La época navideña invadió Little Syria con toda su pompa y celebración. El genio tuvo la sensación de que Arbeely, de repente, se pasaba el día en la iglesia. «Para las novenas», decía, o «para festejar la Inmaculada Concepción» o «para la Revelación de San José». Pero ¿qué significaban todas esas cosas?, preguntaba el genio. Y así es como, no sin cierto temor, Arbeely se encontró ofreciéndole una historia condensada de la vida de Cristo y la fundación de Su Iglesia. A la que siguió una discusión larga, enrevesada y, en ocasiones, bastante acérrima.
—A ver si lo he entendido bien —dijo el genio en un momento dado—. Tú y los tuyos creéis que un fantasma que vive en el cielo os puede conceder deseos.
—Eso es simplificar muchísimo y lo sabes.
—¿Y en cambio, según los hombres, los genios no somos más que cuentos de niños?
—Esto es diferente; esto trata de religión y de fe.
—¿Y dónde se encuentra la diferencia exactamente?
—¿Lo preguntas con sinceridad o sólo pretendes resultar ofensivo?
—Lo pregunto con sinceridad.
Arbeely sumergió una sartén ya terminada en una cuba de agua (a esas alturas, los dos estaban francamente hartos de las sartenes) y esperó a que cesara el vapor.
—La fe consiste en creer en algo incluso sin pruebas, porque en tu corazón sabes que es cierto.
—Ya. Y antes de que me liberases del frasco, ¿hubieras dicho que sabías en tu corazón que los genios no existen?
Arbeely frunció el ceño.
—Lo habría situado en un nivel de probabilidad muy bajo.
—En cambio, mírame: aquí estoy, haciendo sartenes. ¿No pone eso en duda tu fe?
—¡Sí, mírate! ¡Tú mismo eres la prueba de que calificar algo de superstición no hace que lo sea necesariamente!
—Pero yo he existido siempre. Puede que los genios elijamos no ser vistos, pero no significa que seamos imaginarios. Y, desde luego, no pedimos que se nos adore. En cualquier caso —continuó con placer, pues se estaba reservando esta descarga para el momento adecuado—, tú me has dicho que a veces no estás seguro de que haya un Dios.
—No tendría que haberlo dicho nunca —musitó Arbeely—. Había bebido.
Hacía poco, una noche, animado por su creciente éxito comercial, Arbeely decidió introducir a su aprendiz en el araq. El anisado alcohol no le causó al genio otro efecto que un sabor agradable y un calor súbito al desintegrarse en su interior. Pero lo fascinó la transformación del araq a medida que Arbeely añadía agua al pequeño vaso, pues el licor pasaba del transparente a un blanco de nube. Había insistido en probarlo una y otra vez, diluyendo el licor gota a gota y observando cómo se extendían por el cristal los bucles difusos y opacos.
«Pero ¿cómo funciona?», le había preguntado a Arbeely. «No lo sé. Pero funciona», respondió el otro con una sonrisa, mientras se trincaba otro experimento del genio.
—¿Y el hecho de que bebieras lo hace menos verdadero? —quiso saber el genio.
—Sí, el licor es una influencia maligna. Además, aunque yo no creyera, ¿qué cambiaría? Tú existías sin el favor de mi fe, igual que Dios sin el de la tuya.
Pero lo cierto era que la fe de Arbeely se cimentaba en terreno inseguro. Peor aún, la discusión lo estaba obligando a examinar sus trémulas creencias cuando lo único que deseaba era el consuelo de lo familiar. De noche, a solas en su cama, dudaba, y la añoranza de su tierra le pesaba en el corazón y le daban ganas de llorar.
No obstante, la víspera de Navidad acudió a misa. En la nave iluminada por las velas, tomó la comunión igual que sus vecinos y, cuando el pan mojado en vino reposaba en su lengua, se esforzó por sentir de algún modo el milagro del nacimiento del Niño Jesús. A continuación, en una cena organizada por las mujeres de la iglesia, se sentó a una larga mesa junto a los demás hombres solteros y se comió un tabulé y un pan ácimo con kibé que nada tenían que ver con los de su madre. Un par de invitados sacaron un laúd árabe y un tambor y todos bailaron un dabke; Arbeely se unió, no tanto por auténtico entusiasmo como por lo mal que hubiera sentado que no lo hiciera.
Al salir, se fue andando a su casa. Era una noche fría y vigorizante, con un aire que hendía los pulmones. Pensó que a lo mejor se tomaría una copa de araq (una sola esta vez) y se retiraría temprano. Entonces vio que aún había luz en el taller. Qué extraño, a esas horas el genio solía estar vagando por la ciudad, acostándose con jóvenes herederas y haciendo quién sabe qué.
Arbeely entró, pero se encontró el taller vacío. Torció el gesto. ¿Cómo se le ocurría al genio dejar la lámpara ardiendo? Enfadado, la fue a apagar.
Sobre la mesa de trabajo, dentro del círculo de la luz de la lámpara, vio una pequeña lechuza de plata. Cogió la figurilla y la examinó. La lechuza estaba posada en el tocón de un árbol y lo observaba con ojos enormes y abiertos. El genio había empleado una cuchilla minúscula para tallar un collarín de plumas ahuecadas y un pico fino y puntiagudo. El resultado era la lechuza de expresión más indignada que Arbeely hubiera visto nunca.
Se rió en voz alta, encantado. ¿No sería su regalo de Navidad? ¿Pretendía ser una disculpa o no era más que un capricho? ¿Un poco de cada, tal vez? Sonrió mientras se metía la figurilla en el bolsillo, antes de ir a acostarse.
En efecto, la lechuza quería ser una disculpa, aunque en mayor grado de lo que Arbeely creía.
Al genio también le había afectado la disputa sobre religión, pues los humanos nunca le habían parecido tan extraños como entonces. En la distancia, entendió que fuese un tema complicado para Arbeely, pues con él se mezclaban sus sentimientos por el hogar y la familia. Pero lo cierto es que dijo cosas ridículas, como cuando trató de explicar que ese Dios suyo era tres dioses y uno al mismo tiempo. Aquello había sumido al genio en la exasperación.
Por supuesto, la intención de su amigo era buena, pero el genio quería hablar con alguien más, alguien capaz de comprender su frustración e incluso compartirla. Alguien que, como él, se viera obligado a ocultar su fortaleza.
No tenía ni idea de si ella iba a acceder siquiera a hablar con él. Pero necesitaba saber quién era. Así que, cuando Arbeely entró en el taller para descubrir la figurilla que lo aguardaba, el genio ya estaba volviendo sobre los pasos que había memorizado, en busca de la mujer hecha de arcilla.
* * *
Con el transcurso de las semanas, el frío se había vuelto más intenso, al igual que la inquietud que sentía la golem de noche. Al término de cada jornada de trabajo, se las arreglaba para quedarse un par de minutos más enfrente de los hornos que ya palidecían, para absorber los últimos restos de calor. El trayecto a casa había derivado en una infortunada marcha hacia una reclusión que parecía interminable. Una noche intentó meterse en la cama, cubierta por el edredón, con la idea de entrar en calor, pero sus agitados miembros no se lo permitieron, y a punto estuvo de rasgar las sábanas con las prisas por volver a salir.
Los sábados, su día libre, combatía la rigidez recorriendo todo el vecindario, yendo de un lado a otro de las calles que ya conocía tan bien: Rivington, Delancey, Broome, Grand, Hester, Forsyth, Allen, Eldridge, Orchard, Ludlow… Coronas de abeto y lazos de terciopelo rojo habían hecho su aparición en las ventanas de algunas viviendas; ella era vagamente consciente de que aquello tenía que ver con las festividades, pero también de que se trataba de un tema no judío al que no tenía por qué prestar atención. Pasó por incontables sinagogas, desde congregaciones de fachada humilde hasta las inmensas estructuras de Eldridge y Rivington. Y ante cada una percibió la misma efusión de plegarias, como un río profundo de corrientes poderosas. A veces era tan potente, que se tenía que cambiar de acera para no verse arrastrada. Empezaba a entender por qué el rabino no la había llevado a ningún servicio religioso, sería como meterse en el ojo de un huracán.
En el límite occidental de sus paseos, Chava se detenía siempre a mirar la manzana que quedaba hacia el Bowery. Para ella, esa calle era una especie de límite fronterizo, el umbral a la vasta y peligrosa extensión de la ciudad. Sólo lo había cruzado una vez, la noche que conoció al hombre que brillaba.
Se preguntó dónde estaría. ¿Notaba el frío tanto como ella? ¿O se lo quitaba de encima a base de arder aún más?
Continuó andando de aquí para allá, deseosa de que el sol no se pusiera. Pero la tierra insistía en girar y ella no tardó mucho en volver a encontrarse en casa, reuniendo ánimos para afrontar la noche. Aburrida de coser su único vestido, había empezado a dedicarse a prendas que precisaban remiendos o modificaciones. Muchos clientes suyos eran también huéspedes de la misma pensión, empleados y contables que nunca habían enhebrado una aguja. La veían como una solterona estrafalaria, si es que alguna vez le dedicaban un segundo de atención, pero hasta ellos supieron apreciar la precisión de sus puntadas y la extrema discreción de los remiendos. La recomendaron a sus amigos y compañeros y la golem pronto tuvo trabajo más que suficiente para mantener los dedos ocupados, cuando no la mente.
Una noche especialmente fría, estaba arreglando el roto de un par de pantalones cuando un alfiler se le escapó de entre los rígidos dedos. Lo intentó coger, pero éstos no le respondieron y el alfiler se esfumó. Lo buscó por los pantalones, por su propia ropa y por el suelo, pero fue en vano. Por último, un destello procedente de la luz de la vela le llamó la atención; y ahí lo tenía, clavado en el antebrazo derecho. Hundido hasta casi la mitad de su longitud.
Estupefacta, lo miró más de cerca. ¿Cómo era posible? ¡Se lo había clavado sin querer y ni siquiera lo había notado!
Con cuidado, se arrancó el alfiler del brazo y se arremangó; vio un orificio diminuto y oscuro, con los bordes levemente abultados, allí donde la aguja había desplazado la arcilla. Se apretó el punto con el pulgar y notó un poco de molestia. Pero el orificio ya se estaba cerrando y la arcilla iba volviendo a su sitio, y cuando retiró el pulgar ya casi no quedaba señal.
La golem estaba fascinada. Se había acostumbrado a pensar en su cuerpo como inmutable. No le salían moretones cuando se daba un golpe con la mesa de trabajo, ni se torcía el tobillo caminando sobre el hielo como le había ocurrido a la señora Radzin. Ni siquiera le crecía el pelo. Aquello era algo nuevo y desconocido.
Su vista se posó en el acerico de satén con sus docenas de alfileres largos y plateados. En cuestión de minutos, se los había clavado todos en el brazo a distintas profundidades, algunos de ellos casi hasta la cabeza. Se requería una fuerza considerable; la arcilla que constituía su cuerpo era fuerte y densa y no cedía con facilidad. Después de dejarse señales en el pulgar con la cabeza de alfiler, se quitó una bota para utilizarla a modo de martillo.
Cuando hubo terminado, examinó su obra, tocando cada uno de los alfileres. Los había dispuesto en una ordenada cuadrícula a lo largo del antebrazo izquierdo, desde la muñeca hasta el codo. Todos se sujetaban con firmeza. Flexionó y abrió la mano y notó cómo la arcilla se fruncía y estiraba alrededor de los alfileres cercanos a la muñeca. No le pareció que hubiera una estructura subyacente, ni huesos, ni músculos ni nervios: estaba hecha de arcilla de cabo a rabo.
Se quitó un alfiler arrancándolo con las uñas. El orificio se cerró enseguida de forma espontánea. Se quitó otro y miró el reloj: sólo tres minutos hasta que no quedó más que un puntito oscuro. ¿Y con un orificio mayor? Quitó el alfiler y lo insertó justo al lado de otro, formando un agujero el doble de grande. La molestia aumentó, pero no hizo caso. Entonces se quitó ambos alfileres y observó; pasaron ocho minutos hasta que el orificio se cerró por completo.
¡Qué interesante! Pero ¿y si se clavaba tres o cuatro alfileres juntos? O a lo mejor podía utilizar otra cosa, algo más ancho…, ¡como las tijeras de bordar! Las sacó del costurero, cerró el puño en torno a las asas y las sostuvo como un puñal sobre su muñeca, lista para el impacto.
Entonces, despacio para no asustarse a sí misma, dejó las tijeras. Pero ¿qué estaba haciendo? No tenía ni idea de cuánto podía soportar su cuerpo, o hasta dónde lo podía forzar. ¿Y si se lisiaba para siempre? Y si el orificio se hubiera cerrado, ¿qué más habría hecho? ¿Se cortaría el brazo por aburrimiento? No hacía falta preocuparse por que la descubrieran y destruyeran los demás, si ya iba a destrozarse ella pedazo a pedazo.
Se quitó todos los alfileres del brazo y volvió a clavarlos en el acerico. Pronto el único daño fue una cuadrícula de débiles sombras. Miró la hora: tan sólo las dos de la madrugada. Todavía le quedaban horas por llenar. Y los dedos ya se le empezaban a crispar.
¿Cuánto tiempo podría seguir así? ¿Años, meses, semanas? ¿Días? «No tardarás en volverte loca», dijo una voz en su cabeza, «y ponerlo todo en peligro».
Su mano fue a tocar el medallón, pero flaqueó. Chava sacudió la cabeza, angustiada. Luego se envolvió bien con el capote y bajó la vista hacia la calle.
El hombre que brillaba avanzaba por la acera en dirección a su pensión. Asombrada, se lo quedó mirando. ¿Qué estaba haciendo en su calle? ¿Acaso la había seguido a casa la otra noche? No, quizá fuese una coincidencia. Podía dirigirse a cualquier parte.
Con recelo, observó cómo se acercaba. Llevaba un abrigo oscuro, pero no sombrero, a pesar de que hacía un frío gélido. Cerca de la pensión aminoró el paso hasta detenerse. Miró alrededor, como si comprobara la presencia de testigos. Entonces alzó la cabeza y miró justo a su ventana.
Sus miradas se cruzaron.
Ella se retiró de un salto, tropezándose casi con la cama. ¡La había descubierto, le había dado caza! Apretó el medallón, a la espera de la llamada a la puerta y de la muchedumbre enfurecida.
Pero la calle permaneció en silencio. Nadie llamó a la puerta, ni se aproximó una ráfaga de cólera espantosa.
Se volvió a deslizar junto a la ventana y miró al exterior. Él continuaba allí, solo, apoyado en el pie de la farola. Mientras lo observaba, le vio liarse un cigarrillo y, sin ayuda de ninguna cerilla, tocó el extremo con el dedo e inhaló. Todo ello sin lanzar ni una mirada a la ventana. Estaba, Chava se dio cuenta, muy seguro de su público. Y estaba disfrutando.
El pánico menguó y fue dejando paso a la ira. ¿Cómo se atrevía a seguirla hasta casa? ¿Qué derecho tenía? Y, sin embargo…, ¿cuántas veces había pensado ella en ir a buscarle a Washington Street? Y ahora allí estaba, bajo su ventana, y no tenía ni idea de qué hacer al respecto.
Se pasó casi una hora observándolo, como si no tuviera nada mejor que hacer que aguantar la farola y fumar cigarrillos. Saludaba con la cabeza a algún que otro transeúnte, que, sin excepción, se quedaba mirando su cabeza descubierta y su abrigo delgado.
Luego, como movido por un repentino impulso, se sacó algo del bolsillo. Tenía el tamaño aproximado de una manzana, aunque no era tan redondo, y lanzaba destellos bajo la luz de gas. Lo sostuvo con las manos ahuecadas y, durante un rato considerable, las manos le resplandecieron con tal intensidad que casi dolía mirarlas. Entonces, del otro bolsillo se sacó un palo largo y delgado, con el extremo afilado como una aguja. Sostuvo el objeto en alto, lo estudió antes de tocarlo con el palo.
Pese a sus recelos, la curiosidad llevó a Chava a acercarse más a la ventana y observar cómo trabajaba. De vez en cuando fruncía el ceño y frotaba con el pulgar lo que acababa de hacer, igual que si enmendara algún error. Comprendió que la luz que brillaba dentro de él no iba más allá de su cuerpo; pues, aunque sus manos eran tan brillantes como la luz de la farola, el objeto que sostenían permanecía a la sombra.
Por último, aminoró el ritmo hasta que paró. Inspeccionó su obra dándole vueltas y se agachó para dejarla junto a la farola. A continuación, sin mirar hacia atrás, se marchó otra vez por donde había venido.
La golem esperó diez minutos. Luego esperó otros cinco. Ya casi despuntaba el día. El tráfico en la acera iba aumentando. Una, dos, tres personas pasaron de largo junto a la farola. Alguien se percataría pronto de lo que allí hubiera y se lo quedaría para sí. O lo mandarían a la alcantarilla de un puntapié y se perdería. Y ella nunca sabría qué era.
Se ajustó el capote y bajó corriendo las escaleras. Ya en la puerta, se detuvo: ¿y si él daba media vuelta para ver si ella mordía el anzuelo? Abrió sólo una rendija y asomó la cabeza, pero no vio ningún rostro brillante, sino únicamente hombres y mujeres normales. Fue hasta la farola y cogió el objeto, examinándolo a la luz de gas.
Era un pajarillo de plata, todavía caliente al tacto. Le habían dado forma como si estuviera sentado en el suelo, con las patas escondidas debajo del cuerpo. Su cuerpo redondo se afinaba en la cola para acabar en un breve abanico de plumas. Tenía la cabeza vuelta a un lado y la observaba atentamente con su mirada suave y saltona.
El hombre lo había hecho con sus propias manos mientras esperaba bajo su ventana.
Completamente atónita, se llevó el ave a su habitación, la dejó encima de su escritorio y la estuvo contemplando hasta la hora de ir al trabajo.
Esa mañana, la golem quemó una sartén de galletas por primera vez. En la caja, se equivocó con el cambio de dos clientes y le dio a una señora un bollo con pasas en vez de queso. Los errores la mortificaban, aunque a todos los demás les hacía mucha gracia; era tan famosa por su precisión, que pescarla equivocándose resultaba un acontecimiento fortuito, como ver una estrella fugaz. Anna, cómo no, se lo estaba pasando en grande.
—¿Cómo se llama él? —susurró al oído de la golem cuando ésta pasó por su lado.
—¿Qué? —Sobresaltada, se quedó mirando a la chica—. ¿Quién?
—No, nadie —replicó la otra, complacida como un gato—. Olvida lo que he dicho.
La golem se fue entonces al servicio, a recobrar la compostura. No permitiría que el hombre que brillaba la pusiera tan nerviosa. Se mantendría tranquila y controlando la situación, daría lo mejor de sí. Actuaría como el rabino hubiera deseado.
De noche, cuando llegó a casa, se instaló al lado de la ventana, a esperar. Al fin, casi a las dos de la madrugada, apareció él doblando la esquina. De nuevo, iba solo. Volvió a ocupar su puesto junto a la farola y tenía todo el aspecto de querer pasar allí otra noche.
«Ya basta», pensó Chava. Se puso el capote, bajó de puntillas y abrió la puerta de la calle sin hacer ruido.
La calle estaba casi vacía, y, en la fría noche, sus zapatos resonaron en los peldaños que conducían a la pensión. El rostro del hombre mostró cierta sorpresa, reemplazada por un desenfado muy seguro de sí mismo a medida que ella se acercaba. Chava se detuvo a pocos metros de distancia. Se miraron en silencio el uno al otro.
—Vete —le dijo.
Él sonrió.
—¿Por qué? Me gusta estar aquí.
—Eres una molestia.
—¿Cómo es posible? Si no hago más que estar de pie en la acera. —Ella se limitó a mirarlo, rígida y severa. Al fin, él dijo—: ¿Qué más podía hacer? Te negaste a quedarte a hablar.
—Sí, porque no quiero hablar contigo.
—Eso no me lo creo —le dijo él.
Chava se cruzó de brazos.
—¿Me sigues a casa y encima me llamas mentirosa?
—Eres precavida; lo entiendo. Yo vivo según las mismas premisas.
—¿Le has hablado a alguien de mí?
—No, a nadie. —Entonces hizo una mueca al recordar una cosa—. Ah, sí, a un hombre. —Ella dio media vuelta y se alejó por la acera—. ¡No, espera! —la llamó, siguiéndola—. Es aquel del que te hablé, el hojalatero. Conoce mi secreto y no se lo ha contado a nadie; también guardará el tuyo.
—¡Baja la voz! —le siseó. Alzó la vista hacia la pensión, pero no se veía luz en ninguna ventana.
Él suspiró, en un esfuerzo evidente por conservar la paciencia.
—Por favor. Eres la única que conozco que no es… como ellos. Sólo deseo hablar contigo, nada más.
¿Le decía la verdad? La golem frunció el ceño intentando sacar algo en claro. Pudo percibir ligeramente la curiosidad del genio, aunque eclipsada por alguna otra cosa arraigada en lo más hondo de él, como una sombra amplia y oscura. Quiso tocar esa sombra y casi se vio absorbida por un anhelo como nunca había conocido. Parecía que parte del alma de aquel hombre estuviera atrapada e inmovilizada en un instante eterno, sin poder hablar, ni moverse, ni hacer nada más que clamar en silencio contra sus ataduras.
Chava se estremeció y retrocedió un poco. Él la miró desconcertado.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo. No puedo hablar contigo.
—¿Piensas que quiero hacerte daño? Ya me gustaría conocer al hombre que se atreviera a intentarlo; puedo ver la fuerza que posees, Chava.
Ella se sobresaltó… ¡Cierto, le había dicho su nombre aquella noche! ¡Pero qué temeraria fue!
—Está bien —continuó él—. Hagamos una cosa: sólo una pregunta. Respóndeme una pregunta con franqueza y yo te responderé una a ti. Luego, si quieres, te dejaré en paz.
La golem lo sopesó; él ya sabía demasiado, pero si con eso se iba a marchar…
—De acuerdo —le contestó—. Una pregunta. Hazla.
—¿Te gustó el pájaro?
¿Ésa era su pregunta? Chava buscó alguna trampa o significado oculto, pero parecía bastante simple.
—Sí —le dijo—. Es precioso. —Y a continuación, a destiempo—: Gracias.
Él sonrió, satisfecho.
—No es mi mejor obra. Aquí hay muy poca luz. Pero me lo recordaste. Es un ave del desierto, muy espantadiza. —Sonrió—. Te toca.
Lo cierto era que ella sí tenía una pregunta, algo que llevaba pensando todo el día:
—¿Cómo has sabido que no duermo?
Ahora, el sorprendido era él.
—¿A qué te refieres?
—Anoche viniste y te quedaste debajo de mi ventana sabiendo que yo no estaba acostada. ¿Cómo lo sabías?
Aquello le pilló desprevenido. Se rió de genuina sorpresa.
—No lo sé. Ni siquiera me lo planteé. —Se paró a pensar largo rato y al fin dijo—: La noche en que nos conocimos, no te movías como alguien que debería estar en la cama durmiendo. A lo mejor lo supe por eso. Todos los demás caminan distinto de noche que de día. ¿Te has dado cuenta?
—¡Sí! —exclamó ella—. Como si estuvieran combatiendo el sueño o huyendo de él, aunque estén muy despiertos.
—Pero tú no. Te habías perdido, pero andabas como si el sol brillara allá en lo alto.
Pocas cosas podrían haber traspasado sus defensas con tanta facilidad. Era una de esas observaciones que Chava no habría podido compartir con nadie, ni con el rabino. Éste hubiera apreciado su punto de vista, pero sin poder experimentar la misma sensación de ser un extraño, de observar desde la distancia.
Él le escudriñó el rostro mientras valoraba su reacción.
—Por favor. Sólo quiero hablar. No te perjudicará. Tienes mi palabra.
Su cautela le insistía en que diera media vuelta y regresara a la pensión. Pero notó el aire frío y vigorizante en el rostro y la dolorosa rigidez de sus miembros. Alzó la vista hacia su ventana y, de pronto, la idea de pasarse el resto de la noche en su cuarto, cosiendo en silencio, le resultó insoportable.
—¿Prometes no volver a hablarle de mí a nadie más?
—Lo prometo. —Levantó una ceja—. ¿Y tú?
¿Qué iba a hacer? Él no había dado ninguna muestra de falsedad; tendría que ponerse a su altura.
—Sí, lo prometo. Pero tenemos que ir a otra parte. Un lugar íntimo, donde no nos oigan.
Él sonrió, contento de su éxito.
—De acuerdo. Un lugar íntimo. —Se lo pensó y entonces dijo—: ¿Has visitado alguna vez el acuario?
* * *
—Increíble —murmuró la golem media hora después.
Se encontraban en la galería principal del acuario, frente a un tanque de pequeños tiburones. Aquellas formas largas y elegantes se movían despacio por el agua oscura, con los ojos bien abiertos, sin perderse el menor gesto de sus visitantes.
El genio observaba cómo ella iba pasando de tanque en tanque. Se había mantenido muy alerta mientras se dirigieron juntos a Battery Park, y cuando él fundió el cerrojo de la puerta, le clavó en la espalda una mirada de reproche. (O el vigilante se había cansado de hacer guardia, o bien hacía demasiado frío, pues no se veía a nadie). Tenía un aspecto bastante agradable, pero en absoluto tentador. De haber sido humana, él se hubiera cruzado con ella por la calle sin mirarla.
—Yo atravesé el océano —señaló la golem—. No sabía que había criaturas como éstas por debajo de mí.
—Yo nunca he visto el océano, sólo la bahía —respondió el genio—. ¿Cómo es?
—Inmenso. Frío. Se extiende hasta el infinito en todas direcciones. De no haberlo sabido, hubiera creído que el mundo entero era el océano.
Él se estremeció al pensarlo.
—Qué horror.
—No, era precioso —le dijo ella—. El agua siempre cambiaba.
Permanecieron juntos, callados y tensos. Era raro, pensó el genio: ahora que ella había accedido a hablar, él no sabía muy bien de qué.
—Me dieron la vida en el océano —señaló Chava. Luego se calló, como si escuchara el eco de sus palabras sin terminar de creerse que las hubiera pronunciado.
—Te dieron la vida —repitió él.
—En la bodega de un barco. Un hombre. Fue mi amo, por poco tiempo. Muy poco. —Cada frase era como si la arrancara de lo más hondo, como si luchara consigo misma para decirla—. Murió poco después.
—¿Lo mataste tú?
—¡No! —Se dio la vuelta, conmocionada—. ¡Estaba enfermo! ¡Yo nunca haría eso!
—No quería ofenderte —se disculpó él—. Como lo has llamado amo, he supuesto que te obligaba a ser su criada.
—No, no era así —musitó ella.
Un silencio receloso se impuso otra vez. Observaron los tiburones durante un rato, y éstos los observaron a ellos.
—Yo también tuve un amo —dijo el genio—. Un hechicero. Con gusto lo hubiera matado. —Frunció el ceño—. Espero haberlo hecho. Pero no me acuerdo.
Y le contó la historia: sobre su vida en el desierto, su pérdida de memoria, su captura y su liberación incompleta y la manilla que seguía limitándolo a la forma humana. La golem mostró un rostro más dulce a medida que él hablaba.
—Es terrible —comentó cuando él hubo terminado.
—No busco tu compasión —replicó el genio, irritado—. Sólo necesito contártelo para que no huyas de mí como un niño asustado.
—Si soy precavida en exceso, tengo mis motivos —protestó ella—. Debo andarme con cuidado.
—¿Y la noche en que nos conocimos? Si tienes que andarte con cuidado, ¿por qué te perdiste de ese modo?
—No era yo misma —murmuró—. Fue la noche en que murió el rabino.
—Ya. —Él tuvo el detalle de sentirse ligeramente incómodo—. ¿Quién era?
—Un buen hombre. Mi protector. Se ocupó de mí después de morir mi amo.
—No has tenido mucha suerte con tus amos y protectores.
Ella, herida, se retrajo.
—Mi amo estaba enfermo y mi protector era anciano.
—¿Y tan indefensa eres que tienes necesidad de ellos?
—No lo entiendes —le contestó, envolviendo su propio cuerpo con sus brazos.
—Pues explícamelo, entonces.
La golem lo miró.
—Aún no. No, no estoy segura de ti.
El genio empezaba a impacientarse.
—¿Y qué más puedo decirte?
—Cuéntame qué haces por las noches mientras la gente está durmiendo.
Él hizo un gesto señalando alrededor.
—Esto es lo que hago: recorrer la ciudad. Voy a donde quiero.
Lo miró con anhelo.
—Suena maravilloso.
—Lo dices como si algo te impidiera hacer lo mismo.
—¡Pues claro que sí! ¿Cómo voy a salir sola cuando ya está oscuro? Una mujer sola por la calle no pasa inadvertida. La noche en que nos cruzamos fue la única vez que he salido de noche por mi cuenta.
—¿Me estás diciendo que todas las noches te quedas en tu cuarto? Pero ¿qué haces?
Se encogió de hombros, violentada.
—Coser ropa. Y ver pasar a la gente.
—¡Pero si tú eres quien menos peligro correría en este mundo!
—Imagínate que me aborda alguien, un hombre que me quiere atacar o robar. ¿Y si lo aparto y se da cuenta de la fuerza que tengo? O peor, ¿y si sale herido? Se sabría, y entonces, ¿qué? Me perseguirían hasta encontrarme. Gente inocente saldría perjudicada.
Sus miedos reproducían el mismo panorama que Arbeely le había descrito a él. Ella, en cambio, se había rendido con la mayor sumisión, aceptando la misma condena contra la que él se rebelaba. Sintió lástima de ella; deseó apartarla de su vista.
—¿Y cómo lo soportas?
—Cuesta —respondió ella en voz baja—. Sobre todo ahora que las noches son tan largas.
—¿Y así es como piensas vivir tu vida?
Ella se volvió.
—No me gusta pensar en eso. —Se estaba retorciendo los dedos y mirando alrededor, como si buscara una vía de escape.
—Pero ¿por qué no puedes…?
—¡No puedo y punto! —exclamó—. ¡Propongas lo que propongas, yo ya lo he pensado! Cualquier otra cosa me pondría en peligro a mí y a los demás; ¿cómo podría ser tan egoísta? ¡Pero algunas noches lo único que quiero es correr sin parar! No sé cuánto tiempo más… —Se calló de repente, con una mano sobre la boca.
—Chava… —Se impuso la compasión y el genio apoyó una mano en su brazo.
Ella se zafó.
—¡No me toques! —gritó; se volvió y corrió hacia la oscuridad de la galería de al lado.
Él se quedó algo aturdido; se lo había quitado de encima con una fuerza asombrosa. En esto, al menos, tenía razón: si los demás se daban cuenta de lo fuerte que era, seguro que no pasaba inadvertida.
El genio empezaba a dudar de haber hecho bien requiriéndola. Cuando se conocieron, sus miedos y reticencias le picaron la curiosidad, pero ahora sólo le resultaban debilitantes, una señal de problemas aún mayores. Con todo, la siguió a la galería de al lado. La encontró ante uno de los tanques más grandes del acuario, lleno de minúsculos peces de colores. Se acercó, aunque mantuvo las distancias.
—En este tanque hay casi un centenar de peces —murmuró ella—. No puedo contarlos bien, no paran de moverse.
—Yo sólo quería ayudar —le dijo.
—Ya lo sé.
—Arbeely, el hojalatero del que te he hablado, me dice que debo ir con cuidado. Y sé que tiene razón, hasta cierto punto. Pero si me escondo para siempre, me volveré loco. Y ninguno de nosotros debería sacrificar cada noche a sus temores. —La idea se le había ido ocurriendo a medida que hablaba—. Es mejor que salgas a pasear conmigo.
Ella, sorprendida, abrió los ojos como platos… Y, al instante, él se preguntó por qué se lo había dicho. ¡Era tan recelosa y asustadiza! Seguro que iba a ser un lastre. Sin embargo, imaginársela encerrada en su cuarto lo llenaba de tal horror (como si fuese su propio destino y no el de ella) que las palabras le habían salido sin considerarlo demasiado. Ella preguntó, indecisa:
—¿Te estás ofreciendo como acompañante?
Él se resignó a su propio ofrecimiento.
—Pongamos una noche por semana. Es buena idea, ¿no? Una mujer sola llamaría la atención, pero de este modo no vas a estar sola.
—¿Y adónde me llevarías?
El genio se empezó a preparar para la labor de convencerla.
—Te podría enseñar muchas cosas. Sitios como éste. —Señaló el agua y el cristal que los rodeaban—. Los parques de noche, los ríos… Podríamos andar toda la noche y ver sólo una fracción de esta ciudad. Si lo único que has visto es tu barrio, no puedes ni hacerte una idea.
Él mismo se sorprendió de que su entusiasmo se fuese tornando genuino.
La golem volvió a mirar los peces, como si buscara en ellos la respuesta o la seguridad.
—De acuerdo —dijo al fin—. De momento, pongamos una noche sola. Dentro de una semana. Pero antes tienes que saber algo; de lo contrario, no estaría siendo justa. —Era obvio que estaba reuniendo el coraje para hablar—: Cuando me has contado lo que te pasó con el hechicero, respondía a algo. Existe una necesidad en ti. —Él le dedicó una mirada burlona, pero ella continuó—: Los golems estamos hechos para ser gobernados por un amo. Un golem percibe los pensamientos de ese amo y responde a ellos sin pensarlo. Mi amo ha muerto, pero la capacidad no ha desaparecido.
Al genio le llevó un momento darse cuenta de lo que ella le decía. A su vez, se sintió impelido a echarse atrás.
—¿Lees las mentes?
Ella sacudió al instante la cabeza.
—No, no es exactamente así. Miedos, deseos, necesidades… Si no tengo cuidado, me pueden superar. Pero tú… eres distinto.
—¿En qué?
—Eres más difícil de escudriñar. —Ahora era ella quien le estudiaba el rostro, y él quien reprimió el impulso de alejarse—. Yo veo tu cara como iluminada desde dentro y sombreada por fuera. Tu mente es igual. Es como si una parte de ti se esforzara constantemente por liberarse. Y lo ensombrece todo.
Eso sí que no se lo esperaba. Ahora entendía por qué la presencia de Chava lo inquietaba y tenía la sensación de que oía algo inaudible; pero la explicación era aún más perturbadora.
—Sólo quería que lo supieras —le dijo—. Lo entenderé si retiras tu ofrecimiento.
Él se lo pensó. Total, sólo era una noche; si Chava resultaba demasiado espeluznante, cada cual seguiría por su lado.
—Mi ofrecimiento sigue en pie. Una noche. Dentro de una semana. —Y sonrió.
Salieron del acuario y volvieron hacia el barrio de la golem. Las calles estaban extrañamente tranquilas, y sólo alguna que otra ventana iluminada interrumpía la oscuridad. Mientras caminaban, él se descubrió examinando sus propios pensamientos, y no halló deseos que le avergonzara que ella sintiera. ¿Y sus miedos? Cautiverio, aburrimiento, descubrimiento…, ella los conocía igual de bien.
«Quizá no sea tan horrible», pensó. Pasearían, hablarían… Sería una novedad, cuando menos.
Ella le pidió que parasen en el callejón que había cerca de la pensión, lejos de las miradas de sus vecinos. Él preguntó:
—¿Te he convencido al menos de que no te quiero ningún mal?
Chava mostró una ligera sonrisa.
—Más o menos.
—Supongo que habrá que conformarse. Hasta la semana que viene. —Se volvió para marcharse.
—Espera. —Ella le tocó el brazo—. Por favor, acuérdate de tu promesa: tengo que permanecer oculta. Si no de ti, sí de los demás.
—Yo cumplo mis promesas —afirmó—. Confío en que tú también lo hagas.
Ella asintió.
—Por supuesto.
—Entonces nos veremos dentro de siete noches.
—Adiós —dijo ella; sin más ceremonia, él desapareció por la esquina.
El genio volvió a casa sin saber muy bien qué había dejado entrar en su vida. Aún era temprano: las cuatro de la madrugada, tal vez. Pensó que trabajaría en una de sus figurillas, pues tenía un ibis a medio acabar; no lograba sacar las proporciones correctas, el pico estaba fatal y las patas eran muy gordas.
Mientras subía los peldaños de la fachada del edificio, una figura se interpuso entre la puerta y él. Era un hombre, viejo y demacrado, vestido con lo que parecían capas de jirones y un abrigo desgastado. En torno a la cabeza llevaba una bufanda inmunda. La pose del hombre, su mirada oscura y recriminatoria, le hizo pensar al genio que llevaba rato esperándole.
—¿Qué eres? —graznó el hombre.
El genio frunció el ceño.
—¿Disculpe?
—Te puedo mirar. No hay muerte en tu rostro —continuó el otro. Su tono era histérico, y abría tanto los ojos que el blanco le brillaba. Agarró las solapas del abrigo del genio y le gritó—: ¡Puedo verte! ¡Estás hecho de fuego! ¡Dime qué eres!
El genio se quedó inmóvil, horrorizado. Un par de niños que habían madrugado se asomaron por la puerta a ver qué pasaba, atraídos por los chillidos. El hombre lanzó un grito y se apartó de ellos a la vez que soltaba al genio. Tragó saliva y bajó los peldaños, cubriéndose los ojos con una mano y tropezándose encima de la acera.
—¿Está bien, señor? —preguntó uno de los niños.
—Sí, por supuesto. —Era mentira; le había entrado tal miedo que incluso llegó a pensar en empujar al viejo escaleras abajo.
—Es el heladero Saleh —le explicó el otro niño—. Está como una cabra.
—Ya lo veo —dijo el genio—. Un chiflado. ¿Y por qué le permiten vivir aquí?
—Supongo que no va contra ninguna ley. Y hace el mejor helado de la zona. Pero no puede mirar a nadie a la cara, se pone enfermo.
—Interesante —le contestó el genio—. Gracias.
Se encontró un par de peniques en el bolsillo del abrigo y le dio uno a cada niño. Contentos, bajaron las escaleras corriendo.
Aquello afectó profundamente al genio. Si aquel hombre, quienquiera que fuese, le veía de verdad, ¿debía preocuparse por su seguridad? No se lo podía contar a Arbeely, pues le entraría el pánico y le exigiría al genio que se encerrase en su habitación con la ventana tapada. Además, pensó mientras se iba calmando, si el viejo tenía fama de loco (y sin duda tenía aspecto de tal), cualquier cosa que dijera se podía tachar de despropósito. El genio decidió que, de momento, se limitaría a estar alerta.
Arbeely estaba de buen humor esa mañana (había llegado otro pedido grande, esta vez de ollas para sopa) y saludó al genio muy animado.
—¡Buenos días! ¿Has pasado una noche emocionante? ¿Te has citado con alguna otra mujer de arcilla? ¿O con mujeres hechas de alguna otra cosa?
Por un instante, al genio se le ocurrió hablarle de la golem; al fin y al cabo, Arbeely ya conocía su existencia, y él sólo había prometido no contárselo a nadie más. Pero le gustaba la idea de tener un secreto al margen de Arbeely, algo por lo que éste no le pudiera regañar.
—No —respondió el genio—. No he visto a nadie especial.
Y preparó sus herramientas y se ató el delantal mientras Arbeely se afanaba, ignorante, por todo el taller.