6

El mes de septiembre tocaba a su fin, aunque el calor del verano persistía sin piedad. A mediodía, las calles se vaciaban y los transeúntes se congregaban debajo de los toldos. Los ladrillos y las piedras del Lower East Side se impregnaban del calor diurno y lo devolvían al atardecer. Las destartaladas escaleras que ascendían por la parte de atrás de los edificios hacían las veces de dormitorios verticales, pues los inquilinos sacaban sus colchones a los rellanos y acampaban en los tejados. El aire era un caldo maloliente y a todos les costaba inhalarlo.

Los Días Temibles fueron casi inaguantables. Las sinagogas estaban medio vacías, ya que muchos optaban por rezar en casa, donde al menos podían abrir la ventana. Sonrojados cantores salmodiaban para unos cuantos devotos abatidos. En Yom Kipur, sabbat entre los sabbats, no fueron pocos los congregantes que cayeron redondos, después de que el ayuno de rigor acabara con sus últimas fuerzas.

Era el primer Yom Kipur en que el rabino Meyer no ayunaba desde que se convirtiera en bar mitzvá. Aunque los ancianos quedaban exentos de ayunar, el rabino se había resistido a dejarlo. El ayuno tenía que ser la culminación del esfuerzo espiritual de los Días Temibles, limpieza y purificación del alma. Aquel año, sin embargo, tuvo que admitir que su cuerpo se había vuelto demasiado frágil. Ayunar supondría una tacha, un pecado de vanidad por negarse a aceptar la realidad del envejecimiento. ¿No había aconsejado él a sus congregantes en contra de esa misma felonía? Aun así, no le reportó ningún placer su almuerzo en Yom Kipur, y no pudo evitar la sensación de ser culpable de algo.

Tuvo el consuelo de que, al menos, había mucho que comer, y es que, para entretenerse, a la golem le había dado por hornear.

Fue idea del rabino, que se reprochaba a sí mismo que no se le hubiera ocurrido antes. Lo pensó una mañana al detenerse ante una panadería y divisar a un joven que trabajaba al fondo, enrollando y trenzando la masa de los jalás para el sabbat. Una hogaza tras otra iba tomando forma en sus manos. Sus movimientos rápidos y mecánicos delataban los años que el joven llevaba en aquel mismo puesto, con esa misma labor; en ese momento, al rabino casi le pareció un golem. Los golems no comían, por supuesto, pero ¿por qué no iban a poder cocinar?

Por la tarde trajo a casa un pesado volumen en inglés de aspecto muy serio y se lo dio a la golem.

Libro de recetas de la escuela de cocina de Boston —leyó ella, muy extrañada.

Hojeó el volumen con inquietud pero, en contra de lo que se esperaba, el libro era sencillo y sobrio y estaba escrito con claridad. No había nada que la confundiera, sino sólo instrucciones pacientes y consistentes. Le leyó los nombres de las recetas al perplejo rabino, en inglés y luego en yídish, y se sorprendió cuando él le confesó que muchas le eran desconocidas por completo. Nunca había comido finnan faddie (un tipo de pescado, por lo visto), ni gnocchi à la romaine, ni patatas Delmonico, ni ninguna de una serie de recetas, con huevo, de complicados nombres. Ella anunció que cocinaría para él. ¿Qué le parecería un pavo asado con moniatos y succotash? ¿O sopa de langosta seguida de bistec Porterhouse, con tarta de fresa como postre? El rabino se apresuró a explicarle, no sin pesar, que aquellos platos eran demasiado sofisticados para su día a día; además, la langosta era treif. Quizá, mejor que empezara por algo más fácil y fuese avanzando a partir de ahí. Nada le gustaba tanto, afirmó, como un pastel de café recién hecho. ¿No sería un buen comienzo?

De modo que la golem se aventuró a salir del edificio por su cuenta para ir a la tienda de la esquina. Con dinero del rabino compró huevos, azúcar, sal y harina, unas cuantas especias diferentes en cucuruchos de papel y un paquetito de nueces peladas. Era la primera vez que salía realmente sola desde su llegada a la ciudad. Ya se estaba acostumbrando al barrio: el rabino y ella habían empezado a pasear juntos varias tardes a la semana, pues el anciano llegó a la conclusión de que la necesidad de la golem de ver mundo se imponía al posible resultado de cualquier chismorreo. Con todo, no le quitaba la vista de encima. De hecho ya tenía un sueño recurrente, en el que la perdía entre la multitud y la buscaba, cada vez más aterrado, hasta que divisaba su alta silueta en medio de una turba que clamaba por su destrucción.

Por supuesto, la golem percibía esas pesadillas; no con la misma claridad que un pensamiento en vigilia, pero lo bastante claras para saber que el rabino temía por ella y también la temía a ella. Eso la entristecía mucho, pero procuraba no darle demasiadas vueltas. Regodearse en los miedos de él y en la soledad propia no le haría bien a nadie.

Preparó la tarta de café siguiendo las indicaciones con una precisión acérrima y salió airosa del primer intento. Le sorprendió gratamente lo fácil que resultaba y el modo casi mágico en que el horno transformaba aquella masa densa en algo diferente por completo, algo sólido, caliente y oloroso. El rabino se comió dos porciones con el té de la mañana y la calificó como una de las mejores tartas que había probado jamás.

Por la tarde, la golem fue a por más ingredientes. Al día siguiente, el rabino se despertó con un surtido de pastas sobre la mesa del salón digno de una panadería. Había magdalenas y galletas, una legión de bollos y una torre de tortitas. Y una hogaza tupida e intensamente especiada a la que la golem llamó pan de jengibre.

—¡No tenía ni idea de que se pudieran hornear tantas cosas en una noche! —dijo él en tono suave, aunque ella percibió su pesar.

—Preferirías que no lo hubiera hecho —señaló.

—Bueno… —sonrió el rabino—. No tanto, quizá. Sólo estoy yo y sólo tengo un estómago. Sería una pena que todo esto se echara a perder. Y no debemos ser tan excesivos; aquí hay comida para una semana.

—Lo siento. Claro, no lo he pensado… —La invadió la vergüenza y se apartó de la mesa. ¡Se había sentido tan orgullosa de lo que acababa de hacer! Y le había sentado tan bien trabajar, pasarse la noche en la cocina midiendo y mezclando, junto al pequeño horno que despedía calor a la ya sofocante estancia. Ahora, en cambio, casi no podía ni mirar su producción—. ¡Todo lo hago mal! —estalló.

—No seas tan dura contigo misma, querida —le dijo el rabino—. Todas estas preocupaciones son nuevas para ti. ¡Yo llevo décadas conviviendo con ellas! —Se le ocurrió una idea—. Además, no hay por qué desperdiciar nada de esto. ¿Te gustaría que cediéramos una parte? Tengo un sobrino, Michael, es hijo de mi hermana y regenta un albergue para nuevos inmigrantes, con muchas bocas que alimentar.

La golem quiso protestar; había preparado aquello para el rabino, no para unos desconocidos. Pero vio que él le ofrecía una forma benévola de enmendar su error, y que confiaba en que ella aceptara.

—Desde luego —convino—. Me encantaría.

El anciano sonrió.

—Bien. Pues mira, lo llevaremos juntos. Ya es hora de que tengas una conversación con alguien que no sea un carnicero o un tendero.

—¿Crees que estoy preparada?

—Lo creo, sí.

Se esforzó en mantener la calma a pesar de los nervios.

—Tu sobrino. ¿Qué tipo de hombre es? ¿Qué le digo? ¿Qué pensará de mí?

El rabino sonrió y alzó las manos para detener la marea de preguntas.

—Para empezar, Michael es un buen chico; mejor dicho, un buen hombre: casi llega a la treintena. Yo respeto y admiro su trabajo, aunque no veamos las cosas igual. Sólo deseo… —Se detuvo, pero entonces recordó que, sin duda, la golem percibiría algo. Mejor explicárselo que dejarla con una imagen vaga y confusa—. Antes estábamos más unidos. Mi hermana murió cuando Michael era pequeño y mi mujer y yo lo criamos. Durante muchos años fue como un hijo. Pero entonces… En fin, nos dijimos algunas cosas que…, la típica discusión entre un viejo y un joven. Un mal que no hemos reparado nunca. Ahora ya no nos vemos tanto.

La golem vio que había algo más. No una evasiva en el relato del rabino, pero sí algún detalle por completar. No era la primera vez que percibía el gran abismo de experiencia que los separaba; él llevaba vivo siete décadas, mientras que ella apenas tenía los recuerdos de un mes.

—En cuanto a qué os diréis —continuó el rabino, en tono más despreocupado—, no hace falta que sea una conversación larga. Puedes explicarle al menos los distintos tipos de pastas que has hecho. Seguro que te preguntará de dónde eres y cuánto llevas en la ciudad. Quizá deberíamos preparar una historia. Le puedes contar que eres una joven viuda de cerca de Danzig y que yo estoy haciendo de trabajador social para ti. Se acerca bastante a la verdad, en cierto modo. —Sonrió, aunque con un asomo de tristeza; la golem supo que le estaba diciendo algo que él mismo no se creía del todo.

—Lo siento —contestó—. Siento que tengas que mentirle a tu sobrino por mí.

El rabino guardó un breve silencio y luego dijo:

—Querida, empiezo a comprender que hay muchas cosas que necesitaré hacer…, que tengo que hacer por ti. Pero es mi decisión. Debes permitirme lamentar una pequeña mentira si es en aras de un bien mayor. Y tú debes aprender a que no te incomode hacer lo mismo. —Calló antes de seguir—: Todavía no sé si algún día podrás llevar una vida normal entre los demás. Pero has de saber que, para ello, tendrás que mentir a todos los que conozcas. No le hables a nadie de tu auténtica naturaleza, nunca. Es una carga y una responsabilidad que no le deseo a nadie.

Se hizo un pesado silencio.

—Ya lo había pensado —reconoció la golem al fin—. No con semejante claridad, a lo mejor. Me parece que no quería creerlo.

Al rabino se le humedecieron los ojos; sin embargo, habló con voz neutra:

—Puede que con el tiempo y la práctica te parezca más sencillo. Y yo te ayudaré en lo que pueda. —Se dio la vuelta, se pasó una mano por los ojos y, cuando miró de nuevo hacia ella, ya estaba sonriendo—. Pero hablemos de algo más alegre. Si te presento a mi sobrino, tendré que darte un nombre.

Ella frunció el ceño.

—No tengo ninguno.

—A eso voy; ya va siendo hora de que lo tengas. ¿Te gustaría elegirlo?

Se paró a pensar.

—No.

El rabino se sorprendió.

—Pero necesitas tener un nombre.

—Ya lo sé —sonrió ella—. Pero quiero que lo elijas tú.

El anciano quiso oponerse, pues confiaba en que el acto de elegir un nombre la empujara a ser independiente. Pero tuvo que reprenderse. En muchos aspectos, ella seguía siendo como un crío, y nadie esperaría que un niño escogiera su propio nombre. Ese honor correspondía a los padres. En este caso, ella había captado el sentido mucho mejor que él.

—Muy bien —dijo—. Siempre me ha gustado el nombre de Chava para una niña. Así se llamaba mi abuela, y yo le tenía mucho cariño.

—Chava —repitió la golem. La «ch» era un sonido suave y ondulante en el fondo de la garganta; el «ava», como un suspiro audible. Lo fue probando en voz baja, ante la mirada divertida del rabino.

—¿Te gusta? —preguntó éste.

—Sí —le contestó; y así era.

—Pues tuyo es. —Extendió la mano sobre ella y cerró los ojos—. Señor, tú que protegiste a nuestros ancestros y nos sacaste de la esclavitud, vela por tu hija Chava. Que en sus días haya paz y prosperidad. Que sea ayuda, consuelo y protección para los suyos. Dale sabiduría y coraje para ver su camino en la senda que has dispuesto ante ella. Sea la voluntad del Altísimo.

Y la golem murmuró:

—Amén.

* * *

En general, aquél no era el mejor día de Michael Levy.

Detrás de su escritorio, lleno de papeles, mostraba el aire abrumado de un hombre reaccionando a diez problemas a la vez. La carta que tenía en la mano le informaba, con pesar, de que las voluntarias que limpiaban los domingos ya no irían más; su Liga de Mujeres Trabajadoras se había escindido para acabar disolviéndose y, con ella, su Comité de Acciones Benéficas. Diez minutos antes, la encargada le hacía saber que varios de los residentes que habían ingresado esa semana tenían disentería y ensuciaban las sábanas limpias a una velocidad alarmante. Además, como siempre, estaba esa presión casi física de los casi doscientos inmigrantes nuevos metidos en las literas que tenía sobre la cabeza. Y, mientras estuvieran bajo su techo, Michael era responsable de su bienestar.

El Albergue Judío era una estación de paso donde los recién llegados del Viejo Mundo podían descansar y recuperar fuerzas antes de saltar de cabeza a las fauces del Nuevo Mundo. Se podían quedar allí cinco días, durante los cuales recibían alimentos, ropa y un colchón donde dormir. Al término de ese intervalo tenían que marcharse. Algunos se alojaban con parientes lejanos o se ponían a hacer de vendedores ambulantes; otros eran reclutados por las fábricas y dormían en una pensión de mala muerte por cinco centavos la noche. Siempre que podía, Michael intentaba alejar a la gente de los peores explotadores.

Michael Levy tenía veintisiete años. El suyo era uno de esos rostros rosados y de anchas mejillas, maldecidos por una perpetua juventud. Sólo los ojos, con ojeras y profundas arrugas causadas por el cansancio y la lectura, delataban su edad. Era más alto que su tío Avram, y se le veía algo demacrado, resultado de no pararse nunca a ingerir una comida como era debido. Sus amigos siempre bromeaban sobre sus puños manchados de tinta y su vista cansada, que le hacían parecer más un erudito que un trabajador social. Él replicaba que aquello sólo era circunstancial, pues su trabajo proporcionaba una formación muy superior a la que pudiera ofrecer ninguna aula.

Era una respuesta llena de orgullo, además de defensiva. Sus maestros, su tío y su tía, sus amigos y hasta casi su ausente padre, todos esperaron de él que fuese a la universidad. Y se quedaron atónitos y decepcionados cuando el joven Michael anunció que pensaba dedicarse al trabajo social y a mejorar las vidas de quienes lo necesitaran.

—Todo eso es bueno y noble, por supuesto —le dijo un amigo—. Todos estamos comprometidos con lo mismo. Pero tú tienes una cabeza brillante, ayuda a la gente con eso. ¿Por qué dejar que se malgaste?

El amigo en cuestión escribía para una publicación del Partido Socialista Obrero. Cada semana, su firma cubría una emotiva alabanza del Hombre Trabajador, que siempre derivaba en una escena de fraternal solidaridad de la que resultaba que él había sido testigo; y normalmente, mira qué casualidad, un día antes del cierre de cada edición.

Michael se mantuvo firme, si bien se sintió herido. Sus amigos escribían artículos, iban a desfiles, escuchaban discursos y debatían el futuro del marxismo con strudel y café. Pero Michael detectaba indolencia y vacío en su retórica. No acusaba a sus amigos de tomar el camino fácil, pero tampoco podía seguirlos. Era un alma demasiado sincera; no sabía engañarse a sí mismo. El único que lo entendió fue su tío Avram; era el otro cambio en la vida de Michael lo que el rabino no pudo consentir.

—¿Dónde está escrito que un hombre tenga que dar la espalda a su fe para hacer el bien en el mundo? —le había preguntado el rabino, contemplando con horror la cabeza descubierta de su sobrino y las pulcras patillas donde antes colgaban los tirabuzones—. ¿Quién te ha enseñado esto? ¿Esos filósofos a los que lees?

—Sí, y estoy de acuerdo con ellos. Puede que no en todo, pero sí en que, mientras nos aferremos a nuestras antiguas creencias, nunca encontraremos nuestro sitio en el mundo moderno.

Su tío se rió.

—¡Sí, este mundo moderno tan maravilloso que nos ha librado de las enfermedades, la pobreza y la corrupción! ¡Qué tontos somos de no arrojar nuestros grilletes al mar!

—¡Por supuesto que aún hay muchas cosas que cambiar! ¡Pero no es bueno que nos encadenemos a un retrógrado…! —Se calló. La palabra se le había escapado de la boca.

La cara de su tío se ensombreció más todavía. Michael vio que tenía dos opciones: retractarse y disculparse o bien reafirmar lo dicho.

—Lo lamento, tío, pero eso es lo que siento —dijo Michael—. Pienso en lo que denominamos fe y sólo veo superstición y subyugación. En todas las religiones, no sólo el judaísmo. Crean falsas divisiones y nos atan a fantasías, cuando lo que necesitamos es centrarnos en el aquí y ahora.

Su tío mostraba un rostro pétreo.

—Me consideras un instrumento de subyugación.

Una protesta instintiva asomaba a sus labios: «¡Claro que no! ¡Tú no, tío!»; pero se contuvo. No quería añadir la hipocresía a su lista de ofensas.

—Sí —contestó—. Ojalá no me sintiera así. Sé hasta qué punto has hecho el bien; ¿cómo olvidar todas esas visitas a los enfermos? ¿Y cuando se incendió la tienda de los Rosen? ¡Pero las buenas acciones deberían proceder de una tendencia natural a la fraternidad, no del tribalismo! ¿Y los italianos de la carnicería al lado de los Rosen? ¿Qué hicimos por ellos?

—¡No puedo ocuparme de todo el mundo! —espetó el rabino—. Sí, quizá sea culpable de mirar sólo por los míos. También eso es un instinto natural, por mucho que digan tus filósofos.

—¡Pero debemos ir más allá de él! ¿Por qué reforzar nuestras diferencias y mantener unas leyes antiguas sin conocer la alegría de partirnos el pan con nuestros vecinos?

—¡Porque somos judíos! —gritó su tío—. ¡Y así es como vivimos! ¡Nuestras leyes nos recuerdan quiénes somos, de ellas sacamos fortaleza! Tú, que tantas ganas tienes de deshacerte de tu pasado, ¿con qué lo vas a reemplazar? ¿Qué recursos tienes para que el mal en el hombre no aventaje al bien?

—Las leyes que se aplican a todo el mundo —respondió Michael—. Las que ponen a todos los hombres en pie de igualdad. ¡No soy ningún anarquista, tío, si es eso lo que te preocupa!

—Pero ¿y un ateo? ¿Eso eres ahora?

No vio el modo de andarse con rodeos.

—Sí, me parece que sí —admitió, apartando la vista para evitar ver el dolor en la mirada de su tío.

Durante un largo y penoso rato, Michael se sintió como si hubiese abofeteado al buen hombre en la cara.

Tardaron en reconciliarse. Incluso ahora, años después, se veían una vez al mes, más o menos. Hablaban de tonterías manteniendo la cordialidad y evitaban opinar sobre temas dolorosos. El rabino felicitaba a Michael por cada uno de sus éxitos y le ofrecía palabras de consuelo cuando algo iba mal (que no eran pocas veces, pues el trabajo del joven no era nada fácil). Cuando se marchó el anterior supervisor, que insistía en aceptar dinero tan sólo de grupos socialistas judíos, al albergue judío le faltaban semanas para echar el cierre por falta de fondos. Michael fue invitado a aceptar el puesto y vio por sí mismo a las docenas y docenas de hombres en los dormitorios. Los tejidos de sus prendas, el corte de su barba y su aire vagamente perplejo, todo ello los delataba como recién salidos del barco. Éstos eran los inmigrantes más vulnerables, a los que era más probable que timaran y engañaran. Revisó las cuentas del albergue y vio que eran un caos. Aceptó el puesto, se tragó el orgullo y fue a las congregaciones de la zona y a los consejos judíos a implorar sustento. A cambio, se colgaron los avisos de los servicios del sabbat en el tablón de anuncios de la entrada, junto a los de los mítines del partido.

Michael seguía convencido de lo que le había dicho a su tío. No asistía a la sinagoga, no rezaba plegarias y confiaba en que, algún día, los hombres dejaran de necesitar la religión. Pero sabía que los cambios radicales sólo se dan poco a poco, y comprendía el valor del pragmatismo.

El rabino veía los avisos religiosos cuando iba de visita, pero no decía nada. También él parecía lamentar la brecha que los separaba. Prácticamente no tenían más parientes (el padre de Michael había huido a Chicago hacía mucho tiempo, dejando atrás a una docena de acreedores frustrados) y, en un vecindario de familias dilatadas, Michael lo sentía muchísimo. Así que, cuando el rabino llamó a la puerta de su despacho, se alegró de veras.

—¡Tío! ¿Qué te trae por aquí?

Se abrazaron con cierta formalidad. Michael ya estaba acostumbrado a llevar la cabeza descubierta y a que no le colgaran flecos; aun así, todavía se sentía desnudo en presencia del anciano. Entonces se fijó en la mujer del umbral.

—Quiero que conozcas a una nueva amiga —dijo el rabino—. Michael, te presento a Chava. Acaba de llegar a Nueva York.

—Encantada de conocerte —empezó la mujer.

Era alta, dos o tres dedos más que él. Por un instante, pareció una estatua oscura y acechante; luego entró en la habitación y no era más que una mujer vestida con una blusa y que sostenía una caja de cartón. Michael se dio cuenta de que se había quedado mirándola y se recobró enseguida.

—¡Lo mismo digo, claro! ¿Cuánto llevas aquí?

—Sólo un mes. —Esbozó una sonrisa pequeña y violentada, como disculpándose por su llegada reciente.

—El marido de Chava murió en el trayecto —explicó el rabino—. No tiene parientes en América. Yo me he convertido en su trabajador social, por así decirlo.

A Michael se le desencajó el rostro.

—Dios mío, es terrible. Lo siento mucho.

—Gracias —contestó ella en un susurro.

Se hizo un silencio momentáneo, embarazoso por el peso de la revelada viudedad. Entonces fue como si la mujer se diera cuenta de que llevaba una caja.

—He hecho esto —anunció con cierta brusquedad—. Eran para tu tío, pero hay demasiados. Él me ha propuesto que te los trajera a ti, para que se los des a los hombres que viven aquí. —Le entregó la caja a Michael.

Éste la abrió, y al hacerlo se liberó una densa fragancia a mantequilla y especias. La caja estaba llena de pastas de diferentes tipos: macarrones de almendra, bizcochos de especias, bollos dulces, galletas de jengibre…

—¿Lo has hecho todo tú? —preguntó Michael, incrédulo—. ¿Eres panadera?

La mujer dudó antes de sonreír.

—Sí, supongo que sí.

—En fin, seguro que los residentes se alegrarán con esto. Nos aseguraremos de que todos reciban algo. —Cerró la caja, venciendo la tentación. Los macarrones de almendra, en especial, le hacían la boca agua; eran su debilidad desde niño—. Gracias, Chava. Será un lujo para ellos. Los llevaré a la cocina ahora mismo.

—¿Por qué no pruebas un macarrón? —propuso ella.

Michael sonrió.

—Lo haré. La verdad es que son mis preferidos.

—Ya… —Pareció reprimirse antes de decir—: Me alegro.

—Chava, tal vez quieras esperarme en la sala —le pidió el rabino.

La mujer asintió.

—Ha sido un placer conocerte —le dijo a Michael.

—Igualmente. Y gracias, de verdad. En nombre de los residentes.

Ella sonrió y se retiró hacia la entrada. Para ser tan alta, se movía de forma bastante silenciosa.

—¡Dios mío, vaya tragedia! —exclamó el joven cuando ella no podía oírle—. Me sorprende que se haya quedado en Nueva York en lugar de regresar.

—Poco le esperaba allí —afirmó su tío—. Hasta cierto punto, no tenía elección.

Michael frunció el ceño.

—No estará viviendo contigo, ¿no?

—No, qué va —se apresuró a responder el anciano—. De momento se aloja con una antigua congregante, una vieja viuda. Pero tengo que encontrarle una residencia más permanente, además de un trabajo.

—No te va a resultar difícil; parece competente, aunque callada.

—Sí, es muy competente. Pero al mismo tiempo es de una inocencia casi dolorosa. Sufro por ella. Tendrá que aprender a protegerse si quiere vivir en esta ciudad.

—Al menos te tiene a ti.

Su tío sonrió forzadamente.

—Sí. De momento.

Una idea iba tomando forma en la mente de Michael, hasta que al fin le prestó atención.

—¿Y dices que le estás buscando un trabajo?

—Sí. No en una fábrica explotadora si puedo evitarlo.

—¿Sigues en contacto con Moe Radzin?

—Somos lo bastante cordiales para saludarnos por la calle, supongo. —Frunció el ceño—. ¿Crees que puede tener un trabajo para Chava?

—Ayer mismo estuve en su tienda. Aquello era un caos y Moe estaba histérico. Uno de sus ayudantes se fue Dios sabe adónde y otro lo deja para ocuparse de su hermana. —Sonrió y señaló la caja—. Si eso sabe tan bien como huele, será muy útil en la panadería. Ve a hablar con él.

—Sí —contestó el rabino, despacio—. Pero Moe Radzin…

—Ya lo sé. Sigue tan infeliz y amargado como siempre. Pero al menos es justo, y generoso cuando quiere. El albergue le compra a él todo el pan con descuento. Y parece ser que sus empleados lo respetan. Bueno, excepto Thea.

El rabino resopló. Thea Radzin era una quejica formidable, una de esas personas que inician la conversación con un listado de sus achaques. Entre las empleadas femeninas de su esposo actuaba como casamentera a la inversa, recitando sus defectos a todo hombre que manifestara interés.

Michael insistió, con la imprecisa sensación de que, si ayudaba a su tío, se aliviaría parte de su culpa.

—Hay jefes peores que Moe Radzin. Y puede que se sienta un poco obligado a tratar bien a Chava si sabe que tú velas por ella.

—Puede. Hablaré con él. Gracias, Michael.

Estrechó el hombro de su sobrino y éste se dio cuenta, con súbita preocupación, de que el rabino parecía más cansado y abatido que nunca; más incluso que cuando tenía que solucionar los problemas de la congregación. Siempre se había entregado demasiado al trabajo. Y ahora, en lugar de descansar, cargaba con el bienestar de una joven viuda. Michael hubiera sugerido que había infinidad de grupos de mujeres que podían ayudarla, pero sabía que la beneficencia para mujeres judías tenía aún menos recursos que la de los hombres.

Se despidió de su tío y volvió a sentarse al escritorio. Dejando de lado sus recelos por la salud de su tío, el encuentro con aquella mujer lo había intrigado. Parecía callada y tímida, pero lo había mirado de un modo que le resultó perturbador. Había clavado su vista en la de él sin un parpadeo, con una mirada honda y cándida. Entendía que su tío dijera que necesitaba protegerse, aunque, al mismo tiempo, Michael sentía que era él, y no ella, quien había quedado al descubierto.

La sala del albergue judío era asombrosamente espaciosa, pues abarcaba toda la longitud del sombrío pasillo principal. La golem se encontraba de pie en una esquina, junto a una silla desvencijada. Era media mañana y muchos de los hombres que residían allí se habían marchado ya, en busca de trabajo o de un lugar donde rezar. Pero quedaban unos sesenta, y el peso de sus atribuladas mentes presionaba a la golem desde arriba. Se acordó vivamente de su primera noche a bordo del Baltika, cuando los miedos y deseos de los pasajeros se amplificaron en aquel entorno extraño. Eran las mismas esperanzas feroces y los mismos temores. No le pareció tan intenso cuando estaba en el despacho de Michael, pues se había concentrado mucho en el reto de conversar con un desconocido y en no descubrirse.

Empezaba a inquietarse. ¿Cuánto iba a tardar todavía el rabino? En contra de su voluntad, alzó la vista al techo. Ahí arriba había hambre, soledad, miedo al fracaso y fuertes deseos de éxito, de un hogar, de un plato descomunal de carne guisada… y un hombre que hacía cola para el retrete y que sólo deseaba un periódico que poder leer mientras esperaba.

Echó un vistazo a la mesa de la sala, donde descansaba un número de Forverts, a la espera de que lo reclamara alguien.

—No —se dijo, en voz más alta de lo que hubiera querido. Salió de la sala y se puso a recorrer el largo y lóbrego pasillo. Se agarraba los codos con las manos. Quería llamar a la puerta de Michael, decirle al rabino que tenían que marcharse, que no se encontraba bien…

Por suerte, la puerta del despacho se abrió y por ella salieron Michael y el rabino, diciéndose ya unas últimas palabras. El anciano vio la expresión crispada de la golem, por lo que apresuró su despedida. Al fin desfilaron juntos por el oscuro pasillo de madera hacia el rectángulo soleado del final.

—¿Estás bien? —preguntó el rabino, una vez en la calle.

—Los hombres… —empezó ella, antes de descubrir que no podía continuar; sus pensamientos eran demasiado veloces y fragmentarios. Se esforzó por calmarse—. ¡Todos quieren tanto! —soltó al fin.

—¿Ha sido demasiado para ti?

—No. Casi. Si nos hubiéramos quedado.

El clamor silente del albergue judío se desvaneció a su espalda, engullido por el alboroto disperso de la ciudad. La mente de la golem se empezó a sosegar. Estiró los dedos y notó cómo se disipaba la tensión.

—En el piso de arriba había un hombre —continuó—. Quería un periódico. He visto uno en la sala y casi se lo llevo.

—Se habría llevado una buena sorpresa. —El rabino intentó sonar despreocupado—. Pero has sido capaz de reprimirte.

—Sí. Aunque me ha costado.

—Yo creo que estás progresando. A pesar de que casi te descubres con lo de los macarrones.

—Ya lo sé. —Se encogió al acordarse y el rabino sonrió.

—Chava, es una cruel ironía que tengas las mayores dificultades precisamente cuando mejor se comportan los que te rodean —le dijo—. Sospecho que te sería mucho más fácil si todos nos dejáramos de cumplidos y fuésemos a por lo que queremos.

La golem se paró a pensar.

—Sí que sería más fácil, al principio. Pero entonces tendríais que haceros daño unos a otros para satisfacer vuestros deseos y os iríais cogiendo miedo, y seguiríais deseando.

El rabino alzó las cejas con aprobación.

—Te estás convirtiendo en una estudiosa de la naturaleza humana. ¿Crees que has progresado lo bastante para salir por tu cuenta con regularidad? ¿Para cumplir con un puesto de trabajo, por ejemplo?

El miedo se apoderó de ella, aunque mezclado con entusiasmo.

—No lo sé. Pero tampoco lo sabré si no lo intento.

—Dice Michael que en la panadería de Radzin necesitan mano de obra. Conozco a Moe Radzin desde hace años, y he pensado que a lo mejor puedo intentar conseguirte un puesto con él. Al menos, seguro que puedo acordar una cita.

—¿Una panadería?

—Sería un trabajo duro, con largas horas rodeada de desconocidos. Tendrías que estar siempre en guardia.

Trató de imaginárselo: trabajar todo el día con las manos, vestida con delantal y gorro almidonado. Proveyendo de pulcras hileras de hogazas, con la base marrón todavía polvorienta de harina, consciente de haberlas hecho ella.

—Me gustaría intentarlo.