadezco a quienquiera que pretenda cortejarte —señaló—: siempre estarán en clara desventaja.

—Yo no quiero que me cortejen —murmuró ella.

—¿Nadie? ¿O sólo él?

La golem sacudió la cabeza, para rechazar la pregunta misma.

Qué mujer tan difícil de entender. Tenía un punto remilgado que parecía ir parejo con su cautela y su seriedad. Era tan curiosa como él, aunque sin atreverse a explorar. Sonreía de vez en cuando, pero raras veces se reía. En conjunto, tenía un carácter completamente opuesto a lo que él solía buscar en la compañía de una mujer. Como genio, era espantosa.

Cortaron al norte y al oeste, adentrándose en los vecindarios dormidos.

—¿Cómo es? —preguntó él—. ¿Cómo es percibir todos esos deseos y miedos?

—Como si muchas manos pequeñas tirasen de mí. —Al genio le dio escalofríos imaginárselo; a lo mejor, él también sería un golem espantoso—. Voy aprendiendo a no responder. Aunque me sigue costando. Sobre todo si yo soy el objeto del miedo. O del deseo.

—¿Como en el caso de tu amigo Michael?

Ella no dijo nada y puso una expresión deliberadamente neutra. Quizá la preocupara que el genio desarrollara intenciones hacia ella. Pero no era así, ni en lo más mínimo, cosa sorprendente: no solía permanecer tanto tiempo en compañía de una mujer por ningún otro motivo.

Le caía bastante bien, suponía. Le divertía enseñarle cosas, ver lugares que él ya conocía a través de una mirada nueva. Ella no se fijaba en los mismos detalles; él abarcaba el paisaje entero antes de prestar atención a sus elementos, mientras que ella examinaba una cosa después de otra y luego se formaba la imagen completa. Y, aunque era capaz de andar más deprisa que él, solía quedarse rezagada, fascinada con algo que veía en un escaparate o un letrero pintado con colores alegres.

Al menos, ya no parecía tener miedo de él. Al llegar a la pensión para su cuarta excursión, sólo había tenido que esperarla unos segundos antes de que ella se le uniera. Y ya no intentaba esconderse descaradamente a su lado, si bien no se quitaba la capucha hasta estar lejos de casa.

Siguieron en zigzag rumbo al nordeste, con su acostumbrada tendencia al silencio. Él ya se estaba arrepintiendo de haber accedido a llevar sombrero: el agua nieve no era tanto un peligro como un incordio; de hecho, el sombrero en sí era mucho peor que el agua nieve. Se lo había comprado en un puesto callejero sin probárselo siquiera, un error que no volvería a cometer. Era de una tela barata y rugosa y las alas le hacían sentir como un caballo con anteojeras.

—Para de toquetearlo —murmuró la golem.

—No soporto esta cosa —exclamó él—. Es como si tuviera algo en la cabeza.

Ella resopló, casi con una risa.

—Es que lo tienes.

—Eres tú quien me hace llevarlo. Y pica.

Finalmente, ella le quitó el sombrero. Se sacó un pañuelo de la manga, lo abrió y lo puso dentro del sombrero. Volvió a colocárselo en la cabeza y sujetó las esquinas del pañuelo por debajo del ala.

—Ya está —dijo—. ¿Mejor?

—Sí —se sorprendió él.

—Bien —respondió ella con seriedad—. Ahora quizá me pueda concentrar en el sitio al que voy.

—Creí que no podías oír mi mente.

—No me ha hecho falta; has armado tanto jaleo que podría haberse enterado toda la calle.

Siguieron andando. La temperatura había caído, transformando el agua nieve en nieve. Los atascados desagües convertían cada esquina en un estanque oscuro que se veían obligados a sortear; hasta que, en un momento dado, después de comprobar que no hubiera nadie en la calle, el genio cogió carrerilla y saltó al otro lado del agua oscura. Era una distancia considerable que pocos humanos podrían haber salvado. Sonrió, complacido.

La golem se quedó en la esquina detrás de él, con mala cara. El genio aguardó, impaciente, mientras ella seguía su camino con cuidado.

—¿Y si lo ha visto alguien? —le preguntó.

—Valía la pena —contestó él.

—¿Para qué? ¿Para ganar una minucia de tiempo?

—Para recordarme que aún estoy vivo.

A lo que ella no contestó, sino que sólo sacudió la cabeza.

En silencio, la guió hasta Washington Square Park. Estaba deseando enseñarle el arco iluminado, pero el clima había obligado al ayuntamiento a apagar las luces para evitar cortes. El arco se alzaba en sombras por encima de ellos y su severa y precisa silueta se dibujaba sobre las nubes.

—Tendría que estar encendido —se quejó él, decepcionado.

—No, me gusta así.

Pasaron por debajo y a él lo volvió a maravillar su altura y tamaño. Aunque en la ciudad había muchos edificios mayores, era el arco lo que le fascinaba. En la oscuridad, las magníficas tallas de mármol parecían cambiar y fluctuar como olas.

—Carece de todo propósito —comentó el genio para intentar explicarse su fascinación, tanto a sí mismo como a ella—. Los edificios y los puentes son útiles. Pero esto, ¿para qué sirve? Un arco gigantesco de ningún sitio a ningún sitio.

—¿Qué dice ahí arriba? —Ella se encontraba al otro lado, escudriñando la inscripción en tinieblas.

Él citó de memoria:

—«Alcemos una bandera a la que puedan remitirse los sabios y los honrados. Queda en las manos de Dios». Lo dijo alguien llamado Washington.

—Creía que Washington era un lugar —vaciló ella.

—Eso da igual; ¿qué significa?

Ella, sin contestar, siguió mirando las letras que no podía ver. Después preguntó:

—¿Tú crees en Dios?

—No —contestó él sin vacilar—. Dios es una invención humana. Los de mi especie no creemos en esas cosas. Y nada de lo que he experimentado sugiere que haya un fantasma todopoderoso en el cielo cumpliendo deseos. —Sonrió, animándose con el tema—. Hace tiempo, durante el reinado de Solimán, el más poderoso de los genios podía hacer que se cumplieran los deseos. Existen historias de esa época sobre genios capturados por hechiceros humanos. El genio ofrece tres deseos a su captor a cambio de que lo libere. El hechicero pide como deseos más deseos, con lo que perpetúa la esclavitud del genio. Hasta que el hechicero desea algo mal expresado, cosa que aprovecha el cautivo. Y entonces el genio se libera. —Ella seguía estudiando el arco, aunque sin dejar de escuchar—. Así que, a lo mejor, este Dios de los humanos es un genio como yo, atrapado en el cielo y obligado a cumplir deseos. O quizá se liberó hace tiempo y ellos no se han enterado. —Silencio—. ¿Qué piensas tú? ¿Crees en su Dios?

—No lo sé —contestó—. El rabino sí. Y era la persona más sabia que he conocido. De modo que sí, puede que crea.

—¿Un hombre te dice que creas y tú crees?

—Depende del hombre. Además, tú crees en las historias que te han contado a ti. ¿Has conocido a algún genio capaz de conceder deseos?

—No, pero es que esa capacidad casi ha desaparecido.

—O sea que ahora sólo son historias. Y tal vez los hombres crearon a su Dios, pero ¿eso hace que sea menos real? Mira este arco; ellos lo crearon y ahora existe.

—Ya, pero no concede deseos; no hace nada —afirmó él.

—Es verdad. Pero yo lo miro y me siento de una determinada manera. Puede que ése sea su propósito.

Él quiso preguntar qué clase de Dios era aquél que sólo existía para hacerte sentir de una manera determinada, pero lo dejó correr, pues ya estaban rozando la discusión.

Se alejaron del arco para entrar en el parque. Huellas de trineo grababan arcos alargados en el suelo, en torno a las islas de césped cubierto de nieve. La fuente ovalada, cerrada en esa época del año, era un cuenco somero de hielo. En algunos bancos había hombres dormidos, apenas visibles bajo sus capas de mantas. La golem los miró y luego apartó la vista enseguida, con una expresión dolorosa en el rostro.

—Cuánto necesitan —murmuró—. Y yo paso de largo.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Alimentarlos a todos? ¿Llevártelos a casa? No son responsabilidad tuya.

—Es fácil decirlo cuando no puedes oírles.

—Aun así, es cierto. Eres generosa en exceso, Chava; creo que serías capaz de entregarte tú misma si alguien lo deseara.

Ella se envolvió con sus propios brazos, claramente desdichada. El viento le había apartado la capucha del rostro. Los copos de nieve se posaban sin fundirse en sus mejillas y en los costados de su nariz. Parecía una estatua viviente, con sus rasgos blancos y relucientes. Cuando el genio le quitó la nieve de la cara, los cristales desaparecieron de golpe bajo su mano. Ella se sobresaltó y se dio cuenta del problema; apenada, se secó la mejilla con su mano enguantada.

—Si te tumbaras en uno de esos bancos, amanecerías enterrada bajo la nieve y las palomas —afirmó él.

Ella se rió al imaginárselo. Resultó gratificante oír esa risa tan poco frecuente. El genio se sintió como si se la hubiera ganado.

Al acercarse al extremo del parque oyeron un cascabeleo a su espalda. Un carruaje de trineo entraba por debajo del puente, y los animales enganchados trotaban espléndidamente. Las riendas no las llevaba un cochero, sino un pasajero, un hombre con traje de noche y sombrero de seda. A su lado iba sentada una mujer rubia con un abrigo a la moda, que se rió cuando el hombre trazó con el carruaje un apretado ocho junto a la fuente. El trineo se inclinó amenazadoramente a un lado y la mujer hundió el rostro en la bufanda y chilló, pasándoselo en grande.

La golem sonrió, observándoles; el genio retrocedió sobre la hierba al acercarse el vehículo, atento a los caballos. La pareja los vio y el hombre alzó la mano en un airoso saludo. Era obvio que se alegraban de tener público, de que alguien los viera cómo deseaban ser vistos: jóvenes y atrevidos, con la emoción de estar vivos y jugar al amor.

El tiro, claramente bien entrenado, sólo se sacudió una vez al pasar junto al genio. Por un momento, las dos parejas se miraron la una a la otra como en un espejo; hasta que el genio vio un principio de sobresalto, de miedo incluso, en los ojos de la mujer. La misma incertidumbre en ciernes afloró al rostro del hombre, cuyas manos se tensaron en las riendas, y se alejaron a toda prisa, arrastrados por los caballos lejos de su reflejo sobrenatural: el hombre demasiado apuesto y la mujer extrañamente reluciente.

La golem ya no sonreía.

* * *

El nuevo siglo estaba resultando de lo más próspero para Boutros Arbeely. Desde la llegada del genio, el negocio se había duplicado. Había corrido la voz, más allá de la comunidad siria, de lo bien y deprisa que trabajaba, y en las últimas semanas el hojalatero había recibido una cantidad desacostumbrada de visitas. La primera fue de un tabernero irlandés que quería jarras de cerveza nuevas porque a todas las viejas se les estaba despegando el asa (claro que la costumbre del jefe de usarlas a modo de garrote no ayudaba demasiado). También acudió un italiano que tenía un establo, en busca de herraduras. El limitado inglés de Arbeely podría haber dificultado la comunicación (y el genio tampoco podía ayudar, para que nadie se extrañara de su fluidez), pero a los clientes les bastaba con coger al primer crío sirio que vieran, ponerle unos peniques en la mano y pedirle que tradujera.

La visita más extraña de todas llegó en febrero y fue de otro sirio, un propietario llamado Thomas Maloof. Como hijo de ricos terratenientes ortodoxos de Oriente, no había llegado a América en tercera clase sino en un camarote bien equipado, con una cantidad de dinero nada despreciable y una cuenta de crédito. Después de desembarcar en Nueva York y ver cómo se subían a los ferrys oleadas y oleadas de inmigrantes, llegó a la conclusión de que cualquiera con dos dedos de frente adquiriría propiedades en Manhattan lo antes posible. En consecuencia, corrió a hacerse con un edificio de apartamentos en Park Street. Él rara vez lo pisaba, pues prefería ocupar varias habitaciones en una elegante casa de huéspedes de la zona norte. Cuando hablaba con sus paisanos, lo hacía con afable condescendencia, tanto si se dirigía a ortodoxos como a maronitas. Las relaciones entre ambas comunidades eran frías en el mejor de los casos, pero el ecuánime Maloof se situaba por encima de ello.

Maloof se consideraba un conocedor y un mecenas de las artes y, tras un breve repaso a su nuevo edificio, decidió que el defecto más urgente no eran las pésimas cañerías ni la mala ventilación de las habitaciones, sino la deplorable calidad del techo de estaño repujado de la entrada. Quería instalar un techo nuevo en honor al cambio de propietario. Había visitado las fábricas de estaño repujado de Brooklyn y del Bronx, pero se llevó una decepción al ver que sólo le mostraban los típicos motivos vegetales, los medallones y las flores de lis, sin esa chispa del auténtico valor artístico. Sus inquilinos eran buena gente, gente trabajadora que se merecía una verdadera obra de arte en su vestíbulo de entrada, le explicó a Arbeely, cosa que una fábrica nunca podría ofrecer.

Arbeely escuchó su propuesta con reservada educación. A diferencia de Maloof, él sabía por qué los paneles de estaño sólo se hacían en las fábricas: su producción requería un equipo muy caro, y el beneficio era tan bajo que sólo salía a cuenta si se vendía lo suficiente para los edificios de todo un barrio. Además, cuando Arbeely le preguntó a Maloof en qué tipo de arte había pensado, descubrió que el propietario no tenía la menor idea.

—¡El artesano es usted, no yo! —exclamó Maloof—. ¡Sólo le pido que me dé algo que me inflame la mente!

Y se fue, tras prometer que volvería en una semana para ver qué muestras le proponía Arbeely.

—Dios santo —refunfuñó Arbeely a solas con el genio—. ¡Ese hombre está chiflado! Se supone que tenemos que hacer paneles de estaño para todo un vestíbulo, tú y yo solos; y han de ser extraordinarios. ¡No podemos parar todo el negocio durante un mes mientras hacemos un techo! Cuando vuelva, si es que vuelve, le diremos que está fuera de nuestras posibilidades y punto.

El clima había derivado en un diluvio casi constante de llovizna y nieve, de modo que, cuando el genio terminó esa noche, se resignó a pasar la velada en casa. Al llegar a su edificio, se detuvo un instante en el vestíbulo de entrada y miró hacia arriba. Cómo no, el techo era de estaño repujado, y los paneles, tan insulsos como los había descrito Maloof: unos cuarenta centímetros de largo y grabados con un simple medallón de círculos concéntricos. Todos los cuadrados estaban sucios de polvo y hollín, y el óxido carcomía los bordes. Cuanto más los contemplaba, más deseaba no haberse tomado la molestia.

Se encerró en su habitación y trabajó en sus figurillas, pero estaba demasiado distraído para hacer verdaderos progresos. Alzó la vista y miró por la ventana. Aún lloviznaba, incluso más que antes.

Necesitaba algo nuevo, algo diferente, más interesante que las formas de halcón o lechuza. Algo que no hubiera probado antes.

Bajó otra vez al vestíbulo y escudriñó los medallones a la tenue luz. Si desenfocaba la vista, casi podía fingir que los estaba sobrevolando, y que observaba a sus pies una serie de colinas circulares de inquietante regularidad…

El germen de una idea arraigó en su mente. ¿Dónde estaba escrito que un techo de estaño repujado debía consistir en piezas cuadradas? ¿Por qué no crear sólo una pieza enorme que cubriera todo el techo, y quizás incluso las paredes?

Como si llevara ahí agazapada desde el principio, a la espera del momento adecuado, la imagen del techo concluido le sobrevino como un destello vigorizante. Subió corriendo a por el abrigo y cruzó la calle a toda prisa hasta el taller de Arbeely. Encendió la forja y se puso manos a la obra.

Arbeely no fue directamente al taller a la mañana siguiente, pues tenía recados que hacer: encargarle un pedido a un proveedor y visitar el taller de herramientas para ver los nuevos catálogos. Le dio tiempo a tomarse una pasta rápida y un vaso de té en un café y, a la vuelta, se paró ante el escaparate de una camisería para admirar un elegante bombín con una pluma en el cintillo. Se quitó el sombrero para examinar el delgado fieltro, la cinta desgastada y la ya deformada copa. El negocio iba francamente bien; ¿no podía permitirse ese único capricho?

Era más de mediodía cuando al fin llegó al taller, avergonzado porque se le había hecho tarde. Aunque la puerta estaba abierta, el genio no parecía encontrarse allí. ¿Estaría en la parte de atrás?

Al rodear el banco de trabajo, casi tropezó con su inadvertido aprendiz: el genio estaba agachado sobre manos y rodillas ante lo que parecía una alfombra gigante hecha de estaño. Alzó la vista.

—¡Arbeely! Me preguntaba dónde estarías.

Éste contempló la extraña y reluciente alfombra. Medía más dos metros por uno y pico, en su mayor parte predominaba una ondulación que se escindía en olas más pequeñas, arremolinándose unas con otras como si se propagaran por el estaño. En algunos puntos, el genio había doblado y torcido la lámina en forma de picos escarpados. Había otras partes aplanadas casi por completo, salvo por algún que otro punteado para crear ilusiones de sombra.

—Estoy a medias —advirtió el genio—. Arbeely, ¿has encargado más hojalata? Nos hemos quedado sin y aún la necesito para los paneles de la pared. No recordaba si Maloof te había dado las medidas, así que he utilizado mi vestíbulo como modelo.

Arbeely se lo quedó mirando.

—¿Esto es…? ¿Estás haciendo esto para Maloof?

—Por supuesto —replicó el genio, en un tono que daba a entender lo lento que le estaba pareciendo su jefe—. Al menos tardaré dos días en terminarlo. Tengo algunas ideas para enganchar los paneles laterales con el techo, pero habrá que ponerlas a prueba: una juntura echaría todo el efecto por tierra. —Se acercó y miró a Arbeely más de cerca—. ¿Sombrero nuevo?

Éste apenas oyó las últimas palabras del genio, pues otra de las cosas que había dicho lo estaba azuzando, tratando de llamar su atención.

—¿Has utilizado toda la hojalata?

—Es que un techo ocupa mucho. Y necesitaré más. Esta tarde, a ser posible.

—Toda la hojalata —repitió Arbeely, alelado. Encontró un taburete y se sentó en él.

Al fin, el genio captó la desazón de su compañero.

—¿Hay algún problema?

—¿Tienes idea del dinero que me has costado? —inquirió Arbeely, que se iba acalorando—. ¡Has utilizado las láminas de cuatro meses! ¡Y nada nos garantiza que Maloof vaya a volver! Y aunque lo haga, seguro que no querrá esto: ¡lo pidió a fragmentos, no en una sola pieza gigantesca! ¿Cómo iba a…? —Le faltaron las palabras y, por un instante, se quedó mirando la alfombra de estaño, sin más—. Cuatro meses de láminas —farfulló—. Esto me puede arruinar.

El genio frunció el ceño.

—Pero funcionará perfectamente. Arbeely, ni siquiera lo has mirado como es debido.

El anonadamiento de éste se iba tornando desesperación.

—Tendría que habérmelo imaginado —continuó su jefe—. Tú no entiendes la realidad de llevar un negocio. Lo siento porque en definitiva es culpa mía, pero me tendré que replantear nuestro acuerdo. Es posible que ya no te pueda pagar. La pérdida del material por sí sola…

La aflicción del rostro del genio se mudó en ira. Posó la vista en su creación y luego otra vez en Arbeely. Demasiado furioso para hablar, alcanzar su abrigo, pasó de largo junto a su jefe (que no hizo ademán de detenerle) y salió del taller dando un portazo.

En la quietud que siguió, Arbeely consideró sus opciones. Contaba con algo de dinero ahorrado y podía pedir prestado un poco más. Podía limitar el negocio a las reparaciones, aunque tuviera que cancelar la mayor parte de los encargos que tenía. Su reputación quizá no se recuperase nunca.

Pasó junto a la alfombra de estaño (había algo en sus ondas y pliegues que lo tentaba, pero ahora no estaba para distracciones) y fue a la trastienda, donde hizo un rápido inventario. Era cierto: ya no había láminas; en los estantes no quedaban más que retazos y encargos por terminar.

Volvió a la estancia principal, a ver el estaño desperdiciado; tal vez hubiera partes todavía utilizables, suficiente para unos días, al menos. Entonces, la luz de la alta ventana se filtró a través del aire polvoriento y cayó sobre la alfombra de estaño, iluminando cumbres y peñascos y sumergiendo en sombra angostas depresiones. De repente, todo convergió y, con trepidante asombro, Arbeely vio exactamente lo que había creado el genio: la imagen de un vasto paisaje del desierto a vista de pájaro.

No era un buen día para andar vendiendo helado.

El viento y la llovizna habían cesado de momento, pero la nieve derretida se helaba en las aceras y refractaba la débil luz del día, que deslumbraba a Mahmoud Saleh. Con cuidado, arrastraba su carrito de un restaurante a un café y llamaba a una puerta tras otra, para servir helado en el recipiente que le dieran y guardarse las monedas que obtuviera a cambio. No le cabía duda de que su helado iba directo a la basura, pues, ¿quién iba a quererlo en un día como aquél? Oía los mal disimulados suspiros de los propietarios y sus sonoros silencios, y el musitado «Dios esté contigo», con aire más supersticioso que cortés, como si Saleh fuese un espíritu indisciplinado al que hubiera que apaciguar.

Se ajustó bien su andrajoso abrigo y ya casi estaba en el café de Maryam cuando la calle se iluminó con un segundo albor. Espantado, se cubrió los ojos.

¡Era aquel hombre, el hombre que brillaba! Salía muy decidido de un sótano y su rostro lucía una máscara de ira. Llevaba el abrigo hecho un ovillo en un puño. Sólo una delgada camisa y un pantalón de peto lo separaban del aire gélido, pero él no parecía advertirlo. La gente de la acera se apartaba de su camino. Se dirigía al norte, hacia el mercado de verduras.

Saleh no lo había tenido nunca ante sus ojos a la luz del día. Y si esperaba demasiado, lo perdería de vista.

Arrastró su carro hasta el local de Maryam lo más rápido que pudo. Ella debió de verle llegar, pues ya estaba fuera antes de que él alcanzara la puerta.

—¡Mahmoud! ¿Qué pasa?

—Maryam —jadeó—, tengo que pedirle… Por favor, vigíleme el carro, ¿puede?

—¡Por supuesto!

—Gracias.

Y puso rumbo al norte, siguiendo la silueta menguante del hombre que brillaba.

El genio no había estado tan furioso en toda su vida.

No tenía ningún destino en mente, ningún propósito más que alejarse de ese hombre de mentalidad estrecha. Después de lo que el genio había hecho por él, de pasarse días y días remendando cacerolas hasta matarse de aburrimiento, y sólo se le ocurría quejarse por la cantidad de estaño que había utilizado. El negocio que le había conseguido, el dinero que le había hecho ganar, ¿y se lo pagaba con un despido flagrante?

El tráfico se volvió más denso a medida que se acercaba al mercado, lo que le obligó a aminorar el paso y pensar adónde iría. Llevaba semanas sin pensar siquiera en Sophia Winston, cuyo rostro se dibujó ahora ante él, con sus rasgos orgullosos y bellos. ¿Y por qué no? A lo mejor se enfadaba con él por tomarse confianzas pero, en todo caso, quizá su puerta estuviera abierta y a la espera igual que antes.

Se planteó coger el suburbano, pero no soportó la idea de viajar embutido entre un montón de desconocidos y apartándose de la cara periódicos ajenos. Una voz interior le susurró que marcharse corriendo junto a Sophia no estaba bien, que otra vez tendría que considerar qué hacer después…, pero la ignoró y apretó el paso.

Media manzana por atrás, Mahmoud Saleh se esforzaba por no perder de vista al hombre que brillaba. Era complicado, pues éste tenía las piernas largas y lo impulsaba la furia. Para seguirle los pasos, Saleh casi corría, chocando con personas, carritos y muros y musitando disculpas a todos y a todo. Sorteó laberintos de caballos, carros y peatones y pisó charcos de barro medio helado. En cada intersección esperaba notar el impacto fatal de algún carro o la pisada de unas pezuñas de caballo, pero, por algún motivo, no ocurrió nada de eso. En una esquina dio un paso en falso, se cayó y aterrizó sobre el hombro. Una punzada de dolor le recorrió el brazo, pero se enderezó y siguió adelante, sosteniéndose el brazo junto al costado.

Poco a poco empezó a darse cuenta de que jamás encontraría el camino de vuelta sin ayuda. Ni siquiera era capaz de leer los letreros: las únicas palabras en inglés que sabía, además de «perdón», eran «hola», «gracias» y «helado».

No sin cierto alivio, se resignó a su suerte. O el hombre que brillaba lo guiaba de vuelta a casa, o pasaría su último día de vida en una calle desconocida, rodeado de extraños. Por la mañana sólo sería otro vagabundo congelado, sin nombre y sin nadie que le llorase. No sintió ninguna tristeza; sólo se preguntó qué haría Maryam con su mantequera.

* * *

Al final, seguirle la pista a Thomas Maloof fue una tarea relativamente sencilla. Arbeely se limitó a ir al edificio de su propiedad (advirtiendo, de paso, que el techo en cuestión era bastante horrible, en efecto) y ponerse a llamar a las puertas. Pidió disculpas a las mujeres que le abrieron, pero ¿sabían dónde vivía Thomas Maloof? Le contestaron que no, que apenas pasaba por el edificio y que enviaba a un chico a recoger los alquileres. Al cabo de un rato, a Arbeely se le ocurrió preguntar por el chico.

Resultó que el chico era un tal Matthew Mounsef, del cuarto piso. Su madre, una mujer de aspecto cansado cuyos ojos hundidos y piel pálida delataban alguna dolencia, dijo que Matthew estaba en la escuela pero llegaría a casa a las tres. Arbeely pasó ese lapso de tiempo en su taller, en un estado de nerviosa frustración. Ahora que sabía qué era ese techo de estaño, no podía parar de mirarlo. Durante el transcurso del día, el sol invernal fue proyectando formas distintas según incidía: bien envueltas en sombras, o iluminadas con puntos blancos y brillantes cuando el sol caía sobre una cumbre en miniatura…

Al fin dieron las tres y volvió al edificio. Un niño de siete u ocho años abrió la puerta. Tenía los rasgos de su madre, aunque con un aire más saludable, debajo de una gran corona enmarañada de rizos negros. Miró a Arbeely con paciencia, mientras giraba el picaporte a un lado y a otro con la mano.

—Hola —vaciló Arbeely—. Me llamo Boutros. Me ha dicho tu madre que a veces haces recados para Thomas Maloof. —El niño asintió—. ¿Sabes dónde vive? —Asintió otra vez—. ¿Podrías llevarme?

Arbeely sostuvo en la palma diez centavos.

Con una rapidez desconcertante, el niño se guardó la moneda de Arbeely en la mano y desapareció en el interior. Se oyó un intercambio de murmullos y el sonido suave de un beso, y el chico ya estaba deslizándose junto a Arbeely escaleras abajo, con una gorra encasquetada encima del pelo y sus flacos brazos perdidos en las mangas de un gran abrigo gris.

Arbeely lo siguió mientras el niño caminaba muy resuelto hacia el barrio irlandés. Se sintió estúpido pisándole los talones a aquel mequetrefe envuelto en lana, pero cuando alcanzaba a Matthew, éste iba aún más rápido. Pasaron junto a un grupo de chicos algo mayores que perdían el tiempo fumando en un pórtico. Uno de ellos gritó algo en inglés, en tono burlón. Matthew no contestó y los otros se rieron cuando él pasó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Arbeely, pero el niño no contestó.

El edificio al que le llevó parecía más limpio y luminoso que sus vecinos. La puerta daba acceso a un vestíbulo bien acondicionado, con una sala detrás. Una mujer con cara de pan se los quedó mirando. El niño susurró una pregunta en inglés, casi inaudible, y la mujer asintió, lanzó una oscura mirada a Arbeely y cerró la puerta. Arbeely y el niño se quedaron juntos en el portal, evitando mirarse el uno al otro.

Maloof salió minutos después.

—¡El hojalatero! —exclamó—. ¡Y el pequeño Matthew! ¿Ocurre algo?

—No, nada malo —contestó Arbeely; aunque no era toda la verdad, claro—. Tengo una cosa en el taller que necesito enseñarle. —Al ver que Maloof fruncía el ceño, Arbeely se apresuró a añadir—: No le molestaría si no lo considerase importante. Mi ayudante ha tenido una idea para su techo y, francamente, es sensacional. Pero lo tiene que ver para entenderlo.

La excitación del hojalatero debió de transmitírsele a Maloof de algún modo, pues éste cogió su abrigo y los siguió hasta el taller. Matthew esperó pacientemente a que Arbeely abriera la puerta antes de entrar detrás de ellos, como si también él desempeñara un papel en el asunto.

La luz de la tarde era más tenue; sin embargo, Arbeely confiaba en que todavía bastara. Sin decir nada, se limitó a retroceder un paso y dejar que Maloof rodeara con cautela la escultura de estaño.

—Desde luego, es grande —observó el hacendado—. Pero no lo entiendo: ¿qué estoy mirando?

Al momento, dejó de caminar. Pestañeó y se balanceó visiblemente hacia atrás. Arbeely sonrió, ya que a él le había ocurrido lo mismo al cambiar de perspectiva, como si el suelo desapareciera a sus pies. Maloof se echó a reír.

—¡Fantástico! —Se agachó a mirar más de cerca y volvió a levantarse y a reír. Luego recorrió todo el perímetro de la escultura para examinarla desde distintos ángulos—. Increíble —repitió.

El niño estaba en cuclillas, abrazándose las rodillas y mirando el estaño con ojos como platos. Maloof dijo algo más entre dientes hasta que se dio cuenta de que Arbeely lo observaba; al instante, su rostro adoptó la máscara indiferente del negociante.

—Pero hay que decir que no es lo que yo tenía pensado —señaló—. Yo pedí varias piezas repetidas, no una grande, y me esperaba un estilo más clásico. De hecho, estoy sorprendido y, la verdad, también descontento de que lo hayan sacado adelante sin consultarme.

—Le pido disculpas. No lo he hecho yo, sino mi ayudante. Para ser sincero, estoy tan sorprendido como usted: no me he enterado hasta hace unas horas.

—¿El hombre alto? ¿Esto lo ha hecho él solo? ¡Pero si apenas ha pasado poco más de un día!

—Dice que estaba… inspirado.

—Increíble —dijo Maloof—. ¿Y por qué no está aquí para contármelo él?

—Me temo que eso es culpa mía. Cuando he visto lo que había hecho, me he enfadado; como usted dice, no es lo que nos pidió. Ha ido demasiado lejos, sin su consentimiento ni el mío, y ésta no es la forma de llevar un negocio. Pero es un artista y los pormenores empresariales no van mucho con él. Debo reconocer que hemos discutido y se ha marchado.

Maloof puso cara de susto.

—¿Para siempre?

—No, no —contestó Arbeely enseguida—. Yo creo que está alimentando su orgullo herido y que volverá en cuanto decida que he sufrido bastante.

«Que así sea, por favor», pensó.

—Ya entiendo —dijo Maloof—. En fin, parece un hombre difícil para trabajar con él. Pero así es el temperamento de los artistas, ¿no? Y no podemos tener arte sin artistas.

Contemplaron juntos la escultura. Estaba hecha con tal detalle que Arbeely pudo distinguir chacales y hienas diminutos asomando por detrás de las laderas, o un jabalí minúsculo, robusto y fuerte, cuando los últimos rayos rebotaron en sus colmillos de estaño.

—No es lo que yo pedí —declaró Maloof.

—No —reconoció Arbeely con tristeza.

—¿Y si digo que no? ¿Adónde irá a parar?

—Como es demasiado grande para guardarlo en el taller y no hay otros compradores en perspectiva, tendré que rescatar los restos que pueda y tirar lo demás. Una lástima, pero es así.

Maloof hizo una mueca, como si le doliera. Se pasó una mano por el pelo y se dirigió al niño que tenía cerca.

—Oye, Matthew, ¿tú qué piensas? ¿Compro este trozo de estaño gigante y lo cuelgo en tu edificio? —El niño asintió—. ¿Aunque no sea lo que yo pedí?

—Es mejor —declaró el niño. Era la primera vez que Arbeely le oía hablar.

Maloof se rió. Se metió las manos en los bolsillos y le dio la espalda al techo de hojalata.

—Esto es absurdo —afirmó—. Si digo que sí, estaré comprando algo que no pedí. Y si me niego, es como si me quejara de que me han robado los huevos del gallinero para reemplazarlos por rubíes. —Se volvió hacia Arbeely—. Lo compro, con una condición: su ayudante tiene que volver y explicarme con detalle qué más pretende hacer. Otra sorpresa y retiro la oferta. ¿De acuerdo?

A Arbeely lo invadió el alivio.

—De acuerdo.

Se estrecharon las manos. Maloof lanzó una última mirada melancólica a su nuevo techo y se marchó.

Matthew continuaba sentado junto al desierto de estaño, sumido ya en las sombras casi por completo. Extendió la mano y repasó las cimas de una cadena montañosa, sobrevolando la superficie como si temiera tocarlas. O, pensó Arbeely, como si se imaginara que sus dedos eran halcones que rozaban las crestas, atravesando la espina dorsal del mundo.

—Gracias, Matthew —le dijo Arbeely—. Hoy me has ayudado mucho.

Matthew no contestó. Arbeely sintió un impulso: ¡de algún modo tenía que arrancarle una sonrisa a aquel niño extraño y arisco!

—¿Te gustaría conocer a mi ayudante Ahmad? ¿El que ha hecho este techo? —le preguntó. Con eso captó toda la atención del niño—. Pues vuelve mañana al salir de la escuela si a tu madre le parece bien. ¿Vendrás?

Matthew asintió con vigor, se puso en pie de un salto y subió las escaleras. No llegó a sonreír, pero su pequeña silueta adquirió una ligereza y una energía que no tenía antes. Cuando se hubo ido, la puerta se cerró detrás de él.

—Bien —dijo Arbeely, a solas en el taller vacío—. Bien, bien, bien.

* * *

Caía la noche y Saleh aún estaba siguiendo al hombre que brillaba. Resultaba inconcebible que se hallaran todavía en Nueva York. El viento helado le atravesaba la ropa. El brazo torcido se le había entumecido y las piernas le temblaban de cansancio. Le vino un recuerdo: un cordero de madera tallada sujeto a una cuerda, con ruedas a modo de pezuñas; el juguete preferido de su hija. Se pasaba horas tirando de él por el patio, exclamando: «beee, beee», con el corderito detrás. Saleh sonrió con un rictus, sin apartar su estropeada vista del hombre que brillaba. «Beee».

Y así continuaron, hasta que los edificios, a cada lado, pasaron de las tiendas con escaparates a casas gigantescas de ladrillo detrás de altas verjas oscuras. Pese a que tenía la vista nublada, distinguió el resplandor de las columnas de mármol y las hileras de ventanas iluminadas. ¿Qué habría atraído a ese hombre hasta allí?

Su presa aminoró el paso ante una de las casas, quizá la más espléndida de todas, pero pasó de largo para doblar la esquina. Saleh se dio prisa y asomó la cabeza, a tiempo de ver cómo el hombre reluciente se adentraba por una verja metálica. Oyó un crujido de ramas.

Llegó a trompicones hasta el punto por el que el hombre se había esfumado. Faltaban dos de las barras. Más allá no había otra cosa aparte de un denso e intimidante muro de maleza. El hombre que brillaba había pasado por allí, ¿verdad? Pues Saleh también podía.

Saltó el riel del suelo tropezándose casi con el seto. Entre éste y la verja mediaba un espacio estrecho, por el que se escabulló desplazándose de lado, hasta quedar libre. Se encontraba al borde de un jardín enorme que ocupaba toda la longitud de la mansión; lo bordeaba una elevada pared de ladrillo. Pese a estar en pleno invierno, el jardín tenía una presencia majestuosa y solemne. Oscuros márgenes de plantas de hoja perenne delimitaban unos arriates vacíos y, a lo largo del muro, austeros árboles sin hojas aguardaban inmóviles, con las ramas dispuestas como candelabros. Junto a la casa había un patio con una fuente de mármol, cuya taza estaba llena de hojas muertas.

Al parecer, el hombre que brillaba había desaparecido. Pero cuando Saleh miró hacia arriba, lo vio trepando por la fachada, deslizándose de una cañería a un enrejado. Saleh se quedó atónito: ni en sus años mozos habría logrado semejante proeza. El hombre alcanzó uno de los balcones del último piso, saltó adentro y desapareció de su vista.

En el balcón de Sophia, el picaporte se negaba a moverse bajo la mano del genio. Cerrado. Ahuecó una mano contra el vidrio y miró adentro.

La habitación estaba oscura y deshabitada. Unas telas grandes y blancas cubrían el escritorio y el tocador de la joven. La cama carecía de sábanas. Por lo visto, Sophia Winston ya no estaba en casa.

Nunca se había planteado la posibilidad de no encontrarla. Se la imaginaba como una princesa atrapada en un palacio de mármol y ladrillo, a la espera de ser liberada. Pero no era así, por supuesto. Era una muchacha rica que podía ir a donde se le antojara.

El enfado y las ansias empezaron a esfumarse. De haber estado de mejor humor, se podría haber reído de sí mismo. Y ahora, ¿qué? ¿Volvía a Washington Street con el rabo entre las patas?

Mientras barajaba distintas posibilidades, la puerta interior del dormitorio de Sophia se abrió y entró una mujer con vestido negro y delantal que llevaba un gran plumero. Al ver al genio se quedó petrificada. El plumero se le cayó de las manos.

El penetrante grito de la doncella hizo temblar la cristalera mientras el genio blasfemaba, saltaba la barandilla y se agarraba a la cañería.

Saleh, indeciso, estaba de pie en mitad del jardín.

«A lo mejor tendría que sentarme a esperar», pensó.

Al cabo de un momento, las piernas le fallaron como si fueran de paja. El suelo helado lo acogió, succionándole todo el calor. Las ventanas y los oscuros balcones lo estaban contemplando. Su mirada vagó por el tejado, donde había cuatro chimeneas sobre los gabletes; una de ellas despedía un humo blanco grisáceo. Cuántas chimeneas para una sola casa.

Los ojos se le cerraron y el ruido del mundo se fue amortiguando. Lo invadieron oleadas de cansancio, semejantes a las contracciones de una parturienta. Como si sus cavilaciones se materializaran, creyó oír un grito de mujer. Por último, un calor lento y ensoñador creció en lo más hondo de su ser y se le propagó por todo el cuerpo.

Alguien intentó levantarle un párpado. Irritado, quiso apartar esa mano, pero apenas podía mover los brazos. Abrió de golpe el otro ojo y tuvo que entornarlo debido al resplandor. El hombre que brillaba estaba agachado enfrente de Saleh.

—¿Qué haces aquí?

«Déjame en paz. Intento morirme», dijo Saleh. Sólo le salió un graznido.

Alguien gritó algo y se oyó un alboroto en la distancia. El hombre que brillaba espetó algo ininteligible:

—¿Puedes levantarte? No, serías demasiado lento…

Casi sin esfuerzo, se echó a Saleh encima de los hombros. Dio media vuelta y comenzó a correr.

Cualquier esperanza que pudiera tener Saleh de una muerte apacible se esfumó, con su cabeza colgando y rebotando sobre la espalda del hombre que brillaba. La mansión desapareció cuando éste se lo llevó por el orificio de la verja. El viejo no veía a los hombres que los seguían, pero oía sus pisadas y sus furiosos gritos en inglés.

El hombre que brillaba aceleró, metiéndose por callejones y girando a derecha e izquierda. Saleh, que iba dando sacudidas sobre el hombro de su porteador, gritó al sentir una punzada de dolor. Por un momento, el mundo sucumbió. Cuando volvió a abrir los ojos, los adoquines y el hormigón se tornaron suelo forestal. El aire olía a agua fría. Los árboles dieron paso al cielo abierto y el cemento de un camino para carruajes sonó bajo las pisadas del hombre que brillaba…, hasta que volvieron a adentrarse en el bosque.

El tiempo se ralentizó, volviéndose elástico. Y aquel ser que brillaba lo bajó de su hombro con cuidado y lo apoyó en lo que parecía una pared de madera.

—Quédate aquí —le dijo—. No te muevas. —Y sus pasos suaves se alejaron corriendo.

Saleh se levantó sosteniéndose en la pared y miró alrededor. Tenía una ventana polvorienta a unos centímetros de la nariz; daba a un gran almacén, donde ordenadas filas de botes de remos descansaban a cada lado, con los escálamos unidos por gruesas cadenas. Volvió la cabeza en la otra dirección y decidió que, en efecto, le fallaban los sentidos (o que, al final, había muerto sin darse cuenta), pues ante él se extendía un paisaje de increíble belleza. Se encontraba al borde de un lago helado, de orilla sinuosa y curva y flanqueada por árboles desnudos. En la otra punta del lago (pestañeó y se secó los ojos, pero aquello continuaba allí), una alta figura con alas flotaba sobre el agua helada. Era un ángel.

Se rió con voz ronca. «Al fin». Pero el ángel no se movía. Sólo planeaba, como a la espera. Reflexionando.

Unos pasos y oyó la voz del hombre que brillaba:

—Todavía nos buscan; ¿puedes andar?

Pero Saleh no fue capaz de responder; la oscuridad lo abrumaba.

Se despertó otra vez cuando el genio lo puso en pie. Lago y bosque habían desaparecido y se encontraban en una calle urbana.

—Tienes que andar —se impacientó el hombre que brillaba—. Si te llevo a cuestas, pareceremos sospechosos.

—¿Dónde estamos? —graznó Saleh.

—Al oeste de Central Park.

Saleh dio unos pasos apoyándose en el brazo del hombre. Sentía un dolor increíble en las piernas. Le vino una arcada, pero no salió nada. Notó cómo el hombre que brillaba lo miraba con asco.

—Casi me pillan por tu culpa —se quejó éste—. Tendría que haberte dejado allí.

—¿Por qué no lo has hecho?

—Porque podrías haberles conducido hasta mí.

Saleh dio otro paso y las piernas le fallaron; el hombre que brillaba lo cogió antes de que se cayera al suelo.

—Esto es intolerable —murmuró.

—Pues déjame aquí.

—No. Ya me abordaste una vez y ahora me has seguido. Quiero saber por qué.

Saleh tragó saliva.

—Porque puedo verte.

—Sí, eso ya me lo dijiste. ¿Qué significa?

—A mis ojos les pasa algo —explicó Saleh—. No puedo mirar a nadie a la cara excepto a ti. —Alzó la vista hacia el hombre, hacia la luz que titilaba por detrás de sus rasgos—. Tienes aspecto de estar incendiándote, pero nadie más parece darse cuenta.

El hombre que brillaba lo miró con recelo. Finalmente dijo:

—Y tú tienes aspecto de estar medio muerto. Sospecho que necesitas comida.

—No tengo comida —musitó Saleh.

El hombre que brillaba suspiró.

—Ya pago yo.

Encontraron una cafetería sencilla y limpia, llena de hombres que salían de su turno de tarde. El hombre que brillaba pidió dos cuencos de sopa. Saleh comió despacio, por miedo a sobrecargarse el estómago, y con el brazo herido cuidadosamente puesto a un lado. La sopa le proporcionó un calor franco. Sin tocar su propio cuenco, el hombre que brillaba se limitó a observar a Saleh, hasta que le preguntó:

—¿Siempre has sido así?

—No. Empezó hace diez años.

—¿Y no ves en absoluto las caras?

Saleh sacudió la cabeza.

—No, no es eso. No veo las caras… tal como son. Tienen agujeros. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Como calaveras. Si las miro, sufro náuseas y ataques. Y no son sólo las caras: el mundo entero está distorsionado. Supongo que es un tipo de epilepsia que afecta a la vista.

—¿Cómo ocurrió?

—No —replicó Saleh—; ya te he contado bastante. Dime tú por qué te puedo ver.

—Tal vez no lo sepa.

Saleh se rió con aspereza.

—Oh, ya lo creo que lo sabes; eso sí que lo veo. —Tomó otra cucharada de sopa—. ¿Es alguna enfermedad?

El hombre se puso muy serio.

—¿Qué te hace pensar que estoy enfermo?

—Me parece lógico: si a la gente sana la veo como muerta, a lo mejor a un enfermo lo veo intacto y resplandeciente.

El hombre que brillaba resopló, ofendido.

—No sé de qué te sirve la lógica si te lleva en una dirección tan errónea.

—Pues cuéntamelo —dijo Saleh, cada vez más irritado.

Hubo una larga pausa mientras el hombre que brillaba lo observaba; se acercó más a Saleh para mirar dentro de sus ojos, como si buscara algo. Saleh se quedó inmóvil, mareado por aquel rostro reluciente que le colmaba la visión. Notó cómo se le dilataban las pupilas ante la luz.

El hombre que brillaba asintió antes de volver a recostarse.

—Ya lo veo —afirmó—. No muy bien, pero está ahí. Hace diez años aún estabas en Siria, ¿verdad?

—Sí, en Homs. ¿Qué es lo que ves?

—La cosa que te poseyó.

Saleh se quedó de piedra.

—Qué tontería. Una niña tenía unas fiebres. Yo la traté y me lo contagió. Las fiebres causaron la epilepsia.

El hombre que brillaba resopló otra vez.

—Pillaste algo más que unas fiebres.

—Puede que un beduino como tú crea en esas supersticiones, pero, simplemente, no es posible.

El hombre que brillaba se rió, como si tuviera algún secreto guardado en el bolsillo y esperase el momento adecuado para sacarlo.

—Vale, muy bien —replicó Saleh—. Dices que me poseyó algo. Un duende, supongo, o un genio.

—Sí. Seguramente, uno de los peores efrits.

—Ah, ya. ¿Y qué pruebas tienes?

—Hay una chispa en lo más hondo de tu mente. La veo.

—¿Una chispa?

—Un ascua minúscula que se te ha quedado ahí. La huella de algo pasajero.

—Y supongo —continuó Saleh con sarcasmo— que no habría sido visible para la docena de médicos que me examinaron.

—No es probable, no.

—Pero tú sí lo ves. —Saleh soltó una risotada—. ¿Y quién eres para tener tal capacidad?

El hombre sonrió, como si hubiera estado esperando que Saleh hiciera esa pregunta. Tomó su cuchara, idéntica a la de Saleh, de un metal grueso y feo, hecha para soportar muchos años de uso. Miró alrededor para asegurarse de que no miraba nadie. Y, de pronto, la estrujó en su puño como si fuese de papel. La mano le empezó a brillar… y el metal fundido cayó en su cuenco lleno. La sopa detonó y humeó.

Saleh se apartó de la mesa tan deprisa que volcó la silla. Los demás parroquianos se volvieron al ver que tropezaba y se caía. El hombre que brillaba se limpió la mano con una servilleta, como si nada.

La estructura de racionalidad y lógica que sostenía a Saleh empezó a temblar desde la base. Se dio la vuelta y se tambaleó hasta la puerta, sin atreverse a mirar atrás. Ya en la calle, se acordó del frío que hacía y de que no tenía posibilidad de regresar por sí solo. Pero nada de eso importaba; tenía que alejarse cuanto pudiera de esa cosa, de esa monstruosidad, fuera lo que fuese, que se había sentado a la mesa con él, hablando como un hombre.

Con el hombro dañado se dio un golpe en un poste y todo un campo de estrellas explosionó ante sus ojos. El vértigo se apoderó de él, familiar y horrible.

Se despertó tirado en la acera y con espuma en los labios. La gente pasaba a su alrededor; hubo algunos que se inclinaron para hablarle, pero él apartaba la vista rápidamente y la clavaba en la acera. Un par de zapatos aparecieron en su campo de visión. Su propietario se agachó; el rostro hermoso y terrible del hombre que brillaba se cernió a unos centímetros del suyo.

—Por el amor de Dios —jadeó Saleh—, déjame morir.

El genio se calló, como si se lo planteara seriamente.

—Me parece que no —dijo—. Todavía no.

Saleh se habría peleado de haber tenido fuerzas. Pero una vez más sintió cómo era levantado y transportado, esta vez como un niño en lugar de un saco de harina, bien sujeto contra el pecho de su captor. Cerró los ojos por la humillación que le supuso. El agotamiento pudo con él.

Su conciencia afloró una vez, brevemente, en el suburbano. Gimió e intentó levantarse, pero un par de manos enguantadas se lo impidieron y volvió a sumirse en el sueño. Los demás pasajeros miraban por encima de sus periódicos y se preguntaban cuál sería la historia de esos hombres. Al despertar de nuevo, se encontraba desplomado en un portal, a la vista del café de Maryam. Con gran dolor, se levantó y cojeó al bajar los peldaños. Por la calle se alejaba la cabeza del hombre que brillaba, como una segunda luna, perdiéndose en la distancia.

* * *

Al depositar a Saleh en el portal de Washington Street, el genio se preguntó si también él se había vuelto loco. ¿Por qué no hacía lo que le pedía Saleh y lo dejaba morir? Es más, ¿por qué le había revelado su naturaleza?

Pasó por el taller de Arbeely, a oscuras, y sólo entonces se acordó del origen de sus peripecias de aquel día. La ira afloró fresca y dolorosa. A estas alturas, seguro que Arbeely ya había desmantelado el techo. No soportaría entrar a comprobarlo; había dedicado demasiado esfuerzo para verlo reducido a retazos.

Tan concentrado estaba el genio en sus pensamientos, que no advirtió al hombre tumbado frente a la puerta de su casa hasta que casi tropezó con él. Era Arbeely, acurrucado como una pelota y con la cabeza apoyada en una bufanda plegada. Unos suaves ronquidos brotaban de su boca medio abierta. El genio se quedó mirando un momento a su dormido visitante. Luego le dio una patada, no demasiado suave, en el costado.

Arbeely se enderezó de golpe, parpadeando, y se dio con la cabeza contra el marco.

—Has vuelto.

—Sí, y me gustaría entrar —dijo el genio—. ¿Tengo que adivinar la contraseña o vas a proponerme un acertijo?

Arbeely se enderezó como pudo.

—Te estaba esperando.

—Eso ya lo veo.

Abrió la puerta y Arbeely lo siguió. El genio no hizo ademán de encender la lámpara, pues él podía ver sin problema y no tenía intención de hacer que su visitante se sintiera cómodo.

Arbeely escudriñó la oscuridad que lo envolvía.

—¿No tienes sillas?

—No.

Arbeely se encogió de hombros, se sentó sobre un cojín y sonrió al genio.

—Maloof ha comprado el techo. —Se había resignado tanto a perderlo, que el genio se quedó sin habla—. No he tardado en encontrarle —continuó Arbeely, animado—. Le tuve que pagar diez centavos a un niño que se llama Matthew. Le hace recados a Maloof: los alquileres y esas cosas. Mañana lo conocerás. —Miró alrededor—. ¿Por qué estás a oscuras? —Sin esperar respuesta, se levantó y se acercó a una lámpara—. ¿Tienes cerillas?

El genio se lo quedó mirando; Arbeely se rió.

—¡Por supuesto! Qué tonto soy. —Señaló la lámpara—. ¿Me haces el favor?

El genio retiró el vidrio, giró la válvula y chasqueó los dedos encima de la mecha. El gas ardió en forma de llama azul.

—Ya está —dijo—. Ya tienes luz. Y ahora cuéntamelo todo bien, de principio a fin, o convocaré a un centenar de demonios de los seis confines de la tierra para que te atormenten hasta el fin de tus días.

Arbeely lo observó.

—Madre mía. ¿De verdad puedes hacerlo?

—¡Arbeely!

Al fin surgió el relato completo. A medida que el genio escuchaba, la ira y la frustración de todo el día se transformaron en esplendoroso orgullo: ¡Arbeely en persona se estaba justificando!

—Me parece que tu relato no estará completo sin una disculpa —señaló cuando Arbeely hubo terminado.

—Ah, ¿en serio? —Arbeely se cruzó de brazos—. Pues adelante, por favor, me encantaría oírla.

—¿Disculparme, yo? ¡Tú eres quien quería destruir el techo! ¡Decías que Maloof no lo compraría nunca!

—Decía que era lo más probable, y ha estado a punto de no hacerlo. No quiero que esto se repita; he trabajado demasiado duro para que tú te la juegues con mi medio de vida.

El genio se volvió a enfurecer.

—¿Así que sigues queriendo romper nuestro acuerdo? ¿O me estás dando permiso para volver, siempre que me limite a remendar cacerolas y sartenes?

Contra todo pronóstico, Arbeely sonrió.

—No, ¿no lo ves? ¡Ése ha sido mi error desde el principio! Maloof ha visto lo que yo no veía: ¡tú no eres un jornalero, sino un artista! Lo he estado pensando y tengo la solución; a partir de ahora serás socio de pleno derecho del negocio. —Se calló, a la espera de algún tipo de reacción—. ¿Qué, no te parece lógico? Yo me puedo encargar de la contabilidad del día a día, los balances y demás. Asignaremos cierta cantidad de dinero para tu material y tú puedes coger los proyectos que te interesen. El techo será tu publicidad: todo el mundo hablará de él. ¡Hasta pondremos tu nombre en el letrero! ¡ARBEELY Y AHMAD!

El genio, atónito, intentaba ordenar sus ideas.

—Pero… ¿y los encargos que ya tenemos?

Arbeely agitó una despreocupada mano.

—Me puedes ayudar a ratos perdidos, cuando no estés ocupado con tus encargos. Si te parece bien, claro.

Durante la hora siguiente, Arbeely continuó construyendo castillos en el aire (precisarían un espacio mayor y, desde luego, tendrían que pensar en anunciarse), y el genio se sorprendió contagiándose del entusiasmo del otro. Se empezó a imaginar su propio taller, lleno de joyas y figurillas y con fantásticas decoraciones de oro y plata y piedra reluciente. Sin embargo, más tarde, cuando al fin se marchó Arbeely, un remoto malestar empezó a filtrarse en sus pensamientos: ¿realmente era eso lo que quería? Se había colocado como aprendiz de Arbeely por desesperación, por la necesidad de contar con un refugio en un lugar extraño. Participar del negocio implicaba responsabilidad… y permanencia.

«Hasta pondremos tu nombre en el letrero», le había dicho Arbeely. ¡Pero él no se llamaba Ahmad! Lo había elegido por antojo, sin pensar que acabaría designándole. ¿Era así, pues? ¿Ahora era Ahmad y no su verdadero yo, aquel que tenía un nombre que ya no podía pronunciar? Trató de recordar cuánto hacía que no intentaba cambiar inconscientemente de forma. Sus reflejos dependían ahora de músculos y tendones y del hecho de ejercitarlos por los tejados, y de las herramientas de acero de un orfebre…, las cuales, en otro tiempo, no habría ni tocado.

En su mente, pronunció su nombre para sí mismo y aquel sonido le proporcionó cierta seguridad. Seguía siendo un genio, al fin y al cabo, por mucho que la manilla permaneciera en su muñeca. Se consoló pensando que, si bien se veía obligado a vivir como un humano, jamás lo sería de veras.