Unos vientos húmedos atravesaban el bosque a las afueras de la ciudad de Konin. Dentro de su desvencijada choza, Yehudah Schaalman se hallaba sentado en un sillón medio podrido, con una manta vieja encima de los hombros. Hojas muertas y trozos de papel se dispersaban por el suelo de tierra. En la chimenea, el fuego ardía y crepitaba, y Schaalman se sorprendió preguntándose qué tiempo haría en Nueva York. ¿Estarían Otto Rotfeld y su golem sentados también junto a su propio hogar, pasando felizmente las horas? ¿O acaso el fabricante de muebles ya se habría cansado de su mujer de arcilla y la habría destruido?
Cayó en la cuenta y frunció el ceño: ¿por qué esa obsesión con Rotfeld? Normalmente, no se paraba a pensar demasiado en sus clientes y en los actos ilícitos que pudieran cometer. Cogía su dinero, les daba lo que querían y les cerraba la puerta en las narices. ¿Por qué aquél era tan diferente?
Tal vez fuese la golem. Había trabajado duro en esa criatura, mucho más de lo que acostumbraba a esforzarse en provecho de otro. Reunir las dispares peticiones de Rotfeld en una sola creación había resultado un rompecabezas agradable, y lamentaba no haber podido verlo con vida. Aunque, seguramente, dada la naturaleza imprevisible de los golems en general, era mejor así. Estaba mucho más seguro al otro lado del océano, y no con Rotfeld cuando llegó a Nueva York y despertó a su novia.
Otra vez frunció el ceño, resistiéndose al impulso de sacudir la cabeza como un perro. No tenía tiempo para eso. El dinero de Rotfeld ya casi se había terminado y, pese a todas sus investigaciones, aún estaba lejos de su objetivo: el secreto de la vida eterna.
Bajo la cama rellena de paja que había en un rincón de la choza guardaba un cofre cerrado con llave, en cuyo interior se encontraba el fajo de hojas que se trajo, tiempo atrás, de una sinagoga incendiada. Los fragmentos quebradizos se intercalaban ya con páginas nuevas en las que Schaalman había escrito fórmulas, diagramas y observaciones, tratando de llenar las lagunas de su conocimiento. Era una crónica de sus estudios y, al mismo tiempo, un diario de sus viajes. Después de aquel día en la sinagoga, se había dedicado a vagar de pueblo en pueblo, de shtetl en shtetl, por todo el reino de Prusia hasta el Imperio austriaco y Rusia, y vuelta otra vez, en busca de los pedazos que faltaban. En Cracovia buscó a una mujer de la que se decía que era una bruja, le robó sus conocimientos y la dejó muda para que no lo maldijera. Una primavera, lo echaron de un pueblo ruso después de que todas las ovejas preñadas en tres leguas a la redonda parieran un cordero con dos cabezas; a alguien se le ocurrió acusar de brujería a aquel judío forastero… Acertadamente, de hecho, aunque de paso también echaron a una vieja partera inofensiva y al retrasado del pueblo. En Lvov visitó a un viejo rabino en su lecho de muerte y adoptó el aspecto de uno de los shedim, los hijos demonios de Lilit, salido del Gehena para torturarle. De este modo obligó al aterrado rabino a revelar que una vez vio la fórmula de algo llamado «Agua de vida». Pero, cuando Schaalman lo presionó para que dijera más, al rabino le reventó el corazón. Schaalman vio cómo el alma del viejo se le escapaba de las manos y, al gritar de ira y frustración, pareció, aún más que antes, un demonio del Gehena.
Después de eso, dejó de vagabundear y se instaló cerca de Konin. Se estaba haciendo demasiado viejo; los caminos rebosaban peligros y él no podía sortearlos todos. Pero siempre, siempre, cada día que pasaba, se acercaba un poco más a la muerte que tanto quería evitar.
Se levantó, se puso un raído abrigo e hizo una mueca al crujirle los huesos. De su mesa de trabajo cogió una jofaina grande y salió. Una nieve intempestiva había caído por la noche; de rodillas, rascó algunos puñados que metió en el recipiente. De vuelta en la choza, Schaalman colocó la jofaina cerca del hogar y observó cómo se encogía y se fundía la nieve. Deseó que las cosas no hubieran ido así. Cuando ya no quedó ni un cristal, sacó de la chimenea la jofaina llena de agua y fue al cofre a por el libro estropeado, y buscó las páginas que le interesaban, para comprobar si recordaba la fórmula correcta. De una bolsa de piel sacó una de las monedas con que Rotfeld le había pagado. Luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, frente al recipiente de agua. Con la moneda bien apretada en la mano izquierda musitó un largo conjuro. Con la mano derecha levantó cuidadosamente la jofaina. Otro conjuro, una honda inspiración… y se echó hacia atrás y se vertió el agua en la cabeza.
Sintió el impacto del líquido helado en su rostro… y, entonces, ya no estaba; estaba en otra parte.
Notó un peso inmenso sobre su pecho. Una eternidad de agua reposaba encima de él, empujando hacia abajo, rompiéndole el cuerpo y moliéndole los huesos. Jamás había tenido tanto frío. Percibía el mordisqueo de un millar de dientes diminutos. Una tiniebla absorbente se extendía en todas direcciones.
En un recodo de la mente que aún le pertenecía comprendió que Rotfeld ni siquiera había llegado a América. Tanto esfuerzo para nada; si no la habían despertado, seguro que la golem ya estaría hecha pedazos, ya no sería más que tierra informe y un vestido sucio dentro de un cajón de madera que no reclamaría nadie. Qué pena.
Pero entonces la escena cambió, de forma inesperada.
Se liberó de aquel peso encima de él. Ya no estaba enterrado debajo del océano, sino volando por encima de éste, a baja altura y veloz, más veloz que ningún pájaro. Las olas desaparecían a su espalda, kilómetro a kilómetro. El viento le rugía en los oídos.
En la distancia, una ciudad crecía.
Ganó altura al acercarse hasta que quedó encima de ella. La ciudad se extendía sobre una isla cercada. Torres y agujas de iglesia le apuntaban como lanzas.
Estuvo observando las calles angostas y vio que esa ciudad era también un laberinto. Y, como todos los laberintos, algo precioso ocultaba en su corazón. ¿Qué era lo que estaba aguardando?
Una voz muda susurró la respuesta: la vida sin fin.
Schaalman emergió con un acceso de tos. La jofaina yacía volcada en el suelo. Un agua gélida le goteaba por la cara y por la ropa. El puño izquierdo le quemaba, pues la moneda se había vuelto más fría que el hielo.
El resto del día lo pasó acurrucado y temblando en la cama, envuelto en todas las mantas y frazadas que tenía. Le dolían las articulaciones, y la palma, congelada, le enviaba calambres de fuego por todo el brazo. Pero estaba tranquilo y tenía la mente despejada.
A la mañana siguiente se levantó, se atusó la barba con los dedos y se fue a la ciudad, a comprarse un billete para Nueva York.
* * *
Una mañana húmeda y fría de otoño, Michael Levy llegó al albergue judío y se encontró la entrada empapelada de unos folletos, impresos en yídish, de un grupo que se autodenominaba «Miembros Judíos del Comité de Estado Republicano». Dichos folletos animaban a todos los judíos de bien a dar su voto a la candidatura del coronel Roosevelt a gobernador. Al fin y al cabo, Roosevelt acababa de aplastar a los españoles en la batalla de la Loma de San Juan; ¿y acaso los judíos no fueron antaño despojados y expulsados por los españoles y hostigados por sus inquisidores? «¡Vote y exprese su satisfacción por la derrota española!», reivindicaban los folletos. Michael los arrancó de la fría piedra al pasar y los estrujó antes de tirarlos a la papelera de su despacho. Los anuncios de la sinagoga podía tolerarlos, pero no esas descaradas peticiones de voto de las élites republicanas.
Estaba siendo un otoño complicado para Michael. Había estirado al máximo el presupuesto del albergue judío y no sabía cómo iban a llegar a final de año. El precio del carbón no paraba de subir, el tejado tenía goteras y el techo del último piso estaba plagado de moho. Y lo peor era que un joven ruso llamado Gribov se había acostado hacía poco en una cama del segundo piso y ya no había despertado. Michael tuvo que llamar al Departamento de Salud, que amenazaba con imponer al albergue dos semanas de cuarentena. Al final, el inspector, que examinó el cadáver del inmigrante con clínico desagrado, dictaminó que no hacía falta; no había signos de tifus ni de cólera y nadie recordaba que el chico se hubiera quejado de nada. Pero durante una semana reinó en el albergue un ambiente tenso y lúgubre y Michael apenas durmió de lo preocupado que estaba. Le daba la sensación de que todo el proyecto pendía de un hilo.
Sus amigos, al ver sus nuevas ojeras, le decían que acabaría matándose de tanto trabajar. Su tío le habría dicho algo parecido, pero hacía tiempo que Michael no le veía, desde que lo visitó con esa mujer que se llamaba Chava. Se preguntó vagamente si tendría que preocuparse. ¿Estaría enfermo su tío? ¿O se trataba de otra cosa? Los pensamientos de Michael se demoraron en la mujer alta con la caja de pastas, y en la mirada cariñosa y protectora que le prodigaba su tío. ¿Acaso ella…? ¿Y él…? No, demasiado ridículo. Sacudió la cabeza y decidió ir pronto a ver a su tío.
Pero una cosa llevaba a la otra y, como el techo del último piso amenazaba ruina, Michael tuvo que desviar su atención. Hasta que, una mañana, la cocinera del albergue entró en el despacho y dejó en el escritorio una caja de macarrones de almendra.
—La chica nueva de la panadería me ha dicho que le dé esto —dijo, claramente divertida—. Y gratis, si es que se lo puede creer. Se ha enterado de que yo soy del albergue y ha insistido.
¿La chica nueva? Al cabo de un instante cayó en la cuenta y sonrió. La cocinera alzó las cejas.
—¿Una mujer alta? —preguntó él; la cocinera asintió—. Es amiga de mi tío. Yo le propuse que fuese a Radzin a buscar trabajo. Seguramente es su forma de decir gracias.
—Sí, seguramente —replicó la otra con brío.
—Dora, sólo la he visto una vez. Y es viuda. Reciente.
La cocinera sacudió la cabeza ante la ingenuidad de Michael y, al marcharse, cogió una galleta de la caja.
Él sostuvo un macarrón en su palma. Era grueso y ligeramente combado, pero resultaba ligero como el aire. Por encima estaba decorado con almendra fileteada, dispuesta en círculo como pétalos de una flor. Se lo llevó a la boca y se sintió feliz por primera vez en varias semanas.
* * *
La golem se fue acostumbrando poco a poco a la panadería y a su ritmo. Sus turnos en la caja ya no le daban tanto miedo. Empezó a aprender qué clientes compraban lo mismo cada día y cuáles agradecían que ella se les adelantara. A todos les sonreía, aunque no le apeteciera. Acuciada por cientos de pequeños apuntes, se esmeraba mucho en dar a cada cual lo que quisiera de ella exactamente. Y cuando le salía bien, los clientes se iban con el corazón más ligero, contentos de que una cosa al menos, aquel recado tan sencillo, fuese según lo esperado.
Aún quedaban problemas por resolver. Era propensa a trabajar demasiado rápido y los clientes se ponían nerviosos o se enfadaban, al creer que les estaba metiendo prisa; de modo que practicó para aminorar el ritmo y preguntar por la salud y los parientes, incluso cuando había mucha cola. Hasta aprendió a tratar a esos clientes que no se deciden nunca, que se quedaban en el mostrador sopesando los méritos de un producto y de otro. El día decisivo fue aquél en que una señora le pidió que eligiera por ella, que le pusiera lo que más le gustara. Pero la golem no tenía ninguna preferencia concreta; había probado todas las pastas y sabía distinguirlas, pero para ella no había buenas ni malas. Cada una era una experiencia distinta, nada más. Se le ocurrió elegir al azar, pero entonces, en un momento de inspiración, hizo algo que rara vez se permitía: se concentró en la mujer y filtró la maraña de sus deseos encontrados. «Algo económico estaría bien, pero también desea algo dulce…». Llevaba toda la semana tan desmoralizada porque el casero le había subido el alquiler; y luego estaba esa discusión tan horrible con su Sammy, que ¿acaso no se merecía algo agradable? Pero cuando se lo hubiera zampado, no se sentiría mejor, sino más pobre…
—En días así, a mí me gusta el jalá de uvas —señaló la golem—. Es dulce y al mismo tiempo llena. Y un jalá dura mucho.
De pronto, la mujer resplandeció.
—Claro —dijo—. Eso quería exactamente. —Pagó el jalá y se fue con mejor ánimo.
Feliz de su éxito, la golem probó esta técnica con otros clientes indecisos. La mayoría de las veces acertaba; cuando no, procuraba no tomárselo como algo personal; empezaba a darse cuenta de que hay personas que nunca están contentas, vete a saber por qué.
De vez en cuando aún cometía algún error, sobre todo hacia el final del día, cuando se sentía agotada mentalmente y sus pensamientos divagaban. Entonces cogía el producto equivocado o llamaba a alguien por un nombre incorrecto, o tenía algún otro fallo tonto. En ocasiones, un cliente salía con algo que no había pedido y volvía para quejarse. Ella se deshacía en disculpas, horrorizada por haberlo hecho tan mal; pero lo daba por bien empleado porque, así, sus jefes no la considerarían demasiado buena para ser verdad. El señor Radzin era un contable meticuloso que repasaba las cifras una y otra vez. Y no había duda: las ventas aumentaban, sin motivo aparente, al tiempo que disminuían los gastos, y su intuición le decía que tenía que ver con la chica nueva. Tal vez patinara alguna que otra vez en la caja, pero nunca fallaba con una receta, ni salaba dos veces sin querer ni se dejaba una hornada de galletas en el fuego más rato de la cuenta. Nunca se ponía enferma, ni llegaba tarde, ni era lenta. Era un milagro de productividad.
No obstante, en ocasiones actuaba como llegada de otro mundo. Una mañana, la señora Radzin la pilló mirando un huevo de una manera muy rara.
—¿Pasa algo, Chavaleh? ¿Está malo?
Sin apartar los ojos del huevo, la chica respondió, ausente:
—No, es sólo que…, ¿cómo los hacen del mismo tamaño y la misma forma exactos, todas las veces?
La señora Radzin frunció el ceño.
—¿Quién, querida? ¿Los pollos?
Anna, en su mesa, soltó una risotada. Chava volvió a dejar el huevo con cuidado y dijo:
—Perdón. —Y desapareció en la trastienda.
—No te burles, Anna —la regañó la señora Radzin.
—¡Es que vaya pregunta!
—Ten misericordia; es una viuda de luto. Eso afecta a la cabeza.
Radzin, ignorando a las mujeres, fue a la trastienda a por harina. La puerta del servicio estaba cerrada. Se esperaba oírla llorar pero, en vez de eso, la oyó repetir entre dientes:
—Debes tener más cuidado, debes tener más cuidado…
Cogió la harina y se fue. Minutos después, Chava reapareció como si nada hubiera pasado y, silenciosa, volvió al trabajo, sin hacer caso de las risitas ocasionales de Anna.
—¿Qué problema crees que tiene? —le preguntó Radzin a su mujer por la noche.
—A Chava no le pasa nada de nada —zanjó ella.
—Thea, tengo ojos en la cara y tú también. Es diferente, no sé por qué.
Ambos estaban acostados. Al lado de la pared, Abie y Selma se acurrucaban en sus jergones, sumidos en el sueño intenso de los jóvenes.
—De pequeña conocí a un niño —explicó Thea—. No podía parar de contar cosas. Briznas de hierba, los ladrillos de la pared… Los demás se ponían a su lado y le gritaban números, porque si se perdía tenía que empezar de cero otra vez. Y se quedaba ahí plantado, llorando mientras contaba. A mí me daba mucha rabia. Le pregunté a mi padre por qué no podía parar y él me explicó que ese niño tenía un demonio en la cabeza. Me dijo que me alejara de él por si hacía algo peligroso.
—¿Y lo hizo?
—Claro que no. Pero murió justo el año antes de irnos nosotros. Una mula le dio una patada en la cabeza. —Hizo una pausa y luego dijo—: Siempre he pensado que a lo mejor la provocó. A propósito.
Radzin resopló.
—¿Suicidio por mula?
—Todo el mundo conocía el genio de aquel animal.
—Hay una docena de formas mejores de hacerlo.
Su esposa le dio la espalda.
—Bah, no sé por qué te cuento las cosas. Si digo blanco, tú dices negro.
—Si veo a Chava detrás de alguna mula, prometo que te avisaré.
—Eres horrible. Vete a freír espárragos. —Guardaron silencio durante un instante y luego ella continuó—: Ya me gustaría ver cómo le da una patada una mula. Seguro que ella le trenza las patas como si fuese un jalá.
Radzin soltó una risa sonora en la pequeña habitación. El niño musitó algo y su hermana se agitó en su jergón. Sus padres se callaron, expectantes…, pero los niños no hicieron nada más.
—A dormir —murmuró Thea—. Y déjame un poco de manta, para variar.
Radzin permaneció largo rato despierto, escuchando respirar a su mujer y a sus hijos. A la mañana siguiente, se llevó aparte a su nueva empleada y le anunció que le aumentaba el sueldo diez centavos al día.
—Te lo mereces —le dijo con brusquedad—. Pero una palabra a Anna y tendrás que partírtelo con ella; no quiero que me exija un dinero que no se ha ganado.
Se esperaba que le diera las gracias, pero la joven se limitó a quedarse ahí con cara de pena.
—¿Qué, no estás contenta? Acabo de subirte el sueldo.
—Sí —respondió ella de inmediato—. Sí, por supuesto. Gracias. Y no se lo contaré a Anna.
Pero aquel día la vio más pensativa que de costumbre y, en un par de ocasiones, la pilló lanzándole a Anna unas miradas de culpabilidad muy poco disimuladas.
* * *
—Pero no es justo que a Anna le paguen menos que a mí —protestó la golem ante el rabino Meyer—. ¡Ella no puede trabajar tanto como yo! ¡No es culpa suya!
La golem andaba de aquí para allá por la salita del rabino. Era viernes por la noche y los platos de la frugal cena continuaban en la mesa. La golem siempre esperaba ilusionada aquellas noches de sabbat con el rabino, pues era el único momento de la semana en que podía preguntar cosas y hablar con libertad. Pero aquella noche, su dilema eclipsaba al resto de las ideas. El rabino asistía preocupado a su inquietud.
—No es que yo necesite el dinero —musitó Chava—. No tengo ningún gasto.
—¿Y por qué no te compras algo que te guste, como recompensa a tu trabajo? ¿Un sombrero nuevo, quizás?
Ella frunció el ceño.
—Ya tengo sombrero. ¿Le pasa algo malo?
—No, qué va —respondió él mientras se decía que, desde luego, el creador de la golem no le había infundido la frivolidad de las jovencitas—. Entiendo tu disgusto, Chava, y dice mucho de ti. Pero, desde el punto de vista de Radzin, vales más que Anna. Pagaros lo mismo a las dos sería injusto. Pongamos que yo necesito comprarme una tetera y puedo elegir entre una grande y otra pequeña. Se supone que la grande costará más, ¿no?
—Pero ¿y si el hombre que fabrica la tetera pequeña es más pobre y tiene más hijos que alimentar? ¿Eso no contaría en tu decisión?
El rabino suspiró.
—Sí, me imagino que sí. Pero si yo desconociera esos datos, como suele ocurrir, lo único que sabría es que tengo dos teteras delante, una grande y otra pequeña. Eso es también lo único que sabe Radzin. Y por favor, Chava, deja de dar vueltas; me estás mareando.
Ella se detuvo al instante y se sentó en una silla, mirándose las manos, que tenía entrelazadas en su regazo.
—A lo mejor debería dar lo que no necesite —dijo—. O… —su rostro se iluminó ante la ocurrencia— ¡te lo podría dar a ti!
Enseguida vio que el rabino desechaba la idea.
—No, Chava. El dinero es tuyo, no mío.
—¡Pero yo no lo necesito!
—Puede que no. Pero uno tiene que pensar siempre en el futuro. He vivido lo bastante para saber que llegará el momento en que lo necesitarás, y seguramente cuando menos te lo esperes. El dinero es una herramienta y con él puedes hacer mucho bien, tanto a los demás como a ti misma.
Aunque parecía un buen consejo, la golem no se quedó del todo tranquila. En los últimos tiempos, todas las respuestas del rabino iban en esa línea; se ceñían al tema en cuestión pero, a la vez, se orientaban en un sentido más amplio de algo aún por llegar. Eso la inquietaba. Tenía la sensación de que intentaba enseñarle cuanto podía en el menor tiempo posible. Su tos no había empeorado, pero tampoco iba a mejor, y se daba cuenta de que la ropa empezaba a quedarle grande, como si él se hubiera encogido. El rabino insistía en que todo iba como tenía que ir.
—Soy viejo, Chava —decía—. El cuerpo humano es como un trozo de tela. Por mucho que lo cuides, se desgasta con el tiempo.
«¿Y el cuerpo de un golem?», deseaba preguntar. «Dices que yo no envejeceré, pero ¿me voy a desgastar?». Sin embargo, se mordió la lengua. Empezaba a temer que preguntas como aquélla fueran una carga demasiado pesada para ambos.
—Además —siguió el rabino—, por lo que cuentas de la tal Anna, no me parece una mujer muy seria. A lo mejor podría aprender de ti, aunque no le salgan las mismas cosas de forma natural.
—A lo mejor —admitió la golem—. Creo que no me tiene tanta manía como antes. Lo que sí la preocupa es su nuevo pretendiente. Piensa muchísimo en él y espera que la acompañe a casa al salir de la panadería, para así poder…
—Ya, bueno. —El rabino se ruborizó un poco—. Es una insensata si se le entrega antes de estar casados. O al menos, antes de prometerse.
—¿Por qué? —quiso saber la golem.
—Porque tiene mucho que perder. El matrimonio tiene muchas ventajas; entre ellas, la protección de un hijo, probable resultado de su… actual comportamiento. Un hombre soltero puede dejar a una mujer, sea cual sea su estado, sin sufrir consecuencias. ¿Y la mujer? Ya tiene una carga y quizá no sea capaz de mantener a su hijo o ni siquiera a sí misma. Mujeres en situaciones como ésta han caído en el crimen más espantoso por pura desesperación, y así pierden la poca virtud que les queda. A partir de ahí, sólo hay un paso hasta la enfermedad, la pobreza y la muerte. No exagero al decir que una noche de placer puede costarle la vida a una muchacha. Demasiadas veces lo he visto siendo rabino, incluso entre las mejores familias.
«Pues se la ve tan feliz», pensó la golem.
El rabino se levantó y se puso a recoger la mesa mientras tosía un par de veces. La golem fue rápidamente a ayudarle y lavaron los platos juntos, en silencio.
—Rabino, ¿le puedo preguntar una cosa? —dijo ella al cabo de un rato—. No sé si se va a sentir incómodo.
El rabino sonrió.
—Pondré de mi parte, pero no esperes milagros.
—Si el acto del amor es tan peligroso, ¿por qué la gente se arriesga tanto?
El rabino guardó silencio. Entonces dijo:
—¿Tú qué dirías?
La golem pensó en lo que sabía de esos anhelos, de la lujuria nocturna de los que pasaban por la calle.
—Les excita que sea peligroso y tener un secreto que el resto del mundo no conoce.
—Es uno de los aspectos, pero no el único —señaló el rabino—. Te olvidas de la soledad. Todos nos sentimos solos en algún momento, aunque tengamos mucha gente alrededor. Entonces conocemos a alguien que parece que nos entiende. Sonríe y, por un instante, la soledad desaparece. Añádele los efectos del deseo físico (y la excitación de la que hablabas), y adiós al sentido común y al buen juicio. —El rabino hizo una pausa—. Pero el amor que sólo se basa en la soledad y el deseo no dura mucho. La historia compartida, la tradición y los valores unen a dos personas más plenamente que cualquier acto físico.
Se impuso el silencio mientras la golem reflexionaba al respecto.
—¿A eso os referís cuando habláis de amor verdadero? ¿A tradición y valores? —preguntó.
El rabino chasqueó la lengua.
—Puede que sea demasiado simplista. Chava, yo soy un viejo viudo. Hace años que dejé todo eso atrás. Pero recuerdo cómo era ser joven y sentir que no había en el mundo nadie más que la persona amada. Gracias a la perspectiva que dan los años, veo lo que permanece realmente entre un hombre y una mujer.
Arrastró las palabras, perdido en sus recuerdos, mientras miraba el trapo que tenía en la mano. A la luz de la lámpara de la cocina, la piel se le veía cetrina y llena de manchas, y fina como una cáscara de huevo. ¿Siempre había tenido ese aspecto tan frágil? Se acordó de que Rotfeld había mostrado esa misma palidez sudorosa a la luz de la lámpara de queroseno. Ella ya sabía que sobreviviría al rabino, pero la dura verdad la golpeaba ahora como por primera vez. Una sensación de pesadumbre se apoderó de ella… y el vaso que estaba secando se le hizo añicos en la mano.
Ambos se sobresaltaron mientras los pedazos caían relucientes al suelo.
—¡Oh, no! —exclamó la golem.
—No pasa nada —dijo el rabino. Se agachó a recoger las esquirlas con la bayeta, pero la golem se le adelantó diciendo:
—Se me ha roto a mí. Y tú te puedes cortar.
El rabino la observó mientras recogía los cristales y enjuagaba los platos más cercanos.
—¿Hay algo que te preocupe? —le preguntó con voz serena.
Ella sacudió la cabeza.
—Es que no he tenido cuidado. Ha sido un día muy largo.
Él suspiro.
—Y es tarde. Cuando acabemos con los platos, te llevaré a casa.
Eran casi las once cuando llegaron a la pensión. El aire se había vuelto gélido, con un viento cortante. La golem iba en cabeza, abriéndose paso como si se tratara de una simple brisa; el rabino, agazapado a su lado, tosía de vez en cuando contra la bufanda.
—Entra y caliéntate un poco, al menos —le propuso ella en la escalera de la pensión.
Él negó con la cabeza, sonriendo.
—Tengo que volver. Buenas noches, Chava.
—Buenas noches, rabino. —Y lo observó alejarse: un anciano menudo en una calle ventosa.
* * *
El trayecto del rabino desde la pensión hasta su casa fue un tormento. El viento le azotaba la cara y le traspasaba el abrigo y los delgados pantalones, y él se estremecía como un animal medio congelado. Pero, al menos, había logrado algo: en toda la velada, ni una sola vez pensó en la pila de libros y papeles que escondía debajo de la cama. ¿Y si ella hubiera captado el asomo de algún temor o deseo? ¿Qué habría pasado? «¡A ver si se marcha pronto y puedo volver a mis textos para ver cómo la controlo!». ¿Lo habría atacado, respondiendo a su instinto de supervivencia? ¿O habría accedido voluntariamente e incluso alentado sus investigaciones? Él nunca le había preguntado si prefería tener un nuevo amo, y planteárselo ahora le provocaba un nudo en la garganta. En cierto sentido, sería como preguntarle a alguien si quiere huir de sus dificultades dándose muerte.
Una y otra vez tenía que recordarse que no era humana. Era un golem, y sin amo, además. Se obligaba a pensar en el pequeño golem que hizo él en su yeshiva y en la indiferencia con que éste destruyó la araña. No eran la misma criatura, pero compartían la misma naturaleza. Aquella frialdad implacable existía también en algún lugar dentro de Chava. Pero ¿tenía alma, además?
En principio, la respuesta era un simple no. El Todopoderoso era el único capaz de otorgar alma, tal como se la infundió a Adán con Su aliento divino. A la golem, en cambio, lo creaba el hombre, no Dios. Si Chava tenía algún alma, sería parcial como mucho, un fragmento. Si él la convertía en polvo, sería un acto de destrucción gratuito; sin embargo, no contaría como un asesinato.
Pero todas esas justificaciones bíblicas quedaban en nada ante la presencia de la golem, ante sus decepciones y logros y ante su evidente preocupación por la salud del rabino. La oía hablar en tono enérgico de su trabajo en la panadería, de su creciente seguridad con los clientes, y no veía un puñado de arcilla inanimada, sino a una muchacha que aprendía a abrirse paso por el mundo. Si él conseguía vincularla a un nuevo amo, la despojaría de todo cuanto había conseguido. Su libre albedrío desaparecería y sería reemplazado por las órdenes de su amo. ¿No era eso una especie de asesinato? Y, si se presentase el caso, ¿tendría él el coraje de hacerlo?
Cuando llegó a su edificio, ya sólo avanzaba arrastrando los pies. Dentro, la escalera se alzaba sumiéndose en la oscuridad. Subió los peldaños de uno en uno, con la mano fría y húmeda sobre la barandilla de madera. Empezó a toser a medio camino y, al alcanzar su puerta, no podía parar.
La llave traqueteó en el cerrojo y con mano temblorosa encendió la lámpara. Fue a buscar agua a la cocina, pero la tos se volvió más intensa y le sacudió todo el cuerpo. Se encorvó y a punto estuvo de darse con la cabeza en el lavamanos. Finalmente, los espasmos se redujeron hasta cesar. Se deslizó hasta el suelo mientras respiraba de forma superficial, con el sabor de la sangre en la boca.
No hacía ni una semana que le había pedido al médico que se pasara a verlo. «Un poco de tos», le dijo el rabino. «Sólo quiero una revisión». El doctor auscultó largo rato el pecho y la espalda del rabino con su frío estetoscopio, con una expresión que se iba volviendo cada vez más indescifrable. Al fin guardó su instrumental en un magullado maletín de piel, sin decir nada. «¿Cuánto tiempo?», le había preguntado el rabino. «Seis meses como mucho», respondió el doctor, y se dio la vuelta con lágrimas en los ojos. Otro temor que tendría que ocultarle a la golem.
Se tomó un dedo de licor para tranquilizarse y puso la tetera a calentar. Las manos ya no le temblaban tanto. Bien. Tenía trabajo que hacer.