Un cálido sábado de septiembre, el genio, al fondo de una abarrotada sala alquilada, observaba de pie cómo se unían un hombre y una mujer en el sacramento del matrimonio católico maronita.
—¿Por qué voy a ir si ni siquiera los conozco? —le había preguntado a Arbeely por la mañana.
—Ahora formas parte de la comunidad. Se espera que participes en estas cosas.
—Creía que me habías dicho que mantuviera ciertas distancias mientras aún estaba aprendiendo.
—Una cosa es mantener las distancias y otra es ser maleducado.
—¿Y por qué es maleducado si no los conozco? Y sigo sin entender el propósito de las bodas. ¿Cómo es posible que dos seres libres sean compañeros el uno del otro para el resto de sus vidas?
La conversación iba degenerando. Arbeely, azorado y horrorizado, intentó defender la institución aportando cualquier argumento que se le ocurriera: la paternidad y la legitimidad, la influencia positiva del matrimonio, la necesidad de la castidad en las mujeres y de la fidelidad en los hombres… El genio se mofó de cada uno de ellos, insistiendo en que sus semejantes no tenían tales preocupaciones y en que no veía por qué iban a tenerlas los hombres y las mujeres. A lo que Arbeely respondió que así eran las cosas, por mucho que dijera el genio, y que debía asistir a la boda y callarse sus opiniones. Y el genio replicó que, de todas las criaturas con que se había topado, ya estuvieran hechas de carne o fuego, ninguna era tan exasperante como un humano.
Al frente de la sala, los novios se arrodillaron cuando el sacerdote balanceó un incensario por encima de ellos. La novia, de dieciocho años, se llamaba Leila, aunque la llamaban Lulú, nombre que sugería un descaro nada evidente en aquella chiquilla menuda y de tímida sonrisa. Su novio, Sam Hosseini, era un tipo rollizo y amigable, muy conocido en la comunidad. Fue uno de los primeros comerciantes sirios que se instalaron en Washington Street y su tienda de artículos importados era un pilar del vecindario, que atraía a clientes de mucho más allá de sus límites. Con el tiempo había prosperado mucho, y era generoso a la hora de ayudar a sus vecinos, así que no despertaba envidias por su riqueza. Mientras el sacerdote recitaba el servicio, Sam resplandecía de felicidad y lanzaba ocasionales miradas a Lulú, para confirmar la suerte que tenía.
Terminada la ceremonia, todo el mundo fue al café de los Faddoul para el banquete de boda. Las mesas del local estaban cubiertas de bandejas de kebab con arroz y pasteles de carne y espinacas, y de bolsas atadas con cintas y llenas de almendras caramelizadas. Las mujeres se agruparon a un lado del café para charlar sin parar. Al otro lado, los hombres se servían araq e intercambiaban noticias. Sam y Lulú, sentados a una mesa pequeña en el centro, recibían las felicitaciones con aire aturdido y feliz. La mesa de los regalos, junto a la puerta, exhibía una colección cada vez mayor de cajas y sobres.
Pero el genio no estaba entre el gentío, sino en el callejón que se encontraba detrás del café, sentado con las piernas cruzadas sobre una caja de madera abandonada. El ambiente en la sala de bodas le había resultado opresivo, recargado de sudor, incienso y perfume, y le continuaba irritando lo que consideraba una ceremonia absurda. No le apetecía nada encerrarse en el café con docenas de extraños. Además, el día se había puesto precioso; el cielo entre los edificios era de un azul puro y una brisa sinuosa se llevaba el olor a desperdicios del callejón.
Se sacó del bolsillo un puñado de collares de oro, adquiridos en una tienducha de Bowery. Arbeely le había llevado allí porque, decía, era el único sitio donde se podía comprar oro a bajo precio; sin embargo, les costaron tan poco que su amigo había puesto mala cara y comentado luego que seguro que los habían robado. Eran de una factura mediocre (las anillas no eran del todo uniformes y las cadenas colgaban de un modo algo descompensado), pero el oro se veía de buena calidad. El genio se los puso en una palma y ahuecó ambas manos alrededor para fundirlo, antes de ponerse a moldear el metal como si nada. Cuando se detuvo, sus manos sostenían una paloma de oro en miniatura. Con un alambre afilado añadió unos cuantos detalles (unas plumas insinuadas y unos agujeritos a modo de ojos) y luego rodeó al ave de una jaula de filigrana. Le gustaba trabajar con las manos en vez de las toscas herramientas que Arbeely insistía en que utilizara siempre que hubiera alguien presente.
La puerta trasera del café se abrió. Era Arbeely.
—Estás aquí —le dijo, con un platito y un tenedor en las manos.
El genio, furioso, contestó:
—Sí, aquí estoy, disfrutando de un instante de soledad.
El otro mostró una expresión dolida.
—Te he traído un trozo de kinafeh —dijo—. Está a punto de acabarse. No quería que te quedaras sin.
El genio tuvo algún remordimiento. Sabía que Arbeely estaba haciendo mucho por él, pero, a causa de eso, se sentía presionado y en deuda, y le costaba mucho reprimir su mal humor. Se metió en el bolsillo el pájaro enjaulado y aceptó el plato que le ofrecían, que sostenía un cuadrado de algo de aspecto pesado, con capas de color marrón y crema. Frunció el ceño.
—¿Qué es exactamente?
Arbeely sonrió.
—Lo más parecido al cielo en la tierra.
El genio dio un cauteloso mordisco. Todavía le costaba el acto de comer. No el mecanismo en sí, ya que masticar y tragar eran acciones bastante simples; en su interior, el alimento ardía hasta desaparecer. Pero nunca había probado nada y sus primeras experiencias con el sabor lo pillaron totalmente por sorpresa. Las sensaciones de dulce y salado, de picante o especiado eran impresionantes, incluso abrumadoras. Había aprendido a tomar la comida a mordiscos pequeños y masticar despacio. Y, aun así, el kinafeh fue todo un impacto. El dulzor estalló en toda su lengua y finas hebras de masa crujieron entre sus dientes, con un sonido que hacía eco en lo más hondo de sus oídos. Una acidez cremosa le tensó las mandíbulas.
—¿Te gusta? —le preguntó Arbeely.
—No lo sé. Es… inesperado. —Probó otro bocado—. Me parece que sí.
Arbeely miró el callejón.
—Por cierto, ¿qué haces aquí?
—Necesitaba un momento de paz.
—Te entiendo, Ahmad, de verdad —le dijo Arbeely, y el genio se contrajo al oír aquel nombre, que era suyo pero no suyo—. Dios sabe que a mí me dan igual estas cosas. Pero no queremos que la gente te tome por un ermitaño. Por favor, ven a saludar. Sonríe un par de veces. Si no por ti, hazlo por mí.
A regañadientes, el genio siguió a Arbeely de vuelta a la fiesta.
En el interior, las mesas se habían apartado a los lados de la sala y un grupo de hombres bailaba en un círculo que se movía veloz, con las manos apoyadas en el hombro del de al lado. Las mujeres, apiñadas alrededor, vitoreaban y aplaudían. El genio se quedó al margen, al fondo de la sala, y observó a la novia por entre las rendijas de la multitud. De todos los asistentes a la boda, fue ella quien le llamó la atención. Era joven y bonita y, saltaba a la vista, estaba muy nerviosa. Apenas había tocado la comida que tenía delante, pero sonreía y hablaba con quienes se acercaban a su mesa a desearles lo mejor. A su lado, Sam Hosseini comía como un hombre famélico, de pie para saludar a todo el mundo con abrazos y apretones de mano. Ella escuchaba hablar a su nuevo esposo y alzaba la vista hacia él con evidente cariño, pero de vez en cuando miraba alrededor para que alguien la confortara. El genio se acordó de lo que le había contado Arbeely, que sólo llevaba unas semanas en América y que Hosseini se le había declarado estando de visita en su patria. Y ahora, pensó el genio, estaba en un lugar nuevo, en terreno inseguro y rodeada de desconocidos. Igual que él, en cierto modo. Qué lástima que, como decía Arbeely, ahora sólo perteneciera a aquel hombre.
La novia continuaba repasando la estancia. Los bailarines se precipitaron a un lado y entonces vio al genio observándola. Él le sostuvo la mirada largo rato. Entonces ella la apartó y, cuando saludó al siguiente invitado, había un rubor en sus mejillas.
—¿Quieres café, Ahmad? —Se dio la vuelta sobresaltado. Era Maryam, con un carro de tacitas cargadas de un café espeso y con aroma a cardamomo. Lucía su acostumbrada sonrisa de anfitriona, pero su mirada era de advertencia—. Así puedes beber por su felicidad.
Él cogió una taza.
—Gracias.
—Por supuesto —respondió ella, y continuó.
El genio miró la diminuta taza. Tan poca cantidad de líquido no podía hacerle daño, y el olor era bastante interesante. Se lo tomó de un trago, como había visto hacer a los demás, y casi se atragantó: estaba increíblemente amargo; bebérselo fue como si lo agredieran.
Se estremeció y dejó la taza en una mesa. Ya había tenido suficiente jarana humana por un día. Buscó a Arbeely entre el gentío, se encontró con su mirada y le señaló la puerta. El otro alzó una mano, como diciéndole que esperase un momento, y señaló la mesa de los recién casados. Pero al genio no le apetecía felicitar a la afortunada pareja. No estaba de humor para decir cosas que no sentía. Mientras Arbeely intentaba atraerle con gestos, el genio atravesó la multitud, dejó el agobiante café y salió a la ciudad.
El genio fue hacia el norte por Washington Street, preguntándose si alguna vez volvería a estar realmente solo. El desierto le había parecido a veces demasiado vacío, pero este extremo tan opuesto resultaba aún más duro. La calle estaba tan concurrida como el café. Las familias se aglomeraban en las aceras para aprovechar la calidez de aquella tarde de fin de semana. Y donde no había humanos había caballos: dispuestos en inmóvil desfile y cada uno sujeto a un carro, y en cada carro un hombre, y cada hombre gritando para que los demás se quitaran de su camino, en una miríada de idiomas que el genio no había oído nunca, pero que no obstante entendía; ya empezaba a lamentar aquella capacidad de comprensión, que, por lo visto, no tenía fin.
No caminaba sin rumbo, sino que tenía un destino en mente. Días atrás, Arbeely le había mostrado un mapa de Manhattan y, sin mucho interés, le señaló un largo agujero verde en medio de la isla. «Central Park», le había dicho. «Es inmenso, sólo hay árboles, hierba y agua. Ya irás a verlo un día». Y el hojalatero pasó a otros temas, como dónde coger el ferrocarril elevado y qué barrios evitar. Pero aquella extensión verde, alargada y abierta, captó la atención del genio. Sólo tenía que encontrar una plataforma del elevado en la Sexta Avenida y, al parecer, el ferrocarril suburbano le llevaría allí.
En la calle Catorce giró al este y el talante de la gente empezó a cambiar. Había menos niños y más hombres con traje y sombrero. En las calles, elegantes carruajes se mezclaban con carros pesados y carros de reparto. Los edificios también iban cambiando y se volvían más altos y más anchos. En la Sexta Avenida, una tira metálica delgada corría por encima de la calle. El genio observó que había una serie de cajas de metal a lo largo de la tira y que éstas despedían chispas. A través de las ventanillas del tren vislumbró las miradas de hombres y mujeres, circulando a toda prisa con rostros plácidos.
Subió una escalera para llegar a una plataforma y le dio unas monedas al vendedor de billetes. Pronto llegó un tren, que se detuvo con un chirrido horrendo. Se subió y encontró asiento. En el vagón fueron entrando cada vez más pasajeros, hasta que todos los asientos quedaron ocupados y los rezagados tuvieron que apretujarse en las zonas de paso. Al genio le horrorizó ver que el vagón se llenaba más de lo que parecía posible.
Las puertas se cerraron y el suburbano arrancó. Él creyó que iba a ser como volar, pero pronto salió de su engaño; el tren vibraba como si quisiera sacudirle los dientes de las encías y los edificios pasaban zumbando tan cerca de la ventana que le hicieron recular. No supo si bajarse a la parada siguiente y cubrir a pie el resto del trayecto, pero era como si los demás viajeros, inmutables, se lo echaran en cara. Apretó la mandíbula y, taciturno, observó cómo corrían las calles.
En la calle Cincuenta y nueve se hallaba el final de la línea. Bajó por la escalera algo mareado. Ya era media tarde y el cielo se estaba encapotando, semejante a un manto de color gris blancuzco.
Enfrente de la parada se alzaba un muro de verdor. Lo recorría una alta verja de hierro, como si tuviera que retener algo salvaje. En mitad de la verja había un ancho hueco por donde desaparecía la Sexta Avenida, curvándose hasta perderse de vista. Un flujo constante de peatones y carros iba y venía. Cruzó la calle y entró.
Casi de inmediato se disipó el ruido del tráfico, reemplazado por una creciente quietud. Una arboleda flanqueaba el camino a ambos lados y, gracias a ella, el aire se volvió fresco e intenso. La grava crujió bajo los zapatos del genio. Sin prisa, fueron pasando carruajes abiertos, cuyos caballos marcaban un ritmo agradable con sus herraduras. Senderos más pequeños iban abriéndose a cada lado del camino principal, algunos amplios y pavimentados y otros más bien vías de tierra que asomaban por entre una vegetación exuberante.
Pronto llegaron a su fin la arboleda y sus sombras y el terreno se abrió a una vasta franja de césped ondulante. El genio se detuvo, sorprendido ante aquel vívido mar verde. Los árboles que lo bordeaban a lo lejos impedían que se viera la ciudad. En mitad del césped, un rebaño de ovejas rechonchas y de color blanco tostado comía pacíficamente perezosos bocados de hierba. Varios bancos ocupaban el camino y en ellos había grupos dispersos de dos o tres personas sentadas, así como algún caballero solitario (se había dado cuenta de que a las mujeres, en cambio, nunca se las veía solas) que miraba cómo pasaban los carruajes.
Se salió del camino y paseó por la hierba unos instantes, notando cómo la tierra cedía y volvía a su estado normal. Saltó sobre la parte carnosa de las plantas de sus pies, sin ser consciente de la sonrisa que afloraba a su rostro. Por un momento pensó en abandonar del todo el camino y pasear a través del césped, descalzo, quizás; hasta que vio un letrerito clavado en el suelo que decía: PROHIBIDO SALIRSE DEL CAMINO. Y, en efecto, unos cuantos transeúntes le estaban mirando con mala cara a modo de reprimenda. La norma le pareció absurda, pero no quería llamar la atención. Así pues, volvió al camino y prometió regresar de noche, confiando en poder hacer lo que quisiera entonces.
El camino principal torcía a la derecha y el genio siguió la curva y cruzó un bonito puente de madera. A través de un bosquecillo de altos árboles divisó un sendero largo y recto de un blanco grisáceo brillante. Fue a investigar y el sendero resultó ser un ancho paseo de losas, flanqueado por unos árboles altos que iban formando arcos. Había allí más gente que en el camino principal, pero el espacio era tan enorme que se fijó poco en el gentío. Pasaban niños corriendo y el aro de uno de ellos rodó al lado del genio, interponiéndose en su camino al inclinarse. Éste se sobresaltó, lo cogió del suelo y se lo devolvió al niño, que corrió a reunirse de nuevo con sus compañeros. El genio continuó mientras se preguntaba para qué serviría el aro.
Finalmente, el ancho paseo descendió hacia un túnel que pasaba por debajo de un camino de carros. Al otro lado del túnel, una espaciosa plaza de ladrillo rojo trazaba una curva siguiendo la orilla de un estanque. En el centro de la plaza vio lo que al principio le pareció una enorme mujer alada flotando sobre una cascada de agua espumosa. Pero no, no era una mujer, sino una escultura colocada sobre un pedestal. El agua manaba sobre una ancha pila a los pies de la estatua y luego a un estanque que ocupaba casi todo el ancho de la plaza.
Fue hasta el borde de ese estanque y contempló la fuente embelesado. Nunca hubiera pensado que vería agua esculpida de ese modo, en cortinas y corrientes que cambiaban constantemente. No era tan terrorífico como la extensión gigantesca del puerto de Nueva York, pero aun así sentía una excitación que no era precisamente agradable. Un fino rocío le dio en la cara, como una insinuación de agujas minúsculas.
La mujer se alzaba sobre él con serenidad. Con una mano cogía unos esbeltos tallos de flores; la otra la tenía extendida, gesticulando a quién sabía qué. Tras de sí desplegaba las alas, amplias y curvas. Una humana con el poder no humano de volar; si Arbeely estaba en lo cierto, ¿no tendrían que asustarse ante una mujer así? Sin embargo, el artista la había esculpido con reverencia, no con temor.
Notó un movimiento cerca: una muchacha a su lado, observándolo. Él la miró y ella volvió rápidamente la cabeza, fingiendo examinar la fuente igual que él. Llevaba un vestido azul marino, muy ceñido a la cintura, y un sombrero grande de ala doblada, adornado con una pluma de pavo real. Tenía el pelo castaño, recogido en tirabuzones en la nuca. A esas alturas, el genio ya había visto bastante sobre las costumbres humanas para saber que todo en ella delataba riqueza. Curiosamente, parecía estar sola.
Le devolvió la mirada, como si fuese incapaz de contenerse, y sus ojos se cruzaron. Ella los apartó otra vez de golpe. Pero entonces sonrió, como admitiendo la derrota, y volvió el rostro hacia él.
—Lo siento —dijo—. ¡Parecía usted tan hechizado con la fuente! Pero he sido muy maleducada al mirarlo así.
—En absoluto —replicó él—. Estoy hechizado, en efecto. Nunca había visto nada igual. ¿Sabría decirme quién es esta mujer con alas?
—La llaman Ángel de las Aguas. Bendice el agua y todo el que la beba quedará sanado.
—¿Sanado? ¿De qué?
La joven se encogió de hombros, gesto que la hizo parecer más joven todavía de lo que el genio creyó en principio.
—De lo que sea que tengan, supongo.
—¿Y qué es un ángel? —quiso saber el genio.
La pregunta la dejó sin palabras. Lo miró otra vez, como escudriñándolo. Seguramente ya se había percatado de la mala calidad de su traje y de su acento al hablar; pero la pregunta debió de implicar una singularidad que su aspecto no evidenciaba.
—Pues un ángel es un mensajero de Dios. Un ser celestial, más elevado que el hombre pero, aun así, un servidor.
—Ya. —Lo cierto es que, para él, esas palabras apenas tenían sentido, pero intuyó que insistir sería un error. Se lo preguntaría a Arbeely—. ¿Y ésta es la apariencia de los ángeles?
—Eso creo. O a lo mejor es una forma de imaginárselos. Todo depende de en qué crea uno.
Se quedaron, no demasiado juntos, contemplando la fuente.
—Nunca he visto nada parecido —dijo el genio. Sintió que tenía que hablar de nuevo o la chica se le escaparía.
—Debe de venir de muy lejos si su país no tiene ángeles —señaló la joven.
Él sonrió.
—Oh, sí que hay ángeles en mi tierra. Sólo que no sabía qué significaba la palabra.
—Pero ¿sus ángeles no son como éste? —dijo, señalando a la mujer que se alzaba sobre sus cabezas.
—No, para nada. En mi tierra, los ángeles están hechos de un fuego imperecedero. Pueden adoptar la forma que quieran y aparecerse a los ojos de los hombres bajo esa forma, como aparece el remolino en el polvo que transporta. —Ella escuchaba con los ojos puestos en él. El genio continuó—: Los ángeles de mi tierra no sirven a nadie, ni a seres superiores ni inferiores a ellos. Vagan por donde desean, guiados sólo por su antojo. Cuando se encuentran uno con otro, pueden reaccionar con violencia o con pasión. Y cuando se topan con humanos… —sonrió mirando los ojos, abiertos de par en par, de la chica—, los resultados suelen ser los mismos.
Ella apartó la vista con ímpetu. Por unos instantes sólo se oyó el sonido del agua y de conversaciones ajenas.
—Al parecer, su tierra es un lugar salvaje —dijo al fin.
—En ocasiones puede serlo.
—¿Y en su tierra se considera adecuado hablar con una mujer en un parque público?
—Supongo que no —contestó él.
—O puede que las mujeres de su tierra sean diferentes, que se tomen con ellas muchas libertades.
—No, no son tan diferentes —dijo, divertido—. Aunque, hasta hace poco, hubiera dicho que sobrepasan a las de aquí tanto en belleza como en orgullo. Pero ahora me doy cuenta de que mis suposiciones se tambalean.
La joven puso unos ojos como platos. Tomó aire para responderle (y él deseaba de veras oír lo que tuviera que decirle), pero, de pronto, miró a la izquierda y se alejó un paso. Una mujer mayor con un vestido negro y rígido y un sombrero con velo se estaba acercando. La joven, no sin esfuerzo, recuperó la neutralidad en sus rasgos.
—Gracias por esperarme, querida —dijo la mujer mayor—. Había una cola espantosa. Ya debías de pensar que te había abandonado.
—De nada. Me estaba entreteniendo con la fuente.
La señora le lanzó una mirada sombría al genio, por encima de la cabeza de la chica, a cuyo oído susurró algo.
—Por supuesto que no —replicó ésta con voz apenas audible—. Ya sabes que yo no haría eso, tía. Sólo ha intentado preguntarme una cosa, pero yo no le he entendido. Me parece que no habla inglés.
Le lanzó al genio una mirada veloz y suplicante: «No me traicione, por favor». Él, divertido, bajó mínimamente la cabeza, como el espectro de un asentimiento.
—Vaya impertinencia —musitó la señora, entornando los ojos hacia el genio. Ahora habló en voz más alta, suponiendo que él no la entendería; aunque, por supuesto, su tono era neutro—. Lo siento, Sophia; no tendría que haberte dejado sola.
—De verdad, tía, no hay de qué preocuparse —dijo la muchacha, con voz violentada.
—Prométeme que no dirás una palabra de esto a tus padres, o será el cuento de nunca acabar.
—Te lo prometo.
—Bien. Y ahora, vámonos a casa. Tu madre se pondrá como una furia si no estás lista a tiempo.
—No soporto esas fiestas, son un aburrimiento.
—No digas eso, querida, que acaba de empezar la temporada.
La señora agarró a la chica del brazo; la había llamado Sophia. Ésta alzó la vista hacia el genio. Era obvio que quería decir algo pero no podía. Así pues, se dejó llevar por la mujer lejos de la fuente cruzando la extensión de ladrillo rojo. Subieron por la escalera hasta el camino principal y desaparecieron de su vista.
Rápidamente, el genio atravesó la terraza, asustando a quienes encontraba a su paso. Subió los peldaños de dos en dos y de tres en tres. Casi en la cima, se detuvo. Manteniéndose oculto, observó desde abajo cómo se dirigían las dos mujeres a un carruaje fastuoso y descubierto que aguardaba en el camino. Un hombre con librea les abrió la puerta de atrás.
—Señora, señorita Winston.
—Gracias, Lucas —dijo la muchacha mientras él la ayudaba a entrar.
El hombre se encaramó a su asiento elevado y sacudió las riendas, y el carruaje avanzó con suavidad por el camino. El genio lo vio doblar una curva pasada una arboleda y desaparecer.
Se paró a pensar. El día tocaba a su fin y estaba refrescando. El cielo, todavía nublado, amenazaba tormenta. Ya era hora de volver sobre sus pasos en dirección al sur. Seguro que Arbeely ya se estaba preguntando adónde habría ido.
Pero aquella muchacha lo tenía intrigado. Además, los oscuros y caprichosos anhelos que habían aflorado en el banquete de boda estaban regresando, y él no tenía por costumbre sofocar sus propios impulsos. Decidió que Arbeely podía esperarle un poco más.
Como única pista tenía su nombre, pero al final fue de una sencillez casi absurda averiguar dónde vivía Sophia Winston. Lo logró yendo al extremo del parque por el este, siguiendo el camino que había tomado su carruaje. Luego, una vez franqueada la entrada y de nuevo en las calles de la ciudad, preguntó al primer hombre que pasaba.
—¿Winston? ¿Se refiere a Francis Winston? Estará de broma. —El hombre al que había parado era corpulento y con papada y vestía como un obrero—. Es esa mansión nueva de la Sesenta y dos. Una mole inmensa de ladrillos blancos, tan grande como la de los Astor. No tiene pérdida. —Señaló al norte con un dedo carnoso.
—Gracias. —El genio se alejó a grandes zancadas.
—¡Eh! —gritó el hombre a su espalda—. ¿Y qué quiere de los Winston?
—Voy a seducir a su hija —vociferó el genio como respuesta, y las carcajadas del otro le siguieron hasta la Quinta Avenida.
No le costó encontrar la residencia de los Winston, tal como el hombre había dicho. Era un enorme palacio de piedra caliza de tres plantas coronado por gabletes oscuros que se estilizaban en forma de agujas elevadas. La casa estaba apartada de la calle, pasada una franja de césped bien segado y al otro lado de una verja de hierro acabada en puntas que recorría toda la longitud de la acera; no había adquirido todavía la pátina de mugre que tenían pegada sus vecinas, y lucía su aire flamante con callada satisfacción.
La parte frontal de la casa tenía un pórtico enorme iluminado con farolas. El genio lo pasó de largo y dobló la esquina, siguiendo la verja de hierro. En las ventanas superiores del otro lado había luz. Vio siluetas desplazándose en el interior, perfiladas a través del cortinaje. En la parte trasera de la casa, unos gruesos setos se extendían hasta la acera; la verja se convertía en un imponente muro de ladrillo, con lo que los terrenos de detrás de la mansión quedaban resguardados de las miradas ajenas.
El genio examinó la verja. Los barrotes eran fuertes, pero no especialmente gruesos. Evaluó la distancia entre ellos. Llegó a la conclusión de que bastaría con dos. Rodeó con las manos sendos barrotes y se concentró.
* * *
Sophia Winston, desconsolada, estaba sentada en su dormitorio, todavía en camisón y con el pelo húmedo del baño. Los invitados llegarían en menos de una hora. Tal y como había previsto la tía, su madre estaba fuera de sí, revoloteando por la casa como un periquito liberado y dando órdenes a cualquier criado que estuviera al alcance. Su padre se había retirado a la biblioteca, su guarida de costumbre. A Sophia le hubiera gustado ir con él, o bien ayudar a acostar a su hermano George. Pero a la institutriz de George le desagradaba la «injerencia» de Sophia, pues, según ella, minaba su autoridad. Y si su madre la encontraba fantaseando con libros de viajes en la biblioteca, habría jaleo.
Sophia tenía dieciocho años y estaba sola. Como hija de una de las familias más ricas e importantes de Nueva York (y, de hecho, del país), le habían dejado claro, de formas sutiles pero también sin tapujos, que se esperaba de ella que hiciera poco más que existir, esperando la hora propicia y cuidando las maneras hasta conseguir al marido adecuado y prolongar la estirpe. Su futuro se desplegaba ante ella como un tapiz horripilante, de diseño establecido e inmutable. Habría una boda y luego una casa por allí cerca, en la avenida, con cuartos para los niños, que, por supuesto, eran indispensables. Pasaría interminables veranos en el campo, viajando de un estado a otro, jugando partidos de tenis sin fin y con la presión de ser siempre una invitada en casa de otros. Después llegaría la edad madura, en que se esperaba que abrazara alguna causa, como la Abstinencia, la Pobreza o la Educación (lo mismo daba, mientras fuera una causa virtuosa y nada controvertida y propiciara almuerzos ocasionales con interlocutoras trasnochadas de severos atuendos). A continuación, la vejez y la decrepitud, la lenta transformación en una masa de tafetán negro en silla de ruedas, a la que exhibirían brevemente en las fiestas antes de quitarla de la vista. Pasar sus últimos días sentada, perpleja, junto al fuego, mientras se preguntaba qué había sido de su vida.
Sabía que no se opondría a este destino. No tenía estómago para riñas familiares prolongadas, ni la fortaleza para seguir su propio camino en el mundo. De modo que, para evadirse, fantaseaba con rebeliones y aventuras, alentada por los volúmenes de la biblioteca de su padre; diarios que inflamaban su mente con relatos de tierras exóticas y civilizaciones antiguas. Soñaba con cabalgar junto a una tribu mongol o descender por el Amazonas hasta el corazón de la jungla; o con pasearse, con túnica de lino y pantalones, por los coloridos mercadillos de Bombay. Las inherentes privaciones de tales viajes, como la falta de camas adecuadas o de agua corriente, poco importaban, pues en esos sueños eran oportunamente silenciadas.
Hacía poco había visto un artículo sobre el difunto Heinrich Schliemann y su descubrimiento de la ciudad perdida de Troya. Todos sus colegas habían insistido en que Troya no era más que un mito homérico y en que Schliemann estaba persiguiendo una fantasía. Pero éste salió triunfante. El artículo iba acompañado de una foto de una hermosa mujer de ojos oscuros, ataviada cual reina guerrera con joyas antiguas que se hallaron en el enclave. Era la esposa griega de Schliemann, que le había ayudado en la excavación; y cuando Sophia leyó que esa mujer también se llamaba Sophia, sintió un amargo escalofrío, como si el mejor destino que podía tener la hubiera pasado de largo. ¡Ojalá hubiera sido Sophia Winston cubierta de joyas antiguas, Sophia Winston en el foso junto a su intrépido marido, contemplando el rostro dorado de Agamenón!
Era capaz de pasarse horas perdida en esas ensoñaciones. Aquella misma tarde había estado fantaseando durante el paseo por el parque, para distraerse de la lengua viperina y los cotilleos de su tía, y de su espanto ante la inminente fiesta. Entonces, junto a la fuente, le pareció que aquel desconocido se materializaba a partir de su ensueño: un extraño alto y guapo que le habló en un inglés perfecto. Y ahora, en el entorno familiar del dormitorio, se estremeció al acordarse de su conversación. La había puesto nerviosa y se había sentido muy joven y desconcertada.
Resignándose a la noche que le esperaba, se sentó ante el espejo y empezó a cepillarse el pelo. La doncella ya le había preparado el vestido: uno nuevo de seda de color rojo intenso. Tuvo que reconocer que le apetecía ponérselo; la moda de aquella temporada le sentaba muy bien a su figura.
Vio un movimiento con el rabillo del ojo. Asustada, se dio la vuelta. Había un hombre en el balcón, al otro lado de la cristalera, escudriñando el interior.
Se puso en pie de un salto y casi se le escapó un grito mientras se subía el camisón hasta el cuello. El hombre alzó las manos y la miró con expresión de súplica, pidiéndole claramente que no diera la alarma. Ella entornó los ojos para ver más allá de su propio y débil reflejo y entonces se dio cuenta: era él, el hombre del parque.
Se quedó boquiabierta. ¿Cómo había entrado en la propiedad? Además, su dormitorio estaba en el segundo piso; ¿acaso había escalado la pared para saltar de balcón en balcón? Vaciló un instante; luego cogió la lámpara y fue hacia la cristalera para verle mejor. Él observó cómo se acercaba. A través de las distorsiones del vidrio se le veía tan quieto que no parecía real. La joven se detuvo, dudosa, a unos pasos de la puerta. Aún estaba a tiempo de gritar.
El hombre sonrió y extendió un brazo. ¿Una invitación… a hablar?
Con el corazón acelerado, Sophia se hizo con un chal y salió al balcón. La noche era fría y el aire olía a lluvia. No cerró la puerta tras de sí, pero se envolvió bien con el chal.
—¿Qué hace aquí?
—He venido a disculparme —dijo él.
—¿A disculparse?
—Me temo que antes la he ofendido.
—¿Viola una propiedad privada e invade mi intimidad para disculparse?
—Sí.
—Podría gritar. Podría hacer que le arresten.
Él admitió tal posibilidad con su silencio. Se miraron el uno al otro a través de los pocos centímetros que los separaban.
Ella, finalmente, transigió.
—De acuerdo. Supongo que si se arriesga tanto para disculparse, lo correcto es que yo le ofrezca mi perdón. Así que ya está. Perdonado. Se puede marchar.
Él asintió una vez, le hizo una reverencia y, entonces, con el más grácil movimiento que Sophia hubiera visto nunca, apoyó una mano en la barandilla y se subió encima de un brinco. Estudió la distancia hasta el siguiente balcón y ella comprendió que se disponía a saltar.
—¡Espere! —exclamó.
Él se detuvo, balanceándose levemente, y extendió una mano para mantener el equilibrio; ella sintió un escalofrío al pensar que podía haberse matado.
—Lo siento —dijo—. Es que… sólo quiero saber… cómo se llama.
Por un momento, fue como si él se pensara la respuesta, hasta que dijo:
—Ahmad.
—Ahmad —repitió ella—. ¿De dónde es?
—Ustedes lo llaman Siria.
—¿Nosotros lo llamamos Siria? ¿Y cómo lo llama usted?
—Mi casa.
Seguía como si nada encima de la barandilla, ignorando, por lo visto, el vacío de dos pisos que tenía a sus pies. Esa sensación de irrealidad se apoderó de la joven otra vez, como si ese hombre acabara de salir de un cuento. Como si en verdad nada de aquello estuviera sucediendo.
—Ahmad, ¿puedo preguntarle algo? Y por lo que más quiera, baje de la barandilla antes de que se caiga.
Él sonrió y bajó de nuevo al balcón.
—¿Qué quiere preguntarme?
—Cuénteme cómo es el lugar de donde viene. ¿Dónde vivía?
Esperaba oír el nombre de una ciudad pero, en vez de eso, él contestó:
—En el desierto.
—¡El desierto! ¿Y no es peligroso?
—Sólo para los que no van con cuidado. El desierto es salvaje, pero no intransitable.
—He visto fotografías en los cuadernos de mi padre —le explicó Sophia—. Pero seguro que no le hacen justicia.
Ambos dieron un respingo ante un ruido súbito; alguien llamaba a la puerta del dormitorio. El hombre se agachó como si fuese a saltar a la barandilla otra vez.
—Espere —murmuró ella.
Con cuidado, volvió a deslizarse dentro de la estancia. Se tumbó en la cama y arrugó las sábanas para que pareciera que acababan de despertarla.
—Un momento —respondió antes de dejar la cabeza colgando del revés y sacudirla vigorosamente, despeinándose y confiando en que se le enrojecieran las mejillas. Se levantó de nuevo, adoptó un aire de lánguida indisposición y abrió la puerta.
La esperaba una doncella con los brazos cargados de sábanas. Al ver a Sophia aún con el camisón y el chal, abrió mucho los ojos, alarmada.
—Señorita Sophia, dice su madre que los invitados llegarán en media hora.
—Maria, me parece que no me encuentro bien —le contestó la joven—. Tengo un dolor de cabeza horrible. Por favor, dile a mi madre que antes necesito descansar un poco; prometo bajar luego a la fiesta.
—¿Qué? —gritó una voz.
Ambas chicas se estremecieron cuando Julia Hamilton Winston, una formidable gran dama de la alta sociedad de Nueva York, se acercó a toda velocidad por el pasillo, con un inflado vestido azul y el pelo todavía lleno de cintas para rizárselo.
—Madre, de verdad que no me encuentro bien —rogó Sophia mientras la mujer avanzaba hacia ella.
—Qué tontería. En la cena estabas estupenda.
—Me ha venido de repente; tengo la cabeza a punto de estallar.
—Pues tómate una aspirina —le espetó su madre—. Te aseguro que yo he padecido muchas fiestas con dolor de cabeza y náuseas matutinas y no sé cuántas dolencias. Eres demasiado blanda, Sophia. Y tienes demasiada tendencia a eludir tus responsabilidades.
—Por favor —insistió ella—. Sólo te pido media hora. Si consigo dormir un poco, me encontraré mejor. Y temo ponerme enferma si continúo de pie mucho rato.
—Hmm. —Su madre le puso una mano en la frente—. Pues sí, estás un poco caliente. —Retiró la mano y suspiró, sin que la desconfianza abandonara su rostro—. Sólo media hora, ¿entendido? Y luego enviaré a Maria a que te saque de la cama como sea.
—Sí, madre. Gracias.
Cerró la puerta y escuchó los pasos de la mujer alejándose por el pasillo; luego salió otra vez al balcón. Él estaba donde lo había dejado y mostraba una expresión divertida.
—Muy hábil —señaló—. ¿Hace esto a menudo?
Ella se ruborizó en la oscuridad.
—Mi madre y yo no acostumbramos a estar de acuerdo —contestó—. Somos dos personas muy distintas. Esperamos de la vida cosas diferentes.
—¿Y qué es lo que espera usted de la vida? —preguntó el hombre.
La joven no se movió, pero buscó la mirada de él. Se prometió no ruborizarse otra vez; no apartaría la mirada.
—¿Por qué ha venido aquí? De verdad, quiero decir. No esa tontería de las disculpas.
—Porque me intriga usted y porque es hermosa —le respondió.
Ahí sí se ruborizó, y se dio la vuelta y puso más distancia entre ambos.
—Es bastante más directo que la mayoría de los hombres.
—¿Y eso le disgusta?
—No. El hecho en sí no. Pero no estoy acostumbrada. —Suspiró—. A decir verdad, estoy más que harta de los hombres que no son directos. Y esta noche, mi casa estará llena de ellos. —Le lanzó otra mirada—. Su hogar en el desierto… Cuénteme algo más.
—Por el desierto se puede viajar durante días, meses y años sin llegar a encontrarse con otra alma —afirmó él con voz queda—. O, si se prefiere, se puede buscar la compañía de las gentes del desierto, o intentar rastrear a esas criaturas que no desean ser vistas, como los genios… Aunque eso es bastante más difícil —señaló con una sonrisa secreta—. Si uno logra adquirir el poder de volar, es capaz de viajar con las aves: halcones y cernícalos. Y, como ellos, puede dormir mientras vuela. —Se detuvo—. Y ahora seré yo quien pregunte: ¿por qué se va a llenar su casa de hombres que no son directos?
Ella suspiró.
—Porque estoy alcanzando la edad de casarme. Y porque mi padre es riquísimo. Todos buscarán un buen partido. Halagarán mi belleza y mis opiniones. Preguntarán a mis amigas por mis gustos y luego fingirán que son los suyos. Estoy a punto de convertirme en la presa de una cacería y ni siquiera es a mí a quien quieren. Yo sólo soy el medio para conseguir un fin.
—¿Tan segura está de ello? Si un hombre le dice que es hermosa, ¿pone en duda su sinceridad?
Ella vaciló antes de tomar aire y responder:
—Supongo que depende del hombre.
Poco a poco iban acortando distancias. Los cipreses que bordeaban el jardín eran lo bastante altos para ocultar la mayor parte de cuanto les rodeaba; Sophia pensó que, si se quedaba muy quieta y mantenía la cabeza en un ángulo determinado, era como si no estuviera en Nueva York, sino en un jardín de la costa mediterránea. Los débiles sonidos de la calle a su espalda eran el rumor de un oleaje distante. El hombre que tenía al lado era un perfecto desconocido. Podía ser cualquiera.
Notaba cómo se le iban escurriendo los minutos concedidos. Él aguardaba, paciente y cuidadoso, observándola. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
—¿Tiene frío? —le preguntó él.
—¿Usted no?
—Yo no suelo tenerlo. —Echó una ojeada al dormitorio a través de la cristalera, pero no le preguntó si estaría más cómoda dentro, sino que sólo se le acercó y, despacio (tan despacio que ella hubiera tenido tiempo de sobra para protestar o para retirarse de no haber sido lo que deseaba), le puso una mano en la cintura.
Al tacto, un sofoco acalorado colmó la boca de su estómago y se fue propagando hacia fuera. Percibió el calor de esa mano a través de las capas del camisón y del chal. Los ojos se le entornaron. Al fin se acercó un paso y puso la cara junto a la de él.
Más tarde caería en la cuenta de que él no la había calificado de descarada, ni le había preguntado si era eso lo que realmente deseaba, ni había hecho ningún otro de los decorosos comentarios que utilizan los hombres para eludir responsabilidades. En un momento dado pareció estar a punto de cogerla y llevarla a la cama, pero ella sacudió la cabeza para decir que no, deseosa de permanecer en la noche y en el jardín en sombras y temiendo perder el coraje si volvía al dormitorio de su infancia, demasiado familiar. De modo que su encuentro tuvo lugar en un rincón oscuro del balcón, con un muro de frío granito a la espalda de Sophia. Ésta agarró las puntas del chal y, para acercarlo, lo envolvió también a él, cuyas manos parecían estar en todas partes a la vez; con los labios cálidos le recorría la piel y le regaba de besos el cuello y el hueco de la garganta. La excitación de Sophia aumentaba a la par que su miedo a perder ese momento, a regresar a su vida y tener que afrontar las consecuencias; así que, cuando en sus párpados acabaron estallando fuegos artificiales y todo el cuerpo se le inflamó, fue la tristeza tanto como la alegría lo que le hizo enterrar la cabeza en el hombro de él y ahogar un llanto.
Por último, logró sostenerse de nuevo por su propio pie. Notó los dedos suaves de él en su cabello, así como los labios que se posaban en su frente. No era capaz de mirarle. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Si no se movía, si se quedaba absolutamente quieta, podría evitar que el tiempo se precipitara…
Otra vez llamaron a la puerta de su dormitorio.
—Tengo que irme —susurró; se apartó de él y huyó.
Al día siguiente, las columnas de sociedad de los periódicos de la ciudad declararon la velada de los Winston un éxito memorable. Y, en efecto, había sido una de esas raras noches en que, por varias afortunadas combinaciones de invitados, conversación y vino, se impone una franca animación y parece que ninguna otra casa de la ciudad podría estar tan plena de deleites y buen talante. Pero la auténtica sorpresa de la noche había sido la presencia, más llamativa que nunca, de la hija de la casa. Hasta entonces, la opinión general sobre Sophia Winston fue que era bastante encantadora, pero que no «ponía empeño». Su aire soñador y distante y el hecho de que no tuviera un círculo de amistades íntimas se consideraban esnobismos. Entre sus coetáneas había muchas jóvenes ricas, pero que, por motivos de herencia o de negocios, no tenían el futuro tan asegurado como Sophia. De modo que le echaban en cara lo que veían como un desinterés palpable por el juego de la planificación romántica al que ellas, por su parte, estaban obligadas a jugar.
Pero aquella noche, a los ojos de la flor y nata de la ciudad, Sophia Winston apareció transformada. Hizo su entrada tarde, descendiendo la espléndida escalinata ante cientos de invitados. Sus mejillas lucían un marcado rubor, maravilloso complemento a su ceñido traje borgoña. Y aunque su aire de desinterés no había desaparecido del todo, se había mudado en un talante distraído mucho más favorecedor, como si estuviera esperando a alguien que pudiera presentarse en cualquier momento. Varios de los jóvenes asistentes se percataron verdaderamente de su presencia por primera vez, y empezaron a pensar que quizá no sería tan terrible casarse por dinero. La madre de Sophia, que percibió este nuevo matiz en sus miradas, no podía estar más complacida.
En cuanto a la propia Sophia, se pasó la noche aturdida por la excitación, la culpa y la creciente incredulidad respecto a lo que acababa de permitir que ocurriera. Era posible que todo hubiera sido un sueño, salvo por la insistente memoria de su cuerpo. Puesto que pensar en ello le daba vértigo y terror, optó por arrinconarlo en el interior de su mente; sin embargo, en medio de una conversación volvía a brotar con fuerza, haciéndola enrojecer y tartamudear y pedirle al joven más a mano si le podía ir a buscar un poco de hielo.
Al término de la velada, estaba agotada. Permaneció debidamente junto a sus padres mientras los últimos invitados se alejaban en la noche; luego se retiró al piso de arriba. No esperaba que él estuviera allí todavía, pero otra vez fue presa del nerviosismo al entrar en el dormitorio.
El balcón estaba vacío y a oscuras. La lluvia que llevaba todo el día amenazando caía por fin, con su tamborileo constante sobre el jardín.
Algo brilló en la barandilla; posada encima del pulido granito la aguardaba una paloma de oro en miniatura, dormida en su jaula de filigrana.
* * *
La lluvia transformaba la ciudad. Limpiaba la suciedad de las aceras y reflejaba las lámparas de gas en charcos de agua clara. Repicaba en los tensos toldos y caía en cascadas de los canalones y los aleros sobre las calles casi vacías. Hacía ya rato que había dado la medianoche y hasta quienes no tenían adónde ir se habían refugiado, en garitos del subsuelo y en rincones oscuros de vestíbulos.
El genio corría, solo, por las calles de Nueva York.
En principio, no estaba en peligro; en cualquier momento podía meterse en un portal y esperar a que cesara la tormenta. Pero deseaba correr por encima de todo y decidió seguir haciéndolo hasta Washington Street o hasta quedarse sin fuerzas, lo que ocurriera primero.
Después de dejarle Sophia, se había quedado un rato en el balcón, contemplando el jardín a sus pies y sintiendo una paz lo bastante tenue para que no le importara examinarla de muy cerca. Desde abajo le llegaban los ruidos del baile. Cualquier otra noche le hubiera tentado bajar a investigar la opulenta mansión mientras sus habitantes se afanaban en otras estancias; sin embargo, le daba la sensación de que no debía seguir tentando a la suerte. Por un antojo, se sacó del bolsillo la jaula de oro y la dejó en la barandilla, para que Sophia pudiera encontrarla. ¿Por qué no? No le tenía un apego especial y era un regalo valioso incluso para la hija de una familia tan adinerada. Después bajó por donde había venido, salió a la calle y giró hacia el sur. Pero al llegar al suburbano descubrió que éste había dejado de funcionar para el resto de la noche, así que tendría que andar todo el camino de vuelta. Daba igual; estaba de buen humor y no se iba a cansar por caminar un poco.
Entonces se puso a llover. Al principio le resultó hasta vigorizante, muy diferente de la temible perspectiva de una inmersión total. Pero cuando la lluvia empezó a arreciar, cada gota era un impacto minúsculo y vio que no podía menospreciar la distancia hasta Washington Street. Se puso a andar más deprisa y fue aligerando las zancadas; pronto se encontró corriendo bajo la lluvia, con una mueca en su rostro que tanto podía ser de placer como de dolor. Las gotas caían sobre su piel desnuda con un leve crepitar. Si el puñado de pobres indigentes y policías todavía a la intemperie se hubieran parado a mirar, habrían visto a un hombre corriendo a toda prisa, sin hacer ruido y dejando tras de sí volutas de vapor.
Cada vez más rápido, cortó al oeste y otra vez al sur. Empezaba a sentir cómo iba haciendo mella la fatiga, una deliciosa indolencia que le susurraba que se echara allí mismo y dejara que la lluvia lo absorbiera sin dolor. Pero venció ese impulso y huyó, pensando en el taller de Arbeely y en la siempre caliente fragua.
Por último encontró Washington Street y pasó de largo el mercado de Fulton, que estaba desierto. La lluvia no cesaba. Su paso elástico se convirtió en un tambaleo, y a punto estuvo de caer de rodillas, aunque resistió. Con las últimas fuerzas que le quedaban, corrió la distancia final hasta el taller de Arbeely.
El banquete de Sam y Lulú había terminado hacía mucho. Una vez recogidos los platos y restablecido el acogedor y acostumbrado orden en el café de los Faddoul, Arbeely había vuelto al trabajo para distraer su inquietud por la desaparición del genio. Se sentía algo ridículo por preocuparse como una gallina por sus polluelos. A medida que pasaban las horas, su preocupación se fue tornando en irritación y, al fin, cuando empezó la lluvia, en puro terror. Se convenció de que, estuviera donde estuviera, el genio no era tan estúpido para permanecer a la intemperie bajo la tormenta.
La puerta del taller se abrió de golpe. El genio cruzó el umbral, bajó a trompicones el breve tramo de escalera y aterrizó boca abajo en el suelo.
—¡Dios mío! —Arbeely corrió a su lado.
El genio no se movía. Bucles de vapor se elevaban de su ropa. Presa del pánico, Arbeely lo agarró por los hombros y le dio la vuelta. Él abrió los ojos y le dedicó una débil sonrisa a su patrón.
—Hola, Arbeely —graznó—. He pasado una velada maravillosa.