4

Poco a poco, con el transcurso de los días y de las semanas, la golem y el rabino Meyer aprendieron a convivir. No resultaba fácil; la vivienda del anciano era reducida e incómoda, y él estaba acostumbrado a la soledad. Vivir codo con codo con un desconocido no puede decirse que fuese una experiencia nueva para él, pues a su llegada a América se hospedó con una familia de cinco miembros; pero por aquel entonces era más joven y adaptable. En los últimos años, la soledad se había convertido en su única satisfacción.

Tal como él se esperaba, la golem percibió su malestar rápidamente, por lo que enseguida desarrolló el hábito de situarse lo más lejos posible del rabino, como si intentara marcharse pero sin llegar a hacerlo. Hasta que un día el anciano hizo que se sentara y le explicó que no tenía por qué irse a otra parte por el solo hecho de que él estuviera en la estancia.

—Pero tú lo prefieres.

—Sí, pero en contra de mi voluntad. La mejor parte de mí sabe que tienes que quedarte donde tú quieras estar. Debes aprender a comportarte según lo que diga o haga la gente, no según lo que deseen o teman. Tienes un extraordinario acceso a las almas de las personas y verás muchas cosas desagradables e incómodas, mucho peores que mis ganas de que te vayas a otra parte. Debes estar preparada y saber prescindir de ellas.

Ella escuchaba asintiendo, pero aquello le costaba más de lo que él creía. Permanecer en la misma habitación que el rabino sabiendo que él no la quería allí era una pequeña tortura. Su instinto de «ser de utilidad» la azuzaba para que se quitara de en medio. Ignorarlo era como si uno tuviera que plantarse en la trayectoria de un tranvía y procurar no moverse. Empezaba a inquietarse y a romper cosas sin querer: el tirador de un cajón, que arrancó al agarrarlo; el dobladillo de su falda, que desgarró al tirar de la tela… Entonces se deshacía en disculpas y él le decía que no tenía importancia, aunque sin poder reprimir su desaliento, lo cual sólo empeoraba las cosas.

—Sería mejor si tuviera algo que hacer —acabó diciendo la golem.

De pronto, el rabino cayó en la cuenta de su error, ya que, sin proponérselo, le había impuesto a su huésped la peor vida posible, la de la ociosidad. De modo que aflojó un poco y le permitió encargarse de la limpieza, que hasta entonces había insistido en hacer él mismo.

El cambio, tanto en la golem como en la residencia del rabino, fue instantáneo. Con una tarea que realizar, ella se pudo centrar en algo y empezar a ignorar las distracciones. Cada mañana fregaba los platos del desayuno y el té antes de coger el trapo y asaltar la cocina para quitar varias capas de la persistente mugre acumulada durante los años transcurridos desde la muerte de la esposa del rabino. Luego hacía la cama del rabino, doblando bien las puntas de las sábanas para dejarlas ajustadas al combado somier. Toda la ropa sucia del cesto (excepto las prendas íntimas, que él se negó encarecidamente a que se las lavara) se la llevaba al fregadero y ahí la enjabonaba para tenderla después. A continuación, descolgaba, planchaba, doblaba y guardaba la ropa del día anterior.

—No puedo evitar la sensación de que me estoy aprovechando de ti —comentó el rabino, violentado al verla almacenar los platos en la alacena—. Y mis alumnos se creerán que tengo una mujer de la limpieza.

—Pero a mí me gusta hacerlo. Me hace sentir mejor. Y así correspondo a tu generosidad.

—No buscaba recompensa cuando me ofrecí a acogerte.

—Pero yo te la quiero dar —respondió ella mientras seguía apilando platos.

Finalmente, el rabino optó por aceptar la situación, vencido por la necesidad y el placer de unos pantalones recién planchados.

Cuando hablaban entre sí, lo hacían en voz baja; el edificio era ruidoso incluso de noche, pero las paredes eran muy finas y a los vecinos del rabino les extrañaría demasiado oír la voz de una mujer joven. Menos mal que la golem no necesitaba ir al baño compartido del pasillo. Cada día se lavaba en la cocina mientras el rabino estaba sentado en su dormitorio o a la mesa de la habitación de la fachada, con la cabeza puesta en el estudio o la plegaria.

Lo malo era cuando algún alumno del rabino acudía a recibir su clase. Unos minutos antes, la golem se iba al dormitorio y se escabullía debajo de la cama. Pronto se oía la llamada a la puerta, el roce de las sillas en el suelo del salón y la voz del rabino: «¿Qué, te has aprendido tu parte?».

Debajo de la cama, apenas había espacio suficiente para la golem; además de estrecha, era tan baja que los muelles casi le rozaban la nariz. Permanecer quieta y callada en un espacio tan angosto no era tarea fácil. Los dedos y las piernas se le empezaban a crispar por más que tratara de relajarse. Entretanto, iba invadiendo su mente un pequeño ejército de ansias y necesidades procedentes del chico y del rabino, los cuales hubieran dado cualquier cosa, ambos, por que el reloj corriera más deprisa; procedentes también de la mujer del piso de abajo, que vivía el perpetuo tormento de su dolor de cadera; de los tres niños de al lado, obligados a compartir sus escasos juguetes y codiciando siempre aquello que no tenían…, y, más distante, procedente del resto del edificio, un hervidero de empeños, codicias y penas. Y en el centro yacía la golem, escuchándolo todo.

El rabino le había aconsejado que se concentrara en los demás sentidos para mitigar el estruendo; así, la golem presionaba el suelo con la oreja y escuchaba el borboteo del agua por las tuberías, a madres que regañaban a sus hijos en un yídish frenético, golpeteos de sartenes y ollas, discusiones, rezos y zumbidos de máquinas de coser. Por encima de todo, oía al rabino enseñándole al chico a recitar su parte; su voz ronca se alternaba con la voz aflautada del alumno. A veces, ella seguía el canto con voz queda, musitando las palabras, hasta que el chico se iba y podía volver a salir.

De noche era casi igual de complicado. El rabino se acostaba a las diez y no se despertaba hasta las seis, de modo que la golem se pasaba ocho horas a solas, entre vagos y soñolientos pensamientos ajenos. El rabino le propuso que leyera para matar el tiempo, así que una noche sacó un ejemplar de los estantes, lo abrió al azar y leyó:

«Los alimentos cocinados se introducen en un horno que se ha calentado con paja o rastrojos. Si el horno se ha calentado con pasta de semillas de amapola o con leña, los alimentos cocinados no se pueden introducir en él, a menos que se retiren las brasas o se cubran de ceniza. Los discípulos de Shammai dicen que los alimentos pueden retirarse del fuego pero no se pueden devolver a él. Los discípulos de Hillel lo permiten.

»Los maestros formularon una pregunta: “En cuanto a la expresión ‘no se introducirán’, ¿significa que ‘no se volverán a introducir’ pero que, si no se han retirado, se pueden dejar allí?”.

»La respuesta consta de dos partes…».

Cerró el libro y se quedó mirando la cubierta de piel. ¿Eran todos como éste? Desmoralizada y algo irritada, dedicó el resto de la noche a mirar por la ventana, viendo pasar a hombres y mujeres.

Por la mañana le contó al rabino su intento con la lectura; al rato, él salió a hacer recados y le trajo un paquete plano. Dentro había un libro delgado, cuya cubierta mostraba vistosas ilustraciones: un barco grande y lleno de animales flotaba en la cresta de una ola gigantesca. Detrás del barco, una banda de colores trazaba medio círculo cuya cima rozaba las nubes del cielo.

—Me parece que es mejor que empieces con esto —le dijo el rabino.

Esa noche, la golem conoció a Adán y a Eva, a Caín y a Abel. Supo de Noé y su arca y del arcoíris que señaló la Alianza con Dios. Leyó sobre Abraham e Isaac en el monte, el sacrificio que casi se consuma y los hechos posteriores. Todo ello le resultó muy extraño. Las historias eran fáciles de seguir, pero no sabía muy bien qué pensar de aquella gente. ¿Realmente había existido o era inventada? Los relatos de Adán y Noé afirmaban que habían llegado a vivir cientos de años, pero ¿no era eso imposible? El rabino era la persona más vieja que ella había conocido en su breve vida, y tenía bastante menos de un siglo. ¿Significaba acaso que lo del libro eran mentiras? ¡Sin embargo, el rabino siempre era muy cuidadoso con decir la verdad! Si aquello no era cierto, ¿por qué le había pedido el rabino que lo leyera?

Tres veces se leyó el libro entero, procurando comprender a esas gentes de antaño. Sus motivaciones, sus necesidades y sus miedos afloraban todo el tiempo, y a la golem le resultaban tan fáciles de captar como los de un hombre que pasara por allí. «Y Adán y Eva fueron abandonados y forzados a cubrir su desnudez. Y Caín tuvo celos de su hermano y se alzó contra él y le dio muerte». Qué distinto de las vidas de quienes la rodeaban, siempre disimulando sus deseos. Se acordó de las palabras del rabino: juzgar a los hombres por sus actos y no por sus pensamientos. Y, a juzgar por los actos de la gente del libro, actuar en función de las propias ansias y deseos conducía, las mayoría de las veces, a la maldad y la desgracia.

Pero ¿acaso eran todos los deseos un error? ¿Y aquel niño hambriento para el que ella robó el knish? ¿Cómo era posible que el deseo de comida fuese un error cuando uno se estaba muriendo de hambre? Una vecina tenía un hijo que era vendedor ambulante en Wyoming. Ella vivía pendiente de sus cartas, de algo que le permitiera saber que estaba sano y salvo. También eso parecía correcto y natural. Sin embargo, ¿cómo saberlo?

Por la mañana, cuando el rabino le preguntó qué le había parecido el libro, ella vaciló mientras buscaba las palabras adecuadas.

—¿Esas personas existieron de verdad?

Él levantó una ceja.

—¿Cambiaría mi respuesta tu forma de entenderlas?

—No sé qué decirte. Es que me parecen demasiado simples para ser reales. En cuanto surge un deseo actúan en función de él. Y no por cualquier cosa, como «necesito un sombrero nuevo» o «me quiero comprar una barra de pan». Cosas grandes, como lo de Adán y Eva y la manzana. O Caín cuando mata a Abel. —Frunció el ceño—. Ya sé que no tengo mucha experiencia de la vida, pero me resulta inusual.

—Ya has visto a los niños jugar en la calle, ¿no? ¿Suelen ignorar sus deseos?

—Sí, ya te entiendo —contestó ella—. Pero estas historias no hablan de niños.

—En cierto sentido, sí —le dijo el rabino—. Fueron las primeras personas que hubo en el mundo. Todo lo que hacían, cada acto y decisión, era completamente nuevo, sin precedentes. No disponían de una comunidad a la que recurrir, ni de ejemplos de comportamiento. Sólo estaba el Todopoderoso para enseñarles a distinguir el bien del mal. Como si fueran criaturas, si Sus designios contravenían a sus deseos, a veces optaban por no obedecer. Y así aprendían que las acciones tienen consecuencias. Pero dime una cosa: no creo que la lectura te haya parecido una forma agradable de pasar el tiempo.

—¡He intentado que fuese agradable! —protestó ella—. ¡Pero cuesta mucho permanecer sentada tanto rato!

Interiormente, el rabino suspiró. Había confiado en la lectura como una buena solución, incluso, tal vez, permanente. Ahora veía que era pedirle demasiado a la golem: su naturaleza no lo permitía.

—Si pudiera salir por la noche… —dijo en tono de súplica.

Él negó con la cabeza.

—Me temo que eso es imposible. A cualquier mujer que salga sola por la noche se la considera de muy mala reputación. Serías objeto de propuestas indeseables o hasta de reacciones violentas. Ojalá no fuese así. Pero quizás ya sea hora de que nos atrevamos a salir de día —continuó—. Podríamos ir a dar un paseo cuando haya terminado mis clases. ¿Te parece bien?

A la golem se le iluminó el rostro ante la perspectiva; se pasó el resto de la mañana limpiando la ya inmaculada cocina, con celo y pasión renovados.

Cuando se hubo marchado el último alumno, el rabino perfiló su plan para el paseo. Él saldría del edificio por su cuenta y ella haría lo mismo cinco minutos después. Se reunirían unas manzanas más allá, en una esquina concreta. El rabino le prestó un viejo chal de su esposa y un sombrero de paja, así como un paquete para llevar: unos cuantos libros que envolvió con papel y ató con un cordel.

—Tú anda como si tuvieras un encargo, un propósito —le advirtió—. Pero no vayas muy deprisa. Mira a las mujeres que tengas cerca y haz como ellas en caso de necesidad. Yo te esperaré. —Le ofreció una sonrisa alentadora y se marchó.

La golem aguardó observando el reloj de la repisa. Pasaron tres minutos. Cuatro. Y cinco. Libros en mano, salió al pasillo, cerró la puerta y emergió a la luz meridiana de la calle. Era la primera vez que salía de la vivienda del rabino desde que empezara a vivir con él.

En esta ocasión estaba más preparada para el asalto de anhelos y deseos; aun así, su intensidad la pilló desprevenida. Por un instante atroz quiso correr de nuevo al edificio…, pero no lo hizo: el rabino la estaba esperando. Siguió con la vista el tráfico incesante, la marea de peatones y vendedores y caballos, adelantándose los unos a los otros. Aferrada al paquete como si fuese un talismán, echó un vistazo rápido a ambos lados de la calle antes de ponerse en marcha.

Mientras, el rabino ya estaba en su esquina, esperando nervioso. También a él le estaba costando dominar sus pensamientos. Se había planteado seguirle los pasos a la golem para cerciorarse de que no se metiera en líos, pero seguro que ella descubriría lo que le rondaba por la mente, con lo centrada que la tenía en ella, y no querría ni podría soportar perder su confianza. De modo que hizo tal como había dicho: se fue a la esquina y esperó. Decidió que también sería una prueba para él, para ver si era capaz de darle libertad, de vivir sabiendo que ella estaba ahí fuera, en el mundo, más allá de su control.

Deseaba con fervor que ambos superasen la prueba, pues su actual situación resultaba poco sostenible; aunque su nueva huésped era muy poco exigente, no dejaba de ser una presencia rara y constante. El rabino añoraba el sosegado lujo de sentarse a la mesa en ropa interior a beber té y leer el periódico.

Además había otras consideraciones más apremiantes; en el último cajón de su armario, el rabino había escondido, debajo de su ropa de invierno, una pequeña bolsa de cuero que halló en el bolsillo del abrigo de la golem. Dicha bolsa contenía una cartera de hombre con algunas notas, un elegante reloj de bolsillo de plata (cuyo engranaje ya estaba irremisiblemente corroído) y un sobre pequeño. Las palabras ÓRDENES PARA LA GOLEM aparecían en el sobre en un hebreo de caligrafía irregular y enjuta. Y en su interior había un cuadrado de papel mal doblado que, para bien o para mal, había sobrevivido al trayecto por mar. El rabino había leído el papel; sabía lo que decía.

Era evidente que, con el trajín de su llegada a Nueva York, la golem se había olvidado de la existencia de aquella bolsa. Pero era propiedad suya, lo único que le quedaba de su antiguo amo, por lo que el hecho de mantenérselo oculto le creaba un oscuro conflicto. Pero si, por ejemplo, un niño llegara a Ellis Island con una pistola en el bolsillo, ¿no sería lo correcto confiscársela? Al menos de momento, decidió dejar el sobre donde estaba, fuera de la vista de la golem.

Con todo, el rabino ya había empezado a barajar posibilidades. Partía de la base de que sólo había dos soluciones para la situación de la golem: o destruirla, o hacer lo que estuviera en sus manos para instruirla y protegerla. Pero ¿y si hubiera un tercer camino? ¿Y si, en esencia, pudiera descubrir el modo de vincular a un golem vivo a un nuevo amo?

Que él supiera, no se había hecho nunca. Y la mayoría de los libros (y de las mentes) que hubieran podido ayudarle dejaron de existir hacía mucho. Sin embargo, era reacio a descartar esa posibilidad. Por ahora, velaría lo mejor posible por la educación de la golem, hasta que ésta fuese capaz de vivir por su cuenta. Sólo entonces se pondría a ello.

Pero en ese instante dejó esos pensamientos de lado, pues acababa de divisar una silueta conocida, alta y erguida, que se dirigía hacia él, andando con cuidado al ritmo de la multitud. Ella también le había visto y le estaba sonriendo, con ojos resplandecientes. Y ahora él le devolvía la sonrisa, algo desconcertado ante el arrebato de orgullo que sintió al verla, como un peso agridulce en su corazón.

* * *

Al otro lado del Atlántico, la ciudad de Konin, en el Imperio alemán, se afanaba como de costumbre, impertérrita ante la marcha de Otto Rotfeld. El único cambio verdadero fue la adquisición del viejo negocio de mobiliario por parte de un lituano que lo convirtió en un café elegante; todo el mundo coincidió en que era una gran mejora para el barrio. A decir verdad, el único habitante de Konin que pensó en Rotfeld fue Yehudah Schaalman, el vituperado ermitaño que le había construido un golem. Con el paso de las semanas y los meses, mientras el cuerpo sumergido de Rotfeld se entregaba a las corrientes y a las criaturas del mar, Schaalman se pasó veladas enteras sentado a su mesa, bebiendo licor y preguntándose por el desagradable muchacho. ¿Habría triunfado en América? ¿Habría despertado a su novia de arcilla?

Yehudah Schaalman tenía noventa y tres años. No era algo de conocimiento público, pues sus rasgos y su porte correspondían a los de un hombre de setenta y, si quería, aún podía aparentar menos edad. Tal longevidad la había alcanzado mediante artes prohibidas y peligrosas, su considerable inteligencia y un pavor a la muerte que condicionaba todo lo demás. Sabía que el Ángel de la Muerte acabaría viniendo a por él algún día, para hacerle comparecer ante los Libros de la Vida y de la Muerte y escuchar la letanía de todos sus pecados. Entonces se abrirían las puertas y sería arrojado a las hogueras del Gehena, donde recibiría un castigo acorde, en su forma y duración, a sus malas acciones. Y éstas habían sido muchas y variadas.

Cuando no vendía pócimas de amor a insensatas muchachas del pueblo o venenos indetectables a esposas ojerosas, Schaalman se consagraba en cuerpo y alma a su disyuntiva: cómo posponer indefinidamente la visita del Ángel. De modo que, en general, no era un hombre dado a ensoñaciones ociosas. No perdía el tiempo especulando sobre cada cliente que solicitaba sus servicios. ¿Por qué entonces, se preguntaba, acaparaba tanto su atención aquel vendedor de muebles?

La vida de Yehudah Schaalman no siempre fue así.

De niño era el alumno más prometedor que hubieran visto los rabinos. Se entregó a los estudios como si no hubiera nacido para otra cosa. Cuando tenía quince años, ya era algo habitual que Yehudah rebatiera a sus maestros hasta llegar a un punto muerto, tejiendo unas redes tan flexibles en torno a los temas talmúdicos, que aquéllos acababan defendiendo posturas diametralmente opuestas a sus creencias. Su agilidad mental era equiparable a una piedad y una devoción por Dios que, de tan grandes, hacían que sus compañeros de estudios parecieran herejes desvergonzados. En un par de ocasiones, a altas horas de la noche, sus maestros murmuraron que quizá la espera del Mesías no iba a ser tan larga como se creía.

Lo prepararon para convertirse en rabino lo más deprisa que pudieron. Los padres de Yehudah estaban muy complacidos, pues, campesinos y pobres, no tenían con qué procurarle una educación. El rabinato empezó a plantearse adónde enviar al chico. ¿Daría lo mejor de sí al frente de una congregación? ¿O sería mejor mandarlo a la universidad, para que pudiera empezar a enseñar a la generación siguiente?

Semanas antes de su ordenación, Yehudah tuvo un sueño.

En él avanzaba por un sendero de piedras rotas a través de un paisaje gris. A lo lejos, frente a él, un muro uniforme abarcaba todo el horizonte de lado a lado y se alzaba hasta adentrarse en el cielo. Él estaba agotado y tenía los pies doloridos, pero, tras mucho caminar, pudo empezar a distinguir una puerta pequeña, poco más que un orificio con forma de mano humana. De repente, presa de un extraño y aprensivo júbilo, corrió lo que le quedaba de camino.

Se detuvo en el umbral de la puerta y echó un vistazo adentro; lo que fuera que hubiese allí se hallaba envuelto en bruma. Tocó el muro, que estaba dolorosamente frío. Se dio la vuelta y vio que la bruma había engullido el sendero, hasta cubrir incluso sus pies. En el conjunto de la Creación tan sólo estaban él, el muro y la puerta.

Yehudah entró.

La bruma y el muro desaparecieron y se encontró en un prado de hierba. El sol brillaba inundándolo con su calor. Las fragancias de la tierra y de la vegetación colmaban el aire. Y a él lo invadió una paz inmensa, como no la había conocido nunca.

Más allá del prado había una arboleda, de un verde dorado debido a la luz del sol. Supo que había alguien entre los árboles, esperándole pero fuera de su campo de visión. Ansioso, empezó a avanzar.

De pronto, el cielo adquirió un color negro de tormenta. Yehudah, sobrecogido, notó que algo lo retenía. Una voz habló en su cabeza: «Tú no perteneces a este lugar».

Tanto el prado como la arboleda desaparecieron y él fue desasido y empezó a caer… hasta volver a encontrarse en el sendero, sobre manos y rodillas y rodeado de las piedras rotas. Ya no había muro, ni ningún otro hito al que dirigirse; sólo las piedras que guiaban a través del paisaje inhóspito hasta el horizonte, sin un atisbo de reposo.

Yehudah Schaalman se despertó a oscuras con la certeza de que estaba condenado.

Cuando comunicó a sus maestros que lo dejaba y que no iba a convertirse en rabino, éstos lloraron como se llora a los muertos. Rogaron que les explicara por qué un estudiante tan íntegro renunciaba a su determinación. Pero él no dio respuestas ni le habló a nadie del sueño, por miedo a que intentaran razonárselo y contarle historias de demonios que atormentan a los justos con falsas visiones. Él conocía la verdad de lo que había soñado; lo que no entendía era el porqué.

De modo que Yehudah Schaalman abandonó los estudios. Dedicó noches insomnes a repasar todos sus recuerdos, tratando de establecer cuál de sus pecados lo había condenado. No había llevado una vida sin tacha; sabía que podía mostrar un exceso de orgullo y de celo, y de pequeño se peleó encarecidamente con su hermana y le tiró del pelo a menudo. Pero había seguido los Mandamientos cuanto le permitían sus capacidades. ¿Acaso sus faltas no quedaban más que compensadas por sus buenas obras? ¡Los rabinos más sabios del momento le consideraban un milagro del Señor! Si Yehudah Schaalman no era digno del amor de Dios, ¿quién podía serlo?

Atormentado por estos pensamientos, Yehudah cogió unos cuantos libros y provisiones, se despidió de sus compungidos padres y se marchó.

Eran malos tiempos para viajar. Yehudah sabía vagamente que su shtel, la pequeña población de mayoría judía donde vivía, se ubicaba en el gran ducado de Posen, que a su vez formaba parte del reino de Prusia; pero sus maestros no se habían extendido demasiado en estas cuestiones prácticas, que poco efecto tendrían en un prodigio espiritual como Yehudah. Ahora, éste averiguó una nueva verdad, que era un judío ingenuo y sin un céntimo, con pocos conocimientos de polaco y ninguno de alemán y cuyos estudios resultaban inútiles. Viajando por los caminos despejados sufrió el acoso de los ladrones, quienes, a la vista de su estrecha espalda y sus ademanes delicados, lo tomaban por el hijo de un comerciante. Cuando se daban cuenta de que no poseía nada que robar, le daban una paliza y lo maldecían por hacerles perder el tiempo. Una noche cometió el error de pedir de cenar en un acomodado asentamiento alemán; los burgueses lo abofetearon y lo arrojaron al camino. Se dedicó a merodear por las inmediaciones de pueblos de campesinos, donde al menos tenía alguna oportunidad de entender lo que se decía. Ansiaba hablar yídish otra vez, pero evitaba por completo los shtelts, temeroso de verse arrastrado de nuevo al mundo del que había huido.

Se puso a trabajar labrando campos y cuidando ganado, pero aquello no era lo suyo. No hizo amistades entre sus compañeros, por ser un judío flaco y harapiento que hablaba polaco como si éste le ensuciara la boca. No era raro verlo recostado en la pala o dejando que el buey se largara con el arado mientras él rumiaba una vez más sobre sus pecados pasados. Cuantas más vueltas le daba, más le parecía que su vida entera era un catálogo de malos actos. Pecados de orgullo y holgazanería, de ira, arrogancia, codicia… Había sido culpable de todos ellos y ningún contrapeso podía equilibrar la balanza. Su alma era como una piedra salpicada de minerales quebradizos: sólida en apariencia pero sin ningún valor interior. A los rabinos los había decepcionado, pero el Todopoderoso ya conocía la verdad.

Una tarde calurosa estaba reflexionando sobre esas cosas cuando otro jornalero lo regañó por vago; Yehudah, sumido en su desánimo y habiéndose olvidado del polaco, respondió de un modo más insultante de lo que pretendía. En un instante, tuvo a ese hombre encima. Los demás se agolparon alrededor, contentos de ver que aquel chico arrogante recibía al fin su merecido. De espaldas al suelo y con la nariz sangrando, Yehudah vio a su adversario sobre él, con un puño hacia atrás y dispuesto a golpearle otra vez. Detrás se alzaba un círculo de cabezas que abucheaban, como un consejo de demonios reunidos en un estridente juicio. En aquel momento, toda la angustia, el resentimiento y el autodesprecio de su exilio se concentraron en un punto de dura rabia; se abalanzó sobre su atacante y lo derribó a golpes. Los demás observaron horrorizados cómo Yehudah se dedicaba a aporrearle despiadadamente la cabeza, y a punto estaba de sacarle un ojo cuando, por fin, alguien lo agarró rodeándolo con los brazos y lo apartó. Fuera de sí, Yehudah forcejeó y mordió hasta que lo soltaron. Y entonces echó a correr. La policía local dejó de perseguirle a la salida del pueblo, pero Yehudah siguió corriendo. Ya no tenía más que la ropa que llevaba; era todavía menos que cuando empezó.

Dejó de repasar su lista de pecados; la corrupción de su alma ya era un hecho elemental. Evitar la captura y la cárcel no fue ningún consuelo, pues ahora comenzaría a obsesionarse con el juicio verdadero, aquel que aguarda más allá.

Dejó las labores del campo y se dedicó a vagar de pueblo en pueblo, buscando empleos esporádicos. Llenó estantes, barrió suelos y cortó tela. La paga era escasa en el mejor de los casos. Empezó a cometer hurtos para sobrevivir antes de pasar a robar sin ambages, cosa que pronto se encontró haciendo aun cuando no lo necesitase. Hubo una aldea en la que trabajó en un molino, llenando sacos de harina que después llevaba a vender. El panadero del lugar tenía una hija, de ojos verdes y brillantes y figura bien proporcionada, que solía acercarse mientras él descargaba los sacos en el almacén del padre. Un día, Yehudah se atrevió a rozarle el hombro con los dedos. Ella, sin decir nada, se limitó a sonreír. En la siguiente ocasión, el joven, alentado e inflamado, le hizo señas para llevársela a un rincón y la toqueteó con torpeza. Ella se rió y salió corriendo del almacén. Pero la siguiente vez ya no echó a correr, sino que copularon encima de los sacos movedizos, mientras las bocas se les llenaban del denso polvo de la harina. Cuando hubieron terminado, él se apartó, se limpió con manos temblorosas y la llamó puta antes de huir. En la próxima entrega, la joven no respondió a sus insinuaciones y él le cruzó la cara. Cuando regresó al molino, el panadero le estaba esperando acompañado de la policía.

Por los crímenes de violación y acoso, Yehudah Schaalman fue condenado a quince años de prisión. Habían transcurrido dos desde que tuvo el sueño; ahora había alcanzado los veintiún años de edad.

Y así empezó la tercera fase de su educación: en la cárcel, Schaalman se curtió y espabiló. Aprendió a estar siempre en guardia y a calar a cualquiera como posible enemigo. Los últimos restos de su antigua discreción quedaron en nada, si bien no podía disimular su inteligencia. Era el hazmerreír de los demás reclusos: ¡un judío esmirriado y sabiondo, encerrado con asesinos! Lo llamaban «rabino», como burla al principio, aunque pronto empezaron a buscarle para zanjar disputas. Y él aceptaba, dictando unas sentencias que conjugaban la precisión talmúdica con el estricto código moral del patio de la cárcel. Los reclusos respetaban sus dictámenes y hasta los celadores acabaron acatándolos.

Pese a todo, él iba a lo suyo y se mantenía al margen de la jerarquía de las bandas. Ni tenía aduladores ni se guardaba en la manga a ningún celador corrupto. Los demás lo consideraban un remilgado al que se le caían los anillos por todo; pero Yehudah sabía quién detentaba el auténtico poder, y no era otro que él mismo. Él era el árbitro definitivo de la justicia, más equitativo que los tribunales. Los reclusos lo odiaban por ello, pero lo dejaban en paz. De este modo, Schaalman sobrevivió incólume a quince largos años, alimentando su furia y su amargura mientras la cárcel bullía a su alrededor.

A los treinta y cinco salió por fin y se dio cuenta de que hubiera estado más seguro quedándose detrás de los barrotes, pues el país era un polvorín. Cansados del pillaje de sus tierras y de su cultura, los polacos del ducado se habían alzado contra los ocupantes prusianos, y se vieron abocados a un enfrentamiento militar que no tenían posibilidades de ganar. Los soldados prusianos iban de pueblo en pueblo aplastando cualquier resquicio de resistencia y saqueando sinagogas e iglesias católicas. Imposible viajar pasando inadvertido. Por el camino, Schaalman topó con un grupo de soldados que le dieron una paliza para pasar el rato; luego, cuando aún no se le habían cerrado las heridas, unos reclutas polacos hicieron tres cuartos de lo mismo. Quiso buscar trabajo en las aldeas, pero llevaba la impronta invisible de la cárcel en sus rasgos curtidos y en su mirada calculadora y nadie lo quería. Robó alimentos de almacenes y de establos y durmió en los campos, procurando no ser visto.

Y sucedió que una noche, en un sucio campamento a un extremo de un campo, famélico y con un miedo a la muerte casi enloquecedor, Schaalman se despertó de un sueño gris y sin imágenes y vio una extraña luz en el horizonte, un brillo palpitante y de un rojo anaranjado que crecía a medida que él lo observaba. Todavía entre la vigilia y el sueño, se puso en pie y, descuidando las pocas pertenencias que tenía en el suelo, se puso a caminar hacia allí.

Habían cavado un surco que dividía el campo por la mitad, y ahora era como un sendero que apuntaba directamente a la luz. Schaalman iba tropezando con grumos de tierra, apenas consciente y mareado del hambre. Era una noche cálida y ventosa y la brisa ondulaba las espigas, con un millón de voces quedas murmurando sus secretos.

La luz brilló más intensa y se extendió en lo alto hasta alcanzar el cielo. Por encima de los murmullos del campo oyó las voces de hombres que se gritaban unos a otros y de mujeres chillando angustiadas. Un olor a humo de madera penetró en sus fosas nasales.

El terreno descendió bruscamente a su espalda y el suelo empezó a inclinarse hacia arriba. Ahora, el brillo abarcaba toda su visión. El humo se había vuelto acre; y los gritos, más audibles. La pendiente se volvió tan empinada que Schaalman terminó a gatas, arrastrándose hacia arriba al límite de sus fuerzas y sobrepasando las fronteras de la razón. Tenía los ojos cerrados por el esfuerzo, pero la luz rojiza continuaba flotando ante él, obligándole a seguir en movimiento. Después de lo que pareció una distancia inenarrable, la colina fue anivelándose hasta que Schaalman, sollozando de agotamiento, comprendió que había alcanzado la cima. Sin fuerzas para alzar la cabeza siquiera, se sumió en un estado más profundo que el sueño.

Despertó con un cielo despejado, una brisa suave y una extraña claridad mental. Su hambre era atroz, pero la percibía de lejos, como si el hambriento fuese otro y él un simple observador. Se irguió y miró alrededor. Se encontraba en mitad de un claro. No había rastro de la colina y el suelo era llano en todas direcciones. No había nada que le indicara de qué lado había venido o cómo regresar.

Ante él reposaban las ruinas carbonizadas de una sinagoga.

La hierba que rodeaba la estructura se había quemado también, grabando un círculo negro en el terreno. El fuego había carbonizado las paredes hasta sus cimientos, por lo que el santuario quedaba abierto a los elementos. Dentro, vigas desplomadas sobresalían de columnas gemelas de bancos ennegrecidos.

Con cuidado, se puso en pie y penetró en el círculo de hierba quemada. Se detuvo en el punto en que habría estado la puerta y entonces atravesó el umbral. Era la primera vez en diecisiete años que pisaba un lugar de culto.

En el interior no había ni un ser vivo. Una calma estremecedora lo impregnaba todo, como si hasta los sonidos del mundo exterior, el cuchicheo de pájaros y hierbas e insectos, quedara amortiguado. En el pasillo, Schaalman recogió un puñado de ceniza de madera y la cribó entre sus dedos; entonces se dio cuenta de que no podían haber incendiado la sinagoga la noche anterior, pues esas cenizas estaban frías como piedras. ¿Lo había soñado todo? En ese caso, ¿qué le había conducido hasta allí?

Con cuidado recorrió el resto del pasillo. Algunos postes caídos del techo le bloqueaban el paso. Apoyó las manos en ellos y se hicieron astillas.

El atril estaba chamuscado pero aún aguantaba. No había rastro del arca ni de su pergamino; o los habían rescatado, o estaban destruidos. Los restos de los libros de plegarias yacían diseminados cerca de la tarima. Recogió del suelo un trozo de página marrón y leyó un fragmento del kadish.

Detrás de la tarima había un espacio que en su día fue una habitación pequeña, seguramente el despacho del rabino. Cruzó el trozo de pared que quedaba. Montones de papeles quemados cubrían el suelo. El escritorio del rabino era un armatoste oblongo de madera abrasada, con un cajón en la parte frontal. Schaalman agarró el tirador y éste se le quedó en la mano. Metió las uñas por la rendija que mediaba entre el cajón y el escritorio y el frente se hizo pedazos. Hurgó en el interior del cajón ya expuesto y sacó los restos de un libro.

Lo dejó cuidadosamente encima de la mesa. El lomo se había separado del cuerpo del libro, de modo que ya no podía llamársele tal, sino que era más bien un fajo de papeles requemados. Jirones de piel seguían pegados a la cubierta, que retiró y dejó a un lado.

El libro se había ennegrecido desde los bordes hacia el centro y había dejado una sola isla de texto intacto en cada página. El papel era grueso como un trapo, y la erizada caligrafía mostraba un yídish anticuado y declamatorio que se proyectaba hacia delante. Con creciente asombro y dedos fríos y trémulos, fue pasando cada página, y fragmentos quebrados de escritura quedaban ante sus ojos:

«… un hechizo certero contra la fiebre consiste en recitar la fórmula descubierta por Galeno y aumentada por…».

«… se repetirá cuarenta y una veces para una mayor eficacia…».

«… contribuir a la buena salud después de un ayuno, recoger nueve ramas de nogal, cada una con nueve hojas…».

«… para que la propia voz resulte dulce a los demás, dirigir esta exhortación al Ángel de…».

«… incremento de la virilidad, mezclar estas seis hierbas e ingerir a medianoche mientras se recita el siguiente nombre del Señor…».

«… pronunciar este salmo para repeler la influencia demoniaca…».

«… de un golem es tan sólo permisible en momentos de gravísimo peligro, y hay que asegurarse con gran cautela de que…».

«… repetir el nombre del demonio, eliminando una letra a cada iteración hasta que se haya reducido a una sola, y el demonio se reducirá de igual modo…».

«… para anular los efectos adversos que resultan del paso de una mujer entre dos hombres…».

«… este nombre del Señor de sesenta letras resulta especialmente útil, si bien no debe pronunciarse durante el mes de Adar…».

Página tras página, los secretos de místicos fallecidos tiempo atrás fueron desplegándose ante él. Muchos se habían perdido irremediablemente salvo por cuatro palabras breves, pero algunos estaban enteros y en buen estado, mientras que otros rozaban provocativamente la integridad. Se trataba de un conocimiento prohibido a la mayoría excepto a los más piadosos y versados. Sus maestros insinuaron antaño que prodigios como aquél serían suyos algún día, pero no le permitieron asomarse un poco siquiera alegando que era aún demasiado joven; decían que pronunciar un conjuro, un exorcismo o un nombre del Señor sin pureza de corazón e intención podía acabar con la propia alma en las hogueras del Gehena.

Para Schaalman, sin embargo, las hogueras del Gehena ya eran su destino inevitable desde hacía largo tiempo. Si aquél iba a ser su fin, entretanto sacaría todo el jugo posible. Alguna influencia, divina o demoniaca, lo había guiado hasta ese lugar para poner en sus manos misterios inefables. Pensaba aceptar ese poder, así lo utilizaría para su propio interés.

Los papeles aguardaban crujientes bajo sus dedos. En el vértigo distante del hambre que lo acosaba, hubiera jurado que vibraban como una cuerda punteada.