11

Hacía tantas noches que no paraba de llover que el genio, incapaz de seguir soportándolo, se vino abajo e hizo algo que había jurado que no haría jamás: comprarse un paraguas.

Había sido idea de Arbeely, más que nada para mantener su propia cordura. Al cabo de tres semanas de clima húmedo, el genio se convirtió en un compañero de trabajo espantoso, huraño, distraído y propenso a dejarse hierros candentes en cualquier parte.

—Tienes aspecto de estar a punto de fundirte —observó Arbeely—. ¿Por qué no te compras un paraguas en vez de quedarte en casa cada noche?

—Creía que no te gustaba que saliera de noche por ahí —replicó el genio.

—Y no me gusta. Pero peor sería que me incendiaras el taller o que acabásemos matándonos. Cómprate un paraguas.

—No lo necesito —aseguró el genio.

Arbeely se rió.

—Me parece que está muy claro que sí.

Con todo, le sorprendió bastante, unos días después, ver llegar al genio una mañana de llovizna mientras sacudía un paraguas grande de seda azul marino, más propio de un dandi del West Side que de un inmigrante sirio.

—¿De dónde has sacado eso? —quiso saber Arbeely.

—De una casa de empeños de Bowery —le contestó el genio.

El otro suspiró.

—Me lo tendría que haber imaginado. ¿Le han limpiado la sangre?

El genio ignoró el comentario y puso el paraguas boca abajo, sosteniéndolo.

—Míralo, ¿qué te parece? —dijo.

El mango era de una madera oscura con vetas finas. Los últimos quince centímetros estaban ribeteados con filigrana de plata, con forma de entramado en espiral de hojas y vides.

—Precioso —reconoció Arbeely mientras lo acercaba a la luz—. ¿Lo has hecho tú? ¿Cuánto has tardado?

El genio sonrió.

—Un par de noches. Vi uno igual en un escaparate. Más sencillo, pero me sirvió la idea.

Arbeely sacudió la cabeza.

—Demasiado bueno. La gente dirá que se te han subido los humos.

El genio se irguió.

—Y qué —replicó. Le quitó el paraguas a Arbeely y lo apoyó en un rincón con cuidado, como observó el otro, para que no se arrugara la seda.

Por la noche, el genio regresó a Bowery. Era un lugar fascinante, enigmático y repulsivo a un tiempo; un vasto y cacofónico laberinto que ascendía por el extremo sur de la ciudad. Tenía la sensación de que pronto se cansaría del barrio, pero, mientras tanto, le servía para distraerse algunas noches. Todavía se estaba acostumbrando al paraguas. Caminar debajo de él le hacía sentir cercado, rodeado. La lluvia se estampaba sobre la tensada seda, provocando el zumbido de todo un enjambre de moscas, hasta transformarse en una llovizna suave.

Cerró el paraguas con cuidado (el mecanismo se atascaba un poco) y lo plegó para proteger la seda de las ascuas que saltaran del suburbano. Tenía un recado que hacer.

La tienda donde había comprado oro y plata estaba a medio camino subiendo por Bowery, cerca de Bond Street. A primera vista parecía el escaparate de un estanco como cualquier otro, encajado encima de una taberna y debajo de un burdel. El rítmico traqueteo de muebles que se oía allá arriba marcaba casi todas las transacciones. La tienda estaba regentada por un perista de nombre Conroy, un irlandés bajo y delgado, de mirada viva e inteligente detrás de unas gafas redondas y con un aire de discreta precisión. Por lo visto, estaba al frente de un batallón de hombres bien musculados. De vez en cuando aparecía alguno de ellos, se acercaba a Conroy y le murmuraba algo al oído. Éste reflexionaba un instante y entonces asentía o negaba con la cabeza, siempre con la misma expresión de moderado pesar. Después, el matón se esfumaba para cumplir algún encargo turbio.

Dos borrachos compraban tabaco y papel de liar cuando el genio entró en la tienda. Al verle, Conroy sonrió. Los otros dos se marcharon y el dueño fue a cerrar la puerta y a girar el letrero de la ventana. Luego se agachó debajo del mostrador y empezó a sacar toda una colección de finos objetos de plata: cubertería, pendientes, collares y hasta un candelabro pequeño. El genio cogió este último y lo examinó.

—¿Plata maciza?

—De cabo a rabo.

No había muescas ni rayas que indicaran que Conroy lo había comprobado, pero aquel hombre aún no se había equivocado nunca.

—¿Cuánto?

Conroy dijo un precio. El genio ofreció la mitad y así fueron subiendo y bajando, hasta fijar una cifra que el genio supuso que sólo era levemente excesiva. Pagó, Conroy le envolvió el candelabro con papel y lo ató con un cordel, como si fuese un trozo de carne.

—Si quiere ir arriba, invita la casa —comentó en tono neutro.

—Gracias, pero no —contestó el genio. Asintió a modo de despedida y se fue.

Ya fuera, con el candelabro en el bolsillo del abrigo, se lió un cigarrillo y alzó la vista hacia las ventanas del burdel. Para eso sí que no pensaba pagar. ¿Qué sentido tenía un encuentro cuyo placer sería exclusivamente físico?

Concluido el recado, decidió acabar de recorrer el barrio. Pasó por establecimientos de tatuajes, tanatorios, teatros desvencijados y mugrientos cafés. Una casa de juego arrojó una musiquilla estridente a la calle. Las ratas se escabullían junto a los bordes de las alcantarillas para meterse bajo el suburbano, rumbo a la oscuridad. Mujeres con la cara pintarrajeada repasaban la calle en busca de clientes potenciales y, al ver a aquel hombre guapo, solitario y pulcro, le hacían señas desde un portal, frunciendo el ceño cuando él pasaba de largo.

De repente, la tolerancia del genio respecto al barrio de Bowery se evaporó. Era como si allí hubieran cogido todo lo bueno que tiene el deseo y lo hubieran vuelto feo.

Se encontró con una escalera de incendios y subió, con el paraguas torpemente sujeto debajo de la axila. El mango de plata se enganchó con un peldaño y casi se le cayó. Maldijo mango y paraguas y maldijo las circunstancias que le obligaban a usarlos.

En el tejado, se lió otro cigarrillo y se lo fumó mientras contemplaba la calle. Le fastidiaba haberse cansado de Bowery tan pronto. El sol no tardaría en salir; debía volver a Washington Street.

A su espalda, la tela asfáltica crujió bajo unos pasos; por un irreflexivo instante, se alegró ante la inesperada compañía.

—Bonito paraguas, señor.

Era una chica, poco más que una niña. Llevaba un vestido andrajoso y manchado que antaño había sido bueno. Mantenía la cabeza extrañamente ladeada, como si pesara demasiado para su cuello. El pelo largo y oscuro le caía sobre los ojos como una cortina, pero, por debajo, lo estaba observando.

Levantó una mano lánguida y se apartó el pelo de la cara; aquel gesto desencadenó algo en la mente del genio; durante un buen rato tuvo la certeza de que la conocía y de que, en cuanto le viera la cara, se acordaría de ella.

Pero resultó ser una chica corriente, una desconocida que le sonreía con aire ensoñador.

—¿Busca compañía, señor? —le preguntó.

—La verdad es que no —contestó él.

—Un caballero tan apuesto como usted no tendría que estar solo.

Pronunció las palabras como de carrerilla. Los ojos se le cerraban. ¿Le pasaba algo malo? ¿Y por qué había creído conocerla? Le escudriñó el rostro. Ella se tomó su atención como un incentivo y se pegó al cuerpo de él. Sus brazos serpentearon en torno a la cintura del genio. Éste notó cómo palpitaba el corazón de la chica: un aleteo veloz y audible en su pecho. La chica suspiró, y se acomodó como si fuera a pasar así la noche. Él le miró la cabeza, inseguro sin saber por qué. Alzó una mano y contempló sus propios dedos acariciando el cabello de la chica.

—Por veinte centavos, tienes lo que quieras —susurró ésta.

«No». La apartó de un empujón y ella se tambaleó. Entre los dos cayó al suelo un botellín. Él se agachó a recogerlo. Era de vidrio, con tapón, y estaba medio lleno de un líquido aceitoso. TINTURA DE OPIO, decía la etiqueta.

La muchacha lanzó un súbito chillido y le arrebató el botellín de la mano.

—¡Es mío! —le soltó.

Dio media vuelta y se alejó con paso vacilante. Él la vio marcharse, bajó del tejado y se fue a casa. No entendía por qué la chica lo había desconcertado de aquel modo. Pero algo en el movimiento de su mano, al apartarse el velo oscuro del cabello, le resultó extremadamente familiar.

* * *

En el establo para las cabras de su padre, Fadwa al-Hadid se enderezó después de permanecer agachada en el taburete de ordeñar y se apartó de los ojos la cortina de pelo negro. Se lo había atado en el cuello, pero siempre se le soltaba cuando estaba ordeñando. Era por el ritmo, seguro.

La cabra baló y se volvió para mirarla, girando las pupilas veladas. Fadwa le dio una palmada en el lomo y le susurró algo en la suave oreja para apaciguarla. Las cabras llevaban toda la mañana muy nerviosas, negándose a quedarse quietas, agitándose sin parar y amenazando con volcar el cubo. A lo mejor notaban que se acercaba el verano. Sólo era media mañana y el sol ya les caía encima a plomo; el aire era denso y el cielo resultaba estridente. La joven bebió un sorbo del cubo y se soltó el pelo del todo.

En el punto algo alejado desde el que la observaba, el genio vio cómo se lo sujetaba de nuevo en la nuca. Era un gesto bonito, natural e íntimo.

Llevaba ya días observando a la muchacha y a su familia, intentando averiguar cómo vivían. Parecían estar sumidos en un constante ajetreo de idas y venidas, todo en el interior de un mundo cuidadosamente restringido y cuyo centro era el campamento. Los hombres se atrevían a cubrir una distancia mayor que las mujeres, pero todos tenían sus límites. Ni siquiera habían vuelto a desplazarse lo bastante para ver su palacio, por lo que empezaba a preguntarse si aquello no habría sido algún tipo de excepción.

Vio que Fadwa soltaba a la cabra y pasaba a la de al lado. Su vida era exactamente como ella la había descrito: una repetición interminable de tareas. Al menos, los hombres de las caravanas tenían un destino por delante, un propósito más allá del horizonte. La existencia de Fadwa, por lo que él sabía, consistía en ordeñar, limpiar, cocinar y tejer. No entendía cómo podía soportarlo.

Cuando hubo terminado, la chica soltó a la última cabra y comprobó el agua del abrevadero. Levantó con cuidado el cubo repleto de leche y fue a ponerlo al fuego.

—Se te está derramando —le dijo su madre, que iba girando el brazo sin parar para mover la muela. De entre las piedras llanas brotaba polvo de harina. Fadwa no contestó, sino que se limitó a verter la leche en un cuenco abollado y colocarlo sobre las brasas. Gotas de sudor le resbalaban por la frente; se las quitó de un manotazo con distante irritación—. No has dicho ni media palabra en toda la mañana —comentó su madre—. ¿Es que estás en esos días?

—No pasa nada, mamá —dijo ella con aire ausente—. No he dormido bien y ya está.

La leche empezó a borbotear; retiró el cuenco del fuego y añadió unas cucharadas de yogur, que habían apartado del desayuno. Lo cubrió con tela y lo dejó reposar.

—Ve con las niñas a buscar más agua a la cueva —le indicó la mujer—. Hoy la necesitaremos.

El camino hasta la cueva se le hizo interminable. La tinaja de agua descansaba, vacía pero pesada, encima de su cabeza. Sus primas se reían y alborotaban unos pasos por delante, jugando a pisar la sombra de la de al lado sin dejar caer la tinaja. Era verdad lo que le había dicho a su madre: no había dormido muy bien. Su extraño visitante no había regresado a la noche siguiente, ni a la otra; ya casi había transcurrido una semana y empezaba a pensar que quizá se lo hubiera imaginado todo. Pero fue tan vívido y tan real… Sin embargo, a los pocos días comenzó a difuminarse como un sueño cualquiera.

¿Acaso cumpliría su promesa esa noche y volvería con ella? ¿O es que no existían ni él ni la promesa? ¿Cómo podía saber si la visitaba de veras o si se trataba tan sólo de un sueño? Aquello le hacía perder el juicio. Cuando casi se dormía, los nervios la sobresaltaban otra vez; luego se reprendía a sí misma por estar aún despierta. Y si conseguía dormirse, sus sueños eran sólo un cúmulo de imágenes absurdas y corrientes.

El manantial del que cogían agua los Hadid discurría dentro de una cueva que, tiempo atrás, la gente había adecuado como templo. La entrada era un simple orificio llano y cuadrado, practicado en la pendiente de la colina. Para Fadwa tenía el aspecto de una rodaja de roca cortada por el puñal de un gigante. En el dintel, sobre la boca de la cueva, había grabadas unas palabras en un alfabeto desconocido y angular; los efectos de la arena y del viento las habían borrado y apenas se veían. Su padre le había contado que quienes habían construido el templo eran de más allá del desierto. «Pasan por aquí de vez en cuando», le dijo. «Intentan conquistar el desierto. Dejan sus marcas en él para reivindicarlo, pero después desaparecen. Y, entretanto, los beduinos resistimos, inmutables».

El aire en el interior era frío y húmedo. En el suelo habían excavado un pozo inclinado que conectaba con el manantial subterráneo por una grieta del fondo. Durante la época de las lluvias, el pozo había superado su caudal y el agua había salido por el umbral y bajado por el camino. Ahora, en cambio, apenas estaba medio lleno. Fadwa sabía que pronto quedaría reducido a un hilo, antes de secarse por completo. Vivirían de la leche de sus animales hasta que regresara el agua.

Sus primas se encontraban al borde del pozo, llenando las tinajas. Ella se metió dentro y observó cómo rebosaba el agua negra por los labios del recipiente. En un nicho que había encima, alguien había tallado en la roca el rostro y la silueta de una mujer. Una diosa del agua, según su padre; una mujer con un centenar de nombres. Quienes construyeron el templo creían haberla traído al desierto, cuando, en realidad, estaba allí desde siempre. El cabello flotaba levemente formando ondas alrededor de su cabeza. Lo contemplaba todo desde el muro con ojos de absorta serenidad, sin que los años le robaran ni un ápice de su expresión.

«¿Piensas que existe de verdad?», le había preguntado Fadwa a su padre. Él le contestó sonriendo: «Si hay tantos que creen en ella, ¿quién soy yo para llevarles la contraria?».

Sus primas empezaron a salpicarse unas a otras. Fadwa frunció el ceño y apartó un poco su tinaja de agua.

«Esta noche», se dijo. Si no volvía a ella esa noche, procuraría resignarse y aceptar la verdad: que todo era producto de su mente.

«Por favor, haz que vuelva», le rogó en silencio a la mujer de piedra. «O empezaré a pensar que me estoy volviendo loca».

El genio observó cómo Fadwa salía del templo haciendo expertos equilibrios con la tinaja encima de la cabeza. Para compensar lo mucho que pesaba, daba pasos más lentos y balanceaba las caderas de un lado a otro. Una mano se posaba, ligera, sobre la tinaja, para estabilizarla. En conjunto, resultaba una imagen de lo más atractiva, donde el agua añadía incluso un toque de peligro.

El genio sonrió; no se había olvidado de su promesa. Quizá, pensó, la fuese a visitar esa noche.

* * *

A primera hora de la mañana de un viernes, el rabino descubrió la fórmula con que vincular un golem a un nuevo amo.

Había sido una semana larga y horrible, dominada por la creciente e ineludible sensación de que había llegado la hora en que debía zanjar el asunto, de que las circunstancias y su propia salud no darían para mucho más. De modo que mandó mensajes a las familias de todos sus alumnos para informarles de que se tomaba una semana sabática, para rezar y ayunar. (No podía decir que estaba enfermo y punto, pues las madres acudirían a su puerta armadas con tazones de sopa). Y resultó que la mentira se convirtió en verdad; todo el proceso derivó en algo parecido a una plegaria larga e interminable, y para el miércoles ya ni se acordaba de comer.

Libros y papeles cubrían el suelo de la sala, en una disposición más intuitiva que calculada. De vez en cuando dormía alguna hora acurrucado en el sofá y sus sueños eran una penumbra de rezos y diagramas y nombres del Señor. Entre todo ello flotaban rostros conocidos y desconocidos: su esposa diciendo cosas que no entendía, un hombre anciano y torcido, su sobrino Michael, asustado por algo oculto, y la golem, que le sonreía con los ojos repletos de un fuego terrible. Se despertaba de esos sueños tosiendo y volvía a trompicones al trabajo, aún medio presa de ellos.

Sospechaba que estaba perjudicando su propia alma. Pero enseguida apartaba la idea de su cabeza. Él había empezado aquello y debía acabarlo.

Y cuando lo logró, no fue un arrebato de febril inspiración, sino un añadido concienzudo y sosegado, como cuando un contable hace cuadrar el balance de todo un año. Miró las breves líneas que había escrito al pie de la página, y cómo el papel absorbía la tinta. En parte deseó poder sentirse orgulloso de aquel logro, de lo que era en sí mismo, pues, pese a la brevedad de la fórmula, resultaba una obra de arte elegante y compleja. Vincular un golem a un nuevo amo sin tener que destruirlo ya era un éxito inaudito, pero es que el rabino había ido un paso más allá; para que la fórmula funcionara, la golem tendría que dar su libre consentimiento a que lo despojaran de su voluntad. Era el compromiso al que había llegado consigo mismo, el trato que había hecho con su conciencia. No quería robarle a Chava su vida, como un asesino en un callejón. La decisión final se la iba a dejar a ella.

Por supuesto, Chava se podía negar. O quizá la cuestión le resultara insoportable a su naturaleza. ¿La podría dominar, en caso necesario? Su mente fatigada reculó ante la idea de haber llegado tan lejos para luego tener que destruirla.

Miró alrededor, pestañeando, e hizo una mueca; su sala parecía la gruta de algún místico chalado. Se levantó sobre sus débiles piernas y recogió del suelo papeles y libros. Estos últimos los metió en su cartera con vistas a devolvérselos a sus respectivos dueños, junto con sus disculpas. Los papeles los apiló con esmero, excepto la última página, que la apartó. Necesitaba lavarse, pues se sentía muy sucio. Fuera brillaba una mañana poco habitual, sin nubes. El cielo, más allá del vidrio manchado de hollín, adoptaba un suntuoso tono zafiro.

Encendió el fogón y puso agua a calentar en una cacerola; mientras, se observaba a sí mismo como desde la distancia, casi divertido. Se acordó de aquel hueco e indeciso desapego de su época en la yeshiva, y de las sesiones de estudio que duraban toda la noche y en que le parecía sumergirse en el propio Talmud y ser uno con él. Observó cómo se formaban las burbujas en el fondo de la cacerola, y la visión se le nublaba del cansancio y, empezaba a darse cuenta, tenía un hambre apremiante. Buscó en los armarios, pero no encontró más que cuscurros de pan fosilizados y un más que dudoso tarro de schmaltz. Después de lavarse y rezar, tendría que salir a por comida para la cena del sabbat. Y entonces arreglaría las habitaciones, antes de que llegara la golem.

Al fin se calentó el agua. El rabino se desvistió en la fría cocina y se frotó el cuerpo con un paño, temblando e intentando reprimir la tos. Por primera vez se permitió considerar el asunto de los amos potenciales. ¿Meltzer? Era un buen rabino, pero demasiado viejo ya, demasiado aposentado en su confortable vida. Lo mismo que Teitelbaum, cosa que era una pena. Kaplan era una posibilidad: aunque más joven, todavía era hijo de su antiguo país, por lo que era más improbable que se burlara ante semejante idea. Sí, pero quizás a Kaplan le quedara demasiado que aprender y quizá no tuviera la compasión suficiente.

Cualquiera de ellos precisaría de un cuidadoso tanteo. Primero tendría que convencerlos de que la vejez y la soledad no lo habían vuelto loco. Aun así, hallaría resistencia. «¿Por qué no destruirla y ya está?», le preguntarían. «¿Por qué destrozarte la vida y pedirme a mí que destroce la mía, y permitir que exista este peligro?».

¿Contestaría que le había cogido un excesivo cariño? ¿Que las ganas de aprender que demostraba y su resuelto autocontrol le hacían sentirse orgulloso como un padre? ¿Era su futuro lo que estaba organizando, o bien su funeral?

En sus ojos brotaron las lágrimas, que se le atascaron en la garganta y le hicieron toser.

Fue a buscar ropa limpia al dormitorio. Algo, en el último cajón de la cómoda, le llamó la atención: un saco de piel con cordón. Con manos temblorosas (realmente necesitaba comer algo), lo abrió y extrajo el sobrecito impermeable con la leyenda ÓRDENES PARA LA GOLEM; decidió que aquello correspondía a los demás papeles. El reloj y la cartera se los entregaría a la golem y se disculparía por habérselos quedado tanto tiempo. Aquello, en cambio, lo delegaría o bien lo quemaría. Aún tenía que decidirlo.

Se disponía a llevar el sobre a la mesa de la sala cuando tuvo un ataque. Se encorvó para toser, hasta quedarse sin aliento por completo. Fue como si le hubieran rodeado el pecho con una viga de acero y la retorcieran para tensársela cada vez más. Jadeó en busca de aire; un fino sonido sibilante llegó a sus oídos; se le durmieron los brazos.

La sala se apagó, se volvió gris por los bordes, se inclinó y empezó a dar vueltas. Notó la vieja alfombra de lana debajo de su mejilla. Intentó levantarse, pero sólo pudo ponerse de espaldas. Tuvo la distante sensación de que algo crujía: el sobre impermeable, todavía en su mano.

En los últimos momentos que le quedaban, el rabino Meyer comprendió que no podría haberlo hecho. Ni el asesinato menor de su reciente fórmula, ni la destrucción total del sortilegio del sobre: ambos habrían quedado más allá de sus capacidades mientras ella siguiera siendo su Chava, aún inocente, aún la mujer recién nacida a la que divisó aquella primera vez con un gorrión posado en la mano.

Intentó arrojar el sobre lejos de sí, debajo de la mesa. ¿Lo había conseguido? No estaba seguro. Ella tendría que abrirse camino sola; él había hecho cuanto podía. La capacidad de sentir abandonaba su cuerpo, desplazándose de sus miembros hacia el centro. Se le ocurrió recitar el viddui, la plegaria previa a la muerte. Se esforzó por recordarla. «Bendito seas, Tú que has otorgado tantas bendiciones. Que mi muerte sea la expiación de cuanto he hecho… y que la sombra de Tus alas me dé cobijo allá en el Otro Mundo».

Levantó la vista al cielo, más allá de la ventana de la sala. Aquel azul intenso se alzaba tan alto que parecía atraerle a él a su interior, puro y extenso y receptor.

* * *

La golem fue esa noche a casa del rabino con un strudel de manzana, cuidadosamente envuelto. Andaba dando zancadas, extendiendo las piernas y sintiendo cómo el aire frío de la noche se instalaba en su cuerpo. Al pasar veía brillar a través de las ventanas las lámparas.

No obtuvo respuesta cuando llamó a la puerta del rabino.

Llamó otra vez y esperó. A lo mejor se había quedado dormido. Se lo imaginó al otro lado de la puerta, echando un sueñecito en una silla de la sala. Sonrió; seguro que se reprocharía el haberse quedado dormido y hacerla esperar.

Llamó otra vez, más fuerte. Nada. Permaneció allí unos incómodos minutos, sin saber muy bien qué hacer. Se preguntó qué le aconsejaría el propio rabino, y la respuesta le llegó tan clara como si él en persona le hablara al oído: «Ya sabes que de día nunca echo el cerrojo. Mi casa es tu casa. ¡Entra!».

Y abrió la puerta.

El piso del rabino estaba a oscuras, pues no había lámparas encendidas. Echó un vistazo al dormitorio. El cielo del crepúsculo proyectaba sus sombras sobre la cama sin deshacer. Se dirigió a la cocina, dejó el strudel y encendió una luz, cada vez más nerviosa. El fuego se había apagado en la chimenea. El aire era frío y olía a rancio, como a ropa sucia.

Fue a la sala y allí se lo encontró. Tenía las piernas dobladas a un lado. Sus ojos se alzaban, abiertos y ciegos, a las ventanas que tenía detrás.

Al principio no hubo horror ni impacto alguno; tan sólo una incredulidad pura y clara. Aquello no era real. Era una imagen pintada, una ilusión. Tendería la mano y la borraría con los dedos.

Temblorosa, se agachó a tocarle la cara; estaba fría y dura.

Con distancia (con desinterés, casi), percibió algo que tomaba forma en su interior y supo que, cuando ese algo aflorase y se soltase, sería tan fuerte que podría derribar edificios.

Con la caída, el rabino se había despeinado y la kipá le había quedado torcida. No le hubiera gustado nada. Ella se lo colocó todo bien, procurando ser lo más delicada posible. Tenía un brazo doblado de una forma extraña. De la mano se le había deslizado un sobre, que todavía pendía de una de las yemas de sus dedos por un borde. Vio que había algo escrito. Se acercó más y leyó: ÓRDENES PARA LA GOLEM.

Extendió el brazo y levantó el sobre. El resbaladizo material crujió al tacto y, en el silencio de la estancia, sonó como un petardo. Se lo metió en el bolsillo del capote.

Él continuaba sin moverse. Pero entonces oyó algo, un lamento irregular y agudo, leve pero que cada vez sonaba con más intensidad. Cuando llamaron a la puerta, se dio cuenta de que el sonido procedía de ella misma y de que se estaba balanceando adelante y atrás, cubriéndose la boca con las manos y gritando algo que acabó en palabras: «¡Rabino, rabino!».

Sintió las manos de alguien sobre sus hombros y la voz de alguien en su oído. Y otros lamentos que no eran el suyo.

Oyó unos pasos por el pasillo y después por las escaleras. Dejó que la apartaran de allí y que la acomodaran en una silla. Alguien le puso un vaso de agua en la mano. Y había vecinas entrando y saliendo con callada resolución, que se secaban las lágrimas y hablaban en voz baja, y asentían y se volvían a marchar. Un hombre entró a toda prisa con un maletín de doctor; aún le colgaba del cinturón la servilleta de la cena. Se agachó sobre el rabino, le levantó un párpado y llevó un oído a su pecho. Después sacudió la cabeza. Se sentó sobre sus talones, sin el menor apremio ya.

Una mujer cubrió al rabino con una sábana. Ésta se hinchó del aire que le entró por debajo antes de posarse sobre el cuerpo. Con otra sábana, la mujer envolvió el espejo de la sala.

Más murmullos. Las mujeres empezaron a lanzar miradas a la golem, con evidente curiosidad. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo en casa de un viejo rabino viudo? La golem sabía que pronto reunirían el coraje para hacerle preguntas. Y no les sabría mentir. No con el rabino ahí al lado, yaciendo bajo la sábana. Debía irse. Notó las miradas de las mujeres al pasar de largo y se imaginó los susurros a sus espaldas. Pero no le importó. Aquella cosa oscura seguía creciendo en su interior; tenía que irse a casa.

Fuera estaba oscuro como boca de lobo y arreciaba el viento. Éste se le pegaba a la ropa y amenazaba con arrancarle el sombrero; se lo quitó y lo llevó en la mano. Hubo quien se paró a mirarla pasar: una mujer alta y pálida, con un vestido oscuro y un capote y que se movía como si la impulsara alguna fuerza terrible. Un hombre ebrio vio a una mujer sola que había salido a dar un paseo nocturno y decidió ir a ofrecerle su compañía. La golem, al verlo venir y percibir su intención en su mente y su mirada, pensó en lo fácil que sería derribarlo. Ni siquiera tendría que interrumpir el paso. Pero, al tenerla cerca y verla mejor, el hombre retrocedió mientras se santiguaba. Más tarde iría contando que acababa de ver al Ángel de la Muerte en Orchard Street, recolectando almas.

Su cuarto en la pensión le pareció más pequeño que de costumbre. Se sentó al borde de la cama. Bajó la vista y vio en sus manos muchos jirones oscuros de cinta y fieltro. ¿Qué eran? Entonces comprendió que se trataba de su sombrero; lo había hecho pedazos sin darse cuenta siquiera. Tiró los jirones al suelo y se quitó el capote. Tal vez la calmara acometer los mismos gestos de todas las noches.

Sacó el vestido del armario y colocó la silla junto a la ventana, y se puso a deshacer las puntadas. Pero los transeúntes la distraían todo el tiempo. Se trataba del habitual y variopinto surtido de borrachos y chicas alegres, obreros y parejas jóvenes que daban paseos secretos; los mismos miedos y deseos de siempre, que, aquel día, en cambio, le resultaban obscenos. ¡Andaban por ahí como si no hubiera pasado nada! ¿No sabían que el rabino había muerto? ¿No se lo había dicho nadie?

Al mover las manos demasiado rápido se le resbalaron las tijeras, una de cuyas hojas desgarró la tela y le hizo un corte tan largo como su dedo. La golem gritó y arrojó el vestido al suelo. Se llevó las manos a la cara. Gimiendo, empezó a balancearse adelante y atrás. Tuvo la sensación de que las paredes se le acercaban. No podía continuar allí. Necesitaba salir. Necesitaba moverse o perdería el control.

Sin sombrero, capote ni destino, la golem huyó de la pensión. Caminó sin rumbo y fijándose muy poco en su alrededor. La noche ya era muy fría; el aire, gélido. La luna, casi llena, brillaba por encima de las farolas de gas, volviendo su luz amarillenta y débil.

Fue de calle en calle. Los barrios se transformaban uno tras otro y los idiomas cambiaban en los escaparates. Ajena a todo, atravesó Chinatown sin percatarse apenas de las banderas rojas que ondeaban al viento por encima de su cabeza. Los letreros volvieron a cambiar a otra lengua más; con todo, siguió caminando, subyugando su dolor a base de andar.

Tardó mucho en empezar a tranquilizarse y en apaciguar sus pensamientos, ya menos fragmentados. Aminoró el paso y luego se detuvo; miró a su alrededor. Ante ella se extendía una calle llena de bloques de pisos, flanqueada por edificios a cada lado. Las fachadas de ladrillo se veían mugrientas y desvencijadas, y el aire apestaba. Se dio la vuelta: ningún punto de referencia conocido, ningún río ni puente que le sirviera para orientarse. Comprendió que estaba completamente perdida.

Con cautela, siguió adelante. La calle siguiente, que le pareció aún más incierta, terminaba en un parque pequeño, poco más que una franja de hierba muerta. Fue hasta el centro con la esperanza de poder orientarse. Nada menos que seis calles se cruzaban junto al borde del parque. ¿No sería mejor volver por donde había venido? ¿Cómo iba a llegar a casa?

Entonces, bajando por una de las calles, apareció una luz extraña, como si flotara en el aire. Se alarmó, pues la luz se dirigía hacia ella. A medida que se le acercaba vio que no era una luz, sino un rostro, y que éste pertenecía a un hombre. Era alto, más que ella, y llevaba la cabeza descubierta. Llevaba el pelo oscuro bien recortado. Su rostro (y también sus manos, como pudo ver) emitían esa luz cálida, como una lámpara cubierta con gasa.

Mientras veía cómo se acercaba, fue incapaz de apartar los ojos. Él le lanzó una mirada y luego otra. Entonces se detuvo también. A esa distancia, ella no percibía su curiosidad, aunque resultaba palpable en su expresión. «Pero ¿qué es?», estaba pensando.

La asombró tanto, que se quedó paralizada; tan sólo el rabino había sido capaz de ver que ella era diferente.

Supo que debía dar media vuelta y echar a correr. Alejarse de aquel hombre que, con sólo verla, con verla realmente, ya sabía demasiado. Pero no pudo. El resto del mundo se había derrumbado. Tenía que saber quién era él. O qué era, más bien.

De modo que, cuando el hombre inició su cuidadosa aproximación, la golem lo esperó con firmeza.

* * *

Hasta ese momento, la noche le había resultado al genio más bien decepcionante.

Salió a dar una vuelta aprovechando que el cielo estaba despejado, aunque sin gran entusiasmo. Poco inspirado, pensó en hacer otra visita al acuario, pero, en lugar de eso, terminó en City Hall Park, un anodino mosaico de césped surcado por amplios senderos de hormigón que se entrecruzaban. Desde allí fue hasta la terminal de Park Row, un edificio largo y sostenido por gruesas vigas. Pasó por debajo y alzó la vista hacia los trenes que dormían en sus vías, a la espera de los pasajeros de la mañana que quisieran cruzar el puente de Brooklyn.

Ni había estado en Brooklyn, ni quería ir todavía. Sentía la necesidad de racionar cuidadosamente esas nuevas experiencias, para no quedarse sin. Tuvo una efímera imagen de sí mismo al cabo de diez, veinte o treinta años, caminando en círculos cada vez más amplios y agotando todas las fuentes de distracción. Se frotó el hierro de la muñeca antes de caer en la cuenta de lo que estaba haciendo y parar. No, de ningún modo pensaba sucumbir a la autocompasión.

Deambuló hacia el nordeste siguiendo Park Row y vio que casi había llegado a Bowery. No le apetecía regresar tan pronto, así que dobló una esquina cualquiera y fue a parar a una calle flanqueada por viviendas de aspecto miserable. Aquello no era mucho mejor, pensó.

A cada lado, los edificios acababan en forma de cuña frente a una gran intersección, un erial de cemento agrietado. Más allá había un parque angosto y cercado. En el centro, había una mujer, sola.

Al principio únicamente vio que era de aspecto respetable, a solas pese a lo tarde que era. Eso de por sí ya era raro, cuando no inexplicable. Además, no llevaba sombrero ni abrigo, sino sólo una falda y una blusa. ¿Y por qué lo observaba, siguiendo cada uno de sus movimientos? ¿Estaba trastornada o simplemente perdida?

El genio llegó al centro de la intersección y le lanzó otra mirada, intranquilo. Y vio que no era humana, sino un pedazo de tierra viviente.

Se paró en seco. Pero ¿qué era?

A esas alturas, él también la miraba a ella. Dubitativo, avanzó sobre la hierba. Cuando estaba a pocos metros de distancia, ella se puso rígida e hizo ademán de retirarse. Él se detuvo de inmediato. En torno a la mujer, el aire era como un soplo de neblina, con fragancia a algo oscuro y fértil.

—¿Qué eres? —preguntó él. Ella no contestó, ni dio señal de haberle entendido. Volvió a probar—: No eres humana. Estás hecha de tierra.

Al fin, ella habló:

—Y tú, de fuego.

La sorpresa fue tal que sintió como si le dieran un golpe justo en el pecho, seguido de un temor intenso. Retrocedió un paso.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Tu cara brilla. Como iluminada por dentro. ¿Es que no lo ve nadie más?

—No —contestó—. Nadie.

—Pero tú también me ves a mí —continuó ella.

—Sí. —El genio inclinó la cabeza, intentando comprender. Según cómo la mirase, no era más que una mujer alta y de cabello oscuro. Pero luego, sin saber cómo, le vio los rasgos modelados en arcilla—. Los de mi especie vemos la verdadera naturaleza de todas las criaturas; así es como nos reconocemos cuando nos encontramos, sin importar la forma que hayamos adoptado. Pero nunca había visto…

Sin pensarlo, extendió el brazo para tocarle la cara. Ella se echó atrás casi de un salto.

—Yo no tendría que estar aquí —jadeó.

Miró alrededor en un arrebato, como si advirtiera por primera vez dónde se encontraba.

—¡Espera! ¿Cómo te llamas? —preguntó él.

Pero ella sacudió la cabeza y empezó a retroceder como un animal asustado.

—¡Si no me lo quieres decir, te diré cómo me llamo yo! —Bien; con aquello logró detenerla, al menos de momento—. Me llaman Ahmad, aunque no es mi nombre de verdad. Soy un genio. Nací hace mil años, en un desierto al otro extremo del mundo. Llegué aquí por accidente, atrapado en un frasco de aceite. Vivo en Washington Street, más al oeste, cerca de un taller de hojalatero. Hasta este momento sólo una persona en todo Nueva York conocía mi auténtica naturaleza.

Fue como si abriera una compuerta. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mucho que ansiaba contárselo a alguien, a quien fuese.

El rostro de la mujer era el retrato de una lucha, de alguna guerra interior. Finalmente dijo:

—Me llamo Chava.

—Chava —repitió él—. Chava, ¿qué eres?

—Una golem —murmuró.

Entonces abrió mucho los ojos y se llevó una mano a la boca, como si hubiera desvelado el secreto más peligroso del mundo. Se tambaleó hacia atrás y se volvió para echar a correr; en sus movimientos, él percibió su enorme fuerza física, y supo que no le costaría nada doblar por la mitad una de las mejores planchas de Arbeely.

—¡Espera!

Pero ella ya estaba corriendo sin mirar atrás. Dobló una esquina a toda prisa y desapareció.

Él se quedó en la hierba, un minuto o dos, a la espera. Y entonces fue tras ella.

No le resultó difícil seguirle el rastro. Tal como había supuesto, se había perdido; dudaba en las esquinas y alzaba la vista hacia los edificios y hacia los letreros. El barrio era una madriguera de chabolas; más de una vez, la mujer cambió de acera para esquivar a un hombre que andaba a trompicones. El genio mantuvo una distancia considerable entre ambos, pero a menudo tuvo que meterse a toda prisa en un portal cuando ella volvía sobre sus pasos, confusa.

Al fin logró orientarse y empezó a andar con más seguridad. Atravesó el Bowery y el genio la siguió hacia un barrio algo más limpio y respetable. Desde detrás de una esquina la vio desaparecer en una casa pequeña, encajada entre dos edificios enormes. En una de las ventanas se encendió una luz.

Antes de darle tiempo a que se asomara, el genio se alejó hacia el este, memorizando las calles, los giros y las señales. Se sentía extrañamente optimista, y más alegre de lo que había estado en semanas. Esa mujer (¿esa golem?) era un enigma por resolver, un misterio mejor que cualquier mera distracción. No tenía intención de dejar al azar su próximo encuentro.

* * *

Mahmoud Saleh se agitaba y revolvía en su sótano oscuro y húmedo. Aquel insomnio lo aquejaba desde hacía poco. El último verano, Saleh había acabado tan agotado al término del día, que apenas lograba volver a casa. Pero ya era finales de otoño y los niños dejaron de pedir helado hacía tiempo. Semanas después de que el tiempo hubiera cambiado, siguió agitando helado cada mañana y arrastrándose por las lluviosas calles, indiferente a la falta de clientes. No había hecho ningún plan para sobrevivir, porque no tenía intención de superar el invierno.

Fue entonces cuando el universo intervino de nuevo, bajo la forma de Maryam Faddoul; una mañana lo paró frente a su café y le dijo que todos los dueños de cafés y restaurantes sirios, tanto maronitas como ortodoxos, habían decidido comprarle helado a Saleh durante los meses de invierno, para vendérselo luego a sus clientes.

—Será una novedad —le había dicho—. Un pellizco de verano, para recordarnos que va a volver.

«¿Y la gente no va a preferir algo caliente, haciendo frío?», quiso decir él. Pero supo que la lógica no iba a servir de nada, pues Maryam ya lo tenía todo organizado. La gente idealista vive en un mundo propio, imposible, aislado de la realidad; a Maryam, por lo visto, no le costaba nada salir del suyo para invitar a los demás a que entraran. Su bondad espontánea le afectaba al juicio, hasta el punto de comprar grandes cantidades de helado en pleno invierno.

«Déjame tranquilo», le apeteció contestar a él. «Déjame morirme en paz». Pero no había nada que hacer. Ella había decidido que aquel vendedor ambulante, medio loco e indigente, sobreviviría a un invierno mortal, porque así lo deseaba. Saleh quiso enfadarse, pero sólo se sentía fastidiosamente perplejo.

Debido a la nueva disposición, Saleh pasaba mucho menos tiempo de pie. Iba de restaurante en restaurante, batiendo el helado a cambio de unas cuantas monedas. Y también percibió más caridad; sus vecinos empezaron a pasarle la ropa usada, que dejaban doblada en pulcras y anónimas pilas en la escalera del sótano. Él lo aceptaba con el mismo espíritu medio resentido con que aceptaba la generosidad de Maryam. Algunas prendas se las ponía, capa sobre capa; otras las cosió al tuntún con una aguja gruesa y un bramante y creó una especie de manta de muchos brazos.

Pero su cuerpo, acostumbrado al trabajo duro, se rebelaba contra tanta calidez y confort. Se dormía a su hora habitual, pero se despertaba en plena noche y veía sombras repugnantes desplazándose por los rincones. Para mantenerlas alejadas de su jergón, rodeó éste de círculos concéntricos de trampas para ratones y polvos de ácido carbólico. La diminuta estancia había acabado pareciendo un altar infiel, con él mismo en el lugar del sacrificio.

Se agitó debajo de la manta, en busca de una posición más cómoda. Aquélla era una noche especialmente mala. Llevaba horas acostado y contando cada latido de su testarudo corazón. Llegó un momento en que no pudo soportarlo más. Se levantó, se equipó con un abrigo roto, se envolvió la cabeza con una bufanda y salió a la calle.

La noche era despejada y fría, y dejaba un toque de escarcha en las ventanas. Incluso para sus deteriorados ojos, resultaba de una belleza sobrecogedora. Inhaló el aire vigorizante y expulsó grandes nubes de vaho. Tal vez paseara un rato, hasta sentirse cansado.

Con el rabillo del ojo distinguió una luz resplandeciente. Entornó los párpados para distinguir qué era. Un hombre venía hacia él por la calle; su cara estaba hecha de fuego.

Saleh ahogó un grito. ¡Eso era imposible! ¿Por qué no ardía aquel hombre? ¿Y no le dolía? Desde luego, no daba esa sensación; sus ojos relucientes miraban con desenfado, y llevaba en los labios una media sonrisa.

«Sus ojos. Sus labios».

Las rodillas de Mahmoud Saleh flojearon al darse cuenta de que estaba mirando a un hombre a la cara.

Éste pasó a unos dedos de él y le dedicó una rápida mirada de asco. Media manzana más allá, subió los peldaños de un edificio banal —¡por el que Saleh pasaba cada día!— y desapareció.

Saleh, temblando, volvió a esconderse en su sótano. El sueño ya no lo visitaría aquella noche. Había mirado a un hombre a la cara y no había sufrido consecuencias. Un hombre alto y de rasgos árabes que brillaba como encendido por dentro. La única cosa real en una calle repleta de sombras; de pronto, el mundo parecía más espectral aún debido a su ausencia.

* * *

Ya casi rayaba el alba cuando la golem llegó a su pensión. El vestido continuaba tirado en el suelo, con el corte de la tela abierto semejante a una boca iracunda.

Pero ¿cómo podía haber sido tan descuidada? ¡No debería haber ido sola por la calle! ¡No debería haberse alejado tanto de casa! ¡Y cuando vio al hombre que brillaba, debería haber huido! ¡Y, desde luego, no debería haber hablado con él, por no mencionar lo de desvelarle su naturaleza!

Era la muerte del rabino; la había debilitado. El hombre que brillaba se la había encontrado en el peor momento posible. Y la curiosidad que mostró, sus ganas de saber más sobre ella, pudo con el poco autocontrol que le quedaba.

A partir de ese momento, tendría que ser más fuerte. No se podía permitir muchos errores. El rabino ya no estaba. No quedaba nadie que velara por ella.

La magnitud de la pérdida la impactó otra vez. ¿Qué iba a hacer? ¡No tenía a nadie con quien hablar, ningún sitio al que acudir! ¿Qué hacía la gente cuando morían aquellos a quienes necesitaban? Se acurrucó en la cama y sintió como si le hubieran arrancado bruscamente una parte del pecho y éste le hubiera quedado descarnado y a la vista.

Al final se repuso y se levantó; ya era hora de acudir a la panadería. El mundo no se detenía, por mucho que ella lo deseara, y no podía quedarse escondida. A pesar de la tristeza, se puso el capote; entonces oyó algo que crujía en el bolsillo. Era el sobre. ÓRDENES PARA LA GOLEM. Se había olvidado de él.

Abrió la solapa y sacó un cuadrado de papel grueso, algo roído por los bordes y doblado dos veces. Abrió el primer pliegue, donde una mano temblorosa había escrito: «La primera orden da la vida. La segunda, destruye».

El segundo pliegue quedaba ligeramente abierto, como si fuese incapaz de esperar a divulgar sus secretos. Por la abertura vio la sombra de unos caracteres en hebreo.

La tentación se propagó por su interior como la niebla.

Rápidamente, volvió a doblar el papel y lo metió dentro del sobre. Luego guardó éste en el cajón de su minúsculo escritorio. Se pasó unos minutos dando vueltas, lo sacó del cajón y lo metió entre el colchón y el somier, antes de sentarse encima.

¿Por qué se lo había dado el rabino? ¿Y qué se esperaba que hiciera ella con eso?

* * *

Los muelles de Danzig estaban atestados de viajeros y sus seres queridos. El Baltika aguardaba como una enorme y sobresaliente mole lista para desaparecer en la bruma de la mañana.

A Yehudah Schaalman, acostumbrado a su chabola de eremita, el ruido de los muelles le resultaba insoportable. Aferrado a su pequeña y maltrecha maleta, intentaba abrirse camino a codazos entre la multitud. El toque de aviso de la sirena del barco le dio un susto de muerte. Era la cosa más grande que había visto nunca; se dio cuenta de que lo estaba mirando, boquiabierto, como si fuese un imbécil.

La muchedumbre se dispersó y él subió por la rampa de embarque junto a los demás. Ya en cubierta, contempló cómo se alejaba la tierra. Los parientes que agitaban los brazos en el muelle se encogieron hasta desaparecer. La bruma se espesó y la orilla de Europa se convirtió en una fina mancha marrón. Enseguida se desvaneció ésta también, engullida por la neblina y el océano. Y Schaalman no halló explicación para las lágrimas que le corrían a raudales por las mejillas.