3

La golem no llevaba ni unas horas en Nueva York y ya empezaba a echar de menos la calma relativa del barco. El estrépito de las calles era increíble; el ruido que sentía en su cabeza, aún peor. Al principio casi la paralizó; se escondió debajo de un toldo mientras los desesperados pensamientos de vendedores ambulantes y chicos de los periódicos se solapaban con su griterío: «El alquiler ha vencido», «Mi padre me dará una paliza», «Por favor, que alguien compre las calabazas antes de que se pudran»… Le daban ganas de cubrirse los oídos con las manos. De haber tenido dinero, lo hubiera regalado todo con tal de silenciar ese ruido.

Los transeúntes la miraban de arriba abajo fijándose en sus enormes y redondos ojos, en el vestido sucio y descuidado y en el ridículo abrigo de caballero. Las mujeres fruncían el ceño y algunos hombres sonreían con suficiencia. Hubo uno, borracho como una cuba, que le hizo una mueca burlona y se le acercó con intenciones deshonestas. La golem se sorprendió a sí misma al encontrarse ante un deseo que no quería satisfacer. Asqueada, cruzó la calle como una flecha. Un tranvía se acercó entonces traqueteando y no la pilló por los pelos. Las palabrotas del conductor la siguieron mientras se alejaba.

Se pasó horas vagando por calles y avenidas, doblando esquinas al tuntún. Era un húmedo día de julio y la ciudad empezaba a apestar a una mezcla de basura en descomposición y estiércol. Aunque ya se le había secado el vestido, todavía llevaba sedimentos del río pegados a modo de escamas. Con el abrigo de lana llamaba aún más la atención, pues el resto de la ciudad se estaba achicharrando. Ella también tenía calor, pero no un calor incómodo; más bien se sentía elástica y lenta, como si otra vez estuviera vadeando el río.

Todo cuanto veía era nuevo y desconocido, y no parecía tener fin. Se sentía asustada y apabullada, pero bajo su miedo subyacía una intensa curiosidad que la impulsaba a seguir adelante. Espió el interior de una carnicería tratando de dilucidar qué eran las aves desplumadas y las sartas de salchichas, o los bultos rojos y oblongos que colgaban de los ganchos. El carnicero, al verla, fue a ponerse detrás del mostrador, pero ella le dedicó una sonrisa fugaz y conciliadora y siguió caminando. Los pensamientos de los viandantes surcaban su mente sin aportarle ninguna respuesta sino sólo más preguntas. Para empezar, ¿por qué todo el mundo necesitaba dinero? ¿Y qué era el dinero exactamente? Creía que no eran más que las monedas que veía pasar de mano en mano; sin embargo, estaba tan presente en todos los miedos y deseos, que llegó a la conclusión de que era un misterio mayor, uno que tendría que descifrar.

La golem rodeó los límites de un barrio elegante y los escaparates empezaron a llenarse de vestidos y zapatos, chisteras y joyas. Frente a una sombrerería, se paró a contemplar un fantástico sombrero encima de un pedestal, cuya ancha cinta adornaban una malla y unas florecillas de tela, además de una gigantesca y soberbia pluma de avestruz. Fascinada, se acercó más, puso una mano sobre el cristal… y la delgada hoja se hizo añicos al tocarla.

Retrocedió de un salto mientras una lluvia de fragmentos de vidrio se desprendía de la ventana para caer sobre la acera. Dentro de la tienda, dos mujeres bien arregladas se la quedaron mirando cubriéndose la boca con las manos.

—Lo siento —murmuró la golem antes de echar a correr.

Asustada, recorrió a toda prisa calles y avenidas atestadas, procurando no tropezarse con ningún peatón. Los barrios se transformaban a su alrededor, cambiando bloque por bloque. Hombres de aspecto mugriento y tenderos indignados se gritaban unos a otros y aireaban sus ultrajes en una docena de idiomas. Los niños salían corriendo de los puestos de limpiabotas y de los partidos de béisbol, ansiosos por irse a cenar.

Una especie de agotamiento mental empezaba a hacer mella en los pensamientos de la golem. Se encaminó al este, siguiendo los extremos de las sombras, y se topó con un vecindario menos caótico y más hacendoso. Los tenderos enrollaban toldos y echaban el cerrojo a las puertas. Hombres con barba caminaban despacio unos junto a otros, hablando con fervor. Había mujeres charlando en las esquinas, con paquetes en los brazos y niños que tiraban de sus faldas. Hablaban el mismo idioma que ella había utilizado con Rotfeld, el que ya conocía al despertarse. Después del aluvión de palabras de aquel día, oírlo otra vez le proporcionó un leve y familiar consuelo.

Aminoró el paso y miró alrededor. Cerca de ella, la atrajo la escalera de entrada a un edificio de viviendas; llevaba todo el día viendo a hombres y mujeres, jóvenes y viejos, sentados en esos portales. Se sujetó la falda bajo las piernas y se sentó. La piedra le resultó cálida a través del vestido. Observó los rostros de la gente que pasaba. La mayoría estaban cansados y distraídos, absortos en sus pensamientos. Los hombres llegaban a casa después de su jornada, con una expresión agotada y el estómago vacío. La golem vio en sus mentes los platos que se iban a zampar: el denso pan negro untado de schmaltz, el arenque escabechado, las jarras de cerveza clara… Vio todas sus esperanzas de una futura brisa refrescante y de una noche de buen reposo.

La soledad le pesaba como una fatiga. No podía quedarse en el portal para siempre, tenía que ponerse en marcha; aunque, de momento, lo más fácil era quedarse donde estaba. Recostó la cabeza en el ladrillo de la balaustrada. Una pareja de pequeñas aves de color marrón picoteaba el suelo al pie de la escalera, sin preocuparse de los contundentes pasos de los transeúntes. Una de ellas revoloteó peldaños arriba y fue a aterrizar al lado de la golem. Exploró la piedra con su pico afilado, se volvió a un lado y se le subió al muslo de un brinco.

A pesar de la sorpresa, la golem logró mantenerse perfectamente inmóvil con el pájaro encaramado en su regazo, meneándose y probando los restos del cieno que continuaba pegado a su falda. Unas patas delgadas pero duras la rascaban a través de la tela. Despacio, muy despacio, extendió una mano. El pájaro saltó a su palma y ahí se quedó, en equilibrio. Con la otra mano, la golem le acarició el lomo. El ave aguardó con paciencia mientras ella sentía sus plumas suaves y lustrosas y la palpitación agitada de aquel corazón minúsculo. Sonrió fascinada. El animal ladeó la cabeza y la miró con su ojo redondo y fijo antes de picotearle una vez los dedos, como si ella no fuese más que otro pedazo de tierra. Por un instante, se contemplaron; luego, el ave se repuso y echó a volar.

Asombrada, se volvió para seguirlo con la vista… y vio que un hombre mayor la observaba amparado en la sombra de un carrito de tendero. Igual que ella, llevaba un abrigo negro de lana a pesar del calor. Por debajo del dobladillo le asomaba un fleco blanco. Lucía una barba blanca bien recortada; bajo el sombrero, su rostro era un entramado de arrugas profundas. La observaba con serenidad, pero el pensamiento que ella le oyó traslucía temor: «¿Será lo que yo creo que es?».

Rápidamente, la golem se puso en pie y se alejó sin mirar atrás. Por delante tenía una multitud de hombres y mujeres, pasajeros procedentes del suburbano de la Segunda Avenida. Trató de perderse entre ellos siguiendo al grueso principal del gentío cuando éste se dividió en pequeños grupos disgregados por esquinas y entradas. Por último, se metió en un callejón y al fin se decidió a mirar atrás. No vio por ninguna parte al hombre del abrigo negro.

Aliviada, salió del callejón y continuó hacia el este. El aire volvió a oler a mar, a sal, a humo de carbón y a grasa de motor. La mayoría de las tiendas estaban cerradas y los vendedores ambulantes ya recogían sus tirantes, sus pantalones de saldo, sus cacerolas y sus sartenes. ¿Qué iba a hacer cuando cayera la noche? Buscar un escondrijo, suponía, y esperar al día siguiente.

La punzada de un hambre ajena la traspasó; en la acera de enfrente, un niño flacucho y sucio merodeaba cerca de un vendedor que, sudoroso, hacía guardia junto a su carro. Entretanto, un hombre en mangas de camisa se acercó al vendedor y le dio una moneda. Éste sacó una hoja de papel encerado, metió la cabeza dentro del carro y salió con una rueda esponjosa del tamaño de su puño. El cliente le dio un mordisco mientras andaba en dirección a la golem, y aventó el vapor que le salía de la boca. El hambre del niño aumentó, avasallador y desesperante.

Si el crío no hubiera estado tan hambriento y si el hombre no hubiera pasado tan cerca (y, sobre todo, si los acontecimientos del día no la hubieran dejado tan consumida), tal vez se habría controlado. Pero no tuvo tanta suerte. Los graves apuros de aquel chico la tenían atenazada. ¿No necesitaba el alimento más que aquel hombre?

En cuanto dio forma a esta idea, la mano se le fue y le arrebató al hombre el alimento para entregárselo al niño. Al instante, éste ya corría calle abajo, todo lo deprisa que le permitían las piernas.

El hombre agarró a la golem del brazo.

—¿Qué significa esto? —gruñó.

—Lo siento —empezó ella, dispuesta a dar una explicación; pero el hombre tenía el rostro encendido y estaba furioso.

—¡Ladrona! —le chilló—. ¡Me las vas a pagar!

Empezaron a llamar la atención de la gente. Una mujer mayor se puso del lado del hombre.

—Yo lo he visto todo —afirmó, con los ojos puestos en la golem—. Le ha robado a usted el knish y se lo ha dado a ese chico. ¿Qué, muchacha? ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

Desconcertada, miró alrededor. Hombres y mujeres empezaban a congregarse, deseosos de ver lo que iba a ocurrir.

—Que pague —exclamó alguien.

—No tengo dinero —respondió ella.

Una risa áspera estalló entre la multitud. Querían que recibiera un castigo; querían hacérselo pagar. Sus enfurecidas ansias caían sobre ella como piedras. Sintió que le invadía el pánico…, y de pronto, extrañamente, cesó. Fue como si el tiempo, ralentizándose, se estirase. Los colores se volvieron más vivos, más concentrados. El sol, ya bajo, brillaba como si fuese el mediodía. «¡Llamen a la policía!», exclamó alguien, y las palabras surgieron desdibujadas y largas. Cerró los ojos y se sintió al borde de un abismo, tambaleándose y a punto de caerse.

—No será necesario —dijo una voz.

Al instante, el gentío desvió la atención…, y la golem percibió cómo retrocedía el abismo. Aliviada, abrió los ojos.

Era el anciano del abrigo negro, el que la había estado observando; se acercaba a toda prisa por entre los curiosos, con expresión preocupada.

—¿Bastará esto para pagar su knish? —preguntó mientras le daba una moneda al hombre. Luego, despacio, para no sobresaltarla, le puso una mano en el brazo—. Ven conmigo, querida —dijo con voz tranquila pero firme.

¿Acaso tenía elección? Era él o aquella gente. Poco a poco, dio unos pasos hacia el anciano, alejándose de su denunciante, que frunció el ceño ante la visión de la moneda.

—Me ha dado demasiado —señaló éste.

—Pues dedique el sobrante a hacer algo bueno —le replicó el anciano.

La multitud empezó a dispersarse; algunos consideraban que les habían robado la diversión. Pronto quedaron sólo ellos dos, juntos en la acera.

Él la volvió a mirar como lo había hecho junto al carrito. Entonces se inclinó hacia ella y pareció oler el aire que la rodeaba.

—Lo que yo pensaba —dijo, no sin cierto pesar—. Eres una golem. —Asustada, ella retrocedió un paso, dispuesta a escapar—. No, por favor. Tienes que venir conmigo, no puedes vagar por las calles de esta manera, te descubrirían.

¿Debía intentar esquivarle otra vez? Por otro lado, acababa de salvarla y no parecía enfadado ni con ganas de inculparla, sino sólo preocupado.

—¿Adónde me llevará? —quiso saber.

—A mi casa. No está muy lejos.

No sabía si confiar en él…, pero era cierto, no podía vagabundear para siempre. Decidió confiar; necesitaba confiar en alguien.

—De acuerdo —dijo.

Comenzaron a volver por donde habían venido.

—Dime una cosa —le pidió el anciano—, ¿dónde está tu amo?

—Murió en el mar hace dos días. Hacíamos la travesía desde Danzig.

El hombre sacudió la cabeza.

—Qué desgracia —dijo. La golem no supo si se refería a la muerte de Rotfeld o a la situación en general—. ¿Es ahí donde vivías antes?

—No, antes no estaba viva —contestó ella—. Mi amo me despertó durante la travesía, justo antes de morir.

Aquello le sorprendió.

—¿Me estás diciendo que sólo tienes dos días? Es extraordinario. —Dobló una esquina y la golem lo siguió—. ¿Y pasaste por Ellis Island por tu cuenta?

—No, no estuve allí. Un oficial del barco intentó averiguar por qué no tenía billete. Y me arrojé al río.

—Eso demuestra que tienes buenos reflejos.

—No quería que me descubrieran —le explicó.

—Aun así.

Siguieron andando, por el mismo camino por el que había venido la golem. Ya hacía rato que el sol se había ocultado detrás de los edificios, pero el cielo aún tenía un brillo dorado y denso por el calor diurno. Otra vez empezaban a salir niños de las viviendas, en busca de una última aventura antes de ir a acostarse.

El hombre guardaba silencio mientras andaban. La golem cayó en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba, pero dudó en preguntárselo, pues estaba absorto en sus pensamientos. Percibió los interrogantes a los que daba vueltas en su cabeza, todos centrados en ella. Y, en un destello fugaz, vio una imagen de sí misma postrada, reducida a una masa informe de polvo y arcilla en mitad de la calle.

Se detuvo de golpe. Pero, en vez de pánico, sólo sintió un profundo desgaste. Quizás eso fuera lo mejor. No pertenecía a ningún sitio ni tenía un objetivo.

El hombre vio que ella ya no estaba a su lado y se dio la vuelta, preocupado.

—¿Te pasa algo?

—Tú sabes cómo destruirme —le dijo ella.

Se hizo una pausa.

—Sí —contestó él, comedido—. Poseo ese conocimiento. Pocos lo tienen hoy en día. ¿Cómo lo sabes?

—Lo he visto en tu mente —le contestó—. Lo has contemplado. Por un instante, lo has deseado.

Él puso cara de confusión antes de echarse a reír, aunque sin alegría.

—¿Quién te hizo? —le preguntó—. ¿Fue tu amo?

—No. No conozco a mi creador.

—En todo caso, fue un genio insensato y bastante amoral. —Suspiró—. ¿Percibes los deseos ajenos?

—Y los miedos —le contestó—. Desde la muerte de mi amo.

—¿Por eso robaste el knish para el niño?

—Yo no tenía intención de robar —explicó ella—. Pero él estaba tan hambriento…

—Que pudo contigo. —La golem asintió—. Tendremos que controlar eso. Quizá con entrenamiento… En fin, de momento, eso puede esperar. Antes debemos tratar cuestiones más prácticas, como encontrarte ropa.

—Entonces…, ¿no me vas a destruir?

Él negó con la cabeza.

—Un hombre puede desear algo un instante pero rechazarlo después con mayor contundencia. Tendrás que aprender a juzgar a la gente por sus actos y no por sus pensamientos.

La golem vaciló un momento antes de decir:

—Eres el único que se muestra amable conmigo desde que murió mi amo. Si consideras que es mejor destruirme, aceptaré tu decisión.

Ahora, el sorprendido era él.

—¿Tan complicados han sido tus pocos días de vida? Sí, ya veo que deben de haberlo sido. —Le puso una reconfortante mano encima del hombro; sus ojos eran oscuros pero dulces—. Soy el rabino Avram Meyer. Si me lo permites, te tomaré bajo mi protección y seré tu protector. Te daré un hogar y te guiaré en la medida en que pueda, y juntos decidiremos cuál es el mejor camino. ¿Estás de acuerdo?

—Sí —contestó más tranquila.

—Bien —sonrió él—. Vamos, ven conmigo. Casi hemos llegado.

El edificio donde vivía el rabino Meyer era como todos los demás, con su dura fachada manchada de polvo y humo. El vestíbulo era oscuro y angosto pero estaba bien cuidado; las escaleras protestaron crujiendo bajo sus pisadas. La golem se dio cuenta de que, a medida que subían, a su amigo le costaba cada vez más respirar.

El piso del rabino estaba en la cuarta planta. Un recibidor angosto daba a una cocina abarrotada, con un fregadero hondo, unos fogones y una nevera. Sobre el fregadero colgaban calcetines y ropa interior puestos a secar. En el suelo aguardaban más montañas de colada y los platos sucios se apiñaban encima del fregadero.

—No esperaba compañía —se disculpó el rabino, violentado.

El dormitorio tenía el tamaño justo para la cama y el armario. Detrás de la cocina había una salita, con un sofá hondo y gastado de terciopelo verde junto a un gran ventanal. Al lado, una mesa pequeña de madera con dos sillas. Una buena colección de libros, de lomos agrietados y descoloridos, cubría un lado de la estancia. Había otros libros apilados sin orden ni concierto por la sala.

—Es poca cosa, pero suficiente —dijo el rabino—. Considéralo tu casa, por el momento.

La golem permaneció en mitad de la habitación, pues no quería ensuciar el sofá con su vestido.

—Gracias —le contestó.

Entonces se fijó en la ventana. El cielo se oscurecía y las lámparas de gas de la salita iluminaban lo bastante para que se creara un reflejo. Vio la imagen de una mujer superpuesta a los edificios del vecindario. Alzó levemente una mano a un costado antes de volver a bajarla; la mujer de la ventana hizo lo mismo. Se acercó, fascinada.

—Ah —comentó el rabino con serenidad—. No te habías visto todavía.

La golem se estudió el rostro; luego se pasó una mano por el pelo y notó los finos mechones rígidos a causa del agua del río. Se dio un tirón para probar. ¿Le crecería o se le iba a quedar para siempre así de largo? Se pasó la lengua por los dientes y luego extendió las manos. Tenía las uñas cortas y cuadradas; la del índice izquierdo estaba un poco descentrada y se preguntó si alguien que no fuese ella lo advertiría alguna vez.

El rabino la miraba mientras tanto.

—Tu creador tenía mucho talento —comentó. Pero no pudo evitar cierto matiz recriminatorio en su voz.

Ella se miró las puntas de los dedos. Uñas, dientes y pelo; nada de eso estaba hecho de arcilla.

—Espero que nadie saliera herido en mi elaboración —dijo mientras miraba cómo se movía su propia boca.

El rabino sonrió con tristeza.

—Y yo. Pero lo hecho, hecho está, y tú no tienes la culpa de tu propia creación, sean cuales sean las circunstancias. Y ahora, a ver si te encuentro ropa limpia. Espérame aquí, por favor, enseguida vuelvo.

A solas, observó su reflejo un rato más, pensando. ¿Y si el rabino no hubiera llegado cuando lo hizo? ¿Qué habría ocurrido? Antes, cuando se encontraba entre aquel gentío enfurecido, sintió que el mundo se desmoronaba, que estaba a punto de cruzar un umbral hacia… ¿Hacia dónde? No lo sabía. Ahora, en cambio, estaba tranquila. En paz. Como si todas las cavilaciones y decisiones fueran a dejar de pesarle en los hombros. Recordando, se estremeció con un temor que no comprendió.

Se estaba haciendo tarde y la mayoría de las tiendas había cerrado; pero el rabino sabía que aún quedaría alguna abierta en el barrio del Bowery, dispuesta a venderle un vestido de mujer y algo de ropa interior. No era un gasto que se pudiera permitir; aparte de la exigua pensión de su antigua congregación, sus únicos ingresos procedían de las clases de griego que daba a dos jóvenes estudiantes que se preparaban para su bar mitzvá. Pero había que hacerlo. Con recelo, atravesó la ruidosa calle, apartándose del camino de los borrachos y de la vista de las mujeres que buscaban clientela junto al ferrocarril elevado. En Mulberry encontró una tienda de ropa abierta todavía y compró una blusa y una falda, un vestido largo, enaguas y bragas y medias con liga. Después de dudar un poco, añadió al lote un camisón. La golem no lo necesitaría para dormir, por supuesto, pero la selección de artículos femeninos lo tenía abrumado; además, no se podía poner un vestido sin nada debajo. El dependiente frunció el ceño al verle el abrigo y el fleco, pero cogió rápidamente el dinero.

Volvió a cruzar el barrio con el paquete bien atado y pensando que iba a ser difícil vivir con alguien que percibía sus deseos. Si no se andaba con cuidado, acabaría acosando a su propia mente, atrapado en el enloquecedor juego de «no pienses en eso». Tendría que ser completamente sincero e imperturbable, sin esconder nada. No iba a resultar sencillo. Cualquier cumplido desacertado le haría un flaco favor a la golem, pues el mundo exterior no iba a ser tan complaciente.

Sus actos tendrían consecuencias: darle refugio las tendría, y lo supo en el instante en que reconoció lo que era y decidió no destruirla. Sin hijos, jubilado y viudo desde hacía casi diez años, el rabino Avram Meyer esperaba una vejez pacífica y una muerte sin incidentes. El Todopoderoso, sin embargo, parecía tener otros planes.

* * *

En el anodino pasillo de un edificio de apartamentos, Boutros Arbeely abrió la puerta y dejó paso a su invitado.

—Es aquí. Mi palacio. Ya sé que es poca cosa, pero puedes quedarte hasta que encuentres un sitio.

El genio miró al interior, asustado. El «palacio» de Arbeely era una sala diminuta y lóbrega, apenas suficiente para una cama, un armario en miniatura y una mesa de media luna pegada a un sucio fregadero. El papel pintado se despegaba de la pared en gruesas ondas. Al menos, el suelo estaba limpio, aunque era algo poco habitual; en honor a su invitado, Arbeely había embutido toda su colada en el armario, apoyándose contra la puerta para que se cerrara.

Al echar un vistazo a la sala, el genio sintió tanta claustrofobia que a duras penas consiguió entrar.

—Arbeely, esta habitación no es apta para dos personas; apenas lo es para una.

Hacía poco más de una semana que se conocían, pero Arbeely ya había comprendido que, para que aquello funcionase, debería dominar su irritación ante los indolentes desaires del genio.

—¿Qué más necesito? —le preguntó—. Me paso el día en el taller. Aquí sólo duermo. —Con gestos que señalaban las paredes, continuó—: Podemos colgar una sábana y subir una cama plegable. Así ya no tendrás que dormir en la tienda.

El genio lo miró como si hubiera propuesto algo insultante.

—Pero si no duermo en la tienda.

—¿Y dónde has estado durmiendo?

—Arbeely, yo no duermo.

Éste se quedó de piedra; nunca había caído en la cuenta. Cada noche, al irse del taller, dejaba ahí al genio, trabajando la delicada hojalata. Y por las mañanas, cuando volvía, ya se lo encontraba manos a la obra. Arbeely tenía un jergón en la trastienda para las noches en que un exceso de cansancio le impedía arrastrarse hasta su cama, y supuso que el genio lo estaba utilizando.

—¿No duermes? Es decir, ¿nada de nada?

—No, y me alegro; lo de dormir me parece una enorme pérdida de tiempo.

—A mí me gusta dormir —protestó Arbeely.

—Eso es porque te cansas.

—¿Y tú no?

—No de la misma manera.

—Si no durmiera, me parece que echaría de menos los sueños —caviló Arbeely. Frunció el ceño—: Tú no sabes lo que son, ¿verdad?

—Sí, sí lo sé —respondió el genio—. Puedo introducirme en ellos.

—¿En serio?

—Es una habilidad poco común; sólo la poseen algunos genios de los clanes más elevados. —Arbeely volvió a percatarse de aquella arrogancia despreocupada y prosaica—. Pero sólo puedo hacerlo bajo mi verdadera forma. Así que no tienes de qué preocuparte: tus sueños están a salvo de mí.

—Da igual, de todos modos eres más que bienvenido…

El genio, irritado, lo interrumpió:

—No quiero vivir aquí, Arbeely; ni dormido, ni despierto. De momento me quedaré en la tienda.

—Pero dijiste…

Arbeely prefirió no continuar. «Si me tienes aquí enjaulado mucho más tiempo, me voy a volver loco», le había dicho el genio, cosa que le dolió. Habían planeado que se mantuviera oculto hasta que Arbeely le enseñara lo suficiente para hacerle pasar por un nuevo aprendiz; sin embargo, eso implicaba que el genio debería quedarse en la trastienda durante el día, un espacio casi tan reducido como el dormitorio de Arbeely. Éste comprendía que el genio se impacientara ante tales restricciones, pero le hirió la sugerencia de que él era su carcelero.

—Supongo que a mí también se me haría raro tener que estar toda la noche en una habitación viendo cómo duerme un hombre —reconoció Arbeely.

—Exacto. —El genio se sentó en el borde de la cama y miró alrededor una vez más—. ¡Y en serio, Arbeely, este sitio es horrible!

Lo dijo en un tono tan quejumbroso que el hombre se echó a reír.

—A mí me da igual, de verdad —dijo—. Pero no es a lo que tú estás acostumbrado.

El genio sacudió la cabeza.

—Nada de esto lo es. —Con aire ausente, se frotó la manilla que llevaba en la muñeca—. Imagínate que estás durmiendo, soñando tus habituales sueños humanos. Y entonces te despiertas y te encuentras en un lugar desconocido. Tienes las manos atadas y los pies trabados y estás amarrado a un poste. No tienes ni idea de quién te lo ha hecho, ni cómo. Ignoras si llegarás a escapar nunca. Estás a una distancia inconcebible de tu casa. Entonces, una extraña criatura te encuentra y dice: «¡Un Arbeely! ¡Pero yo creía que los Arbeelys sólo eran cuentos para críos! Rápido, escóndete y finge ser como nosotros, pues la gente tendría miedo de ti si llegara a enterarse».

Arbeely hizo una mueca.

—¿Piensas que soy una criatura extraña?

—¡No estás entendiendo nada! —Se tumbó de espaldas en la cama y se quedó mirando el techo—. Pero sí, los humanos me parecen unas criaturas extrañas.

—Nos compadeces, a tus ojos, estamos atados y trabados.

El genio se paró a pensar.

—Os movéis muy despacio. —El silencio se instaló entre ellos hasta que el genio suspiró—. Arbeely, prometí no dejar la tienda mientras no creyeras que era el momento adecuado, y he mantenido mi promesa. Pero lo de antes lo decía en serio; si no encuentro el modo de recuperar mi libertad, aunque sólo sea un poco, creo que voy a volverme loco.

—Por favor —le rogó Arbeely—. Unos cuantos días más. Si queremos que funcione…

—Sí, sí, ya lo sé. —El genio se puso en pie y se acercó a la ventana—. Entretanto, mi único consuelo es que he ido a parar a una ciudad como nunca me la hubiera imaginado. Y pienso sacarle todo el jugo que pueda.

En la cabeza de Arbeely se dispararon todas las alarmas; era poco aconsejable merodear de noche por calles desconocidas, con bandas y asesinos, casas de mala nota y antros de estofados y de opio. Pero el genio miraba por la ventana con un ansia voraz, por encima de los tejados que se extendían hacia el norte. Arbeely volvió a pensar en la imagen que éste tenía de sí mismo, trabado y amarrado.

—Por favor, ten cuidado —le dijo tan sólo.

Después de los opresivos límites del dormitorio de Arbeely, el taller del hojalatero resultaba casi cavernoso en comparación. Ya solo, el genio se sentó a la mesa de trabajo a dosificar soldadura y fundente; debía tener cuidado con la soldadura, pues sus manos desprendían tanto calor que tendían a fundirla si la sostenía más tiempo de la cuenta. Arbeely le había enseñado con mucha paciencia cómo extender la soldadura a lo largo de una junta, pero cuando le tocó al genio probarlo, la soldadura se deslizó de la plancha en un río de gotitas. Al cabo de unos cuantos intentos empezó a mejorar, pero aquello acababa con su paciencia. Ojalá hubiera podido unir las junturas con los dedos y punto; claro que, entonces, el ejercicio habría perdido todo su sentido.

En todo caso, lo sacaba de quicio tener que reprimir la única habilidad que le quedaba. Nunca hasta entonces se había dado plena cuenta de los muchos poderes que perdía cuando abandonaba su verdadera forma. De haberlo sabido, tal vez habría dedicado más tiempo a explorarlos, en vez de andar persiguiendo caravanas. La capacidad de penetrar en los sueños, por ejemplo, era algo que apenas había utilizado.

Al igual que los demás atributos, esta habilidad podía presentar grandes diferencias de un tipo de genio a otro. En los inferiores guls y efrits se manifestaba en forma de cruda posesión, efectuada básicamente para divertirse, como fechoría o simple venganza. El humano poseído se volvía poco más que una marioneta mal manejada, hasta que el genio se cansaba y abandonaba el juego. Muchos poseídos quedaban dañados de forma permanente; algunos, incluso fallecían de la impresión. En el peor de los casos, el genio se quedaba atrapado en la mente del humano. Cuando esto sucedía, casi seguro que uno y otro perdían la razón. Si el humano tenía mucha suerte, podría recurrir a un chamán o a un mago menor que alejara al poseedor de su presa. Una vez, nuestro genio se encontró a uno de sus correligionarios inferiores poco después de que lo expulsaran así de un humano. Aquel ser ardiente y retorcido se había encaramado a un árbol raquítico, y balbucía y aullaba mientras las ramas se chamuscaban a su alrededor. El genio lo observó con una mezcla de lástima y asco y puso distancia entre el árbol y él.

Sus propias habilidades no tenían la contundencia de una posesión total. En su forma originaria podía insinuarse a una mente con discreción, para observarla sin ser notado. Pero sólo era capaz de hacerlo si el sujeto se hallaba en el reino del sueño, con la mente abierta y la guardia bajada. Esta habilidad la había puesto a prueba pocas veces, y tan sólo con animales inferiores. Así averiguó que las serpientes sueñan con sonidos y vibraciones y que la lengua se les dispara para tantear el aire mientras sus cuerpos alargados se mantienen pegados al suelo. Los chacales sueñan con amarillos y ocres y rojos fragantes, y reviven sus matanzas mientras duermen agitando patas y pezuñas. Tras unos cuantos experimentos, prácticamente abandonó el tema; tenía su gracia, pero a menudo lo dejaba confuso y desorientado al volver a adaptarse a su forma informe y recuperar su sentido del yo.

Nunca lo había probado con una mente humana. Decían que los sueños de los hombres eran escurridizos y peligrosos, con escenarios siempre cambiantes en los que un genio podía verse atrapado en un abrir y cerrar de ojos. Los mayores advertían de que había hechiceros capaces de tender trampas a un genio en su propia mente, engañarlo con un sueño-laberinto y someterlo a esclavitud. Según ellos, era una insensatez desmedida el solo hecho de planteárselo. Seguramente exageraban el peligro, pero aun así él se contuvo, incluso cuando los hombres de las caravanas se sumían en sus sueños al término de una jornada de viaje.

¿Se habría aventurado de haber sabido que pronto iba a verse privado de esa habilidad? Tal vez, aunque dudaba que la experiencia le aportara demasiado. De hecho, reflexionó mientras dosificaba un poco más de soldadura, era una pérdida poco importante; ya estaba pasando entre humanos tiempo más que suficiente.

* * *

En el desierto sirio, las últimas lluvias de primavera calaban en las laderas. Delicadas floraciones se abrían entre las rocas y los cardos, salpicando los valles de blanco y amarillo.

El genio levitaba sobre el valle disfrutando de las vistas. La lluvia había limpiado de polvo el palacio, que ahora resplandecía con todo su esplendor. ¿Cómo se le había podido ocurrir dejar todo esto para volver junto a los genios? ¿O para lo que fuese? Aquél era su lugar: el palacio y el valle, el sol cálido de primavera y las flores silvestres y breves.

Aun así, ya tenía puesta la cabeza en su próximo encuentro con humanos. Sabía que por ahí cerca había un pequeño asentamiento de beduinos. En la distancia había divisado sus rebaños y hogueras y a hombres que montaban a caballo, pero hasta el momento siempre los había evitado. Se preguntaba en qué difería su vida de la de los caravaneros. A lo mejor, en vez de buscar otra caravana a la que seguir, se podía dedicar a curiosear por allí. Pero ¿se conformaría con observar desde lejos cuando existía la opción de algo mucho más íntimo?

Un movimiento ahí abajo le llamó la atención. Como atraída por sus cavilaciones, una muchacha beduina apareció en un risco al borde del valle. Acompañada sólo de su pequeño rebaño de cabras recorría el risco con avispada energía, lozana como el día.

El genio tuvo un impulso. Descendió junto a su palacio, extendió el brazo y tocó el cristal blanco azulado.

La chica del risco enmudeció de asombro cuando, por un instante, el palacio del genio surgió resplandeciente ante sus ojos.

Éste observó cómo la muchacha, presa de la emoción, se volvía corriendo por donde había venido, arreando a las cabras ante sí. Sonrió mientras se preguntaba con qué debía de soñar una chica como aquélla.