La golem se encontraba en una ladera del cementerio de Broadway, junto a una parcela de tierra recientemente removida. Sobre la parcela yacía una lápida con el nombre de Elsa Meyer y unas fechas grabadas a un lado. El otro lado continuaba en blanco, como si no se hubiera enterado todavía de la horrible noticia.
Michael Levy, que era quien la había llevado al cementerio, aguardaba detrás de ella, perdido en la culpa y la tristeza. Días atrás la había ido a ver a la panadería, a la hora de cerrar, con sus disculpas por no haberla visitado antes.
—Estaba en Swinburne —le explicó—. Tenía la gripe.
Ella sabía que era cierto, aunque, a sus ojos, Michael tenía un aspecto más saludable que nunca. Sus mejillas mostraban un tono rosado y las ojeras habían desaparecido. Su mirada, pese a todo, continuaba pesada y triste, demasiado vieja para su cara; era la mirada de su tío.
—Sólo quería saber si necesitabas algo —le dijo—. No sé si mi tío te ayudaba con dinero, pero tengo algunos contactos en la Asociación de Ayuda al Inmigrante Hebreo…
—Gracias, Michael, pero eso no es un problema. Tengo todo lo que necesito.
—Supongo que tus necesidades son las mismas que las mías: comer un poco, dormir un poco y vuelta al trabajo —señaló él con una sonrisa incómoda; la de Chava flaqueó un poco, aunque él no lo advirtió y siguió en sus trece—: Mañana iré a visitar la tumba de mi tío. No sé si observas el sabbat, pero he pensado que si quieres venir…
La esperanzada inquietud de Michael la estaba violentando, pero deseaba de veras lo que él le proponía.
—Sí. Te estaría muy agradecida —le dijo.
Quedaron para las diez de la mañana siguiente en su pensión. Y, al marcharse él, la campanilla de la puerta sonó con gran estrépito.
Chava se dio cuenta de que su marcha la aliviaba. ¡Ojalá todo fuese distinto entre ellos! Estaría bien tener un amigo con quien hablar, alguien que conocía al rabino. Pero su atracción por ella complicaba las cosas, en parte porque ella veía (quizá mejor que él) cómo ese sentimiento se entremezclaba con el remordimiento y la culpa. En vez de un capricho pasajero, la golem se estaba convirtiendo en una oscura fascinación. Tendría que decirle algo; con amabilidad, a ser posible.
Anna había estado merodeando cerca, fingiendo hacerse un lío con los cordones. Al irse él, sonrió a Chava con picardía mientras ésta cogía su capote.
—No me mires así —musitó la golem—. Es un amigo, nada más.
—¿Tú quieres que sea algo más?
—¡Claro que no! —Se calló y obligó a sus manos a calmarse. A punto había estado de romper el cierre del capote—. No tengo ese sentimiento. Pero él sí lo tiene por mí. ¿Por qué no podemos ser amigos y ya está? —preguntó, quejumbrosa—. ¿Por qué tiene que haber complicaciones?
—Así es el mundo —respondió Anna, encogiéndose de hombros.
—Pues es una lata.
—Dímelo a mí. ¡La de chicos que he tenido que rechazar! Pero Chava, tampoco te puedes pasar el resto de la vida sola. ¡Es que no es natural!
—¿Sería mejor mentirle a Michael y decirle cosas que no siento?
—Por supuesto que no. Pero los sentimientos llevan su tiempo. Y odio imaginarte en esa pensión con todos esos solterones casposos, remendándoles los agujeros de los calzoncillos.
—¡Yo no les remiendo los calzoncillos, Anna!
A la chica le entró la risa. Al poco, la golem sonrió también. Aún no sabía muy bien qué pensar de Anna, con sus romances tempestuosos y sus fantasías, pero la muchacha se estaba convirtiendo en una inesperada fuente de consuelo.
A la mañana siguiente, Michael Levy llegó a la pensión a la hora exacta. Cogieron el tranvía hasta Park Row y, después, el tren hasta Brooklyn. Ella, nerviosa entre la aglomeración de pasajeros, comentó:
—Nunca había cruzado el puente.
—No te preocupes. —Él le sonrió—. No es tan peligroso como cruzar el océano.
Tras algunos zarandeos, el tren salió de su estación para enfilar la rampa. Ella miraba a todos lados a medida que se elevaban y dejaban atrás carros de reparto y hombres que se dirigían andando a alguna parte. A cada lado, las chimeneas de los tejados expulsaban hollín y humo, que desaparecieron cuando llegaron al puente. Ella confiaba en poder ver el agua, pero el tren estaba enjaulado en la vía interior, detrás de una cerca de postes y vigas. Vistos a través de esa verja, parecía que los caballos y los carros se movieran con paso interrumpido y espasmódico.
El tren se detuvo con una sacudida en la estación de Brooklyn. Sin hablar demasiado, Michael la guió para salir del tren y tomar una sucesión de tranvías. Hasta que, por último, se encontraron andando por un largo camino en dirección a un par de verjas grandes y adornadas.
El universo pareció callarse cuando las cruzaron. El camino se estrechaba en forma de sendero curvo, hasta abrirse a un paisaje sereno de lomas nevadas y cubiertas de hileras de piedras.
—Esto es precioso —comentó, sorprendida.
Pasaron junto a altos monumentos y mausoleos adornados de hiedra, y junto a bustos sobre columnas de hombres solemnes. Al fin, Michael la condujo por una de las hileras y ahí estaba: el montículo rectangular de tierra polvorienta y la lápida con un lado en blanco.
Chava se quedó a los pies de la tumba, sin saber qué hacer. ¿Esperaría Michael que ella mostrara su dolor? ¿Que llorase?
Él se aclaró la garganta.
—Te dejaré un momento.
—Gracias —respondió ella. Bajó por el sendero, fuera de su vista; y estuvo a solas con el rabino—. Le echo de menos —murmuró.
Se agachó junto a la tumba e intentó imaginárselo debajo del suelo. Resultaba imposible, pues todos sus sentidos le decían que había desaparecido del mundo. Buscó qué decirle.
—En la panadería todos están bien —explicó—. Anna tiene un pretendiente nuevo y se la ve contenta, aunque me parece que usted no lo aprobaría. He empezado a hacer zurcidos para estar ocupada de noche. Las noches siguen siendo lo más duro. Aunque… el otro día salí a pasear de noche, con un hombre. Tiene que esconderse igual que yo. Hemos vuelto a quedar la semana que viene. Lo siento, rabino, ya sé que no debería. Pero creo que pasear con él me será de ayuda.
Pasó una mano por la nieve, como esperando alguna señal: un temblor en el suelo, una sensación recriminatoria… Pero no hubo nada. Todo yacía en silencio.
Al cabo de unos minutos, Michael reapareció por el sendero y se situó a su lado.
—Ahora te dejo tiempo yo —empezó ella, dispuesta a marcharse; pero él le puso una mano en el brazo.
—Quédate, por favor. No me gusta estar solo en los cementerios —le pidió. Y era cierto: un temor y un malestar, graves e informes, estaban creciendo dentro de él.
—Por supuesto —respondió la golem, que se quedó a su lado.
—Era un hombre maravilloso —dijo Michael, antes de echarse a llorar—. Lo siento —continuó mientras se secaba la cara—. Tendría que haber hecho algo para evitar esto.
—No te puedes culpar —protestó ella.
—Pero si yo no hubiera sido tan tozudo… Si él no hubiera…
—Entonces habríais sido otras personas —señaló la golem, confiando en que fuese lo adecuado—. Y él te tenía en muy alta estima. Te consideraba un buen hombre.
—¿En serio?
—¿Por qué te sorprende, si ayudas tanto a los demás?
—Le di la espalda a la religión. ¿Cómo no iba a sentir mi tío que le había dado la espalda a él?
—Yo creo que lo entendía a su manera —contestó ella, vacilante, pues no estaba segura de que fuese cierto. Sin embargo, Michael pareció reconfortado, y eso, sin duda, era lo que hubiera deseado el rabino.
Michael suspiró y se secó el rostro. Contemplaron la lápida juntos.
—Tendré que encargar que la graben —dijo—. Este mismo año. —La miró—. Yo no acostumbro a rezar, pero si quieres…
—No, da igual. Ya he rezado por mi cuenta —afirmó la golem.
Tranvías y trenes y más tranvías, y ya se encontraban de vuelta en el Lower East Side. El sol estaba bajo y una nieve fina caía sobre los callejones.
—Deja que te invite a un café —propuso Michael, antes de añadir—: si tienes tiempo, claro. No pretendo monopolizarte el día.
Ella ya tenía ganas de llegar a casa, después de tantos tranvías abarrotados de cuerpos y deseos extraviados. Pero no se le ocurría ninguna excusa y, además, las esperanzas de Michael tiraban de ella.
—De acuerdo —accedió—. Si quieres…
Fueron a un lugar que él conocía, un café oscuro lleno de hombres jóvenes que parecían estar discutiendo entre sí. Pidió café y galletas con trozos de almendra y se sentaron juntos, mientras escuchaban las disputas que se desataban alrededor.
—No me acordaba de que aquí hubiera tanto ruido —se disculpó.
Las voces estaban también en la mente de la golem, pidiendo cosas abstractas: «paz, derechos, libertad…».
—Suenan todos muy enfadados —comentó.
—Oh, desde luego. Cada uno tiene su propia teoría de por qué funciona tan mal el mundo.
Ella sonrió.
—¿Tú también tienes una?
—Antes la tenía —le contestó. Se quedó pensativo un momento y luego dijo—: En el albergue veo a cientos de hombres cada semana. Todos necesitan lo mismo: un lugar donde alojarse, un empleo, clases de inglés… Pero algunos se conformarán con lo que surja en su camino y otros no estarán satisfechos con nada. Y siempre hay unos cuantos que sólo quieren sacar tajada. Por eso, cuando mis amigos hablan de cómo arreglar el mundo, todo me parece muy ingenuo. Como si existiera una solución capaz de resolver los problemas de cada hombre, de transformarnos en inocentes en el Jardín del Edén, cuando, en realidad, nunca nos desharemos de nuestra naturaleza inferior. —La miró—. ¿Qué piensas tú?
—¿Yo? —preguntó Chava, asombrada.
—¿Crees que todos tenemos un fondo bondadoso? ¿O sólo podemos ser buenos y malos a la vez?
—No lo sé —dijo ella, procurando no azogarse por su mirada escrutadora—. Pero pienso que, a veces, los hombres desean lo que no tienen por el hecho de no tenerlo. Aunque todo el mundo se ofreciera a compartir, ellos sólo desearían la porción que no es la suya.
Él asintió.
—Exacto. Y no veo que eso cambie: la naturaleza humana es la misma, sea cual sea el sistema. —Emitió una risa ahogada—. Perdona, no te he traído aquí para hablar de política. Hablemos de otra cosa.
—¿De qué podemos hablar?
—Cuéntame algo sobre ti. La verdad es que sé muy poco.
Los ánimos la abandonaron. Tendría que elegir las palabras con mucho cuidado. Tendría que mentir y acordarse de las mentiras para más adelante.
—Estuve casada —dijo con aire vacilante.
A él se le ensombreció el rostro.
—Ah, sí. Eso ya lo sabía. Lo echarás de menos.
Pudo contestar que sí, que lo quería mucho, y evitar ulteriores pesquisas. Pero ¿no se merecía Michael una fracción de verdad?
—Sí, a veces —le dijo—. Pero, para ser sincera, tampoco nos conocíamos demasiado.
—¿Fue un matrimonio concertado?
—Supongo que sí, en cierto sentido.
—¿Y tus padres no te dieron opción?
—No tenía padres —contestó de golpe—. Y él era rico. Compraba cuanto deseaba.
Hasta aquí, al menos, todo era verdad; se acordaba del orgullo de Rotfeld por lo que había pagado con dinero: una esposa perfecta en una caja de madera.
—No me extraña que mi tío quisiera ayudarte —declaró Michael—. Lo lamento. No me puedo ni imaginar lo sola que habrás estado.
—No pasa nada. —Ya se sentía culpable: ¿qué historias se estaría creando él mentalmente para completar los detalles? Era el momento de desviar la conversación hacia él, si es que podía—. Además, todas las vidas parecen solitarias comparadas con la tuya, rodeado de cientos de personas cada día.
Él se rió.
—Es cierto, pero no llego a conocerlos demasiado, porque en el albergue sólo se quedan cinco días. Aunque hay uno que ya lleva con nosotros algunas semanas, desde que yo estuve enfermo. Nos ayuda a mantener el local en orden. —Sonrió—. Yo ni me lo creía; volví esperando encontrármelo todo hecho un desastre y ahí estaba ese buen hombre, organizando y solucionando cosas. ¡Tiene al personal comiendo prácticamente de su mano! Yo he insistido en pagarle algo, aunque se merecería mucho más.
—Pues has tenido suerte al encontrarle —señaló la golem.
Él asintió.
—Un día tendrías que conocerle. Me recuerda un poco a mi tío. Yo diría que antes fue rabino, por esa especie de aire que tiene, como si supiera más de lo que dice.
Se estaba haciendo tarde. Los hombres abandonaban lentamente el café, dejando cada discusión en las habituales tablas. Fuera pasó un joven farolero con la pértiga colgada, como una bayoneta, de su hombro delgado.
—Tengo que irme a casa —dijo la golem. Sintió un repentino temor a volver con él.
—Por supuesto. Te acompaño.
—No quiero que te desvíes de tu camino.
—No, insisto.
Mientras se acercaban a la pensión, la golem fue adquiriendo conciencia de hasta qué punto parecían una pareja paseando al ocaso. Vio que Michael empezaba a reunir coraje para preguntarle si podían verse otra vez, si quizá podrían cenar algún día…
—No puedo —le soltó; paró de caminar y le apartó la mano del brazo.
Él, sorprendido, también se detuvo.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
Las palabras le salieron a borbotones.
—Lo siento, Michael. Sé que estás interesado en mí. —Él palideció, antes de mostrar una sonrisa torcida—. Eres muy buena persona —continuó, abatida—. Pero no puedo. Es que no puedo.
—Por supuesto —dijo él—. Demasiado pronto. Por supuesto. Lo siento. Si te he causado alguna molestia…
—¡No, por favor, no te disculpes! —La frustración se agolpó en su pecho—. Quiero que seamos amigos, Michael. ¿No podemos ser amigos y ya está? ¿No está bien eso?
Al instante tuvo la certeza de que había dicho lo menos adecuado.
—¡Claro que sí! —replicó él—. Sí, claro. Eso es lo que cuenta, al fin y al cabo: la amistad. —Como ya no confiaba en sí misma para hablar, no pudo más que asentir—. ¡Bien! —continuó él con voz hueca—. Quedamos así, pues.
Él le cogió la mano para volvérsela a poner encima del brazo, para demostrar que nada había cambiado; y caminaron la última manzana hasta la pensión como la pareja mejor avenida de toda la calle, mientras que, a cada paso, ambos ansiaban desesperadamente estar en otro lugar.
* * *
Era mucho más de medianoche y la luna llena se hundía hacia el East River, colándose entre los cables del puente y las cisternas de agua para brillar en las ventanas del albergue. Se deslizaba por encima de la lana gris de las mantas y entraba en los ojos abiertos de Yehudah Schaalman, que había estado esperando ni más ni menos que eso: necesitaba la luz de la luna para poder escribir.
De momento, las cosas marchaban mejor de lo que Schaalman se hubiera atrevido a esperar. Creyó que el regreso del director sería un obstáculo y que tendría que hechizarlo o debilitarle el cerebro; pero, por lo visto, Levy era aún más simplón que su personal. Schaalman rechazó al principio el salario que le ofrecían, pero luego aceptó, tal como debía: nadie era tan altruista, ni siquiera el hombre que él fingía ser.
Había afianzado su posición y se había ganado la confianza de todos, así que era hora de pasar al siguiente paso de su plan. Su sueño le había prometido que en Nueva York radicaba el secreto de la vida eterna, pero necesitaba acotar de algún modo la búsqueda, algo que le indicara la dirección correcta. ¿Y qué mejor manera que convertirse él mismo en dicho instrumento?
Buscó debajo de su catre el fajo de papeles chamuscados y hechos trizas. Los hojeó a la luz de la luna y seleccionó los que guardaban alguna relación con su propósito. Luego cogió una hoja limpia y un lápiz y se puso a apuntar cosas. Si combinaba este conjuro con este nombre del Señor… Escribió fórmulas y las tachó, trazó diagramas de ramificaciones cuyas hojas eran las letras del alfabeto… Trabajó durante horas hasta que, al fin, al alba casi, lo inundó un torrente de claridad, con diagramas, fórmulas y conjuros fundiéndose todos en uno. El lápiz danzaba, extático, por toda la página. Cuando su mano se detuvo al fin, miró lo que había escrito y sintió en la médula que lo había conseguido. Lo traspasó una antigua y familiar desazón: ¡a qué hubiera podido llegar de haber tenido la opción! ¡Oh, qué logros habría alcanzado!
Miró otra vez alrededor, pero todos sus vecinos estaban durmiendo. Respiró hondo y empezó a leer en voz alta lo que acababa de escribir.
Una larga y sostenida sarta de palabras brotó de la boca de Schaalman. Algunas eran suaves y lánguidas como un perezoso riachuelo. Otras, ásperas y abruptas, y Schaalman las escupía entre dientes. Incluso algún viejo sabio que lo escuchara se habría visto en apuros para entenderlo, aunque estuviera versado en hebreo y arameo y en siglos de tradición mística: habría reconocido algún que otro fragmento, porciones de varias plegarias o nombres del Señor entretejidos letra por letra, pero el resto le habría resultado un pavoroso misterio.
Ganó ímpetu al acercarse al clímax de la fórmula, la letra que estaba justo en el centro: un aleph, el sonido silente que era el principio de toda la Creación. Y luego, como si ese aleph fuera un espejo, la fórmula se invirtió y, letra a letra, Schaalman descendió por el otro lado.
Ya iba llegando al final, ya casi estaba encima. Se preparó, pronunció el último sonido y, entonces…
«… toda la Creación manaba de pronto a través de él. Él era infinito, él era el universo, no había nada que él no abarcara.
»Pero entonces miró hacia arriba y observó que no era nada, una mota, una mancha insignificante que se encogía bajo la mirada impertérrita del Uno».
Duró para siempre y fue sólo un instante. Despertándose a sí mismo, Schaalman pestañeó para detener las lágrimas y se llevó a la frente una mano pegajosa. Siempre era así cuando probaba algo nuevo y poderoso.
La luna se hundió por debajo de la ventana y dejó únicamente el resplandor amarillo de las farolas de gas. Schaalman confiaba en poder probar la eficacia de su fórmula de inmediato (para ver si, en efecto, se había convertido en esa varilla de zahorí), pero el cansancio pudo más que él y lo sumió en un sueño sin imágenes hasta la mañana siguiente, en que sólo se despertó cuando el ruido del dormitorio se volvió demasiado audible para ignorarlo. Los hombres se estaban preparando para salir y se hacían la cama con aquella cortesía nerviosa del huésped. Algunos rezaban junto a su catre, con las filacterias sujetas en el antebrazo y enrolladas en el brazo. La cola para entrar en los servicios se extendía por el pasillo, y cada hombre sujetaba, amodorrado, su jabón y su toalla. Schaalman se levantó y se puso el abrigo. Tenía un hambre voraz. En el piso de abajo descubrió que la cocinera le había dejado unas rebanadas de pan con mermelada para el desayuno, que él devoró sin pausa. Venciendo la tentación de lamerse los dedos (los hábitos de la vida en solitario no lo abandonaban), atravesó la sala y se fue del albergue. Era hora de comprobar lo que había logrado.
Regresó cinco horas más tarde, abatido y furioso; había recorrido todo el Lower East Side a lo largo y a lo ancho, pasando junto a todos los rabinos, eruditos, sinagogas y yeshivas que pudo encontrar…, y el conjuro zahorí no dio ninguna señal. No notó ningún tirón para que enfilara una calle en concreto, ninguna sensación de tener que meterse en algún portal o hablar con tal persona. ¡Pero la fórmula había funcionado, de eso estaba seguro!
De nuevo, se dijo que debía tener paciencia. Aún quedaban bibliotecas privadas y la yeshiva gigante de la que le habían hablado en Upper Street Side, por no hablar del cónclave de judíos alemanes cosmopolitas hacia el norte; no eran tan expertos en milagros esotéricos como sus hermanos rusos y polacos, pero sí podían revelarle algo. No pensaba rendirse.
Con todo, estaba nervioso. Se cruzó con una procesión funeraria en Delancey; algún personaje distinguido a juzgar por la cantidad de dolientes y su plúmbeo silencio. Tal vez un rabino destacado y prominente, muerto tras una larga y pacífica vejez, seguro de su lugar en el Mundo Venidero. Schaalman se quedó a un lado y apartó la vista, reprimiendo el infantil impulso de esconderse por si el Ángel de la Muerte lo descubría allí, oculto entre los judíos de Nueva York.
De vuelta en el albergue, se detuvo ante la puerta del director. Levy estaba sentado en su escritorio y con el bolígrafo inactivo, para variar. Tenía la mirada ausente. Schaalman frunció el ceño; ¿lo habrían hechizado o suplantado? ¿Acaso había otra fuerza actuando? Llamó una vez.
—¿Michael?
Éste lo miró con culpabilidad.
—Joseph, hola. Perdón. ¿Llevas mucho rato ahí?
—No, no mucho —contestó Schaalman—. ¿Te encuentras bien? Espero que no vuelvas a estar enfermo.
—No, no. En fin, no exactamente. —Mostró una débil sonrisa—. Asuntos del corazón.
—Ah —dijo Schaalman, cuyo interés se evaporó.
Pero el director lo miraba con aire interrogante.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal?
Schaalman suspiró para sus adentros.
—Desde luego.
—¿Has estado casado?
—No, nunca he tenido esa dicha.
—¿Y enamorado?
—Por supuesto —mintió Schaalman—. ¿Qué hombre no lo ha estado, a mi edad?
—Pero no funcionó. —No era ninguna pregunta.
—Ya hace mucho. Por entonces yo era distinto.
—¿Qué ocurrió?
—Se fue. Estaba allí y luego ya no. Nunca supe por qué. —Las palabras le salían sin más, pronunciadas sin pensar.
Levy asentía, con una empatía poco grata.
—¿Te has preguntado alguna vez qué podrías haber hecho de otra manera?
«Cada día. Cada día de mi vida me lo pregunto desde entonces».
Se encogió de hombros.
—A lo mejor no era fácil quererme.
—Oh, me cuesta creer algo así.
«Ya basta», se dijo.
—¿Necesitas alguna otra cosa? Si no, iré a ver cómo lleva la cena la cocinera.
Levy pestañeó.
—Por supuesto. Gracias, Joseph, por dejar que te dé la lata.
Schaalman sonrió a modo de respuesta y se alejó del umbral.