14

Después de tres días en el pabellón de Swinburne Island, a Michael Levy por fin empezó a bajarle la fiebre. Los médicos se lo quedaron otras dos semanas, durante las que se alimentó de caldos y purés de verduras y, con ayuda, empezó a andar por los ventilados pasillos. Según dijeron, estaba desnutrido y peligrosamente anémico. «Cásese», le aconsejaron. «Búsquese una esposa que lo cebe».

Comió y durmió y su cuerpo sanó. Llegó una carta de la comisión del albergue judío deseándole una pronta recuperación; él interpretó que el albergue se estaba yendo a pique en su ausencia. Una noche, las enfermeras lo pillaron paseándose por el pabellón para hablar con los pacientes y animarles a solicitar un nuevo ingreso a los funcionarios de Ellis Island.

Ya casi era Año Nuevo cuando le dieron el alta. Junto a la barandilla del ferry, se ajustó bien el abrigo para protegerse del viento gélido que volvía el agua oscura y picada. Había engordado casi tres kilos y se encontraba como nunca desde hacía meses. Empezaba a pensar que su enfermedad era un curioso regalo de despedida de su tío, una oportunidad para que descansara y cuidasen de él. No era una visita al balneario de Saratoga, pero sí lo más parecido a lo que él podía aspirar.

El ferry se separó de los pilotes delgados, resoplando contra la corriente. Ya era de noche. Staten Island y Brooklyn dormitaban a cada lado, con las chillas cerradas para dejar el invierno fuera. Por el extremo norte de la bahía asomaba la punta de Manhattan; al verla, la compostura de Michael flaqueó: ¿qué desastres le estarían aguardando en el albergue? El viento arreció, pero él permaneció en cubierta, viendo pasar la Estatua de la Libertad, y procuró extraer fuerzas de su mirada serena y compasiva.

Cuando llegó al albergue, acababa de dar la hora de acostarse. Ciento cincuenta hombres yacían en sus catres cubiertos con mantas delgadas. Algunos estaban despiertos, temerosos por su nueva vida; otros cedieron pronto al agotamiento del viaje o de una jornada buscando trabajo.

En un catre junto a la ventana del tercer piso, el hombre ahora conocido como Joseph Schall dormía profunda y pacíficamente, como un niño.

Schaalman llegó al albergue judío por puro y simple azar. Después de que el burócrata de Ellis Island le cambiara el nombre (toda clase de improperios afloraron a sus labios, si bien decidió reprimirlos), bajó la amplia escalera y se encontró cara a cara con el horizonte de Manhattan, enmarcado en altos ventanales al final del pasillo. Desde que soñó con la ciudad, supo que le esperaba una labor complicada, pero ahora que tenía aquello enfrente, al otro lado de la bahía, se le antojaba totalmente imposible. No hablaba inglés, no estaba acostumbrado a la gente ni a las aglomeraciones y ni siquiera tenía dónde dormir. ¿Había hosterías en Nueva York? ¿O establos? Seguro que establos habría…

Una mano le tocó el brazo y él se dio la vuelta, sobresaltado; era una joven de cara redonda que le preguntó:

—Señor, ¿habla yídish?

—Sí —respondió él con cautela.

Le explicó que era voluntaria de la Asociación de Ayuda al Inmigrante Hebreo. ¿Necesitaba algo? ¿Le podía ofrecer auxilio?

En cualquier otro momento y lugar, Schaalman habría buscado en ella alguna debilidad que explotar, o tan sólo la habría aturdido mentalmente para robarle. Pero estaba cansado, deprimido y derrotado y recurrió a la estrategia que más detestaba: la verdad.

—No tengo dónde alojarme —murmuró.

La joven le habló de un lugar al que llamó «el albergue judío» y dijo que había un barco que podía llevarle allí. Él la siguió dócilmente hasta el muelle, aferrado a su maleta como un niño asustado.

Pero al cabo de un día de su llegada al albergue, ya había recuperado la confianza en sí mismo. En cierto modo, la vida allí era como estar encerrado otra vez: los catres, los dormitorios compartidos, los pestilentes retretes y el comedor comunitario, los rostros siempre cambiantes… Era un lugar cuyo funcionamiento entendía, con supervisores a los que podría manipular y normas que podría tergiversar o violar. En definitiva, el escondite perfecto.

En el albergue judío sólo había dos normas irrevocables: las comidas se debían consumir en el comedor a las horas indicadas y nadie se podía alojar allí más de cinco días. Saltarse la segunda norma resultó incluso más fácil que saltarse la primera. Por suerte, el director del albergue judío había caído enfermo, y la cocinera y la gobernanta se habían repartido las tareas y se pasaban el día corriendo de aquí para allá como locas, tratando de mantener el orden. Cuando Schaalman llevaba allí tres días, cuarenta recién llegados se bajaron del ferry y se presentaron en el albergue, donde sólo había dieciocho catres disponibles. Inquietos, ocuparon el descansillo mientras la cocinera y la gobernanta buscaban el listado que lo pondría todo en orden. Al no encontrarlo, y ya al borde de las lágrimas, pasaron por cada dormitorio pidiendo a los hombres que llevaran allí más tiempo de la cuenta que, por favor, lo confesaran; no obtuvieron más respuesta que unas miradas vacías. Con tanta gente que entraba y salía y tanto tiempo dedicado a buscar trabajo o vivienda, ni los que podrían haber delatado a los infractores tenían idea de a quién señalar.

Pero Schaalman, que llevaba días observándolos a todos, miró alrededor y detectó a varios hombres que ya estaban allí cuando llegó él. Observó sus rostros mientras las mujeres suplicaban y vio signos inequívocos de culpabilidad y desafío. Se llevó a las dos empleadas aparte para un breve intercambio; con su ayuda, ambas reclutaron a dos hombres robustos de entre los recién llegados y volvieron a pasar por los dormitorios para echar a los culpables, mientras Schaalman observaba como un juez severo aunque moderado.

La cocinera y la gobernanta no sabían cómo darle las gracias. Él contestó que se alegraba de poder ayudar (por supuesto, todo el mundo debía cumplir las normas si se quería mantener el orden), y si necesitaban cualquier otra cosa, estaba a su disposición. Ellas le besaron la mejilla como hijas agradecidas. Por la noche, Schaalman sacó la lista perdida de debajo de su catre y la volvió a dejar en el despacho, entre las páginas de un periódico.

Al día siguiente, se ofreció voluntario para ayudar con los recién llegados. Mientras las mujeres comprobaban nombres y se afanaban, él guió a los hombres a sus camas y les explicó las normas de la casa. A continuación, una vez normalizado todo, las mujeres lo invitaron al despacho y le dieron un vasito de licor.

—Si el señor Levy no se entera, no le sabrá mal —susurró la gobernanta, y borró a Joseph Schall de la lista de salidas del día siguiente.

La siguiente semana, Schaalman afianzó su posición. Se dedicó a ordenar la sala, doblar los periódicos y rellenar la tetera. Durante las comidas, controlaba la cola y le decía a la cocinera cuántas bocas quedaban por alimentar. Era como si estuviera en todas partes a la vez, siempre ayudando con algo y hasta arbitrando en las más nimias disputas de los internos.

Cuando no se estaba ganando el favor de la organización del albergue, salía a conocer el barrio. Al principio, las calles le resultaron abrumadoras, un agitado batiburrillo de gente, carros y animales. Sin embargo, al cabo de una semana ya era capaz de bajarse del bordillo y fundirse sin fisuras con la multitud, como un viejo judío cualquiera con abrigo oscuro. Se pasaba horas caminando, fijándose en calles y tiendas y memorizando los extremos del barrio donde el yídish desaparecía de los escaparates. Mientras, tomaba nota mental de las mayores sinagogas ortodoxas, las que era más probable que contaran con bibliotecas decentes. A continuación, volvía sobre sus pasos para regresar al albergue, a tiempo para ayudar al grupo más reciente de hombres a que se instalaran.

La cocinera empezó a apartarle los mejores platos a escondidas, como gruesos encurtidos o trozos de pastrami. La gobernanta le decía que era un ángel enviado del cielo y lo proveía de mantas extra. Y entretanto, en su maltrecha maleta, debajo de su catre, su poco sistemático libro aguardaba adormecido. Si alguno de sus compañeros de albergue se hubiera topado con él, no habría visto nada especial, más que un libro de plegarias desgastado y anodino.

* * *

El genio apareció bajo la ventana de la golem pocos minutos después de medianoche. Ella llevaba casi una hora dando vueltas por el cuarto; sabía que los vecinos la oirían, pero no podía evitarlo, pues todo el cuerpo le dolía de frío y de temor. A cada vuelta se paraba a mirar por la ventana. ¿Vendría él, tal como había dicho? ¿Acaso sería mejor que no lo hiciera? Y, de hecho, ¿cómo se le había ocurrido acceder a semejante cita?

Cuando al fin le vio, sintió una oleada de alivio y, a la vez, un renovado recelo. En tal estado se encontraba, que ya había bajado la mitad de las escaleras cuando se dio cuenta de que no llevaba el capote ni los guantes, y tuvo que volver a por ellos.

—Has venido —le dijo al llegar a la calle.

Él alzó una ceja.

—¿Lo dudabas?

—Quizá te lo habías pensado mejor.

—Y quizá tú no bajabas. Pero, ya que estamos aquí los dos, he pensado que podríamos ir a Madison Square Park. ¿Verdad que es agradable?

Aquel nombre no le decía nada; en cierto modo, todos los posibles destinos eran iguales: lugares y riesgos desconocidos. Tenía dos opciones: decir que sí o dar media vuelta.

—Sí. Vamos —contestó.

Y, sin más dilación, se fueron por Broome Street. De pronto, a ella le entraron unas ganas inmensas de reír: ¡estaba en la calle, paseando! Tenía las piernas tan rígidas que las articulaciones casi se le agrietaban, pero el movimiento era una delicia, como rascarse un picor largo tiempo ignorado. Él iba deprisa, pero a ella no le costó seguir su ritmo y mantenerse a su lado. No le ofreció su brazo, tal como la golem había visto hacer a otros hombres, y se alegraba de ello; eso habría significado caminar despacio y demasiado cerca el uno del otro.

En Christie, el genio giró al norte y ella le siguió. Ya habían llegado al límite de su barrio, la frontera que ella conocía. La cacofonía del Bowery resonaba desde el bloque contiguo. Se cruzaron con algunos hombres y ella se bajó más la capucha del capote.

—No hagas eso —le aconsejó el genio.

—¿Por qué?

—Parece que tengas algo que esconder.

¿Y acaso no era así? A medida que menguaba la euforia de la marcha empezó a asustarse otra vez de las libertades que se había permitido tomarse. Cuando llegaron a Houston Street, miró a su acompañante de reojo. ¿Era raro que no hablasen? Las personas a las que veía pasear de noche acostumbraban a hablar entre sí. Pero, claro, él solía ir por su cuenta. Y el silencio no resultaba incómodo.

Salieron a Great Jones y luego a la iluminada extensión de Broadway. Allí los edificios se alargaban y ensanchaban, y ella se quitó la capucha para verlo todo mejor. El ladrillo y la piedra caliza dieron paso al mármol y el cristal. Los escaparates exhibían vestidos y telas, sombreros con plumas, joyas, collares y pendientes. Ella, fascinada, se apartó del genio para observar un maniquí engalanado con un magnífico y complicado vestido de seda de color zafiro. ¿Cuánto se tardaría en coser algo tan bonito y minucioso? Repasó con la vista las costuras, tratando de averiguar cómo estaba hecho; el genio, que se iba impacientando, fue a rescatarla.

En la calle Catorce les salió al paso un gran parque, con una estatua enorme de un hombre a caballo, y la golem pensó que habían llegado a su destino. Pero el genio continuó, bordeando el lado izquierdo del parque hasta regresar a Broadway. En las calles reinaba ahora un silencio inquietante, que se propagaba en todas direcciones salvo por alguna berlina que pasaba al trote. Dejaron atrás un triángulo estrecho de tierra vacía en la Veintitrés, salpicado de hojas de periódico con nieve en los bordes que se agitaban al viento. El triángulo se encontraba en una amplia confluencia de avenidas, una de las cuales exhibía una magnífica bóveda blanca con columnas. La luz eléctrica con que las iluminaban las convertía en altas barras de luz y sombra y proyectaban un débil resplandor en el cielo encapotado.

Más adelante aguardaba Madison Square Park, un pequeño y oscuro bosque de árboles sin hojas. Entraron y vagaron por los senderos vacíos. Hasta los indigentes se habían marchado en busca del calor de los portales y los huecos de las escaleras. Tan sólo quedaban el genio y la golem para disfrutar de la calma. Ella se apartaba de su lado para ir a estudiar todo aquello que llamara su atención: monumentos de hombres de rostro solemne hechos de metal oscuro, el bucle de hierro de un banco… Caminó sobre la nieve para posar la mano en la áspera corteza del tronco de un árbol y alzó la vista hacia las ramas desnudas que se extendían surcando el cielo.

—Es mejor que quedarte toda la noche en tu cuarto, ¿no? —comentó el genio mientras paseaban.

—Pues sí —reconoció ella—. ¿Todos los parques son así de grandes?

Él se rió.

—Los hay mucho mayores que éste. —La miró de soslayo—. ¿Cómo es posible que nunca hayas estado en un parque?

—Supongo que es porque no llevo viva demasiado tiempo —le explicó ella.

Él frunció el ceño, desconcertado.

—¿Qué edad tienes?

La golem se paró a pensar.

—Seis meses. Y unos cuantos días.

El genio se detuvo en seco.

—¿Seis meses?

—Sí.

—Pero… —Señaló con un gesto su cuerpo, para indicar su forma y aspecto de adulta.

—Fui creada tal como me ves —continuó ella, algo violentada por la falta de costumbre de hablar de sí misma—. Los golem no envejecemos, nos mantenemos tal cual hasta que nos destruyen.

—¿Y todos los golem son así?

—Me parece que sí. No lo sé seguro; nunca he conocido a otro golem.

—¿En serio?

—Puede que yo sea el único —afirmó.

El genio, claramente estupefacto, guardó silencio. Siguieron recorriendo juntos el perímetro del parque.

—¿Y tú qué edad tienes? —preguntó la golem para romper el silencio.

—Un par de cientos de años. Y a menos que algún contratiempo acabe conmigo, viviré otros quinientos o seiscientos.

—Entonces también eres joven para los de tu especie.

—No tanto como otros.

Ella puso mala cara.

—¿Me echas en cara mi edad?

—No, pero eso explica muchas cosas. Tu timidez, por ejemplo.

Eso la enojó.

—No tengo que disculparme por ser precavida: necesito serlo. Y tú también.

—Pero se puede ser precavido sin caer en la exageración. Míranos; estamos paseando de noche por un parque, lejos de casa. Y, aun así, la luna no se cae del cielo y la tierra no se echa a temblar.

—El hecho de que no haya pasado nada no significa que no vaya a pasar.

Él sonrió.

—Cierto, a lo mejor me llevo una sorpresa. Y entonces podrás declarar que tenías razón desde el principio.

—Sería un consuelo muy pobre.

—¿Siempre tienes tan poco sentido del humor?

—Sí. ¿Y tú eres siempre tan exasperante?

Él chasqueó la lengua.

—Tendrías que conocer a Arbeely; os llevaríais de maravilla.

La golem sonrió al oírlo.

—Lo mencionas a menudo; ¿estáis muy unidos?

Esperaba que el genio se lanzara a una entusiasta descripción de su amigo; en cambio, se limitó a contestar:

—Tiene buenas intenciones. Y, desde luego, me ha ayudado mucho —dijo y suspiró.

—¿Pero? —lo animó ella.

—No soy tan agradecido con él como debiera. Es un hombre bueno y generoso, pero no estoy acostumbrado a depender de nadie; me hace sentir débil.

—¿Por qué es una debilidad depender de otro?

—¿Cómo no iba a serlo? Si Arbeely muere mañana por lo que sea, me veré obligado a buscar otra ocupación. La situación escaparía a mi control y yo quedaría a su merced. ¿No es eso una debilidad?

—Supongo. Pero, por esa regla de tres, todo el mundo es débil. Entonces, ¿por qué llamarlo debilidad en vez de considerar que así son las cosas?

—¡Porque antes yo estaba por encima de todo esto! —respondió con súbita vehemencia—. ¡No dependía de nadie! Iba a donde quería y respondía a mis deseos. No necesitaba dinero, ni patrón, ni vecinos. Nada de esos interminables «buenos días» y «cómo está», te apetezca o no.

—Pero ¿no estabas siempre muy solo?

—A veces. Pero entonces me iba a buscar a los de mi especie y me quedaba un tiempo en su compañía. Luego volvíamos a separarnos, cuando nos parecía adecuado.

La golem trató de imaginárselo: una vida sin ocupación ni vecinos, sin la panadería ni los Radzin ni Anna. Sin rostros conocidos ni un patrón establecido para cada día. Le pareció horripilante.

—Me parece que los golem no estamos hechos para ser tan independientes —comentó.

—Sólo lo dices porque no has vivido de ningún otro modo.

Ella negó con la cabeza.

—No lo entiendes; a cada golem lo crean para que sirva a un amo. Cuando me desperté, yo ya estaba vinculada al mío, a su voluntad; oía todos sus pensamientos y los obedecía sin vacilar.

—Eso es horrible —contestó el genio.

—Para ti, tal vez. Para mí, así es como tenían que ser las cosas. Y cuando él murió, cuando me quedé sin esa conexión, ya no tenía un propósito claro. Ahora estoy vinculada a todo el mundo, aunque sólo sea un poco. Tengo que luchar contra ello porque no puedo satisfacer los deseos de todos. Pero entonces, en la panadería donde trabajo, le doy a alguien una hogaza de pan respondiendo a una necesidad; por un instante, esa persona es mi amo. Y en aquel momento yo estoy contenta. Si fuese tan independiente como te gustaría serlo a ti, sentiría que no tengo ninguna meta.

Él frunció el ceño.

—¿Tan feliz eras siendo gobernada por otro?

—Feliz no es la palabra —señaló ella—. Sentía que era lo acertado.

—De acuerdo, pues deja que te pregunte algo: si, por algún azar o magia, pudieras recuperar a tu amo, ¿te gustaría?

Aunque era una pregunta obvia, nunca se la había formulado a sí misma. Apenas conoció a Rotfeld, ni siquiera para hacerse una idea del tipo de hombre que era. Pero ¿no lo podía deducir? ¿Qué clase de hombre tomaría a una golem como esposa, del mismo modo que un repartidor se compraría un carro nuevo?

Sin embargo, ¡ay, recuperar semejante certeza! El recuerdo brotó, agudo y seductor. Y no se sentiría como si la estuvieran utilizando. Una opción, una decisión…, y después, nada.

—No lo sé —contestó al fin—. Tal vez. Aunque, en cierto modo, pienso que sería como morirse. Pero puede que fuese lo mejor; por mi cuenta cometo tantos errores… —El genio emitió un sonido que no era exactamente una risa; cerró los labios en un gesto duro y clavó la vista más allá de los árboles, como si no soportara mirarla a ella—. He dicho algo que te ofende —afirmó la golem.

—No hagas eso: no mires dentro de mí —le espetó el genio.

—No es necesario —replicó ella.

Una rebeldía inusitada tomaba forma en el interior de la golem; ella le había dado una respuesta sincera y, por lo visto, él la repudiaba. Pues muy bien; si no quería su compañía, se iría sola a casa. No era ninguna niña, aunque a él se lo pareciera. Ya estaba medio decidida a volverse hacia Broadway cuando él dijo:

—¿Te acuerdas de lo que te conté? ¿Que me capturaron y no conservo ningún recuerdo?

—Sí, claro que me acuerdo.

—No tengo ni idea de cuánto tiempo fui el sirviente de aquel hombre. Su esclavo —le explicó—. No sé qué me ordenó hacer. Puedo haber hecho cosas horribles. A lo mejor maté por él. Puedo haber matado a los de mi especie. —Hablaba en un tono tirante, doloroso de oír—. Pero aún sería peor que lo hubiese hecho complacido, que él me hubiera robado la voluntad para volverme en contra de mí mismo. Puestos a elegir, sería mejor apagarme en el océano.

—Pero si esas cosas horribles ocurrieron, fue culpa del hechicero, no tuya —aseguró ella.

Otra vez aquella no risa.

—¿Tienes compañeros de trabajo en esa panadería en la que estás?

—Por supuesto: Moe y Thea Radzin y Anna Blumberg.

—Imagínate que tu preciado amo vuelve contigo y te entregas a él, como dices que tal vez harías. Porque cometes tantos errores. Y te ordena: «Por favor, querida golem, mata a esa buena gente de la panadería, a los Radzin y a Anna Blumberg. Despedázalos miembro a miembro».

—Pero ¿por qué…?

—¡Oh, por cualquier cosa! Lo insultan, lo amenazan o simplemente les coge manía. Imagínatelo. Y ahora dime si es un gran consuelo pensar que no era culpa tuya.

Era una posibilidad que ella no se había planteado. Y ahora no podía evitar imaginárselo: agarrar a Moe Radzin de la muñeca y tirar hasta arrancarle el brazo. Era lo bastante fuerte, lo podría hacer. Y entretanto, esa paz y esa certeza.

«No», se dijo; pero, ya desatada, su mente se negó a parar. ¿Y si Rotfeld hubiera llegado en condiciones a América y el rabino se los hubiera encontrado un día por la calle? En su cabeza confrontó al rabino y a Rotfeld… y fue apartando al rabino a un callejón y asfixiándolo hasta la muerte.

Le entraron ganas de llorar. Se cubrió los ojos con las manos para ahuyentar las imágenes.

—¿Lo entiendes ahora? —le preguntó el genio.

—¡Déjame en paz!

Su grito resonó en toda la plaza, rebotando en las fachadas de piedra. El genio, sobresaltado, retrocedió, con las manos levantadas para apaciguarla…, o para repeler un ataque.

El silencio se impuso otra vez. Ella estiró los dedos procurando tranquilizarse. Las cosas que se había imaginado no existían. No les había hecho daño a los Radzin ni a Anna. No tenía por qué hacérselo. Rotfeld estaba muerto; su cuerpo yacía en el fondo del océano. Nunca volvería a tener otro amo.

—Está bien —dijo—. Ya te entiendo.

—No era mi intención disgustarte —afirmó el genio.

—¿Ah, no? —murmuró ella.

Hubo una pausa.

—Si lo era, he hecho mal.

—No, tenías razón. No me lo había planteado así.

Apartó la mirada, sintiéndose culpable e incómoda.

Oyeron unas pisadas al mismo tiempo: dos policías se dirigían hacia ellos a paso ligero, con los gabanes de lana ondeando al ritmo de sus botas. En la plaza adormecida, sin nadie alrededor, la preocupación de ambos por la golem la impactó con una fuerza casi física.

—Buenas noches, señorita —le dijo uno de ellos, tocándose la gorra—. ¿La está importunando este hombre?

Ella negó con la cabeza.

—No, no. No hacía falta que vinieran.

—Es que ha chillado muy alto, señorita.

—Ha sido culpa mía —intervino el genio—. He dicho algo que no debía.

Los policías se estaban mirando el uno al otro, intentando dilucidar la realidad de la situación: un hombre y una mujer, que a todas luces no eran vagabundos, por la calle a esas horas y con el frío que hacía…

Ella los había metido en ese lío; tal vez si decía lo acertado podría sacarlos otra vez.

—Cielo, deberíamos volver a casa —dijo mientras ponía una mano en el brazo del genio—. Hace mucho frío.

La sorpresa afloró a los ojos de éste, pero supo reprimirla enseguida.

—Por supuesto —le contestó; le cogió la mano y se la puso en el hueco del codo. Luego les sonrió a los policías—. Les pido disculpas, agentes. Ha sido culpa mía por completo. Buenas noches.

Dieron media vuelta y se alejaron.

—Buenas noches —gritó, poco convencido, uno de los agentes a su espalda.

Callados, volvieron a atravesar el parque, con gran tensión entre los dos. Hasta que llegaron a Broadway, el genio no se arriesgó a mirar atrás.

—Estamos solos —señaló, y le soltó la mano.

—Ya lo sé, no nos han seguido. Querían regresar a la comisaría para entrar en calor otra vez.

—Qué don tan extraño tienes —comentó él, sacudiendo la cabeza. Luego le dedicó una sonrisa de satisfacción—: ¿A qué venía eso de «cielo»?

—Es como la señora Radzin llama a su marido cuando se enfada con él.

—Ya. Ha sido muy astuto.

—Era arriesgado.

—Pero ha funcionado. Y el cielo continúa sin caerse.

Era cierto, pensó: no había ocurrido nada malo. Por una vez, había dicho lo acertado en el momento oportuno.

Volvieron sobre sus pasos en dirección al sur. El escaso tráfico de Broadway fue cambiando; ya no había elegantes berlinas, sino carros de reparto enganchados a caballos ordinarios, que acarreaban artículos cotidianos al corazón de la ciudad. En una esquina, un limpiabotas instaló su caja y se acurrucó en su abrigo mientras se soplaba los dedos desnudos.

Acababan de pasar por Union Square cuando empezó a nevar. Al principio fue una precipitación débil, pero se fue intensificando y copos de gran tamaño les impactaban contra el rostro. La golem se arrebujó en el abrigo y notó que el genio había acelerado el paso. Tuvo que correr para no quedarse atrás. Estaba a punto de preguntarle cuál era el problema cuando vio que no tenía el rostro humedecido a pesar de la nieve torrencial; mientras lo observaba, los copos que aterrizaban en él desaparecían al instante. Se acordó de lo que le había dicho cuando estaban discutiendo: «Sería mejor apagarme en el océano».

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí, no pasa nada —contestó él, aunque su tono angustiado no se correspondía con sus palabras. Y ella hubiera jurado que el resplandor de su rostro era más tenue.

—¿Estás en peligro? —le preguntó con calma.

Él tensó la mandíbula, enojado o molesto, pero a continuación se relajó y mostró una sonrisa apenada.

—No, todavía no. ¿Lo has visto o lo has adivinado?

—Las dos cosas, creo.

—A partir de ahora me acordaré de que eres demasiado observadora.

—El invierno, para ti, tiene que ser espantoso.

—La verdad es que no me encanta.

Intentaban caminar bajo la protección de los toldos; aun así, cuando llegaron a Bond Street, él estaba realmente pálido. La golem no podía evitar lanzarle miradas de preocupación.

—Deja de mirarme así, no estoy a punto de perecer —musitó el genio.

—Pero ¿por qué no llevas sombrero o paraguas?

—Porque no soporto ninguna de las dos cosas.

—¿Todos los de tu especie son así de tercos?

Eso le hizo sonreír.

—La mayoría, sí.

Cerca de Hester, se detuvieron bajo el toldo de un colmado italiano, cuyo escaparate exhibía enormes salchichas rojas colgadas de hilos, junto a retorcidas sartas de cabezas de ajo. Por la puerta abierta les llegaba un cálido y penetrante olor.

—Puedo ir sola lo que queda de camino —le dijo la golem.

—¿Seguro?

Ella asintió. Se hallaban a sólo unas manzanas del Bowery, más allá del cual estaba su barrio.

—No pasa nada. —Se quedaron ahí de pie, incómodos los dos—. No estoy segura de que debamos volver a vernos.

Él torció el gesto.

—¿Aún dudas de mis intenciones?

—No, pero sí de tu tolerancia; nos enfadamos muchas veces.

—Yo puedo soportar un poco de enfado. ¿Y tú?

Era un desafío y, a la vez, una invitación. Él la había hecho enfadar, además de hacer que se sintiese avergonzada; pero también le había permitido hablar libremente con alguien desde la muerte del rabino. Notó que en su interior se destensaba algo que nada tenía que ver con la rigidez de su cuerpo.

—De acuerdo —accedió—. Con una condición.

—¿Cuál?

—Si el tiempo se pone feo, tienes que llevar sombrero; me niego a ser responsable de tu mala salud.

Él puso los ojos en blanco, mirando al cielo.

—Si insistes —dijo, aunque ella le vio un asomo de sonrisa—. ¿La semana que viene a la misma hora?

—Sí. Y ahora, por favor, búscate un lugar seco. Adiós. —Se dio la vuelta y se marchó.

—Hasta la semana que viene —exclamó el genio a su espalda; pero, como ella ya estaba doblando la esquina, no pudo verle la sonrisa.

* * *

—Ya te dije que volvería —le dijo el genio a Fadwa mientras estaba dormida—. ¿Lo dudabas?

En su sueño, estaban juntos en la cumbre que quedaba cerca del campamento de su familia, donde ella vio el palacio la primera vez. Era de noche y todavía hacía calor. Notaba el terreno blando bajo sus pies. Aunque sólo llevaba una prenda fina, no se sentía nada cohibida.

—No —contestó ella—. Pero es que…, hace tanto desde que te vi. Semanas y semanas.

—Puede que para ti sea mucho tiempo. Los de mi especie nos podemos pasar años sin vernos y no le damos mayor importancia.

—Creí que a lo mejor estabas disgustado conmigo. O… —Se detuvo antes de estallar—: ¡Me convencí de que no eras más que un sueño! ¡Empezaba a pensar que me había vuelto loca!

Él sonrió.

—Soy muy real, te lo aseguro.

—Sí, pero ¿cómo puedo tener la certeza?

—Ya viste mi palacio en una ocasión. —Señaló el valle—. Si continuaras en esta dirección y tuvieras suerte en tu búsqueda, hallarías un claro limpio de arbustos y rocas. Ahí es donde está mi palacio.

—¿Y podría verlo otra vez?

—No, es invisible, a menos que yo decida lo contrario.

Fadwa suspiró.

—Debes de llevar una vida muy diferente si piensas que eso es una certeza.

Eso le hizo reír. Sorprendente: ¡una muchacha humana capaz de hacerle reír! Pero ella estaba frunciendo el ceño, claramente descontenta. Quizás había tardado demasiado, como decía ella. Le quedaba tanto por aprender sobre esas breves vidas humanas, con su constante sensación de apremio…

Extendió los brazos, sin acabar de entender por qué lo hacía. Una nebulosa de estrellas y desierto… y se encontraron de nuevo en su palacio, entre las oscuras paredes de cristal y los cojines bordados. Y esta vez, sobre los cojines, un banquete: bandejas de arroz con cordero y yogur, pan ácimo y queso y jarras de agua cristalina. Fadwa se rió, encantada.

—Es para ti —le dijo él, mostrándoselo—. Come, por favor.

Así que comió, y también charló contándole sus pequeñas victorias: un cordero enfermo al que cuidó hasta curarlo, el verano que estaba resultando relativamente suave…

—Incluso hay agua todavía en el manantial —comentó—. Mi padre dice que no es lo normal a estas alturas de la temporada.

—Tu padre. Háblame más de él —le pidió el genio.

—Es un buen hombre. Se ocupa de todos nosotros. Mis tíos lo veneran y toda mi tribu lo respeta. Somos el clan Hadid más pequeño, pero cuando nos juntamos todos, los demás le piden su consejo antes de tratar cuestiones importantes con el jeque. Si su padre hubiera sido el primogénito de mi bisabuelo, y no el tercer hijo, quizá mi padre sería el jeque en persona.

—¿Tu vida sería muy distinta entonces? —No es que el genio siguiera al dedillo esa charla sobre tribus y clanes y jeques, pero el cariño que mostraban la voz y los ojos de la joven lo tenían intrigado.

Ella sonrió.

—¡Si mi padre fuera jeque, yo no existiría! Se habría prometido con una mujer diferente, de un clan más importante que el de mi madre.

—¿Prometido?

—Desposado. El padre de mi padre y el de mi madre lo acordaron cuando ella nació. —Vio la confusión en su cara y soltó una risita—. ¿Es que los genios no os casáis? ¿No tenéis padres?

—Por supuesto que tenemos padres, de algún sitio hemos de salir. Pero los desposorios, el matrimonio… No, esas cosas nos son desconocidas. Somos mucho más libres en nuestro afecto.

Ella abrió los ojos de par en par a medida que lo comprendía.

—¿Quieres decir… con quien sea?

El genio se rió entre dientes al ver su expresión atónita.

—Prefiero a las mujeres, pero sí, lo has captado.

Fadwa se ruborizó.

—¿Y con… mujeres humanas?

—Aún no he tenido el gusto.

La joven apartó la mirada.

—Si una chica beduina hiciera algo así, la repudiarían.

—Un duro castigo por seguir los impulsos naturales —declaró él.

Pensó que aquello se estaba poniendo cada vez más interesante; no las ideas humanas, que eran ridículas, rígidas e innecesarias, sino el tira y afloja de su conversación, el hecho de poder sacarle los colores sólo con la escueta mención de un simple hecho.

—Así funcionamos. Lo tendríamos mucho más crudo si hubiera que preocuparse de amoríos y de celos. Yo creo que es mejor así.

—¿Tú también estás prometida? —quiso saber el genio—. ¿O escogerás tú misma a tu pareja?

Fadwa vaciló; él pudo notar su incomodidad ante ese tema. Y, de pronto, una brusca sacudida, como si el suelo se hubiera echado a temblar bajo sus pies. La muchacha se agarró a su cojín.

—¿Qué ha sido eso?

Ya amanecía. Él se había demorado en exceso. Alguien intentaba despertarla.

Otra sacudida. Él se estiró para cogerle la mano y llevársela un instante a los labios.

—Hasta la próxima —dijo, y la soltó.

Alguien la llamaba por su nombre. Abrió los ojos (pero ¿acaso no los tenía ya abiertos?) y ahí estaba su madre, agachada sobre ella.

—¡Niña, pero qué te pasa! ¿Estás enferma? ¡He tenido que sacudirte un buen rato!

Fadwa se estremeció; por un momento, el rostro de su madre se había vuelto sepulcral, y sus ojos parecían huecos oscuros.

Una brisa caliente hinchó el interior de la tienda. Sintió un súbito ruido desde fuera: las cabras, balando en su redil. Su madre miró a otro lado y, cuando se dio otra vez la vuelta, Fadwa sólo le vio su cara de siempre, con la turbación escrita en sus hondas arrugas esculpidas por el sol.

—¡Vamos, niña, arriba! Hay que ordeñar a las cabras, ¿no las oyes?

Fadwa se irguió y se frotó la cara, con la esperanza de despertar otra vez en el palacio de cristal, como si aquello fuese la realidad y lo de ahora el sueño. Durante toda la mañana, mientras trabajaba, cerró los ojos y se imaginó allí otra vez, y notó la estela de los labios del genio en su mano y la cálida sensación que le había causado a ella en el vientre.