12

Por la mañana temprano, después de la muerte del rabino, un compañero de piso de Michael Levy lo despertó sacudiéndole el hombro con suavidad. En la puerta había un hombre con pinta de rabino que preguntaba por él. Al acercarse, Michael reconoció a un viejo colega de su tío. Se percató de su expresión apenada y de lo incómodo que estaba ante la tarea que le esperaba, y se echó a llorar sin necesidad de que le dijeran nada.

«No sabemos muy bien cuándo ha sido», señaló el rabino. «Se lo ha encontrado una mujer. Ignoramos quién es. Los vecinos no la conocen». Hubo una pausa, y un mensaje tácito quedó claro en el silencio del hombre: su tío no debería haberse encontrado a solas con una desconocida, aunque era algo que quedaría entre ellos. Michael se acordó de Chava, la amiga de su tío, pero no dijo nada.

Se pasó la mañana llorando, abrumado por el sentimiento de culpa. Tendría que haber ido a visitarle, tal como se había prometido hacer. Dar un primer paso, disculparse, resolver sus diferencias… Ayudarle. ¿Acaso no notó que algo no marchaba bien?

Por la tarde fue a casa de su tío. Alguien había colgado ya un crespón negro en torno a la puerta de la entrada. En el dormitorio, un joven con tirabuzones y gorro oscuro aguardaba sentado en una silla, junto a la cama en la que yacía su tío. Michael lanzó una mirada a la inmóvil figura antes de desviar la vista otra vez. Su tío le pareció rígido y encogido. No era así como lo quería recordar.

El joven le hizo a Michael un gesto distante con la cabeza; luego volvió a su guardia callada, la shmira, la vela del cadáver. De haber sido cualquier otro día de la semana, aquello habría parecido un hervidero de hombres rezando en comunidad, limpiando el cuerpo de su tío y cosiendo el sudario con él dentro. Pero era sabbat, día de descanso. Estaba prohibido hacer preparativos para un funeral.

Deseó ofrecerse a ayudar en lo que hiciera falta, pero mejor ni planteárselo; era apóstata, no le dejarían participar. Quizá si fuese su hijo y no un mero sobrino, los colegas de su tío se habrían apiadado de él y le hubieran permitido hacer algo. De hecho, hasta le sorprendía haber podido entrar.

Llamaron con suavidad a la puerta. El joven fue a abrir. Se oyó una voz femenina en el pasillo y el joven retrocedió, sacudiendo deprisa la cabeza. En esto, al menos, Michael podía hacer algo:

—Ya voy yo —intervino; salió al pasillo. Allí se encontró a la amiga de su tío, la viva imagen del dolor.

—Michael —dijo ésta—. Cuánto me alegro de que esté aquí. Tendría que haberme imaginado que no iban a dejarme entrar, tendría que haberme dado cuenta…

—No pasa nada —contestó él.

Pero ella ya estaba sacudiendo la cabeza, rodeándose a sí misma con los brazos.

—Me gustaría verle —señaló.

—Ya lo sé.

Más allá de la pena, Michael sintió cómo crecía su cólera de siempre ante las restricciones del culto. Porque, a ver: ¿hasta qué punto conocía a su tío el joven del dormitorio? ¿Por qué valía éste más que Michael para velarlo?

—Fue usted quien lo encontró —continuó Michael; ella asintió—. Lo siento, ya sé que no es asunto mío, pero ¿él y usted eran…? —preguntó, odiándose pero con la necesidad de saber.

—No, no, nada de eso —contestó ella enseguida—. Sólo éramos buenos amigos… Él era muy bueno conmigo. Cenábamos juntos los viernes.

—No debería preguntárselo.

—No pasa nada —se apresuró a responder ella—. Todo el mundo piensa lo mismo.

Permanecieron juntos en el umbral, debajo del crespón, como un par de desterrados.

—Nunca le he dado las gracias —dijo Michael—. Por los macarrones.

Un asomo de sonrisa.

—Me alegro de que le gustaran.

—¿Y le va bien en la panadería?

—Sí. Mucho.

Silencio.

—¿Cuándo es el funeral? —quiso saber ella.

—Mañana.

—No me dejarán entrar —continuó, para confirmarlo.

—No. —Él suspiró—. Nada de mujeres. Ojalá no fuese así.

—Entonces, despídase por mí, por favor —murmuró, y se volvió para marcharse.

—Chava —la llamó.

Ella se detuvo, con un pie ya en la escalera, y Michael se dio cuenta de que iba a preguntarle si quería tomar un café con él. Lo inundó una ardiente oleada de vergüenza; su tío yacía muerto a unos metros de distancia. Ambos estaban de luto. Sería a todas luces indecente.

—Que Dios le dé consuelo entre los dolientes de Sión y Jerusalén —le dijo; la vieja fórmula afloró espontáneamente a sus labios.

—Igualmente —contestó ella, y lo dejó a solas con sus pensamientos, en la oscuridad del pasillo.

* * *

—Anoche conocí a una mujer interesante —le contó el genio a Arbeely.

—No quiero saberlo —respondió éste.

Se encontraban fabricando una remesa de sartenes: Arbeely las hacía y el genio las pulía y les daba los últimos retoques. Era un trabajo repetitivo y soso, pero ya habían cogido el ritmo.

—No fue eso —señaló el genio. Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Qué es un golem?

—¿Un qué?

—Un golem. Así se definió a sí misma. Dijo: «Soy una golem».

—No tengo ni idea —admitió Arbeely—. ¿Seguro que no dijo otra cosa?

—No, dijo golem.

—Pues no te puedo ayudar.

Trabajaron un minuto en silencio, hasta que el genio dijo:

—Estaba hecha de arcilla.

—¿Cómo dices?

—Que estaba hecha de arcilla.

—Así que he oído bien.

—¿Es algo extraño? ¿No lo has oído nunca?

Arbeely resopló.

—¿Extraño? ¡Es imposible!

Alzando una ceja, el genio cogió a pelo el extremo equivocado del hierro candente de Arbeely. Éste suspiró, cediendo un poco:

—Pero ¿estás seguro? ¿Qué aspecto tenía?

—Piel clara. Pelo oscuro. De tu altura y vestida muy sencilla.

—¿Y no tenía aspecto de mujer de arcilla?

—No. Tú no habrías notado nada fuera de lo corriente. —Arbeely tomó aire para rebatírselo, pero el genio continuó—: Basta, Arbeely; estaba hecha de arcilla. Lo sé tan bien como sé que yo soy de fuego y tú eres de carne y hueso.

—De acuerdo, pero algo así resulta difícil de creer. ¿Qué más te dijo esa mujer de arcilla?

—Que se llama Chava.

Arbeely frunció el ceño.

—Bueno, no es un nombre sirio. ¿Dónde te la encontraste?

—En una barriada cerca de Bowery. Nuestros caminos se cruzaron.

—¿Qué estabas haciendo…? Da igual, no quiero saberlo. ¿Iba sola?

—Sí.

—Entonces no es muy cuidadosa. O tal vez no tenga ningún motivo para serlo.

—No era prostituta, si a eso te refieres.

—Quizá debas contarme toda la historia.

De modo que el genio le contó con detalle su encuentro con la mujer hecha de arcilla. Arbeely escuchó con creciente malestar.

—¿Y a ti te reconoció como algo… diferente?

—Sí, pero ignoraba lo que es un genio.

—¿Y se lo dijiste tú? ¿Por qué?

—Para que no huyera corriendo. Aunque es lo que hizo, de todos modos.

—Cuando la seguiste a casa, ¿dónde vivía?

—Al este de Bowery.

—Sí, pero ¿en qué barrio? ¿De qué nacionalidad era?

—Ni idea. La mayoría de los letreros estaban escritos con este lenguaje.

Cogió un lápiz, buscó un trozo de papel y esbozó algunos de los caracteres que recordaba de toldos y ventanas.

—Son letras hebreas —afirmó Arbeely—. Estabas en un barrio judío.

—Supongo.

—Esto no me gusta —musitó su amigo.

No era un hombre de mentalidad política y los prejuicios que pudiera albergar eran más bien tibios y abstractos. Pero la idea de que el genio se buscara problemas en un barrio judío no le hizo ninguna gracia. En el monte Líbano, los caciques turcos llevaban tiempo jugando a enfrentar a sus poblaciones cristianas y judías, obligándolas a competir por el favor musulmán. En ocasiones, las rencillas se tornaban sangrientas y acababan en motines, alentados por libelos sobre la presencia de sangre cristiana en el pan judío; demanda que a Arbeely siempre le pareció ridícula en su planteamiento, aunque sabía que muchos deseaban creérsela. Cierto que los judíos del Lower East Side eran europeos y no sirios, pero se trataba, de lejos, de la mayor comunidad de todas, y parecía más que plausible que guardaran rencor a causa de sus hermanos.

—Le contaste demasiado —advirtió Arbeely.

—Si se lo cuenta a alguien, nadie se lo va a creer.

—Eso no significa que no pueda traerte problemas. ¿Y si viene aquí y se pone a extender rumores? O peor, ¿y si les dice a los judíos del Lower East Side que ha descubierto a una criatura terrible y peligrosa viviendo con los sirios en Washington Street?

—Pues nos reiremos de ella y diremos que está loca.

—¿Te reirás de todo un pelotón? ¿Te reirás cuando saqueen la tienda de Sam o prendan fuego al café de los Faddoul?

—Pero ¿por qué iban a…?

—¡No les hace falta un motivo! —gritó Arbeely—. ¿Acaso no lo entiendes? ¡Los hombres no necesitan motivos para causar daño, tan sólo una excusa! Vives con personas buenas y trabajadoras y las pones en peligro con tu despreocupación. ¡Por el amor de Dios, no destruyas sus vidas para satisfacer tus caprichos!

Al genio le asombró la vehemencia de su amigo; nunca le había visto tan enfadado.

—Está bien —dijo—. Lo siento. No volveré allí.

—De acuerdo —contestó Arbeely sorprendido, ya que se esperaba un enfrentamiento—. De acuerdo, gracias.

Y volvieron a ponerse manos a la obra.

Unas cuantas noches más tarde cayó sobre la ciudad la primera nevada auténtica de la temporada. El genio, junto a la ventana, observó cómo desaparecía la ciudad en silencio. Ya había visto nieve, vagando seca y blanca por el suelo del desierto y brillando desde los altos picos. Pero esa nieve ablandaba cuanto tocaba, redondeando las esquinas afiladas de edificios y tejados. La observó hasta que dejó de caer y, entonces, bajó a la calle.

Caminó hasta el muelle por la blancura intacta mientras notaba cómo se deshacían los copos bajo sus pies. Barcas amarradas se meneaban en el agua negra, con las cubiertas y los aparejos revestidos de nieve. Por ahí cerca debía de haber una taberna, pues el aire quieto transportaba las voces y las risas de los hombres.

Era una calma como no la había conocido en esa ciudad, pero se percibía frágil, como un instante muy fugaz. Por la mañana, él volvería a fabricar sartenes y a hacer de aprendiz beduino. Viviendo en secreto. Se acordó del gozo abrumador que sintió cuando le contó a esa mujer quién era. Como si, por un momento, se hubiera liberado.

De vez en cuando, una vocecilla le hablaba en su interior y le decía que era tonto por no irse a su tierra. Pero apenas empezaba a planteárselo, la idea quedaba aplastada por un millón de miedos y objeciones. Aunque sobreviviera a la travesía del océano, no podría regresar a su palacio de cristal ni a su antigua vida estando encadenado. Se vería obligado a buscar refugio en las moradas de los genios, entre los de su clase pero completamente aparte, compadecido y temido, y señalado como ejemplo aleccionador para los jovencitos díscolos: «No te mezcles con los humanos, muchacho, o acabarás como él».

No; para vivir exiliado de los suyos, prefería hacerlo en Nueva York. Ya encontraría un modo de liberarse. Y si no lo conseguía…, pues bien, suponía que entonces moriría allí.

* * *

Sentada junto a la ventana, la golem observaba cómo caía la nieve. El frío se colaba por el marco de la ventana; se subió el cuello del capote. Había descubierto que, si bien no la incomodaba el frío en sí, endurecía la arcilla de su cuerpo, cosa que la inquietaba e irritaba. Había optado por llevar el capote incluso dentro de la habitación, aunque no ayudaba demasiado. Ya le dolían las piernas y sólo eran las dos de la madrugada.

Pese a todo, la nieve era hermosa. Deseaba poder salir a notar cómo era estando aún prístina y fresca. Se imaginó la tumba del rabino al otro lado del río, en Brooklyn, debajo de un manto blanco cada vez más grueso. Pensó en ir pronto a visitarla, aunque antes tendría que averiguar cómo. Nunca había estado en Brooklyn, apenas había salido del Lower East Side. ¿Se permitía la entrada de mujeres en los cementerios? ¿Cómo lo podía preguntar sin que se le notara su ignorancia?

Con la muerte del rabino se había hecho patente lo poco que sabía de la cultura en la que vivía. Al poco de que ella hiciera el terrible descubrimiento, las vecinas empezaron a cumplir con su papel, siguiendo unas pautas que todos se sabían de memoria: ir a buscar al médico, cubrir el espejo… Cuando, al día siguiente, Chava se encontró a aquel joven velando el cuerpo, la dejó consternada la aversión con que la miraba, lo incorrecto que era que se presentara allí. Agradeció que Michael se enfadara por ella; pero él, al menos, entendía qué era lo que estaba transgrediendo, mientras que ella iba a ciegas.

Michael. Sospechaba que, incluso sin sus habilidades especiales, no le hubiera costado saber qué es lo que él quería preguntarle en el pasillo. Menos mal que no lo había hecho. «Juzga a los hombres por sus actos, no por sus pensamientos». El rabino tenía razón; Michael era una buena persona y ella se alegraba de haberle visto otra vez. Tal vez se encontrasen de vez en cuando, por la calle o en la panadería. Serían conocidos, quizás amigos. Ojalá él la aceptara.

Mientras tanto, su vida continuaba, por lo visto. En el trabajo, la señora Radzin le dio el pésame y comentó que el señor Radzin iría a presentar sus respetos en la shivá, en casa del rabino. (La golem se preguntó si la señora Radzin no iba porque las mujeres lo tenían prohibido o si tan sólo era para cuidar de los niños). Tanto Anna como el señor Radzin se ofrecieron a hacer los turnos de Chava en la caja, para que ésta pudiera trabajar con tranquilidad en la trastienda. Fue todo un detalle y ella aceptó agradecida.

La soledad le permitió pensar con detenimiento en los hechos de los últimos días y asimilar que habían ocurrido realmente. El encuentro con el hombre que brillaba, sobre todo, le parecía un producto de su imaginación, pues no había dejado ningún rastro ni señal salvo en su recuerdo.

Torció el gesto al recordar que le había revelado su secreto. Pero lo había hecho casi sin poder controlarse. Y él le había contado el suyo con tal naturalidad que, por un instante, su propia cautela le resultó excesiva e incluso tonta. Así que, cuando él preguntó «¿Qué eres?», la venció la curiosidad franca e impaciente de la pregunta.

Al menos, había huido de él antes de meter más la pata. Había sido un encuentro casual, una anomalía; no se iba a repetir.

Pero cuando bajaba la guardia, mientras removía la masa o contaba puntadas, sus pensamientos volvían a él, sopesando sus palabras. Dijo que era un genio, pero… ¿qué era eso? ¿Por qué le brillaba el rostro de aquel modo? ¿Qué significaba que llegó aquí «por accidente»?

En ocasiones, hasta se imaginaba a sí misma buscándolo, yendo a Washington Street a hacerle preguntas. Entonces caía en la cuenta de lo que estaba pensando y se centraba en otra cosa: era una fantasía demasiado peligrosa para alimentarla.

Había otro cabo suelto de esa noche que aún precisaba su atención. Pensó largo y tendido en el sobre que cogió de la mano del rabino, con su pequeño cuadrado de papel doblado. No lo había vuelto a abrir, pues tal vez sería incapaz de no mirar su contenido. Empezaba a dudar de que el rabino tuviera intención de entregárselo a ella. ¿No habría escrito al menos su nombre en el sobre, o disimulado el contenido de algún modo? En todo caso, eran meras especulaciones; nunca lo sabría con certeza. Se le ocurrió quemarlo, pero la idea sólo consiguió que se aferrara aún más al sobre. Con independencia de las intenciones del rabino, el papel había ido a parar a sus manos y no podía destruirlo.

La cuestión era entonces dónde guardarlo. No podía dejarlo en la pensión, ya que lo podría encontrar la mujer de la limpieza, o hasta podía incendiarse el edificio. La panadería era una opción aún más arriesgada. Lo mejor sería llevarlo encima. De modo que, tras coger algo de dinero del tarro de galletas que guardaba bajo la cama, se fue a una joyería y se compró un medallón grande de latón, colgado de una robusta cadena. El medallón era plano y alargado, de bordes redondeados. En el interior había el espacio justo para el trozo de papel, bien apretado. Cerró la tapa, se colgó la cadena y se metió el objeto por dentro de la blusa, cuyo cuello era lo bastante alto para ocultar casi toda la cadena; había que fijarse mucho para ver su destello en la nuca de Chava.

Mientras contemplaba la nieve por la ventana, el medallón descansaba sobre su piel, secreto y frío. Era una sensación rara, aunque ya se estaba acostumbrando a ella. Supuso que pronto ni lo notaría.

* * *

La última noche de la shivá, Michael Levy permaneció en un rincón de la sala de su tío y escuchó el kadish, recitado una vez más. Su ritmo triste y oscilante lo estaba consumiendo desde el servicio funerario. Se encontraba mal. Se pasó una mano por la frente, pues estaba sudando a pesar del frío de la estancia. Los hombres de la sala eran un muro de abrigos negros, cuyas kipás se alzaban y descendían al cantar con sus voces profundas y roncas.

En el cementerio, en Brooklyn, había cogido un puñado de tierra helada junto a la tumba abierta y, tras extender el brazo, había abierto la mano. Los fríos terrones habían impactado contra el féretro de pino con un sonido hueco y llano. El ataúd le había parecido demasiado pequeño, demasiado lejano, como algo caído al fondo de un pozo.

«Que Dios os dé consuelo entre los dolientes de Sión y Jerusalén». Las palabras prescritas del duelo, las que habían brotado de sus labios en el pasillo ante la amiga de su tío, las había oído docenas de veces a lo largo de esos días y ya empezaban a ponerle de los nervios. ¿Por qué «entre los dolientes de Sión y Jerusalén»? ¿Por qué no «entre los dolientes del mundo»? Qué provinciano y estrecho de miras. Como si la única pérdida que importara fuese la del Templo y todas las demás fueran un simple reflejo de aquélla. Sabía que el propósito era recordarle al doliente que continuaba formando parte de la comunidad, que continuaba entre los vivos. Pero Michael ya tenía su comunidad: sus amigos del colegio, sus colegas del albergue judío, sus hermanos y hermanas del Partido Socialista Obrero… No necesitaba a esos beatos desconocidos. Ya había visto sus miradas de reojo hacia el sobrino apóstata. «Que me juzguen», se dijo. Era la última noche. Pronto se los quitaría de encima y viceversa.

Los hombres cubiertos de negro iban y venían. De pie junto a la mesa de la sala, comían huevos duros y rebanadas de pan y hablaban en voz baja. Michael vio en varias ocasiones que rabinos más viejos, hombres a los que recordaba vagamente como amigos de su tío, repasaban los estantes de libros como si buscaran algo. Cada uno de ellos fruncía el ceño al llegar al final de la estantería y, tras la decepción, miraba alrededor con aire de culpabilidad y se alejaba. ¿Estaban echando un vistazo por si encontraban algún volumen valioso del que poder apropiarse? ¿Avaricia profesional incluso en una shivá? Sonrió con suficiencia. ¡Pues vaya con la pureza del luto!

Ya podían quedárselo todo; aunque él era el heredero de lo poco que pudiera haber, tenía pensado donar la mayor parte. Ni tenía dónde guardar los muebles, ni podía dar uso a los artículos religiosos. Cuando se hubo marchado todo el mundo, fue recorriendo las habitaciones con una caja, para apartar las pocas cosas que se quedaría. El juego de té bañado en plata del que tan orgullosa se sentía su tía; sus chales y joyas, que descubrió en el cajón de un armario. Y, en el mismo cajón, una bolsa con un billetero manchado de agua y un reloj estropeado; un reloj que antaño fue bueno y que nunca había visto llevar a su tío. Dentro del billetero había dinero norteamericano y, según parecía, alemán. Añadió ambas cosas a la caja y se preguntó si serían recuerdos de la travesía de su tío. Correspondencia personal y los cuatro daguerrotipos enmarcados, que incluían (escondido en un cajón) el retrato de boda de sus propios padres. Su madre aparecía como una muchacha de mejillas redondas, que miraba desde debajo de un velo de encaje adornado con flores. Su padre, alto y delgado y con gorro de seda, no miraba a la cámara ni a su reciente esposa, sino hacia un lado, como si ya estuviera pensando en huir. La antigua ira contra su padre afloró brevemente antes de disolverse otra vez y tornarse en pena. Debajo de la cama encontró una cartera con varios libros viejos y desvencijados, los cuales dejó junto a sus iguales, en los estantes; conocía una asociación que enviaba libros a nuevas congregaciones judías de la región central del país; seguro que les interesarían.

Debajo del mantel de la mesa de la sala encontró un fajo de hojas llenas de la caligrafía de su tío y que, con las prisas por preparar la sala para los dolientes, los colegas de su tío habían pasado por alto. Sólo había un papel a un lado, como si fuese más importante que los demás, con dos líneas escritas en un hebreo extraño e indescifrable. Todo ello tenía un aspecto muy arcano y pensó en entregárselo al primer rabino que viera, pero la letra de su tío ejerció en él una atracción visceral. No podía; todavía no. Todo era demasiado reciente. Desalentado, metió los papeles en la cartera de piel vacía. Ya los repasaría más tarde, cuando recuperase la perspectiva.

Ya en su apartamento con la caja y la cartera, las metió debajo de una mesa. Aún tenía sudores y náuseas, aunque llevaba días sin comer apenas. Vomitó en el retrete y se desplomó en el catre.

Por la mañana, uno de sus compañeros de piso se lo encontró empapado y temblando. Llamaron a un médico. Tal vez una gripe leve, dictaminó éste; al cabo de unas horas, todo el edificio estaba en cuarentena, con las puertas cerradas a cal y canto.

Se llevaron a Michael al hospital de Swinburne Island, donde aguardó junto a los aterrados y desesperanzados inmigrantes deportados desde Ellis Island, los moribundos y los no diagnosticados. Le subió la fiebre. En sus alucinaciones vio un fuego en el techo y luego un nido de serpientes que se retorcían y se escurrían. Forcejeó para esquivarlas y se percató de que estaba atado a la cama. Gritó y una mano fría e imparcial fue a posarse en su frente. Alguien le puso un vaso de agua en los labios. Bebió cuanto pudo antes de volver a descender a sus horribles visiones.

Los de Michael no eran los únicos gritos delirantes del pabellón. En una cama cercana yacía un prusiano de cuarenta y tantos años que se encontraba sano y vigoroso cuando embarcó en el Baltika, en su escala en Hamburgo. Había llegado a Ellis Island sin incidentes y se encontraba al frente de la cola para el examen médico cuando alguien le palpó el hombro. El hombre se volvió y vio a su espalda a un viejo menudo y arrugado con un abrigo que le venía grande. Por las señas que hacía, era obvio que le quería decir algo. El hombre se agachó para oír bien pese a lo atestado de la sala, a lo que el viejo le murmuró al oído una retahíla de palabras sin sentido, un balbuceo apenas.

El hombre sacudió la cabeza para dejar claro que no le había entendido… Pero entonces empezó a sacudirla con más violencia, pues las sílabas que le había musitado el viejo se habían instalado en su cabeza y cada vez sonaban más fuerte, rebotando de un lado al otro del cráneo y zumbando como avispas. Se tapó los oídos con los dedos. «Por favor, ayuda», intentó decir, pero el estruendo no le permitía oír su propia voz. El rostro del viejo mostraba el más inocente de los asombros. Las otras personas de la cola empezaron a mirar. Se agarró la cabeza, aquel ruido era imposible, se estaba anegando en él. Cayó de rodillas gritando de forma incoherente. Tenía los labios llenos de espuma. Enseguida acudieron a sujetarlo unos médicos y unos hombres de uniforme, que le levantaron los párpados y le metieron un cinturón de piel en la boca. Lo último que vio, antes de que lo enfundaran en una camisa de fuerza y se lo llevaran a Swinburne, fue al viejo, que se paraba ante el desatendido escritorio para que le sellaran sus propios papeles, antes de desaparecer entre la multitud al otro lado.

El funcionario de la oficina de Inmigración miró por encima de los papeles que tenía en la mano y escudriñó al hombre que esperaba ante él. Parecía mayor de sesenta y cuatro, eso seguro, aunque lucía aquel aspecto de campesino avejentado que podía situarle en cualquier edad por debajo de los cien.

—¿Qué año nació?

Al otro lado del mostrador, el traductor se agachó y murmuró algo en yídish al oído del viejo. «En 1835», fue la respuesta. En fin, si él lo decía. Tenía la espalda recta y los ojos claros, y el sello de sanidad todavía se estaba secando en sus papeles. Ya había enseñado la cartera, que contenía veinte dólares americanos y algunas monedas; lo suficiente para que no resultara una molestia. No había motivo para no dejarle pasar.

Aquel nombre, sin embargo…

—Pongamos algo más americano —dijo el funcionario—. Será lo mejor.

Ante la mirada del viejo, llena de confusión, el hombre tachó «Yehudah Schaalman» y escribió encima «Joseph Schall», con su mano oscura y cuadrada.