Al cabo de unos días más de azorada instrucción, Arbeely decidió que había llegado el momento de presentar al genio al resto de Little Syria. El plan que había concebido para tal fin dependía precisamente de la mujer que, en cierto modo, era responsable de la nueva vida de aquel genio en Manhattan: Maryam Faddoul, la propietaria de la cafetería, que llevó a reparar un frasco de cobre al taller de Arbeely.
La cafetería de los Faddoul era famosa por contar con los mejores chismorreos del barrio, distinción que se debía enteramente a la mitad femenina de su gerencia. Los grandes dones que Maryam Faddoul había desarrollado en esta vida eran unos ojos candorosos y un sincero deseo de triunfo y felicidad para todos sus conocidos. Su naturaleza empática la convertía en una apreciada audiencia para airear lamentos, pues aceptaba cada opinión de todo corazón y en cada argumento hallaba sabiduría.
—Pobre Saleem —decía por ejemplo—, ¡se nota lo mucho que quiere a Nadia Haddad! Hasta una cabra ciega lo vería. Lástima que los padres de ella no lo aprueben.
Y si un cliente protestaba:
—Pero Maryam, si ayer mismo estuvo aquí el padre y le dijiste que es verdad que Saleem aún es muy joven y le falta un poco para ejercer de sostén. ¿Cómo van a tener razón los dos?
—Si los padres de todos nosotros hubieran esperado a estar preparados para casarse, ¿cuántos estaríamos aquí? —replicaba ella entonces.
A Maryam se le daba de fábula la aplicación benéfica del cotilleo. Si un comerciante tomaba café y fumaba narguile y se lamentaba del reducido espacio de su tienda (¡el negocio iba viento en popa y a él no le cabían los pedidos grandes!), Maryam se plantaba a su lado, le rellenaba la taza con un gesto ágil de la muñeca y decía:
—¿Por qué no le pide a George Shalhoub que le pase su arrendamiento cuando él se haya mudado?
—Pero si George Shalhoub no se muda.
—¿Ah, no? Pues me lo habrá contado alguna otra Sarah Shalhoub. Ahora que su hijo se va a trabajar a Albany, no soporta la idea de hallarse tan lejos de él y está intentando convencer a George de irse también. Si alguien les propone traspasar el alquiler, seguro que George se anima un poco más.
Y el hombre corría a pagar la cuenta y salía por la puerta a buscar a George Shalhoub.
Entretanto, Sayeem Faddoul observaba desde la angosta cocina con ojos sonrientes. Otros hombres se habrían puesto celosos de las atenciones de su esposa, pero él no: Sayeed era un hombre tranquilo; no delicado, como podía serlo Arbeely, sino dueño de una calma y con una naturaleza templada que se complementaba con la franca vivacidad de su mujer. Sabía que era su presencia misma la que permitía a Maryam ser tan libre; una mujer soltera o una cuyo marido fuera menos visible se vería obligada a contener su exuberancia a riesgo de que perjudicaran su honor toda clase de insinuaciones. Pero todos podían ver el orgullo de Sayeed por su esposa y lo satisfecho que estaba manteniéndose en un segundo plano, permitiéndole brillar.
Arbeely se decidió a poner en marcha el plan; envió a un chico de los recados a casa de los Faddoul para avisar a Maryam de que su frasco ya estaba. Ella acudió esa misma tarde, aún con delantal y trayendo consigo un penetrante olor a café tostado. Como siempre, a Arbeely se le encogió el corazón al verla, pero no de un modo desagradable, sino como diciendo: «Ah, bien». Al igual que todos los hombres del barrio, estaba un poco enamorado de Maryam Faddoul. Qué suerte ese Sayeed, pensaban sus admiradores, ¡vivir siempre a la luz de sus brillantes ojos y su sonrisa comprensiva! Pero a ninguno se le ocurría cortejarla en lo más mínimo, ni siquiera quienes consideraban las convenciones de la propiedad como un mero obstáculo. Era obvio que el esplendor de esa sonrisa procedía de la fe de Maryam en la naturaleza bondadosa de cuantos la rodeaban. Exigir esa luz para uno solo no haría más que extinguirla.
—¡Mi querido Boutros! —exclamó—. ¿Por qué no viene más por el café? Por favor, dígame que tiene el doble de encargos y que trabaja día y noche, porque no acepto ninguna otra excusa.
Arbeely, ruborizado, sonrió, pensando que ojalá no se pusiera tan nervioso.
—El negocio me va bien, la verdad, y tengo más trabajo del que puedo asumir yo solo. De hecho, quiero presentarle a mi nuevo ayudante. Llegó hace una semana. ¡Ahmad! —gritó hacia la trastienda—. ¡Ven a conocer a Maryam Faddoul!
El genio apareció agachando la cabeza para cruzar el umbral. En sus manos llevaba el frasco. Y sonreía.
—Buenos días, señora —dijo, entregándole el objeto—. Mucho gusto en conocerla.
La mujer se quedó claramente estupefacta mirando al genio. Por un instante y con la vista saltando de uno a otro, los temores de Arbeely se perdieron en un súbito arrebato de envidia. ¿Era sólo la belleza física del genio lo que hacía que ella lo mirase así? No, había algo más, algo que Arbeely también había sentido en su calamitoso primer encuentro: un magnetismo instantáneo e imperioso, instintivo casi; el animal humano confrontado con algo nuevo, y sin saber si ese algo es amigo o enemigo.
Maryam se volvió entonces hacia Arbeely y le dio un guantazo en el hombro.
—¡Ay!
—¡Boutros, es usted terrible! ¡Mire que tenerlo aquí escondido sin decir una palabra! Sin presentaciones ni bienvenidas… ¡Nos tomará por unos maleducados! ¿O es que se avergüenza de nosotros?
—Por favor, señora Faddoul, yo se lo pedí —intervino el genio—. Caí enfermo en la travesía y he guardado cama hasta hace unos días.
En un instante, la indignación de la mujer se transformó en preocupación.
—Pobre hombre —dijo—. ¿Ha venido desde Beirut?
—No, El Cairo —respondió él—. En un carguero. Le pagué a un hombre para que me escondiera a bordo y ahí es donde enfermé. Cuando atracamos en Nueva Jersey, conseguí escabullirme. —Recitó con fluidez la estudiada historia.
—¡Pero podríamos haberle ayudado! ¡Tiene que ser espantoso estar enfermo en un país extraño, con Boutros como única niñera!
El genio sonrió.
—Es una niñera excelente. Y yo no he querido ser una molestia.
Maryam sacudió la cabeza.
—No se deje dominar por el orgullo; aquí todos miramos por los demás y de este modo salimos adelante.
—Tiene razón, desde luego —señaló el genio con diplomacia.
Ella arqueó las cejas.
—Y diga, nuestro reservado señor Arbeely, ¿cómo le conoció?
El genio intervino:
—El año pasado estuve en Zahleh y conocí al herrero que lo formó a él. Vio que yo estaba interesado en el oficio y me habló de su aprendiz, que se había ido a América.
—¡Imagínese mi sorpresa —continuó Arbeely— cuando este hombre llama a mi puerta medio muerto y me pregunta si soy el hojalatero de Zahleh!
—Pasan cosas muy raras en la vida —sentenció Maryam sacudiendo la cabeza.
Arbeely estuvo atento al menor signo de escepticismo. ¿Realmente se creía esa historia inventada? Muchos sirios habían llegado a Nueva York por caminos enrevesados y caprichosos: cruzando a pie los bosques de Canadá, sorteando barcazas cargadas con cajas a las afueras de Nueva Orleans… Pero, al oír su propio relato en voz alta, a Arbeely le pareció demasiado redondo. Además, el genio carecía de la palidez y debilidad propias de alguien que ha estado muy enfermo; lo cierto era que parecía capaz de cruzar el East River a nado. Pero ya era tarde para cambiar de versión. Arbeely sonrió a Maryam, confiando en que su sonrisa pareciera natural.
—¿Y es de cerca de Zahleh? —se interesó Maryam.
—No, soy beduino —respondió el genio—. Fui allí para vender mis pieles de carnero en el mercado.
—¿De veras? —Maryam pareció inspeccionarlo otra vez—. Es asombroso, un polizón beduino en Nueva York. Tiene que venir a mi café; todo el mundo querrá conocerle.
—Sería un honor —le dijo el genio. Se inclinó ante Maryam y volvió a la trastienda.
—Vaya historia —le murmuró la mujer a Arbeely cuando éste la acompañó a la puerta—. Debe de tener la resistencia propia de su gente para haber llegado hasta aquí. A pesar de todo, me sorprende usted, Boutros; le creía más sensato. ¿Y si hubiera muerto estando a su cuidado?
Arbeely no supo dónde meterse.
—Es que insistió mucho —señaló—. Y yo no quise ir en contra de su voluntad.
—Pues le puso a usted en una situación muy complicada. Pero es cierto que los beduinos son gente orgullosísima. —Le echó un vistazo—. ¿De verdad que es beduino?
—Eso creo —afirmó Arbeely—. Sabe muy poco de las ciudades.
—Qué raro —dijo ella, casi para sí—. No parece… —Sin terminar la frase, el rostro se le fue enturbiando…, pero entonces se repuso. Con una sonrisa, le agradeció a Arbeely la reparación. Sin duda, el frasco había ganado mucho; Arbeely había eliminado las muescas, le había devuelto el lustre y había reproducido el ribete hasta en su menor puntada. Cuando le pagó, Maryam le dijo—: Haga lo que sea por traer a Ahmad al café. Nadie hablará de otra cosa en varias semanas.
Pero, a juzgar por el inmediato flujo de curiosos que pasó por el taller, quedó claro que Maryam se había anticipado a su visita; es más, con el entusiasmo que la caracterizaba, se dedicó a divulgar a bombo y platillo la historia del aprendiz beduino. La pequeña cafetera de Arbeely borboteaba a todas horas sobre el brasero, al tiempo que todo el vecindario iba desfilando para conocer al recién llegado.
Por fortuna, el genio supo hacer su papel. Entretuvo a las visitas con relatos sobre su supuesta travesía y consiguiente enfermedad, pero sin extenderse nunca tanto para embrollarse. Más bien ofrecía gruesas pinceladas de la historia de un nómada que un día decidió, poco más que por capricho, largarse a América. Las visitas se iban del taller de Arbeely sacudiendo la cabeza por lo extraño que resultaba el nuevo vecino, que parecía protegido por la buena fortuna que Dios otorga a los tontos y a los niños pequeños. Muchos se maravillaban de que Arbeely hubiera cogido a un aprendiz con unas referencias tan pobres. Sin embargo, ya le consideraban un poco raro desde antes; quizá fuese un caso de esos de semejantes que se atraen.
—Además —dijo un hombre en el café, dando vueltas en sus dedos a una ficha de backgammon—, es como si Arbeely le hubiera salvado la vida, y los beduinos son estrictos con el pago de esas deudas.
Su contrincante chasqueó la lengua.
—¡Por el bien de Arbeely, espero que ese tipo sepa trabajar el hierro de verdad!
Arbeely se alegró sinceramente cuando la oleada de visitantes se redujo a un goteo; aparte de la presión de sostener su historia, había dedicado tanto tiempo a entretener a sus vecinos que se había retrasado mucho en su trabajo. Y, por lo visto, cada visita traía consigo algo que tenía que reparar, hasta que el taller rebosó de lámparas abolladas y cacerolas requemadas. Muchas de esas reparaciones eran puramente estéticas, y estaba claro que a sus propietarios los motivaba más su sentido del compañerismo vecinal que la auténtica necesidad. Arbeely se sentía agradecido y un poquito culpable. Viendo esas hileras de artículos deteriorados, se hubiera dicho que una epidemia de torpeza asolaba a Little Syria.
Al genio le parecía divertida tanta atención. No le costaba mantener la consistencia de su historia; la mayoría de los visitantes eran demasiado educados para presionarle más de la cuenta pidiéndole detalles. Según Arbeely, los beduinos gozaban de cierto encanto y eso jugaría en su favor.
—Sé un poco vago —le había aconsejado Arbeely mientras preparaban su plan y tejían sus historias—. Habla del desierto. Eso tendrá buena acogida. —Y entonces se le ocurrió algo—: Necesitarás un nombre.
—¿Qué me propones?
—Algo común, diría yo. A ver, por ejemplo… Bashir, Ibrahim, Ahmad, Haroun, Hussein…
El genio frunció el ceño.
—¿Ahmad?
—¿Te gusta? Es un buen nombre.
Más que gustarle, le pareció el menos desagradable. En la repetición de la a oyó el sonido del viento, el eco distante de su vida anterior.
—Si crees que necesito un nombre, supongo que éste vale tanto como cualquiera.
—Pues sí, lo necesitas, definitivamente, así que será Ahmad. Pero, por favor, acuérdate de responder cuando te llamen por él.
Y el genio se acordó, aunque era la única parte del plan de Arbeely que lo incomodaba. Un nombre nuevo le sugería que los cambios sufridos eran tan drásticos y tan imperantes que ya no era el mismo ser. Procuró no obsesionarse con pensamientos tan oscuros, concentrándose en hablar con cortesía y manteniendo su historia. Con todo, de vez en cuando, al escuchar el parloteo de más visitantes todavía, pronunciaba para sí su nombre verdadero en el interior de su cabeza, y el sonido era un consuelo.
* * *
De todas las personas a las que Maryam Faddoul habló sobre el recién llegado, un solo hombre mostró nulo interés: Mahmoud Saleh, el heladero de Washington Street.
—¿Se ha enterado? —le contó ella—. Boutros Arbeely ha cogido un nuevo aprendiz.
Saleh emitió algo así como un «hmm» y echó un cucharón de helado en un platito. Se encontraban en la acera frente al café de Maryam. Unos niños aguardaban ante él con las monedas a punto; Saleh tendió la mano y un niño le puso una de ellas en la palma. Él se la metió en el bolsillo y entregó un platillo de helado, procurando evitar el contacto visual con el niño, o con Maryam, o, de hecho, con todo lo que no fueran su mantequera y la acera.
—Gracias, señor Mahmoud —dijo el niño; cortesía que se debía tan sólo a la presencia de Maryam, y él lo sabía.
Se oyó un tamborileo cuando el niño cogió una cuchara de la taza sujeta a un costado del pequeño carro.
—Es beduino —continuó Maryam—. Y bastante alto.
Saleh no dijo nada. Hablaba poco, en general. Pero Maryam era prácticamente la única de todo el vecindario a la que no perturbaban sus silencios. Parecía entender que él la estaba escuchando.
—¿Conoció a algún beduino en Homs, Mahmoud? —le preguntó.
—Unos cuantos —respondió él, y tendió la mano; otra moneda y otro platillo.
Se había cuidado de evitar al beduino que vivía a las afueras de Homs, cerca del desierto. Los consideraba una gente seca, pobre y supersticiosa.
—Yo no, a ninguno —musitó Maryam—. Es un hombre interesante. Él dice que se metió de polizón por hacer algo, pero me da la impresión de que hay más. Los beduinos son gente muy discreta, ¿verdad?
Saleh gruñó. Maryam Faddoul le caía bien (de hecho, se podía decir que era su única amiga), pero le hubiera gustado que dejase de hablar del beduino. El rumbo de la conversación avivaba recuerdos que no deseaba revisar. Comprobó su mantequera; sólo quedaban tres raciones de helado.
—¿Cuántos más? —preguntó en voz alta—. Numeraos.
Sonaron las vocecillas: «Uno, dos, tres, cuatro, no empujes, yo estaba antes, cinco, seis».
—Del cuatro al seis, haced el favor de volver luego.
Hubo protestas de sus aspirantes a clientes y el sonido de unos pasos que se retiraban.
—Acordaos de vuestro sitio en la cola —les gritó Maryam cuando se iban.
Saleh despachó a los niños que quedaban y escuchó mientras éstos devolvían los endebles platos de hojalata a su lugar en el carro, encima de la bolsa de sal de roca.
—Tengo que volver adentro —señaló Maryam—. Sayeed necesitará que le ayude. Buenos días, Mahmoud.
Le apretó el brazo brevemente (él atisbó su blusa con volantes y el tejido oscuro de su falda) y se fue.
Saleh contó las monedas que tenía: suficiente para los ingredientes de otra tanda. Pero ya era entrada la tarde y se estaba formando una película de nubes delante del sol. Para cuando hubiera comprado leche y hielo y elaborado el helado, los críos ya no estarían tan impacientes. Mejor esperar a mañana. Recogió el contenido de su carro y emprendió su lenta marcha calle abajo, con la cabeza gacha y mirándose los pies al avanzar, negros bultos sobre fondo gris.
Habría causado un gran impacto entre sus vecinos saber que el hombre al que llamaban el heladero Saleh o el loco Mahmoud, o simplemente «el musulmán raro que vende helados», fue antaño el doctor Mahmoud Saleh, uno de los médicos más respetados de la ciudad de Homs. Hijo de un comerciante próspero, Saleh se crió en el desahogo y pudo seguir una carrera y ejercer su profesión. En la escuela, sus excelentes notas le valieron el ingreso en la Universidad de Medicina de El Cairo, donde fue como si esa rama de conocimiento estuviera transformándose por entero ante sus ojos. Un inglés había descubierto cómo evitar la gangrena posquirúrgica, tan sólo sumergiendo el instrumental médico en una solución de ácido carbólico. Otro inglés no tardó en establecer una relación irrefutable entre el cólera y la ingesta de agua insalubre. El padre de Saleh, que le apoyó de todo corazón en sus estudios, se disgustó cuando supo que, en El Cairo, su propio hijo diseccionaba cadáveres; ¿acaso no entendía que esos hombres profanados resucitarían incompletos en el día del Juicio, con los cuerpos abiertos y los órganos expuestos? Mahmoud contestaba ásperamente que, si Dios fuese tan literal en sus resurrecciones, la humanidad regresaría en un estado de putrefacción tan avanzado, que las huellas de la disección serían lo de menos. A decir verdad, él también tenía sus escrúpulos, pero se los callaba por orgullo.
Al terminar sus estudios, Saleh volvió a Homs y abrió una consulta. Las condiciones en que vivían sus pacientes lo consternaron desde el principio; incluso las familias más pudientes tenían muy poca idea de la higiene moderna. Las habitaciones de los enfermos se mantenían cerradas, con un aire pobre y sofocante; él abría las ventanas de par en par, ignorando las protestas. Hasta había llegado a encontrarse a algún paciente con el brazo o el pecho quemados, una práctica completamente rebatida para extraer humores dañinos. Él vendaba la herida y regañaba a la familia hablándole de los peligros de la infección y de la sepsis.
Aunque a veces le parecía estar librando una batalla imposible, la vida del doctor Saleh no carecía de gozos; la hermanastra de su madre le hizo una proposición referente a su hija, a la que él había visto crecer hasta convertirse en una joven hermosa y con buen carácter. Se casaron y pronto tuvieron una niña preciosa que, cuando creció, ponía los piececillos sobre los de Saleh y hacía que la paseara por el patio rugiendo como un león.
Cuando su padre murió y fue enterrado al lado de su esposa, a Saleh lo consoló pensar que el anciano se había sentido orgulloso de él pese a sus diferencias.
Y los años fueron pasando veloces hasta que, una tarde, un rico terrateniente llamó a la puerta. Le contó a Saleh que la familia beduina que cultivaba sus tierras tenía una hija enferma y, en vez de un médico, habían llamado a una vieja curandera a la que no le quedaba un solo diente, la cual intentaba curar a la niña con los más estrafalarios remedios tradicionales. El hombre no soportaba ver sufrir a la criatura y dijo que, si Saleh accedía a examinarla, él mismo le pagaría los honorarios.
La familia beduina vivía en una choza a las afueras de la ciudad, donde los pulcros terrenos agrícolas daban paso a la maleza y al polvo. La madre de la niña salió a recibir a Saleh. Iba vestida de riguroso negro y llevaba tatuajes en las mejillas y el mentón al estilo de su gente.
—Es un efrit —dijo—. Hay que expulsarlo.
Saleh replicó que lo que necesitaba la niña era un examen médico como era debido. Le mandó traer un cazo de agua hervida y entró en la choza.
La pequeña sufría convulsiones. La curandera había repartido puñados de hierbas por toda la estancia y ahora, sentada junto a la enferma con las piernas cruzadas, musitaba algo para sí. Ignorándola, Saleh trató de inmovilizar a la niña el tiempo suficiente para levantarle un párpado… y lo logró justo cuando la anciana terminaba su conjuro y escupía al suelo tres veces seguidas.
Por un instante, Saleh creyó ver algo en el ojo de la niña que saltaba hacia él…
A continuación, la cosa estaba dentro de su cabeza, escarbando para salir. Un dolor insoportable se adueñó de su mente. Todo se volvió oscuro.
Cuando Saleh recuperó el conocimiento, tenía espuma en los labios y una correa de piel en la boca. Le vinieron arcadas y la escupió.
—Para que no se mordiera la lengua —oyó decir a la curandera, con una voz que sonó hueca y distante.
Abrió los ojos… y vio, hincada sobre él, a una mujer de rostro enjuto e insustancial como piel de cebolla, y con grandes boquetes donde debería haber tenido los ojos. Saleh gritó, volvió la cabeza y vomitó.
El terrateniente fue a por un colega de Saleh. Juntos lo subieron medio inconsciente a un carro y lo devolvieron a su casa, donde el médico llevó a cabo un reconocimiento exhaustivo. Las pruebas no fueron concluyentes; una hemorragia cerebral, tal vez, o algún mal latente que se había desencadenado por algún motivo. No había ninguna certeza.
Desde entonces, fue como si Saleh se hallara fuera del mundo. Una irrealidad impregnaba todos sus sentidos. Su vista ya no era capaz de calibrar las distancias; iba a coger una cosa y resulta que ésta no se encontraba a su alcance. Las manos le temblaban y no podía sostener sus instrumentos. De vez en cuando le daba algún ataque y se desplomaba, y echaba espuma por la boca. Y lo peor de todo, ya no era capaz de mirar un rostro humano, ya fuese de hombre o de mujer, desconocido o querido, sin sucumbir a un terror nauseabundo.
Pasaron semanas y meses. Trató de volver a la medicina, escuchar quejas y establecer diagnósticos sencillos. Pero no podía disimular su mal y acabó perdiendo a sus últimos pacientes. La familia adoptó un estilo de vida más frugal, pero en cuestión de meses se quedó sin ahorros. Sus prendas de ropa se fueron desgastando y la casa se fue deteriorando. Saleh se pasaba el día a solas en una habitación semi en penumbra, intentando consultar textos médicos que apenas podía leer, en busca de una explicación.
Su mujer enfermó. Al principio quiso ocultárselo, hasta que le subió la fiebre. Saleh observaba impotente mientras sus antiguos colegas les brindaban su ayuda. Con todo, su esposa empeoró y, una noche, ardiendo y delirante, tomó a su marido por su padre, fallecido tiempo atrás, y le suplicó un helado. ¿Qué podía hacer? En un armario había una mantequera, adquirida en días más extravagantes. La arrastró hasta la cocina y la limpió de polvo. Los pollos de su hija habían puesto huevos esa mañana. Azúcar aún les quedaba, así como sal y hielo, y leche de la cabra de un vecino. Con esfuerzo, dispuso todas las provisiones, moviéndose despacio para no derramar nada. Picó el hielo con un martillo y batió los huevos con el azúcar y la leche de cabra. Añadió el hielo y sal de roca y colocó la mezcla en el interior de la mantequera. Ni él sabía cuándo había aprendido a hacerlo. Era cierto que había visto a su mujer preparar helado para su hija y sus amigas, pero nunca le había prestado mucha atención. En cambio, fue como si lo hubiera hecho toda la vida. Tapó la mantequera y giró la manivela una y otra vez. Le sentaba bien trabajar. La mezcla empezó a cuajar. Un sudor limpio irrumpió en la frente y las axilas de Saleh. Se detuvo cuando le pareció que debía hacerlo.
Al regresar al dormitorio con un platito de helado, se encontró con que su mujer tenía escalofríos. Dejó el plato a un lado y tomó su trémula mano. Ya no recuperó la conciencia; murió al despuntar el alba. Y como Saleh no reconoció el inicio de la agonía, no despertó a su hija a tiempo de que se despidiera.
La tarde siguiente, Saleh se sentó a solas en la cocina mientras las hermanas de su esposa preparaban su cuerpo. Alguien entró y se arrodilló a su lado; era su hija, que lo rodeó con sus brazos. Él cerró los ojos para poder recordarla tal como solía verla, con su pelo oscuro, sus ojos brillantes y las dulces pecas de sus mejillas. La niña se fijó en la heladera.
—¿Quién ha preparado el helado, padre? —preguntó.
—Yo —contestó él—. Para tu madre.
Sin mencionar lo raro que resultaba, se limitó a mojar dos dedos y llevárselos a la boca. Sus ojos enrojecidos pestañearon de sorpresa.
—Está muy rico —aseguró.
A partir de ahí, Saleh tuvo pocas dudas sobre el camino que debía seguir. Él y su hija necesitaban un sustento. Vendió la casa y la familia del hermano de su esposa los acogió, pero no eran gente con dinero y Saleh no quería abusar de su caridad. De modo que, con un pañuelo blanco atado a la cabeza para protegerse del sol, el doctor Mahmoud se convirtió en el heladero Saleh. Pronto fue un elemento habitual de las calles de Homs, arrastrando la mantequera sobre un carrito con ruedas engalanado con una ristra de campanillas, mientras gritaba: «¡Helado, helado!». Se abrían las puertas y acudían los niños corriendo con algunas monedas, y él desviaba la cabeza para no ver la luz que se filtraba a través de sus cuerpos y los orificios sin fondo de sus ojos.
Saleh fue enseguida uno de los heladeros de más éxito de todo el vecindario, lo cual se debía en parte al helado en sí; todos coincidían en que el suyo superaba a los demás por su textura cremosa. Otros vendedores usaban hielo en exceso y la nata se helaba demasiado deprisa, volviéndose grumosa y áspera. O a lo mejor no la trabajaban lo bastante y los niños recibían una decepcionante sopa medio derretida. El de Saleh, sin embargo, siempre era perfecto. Pero su éxito también procedía de su trágica historia: «Mira al heladero Saleh, ¿sabes que antes era un médico famoso?». A esos críos, aquello les parecía emocionante. ¿Se desplomaría el heladero en medio de la calle y echaría espumarajos por la boca? Siempre se llevaban un disgusto al ver que no, pero el helado era un consuelo. Cuando le sobrevenía un ataque, él intentaba avisar a los niños: «No os asustéis», les decía con palabras que se confundían en sus oídos. Luego se le nublaba la visión y se sumía en otro mundo, un universo de alucinaciones, susurros y extrañas sensaciones. Al despertar nunca recordaba esas visiones; tenía la cara en el suelo y los niños habían huido invariablemente.
Se pasó años así, recorriendo las calles, con los pies doloridos, la voz ronca y un cabello que iba encaneciendo. El poco dinero que conseguía ahorrar lo apartaba para el futuro de su hija, pues ya no podían contar con una dote generosa. Cuánto le sorprendió, entonces, que un tendero del lugar le hiciera a Saleh una oferta que era más de lo que se hubiera atrevido a imaginar. Dijo el hombre que la hija de Saleh le había impresionado por ser un raro ejemplo de piedad filial, y que una mujer así era lo único que deseaba como esposa y como madre de sus hijos. Nadie lo tenía por gran cosa (era conocido, sobre todo, por sus opiniones, no solicitadas, sobre los defectos de sus vecinos), pero se ganaba bien la vida y no parecía cruel.
—Si Dios me concediera un deseo —le dijo Saleh a su hija—, le pediría que dispusiera ante ti a todos los príncipes del mundo y dijera: «Elige al que quieras, que ninguno es demasiado rico o demasiado noble».
Mantuvo los ojos cerrados mientras hablaba; hacía ya ocho años que no miraba a su propia hija. Ella le besó la frente y respondió:
—Pues le agradezco a Dios que no te conceda este deseo, porque me han dicho que los príncipes son los peores maridos que hay.
Aquel mismo verano se firmó el contrato de matrimonio. La novia falleció menos de un año después, víctima de una hemorragia durante el parto; el bebé se asfixió en el canal. La mujer que los atendía no pudo hacer nada por salvar a ninguno de los dos.
Las tías de la joven prepararon su cuerpo para el entierro, al igual que habían preparado el de su madre, lavándola y perfumándola y envolviéndola en las cinco sábanas blancas. En el funeral, Saleh entró en la tumba abierta y cogió a su hija entre sus brazos. El embarazo había engrosado y ablandado su cuerpo. Su cabeza reposaba en el hombro de su padre, que bajó la vista hacia el paisaje oculto de su rostro, al relieve de su nariz y a las cuencas de sus ojos. La dejó sobre el costado derecho, de cara a la Kaaba. La fragancia del sudario combinaba de forma peculiar con el olor limpio y seco de la arcilla húmeda. Sabía que los demás lo estaban esperando, pero no hizo ademán de salir de allí, donde se estaba fresco y tranquilo. Recorrió con los dedos el muro rugoso y notó, con sus sentidos remotos, los surcos que había dejado la pala del sepulturero y la arcilla escurridiza y granulosa entre sus dedos. Se sentó junto al cuerpo de su hija y ahí se hubiera tumbado de no ser porque su yerno y el imán lo sacaron del sepulcro agarrándolo por las axilas, para poner fin al espectáculo antes de que fuese a peor.
Aquel verano tuvo pocos clientes, a pesar de que hizo más calor que nunca. Oía a los padres murmurando a sus hijos al pasar: «No, cariño; del señor Saleh, no». Y lo entendía; ya no era simplemente trágico, sino maldito.
Era incapaz de determinar cómo se le ocurrió la idea de coger su poco dinero y marcharse a América, pero se convenció rápidamente. La familia de su esposa creyó que al fin se había vuelto loco. ¿Cómo sobreviviría en América por su cuenta si apenas podía abrirse paso por Homs? Su yerno le dijo que en América no había mezquitas y que no podría rezar como era debido. Saleh se limitó a contestar que no necesitaba rezar, pues Dios y él no iban de la mano.
Nadie entendió su propósito. América no tenía que ser un nuevo comienzo. Saleh no tenía deseos de sobrevivir. Se haría a la mar con su heladera y moriría después, de enfermedad o de hambre o quizá por un simple accidente. Terminaría su vida lejos de la compasión y las limosnas y las miradas, en compañía de extraños que sólo sabían lo que era, no lo que fue una vez.
Así que se marchó a bordo de un barco que zarpó de Beirut. Se pasó todo el horrible trayecto respirando los miasmas del aire rancio del entrepuente y oyendo toser a los pasajeros mientras se preguntaba qué contraería, si tifus o cólera. Pero salió ileso, aunque para sufrir luego la entrevista y el reconocimiento humillantes de Ellis Island. Había entregado lo último que le quedaba a dos jóvenes hermanos a cambio de que dijeran que él era su tío; ellos cumplieron su parte y le juraron al funcionario de inmigración que mantendrían a Saleh para que no cayera en la indigencia. Superó el examen médico por el solo hecho de que no pudieron atribuirle ninguna disfunción física. Los hermanos lo llevaron a Little Syria y, antes de que el desorientado Saleh pudiera protestar, ya le habían encontrado un sitio donde quedarse; costaba tan sólo unos centavos a la semana: una habitación minúscula en un sótano húmedo que olía a verduras podridas, y cuya única luz procedía de una pequeña rejilla en lo alto de la pared. Los chicos lo llevaron a dar una vuelta por el barrio y le enseñaron dónde podía comprar leche y hielo, sal y azúcar. Luego adquirieron sacos llenos de artículos de mercería, le desearon buena suerte y dejaron la ciudad para irse a un lugar llamado Grand Rapids. Esa noche, Saleh se encontró en el bolsillo unas monedas, por valor de dos dólares, que antes no tenía. Tras semanas de mareos y agotamiento, no tuvo ni fuerzas para enfadarse.
De modo que, una vez más, se convirtió en el heladero Saleh. Las calles de Nueva York estaban más concurridas y eran más traicioneras que las de Homs, pero su ruta era más pequeña y sencilla, un bucle estrecho: al sur desde Washington Street hacia Cedar, luego al norte de Greenwich a Park y vuelta a Washington Street. Los niños aprendieron, con la misma rapidez que sus primos de Homs, a ponerle la moneda en la mano extendida sin mirarle nunca a los ojos.
Una tarde sofocante, estaba sirviendo helado en sus pequeños cuencos de hojalata cuando notó que una suave mano le tocaba el hombro. Sobresaltado, se volvió y vislumbró el pómulo de una mujer. Rápidamente apartó la vista.
—Señor, puedo darle agua si quiere —dijo una voz—. Hoy hace mucho calor.
Al principio se dispuso a rechazarla. Pero hacía un calor increíble y una humedad asfixiante como él no los había conocido. Notaba la garganta espesa y le dolía la cabeza. Comprendió que no tenía fuerzas para decir que no.
—Gracias —respondió al fin, y tendió una mano en dirección a la voz.
Ella debió de sorprenderse, ya que Saleh oyó decir a uno de los niños:
—Tiene que darle usted el vaso, él no mira nunca a nadie.
—Ah, de acuerdo —convino la mujer, que le puso cuidadosamente el vaso en la mano.
El agua era fresca y limpia y se la bebió toda.
—Gracias —repitió mientras le devolvía el recipiente.
—De nada. ¿Le puedo preguntar cómo se llama?
—Mahmoud Saleh. De Homs.
—Mahmoud, yo soy Maryam Faddoul. Ahora estamos delante de mi café. Yo vivo en el piso de arriba con mi marido. Si algún día necesita algo, más agua o un sitio para sentarse a la sombra, entre, por favor.
—Gracias, señora —contestó él.
—Haga el favor de llamarme Maryam —le replicó ella con una sonrisa amistosa en la voz—. Todo el mundo lo hace.
A partir de aquel día, Maryam salía a menudo a hablar con él y los niños, cuando su lenta caminata lo llevaba a pasar por el café. Parecía que a todos los niños les caía bien Maryam; ella se los tomaba en serio, se acordaba de sus nombres y de los detalles de sus vidas. Cuando Maryam estaba al lado de Saleh, los clientes afluían, y no sólo niños, sino sus madres también, y hasta los tenderos y los obreros de las fábricas que volvían a casa al término de su jornada. Su ruta era una mínima parte de la que hacía en Homs, pero vendía igual cantidad de helado o más. En cierto modo era exasperante; no había ido a América a triunfar pero, por lo visto, América no iba a dejarle fracasar.
Ahora, mientras pasaba por el taller de Arbeely, con su mantequera a remolque, se paró a pensar en el comentario de Maryam sobre el aprendiz beduino. No había entrado nunca; sólo notaba la oleada de calor que salía por la puerta abierta. Por un instante, se lo planteó. Luego, furioso por los recuerdos, decidió no volver a pensar en el comentario de Maryam y limitarse a mirar los oscuros bultos de sus pies, avanzando inexorablemente hacia su hogar en el sótano.
* * *
En el desierto sirio, tres días de lluvia tocaron a su fin. El agua penetró en la tierra y pronto unos verdes brotes tapizaban los terrenos bajos y salpicaban las laderas de las colinas. Para las tribus beduinas, aquellos pocos días eran de una importancia decisiva; la oportunidad de sacar a sus animales y dejar que se hartaran a pacer, antes de que hiciera más calor y los nuevos tallos desfallecieran.
Y así ocurrió que, una mañana, una chica beduina llamada Fadwa al-Hadid condujo su pequeño rebaño de cabras al valle cercano al campamento de su familia. Cantando suavemente para sí y enderezando a las cabras descarriadas con una rama delgada, coronó una pequeña elevación… cuando, ahí enfrente, resplandeciendo en el valle, vio un enorme palacio de cristal.
—Habrá sido un espejismo —le dijo su padre, Jalal ibn Karim alHadid, conocido entre su clan como Abu Yusuf.
La madre, Fatim, se limitó a resoplar y sacudir la cabeza, y continuó alimentando a su benjamín. Pero la muchacha, que tenía quince años y era tenaz y testaruda, sacó a su padre de la tienda suplicándole que la acompañara a ver el palacio.
—Hija, no es posible que hayas visto lo que te ha parecido ver —dijo Abu Yusuf.
—¿Me tomas por una niña pequeña? Sé reconocer un espejismo —insistió ella—. Y esto era tan real como lo eres tú ahora.
Abu Yusuf suspiró. Conocía esa mirada en los ojos de su hija, esa indignación ardiente que desafiaba todo intento de razonar. Peor aún, sabía que era culpa de él. A su clan le iba bien últimamente y eso le había vuelto permisivo. El invierno había sido suave y las lluvias llegaron a tiempo. Las esposas de sus dos hermanos habían parido a unos robustos varones. A finales de año, Abu Yusuf, sentado al calor y la luz del fuego y observando a su clan que comía y jugaba y se peleaba a su alrededor, pensó que encontrar un marido para Fadwa quizá podía esperar; la niña estaría un año más con la familia antes de enviarla fuera. Pero, ahora, Abu Yusuf se decía que tal vez su esposa tuviera razón: ¿y si había consentido a su única hija más allá de lo razonable?
—No tengo tiempo para discutir sobre tonterías —le replicó a ésta bruscamente—. Tus tíos y yo vamos a llevar al rebaño a pacer. Si hay un palacio mágico, lo veremos. Y ahora ve a ayudar a tu madre.
—Pero…
—¡Obedece, hija!
Pocas veces se le oía gritar. La joven retrocedió, dolida. Entonces se dio la vuelta y corrió a la tienda de las mujeres.
Fatim, que lo había oído todo, entró después de ella y chasqueó la lengua. Fadwa resopló y esquivó su mirada. Se sentó frente a la mesa baja donde estaba fermentando la masa del día y empezó a separar pedazos y a aplanarlos a golpes, empleando bastante más fuerza de la necesaria. Su madre suspiró por el ruido, pero no dijo nada. Mejor que la chica se agotara a sí misma que aguantarla rumiando su malestar toda la mañana.
Las mujeres cocinaron, ordeñaron y zurcieron mientras el sol trazaba su camino de siempre a través del cielo. Fadwa bañó a sus primos pequeños y aguantó sus alaridos y sus protestas. El sol se puso y los hombres seguían sin regresar. La expresión de Fatim comenzó a ensombrecerse. No había muchos bandidos en su valle pero, aun así, tres hombres y un rebaño grande de ovejas serían un blanco fácil.
—Déjalo —le espetó a Fadwa, que forcejeaba para vestir a un niño que se estaba retorciendo—. Ya lo haré yo, que tú no puedes. Ve a coser tu vestido de novia.
Fadwa obedeció, aunque hubiera preferido hacer cualquier otra cosa. No se le daba bien la costura fina; no tenía la paciencia suficiente. Sabía tejer bastante bien y zurcir una tienda tan deprisa como Fatim, pero ¿bordar? ¿Pequeñas puntadas ordenadas de ese modo? Era un trabajo aburrido y siempre acababa bizca. Más de una vez, Fatim había echado un vistazo a la labor de la chica para mandarle que lo deshiciera todo otra vez. Ninguna hija suya, declaraba, se iba a casar con un vestido tan chapucero.
Si de Fadwa dependiera, habría arrojado el vestido a la lumbre de la cocina para cantar en voz alta viéndolo arder. La vida en el campamento de su clan le resultaba cada vez más agobiante, pero nada comparado con el pavor que le daba el matrimonio. Sabía que era una niña mimada; sabía que su padre la quería y no iba a ser tan severo para elegirle un marido cruel o estúpido sólo para conseguir una buena alianza. Pero a cualquiera podían engañarlo, incluido su padre. Y dejar a todas las personas a las que conocía para irse a vivir con un extraño y yacer debajo de él y recibir órdenes de su familia…, ¿no era como morirse, en cierto modo? Desde luego, ya no podría seguir siendo Fadwa al-Hadid. Sería otra persona, otra mujer completamente distinta. Pero no había nada que hacer al respecto; se iba a casar, y pronto. Tan cierto como la salida del sol.
Alzó la vista al oír un grito de júbilo de su madre; ya llegaban los hombres, conduciendo el rebaño por delante de ellos. Las ovejas se tropezaban unas con otras, adormiladas por los vientres llenos y la larga jornada.
—Ha sido un buen día —exclamó uno de los tíos de Fadwa—. No se puede pedir un pasto mejor.
Los hombres se sentaron enseguida a cenar y partieron trozos de pan y de queso, y las mujeres les sirvieron antes de retirarse a su tienda a comer lo que quedara. Con su esposo sano y salvo, a Fatim le cambió el humor; se rió con sus cuñadas y le hizo monerías al bebé que tenía en brazos. Fadwa comió en silencio, mirando de lejos la tienda de los hombres y la sólida espalda de su padre.
Ya se había hecho tarde cuando Abu Yusuf se llevó a su hija a un lado.
—Hemos pasado por el sitio del que hablabas —le dijo—. Me he fijado mucho, pero no he visto nada.
Fadwa asintió alicaída, aunque no supuso ninguna sorpresa; ella misma ya empezaba a tener dudas.
Abu Yusuf sonrió al ver su expresión triste.
—¿Te he hablado de cuando vi una caravana entera que no estaba ahí? Yo tendría tu edad. Salí una mañana con mis ovejas y vi una caravana gigantesca que avanzaba a través de un paso en las colinas. Al menos un centenar de hombres que se acercaba cada vez más. Les vi los ojos y hasta el aliento que salía del hocico de los camellos. Me volví corriendo a casa para que todos vinieran a verlo. Y me olvidé de mi rebaño.
Fadwa puso unos ojos como platos. No se podía creer que su padre cometiera un descuido como ése, ni aun siendo tan joven.
—Cuando volví allí con mi padre, no había rastro de la caravana. Y la mayoría de las ovejas se habían esfumado también. Nos llevó todo el día encontrarlas, y algunas se habían herido con las rocas.
—¿Qué te dijo tu padre? —preguntó, casi con miedo. Karim ibn Murhaf al-Hadid murió muchos años antes de que naciera Fadwa, pero las historias sobre su estricto carácter eran legendarias en la tribu.
—Uy, al principio no dijo nada, sólo me azotó. Pero luego me contó algo. Dijo que una vez, de pequeño, cuando jugaba en la tienda de las mujeres, miró afuera y vio a una extraña mujer vestida toda de azul. Se encontraba justo a la salida del campamento y le sonreía, y le tendía las manos. Él oyó su llamada pidiéndole que fuese a jugar con ella. La chica que en principio estaba a su cargo se había quedado dormida, así que él siguió a la mujer hacia el desierto…, solo, una tarde de pleno verano.
Fadwa se quedó atónita.
—¡Y sobrevivió!
—Por muy poco. Tardaron horas en encontrarle y para entonces ya le hervía la sangre. Pasó mucho tiempo hasta que se recuperó. Pero dijo que habría jurado por el nombre de su padre que aquella mujer era real. Y ahora —sonrió— tú tendrás tu propia historia para contársela a tus hijos el día que vengan corriendo y te aseguren que han visto un lago de agua cristalina en un valle seco, o una horda de genios surcando el cielo. Les podrás hablar del precioso palacio que juras que había, y de cómo se negó a creerte tu cruel y terrible padre.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Ya sabes que eso no lo diré.
—Tal vez sí o tal vez no. Y ahora termina tus tareas, hija. —Le dio un beso en la frente.
Mientras la veía alejarse hacia la tienda de las mujeres, su sonrisa flaqueó para acabar desvaneciéndose. No había sido honesto con ella. Lo de la caravana y la desventura de su padre era cierto, pero también lo era que aquel mismo día, cuando conducía al rebaño a lo largo de un risco, vio, por un brevísimo instante, la cegadora visión de un palacio resplandeciente allá abajo, en el valle. Con un parpadeo, desapareció. Se quedó largo rato contemplando el valle vacío, repitiéndose que quizá la luz del sol tuviera un efecto engañoso en aquel punto concreto y creara una ilusión. No obstante, estaba consternado. Tal como decía su hija, no fue un espejismo impreciso y vacilante, pues había visto detalles imposibles: puntas, almenas y patios relucientes. Y de pie a cierta distancia de la entrada abierta, la silueta de un hombre que lo miraba.