En Little Syria, dentro del barrio del bajo Manhattan, no muy lejos de donde la golem tocó tierra, vivía un hojalatero llamado Boutros Arbeely. Era un católico maronita criado en el ajetreado pueblo de Zahleh, en el valle a los pies de la cordillera del Líbano, y entró en la edad adulta en una época en la que parecía que todo hombre por debajo de la treintena abandonaba la Gran Siria para hacer fortuna en América. A algunos los alentaban los relatos de los misioneros, o de parientes que ya habían hecho la travesía y que mandaban a casa cartas llenas de billetes. Otros veían en ello la ocasión de eludir las obligaciones militares y los severos impuestos que exigían los gobernantes turcos. Se marcharon tantos que, en algunos pueblos, los mercados enmudecieron y las uvas se acabaron pudriendo en las vides de las colinas.
El difunto padre de Arbeely procedía de una familia de cinco hermanos; en el transcurso de las generaciones, sus tierras se habían ido dividiendo hasta que la parcela de cada hermano quedó tan reducida que apenas merecía el esfuerzo de sembrarla. El propio Arbeely ganaba una miseria como aprendiz de hojalatero. Su madre y sus hermanas criaban gusanos de seda para tener ingresos extra, y aun así no bastaba. Arbeely vio su oportunidad en esa estampida general a América; se despidió de su familia y embarcó en un vapor rumbo a Nueva York, donde pronto alquiló una pequeña herrería en Washington Street, en el corazón de un barrio sirio en pleno crecimiento.
Arbeely era un trabajador concienzudo, cuyos artículos destacaban incluso en el atiborrado mercado de Nueva York por su buena relación calidad-precio. Hacía vasos y platos, cacerolas y sartenes, utensilios del hogar, dedales y candelabros. De vez en cuando, algún vecino le llevaba algo para que lo arreglara: una cazuela abollada o una bisagra torcida, y él lo devolvía mejor que nuevo.
Aquel verano, Arbeely recibió una interesante petición. Una mujer llamada Maryam Faddoul llegó a la tienda con un frasco de cobre, viejo y magullado pero bastante bonito. Había pertenecido a la familia de Maryam desde siempre, según ella podía recordar: su madre lo usaba para el aceite de oliva y se lo dio cuando decidió partir hacia América. «Para que siempre tengas a tu lado un trozo de tu casa», le había dicho.
Junto con su marido Sayeed, Maryam había abierto una cafetería en Washington Street, la cual se convirtió rápidamente en un centro neurálgico del barrio. Una tarde, cuando atendía la ajetreada cocina, Maryam decidió que el frasco, al que seguía teniéndole cariño, ya estaba demasiado picado y desgastado. ¿Sería posible?, le preguntó a Arbeely, ¿reparar algunas de las muescas? ¿Y volver a pulirlo, de paso?
A solas en su tienda, Arbeely examinó el frasco. Medía unos doce centímetros de alto y tenía un cuerpo redondo y bulboso que se estrechaba para acabar en un cuello delgado. Su creador lo había decorado con una filigrana precisa y minuciosa. En vez del acostumbrado patrón repetitivo, los bucles y remolinos se enlazaban unos con otros aparentemente al azar, para luego fusionarse otra vez consigo mismos.
Arbeely dio varias vueltas al frasco, fascinado. Saltaba a la vista lo viejo que era, tal vez más de lo que Maryam o su madre imaginaban. El cobre ya casi no se usaba, pues resultaba muy blando. El latón y la hojalata eran mucho más duraderos y fáciles de trabajar. De hecho, teniendo en cuenta su antigüedad, el frasco no parecía tan maltrecho como quizá debería haber estado. Era imposible determinar su procedencia, pues debajo no llevaba el sello de ningún forjador ni otra clase de identificación.
Examinó las profundas muescas de la filigrana y vio que, si las corregía, se notarían demasiado las junturas entre el trabajo nuevo y el antiguo. Decidió que era mejor alisar el cobre, reparar el frasco y luego reelaborar el dibujo entero.
Envolvió la base con papel vitela fino, buscó un carboncillo y calcó la filigrana, procurando no dejarse ni una marca del punzón de su creador. Luego atornilló el frasco y fue a sacar del fuego el hierro de soldar más pequeño que tenía.
Cuando acercaba el hierro al frasco, una extraña premonición se apoderó de él. Los brazos y la espalda se le erizaron. Trémulo, volvió a dejar el hierro y respiró hondo. Pero ¿qué le pasaba? Era un día cálido y había tomado un desayuno copioso. Tenía salud y el negocio le iba bien. Sacudió la cabeza, agarró otra vez el hierro y lo llevó hacia la filigrana, entonces borró una de las vueltas.
Una potente sacudida lo lanzó disparado, como si le hubiera alcanzado un rayo. Voló por los aires y aterrizó sobre unos cacharros que tenía al lado de una mesa. Atónito y con un pitido en las orejas, se dio la vuelta y miró alrededor.
En el suelo de su tienda yacía un hombre desnudo.
Mientras Arbeely lo contemplaba anonadado, el hombre se irguió para sentarse y se presionó el rostro con las manos. Luego las dejó caer y observó, con ojos muy abiertos y ardientes. Tenía el mismo aspecto que si llevara años encadenado en la mazmorra más honda y más oscura y lo hubieran arrancado de allí de repente hacia la luz.
Se puso en pie tambaleándose. Era alto y bien proporcionado, de rasgos hermosos. Demasiado, de hecho; su perfección resultaba inquietante, como la de un cuadro viviente. Tenía el pelo oscuro y corto y no parecía consciente de su desnudez. En la muñeca derecha llevaba una ancha manilla de metal, y fue como si lo advirtiera al mismo tiempo que lo hizo Arbeely. Alzó el brazo y se la quedó mirando, horrorizado.
—Hierro —dijo. Y luego—: Pero es imposible.
Al fin, su mirada se posó en Arbeely, que seguía agazapado al lado de la mesa sin atreverse a respirar siquiera.
Con súbita y terrible elegancia, el hombre se abatió sobre Arbeely, lo agarró del cuello y lo levantó a pulso. El hojalatero no podía respirar. Buscó algún arma alrededor, la que fuese, y vio el hierro de soldar sobre un montón de trapos, todavía caliente. Alcanzó el mango y arremetió.
Un movimiento brusco y Arbeely volvió a encontrarse en el suelo, pero esta vez con el mango curvo del hierro presionándole el hueco de la garganta: el hombre, de rodillas sobre él, sostenía la herramienta por el lado candente y ni siquiera olía a carne chamuscada. Aquel hombre no se inmutaba. Mientras Arbeely contemplaba sin aliento su rostro excesivamente perfecto, notó que el frío mango se iba calentando en su garganta, cada vez más, como si el hombre lo calentara de algún modo.
«No puede ser, es imposible», pensó Arbeely.
—Dime dónde está el hechicero para que pueda matarlo —le dijo el hombre. Arbeely lo miró boquiabierto—. ¡Me confinó a esta forma humana! ¡Dime dónde está!
La cabeza del hojalatero discurría a toda velocidad. Bajó la vista hacia el hierro de soldar y recordó la premonición que tuvo justo antes de tocar con él el frasco.
Se acordó de los cuentos de su abuela sobre lámparas y frascos con criaturas atrapadas en su interior. No, qué ridiculez. Esas cosas no eran más que cuentos. Pero, entonces, la única alternativa era concluir que se había vuelto loco.
—Señor —murmuró—, ¿es usted un genio? —El hombre tensó la boca y su mirada mostró recelo. Pero no se rió de Arbeely ni lo tachó de chiflado—. Lo es. Dios santo, lo es. —Arbeely tragó saliva e hizo una mueca al tacto del hierro de soldar—. Por favor. No conozco a ese hechicero sea quien sea. De hecho, no sé si todavía queda alguno. —Se detuvo—. Es posible que lleve usted muchísimo tiempo dentro de ese frasco.
El hombre parecía estar asimilándolo. Poco a poco, el metal se alejó del cuello del hojalatero. El hombre se enderezó y dio media vuelta, como si viera el taller por primera vez. Por la ventana elevada les llegaban los ruidos de la calle: los carruajes de coches y los gritos de vendedores de periódicos. En el Hudson sonó la sirena de un vapor, grave y prolongada.
—¿Dónde estoy? —preguntó el hombre.
—En mi taller —contestó Arbeely—. En la ciudad de Nueva York. —Intentaba hablar con voz tranquila—. En un lugar llamado América.
El hombre se dirigió hasta el banco de trabajo y cogió uno de los largos y delgados hierros del hojalatero, que sostuvo mirándolo con aterrada fascinación.
—Es real —señaló—. Todo esto es real.
—Sí —respondió Arbeely—. Eso me temo.
Volvió a dejar el hierro. Era como si se estuviera preparando para lo peor.
—Muéstramelo —dijo al fin.
* * *
Descalzo y ataviado tan sólo con una camisa vieja y un mono de trabajo de Arbeely, el genio observaba la extensión de la bahía junto al pasamano de Castle Garden, en el extremo sur de Manhattan. Arbeely se mantenía a distancia, temeroso tal vez de acercarse demasiado. La ropa la habían sacado de una pila de harapos del taller; el mono tenía manchas de soldadura y las mangas de la camisa presentaban agujeros por quemaduras. Arbeely le había tenido que enseñar cómo abrocharse los botones.
El genio se apoyó en la barandilla, abrumado por las vistas. Era una criatura del desierto y jamás en su vida había estado tan cerca de tanta agua. Ésta lamía la piedra a sus pies y ahora subía, ahora descendía. Colores tenues flotaban en su superficie y el sol de la tarde se reflejaba, siempre cambiante, según se inclinaban las olas. Aún le costaba creer que no se tratara de algún diestro ilusionismo, concebido para aturdirlo. Esperaba que la ciudad y el agua se disolvieran en cualquier momento y los reemplazaran las mesetas y altiplanos que él conocía del desierto sirio, su hogar durante casi dos siglos. Sin embargo, los instantes se sucedían y el puerto de Nueva York permanecía tozudamente intacto. Se preguntó cómo había llegado a aquel lugar.
El desierto sirio no es ni el más duro ni el más árido de los desiertos árabes, pero, aun así, es un sitio inhóspito para aquellos que no conozcan sus secretos. Allí es donde nació el genio, en la época que más tarde los hombres llamarían siglo VII.
De los muchos tipos de genio (se trata de una especie altamente diversificada), éste pertenecía a uno de los más poderosos e inteligentes. Su verdadera forma era insustancial como una voluta de aire e invisible al ojo humano. Bajo esta forma era capaz de convocar a los vientos y cabalgar sobre ellos a través del desierto. Pero también podía adoptar la forma de cualquier animal y volverse tan sólido como si estuviera hecho de músculo y hueso. Entonces veía con los ojos de ese animal, sentía con la piel de ese animal… Pero su auténtica naturaleza siempre era la del genio, que es una criatura del fuego, del mismo modo que se dice de los humanos que son criaturas de la tierra. Y, como todos sus iguales, desde los repugnantes guls comedores de carne hasta los embaucadores efrit, nunca permanecía mucho tiempo bajo una misma forma.
Los genios tienden a ser criaturas solitarias, y el que nos ocupa lo era aún más que la mayoría. Cuando era más joven, participó en los caóticos rituales y en las escaramuzas aéreas de lo que en términos generales se podría denominar la sociedad de los genios. Si se producía una pequeña riña o un desaire, cientos de genios convocaban a los vientos y cabalgaban sobre ellos para luchar clan contra clan. Los gigantescos remolinos que provocaban llenaban el aire de arena, y los demás moradores del desierto se refugiaban en cuevas y a la sombra de peñascos, aguardando a que pasara la tormenta.
Pero, a medida que maduraba, el genio fue perdiendo el gusto por esas diversiones hasta que le dio por vagar a solas por el desierto. Curioso por naturaleza (aunque nada lograba captar su atención durante mucho tiempo), cabalgó los vientos, por el este hasta el desierto libio y por el oeste hasta las llanuras de Isfahán. Y al hacerlo, corrió más riesgos de lo razonable; incluso en el desierto más seco, podía caer un aguacero sin previo aviso, y un genio atrapado por la lluvia estaba en peligro mortal. Pues no importaba la forma que un genio pudiera asumir: humana, animal, su forma verdadera o ninguna en absoluto; no dejaba de ser una chispa de fuego viviente y fácilmente extinguible.
Pero, ya fuese cuestión de suerte o de destreza, el genio nunca se vio acorralado y erró por donde quiso. Esos viajes le brindaban la ocasión de buscar vetas de plata y oro, pues los genios son orfebres por naturaleza y éste era especialmente hábil. Podía convertir los metales en hebras finas como un cabello, o en láminas o en sogas enroscadas. El único metal que no podía tocar era el hierro; como todos los de su clase le tenía pavor, y se alejaba de las rocas veteadas de mena como un hombre se alejaría de una serpiente venenosa.
Es posible recorrer el desierto a lo largo y a lo ancho sin divisar a otra criatura inteligente. Pero los genios no eran nada solitarios, pues llevaban varios miles de años morando en vecindad con los humanos. Estaban los beduinos, esas tribus de pastores nómadas que basaban su arriesgada existencia en lo que el desierto les ofreciera. Y estaban también las ciudades de los extremos oriental y occidental, mayores cada año y que se enviaban caravanas unas a otras a través del desierto. Pero, aun siendo vecinos, tanto humanos como genios albergaban una profunda desconfianza mutua. El temor por parte de los primeros era quizás algo más marcado, ya que los genios contaban con la ventaja de la invisibilidad o la transformación. Algunos pozos y cuevas y pasajes rocosos se consideraban moradas de los genios, y poner el pie en ellos era buscarse la desgracia. Las beduinas prendían amuletos con cuentas de hierro a la ropa de sus pequeños, para evitar que algún genio intentara poseerlos o los intercambiara por otros. Decían los cuentacuentos humanos que antaño hubo hechiceros, hombres de una gran y peligrosa sabiduría, que aprendieron a dominar a los genios y los encerraban en lámparas o frascos. Dichos hechiceros, según los cuentacuentos, dejaron de existir hacía ya tiempo, y tan sólo quedaba una debilísima sombra de su antiguo poder.
Pero los genios tenían vidas muy largas (un genio podía vivir ocho o nueve veces más que un humano) y su recuerdo de los hechiceros aún no se había diluido en la leyenda. Los genios más viejos advertían en contra de los encuentros con humanos, a los que calificaban de intrigantes y traidores. La sabiduría perdida de los hechiceros, decían, se podía recuperar; más valía prevenir. De modo que las interacciones entre ambas razas se reducían básicamente a algún encuentro ocasional, provocado, en general, por genios menores como los guls o los efrits, incapaces de dejar de hacer travesuras.
De joven, nuestro genio escuchó las advertencias de los mayores y las respetó. En sus viajes evitaba a los beduinos y esquivaba las caravanas que avanzaban lentamente por el paisaje, con destino a los mercados de Siria y Jazira, Irak e Isfahán. Sin embargo, tal vez era inevitable que algún día, al otear el horizonte y divisar una columna de una treintena de hombres, con sus camellos cargados de artículos preciosos, se preguntara por qué no ir a investigar. Los genios de antaño habían sido unos incautos y unos temerarios al dejarse capturar, pero él no era así. No le haría ningún daño limitarse a observar.
Se acercó despacio a la caravana y se colocó detrás, a una distancia prudencial, ajustándose a su paso. Los hombres llevaban túnicas largas y holgadas con varias capas y cubiertas de la polvareda del viaje, y se tapaban la cabeza con telas a cuadros para protegerse del sol. El viento transportaba hasta el genio fragmentos de sus conversaciones, sobre cuánto faltaba para su próximo destino o si era probable que hubiera bandidos. Oyó el cansancio en sus voces y vio que la fatiga les encorvaba la espalda. ¡Ésos no eran hechiceros! De haber tenido algún poder habrían hecho magia para cruzar el desierto y evitarse aquel trayecto interminable.
Al cabo de unas horas, el sol fue descendiendo y la caravana se adentró en una zona del desierto poco conocida; el genio recuperó su prudencia y regresó a territorio seguro. Pero aquel asomarse al universo humano no hizo sino avivar su curiosidad, así que empezó a aguardar la llegada de caravanas y a seguirlas cada vez más a menudo, aunque siempre a distancia. Y es que, si se acercaba demasiado, los animales se ponían nerviosos y se asustaban y hasta los hombres lo percibirían como una corriente de aire a su espalda. De noche, cuando hacían parada en algún oasis o caravasar, el genio escuchaba sus charlas. A veces hablaban de las distancias que tenían que cubrir o de sus males, inquietudes y aflicciones. Otras veces hablaban de su infancia y de las fábulas que madres, tías y abuelas les contaban junto al fuego. Intercambiaban historias trilladas, proezas propias o de los guerreros de tiempos pasados, reyes, califas y visires. Y aunque todos se sabían de memoria esos relatos, nunca los contaban igual y discutían gustosamente sobre los detalles. Al genio le fascinaba de forma especial cualquier mención a su especie, como cuando contaban anécdotas de Solimán, aquel gobernador humano que, setecientos años atrás, sometió a los genios a la ley: el primer y último rey humano que hizo tal cosa.
El genio observó, escuchó y llegó a la conclusión de que eran una paradoja fascinante. ¿Qué llevaba a esas criaturas de vida breve a ser tan increíblemente autodestructivas, con sus viajes extenuantes y sus brutales batallas? ¿Y cómo, con apenas dieciocho o veinte años de edad, eran ya tan inteligentes y astutos? Hablaban de extraordinarios logros en ciudades como ash-Sham y al-Quds: mercados en expansión y mezquitas nuevas, los más maravillosos edificios que el mundo hubiera visto. Como buen genio, no le gustaba estar encerrado y nunca pretendió nada parecido; la mayoría de los hogares de los genios eran meros refugios contra la lluvia. Pero a éste le atrajo cada vez más la idea. Así que eligió una ubicación en un valle y, cuando no andaba persiguiendo caravanas, se dedicaba a construirse un palacio. Calentó y modeló las arenas del desierto para formar capas curvas de opaco vidrio verde azulado, con las que construyó paredes y escaleras, suelos y balcones. En torno a las paredes tejió una cenefa de plata y oro, de tal modo que el palacio parecía atrapado en una resplandeciente red. Se pasó meses haciendo y deshaciendo a su antojo, y dos veces lo destruyó de pura frustración. Incluso cuando ya parecía listo y habitable, el palacio nunca estaba realmente terminado. Algunas habitaciones quedaban abiertas al firmamento, pues sus techos fueron confiscados para hacer de suelo en alguna otra parte. La red de filigrana crecía cuando el genio se encontraba vetas de metal en las rocas del desierto, y casi desaparecía cuando la desvalijaba para embellecer toda una sala entera. El palacio, igual que él, normalmente era invisible a los demás seres; pero, en ocasiones, los hombres del desierto lo vislumbraban a lo lejos, cuando los últimos rayos del sol de la tarde caían sobre él y lo inflamaban. Entonces daban media vuelta y espoleaban a sus caballos, sin atreverse a volver la vista atrás hasta que habían recorrido muchos kilómetros y se hallaban a salvo junto a su hoguera.
Las sombras se alargaban en Castle Garden mientras el genio seguía sin poder apartar la vista del puerto. Una vez, cuando era bastante joven, se topó con un pequeño estanque en un oasis. Debido a su mocedad, todo le parecía un pretexto para poner a prueba sus limitaciones, por lo que adoptó la forma de un chacal, se metió en el estanque hasta las ancas y se quedó allí todo el tiempo que se atrevió, mientras el frío se le metía por las pezuñas y extremidades. Sólo cuando pensó que las piernas iban a ceder, volvió a salir de un salto. Era lo más cerca que había estado nunca de la muerte. Y se trataba sólo de un estanque muy pequeño.
Casi no le costaría nada encaramarse a la baranda y caerse o saltar. Un par de minutos de inmersión y se extinguiría.
Asqueado, apartó la vista. Vapores y remolcadores pasaban resoplando y dejaban tras de sí unas estelas que se iban propagando. En el horizonte, la luz decreciente resultaba una línea de tierra ondulada. En una isla, a media distancia, se alzaba una estatua enorme con forma de mujer, hecha de lo que parecía algún tipo de metal verdoso. Su tamaño era formidable; ¿cuántas rocas se habrían tenido que fundir y cuánto metal bruto se habría recogido para crearla? ¿Y cómo era posible que no atravesara el fino disco de tierra y se cayera al mar?
Según Arbeely, esa bahía era sólo una ínfima parte de un océano cuya amplitud desafiaba toda capacidad de abarcarlo. El genio habría sido incapaz de cruzarlo aun teniendo su forma natal; forma que, por otra parte, ya no podía adoptar: había examinado a conciencia la manilla buscándole algún punto débil, pero no lo tenía. Ancha pero delgada, se aferraba a la muñeca y llevaba un gozne en un costado. El sol poniente otorgaba un delicado lustre al cierre y su seguro, el cual, por más que tirase de él, no cedía. Y sabía, sin necesidad de intentarlo, que las herramientas de Arbeely tampoco lograrían nada.
Cerró los ojos y, por enésima vez, intentó cambiar de forma, rebelándose contra el sortilegio de la manilla. Pero parecía que nunca hubiera tenido tal habilidad. Y lo más asombroso era que no recordaba cómo había llegado eso a su muñeca.
Además de su longevidad, los genios estaban dotados de una memoria prodigiosa, casi eidética, y éste no era una excepción. La capacidad de rememoración de un humano le hubiera parecido un simple y equívoco ensamblaje de imágenes. Pero una densa bruma en su mente le ocultaba los días (¿semanas?, ¿tal vez más?) que precedieron a la captura, y el fatal acontecimiento en sí mismo.
Su último recuerdo claro era de cuando regresó al palacio después de seguir a una caravana especialmente larga, con casi un centenar de hombres y trescientos camellos. Los había seguido hacia el este durante dos días, escuchando sus conversaciones y conociéndolos poco a poco como individuos. Había un jinete de camellos, un hombre anciano y flaco, que solía cantar para sí. Sus canciones hablaban de aguerridos beduinos en veloces caballos y de las virtuosas mujeres que los amaban. Pero la voz de aquel hombre transmitía tristeza aun cuando las palabras que decía no lo hacían. Dos guardas habían mencionado una nueva mezquita, en la ciudad de ash-Sham, a la que llamaron Gran Mezquita; al parecer, era un edificio inmenso de belleza impresionante. Otro joven guarda estaba a punto de casarse y sus compañeros se reían a su costa diciéndole que no se preocupara, que ellos se esconderían junto a la puerta de su tienda en la noche de bodas para chivarle lo que tenía que hacer. El joven replicó preguntando por qué iba tener que hacerles caso a ellos en materia de mujeres, a lo que sus martirizadores respondieron con fantásticos relatos de sus propias proezas sexuales, que desataron las carcajadas de toda la compañía.
Los había seguido hasta que, al fin, divisó en el horizonte una línea de color verde a ras de suelo: era el Guta, el oasis que alimentaba el río que bordeaba ash-Sham. A regañadientes, aminoró el paso y se quedó mirando hasta que la caravana se redujo a una fina tajada en el horizonte, una punta de espada penetrando en el Guta. Aquel cinturón verde podía parecer benigno, pero ni nuestro genio era tan imprudente para aventurarse en él. Era un genio del desierto, y en los exuberantes campos del Guta se encontraría fuera de su elemento. Se decía que allí había criaturas que no veían con buenos ojos a los caprichosos genios, a los que desviaban hacia el río y mantenían sumergidos hasta que se extinguían. Por una vez, optó por ser precavido y volver a casa.
El trayecto de vuelta fue largo y, cuando llegó a su palacio, una extraña sensación de soledad había hecho mella en él. Quizá tuviera que ver con la caravana, a cuyas conversaciones, canciones y relatos se había ido acostumbrando. Sin embargo, no participó en ellos, sino que sólo escuchó a escondidas. Quizás hiciera demasiado tiempo que no se relacionaba con los de su especie. Decidió que dejaría de perseguir caravanas, que iría a donde habitaba su clan y que se quedaría un tiempo con ellos. Quizás hasta se buscara una compañera femenina, una genio que deseara sus atenciones. Llegó a su palacio cuando el sol se ponía, mientras hacía planes para irse de nuevo por la mañana. Aquí terminaban sus recuerdos.
Después de eso, sólo dos imágenes traspasaban la bruma. En la primera, unas nudosas y morenas manos de hombre le cerraban la manilla alrededor de la muñeca; esta imagen iba acompañada de una impresión de frío mordaz y miedo insondable, la reacción natural de un genio al hierro, pero ¿por qué no lo sentía ahora?, se preguntaba. Y luego estaba la otra imagen: un hombre con máscara de cuero, labios agrietados y sonrisa apretada, y unos ojos amarillentos y saltones que se regocijaban en la victoria. «El hechicero», le indicó su memoria. Pero nada más; al siguiente instante se encontraba tirado, desnudo, en el suelo del taller de Arbeely. Salvo que no había transcurrido un instante; por lo visto, se había pasado más de mil años atrapado en ese frasco.
Fue Arbeely quien calculó esa cifra mientras buscaba alguna prenda para su desnudo invitado. Le había pedido al genio que se esforzara por recordar cualquier cosa del mundo de los hombres, algo que les orientara respecto al año de su captura. Tras unos cuantos intentos fallidos, el genio se acordó de que los guardas de la caravana hablaron de la Gran Mezquita, el nuevo edificio de ash-Sham.
—Dijeron que dentro de la mezquita había la cabeza de un hombre, pero no su cuerpo. No lo entendí. A lo mejor lo oí mal.
Pero Arbeely le aseguró que había oído bien; la cabeza pertenecía a un hombre llamado Juan Bautista y el edificio se conocía ahora como Mezquita de los Omeyas, la cual se alzaba en la ciudad de ash-Sham desde hacía más de mil años.
No parecía posible. ¿Cómo pudo estar atrapado tanto tiempo? Raro era el genio que vivía más de ochocientos años, y él rozaba los doscientos cuando empezó a perseguir caravanas. Y no sólo continuaba vivo, sino que no se sentía más viejo que entonces. Era como si el frasco, además de contener su cuerpo, hubiera detenido el tiempo para él. Supuso que, de ese modo, un hechicero podía seguir disponiendo de su cautivo el mayor tiempo posible.
El frasco descansaba ahora en un estante de la tienda de Arbeely y, al igual que la manilla, no ofrecía ninguna pista sobre su creador. El hojalatero le había mostrado el dibujo, parcialmente borrado, en torno a la base (al parecer, algún tipo de tapón mágico que lo había mantenido encerrado en el interior). «Pero ¿cómo cabías ahí dentro con el aceite de oliva?», le había preguntado Arbeely; enigma que al genio le interesaba mucho menos que cómo se pudo dejar atrapar y confinar a forma humana, para empezar. Tal vez el hechicero lo siguiera hasta las moradas de los de su especie o pusiera algún tipo de trampa. Se preguntaba si lo habría tratado como a uno de los esclavos de Solimán, obligándole a construir palacios de recreo y a masacrar enemigos bajo sus órdenes. O quizá simplemente lo dejó de lado, como a una tentadora baratija que, una vez conseguida, pierde su atractivo.
Por supuesto, a estas alturas el hechicero ya habría muerto. Los hechiceros legendarios habían sido realmente poderosos, pero aun así mortales. El hombre de ojos amarillos se había convertido en polvo hacía tiempo. Y fuese cual fuese el maleficio que lanzó al genio, su muerte no lo había roto. Una idea espantosa se le fue imponiendo: que quizá se quedaría así para siempre.
No. Rechazó ese pensamiento. No se daría por vencido con tanta facilidad.
Miró la barandilla de hierro y de pronto la agarró con ambas manos, concentrado. Estuvo a punto de desistir, pues, por lo visto, el confinamiento en el frasco había echado a perder su fortaleza; con todo, al cabo de un rato, el metal empezó a ponerse de un rojo incandescente. Apretó aún más y se soltó, y dejó la huella de la presión de sus dedos en la barandilla. No, no había perdido facultades. Todavía era un genio, y de los más poderosos de su clase. Además, siempre existía un camino.
Empezaba a temblar, pero hizo caso omiso. Se dio la vuelta y contempló la ciudad que se alzaba al borde del agua; los enormes edificios cuadrados casi tocaban el cielo, con paneles de cristal perfectos que cubrían las ventanas. Por muy fantásticas que parecieran las ciudades como ash-Sham o al-Quds según los relatos de los hombres de las caravanas, seguro que no eran ni la mitad de prodigiosas y terribles que esa tal Nueva York. Si tenía que verse confinado a una tierra desconocida, rodeada de un océano mortífero y sujeto a una forma imperfecta y débil, al menos que fuera en algún sitio digno de ser explorado.
Arbeely permanecía a cierta distancia, observando cómo menguaba la incandescencia de la barandilla de hierro bajo las manos del genio. Aún se le antojaba imposible que aquello pudiera estar ocurriendo mientras el resto de la ciudad seguía con sus cosas, inmutable y ajena. Sentía deseos de agarrar al primer transeúnte que pasara y gritar: «¡Mire a ese hombre! ¡No es realmente un hombre! ¡Mire qué le ha hecho a la barandilla!». Pensó que no sería un mal método para que lo ingresaran directamente en el manicomio.
Miró la bahía tratando de verla con los ojos del genio. Se preguntó cómo se sentiría él si un día despertara y viera que habían transcurrido más de mil años. Bastaría con eso para volver loco a cualquiera. Pero el genio se limitaba a permanecer tenso y sombrío, con la mirada clavada en el agua. No tenía aspecto de estar a punto de perder la cabeza. La ropa sucia y demasiado pequeña que llevaba puesta desentonaba absurdamente con su silueta y sus rasgos, y pendía de él como con una disculpa. Le dio la espalda al agua y miró los edificios que se aglomeraban junto al parque. Fue entonces cuando Arbeely se percató de que el genio temblaba de la cabeza a los pies. Entonces se alejó un paso de la barandilla, las rodillas le flaquearon y se desplomó.
Arbeely se abalanzó y lo interceptó antes de que se golpeara contra el suelo, y lo ayudó a ponerse en pie otra vez.
—¿Estás enfermo?
—No —musitó el genio—. Tengo frío.
De regreso al taller, Arbeely iba aguantando, por no decir que lo llevaba a cuestas, a su nuevo compañero. Una vez dentro, el genio tropezó con la fragua, perdió el equilibrio y se apoyó en el lado que quemaba. El mono que le habían prestado ardió al entrar en contacto con el metal, pero él ni siquiera pareció advertirlo. Cerró los ojos. Al cabo de un rato dejó de temblar; Arbeely supuso que se había dormido.
El hojalatero suspiró y miró alrededor. El frasco de cobre aguardaba en el estante, pero de momento no quería pensar en él. Necesitaba mantener la mente ocupada en algo sencillo, algo tranquilo que lo calmara. Encontró una tetera con el fondo agujereado que había llevado el propietario de un restaurante de la zona. Perfecto, una tetera la reparaba hasta con los ojos cerrados. Cogió un pedazo de lámina de estaño, lo calentó junto con la tetera y se puso manos a la obra.
De vez en cuando echaba una ojeada a su invitado, intrigado por lo que fuese a ocurrir cuando se despertara. Incluso silente e inmóvil, el genio poseía un aura extraña, como si no fuese del todo real o, al contrario, fuese lo único real de toda la estancia. Arbeely supuso que los demás también lo percibirían, pero dudaba de que llegaran a adivinar el porqué. Las jóvenes madres de Little Syria todavía ataban cuentas de hierro a las muñecas de sus bebés, entre otras medidas para espantar el mal de ojo; pero más por tradición y vanas supersticiones que por temores verdaderos. En este nuevo mundo quedaban muy lejos los relatos de sus abuelas…, o, al menos, eso creían.
No pocas veces había deseado contar con un confidente, alguien con quien compartir hasta los más horribles secretos. Pero, en aquella comunidad tan cerrada, Boutros Arbeely era una especie de excluido, un ermitaño incluso, que sobre todo estaba a gusto trabajando en su fragua. Se le daba fatal lo de hablar por hablar y, en los banquetes de boda, era fácil verle solo en una mesa, estudiando el grabado de la cubertería. Los vecinos lo saludaban con afecto por la calle, pero nunca se paraban a hablar demasiado. Tenía muchos conocidos y muy pocos amigos.
Y no era distinto cuando vivía en Zahleh. En una familia de mujeres, fue el varón callado y soñador. Descubrió la herrería por una feliz casualidad; un día que lo habían mandado a hacer un recado, se detuvo ante una fragua y, fascinado, observó cómo un hombre sudoroso convertía una hoja de metal en un cubo a base de martillazos. Aquella transformación lo cautivó: de inútil a útil; de nada a algo. Volvió allí a mirar una y otra vez hasta que el herrero, harto de que lo vigilaran, le propuso al chico que entrara de aprendiz. Y así fue como la herrería pasó a llenar la vida de Arbeely hasta casi relegar todo lo demás. Y aunque vagamente suponía que algún día iba a encontrar una esposa y fundar una familia, se conformaba con las cosas tal como estaban.
Sin embargo, viendo ahora la silueta postrada de su invitado, sintió la premonición de un cambio drástico. Como cuando, a los siete años, oyó un día por la ventana abierta el lamento agudo de su madre al enterarse de la muerte de su esposo, asesinado por unos bandidos en la carretera hacia Beirut. Igual que entonces, sentía ahora que las riendas de su vida se desparramaban y se recomponían ante el nuevo y abrumador hecho que acababa de imponerse entre ellos.
—¿Qué estás haciendo?
Arbeely se sobresaltó. El genio no se había movido, pero tenía los ojos abiertos; el otro se preguntó cuánto hacía que lo observaba.
—Remiendo una tetera —contestó—. Su propietario la ha dejado demasiado tiempo en los fogones.
El genio inclinó la cabeza señalando el objeto.
—¿Y de qué metal es?
—Lleva dos —le explicó Arbeely—, acero con baño de hojalata. —Cogió un fragmento de encima de la mesa y se lo acercó, entonces le mostró las capas con la uña—. Hojalata, acero, hojalata; ¿ves? La hojalata es demasiado blanda para utilizarla sola, mientras que el acero tiene el problema de que se oxida. Pero así, juntos, son muy fuertes y versátiles.
—Ya veo. Ingenioso. —Se enderezó y tendió la mano hacia la tetera—. ¿Puedo? —Arbeely le dio el objeto y el genio lo estudió, dándole vueltas con las manos, que ya no le temblaban—. Supongo que la dificultad está en afinar los bordes del remiendo sin dejar el acero expuesto.
—Ni más ni menos —se sorprendió Arbeely.
El genio posó la mano sobre el remiendo. Al poco, se puso a frotarlo suavemente por los bordes. Arbeely, boquiabierto, vio cómo desaparecía el contorno. El genio le devolvió la tetera como si allí nunca hubiera habido un agujero.
—Tengo una propuesta que hacerte —le dijo el genio.
* * *
En el desierto, las lluvias primaverales pueden caer de repente. La mañana después de que el genio regresara de seguir a la caravana hasta el Guta, el cielo se encapotó y liberó, primero, una lluvia ligera, y luego un respetable aguacero. Por los lechos secos de los ríos y de los barrancos empezó a correr el agua. El genio observó cómo la lluvia regaba las paredes y las almenas de su palacio, irritado por el inconveniente: había pensado irse a vivir entre los de su especie; ahora tendría que esperar.
De modo que recorrió sus pasillos de cristal, examinando las artesanías de metal y haciendo algún que otro cambio aquí y allá para pasar el rato. Sus pensamientos volvieron a los hombres de la caravana, sus conversaciones y sus bromas. Se acordó de las canciones del anciano sobre los beduinos y se preguntó si los hombres de los que hablaba fueron en verdad tan valientes, y las mujeres tan hermosas. ¿O acaso eran leyendas inventadas, cuyos detalles se alteraban y exageraban con el correr del tiempo?
Las lluvias cayeron intermitentes durante tres días, tres días de exasperante encierro. De haber podido salir y correr a los confines de la tierra, su creciente obsesión con el universo de los hombres podría haberse disipado y el genio se habría ido a las moradas de los genios de su juventud, según lo planeado. Pero una vez exprimidas las nubes, cuando el genio salió al fin a aquel nuevo y renovado paisaje, vio que su idea de volver junto a su gente se había disipado con la lluvia.