La vida de la golem comenzó en la bodega de un barco de vapor. Corría el año 1899 y el barco en cuestión era el Baltika, que hacía la travesía de Danzig a Nueva York. El amo de la golem, un hombre llamado Otto Rotfeld, la había embarcado oculta en una caja y la había escondido entre su equipaje.
Rotfeld era un judío prusiano de Konin, una bulliciosa localidad al sur de Danzig. Hijo único de un próspero fabricante de muebles, había heredado el negocio familiar antes de lo esperado, tras la muerte prematura de sus padres por escarlatina. Pero Rotfeld era un irresponsable arrogante, carente de todo sentido común; antes de que transcurrieran cinco años, el negocio ya se había ido al garete.
Rotfeld se alzó sobre las ruinas y evaluó la situación. Tenía treinta y tres años. Quería una esposa y marcharse a América.
Lo de la esposa era lo más complicado; dejando de lado su talante soberbio, Rotfeld era desgarbado y feo y tendía a mostrar una expresión lasciva. A las mujeres no les apetecía quedarse a solas con él. Unas cuantas casamenteras lo rondaron cuando acababa de heredar, pero sus feligresas pertenecían a familias inferiores y él las rechazó. Cuando quedó a la vista de todos cómo llevaba los negocios, las ofertas desaparecieron por completo.
Rotfeld era arrogante, pero también se sentía solo. No había tenido ningún amor verdadero, y al cruzarse por la calle con damas respetables, podía ver la aversión en sus miradas. Así que la idea de ir a visitar al viejo Yehudah Schaalman no tardó demasiado en ocurrírsele.
Se decían muchas cosas de Schaalman, cada una ligeramente distinta de la otra: que era un rabino caído en desgracia y expulsado de su congregación, que lo había poseído un dibuk que le otorgó poderes sobrenaturales y hasta que tenía más de cien años y se acostaba con diablos femeninos. Pero todas las historias coincidían en esto: a Schaalman le gustaba aventurarse en artes cabalísticas de lo más peligrosas, y estaba dispuesto a ofrecer sus servicios si le pagaban. Mujeres estériles habían acudido a él a altas horas de la noche y habían concebido poco después. Y muchachas ignorantes y necesitadas de afecto masculino le compraban a Schaalman bolsitas de polvos que luego echaban en la cerveza de sus amados. Pero Rotfeld no deseaba hechizos ni pociones de amor; él tenía en mente algo distinto.
Fue a la destartalada choza del viejo, en las profundidades del bosque que lindaba con Konin. El camino que llevaba hasta la puerta era un sendero medio desdibujado. De la chimenea salía un humo grasiento y amarillo, único signo de que la choza estaba habitada. Las paredes se encorvaban hacia un barranco que había cerca y por el que goteaba un arroyo.
Rotfeld llamó y esperó. A los pocos minutos oyó unos pasos que se arrastraban. La puerta se abrió un palmo y mostró a un hombre de, tal vez, unos setenta años. Calvo, excepto por un cerquillo. Sus mejillas presentaban unas profundas arrugas por encima de su enmarañada barba. Miró con dureza a Rotfeld, como retándole a hablar.
—¿Es usted Schaalman? —preguntó éste. No hubo más respuesta que la mirada. Rotfeld, nervioso, se aclaró la garganta—. Quiero que me haga un golem que pueda pasar por humano —dijo—. Y lo quiero femenino.
Aquello rompió el silencio del viejo, que soltó una risa estentórea.
—Muchacho, ¿tú sabes qué es un golem?
—Una persona hecha de arcilla —señaló el otro, vacilante.
—Falso. Es una bestia de carga. Un esclavo torpe y sin cerebro. Los golem se construyen para conseguir protección y fuerza bruta, no para los placeres de la cama.
Rotfeld se ruborizó.
—¿Me está diciendo que no puede hacerlo?
—Te digo que es una idea ridícula. Crear un golem que se pueda hacer pasar por humano es casi imposible. Para empezar, necesitaría cierto grado de autoconciencia, aunque sólo fuese para conversar. Por no hablar del cuerpo en sí, con articulaciones realistas, musculatura…
El viejo fue bajando el tono de voz con la mirada perdida más allá de su visitante; era como si estuviera sopesando algo. De pronto, le dio la espalda a Rotfeld y desapareció en la penumbra de la choza. Por la puerta abierta, éste pudo verle rebuscar cuidadosamente en una pila de papeles. Entonces alcanzó un libro antiguo encuadernado en piel y lo recorrió con el pulgar. Después de bajar el dedo por una página, escudriñó algo que había allí escrito. Alzó la vista hacia Rotfeld.
—Vuelve mañana —dijo.
Según lo acordado, Rotfeld llamó otra vez al día siguiente y, en esta ocasión, Schaalman abrió la puerta sin demora.
—¿Cuánto puedes pagar? —preguntó.
—¿Entonces puede hacerse?
—Responde a mi pregunta. Una cosa determinará la otra.
Rotfeld dijo una cifra; el otro contestó resoplando.
—Eso más la mitad, como mínimo.
—¡Pero apenas me quedará nada!
—Considéralo una ganga —dijo Schaalman—. ¿Acaso no está escrito que una mujer virtuosa vale más que los rubíes? Y su virtud estará garantizada… —rió entre dientes.
Rotfeld le llevó el dinero tres días más tarde en una voluminosa cartera. En el borde del barranco que había al lado se veía la tierra removida y que habían extraído un trozo de la longitud de un hombre. Una pala manchada de tierra descansaba contra la pared.
Schaalman abrió la puerta con expresión distraída, como si lo hubieran interrumpido en un momento crucial. Restos de fango se le pegaban a la ropa y le embadurnaban la barba. Al ver la cartera se la quitó a Rotfeld de las manos.
—Bien —dijo—. Vuelve en una semana.
La puerta se cerró de golpe, no sin que Rotfeld vislumbrara algo en el interior de la choza: una figura oscura tendida a pedazos sobre la mesa; con un tronco esbelto, unas toscas extremidades y una mano curvada.
* * *
—¿Qué prefieres en una mujer? —preguntó Schaalman.
Era la semana siguiente y, esta vez, a Rotfeld le fue permitida la entrada. Presidía la choza la mesa que él ya había vislumbrado hacía días, y no pudo evitar lanzar vistazos a lo que había encima: un bulto con forma humana envuelto en una sábana.
—¿Cómo que qué prefiero?
—Estoy creando una mujer para ti; he imaginado que tendrías algo que decir.
Rotfeld frunció el ceño.
—Una figura atractiva, supongo.
—No, los rasgos físicos todavía no. Su carácter. Su personalidad.
—¿Puede hacer eso?
—Sí, me parece que sí —afirmó el viejo con orgullo—. Al menos la puedo orientar hacia una naturaleza determinada.
Rotfeld se esforzó.
—Quiero que sea obediente.
—Obediente ya lo será —señaló Schaalman con impaciencia—. Se trata de un golem: un esclavo de tu voluntad. Cumplirá lo que le ordenes. Ni siquiera deseará otra cosa.
—Bien —aprobó Rotfeld.
Pero estaba perplejo. Dejando de lado aspecto y obediencia, no sabía muy bien qué otra cosa quería. Estuvo a punto de decirle a Schaalman que hiciera lo que mejor le pareciera, pero entonces, en un arrebato, se acordó de su hermana pequeña, la única muchacha a la que había conocido de verdad. Rebosante de curiosidad, fue un incordio para su madre, que no soportaba tenerla siempre pegada a su falda y preguntándole cosas. En uno de los pocos actos generosos de su vida, el pequeño Otto la acogió bajo su tutela. Juntos se pasaban tardes enteras recorriendo los bosques, y él respondía a las preguntas de su hermana sobre cualquier cosa. Cuando ella murió a los doce años, ahogada en un río una tarde de verano, Otto perdió a la única persona de su vida que le había importado.
—Dele curiosidad —le ordenó a Schaalman—. E inteligencia. No soporto a las mujeres tontas. Ah —continuó, pues la inspiración le animó en su tarea—, y que sea correcta, no lasciva… La esposa de un caballero.
El viejo enarcó las cejas. Había esperado que su cliente le pidiera ternura maternal o un intenso apetito sexual, o ambas cosas; tantos años elaborando hechizos de amor le habían enseñado qué creían desear en una mujer los hombres como Rotfeld. Pero ¿curiosidad? ¿Inteligencia? Se preguntó si el muchacho sabía lo que le estaba pidiendo. Pero se limitó a sonreír y separar las manos.
—Lo intentaré —dijo—. Es posible que el resultado no sea tan preciso como deseas. La arcilla es arcilla y nada más. —Su rostro se ensombreció—. Pero recuerda esto: una criatura sólo puede alterarse hasta cierto punto a partir de su naturaleza fundamental. Continuará siendo un golem. Tendrá la fuerza de doce hombres. Te protegerá sin pensárselo y dañará a otros para conseguirlo. No ha existido ningún golem que no haya acabado desbocado. Debes estar preparado para destruirla.
* * *
La operación finalizó la noche antes de que Rotfeld se dirigiera a los muelles de Danzig. Fue por última vez a casa de Schaalman conduciendo un carro cargado con un gran cajón de madera, un modesto vestido marrón y un par de zapatos de mujer.
Schaalman tenía aspecto de no haber dormido desde hacía tiempo. Sus ojos eran unas manchas oscuras y estaba pálido, como si le hubieran exprimido la energía vital. Encendió una lámpara que colgaba sobre la mesa de trabajo y, por primera vez, Rotfeld vio bien al objeto de su deseo.
Era alta, casi tanto como el propio Rotfeld, y bien proporcionada: torso largo, pechos pequeños pero firmes y cintura enérgica. Las caderas quizás eran algo cuadradas, pero en ella aquello parecía adecuado, incluso atrayente. A la tenue luz, el joven espió la sombra oscura entre sus piernas, pero apartó la vista como si no tuviera interés, consciente de la mirada burlona de Schaalman y del pulso de su propia sangre.
El rostro era ancho y con forma de corazón y los ojos estaban muy separados. Los tenía cerrados, por lo que no pudo saber su color. La nariz, pequeña, se curvaba hacia abajo en la punta, sobre unos labios gruesos. Su pelo era castaño y levemente ondulado y lo llevaba por encima de los hombros.
Inseguro, sin creérselo apenas, Rotfeld posó una mano en aquel hombro fresco.
—Tiene aspecto de piel. Y tacto de piel.
—Es arcilla —señaló el viejo.
—¿Cómo lo ha hecho? —El otro se limitó a sonreír, sin decir nada—. ¿Y el pelo y los ojos? ¿Y las uñas? ¿También son de arcilla?
—No, todo eso es más bien real —respondió Schaalman con aire inocente.
Rotfeld, acordándose de cuando le había entregado la cartera con el dinero, se preguntó qué clase de provisiones habría necesitado el viejo. Se estremeció y decidió no volver a pensar en ello.
Vistieron a la mujer de arcilla y, con cuidado, levantaron su pesado cuerpo para meterlo en el cajón. El pelo le quedó sobre la cara al colocarla y Rotfeld aguardó a que el viejo le diera la espalda para volver a ponérselo bien.
Schaalman buscó un trozo de papel en el que escribió las dos órdenes necesarias: una para darle la vida y otra para destruirla. Lo dobló dos veces y lo metió en un sobre impermeable, en el que escribió ÓRDENES PARA LA GOLEM antes de entregárselo a Rotfeld. Su cliente estaba ansioso por despertarla, pero el viejo no era partidario.
—Puede llevarle un tiempo orientarse —explicó—. Y en el barco habrá demasiada gente. Si alguien se diera cuenta de lo que es, os arrojarían a ambos por la borda.
Rotfeld, a regañadientes, accedió a esperar hasta que llegasen a América y la precintaron, fijando la tapa del cajón con clavos.
El viejo sirvió un dedo de licor para cada uno de una botella polvorienta.
—Por tu golem —dijo alzando su vaso.
—Por mi golem —repitió Rotfeld antes de apurar el suyo.
Fue un momento glorioso, tan sólo empañado por un persistente dolor de estómago. Siempre había tenido la salud delicada y los nervios de las últimas semanas le estaban afectando a la digestión. Pero no hizo caso de su estómago y ayudó al viejo a meter el cajón en el carro y luego se puso a las riendas del caballo. Schaalman se quedó despidiéndose de Rotfeld, que le daba la espalda, como si viera partir a una pareja de recién casados.
—¡Espero que disfrutes de ella! —gritó; su voz resonó como un cacareo entre los árboles.
* * *
El barco zarpó de Danzig e hizo escala en Hamburgo sin incidentes. Dos noches después, Rotfeld yacía en su estrecho camastro, con el sobre de las ÓRDENES PARA LA GOLEM metido en el bolsillo. Se sentía como un niño al que le dan un regalo junto con instrucciones de que no lo abra. Poder dormir un poco le habría facilitado las cosas, pero el dolor de estómago había derivado en una insufrible hinchazón en el costado derecho de su abdomen. Se sentía un poco febril. Le llegaban de todos lados las cacofonías del entrepuente: un centenar de ronquidos variados, sollozos entrecortados de bebés y alguna que otra arcada cuando el barco se mecía con el oleaje.
Se dio la vuelta, retorciéndose de dolor, y reflexionó: seguro que el consejo del viejo Schaalman era exageradamente cauto. Si la golem era tan obediente como él le había prometido, no había ningún mal en despertarla, sólo para ver qué pasaba. Después podía ordenarle que se quedara en el cajón hasta que llegasen a América.
Pero ¿y si no funcionaba como era debido? ¿Y si ni siquiera se despertaba, sino que se quedaba ahí tumbada como un trozo de arcilla con forma de mujer? Por primera vez se le ocurrió que no tenía pruebas de que Schaalman pudiera hacer lo que decía. Aterrado, recuperó el sobre de su bolsillo y sacó de dentro el pedazo de papel. ¡Tonterías, palabras sin sentido, un puñado de letras en hebreo! ¡Qué idiota había sido!
Pasó las piernas por el borde del camastro y descolgó una lámpara de queroseno. Apretándose el costado con una mano, corrió por el laberinto de camastros hasta la escalera que bajaba a la bodega.
Tardó casi dos horas en encontrar su cajón, dos horas abriéndose paso entre pilas de maletas y cajas atadas con cordel. El estómago le ardía y frías gotas de sudor se le metían en los ojos. Al fin apartó una alfombra enrollada y ahí estaba, su cajón, y en él, su prometida.
Encontró una palanca y con ella desclavó la tapa y la levantó. El corazón le palpitaba cuando se sacó el papel del bolsillo y, con cuidado, pronunció en voz alta la orden designada «Para despertar a la golem».
Contuvo el aliento y aguardó.
* * *
Poco a poco, la golem cobró vida.
Primero se le despertaron los sentidos. Notó la madera áspera bajo las yemas de sus dedos y el aire húmedo y frío en su piel. Percibió el movimiento del barco. Sintió el olor a moho y a agua salobre.
Se despertó un poco más y fue consciente de que tenía un cuerpo. Las yemas de los dedos que notaban la madera eran las suyas. La piel que el aire refrescaba era su piel. Movió un dedo, para ver si podía.
Oyó a un hombre cerca, respirando. Supo su nombre y también quién era. Era su amo, su razón de ser; ella, su golem, ligada a su voluntad. Y, ahora mismo, él deseaba que abriera los ojos.
La golem abrió los ojos.
Su amo estaba de rodillas a su lado, en la penumbra, con la cara y el pelo empapados en sudor. Con una mano se sostenía en el borde del cajón; la otra la tenía presionada sobre el estómago.
—Hola —murmuró Rotfeld. Una timidez absurda le tensaba la voz—. ¿Sabes quién soy?
—Eres mi amo. Te llamas Otto Rotfeld. —La voz de ella era clara y natural, si bien un poco grave.
—En efecto —contestó, como si le hablara a un niño—. ¿Y sabes quién eres tú?
—Una golem. —Guardó silencio, pensativa—. No tengo nombre.
—Aún no —admitió Rotfeld con una sonrisa—. Habrá que buscarte uno.
De pronto, hizo una mueca. La golem no tuvo que preguntar el motivo, ya que también podía sentirlo: un dolor amortiguado, como un eco del de Rotfeld.
—Sufres —dijo, preocupada.
—No es nada —replicó él—. Siéntate.
Ella se sentó en el cajón y miró alrededor. La lámpara de queroseno proyectaba una débil luz que se deslizaba con el balanceo del barco. Largas sombras se estiraban y replegaban sobre las montañas de maletas y cajas.
—¿Dónde estamos? —quiso saber.
—En un barco, cruzando el océano. Rumbo a América. Pero ten cuidado, hay mucha gente a bordo y se asustarían si supieran quién eres. A lo mejor hasta te harían daño. Tienes que quedarte aquí muy quieta hasta que lleguemos a puerto.
El barco escoró bruscamente y la golem se agarró a los bordes del cajón.
—No pasa nada —murmuró Rotfeld, que alzó una mano temblorosa para acariciarle el pelo—. Aquí estás a salvo, conmigo. Mi golem.
De pronto jadeó, agachó la cabeza hacia el suelo y se puso a vomitar. La golem lo observaba con desazón.
—Cada vez te duele más —dijo.
Rotfeld tosió y se secó la boca con el dorso de la mano.
—Ya te he dicho que no es nada —insistió él. Trató de erguirse, pero se tambaleó y cayó de rodillas. El pánico se apoderó de él cuando empezó a comprender que algo iba realmente mal—. Ayúdame —murmuró.
La orden atravesó a la golem como una flecha. Rápidamente se levantó, se inclinó sobre Rotfeld y lo alzó como si pesara igual que un niño. Con su amo en brazos, avanzó por entre las cajas hacia la estrecha escalera y salió de la bodega.
* * *
En la parte de popa de tercera clase se armó un alboroto que se extendió por toda la cubierta y despertó a los durmientes, que gruñeron y se dieron la vuelta en sus camastros. Una multitud empezó a agolparse en torno a un catre cerca de una escotilla, donde un hombre se había desplomado; a la luz de las linternas, tenía la cara gris. Un grito se abrió camino por todas las filas de pasajeros: ¿Hay algún médico por aquí?
Pronto apareció uno, en pijama y con abrigo. El gentío le abrió paso para que pudiera llegar al catre. De pie junto al enfermo había una mujer alta y vestida de marrón que, con ojos muy abiertos, miraba cómo el médico palpaba el abdomen de Rotfeld, el cual reaccionó con un grito breve.
La golem se abalanzó y le agarró la mano al médico, que se apartó, estupefacto.
—No pasa nada —susurró el hombre del catre—. Es médico. Está aquí para ayudar. —Alzó el brazo para poder apretar la mano de la mujer.
El médico volvió a palpar con cautela el abdomen de Rotfeld, sin apartar la vista de ella.
—Es el apéndice —anunció—. Hay que llevárselo al cirujano, deprisa.
El médico cogió a Rotfeld de un brazo y lo ayudó a ponerse en pie. Otros acudieron en su ayuda y, juntos, el grupo de hombres pasó por la escotilla, con un Rotfeld delirante que pendía en el centro. La mujer les pisaba los talones.
* * *
Al cirujano del barco no le gustó que lo despertaran en mitad de la noche, sobre todo para abrir a un palurdo de tercera clase. Una ojeada al hombre que se retorcía sin fuerzas en su mesa de operaciones le bastó para preguntarse si la molestia valdría la pena; a juzgar por el avanzado estado de la apendicitis y la fiebre alta, el apéndice ya debía de haber reventado y comenzado a emponzoñar el vientre del enfermo. Era posible que el mero hecho de operarlo acabase con él. Después de entregar el bulto, los desconocidos que habían trasladado al enfermo se fueron por la escotilla, intentando mantener el equilibrio y sin pronunciar una sola palabra en inglés.
En fin, qué remedio; tendría que operar. Mandó llamar a su ayudante y empezó a preparar el instrumental. Estaba buscando el frasco de éter cuando la escotilla se abrió de repente a su espalda: era una mujer, alta y de cabello oscuro, provista tan sólo de un vestido delgado contra el aire frío del Atlántico. Casi en estado de pánico, se precipitó junto al hombre de la mesa; su esposa o su novia, supuso el médico.
—Me imagino que será mucho pedir que hable inglés —comentó el cirujano; ella, por supuesto, se limitó a mirarle, confundida—. Lo siento, pero no puede quedarse aquí. No se permiten mujeres en el quirófano. Tendrá que marcharse. —Señaló la puerta.
Al menos eso lo entendió; la joven sacudió la cabeza con vehemencia y empezó a protestar en yídish.
—Oiga… —la interrumpió el cirujano, agarrándola por el codo para conducirla hacia fuera.
Pero fue como aferrar un poste. La mujer, inmóvil y sólida, permaneció ahí plantada, sobrepasándolo, súbitamente titánica, como una valquiria viviente. El cirujano apartó el brazo como si se hubiera escaldado.
—Como usted quiera —musitó, desconcertado.
Volvió a ocuparse del frasco de éter, procurando ignorar la estrambótica presencia que tenía detrás, cuando la escotilla se abrió de nuevo y un joven irrumpió dejándose caer; apenas estaba despierto.
—Doctor, ya… ¡Dios santo!
—Déjela estar —le pidió el cirujano—. No se quiere ir. Si se desmaya, mejor. Y démonos prisa o este hombre morirá antes de que lo abramos.
Anestesiaron con éter al paciente y se pusieron manos a la obra. Si los dos hombres hubieran tenido conocimiento de la lucha sin cuartel que estaba librando esa mujer, habrían echado a correr para salvar su vida. Cualquier creación inferior los habría estrangulado en el instante en que tocaron la piel de Rotfeld con el bisturí. Pero la golem recordaba a su amo diciéndole que el médico estaba ahí para ayudar; y fue ese doctor quien lo había traído aquí. Sin embargo, mientras seccionaban la piel de Rotfeld y hurgaban en sus entrañas, la mujer se retorcía las manos y las apretaba de forma incontrolable. Buscó al amo en su mente y no halló conciencia, necesidades ni deseos. Lo estaba perdiendo, poco a poco.
El cirujano extrajo algo del cuerpo de Rotfeld y lo tiró a una bandeja.
—Ya está fuera esta porquería —comentó. Echó un vistazo tras de sí—. ¿Aún en pie? Buena chica.
—A lo mejor es retrasada —murmuró el ayudante.
—No tiene por qué. Esta gente tiene un estómago de hierro. ¡Simon, sujeta bien esto!
—Perdón, señor.
Pero la figura sobre la mesa se debatía entre la vida y la muerte. Inhaló una vez, luego otra y, al fin, con un suspiro estentóreo y largo, el último aliento de Otto Rotfeld abandonó su cuerpo.
La golem se tambaleó cuando los últimos restos de su conexión con él se cortaron para desvanecerse.
El cirujano agachó la cabeza sobre el pecho de Rotfeld. Le sujetó la muñeca un instante y la dejó con cuidado.
—Hora de la muerte, por favor —dijo.
El ayudante tragó saliva y consultó el reloj.
—Las dos horas cuarenta y ocho minutos.
El cirujano anotó algo, con auténtico pesar en su expresión.
—No hemos podido hacer nada —dijo con tono amargo—. Ha esperado demasiado. Debía de llevar días sufriendo.
La golem era incapaz de apartar la vista de aquel bulto inmóvil encima de la mesa. Hacía un momento él era su amo, su razón de ser; ahora parecía no ser nada. Sintió el vértigo de estar perdida. Se acercó y le puso una mano en la cara, en la mandíbula laxa y en los párpados caídos. El calor de su piel ya se iba disipando.
«Por favor, que alguien lo pare».
La golem retiró la mano y miró a los dos hombres, que observaban con horrorizada aversión. Ninguno había dicho una palabra.
—Lo siento —articuló al fin el cirujano, con la esperanza de que ella captara el tono—. Hemos hecho todo lo posible.
—Ya lo sé —respondió la golem; sólo entonces se dio cuenta de que entendía las palabras de aquel hombre y le contestó en el mismo lenguaje.
El cirujano frunció el ceño e intercambió una mirada con su ayudante.
—Señora… Disculpe, ¿cómo se llamaba el fallecido?
—Rotfeld. Otto Rotfeld —dijo la golem.
—Señora Rotfeld, la acompañamos en el sentimiento. Tal vez…
—Quiere que me vaya —respondió ella.
No lo había deducido ni captó súbitamente lo inadecuado de su presencia. Lo supo sin más, con la misma certeza con que veía el cadáver de su amo encima de la mesa y olía los empalagosos vapores del éter. La voluntad del cirujano, su deseo de que ella no estuviera allí, le habló dentro de su mente.
—Pues sí, quizá sería lo mejor —reconoció el hombre—. Por favor, Simon, acompañe a la señora Rotfeld al entrepuente.
Ella permitió que el joven la rodeara con el brazo y se la llevara del quirófano. Estaba temblando. Una parte de su ser continuaba a tientas, buscando a Rotfeld. Y, al mismo tiempo, la incomodidad del joven ayudante, sus ganas de quitársela de encima, le nublaban los pensamientos. ¿Qué le estaba ocurriendo?
En la puerta de la entrecubierta, el muchacho le estrechó la mano con aire de culpabilidad y desapareció. ¿Y qué debía hacer ella ahora? ¿Entrar y enfrentarse a toda esa gente? Puso la mano en el tirador, dudó y abrió la puerta.
Los deseos y temores de quinientos pasajeros la azotaron como un torbellino.
«Ojalá me duerma ya». «A ver cuándo para ésta de vomitar». «¿Es que ese hombre roncará toda la noche?». «Necesito un vaso de agua». «¿Cuánto faltará para llegar a Nueva York?». «¿Y si se hunde el barco?». «Si estuviéramos solos, haríamos el amor». «Ay señor, tengo ganas de volver a casa».
La golem soltó el picaporte, dio media vuelta y echó a correr. Arriba, en la desierta cubierta principal, encontró un banco en el que se sentó hasta el amanecer. Empezó a caer una lluvia helada que le empapó el vestido, pero la ignoró, incapaz de centrarse en nada más que el clamor de su cabeza. Era como si, al faltarle las órdenes de Rotfeld para guiarla, su mente se proyectara en busca de un sustituto y se topara con todo el pasaje del barco que descansaba debajo. Sin el privilegio del vínculo entre amo y golem, oía las ansias y los miedos de todo el mundo, aunque sin el ímpetu de una orden, de modo que percibía sus diversas necesidades, y a ella la consumía la urgencia por responder. Cada deseo era una pequeña mano que le tiraba de la manga: «Haz algo, por favor».
* * *
A la mañana siguiente permaneció junto a la barandilla mientras arrojaban el cadáver de Rotfeld al mar. Era un día tempestuoso, con olas agitadas y coronadas de blanco. El cuerpo cayó al agua sin apenas salpicar y, en un instante, el barco lo dejó atrás. «Tal vez», pensó la golem, «lo mejor sería lanzarse por la borda y seguir a Rotfeld a las profundidades». Se asomó a mirar, intentando calcular a qué distancia quedaba el agua, pero dos hombres se precipitaron a su lado y ella dejó que la apartaran de allí.
El pequeño grupo de curiosos empezó a dispersarse. Un hombre con el uniforme del barco le entregó una pequeña bolsa de cuero y le explicó que contenía todos los efectos personales que llevaba Rotfeld al morir. En algún momento, algún marinero compasivo le había puesto un abrigo de lana sobre los hombros, y ella se guardó la bolsa en el bolsillo.
Un corro de pasajeros de tercera clase se quedó merodeando por ahí, preguntándose qué hacer con esa mujer. ¿Debían acompañarla abajo o dejarla sin más? Por las literas habían circulado rumores durante toda la noche. Un hombre insistía en que ella había llevado al fallecido al entrepuente en sus propios brazos. Y una mujer sugirió que había visto a Rotfeld en Danzig (le había llamado la atención al regañar a los mozos por no ser lo bastante cuidadosos con un pesado cajón) y que éste había embarcado solo. Recordaban cómo le había agarrado la mano al médico, como un animal salvaje. Era rara y punto, de un modo que ni siquiera ellos mismos podían explicar. Su postura era demasiado rígida, como si estuviera clavada a la cubierta, mientras, a su alrededor, todo el mundo tiritaba de frío y se inclinaba con el barco. Apenas pestañeaba, ni cuando la llovizna oceánica le daba en la cara. Y, que ellos supieran, no había derramado una sola lágrima.
Decidieron acercarse a ella. Pero la golem percibió sus miedos y sospechas y se alejó de la baranda y pasó de largo; su espalda envarada era una evidente demanda de soledad. Al sentirla pasar, como una manotada de aire frío y sepulcral, su resolución se vino abajo y la dejaron sola.
La golem se dirigió a la escalera de popa. Pasado el entrepuente, continuó para bajar a las profundidades de la bodega, el único lugar en su corta existencia donde no se había sentido en peligro. Encontró el cajón abierto, se metió dentro y se ocultó poniendo la tapa otra vez encima. Allí amortajada, yació repasando los pocos hechos de los que estaba segura. Ella era una golem y su amo estaba muerto. Se encontraba en un barco en mitad del océano. Si los demás llegaban a saber qué era, tendrían miedo de ella. Así que debía permanecer escondida.
Tumbada en el cajón, los deseos más intensos se filtraban hasta ella desde las cubiertas superiores. Una niña en el entrepuente había perdido su caballo de juguete y ahora berreaba por ello, inconsolable. Un hombre que viajaba en segunda llevaba tres días sin beber, con la intención de empezar de cero; recorría de un lado a otro su minúsculo camarote, temblando y retorciéndose el pelo, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera una copa de brandy. Ellos y muchos otros presionaban con mayor o menor intensidad a la golem. La impulsaban a salir de la bodega y ayudar de algún modo. Pero, al acordarse de las sospechas de los pasajeros en la cubierta de proa, permaneció donde estaba.
Se quedó en el cajón todo el día y entrada la noche, escuchando cómo se desplazaban y gruñían las cajas a su alrededor. Se sentía inútil y sin propósito. No sabía qué hacer. Y su única pista de adónde se dirigían era una palabra que pronunció Rotfeld: América. Podía significar cualquier cosa.
* * *
A la mañana siguiente, el barco despertó en un clima más cálido y con un paisaje que les daba la bienvenida: una fina línea gris entre el cielo y el océano. Los pasajeros afloraron a cubierta y contemplaron, hacia el oeste, cómo se engrosaba y extendía esa línea. Significaba la concesión de todos sus deseos, el olvido de sus miedos, aunque sólo fuese por aquel instante; y abajo, en la bodega, la golem sintió un inesperado y dichoso alivio.
La constante vibración de las hélices del barco se redujo a un ronroneo. La nave aminoró la velocidad. Y entonces oyó el sonido distante de voces, con gritos y vítores. La curiosidad hizo que la golem se levantara de su cajón; salió a la cubierta de proa, al sol del mediodía.
La cubierta estaba atiborrada y, al principio, la golem no vio a quién saludaban de esa manera. Pero al cabo de un momento, ahí estaba: una mujer de un gris verdoso, de pie en medio del agua, que sostenía una lápida y alzaba una antorcha. Su mirada era imperturbable y permanecía muy quieta: ¿acaso era otra golem? Entonces la distancia se hizo más patente y ella comprendió lo lejos que estaba esa mujer y lo descomunal que era. Así pues, no estaba viva; y no obstante, aquellos ojos tersos y en blanco traslucían una pizca de entendimiento. Y los pasajeros la saludaban desde la cubierta y le gritaban con alborozo, llorando incluso al tiempo que sonreían. Se trataba también de una mujer que había sido creada, pensó la golem. Ignoraba qué significado tenía para la gente, pero la amaban y la respetaban. Por primera vez desde la muerte de Rotfeld, la golem sintió algo parecido a la esperanza.
Sonó la sirena del barco y el aire vibró. Se dio la vuelta para regresar a la bodega y sólo entonces vislumbró la ciudad, que se alzaba, enorme, al borde de una isla. Parecía que aquellos edificios cuadrados tan altos se movieran unos entre los otros, danzando en diferentes filas a medida que el barco se acercaba. Vio árboles, muelles y un puerto que bullía de embarcaciones más pequeñas, remolcadores y veleros que rozaban el agua como insectos. Un largo puente gris colgaba formando un entramado de líneas que, hacia el este, alcanzaban la otra orilla. Se preguntó si pasarían por debajo, pero el enorme barco viró al oeste y se acercó más a las dársenas. El mar se convirtió en un río estrecho.
Unos hombres uniformados recorrían la cubierta de proa gritando. «Cojan sus pertenencias», decían. «Pronto atracaremos en Nueva York y serán trasladados en ferry a Ellis Island. El equipaje de la bodega se les entregará allí». Hasta que oyó esos mensajes repetidos una docena de veces, la golem no se dio cuenta de que esos hombres hablaban en diferentes idiomas y de que los entendía todos.
En cuestión de minutos, la cubierta quedó despejada de pasajeros. Ella se refugió a la sombra de la cámara del timonel y trató de pensar. No tenía pertenencias, salvo el abrigo que le habían dado, cuya lana oscura se calentaba cada vez más a la luz del sol. Buscó dentro del bolsillo y halló la bolsa de cuero. Al menos tenía eso.
Algunos pasajeros volvieron a salir por la escalera hasta que la afluencia se intensificó; llevaban su ropa de abrigo, bolsas y maletas. Los hombres uniformados se pusieron a gritar de nuevo: «Formen una cola ordenada. Dispónganse a darnos su nombre y nacionalidad. Sin empujones. Sin aglomeraciones. Vigilen a los niños». La golem permaneció a un lado, vacilante. ¿Tenía que ir con la gente? ¿O buscar dónde esconderse? Todas esas mentes eran un clamor, todas deseaban ser trasladadas enseguida a Ellis Island y el visto bueno de los inspectores sanitarios.
Uno de los inspectores la vio sola e indecisa y fue hacia ella. Un pasajero lo interceptó, le puso una mano en el hombro y le dijo algo al oído; era el médico de la entrecubierta. El tripulante llevaba un fajo de papeles y los hojeaba en busca de algo. Frunció el ceño y se alejó del doctor, que volvió a su sitio en la cola.
—Señora —la llamó el oficial, mirándola fijamente—. Acérquese, por favor. —A su alrededor, todos callaron mientras la golem acudía—. Es usted la esposa del fallecido, ¿correcto?
—Sí.
—La acompaño en el sentimiento, señora. Seguramente se trata de un descuido, pero no la encuentro en la lista de pasajeros; ¿me enseña su billete?
¿Billete? No tenía, por supuesto. Podía mentir y decir que lo había perdido, pero no había mentido nunca y no creía que supiera hacerlo bien. Se dio cuenta de que las únicas opciones eran guardar silencio o decir la verdad.
—No tengo billete —dijo; sonrió, esperando que sirviera de algo.
El oficial suspiró con desaliento y la agarró de un brazo, para evitar que echara a correr.
—Señora, tendrá que acompañarme.
—¿Adónde?
—Esperará en el calabozo hasta que clasifiquemos a los pasajeros; luego le preguntaremos una serie de cosas.
¿Qué hacer? No había modo de responder a esas preguntas sin exponerse. Ya la estaban mirando todos. Alarmada, con aquel apretón insistente en el brazo, miró alrededor buscando la forma de huir. Aún estaban navegando, vadeando el río junto con barcos más pequeños que se deslizaban a cada lado. El oficial la apretó aún más.
—No me obligue a llevarla a la fuerza, señora.
Pero vio que él no quería llevarla a la fuerza. No quería tratos con ella en absoluto. Por encima de todo, lo que deseaba era que desapareciera de su vista. El atisbo de una sonrisa afloró al rostro de la golem: por fin, un deseo que podía satisfacer.
Sacudió el codo, se zafó del asombrado oficial y corrió a la baranda. Antes de que nadie pudiera gritar siquiera se encaramó, se lanzó al reluciente Hudson y se hundió como una roca.
* * *
Horas más tarde, un estibador que estaba fumando un cigarrillo en la esquina de West con Gansevoort vio pasar a una mujer que venía del lado del río. Estaba empapada y llevaba un abrigo de lana de hombre y un vestido marrón que se le pegaba indecorosamente al cuerpo. El pelo se le adhería al cuello. Pero lo más asombroso era el denso barro salobre que le cubría la piel y los zapatos.
—¿Qué, señorita? —le gritó—. ¿A nadar un poco?
La mujer le dedicó una extraña sonrisa al pasar.
—No —le dijo—, he ido andando.