9

El genio tardó casi una semana en recuperarse de su carrera bajo la lluvia. Dedicaba las mañanas a trabajar en el taller como si nada hubiera ocurrido, pero estaba más pálido que de costumbre y se movía más despacio, y no se apartaba del calor de la forja. Afirmaba que su aventura había valido la pena pese al suplicio. Arbeely, no obstante, estaba furioso.

—¡Te podrían haber pillado! —chilló el hojalatero—. ¡Podrían haberte encontrado los criados de la chica o, peor aún, su familia! ¿Y si te llegan a retener allí y llaman a la policía?

—Me habría escapado —concluyó el genio.

—Sí, supongo que unas esposas y la celda de una cárcel son poca cosa para ti. Pero piensa al menos en mí. ¿Y si la policía te hubiera seguido hasta aquí, hasta mi taller? También me habrían encerrado a mí. Y yo no sé fundir barras de hierro, amigo mío.

El genio frunció el ceño.

—¿Y a ti por qué iban a detenerte?

—¿No lo entiendes? La policía se llevaría a toda Little Syria si así lo quisieran los Winston. —Se cubrió el rostro con las manos—. ¡Dios mío, Sophia Winston! Vas a hacer que toda la ciudad se nos eche encima. —Se le ocurrió algo—. No estarás pensando en volver, ¿verdad?

El genio sonrió.

—Puede. No lo he decidido.

Arbeely se limitó a gruñir.

Pero no se podía negar que el humor del genio había mejorado sensiblemente. Empezó a trabajar más deprisa y con entusiasmo. El encuentro —y quizás el peligro— le había restituido algo de sí mismo. Los estantes de la trastienda pronto se vaciaron de las jarras abolladas y las cazuelas chamuscadas. Y, como su aprendiz se encargaba de las reparaciones, Arbeely se podía dedicar al menaje nuevo. El tiempo se había vuelto más frío y las noches más largas; y un día, apuntando en su libro de cuentas los pedidos y los gastos de octubre, Arbeely se dio cuenta, para su enorme asombro, de que ya no era pobre.

—Toma —dijo mientras le entregaba al genio una serie de billetes—. Esto es tuyo.

El genio se quedó mirando aquellos papeles.

—Pero esto es más de lo que acordamos.

—Cógelo. El éxito te pertenece tanto como a mí.

—¿Y qué hago con él? —preguntó el genio, perplejo.

—Ya hace tiempo que deberías haber buscado algún sitio donde alojarte. No demasiado ostentoso; nada de palacios de cristal, si haces el favor.

El genio siguió el consejo de Arbeely y arrendó una habitación en un edificio cercano. Era mayor que la de Arbeely (aunque no mucho más) y estaba en el último piso, así que al menos podía mirar los tejados. Equipó la habitación con varios cojines grandes, que repartió por el suelo. En las paredes colgó una miríada de espejos pequeños y candelabros, de modo que, por la noche, la luz de las velas se reflejaba de una pared a otra y daba la sensación de que el espacio fuese mayor de lo que era. Pero no se podía engañar; a pesar del efecto visual, sentía la reclusión como un escozor en la piel.

Optó por pasarse más noches explorando por las calles. Cuando éstas le parecían demasiado limitadas, subía a los tejados, que, poblados por grupos de hombres arracimados junto a hogueras y compartiendo whisky y cigarros, eran como una ciudad en sí mismos. Tendía a evitar la conversación y se limitaba a asentir cuando le saludaban. Pero una noche pudo más su curiosidad y le pidió a un irlandés que le dejara probar su cigarrillo. El hombre se lo pasó. El genio se llevó el objeto a la boca y tomó una bocanada de aire; el cigarrillo desapareció, reducido a cenizas. Los hombres que lo rodeaban se quedaron boquiabiertos antes de estallar en carcajadas. El irlandés se lió otro y le pidió al genio que le enseñara a hacer el truco, pero éste sólo se encogió de hombros y entonces inhaló con más cuidado, y el nuevo cigarrillo ardió como los de los demás. Todos coincidieron en que el otro debía de tener algún tipo de defecto.

Desde entonces, el genio rara vez se quedaba sin tabaco y papel de liar. Le complacía el sabor, así como la calidez del humo en su cuerpo. Pero, para sorpresa de cuantos le pedían por la calle, nunca llevaba cerillas.

Una noche regresó al parque en Castle Garden, junto a la barandilla en la que había estado con Arbeely aquella primera tarde, y descubrió el acuario. Aquel lugar parecía de otro mundo, fascinante y perturbador a un tiempo. Después de abrir el candado a base de derretirlo, se pasó horas frente a los gigantescos tanques de agua, con los ojos fijos en las formas oscuras y alargadas que se deslizaban por el interior. Nunca había visto peces, y se paseó de tanque en tanque abrumado por su gran variedad: uno grande y gris y de aletas lustrosas, otro plano como una moneda y con llamativas rayas… Estudió las branquias en movimiento y trató de adivinar su propósito. Puso las manos en el terso vidrio del tanque y notó el peso del líquido detrás. Si calentara el cristal lo suficiente para hacerlo añicos, el agua lo mataría al instante; lo recorrió un escalofrío, el mismo que sentiría alguien al borde de un precipicio, medio retándose a saltar. Volvió allí una y otra vez, casi cada noche durante una semana, hasta que pusieron un vigilante. El extraño ladrón, por lo visto, nunca robaba nada, pero se habían hartado de poner candados nuevos.

El genio se estaba convirtiendo en un elemento familiar de la vida nocturna del sur de Manhattan: un hombre alto y guapo sin sombrero ni abrigo y que observaba todo con aire distante y absorto, como un dignatario de visita. A los policías los tenía especialmente intrigados. Según su experiencia, un hombre deambulando de noche por la calle solía andar en busca de alcohol, de pelea o de mujeres, pero éste no parecía interesado en nada de ello. Lo habrían tomado por un caballero de la parte alta callejeando de incógnito, una circunstancia que se daba en ocasiones; pero, cuando hablaban con él —cosa poco habitual—, respondía con un acento muy distinto al de la flor y nata neoyorquina. Alguien sugirió que quizá fuese un gigoló de clase alta, pero, entonces, ¿por qué iba a andar pateándose las calles como una ramera barata? Finalmente, agotadas las especulaciones, lo etiquetaron como una rareza imprecisa. Hubo uno que empezó a llamarle «el Sultán» y el apodo cuajó.

En las noches de lluvia, el genio permanecía en su cuarto y se dedicaba a practicar la artesanía del metal. Se había aficionado a visitar de vez en cuando los escaparates de Bowery para adquirir oro y plata, que luego moldeaba como pequeñas aves de toda clase. Hizo un cernícalo, con las alas desplegadas, elaborando la figura a partir de la base para distribuir uniformemente el peso. Esculpió un pavo real de plata y decoró las plumas de la cola con oro fundido, que usó a modo de pintura sobre la plata enfriada con una hebra de la escoba de Arbeely. Enseguida reunió media docena de esculturas similares, en distintas fases de finalización.

El mes se alargaba y empezó a llover casi todas las noches. El genio, harto de sus esculturas, optó por pasarse la noche trabajando en la forja, o tan sólo dando vueltas por su cuarto a la espera de la luz del sol. ¿Para qué había salido de la lámpara, se preguntaba, si lo único que hacía era encerrarse otra vez?

Por último, una noche de principios de noviembre, la lluvia cesó y el cielo quedó despejado, cosa que dejó al descubierto unas cuantas estrellas colgando, cansadas, por encima de las farolas de gas. Poder pasear por la calle fue un gran desahogo para el genio, que se dirigió al norte y al este, doblando las esquinas al azar mientras disfrutaba del aire fresco en la cara. El desasosiego de tantas noches de reclusión le había hecho sentirse solo; de modo que, sin ser muy consciente de desearlo, se encontró de pronto poniendo rumbo a la mansión de los Winston.

No era demasiado tarde y aún pudo tomar el suburbano. Compró un billete y esperó junto a la muchedumbre; sin embargo, al llegar el tren no subió a bordo, sino que saltó a una plataforma metálica, encima del enganche entre dos vagones. Mantuvo el equilibrio y se agarró mientras el tren arrancaba. Fue un trayecto descabellado y vertiginoso. El ruido del traqueteo y los chirridos que se le metieron en el cuerpo resultó ensordecedor. Las vías despedían unas chispas que se alejaban empujadas por violentas corrientes de aire. Las ventanillas iluminadas iban quedando atrás dejando su rastro de destellos rectangulares. En la Cincuenta y nueve saltó de entre los vagones, trémulo todavía.

Ya era pasada la medianoche y el refinado paseo de la Quinta Avenida estaba casi desierto. Cuando el genio llegó a la mansión de los Winston, vio que habían arreglado el orificio que él había dejado en la verja. Se preguntó qué habrían pensado al verlo y sonrió al imaginarse su consternación.

Apartó las dos mismas barras y las atravesó. El jardín se hallaba a oscuras y en silencio y todas las ventanas estaban apagadas. Trepar hasta la habitación de Sophia le resultó aún más sencillo, pues ya conocía la ruta. En cuestión de minutos se plantó en su balcón, donde observó a través del cristal biselado.

Sophia yacía en su cama, dormida. El genio contempló cómo se alzaba y descendía su pecho bajo las mantas, bien protegido de la gelidez de la noche. Posó una mano en el picaporte. No había echado la llave; estaba cerrada, pero sólo de un golpe.

Los goznes, bien engrasados, no hicieron ruido. Despacio, abrió la puerta lo justo para deslizarse adentro y volvió a cerrar. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad de la estancia. Sophia tenía el rostro vuelto hacia él, con el pelo enmarañado encima de la almohada. Sintió una culpabilidad inesperada ante la idea de despertarla.

Aquella estancia le pareció increíblemente amplia y opulenta, después de tanto tiempo en su atestado cuarto. Las paredes estaban forradas de una delicada tela de color gris paloma. Un enorme armario labrado ocupaba la mayor parte de una pared. En una mesa con tablero de mármol descansaban una jofaina de porcelana y una jarra de agua. Tenía bajo los pies una alfombra blanca, hecha con la piel de algo grande y peludo. Un movimiento cercano lo sobresaltó, pero no era más que su propio reflejo, multiplicado por un espejo de tres lunas. Éste se hallaba sobre un pequeño tocador lleno de frascos, cepillos de dorso dorado y delicadas cajitas, entre otras chucherías…, que incluían el ave enjaulada, de aspecto un poco perdido entre aquel desorden.

Se acercó al tocador y examinó el espejo. Era de una calidad excepcional, sin taras ni distorsiones. Se preguntó por la técnica utilizada; ni con todo el poder que él tenía, habría logrado semejante precisión. Luego se fijó en el rostro reflejado. Ya lo había visto, por supuesto, aunque no con tanta claridad. Frente ancha. Ojos oscuros bajo unas cejas también oscuras. Barbilla que terminaba en un punto redondeado. Una nariz de ángulo muy marcado. Le parecía extraño que aquél fuese verdaderamente él. En su antigua vida nunca le preocupó el aspecto físico; se limitaba a pensar «chacal» para convertirse en uno, sin pararse a pensar en los detalles. No tenía nada en contra de ese rostro del espejo, suponía que sus rasgos eran bastante agradables y, desde luego, era consciente del efecto que causaban en los demás. Así pues, ¿por qué se sentía como si lo hubieran despojado de alguna opción fundamental?

Un movimiento a su espalda y un grito ahogado: Sophia se estaba enderezando en la cama y lo observaba, pálida.

—Sólo soy yo —murmuró él al instante.

—Ahmad. —Alzó una mano temerosa; suspiró y la dejó caer sobre la manta—. ¿Qué haces aquí?

—La puerta estaba abierta —se le ocurrió torpemente, a modo de excusa.

Ella miró la puerta, como atónita ante la traición de ésta. Pero entonces dijo:

—Decidí dejarla abierta después de… —Se frotó los ojos, respiró hondo y empezó otra vez—. Apenas dormí durante una semana. Cada noche dejaba la puerta abierta. Luego llegué a la conclusión de que no ibas a volver. Hubo días en que intenté convencerme de que me lo había imaginado todo. —Habló con calma, sin ninguna emoción—. Nunca lo conseguí.

—¿Me voy?

—Sí —respondió ella—. No. No lo sé. —Se volvió a frotar los ojos, pero ya con un gesto que delataba algún conflicto interno. Se levantó de la cama y se tapó con una bata, sin dejar de mantener las distancias. Lo miró—. ¿Por qué vuelves ahora, después de tanto tiempo?

—Para verte otra vez. —Sonó insuficiente hasta para sus propios oídos.

Ella se rió en voz baja.

—Para verme. Pensé que sería para otra cosa.

Él frunció el ceño. Aquello empezaba a ser ridículo.

—Si quieres que me marche, sólo tienes que decirlo…

Pero en un abrir y cerrar de ojos, la joven cruzó la distancia que los separaba. Lo rodeó con sus brazos y cubrió sus labios con los de ella, interrumpiendo sus palabras y luego sus pensamientos.

Esta vez, le permitió que la llevara hasta la cama.

Después, yacieron juntos bajo las sábanas enredadas mientras él la abrazaba. El sudor de Sophia le escocía en la piel. Poco a poco fueron surgiendo sus pensamientos. Era extraño; ese segundo encuentro fue más satisfactorio físicamente (tuvieron más tiempo para explorarse y reaccionar al otro y dejar que su placer fuese tomando forma), pero le sorprendió descubrir que prefería el primero. El segundo estuvo preñado de peligro y transgresión, pero, de pronto, en esa cama gigantesca, con sus sábanas y mantas y con su amante adormilada en los brazos, tan sólo se sentía fuera de lugar.

—Qué caliente estás —murmuró ella.

Él le rozó la cadera con mano perezosa, sin decir nada. Oía leves movimientos por la casa: un criado que bajaba las escaleras, el rechinar de tuberías… Fuera, más allá del jardín, un caballo trotó despacio y sus cascos repicaron, distantes, sobre la piedra. Notó, a regañadientes, que su desasosiego volvía a aflorar.

Ella se dio la vuelta y se acurrucó en su pecho, y, sin querer, le hizo cosquillas con el pelo; él le apartó algunos mechones. Sophia le buscó la mano para entrelazarla con la suya y se topó con la manilla. Él se puso tenso.

—No la había visto antes —dijo la joven. Levantó la cabeza del pecho del genio mientras la examinaba. Él notó cómo tiraba de la fina cadena que sujetaba el seguro—. Está encallado —comentó.

—No se abre.

—¿Entonces la llevas siempre?

—Sí.

—Pero esto es algo que llevaría un esclavo.

Él no respondió. No quería hablar de eso, no en aquella habitación; no con ella.

Sophia se enderezó y se apoyó en un codo, con expresión preocupada y francamente curiosa.

—Ahmad, ¿eras esclavo? ¿Es eso lo que significa?

—¡No es asunto tuyo!

Las palabras sonaron bruscamente entre los dos. Sophia se encogió y se apartó.

—Lo siento —dijo, con voz dolida—. No quería entrometerme.

Él suspiró para sí. Sophia era sólo una niña, ella no tenía la culpa.

—Ven aquí —le dijo, y se estiró para alcanzarla. Al cabo de un momento, ella cedió y se le acercó y volvió a posar la cabeza sobre su pecho—. ¿Has oído hablar de los genios?

—Sí, ya me hablaste de ellos —recordó Sophia—. ¿Son esos espíritus? De pequeña tuve un libro ilustrado sobre un genio encerrado en una botella. Un hombre lo liberaba y el espíritu le concedía tres deseos.

«Encerrado. Liberado». Si bien él se estremeció al oírlo, ella no se dio cuenta. El genio continuó:

—Sí, a los genios se les puede encerrar. Y a veces está en su poder conceder deseos, aunque es muy poco habitual. Pero cada uno de ellos está hecho de una chispa de fuego, del mismo modo que los hombres están hechos de carne y hueso. Pueden adoptar la forma de cualquier animal. Y algunos, los más fuertes, poseen la capacidad de penetrar en los sueños de los hombres. —Bajó la vista hacia ella—. ¿Continúo?

—Sí —respondió la joven, y él notó su aliento cálido en el pecho—. Cuéntame la historia.

—Hace muchos, muchos años, hubo un hombre, un rey humano llamado Solimán. Era muy poderoso, además de astuto. Atesoró el conocimiento de los hechiceros humanos y lo multiplicó por diez, y pronto supo tanto que podría haber detentado el control sobre todos los genios, desde los más elevados y potentes hasta los más rastreros y pérfidos guls. Podía convocar a cualquiera a su antojo y ordenarle lo que quisiera. Mandaba a un genio a traerle las joyas más hermosas de todo el territorio, y a otro a por infinitas vasijas de agua con que regar los jardines de sus palacios. Si quería viajar, se sentaba en una alfombra de bella factura y cuatro de los genios más veloces la agarraban por las puntas y le transportaban volando.

—La alfombra mágica —murmuró Sophia—. Salía en el cuento.

Él continuó susurrando, y las palabras casi ahogaban la quietud de la estancia:

—Los humanos veneraban a Solimán, al que siguieron refiriéndose, mucho después de su muerte, como el mayor de los reyes. Pero a los genios los amargaba el poder que tenía sobre ellos; cuando murió y sus conocimientos se dispersaron con el viento, ellos se alegraron de recuperar la libertad. Pero entre los genios más viejos corría el rumor de que un día se iba a recuperar el conocimiento perdido. La humanidad, decían, sometería de nuevo a voluntad incluso al genio más fuerte. Tan sólo era cuestión de tiempo.

Hizo una pausa. La historia le había salido de dentro; no recordaba la última vez que habló tanto de una vez. Sophia se agitó.

—¿Y entonces? —dijo en un susurro—. Ahmad, ¿y entonces, qué?

Él alzó la vista hacia el techo blanco y llano. «Sí», pensó, «¿y entonces, qué?». ¿Cómo podía explicar cómo fue sometido, si ni él mismo lo sabía? Muy a menudo se lo había imaginado: una batalla espectacular, el valle que se estremecía y los muros de su palacio que se resquebrajaban en el intercambio de golpes con su oponente. Se imaginaba (tenía esa esperanza) que había sido una contienda reñida, que quizás el hechicero quedó herido de gravedad. ¿Tal vez por eso no lo recordaba en absoluto? ¿Venció al final, sólo que demasiado tarde? La frustración del no saber se retorcía en su interior como una víbora. ¿Y cómo iba a entenderlo Sophia? Para ella sería un cuento infantil. Una leyenda muerta, de hacía mucho tiempo.

—Eso es todo —dijo al fin—. No sé cómo termina.

Silencio. Percibió la decepción de la joven en la tensión de su cuerpo y el cambio en su respiración. Como si, quién sabe por qué, le hubiera importado. Al cabo de un momento, se alejó de él y se tumbó de espaldas.

—Lo siento, pero no puedes estar aquí cuando se haga de día —decidió.

—Ya lo sé. Me marcharé pronto.

—Estoy prometida —soltó ella de repente.

—¿Prometida?

—Para casarme.

Superada la sorpresa inicial, el genio dijo:

—¿Y él te gusta?

—Supongo. Todo el mundo dice que es un buen partido. Nos casaremos el año que viene.

Él hubiera esperado sentir celos, pero no fue así.

Permanecieron tumbados unos minutos más, con los cuerpos separados uno del otro salvo por las manos que se rozaban. La respiración de Sophia se volvió más uniforme; él supuso que se había dormido. Con cuidado, se levantó y empezó a vestirse. Aún faltaban horas para que rompiera la aurora, pero se quería ir de allí; la idea de pasarse horas yaciendo inmóvil junto a ella era más de lo que podía soportar. El botón del puño de la camisa se le enganchó con la cadena de la muñeca, y blasfemó en voz baja.

Cuando terminó de vestirse, vio que ella lo observaba.

—¿Vas a volver? —le preguntó.

—¿Tú quieres que vuelva?

—Sí —respondió ella.

—Entonces, lo haré —le dijo, y se dio la vuelta para irse; y no supo si estaban mintiendo los dos o ninguno.

* * *

Cayó la noche en el desierto sirio; una noche fría de primavera. Horas atrás, una solitaria muchacha beduina, así como su afectuoso padre, había contemplado el valle y había visto un palacio reluciente que era imposible que estuviera allí. Fadwa, tumbada ya en la tienda familiar bajo una pila de pieles y mantas, empezó a tener un sueño poco corriente.

Éste comenzaba con una mezcla de imágenes y emociones, aciagas y sin sentido al mismo tiempo. Vislumbró rostros conocidos: su madre, su padre, sus primos… En un momento dado, fue como si cruzara el desierto volando, tras los pasos de alguien. ¿O era a ella a quien perseguían? Entonces, el sueño cambió y ella se encontraba en medio de una enorme caravana de cientos de hombres atravesando el desierto a pie o a caballo, con miradas severas y oscuras. La joven caminaba entre ellos, saltando y gritando sin que nadie se fijara en ella, pues su voz era tan sólo un débil eco. Comprendió que se trataba de la caravana que su padre había visto siendo niño. Había existido todo este tiempo, recorriendo su camino interminable. Pero ahora el fantasma era ella, y no la caravana.

Un temor anónimo se adueñó de ella. Tenía que parar la caravana. Se puso ante uno de los hombres y se preparó apretando los puños; el impacto la derribó tan fácilmente como si no estuviera hecha de nada: rodó y cayó al suelo. Se sintió mareada. Al aterrizar, despatarrada, con un sonoro golpe, la arena fresca se le metió entre los dedos. Aguardó a que el tumulto cesara y abrió los ojos.

Un solo hombre, de pie junto a ella.

La joven se levantó como pudo y retrocedió unos pasos mientras se limpiaba el polvo de las manos. No era uno de los hombres de la caravana. No llevaba ropa de viaje, sino una inmaculada túnica blanca. Era incluso más alto que su padre. Fadwa escudriñó sus rasgos, pero sin reconocerlo. Tenía el rostro limpio, sin el menor asomo de barba, y a ella le pareció que su aspecto era increíblemente andrógino, pese a su obvia masculinidad. ¿Podía verla a ella, a diferencia de los hombres de la caravana? Él le dedicó una sonrisa cómplice, dio media vuelta y se alejó.

Estaba claro que quería que lo siguiera, y eso hizo ella, sin tener que esforzarse en amortiguar sus pasos. La luna llena se iba alzando sobre el valle, aunque una parte de ella sabía que eso no podía ser; en el mundo en vigilia, la luna estaba menguante, casi nueva.

Siguió al hombre hasta el borde de una pequeña colina, donde él se detuvo a esperarla. Ella se acercó y vio que se encontraban en la cima desde donde había visto el espejismo. Y, en efecto, en el valle a sus pies estaba el palacio, entero, sólido y precioso, cuyas curvas y agujas brillaban a la luz de la luna.

—Esto es un sueño —dijo ella.

—Cierto —contestó el hombre—. Pero el palacio, no obstante, está ahí. Esta mañana lo has visto, y tu padre también.

—Pero él dice que no ha visto nada.

El hombre inclinó la cabeza, como si estuviera pensando. El mundo se puso a dar vueltas… y la joven se encontró abajo, en el valle, con la mirada alzada hacia donde habían estado un instante atrás. Era pleno día. Su padre se hallaba en la cima. Lo reconoció a pesar de estar tan lejos y vio, con mayor precisión de la que normalmente eran capaces sus ojos, el miedo y el asombro en su cara. Su padre pestañeó, dio la espalda a la ladera y se alejó; Fadwa se sintió dolida por su mentira.

Se volvió hacia el hombre alto y, una vez más, el día se transformó en noche. Bajo la imposible luz de la luna, lo estudió con una libertad que jamás se hubiera permitido estando despierta. Chispas lejanas de color rojo dorado titilaban en sus ojos oscuros.

—¿Qué eres? —quiso saber.

—Un genio. —Ella asintió, como si fuese la única respuesta con sentido—. ¿No tienes miedo? —le preguntó.

—No —contestó Fadwa, aunque sabía que debería tenerlo.

Aquello era un sueño, pero no lo era. Bajó la vista hacia sus propias manos y notó la fría tierra debajo de sus pies desnudos; pero también percibía su otro cuerpo, su cuerpo durmiente, refugiado en la calidez de pieles y mantas. Existía en ambos sitios a la vez y ninguno de los dos parecía más real que el otro.

—¿Cómo te llamas? —continuó el genio.

Ella se irguió.

—Soy Fadwa, hija de Jalal ibn Karim, de los Hadid. —Él se inclinó, de acuerdo con la solemnidad de la joven, si bien con un asomo de sonrisa—. ¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—Hablar tan sólo. No te quiero ningún mal. Me interesas; tú y los de tu especie.

Él se recostó en un grueso almohadón, con los ojos puestos en Fadwa. Ésta miró alrededor, sorprendida; se encontraban en una enorme sala de cristal. La luz de la luna entraba a través de las curvas paredes, inundando los suelos de un brillante azul plateado. Alfombras y pieles de carnero se repartían por todas partes. El hombre y ella estaban cara a cara, sentados en cojines de hermosos dibujos.

—Es tu palacio —se dio cuenta—. Es precioso.

—Gracias.

—Pero ¿por qué me traes aquí? Yo pensaba que a los genios les daban miedo los humanos.

Él sonrió.

—Así es, pero sólo porque nos lo han inculcado.

—A nosotros también nos han inculcado tener miedo de vosotros —replicó Fadwa—. Se dice que no hay que silbar después de que oscurezca, porque eso os atraería. Nos colgamos amuletos de hierro en la ropa y protegemos a los bebés atándoles cuentas de hierro pintado de azul alrededor del cuello.

—¿Por qué azul? —quiso saber él, extrañado.

—No estoy segura. ¿Os da miedo el azul?

El genio se rió.

—No. Es un color que no está nada mal. El hierro, en cambio… —y le hizo una reverencia agachando la cabeza—, eso sí que lo temo.

Fadwa sonrió, divertida por el doble significado, ya que la palabra para designar el hierro era hadid, como el nombre de su familia. Su anfitrión (¿o su invitado?) la estaba observando.

—Háblame de ti —le pidió el genio—. ¿Cómo es tu vida? ¿Cómo pasas los días?

La intensidad de su mirada la aturdió.

—Deberías preguntárselo a mi padre o a algún tío mío —le contestó—. Tienen una vida mucho más interesante.

—Quizá lo haga algún día —dijo el genio—. Pero ahora todo me resulta interesante. Todo es nuevo. Por favor, cuéntame.

Parecía sincero. El reconfortante fulgor de la luz de la luna, la deliciosa calidez de su otro cuerpo, el durmiente, la gratificante atención de un hombre apuesto…, todo confluyó para que se sintiera a gusto. Se relajó sobre su almohadón y dijo:

—Me levanto temprano, antes de que salga el sol. Los hombres salen a ocuparse de las ovejas y mi tía y yo ordeñamos las cabras. Con la leche preparamos queso y yogur. Dedico el día a tejer, remendar ropa y hacer pan. Voy a por agua y recojo leña para el fuego. Vigilo a mis hermanos y primos y los lavo y los visto, y procuro que no se metan en líos. Ayudo a mi madre a cocinar la cena y la sirvo cuando los hombres regresan.

—¡Cuánta actividad! ¿Y con qué frecuencia haces estas cosas?

—Cada día.

—¿Cada día? ¿Y nunca sales por ahí a ver el desierto, sin más?

—¡Claro que no! —replicó, atónita ante su ignorancia—. Las mujeres tienen que cuidar de los hombres mientras ellos se ocupan de las ovejas y las cabras. Aunque mi padre —continuó con cierto orgullo— me deja sacar a unas cuantas cabras de vez en cuando si hace bueno. Y hay veces que las mujeres tenemos que hacer el trabajo de los hombres además del nuestro. Si el viento derriba una tienda, los brazos de una mujer la levantarán igual que los de un hombre. Y cuando trasladamos el campamento, entonces todos trabajamos juntos.

Calló. Allá lejos, ese otro cuerpo, su yo durmiente, se agitaba. En la distancia oyó los sonidos de la mañana: el llanto de un niño, pasos, un bebé que gimoteaba de hambre… El cristal de las paredes del palacio se iba difuminando, alejándose.

—Parece que tengo que irme —señaló el hombre—. Pero ¿volveremos a hablar?

—Sí —contestó ella sin dudarlo—. ¿Cuándo?

—Pronto —le respondió—. Y ahora, despierta.

Se inclinó sobre ella y le rozó la frente con los labios. Ella lo notó, de algún modo, tanto en su yo despierto como en el dormido, y un escalofrío la recorrió hasta la médula.

Entonces se despertó y miró las familiares paredes de la tienda, inflándose por una brisa que resultaba extrañamente cálida para una mañana primaveral.

Los detalles del sueño pronto de desdibujaron, como ocurre con todo lo que soñamos, pero algunas cosas se mantuvieron claras: el rostro de su padre al vislumbrar aquel palacio imposible, cómo resaltaba la luz de la luna las líneas y los huecos del rostro del hombre, el tacto ardiente de sus labios en la piel… y la promesa de que iba a volver.

Si aquel día Fadwa sonreía para sus adentros más de lo habitual (del modo en que lo haría una chica que pensara en un secreto), su madre no llegó a darse cuenta.