Al llegar el mes de octubre, el clima veraniego se fue de una vez por todas. Las hojas de Central Park apenas tuvieron tiempo de cambiar de color antes de caer y de que los jardineros las rastrillaran y se las llevaran tras formar con ellas húmedos montones. El cielo gris llenaba los desagües de una llovizna fría e inacabable.
La ajetreada esquina de las calles Allen y Delancey, donde se encontraba la panadería Radzin, era un mosaico en movimiento de grises y castaños. Los transeúntes, ataviados con mantones y abrigos, avanzaban pisoteando basura y doblando la espalda contra el viento. Un humo grasiento brotaba de los barriles con los que, en los márgenes de la calle, los traperos y los chicos de los recados se calentaban las manos antes de continuar. Pero en el interior de la panadería el ambiente era otro; el frío viento cesaba en la puerta al chocar con el calor constante de los dos enormes hornos de la trastienda. Mientras que los clientes llegaban temblando y pateando el suelo, Moe Radzin trabajaba en manga corta y delantal, y con una gran mancha de sudor en su generosa espalda. En medio de la tienda había dos mesas grandes de madera, perpetuamente cubiertas de harina y en las que Thea Radzin y sus ayudantas pasaban el rodillo, trenzaban, amasaban y mezclaban. El mostrador, en la parte frontal de la panadería, ocupaba casi todo el ancho del local y rebosaba de hogazas de centeno y de trigo, de panecillos, de pastas dulces y de galletas, y de strudels de miel rellenos de pasas. Según la opinión general, la relación calidad-precio del pan de Radzin era buena, pero sus pastas eran las mejores de todo el barrio.
La panadería seguía su ritmo cotidiano. A las cinco de la madrugada, Moe Radzin levantó la persiana y barrió las cenizas de los hornos, echó carbón nuevo y los devolvió a la vida. Thea llegó a las cinco y media junto con sus hijos, Selma y el pequeño Abie, que andaba a trompicones medio dormido. Destaparon la masa que habían dejado fermentando toda la noche, la aplanaron y se pusieron a dar forma a las primeras hogazas del día. A las seis llegaron las empleadas: la joven Anna Blumberg y Chava, la chica nueva.
Anna Blumberg tenía un poco preocupados a sus patrones. Hija de sastre, se fue de Cincinnati a los dieciséis años y viajó sola hasta Nueva York. Tenía más o menos pensado incorporarse al teatro yídish y convertirse en la siguiente Sara Adler, pero lo que en realidad la atrajo fue la ciudad en sí. Tras dos audiciones infructuosas se encogió de hombros, abandonó y se buscó un empleo. La contrataron los Radzin y rápidamente se hizo amiga de las otras dos empleadas. Para Anna fue un golpe mayúsculo que ambas muchachas lo dejaran, tan seguidas una de la otra.
En cuanto a Moe Radzin, las dos bajas tenían sus pros y sus contras; por un lado se quedó corto de mano de obra, pero así ya no tendría que aguantar los constantes chismorreos y coqueteos de las chicas. Así que cuando el antiguo rabino de Radzin fue a verle poco después, acompañado de una joven novata, alta y de aspecto solemne, y con una bandeja de pastas caseras en las manos, no supo muy bien si considerar ese hecho como algo bueno o malo.
Radzin no era un hombre dado a conceder el beneficio de la duda. Miró a la chica y al rabino y llegó a la conclusión de que la historia de Meyer era falsa al menos en parte. La joven parecía pasar apuros económicos (su ropa era barata y no le iba bien, y no llevaba ningún tipo de joya), pero lo del esposo muerto, se dijo, era mentira, si es que venía al caso. Lo más probable era que se tratara de la querida del rabino. Pero, de ser así, ¿qué más daba? Los hombres tienen sus necesidades, incluso los religiosos. La cuestión era que, si la contrataba, el rabino le debería un favor; además, sus pastas eran excelentes.
Enseguida quedó claro que la chica era todo un hallazgo. Era una trabajadora entregada que no parecía cansarse nunca. Al principio tuvieron que recordarle que se tomara un descanso de vez en cuando. «No somos negreros, querida», le dijo Thea Radzin el primer día, cuando la joven llevaba seis horas trabajando sin parar. Ella sonrió, incómoda, y dijo: «Lo siento. Es que me gusta tanto el trabajo que no puedo parar».
La señora Radzin, tan propensa a hallar defectos en las empleadas de su esposo, la adoró desde el principio. Thea era una mujer curtida pero con un fondo sentimental, y la historia de la joven viuda le tocó la fibra sensible. Una noche, Moe Radzin cometió el error de manifestar sus sospechas respecto a la relación entre Chava y el rabino y, en respuesta, su mujer le estuvo regalando los oídos con lo que opinaba de su cinismo, su desconfianza y, a partir de ahí, su carácter en general. Desde entonces, Radzin se guardó para sí su teoría. Pero no podía sino admirar la energía infatigable de la muchacha. En ocasiones, era como si las manos se le movieran a una velocidad imposible, formando panecillos y doblando pretzels con inquietante precisión, de tal modo que cada pieza era calcada a sus vecinas. Él tenía pensado llenar la otra vacante, pero, al cabo de unos días de que ella empezara, vio que la panadería alcanzaba su producción habitual. Un trabajador menos significaba tener más espacio para moverse y ahorrarse un sueldo de unos once dólares a la semana. Radzin decidió que sus antiguas empleadas habían estado perdiendo el tiempo más de lo que él creía.
Anna se negó a dejarse ganar. Ya la había deprimido mucho la marcha de sus amigas y, ahora, la chica nueva se creía lo bastante buena para sustituirlas a las dos. Desde luego, su historia era maravillosamente trágica, pero ni eso justificaba su silencio tan embarazoso y su ostentosa diligencia. Viéndola trabajar, Anna sabía que ahora ella ya no daba la talla.
A Anna le hubiera encantado saber que la golem carecía en gran medida de la seguridad que aparentaba. Hacerse pasar por humana era una presión constante. Transcurridas sólo unas semanas se acordó de ese primer día en que trabajó seis horas seguidas y se extrañó de haber podido ser tan descuidada o tan ingenua. Le resultaba demasiado fácil sumirse en el ritmo de la panadería, de los puños que golpean la masa y de la campanilla tintineando en la puerta. Demasiado fácil acoplarse y dejarse llevar por él. Aprendió a cometer algún que otro error deliberado y a colocar las pastas un poco más al tuntún.
Luego estaban los clientes, que llevaban su propio compás y presentaban complicaciones añadidas. Cada mañana, a las seis y media, ya había un grupito esperando a que abriera la panadería, y sus pensamientos hostigaban a la golem mientras ésta trabajaba: la añoranza de la cama que acababan de dejar y de los cálidos brazos de los amados que se habían quedado durmiendo; el temor al día que tenían por delante, a las órdenes de los patrones y al trabajo extenuante. Y, bajo todo aquello, la simple ilusión de un bollo dulce caliente o un panecillo, y tal vez una galleta de azúcar para luego. A la hora del almuerzo llegaban parroquianos en busca de bialys aderezados con cebolla o gruesas rebanadas de pan. Mujeres con pañuelo y con bebés a cuestas se paraban ante el escaparate, a ver qué podían comprar para la cena. Chicos de los recados entraban con unas monedas en la mano, ganadas con esfuerzo, y salían con macarrones y raciones de bizcocho de miel. Chicos y chicas coqueteaban tímidamente en la cola, mencionando como de casualidad el baile que montaba un gremio o uno de esos círculos de compatriotas o Landsmannschaft: «Si no haces nada, puedes pasarte a ver», «No sé, Frankie, esta noche tengo muchísimo que hacer, aunque a lo mejor voy».
La golem lo oía todo: sus palabras, necesidades, deseos y miedos, simples y complejos, vanos o fácilmente satisfechos. Los clientes impacientes eran los peores, como las madres con prisa que sólo querían una hogaza de pan y salir corriendo antes de que los críos se pusieran a berrear por una galleta. Varias veces, la golem llegó incluso a alejarse de su mesa en dirección a esas mujeres, instigada a proporcionarles lo que desearan para que se fueran. Pero entonces se lo pensaba dos veces, extendía los dedos y volvía a recogerlos (del modo en que otra mujer podría respirar hondo) y se recordaba que debía andarse con cuidado.
Anna y la señora Radzin se turnaban para atender a los clientes. La señora Radzin en concreto era un modelo de eficiencia en el mostrador, charlaba con todo el mundo sin perder el compás: «Hola señora Leib, ¿va a querer un jalá? ¿Y su madre, está mejor? Ay, pobre mujer. ¿Lo quiere con semillas de amapola o sin?». Despachaba los encargos casi sin mirar, mientras controlaba la vitrina de cristal a medida que su contenido menguaba, y calculando lo que habría que reponer por la tarde. Después de diez años en la panadería, esa mujer tenía un sentido casi infalible de lo que tendría buena salida y lo que no en un día determinado. Anna, en cambio, bastante trabajo tenía con recordar lo que estaba de oferta ese día, por no hablar de los artículos que se estaban acabando. Su talento iba en una dirección muy diferente. Había descubierto que estar detrás de un mostrador podía ser, en cierto modo, tan grato como subirse a un escenario. Para todos tenía una sonrisa; halagaba a las mujeres y admiraba a los hombres, y a los niños les ponía caras graciosas. La golem percibía cómo mejoraba el humor de los clientes cuando Anna atendía la caja, y no se libraba de su ración de envidia. ¿Cómo lo hacía? ¿Era una habilidad adquirida o bien le salía de forma natural? Se imaginó charlando y riéndose con un puñado de desconocidos con total desahogo. Le pareció una fantasía imposible, como un niño deseando tener alas.
Thea Radzin había decretado que, antes de poder trabajar en el mostrador, la golem debía aprender el horneo en sí; de modo que, durante las primeras semanas, se saltó el turno de la caja. Pero llegó el momento inevitable en que la señora Radzin tuvo que salir a hacer un recado imprevisto justo cuando Anna iba al cuarto de baño, y el señor Radzin, junto a los hornos, se dio la vuelta y le hizo un gesto con la barbilla. «Ponte tú».
La golem se acercó con cautela a la caja. Sabía lo que tenía que hacer, en teoría. Los precios estaban indicados con toda claridad y su manejo de los números quedaba fuera de duda; había descubierto que podía determinar de un solo vistazo cuántas galletas llevaba una bandeja, o el valor de un puñado de monedas cogidas al azar. Lo que la asustaba era la conversación. Se imaginaba cometiendo algún error horrible e imperdonable y huyendo a esconderse debajo de la cama del rabino.
A la cabeza de la cola había una mujer robusta con un chal de punto que repasaba una y otra vez las hileras de hogazas. Detrás de ella se agolpaba una docena de personas, todas con los ojos puestos en la golem. Al principio se acobardó, pero luego, haciendo un esfuerzo, centró su atención en la mujer del chal. Al instante supo el pedido como si la mujer lo hubiera pronunciado en voz alta: «Un pan de centeno y una porción de strudel».
—¿Qué va a querer? —le preguntó a la señora, no sin cierta sensación de ridículo, por estar tan clara la respuesta.
—Una hogaza de centeno —respondió la mujer.
La golem vaciló, pues esperaba la segunda mitad del pedido. Pero la señora no decía nada.
—¿Y un poco de strudel? —indagó al fin.
La clienta se rió.
—Me has pillado mirándolo, ¿eh? No, tengo que vigilar mi peso; ¡ya no soy el pimpollito que era antes!
De pronto, varios de los clientes estaban sonriendo. Algo incómoda, la golem cogió el pan de centeno. Ya veía que no podía dar nada por sentado…, ni siquiera un deseo tan sencillo como algún artículo de bollería.
Le dio a la mujer lo que pedía y le entregó el cambio de sus cinco centavos. La clienta le dijo:
—Eres nueva, ¿verdad? Te he visto trabajando en la trastienda. ¿Cómo te llamas?
—Chava —respondió la golem.
—Recién salida del cascarón, ¿no es cierto? No te preocupes, enseguida te volverás americana. ¡Moe, no la atosigues demasiado! —le gritó al señor Radzin—. Aunque no lo parezca, es delicada; yo sé ver estas cosas.
Radzin resopló.
—¡Y un pimiento, delicada! Te puede trenzar doce jalás en cinco minutos.
—¿En serio? —La mujer alzó las cejas—. Entonces será mejor que la trates bien, ¿no? —Él volvió a resoplar, pero no respondió nada más. La mujer sonrió, afable—: Cuídate, Chavaleh. —Y se marchó con su centeno.
* * *
Con una pesada cartera colgando a la espalda, el rabino Meyer subía despacio por Hester Street en dirección a su casa, ignorando los sucios charcos que amenazaban con anegarle los zapatos. Era media tarde y el frío y la humedad habían adquirido un tinte glacial. Con el cambio de tiempo había pillado una tos que ya empezaba a fastidiarle a la hora de subir las escaleras. Más alarmante todavía eran los extraños episodios de vértigo que experimentaba, en los que era como si el suelo se abriera a sus pies y se quedara orbitando en el aire. Sólo duraban unos segundos, pero lo dejaban temblando y exhausto. Sus fuerzas le abandonaban precisamente cuando más las necesitaba.
Su piso estaba helado y vacío y en el fregadero se amontonaban los platos. Ahora que la golem vivía en una pensión a unas manzanas de distancia, todo había vuelto a su antigua dejadez. Qué rápido se había acostumbrado a la presencia de una mujer. Y ahora se sentía extrañamente vacío cuando, al acostarse por las noches, no la veía en su solitario puesto del sofá, mirando por la ventana a la gente que pasaba.
Una y otra vez se preguntaba si no habría cometido un terrible error de cálculo. Últimamente se pasaba muchas noches en vela pensando en lo que podría pasar si, por su negligencia, la golem hería a alguien o se descubría su verdadera naturaleza. Se imaginaba a una muchedumbre bajando por Lower East Side y sacando a la calle a las familias judías, saqueando sinagogas y arrastrando a los ancianos por las barbas. Sería uno de esos pogromos que creían haber dejado atrás.
En momentos así, sumido en tan terribles pensamientos, se sentía tentado de ir a la pensión y destruirla. Sería muy fácil; bastaría con pronunciar una sola frase en voz alta. Pocos poseían ya ese conocimiento, y si él lo había adquirido era por pura casualidad. En su yeshiva residía también un antiguo cabalista, medio loco e imbuido de tradición. El viejo le tenía simpatía a Avram, al que adoptó a los dieciséis años como una especie de alumno secreto, mostrándole misterios que los otros rabinos insinuaban de vez en cuando sin atreverse a tocar. Al joven Avram lo emocionó tanto ese rango especial que no se detuvo a pensar si el conocimiento llegaría a convertirse en una carga en vez de ser un regalo.
En una de sus últimas clases, el viejo le dio a Avram un terrón de arcilla de color rojo amarronado. El discípulo le dio la forma aproximada de un hombre de quince centímetros de alto, con extremidades como salchichas y una cabeza redonda, agujeritos a modo de ojos y una hendidura como boca. El viejo rabino le dio a Avram un pedazo de papel con una frase escrita. El muchacho pronunció las palabras con el corazón palpitante y, al momento, aquella cosita oscura se irguió y miró alrededor, antes de levantarse y echar a andar enérgicamente por encima de la mesa. Doblaba los miembros de un modo extraño, pues carecía de articulaciones. Avram había hecho una pierna demasiado larga y el pequeño golem avanzaba cojeando a la vez que se contoneaba, como un marinero recién llegado a tierra firme. Desprendía un olorcillo nada desagradable a tierra acabada de remover.
—Mándale —dijo el viejo rabino.
—¡Golem! —exclamó Avram, y aquella especie de muñeco atendió al instante—. Salta tres veces. —El golem ejecutó tres brincos, alzándose unos tres centímetros de la mesa. Avram sonrió presa de la excitación—. Tócate la cabeza con la mano izquierda —indicó; el golem obedeció, cual soldadito de plomo saludando a su comandante.
Avram buscó algo más que ordenarle al golem. En un rincón junto al escritorio, una araña marrón tejía perezosamente su tela entre dos botellas olvidadas.
—Mata a esa araña —le mandó, señalándosela.
El golem saltó de la mesa y cayó al suelo. Se recompuso y corrió hacia el rincón; Avram lo siguió, sosteniendo ante sí una vela encendida. La araña, que percibió que se acercaba el golem, intentó alejarse, pero el otro se le echó encima en un santiamén, volcó las botellas y aplastó a la araña con el puño. Avram contempló a su creación atacando al animal una y otra vez hasta que no quedó más que un manchón húmedo en el suelo de la yeshiva. Aun así, el golem seguía atacando.
—Golem, para —dijo Avram con un hilo de voz. El golem alzó brevemente la vista, pero entonces continuó pulverizando a la araña—. Para —repitió él en voz más alta; el golem ya no lo miró siquiera. El pánico de Avram fue en aumento.
Sin decir nada, el viejo rabino le entregó otro trozo de papel con otra frase. El joven, agradecido, lo cogió y lo leyó en voz alta.
El pequeño golem reventó en plena contorsión. Una lluvia de barro cayó entre las botellas y la araña muerta. A continuación, un bendito silencio.
—En cuanto un golem desarrolla el gusto por destruir, nada lo detiene salvo las palabras con que puede ser eliminado —explicó el viejo rabino—. No todos los golems son tan brutos o estúpidos como éste, pero todos comparten la misma naturaleza esencial. Son herramientas del hombre y son peligrosos. Una vez que se hayan librado de sus enemigos, apuntarán a sus amos. Son criaturas de último recurso; recuérdalo.
Mucho tiempo después estuvo pensando en aquel golem tan tosco, hostigado por la imagen de la pequeña criatura en su violento frenesí. Quizá no tendría que haberle dado vida, para empezar. ¿Cuánto valía la vida de una araña a los ojos del Señor? Si se había pasado la vida pisando bichos, ¿por qué esta muerte resultaba tan distinta? En el Yom Kipur de aquel año y en el de muchos otros después, se redimió por el golem y por la araña. Poco a poco, sus desaires cotidianos con parientes y colegas fueron desterrando aquel incidente de sus plegarias, pero nunca fue capaz de superarlo por completo. En aquella habitación había dispuesto sobre la vida y la muerte; más tarde se preguntó por qué el Todopoderoso se lo había permitido. Pero el propósito de la lección quedó claro el día en que el rabino divisó, entre el tumultuoso gentío de Orchard Street, a una mujer alta que, con su abrigo de lana y su vestido sucio, desprendía un aroma a tierra recién removida.
Por muy grande que fuese la tentación, sabía que no podía destruirla, pues ella era inocente y no se la podía culpar de su propia existencia. Lo seguía creyendo, aunque su miedo intentara convencerlo de lo contrario. Éste era el verdadero motivo de que la hubiera bautizado como Chava: de chai, que significa vida. Para recordárselo a sí mismo.
No, no podía destruirla; pero quizás hubiera otro camino.
Se sentó a la mesa de la sala, abrió la cartera de piel y sacó un montón de libros y de hojas sueltos. Eran unos libros viejos y carcomidos, con grietas en los lomos y en los ribetes. Las hojas estaban llenas de notas con la caligrafía del rabino, copiadas de libros demasiado frágiles para trasladarlos. Se había pasado la mañana (de hecho, las mañanas de varias semanas) de sinagoga en sinagoga, inventándose excusas para visitar a viejos amigos, otros rabinos a los que llevaba años sin ver. Tomaba té, preguntaba por sus familias y escuchaba historias sobre la decadencia de la salud y sobre los escándalos en la congregación. Y entonces pedía un pequeño favor. ¿Podía su amigo dejarle consultar unos minutos su biblioteca privada? No, no buscaba ningún libro en concreto…, sólo era una duda de interpretación, un tema especialmente espinoso que necesitaba resolver para un antiguo congregante. Una cuestión algo delicada.
Por supuesto, levantaba sospechas, pues cada uno de los rabinos había visto todos los enigmas que una congregación les pudiera plantear, y pocos problemas había que no se pudieran discutir en confianza, hipotéticamente al menos. La petición del rabino Meyer sugería algo más, algo inquietante.
Pero accedían y salían de los despachos para dejar a solas a su amigo; cuando volvían, él ya no estaba. Una nota en una mesa o una silla les informaba de que acababa de acordarse de una cita y debía disculparse por marcharse de forma tan repentina. Además, había encontrado un libro interesante que arrojaba cierta luz sobre su situación y se había tomado la libertad de cogerlo prestado. Lo devolvería, aseguraba la nota, en cuestión de semanas. Y cuando los rabinos registraban sus estantes en busca del libro ausente, invariablemente, y sin gran sorpresa, descubrían que faltaba el volumen más peligroso de cuantos poseían, aquel que siempre habían querido destruir sin acabar de atreverse. A menudo era un libro que tenían escondido, pero, pese a todo, el rabino se las había ingeniado para encontrarlo.
Todos se alarmaban profundamente: ¿qué podía estar buscando Meyer en esos conocimientos? Pero no le decían una palabra a nadie. Las evasivas y el cuasi robo de Meyer indicaban desesperación, y sentían un alivio culpable por el hecho de que éste no los hubiera hecho partícipes de su secreto. Si el libro podía ser de ayuda, que lo fuese. Lo único que ellos podían hacer era rezar por que el problema al que se enfrentaba Meyer se solucionara lo antes posible.
El rabino puso agua a hervir para el té y se preparó una pingüe cena: jalá con schmaltz, un trozo de arenque y unos pepinillos en vinagre, y un dedo de licor para luego. No estaba especialmente hambriento, pero tenía que hacer acopio de fuerzas. Comió despacio, despejándose la mente y preparándose. Después apartó los platos, abrió el primer libro y se puso a trabajar.
* * *
A las seis, Thea Radzin le dio la vuelta al letrero del escaparate de la panadería, de ABIERTO a CERRADO. La masa para las hogazas de la mañana siguiente ya estaba reposando, las mesas estaban limpias y el suelo barrido. Los artículos sobrantes se habían apartado para venderlos de oferta al día siguiente. Por último, tanto los Radzin como Anna y la golem salieron por la puerta de atrás y se fueron cada cual por su camino.
La pensión de la golem era un edificio de chirriantes tablillas que había esquivado la demolición quién sabe cómo. Se situaba, con gran incongruencia, entre las casas modernas de Broome Street, una vieja emparedada entre hombretones. La golem abrió la puerta sin hacer ruido, pasó de largo el húmedo y desvaído salón y subió al piso de arriba. Su cuarto estaba en la segunda planta y daba a la calle. No era mayor que la sala del rabino, pero era suyo, un hecho que la excitaba y la hacía sentirse orgullosa y sola, todo a la vez. Había una cama estrecha, un pequeño escritorio, una silla con asiento de mimbre y un reducido armario. Hubiera preferido prescindir de la cama, puesto que no la necesitaba, pero un cuarto sin cama seguro que levantaba sospechas.
Por este espacio pagaba siete dólares a la semana. Para cualquier otra chica con su sueldo, habría resultado casi imposible. Pero la golem no tenía ningún otro gasto. No compraba comida ni salía nunca, salvo para ir a la panadería y visitar al rabino una vez a la semana. Aparte, su único desembolso había sido llenar el armario. Ahora poseía unas cuantas mudas de blusa y falda, así como un vestido gris de lana. También había comprado un juego completo de ropa interior femenina y, cuando empezó a hacer frío, un mantón de lana. Por estos gastos, así como por la tarea de lavarlo que recaía en su casera, se sentía extrañamente culpable. En el fondo no necesitaba nada de todo eso. El mantón, sobre todo, era un simple adorno. Notaba que octubre era húmedo y frío, pero eso no la molestaba; era tan sólo una sensación más. De hecho, el mantón le rascaba el cuello y le aprisionaba los brazos. Hubiera ido más contenta paseándose por la calle con blusa, falda y nada más.
A todos los inquilinos de la pensión se les dispensaba cada mañana un pequeño desayuno, que se dejaba fuera, junto a la puerta: una taza de té, dos tostadas y un huevo hervido. El té lo tiraba por el retrete cuando no había nadie cerca. Las tostadas y el huevo los envolvía en papel de cera y se los daba al primer niño hambriento con que se cruzaba de camino a la panadería. No tenía por qué hacerlo; había descubierto que, en realidad, era capaz de comer. Una de sus últimas noches en casa del rabino, la curiosidad y el aburrimiento se impusieron al temor y decidió ingerir un pedacito de pan. Sentada a la mesa, lo había estado mirando para reunir valor y, con cuidado, se lo llevó a la boca. El pan descansó en su lengua con un peso extraño. Pronto se empapó. Sabía igual que olía, aunque más. Abrió y cerró la boca y el pan, cada vez más mojado, se deshizo en pedazos más pequeños. La cosa marchaba, al parecer; pero ¿cómo podía estar segura? Masticó hasta que no quedó más que una pasta, que luego reunió en la parte de atrás de la boca, y dispuso la garganta para tragar. El pan bajó deslizándose sin hallar resistencia. La golem permaneció horas sentada a la mesa, con cierto nerviosismo y como esperando algo. Pero, pese a su leve decepción, la noche transcurrió sin incidentes. Sin embargo, la tarde siguiente notó un retortijón en la parte baja del abdomen. Reacia a salir (los pasillos estaban llenos de vecinos y el rabino había salido a hacer un recado), cogió un cuenco grande de la cocina, se arremangó la falda, se bajó las bragas y expulsó en el cuenco una pequeña cantidad de puré de pan, aparentemente inalterado durante su trayectoria. Más tarde, cuando la golem, presa de la excitación, le contó al rabino lo ocurrido, éste se ruborizó un poco y la felicitó por su descubrimiento, antes de pedirle que no volviera a hacerlo.
El acto de comer resultó de utilidad en la panadería, pues aprendió a hacer mejoras en función del sabor, así como para comer alguna que otra pasta cuando los demás lo hacían. Pero no podía evitar sentir todo aquello (el mantón y la tostada y las pastas rápidamente consumidas) como una leve punzada, recordatorio constante de su otredad.
Todavía era pronto. La noche entera se extendía ante ella. Abrió el armario y sacó el vestido gris. De debajo de la cama extrajo su pequeño costurero y las tijeras. Se acomodó en la silla de mimbre y se puso a deshacer las costuras. En cuestión de minutos lo convirtió en una pila de retales. Colocó los botones cuidadosamente sobre el escritorio; se los guardaba para lo último. Esta ocupación se le había ocurrido poco después de alojarse en la pensión, durante una noche tan aburrida que tuvo que recurrir a contar cosas para matar el tiempo. Ya había contado las borlas de la pantalla de su lámpara (dieciocho) y los tablones del suelo (doscientos cuarenta y siete) y, tras abrir el armario en busca de algo más que contar, sus ojos se cruzaron con el vestido. Lo cogió y estudió cómo estaba hecho. Parecía bastante sencillo; las piezas grandes estaban unidas por las costuras y las pinzas daban forma a la parte del pecho. Su mirada aguda se fijó en cada uno de los elementos y entonces se puso manos a la obra, deshaciendo para volver a hacer.
Coser era una tarea agradable. Reconstruía el vestido despacio, haciéndolo durar, y sus puntadas eran cortas y uniformes como hechas a máquina. Cuando terminó, casi eran las cuatro de la madrugada. Se desnudó, se puso el vestido por la cabeza y se lo abrochó con dedos diestros. Se atusó la parte frontal y miró su propio reflejo en la ventana. No era un vestido muy favorecedor (le colgaba suelto de los hombros, como si fuese para una mujer más corpulenta), pero le había costado poco dinero y parecía cubrirla adecuadamente. Se lo quitó, lo volvió a colgar en el armario y se puso una blusa y una falda limpias. Luego apagó la lámpara, se tumbó en la cama, cerró los ojos y aguardó el comienzo del día.