Epílogo

Una vivificante mañana de septiembre de cielo azul, el vapor francés Gallia zarpó del puerto de Nueva York rumbo a Marsella, con mil doscientos pasajeros apiñados en el entrepuente. En la ciudad de destino, muchos de ellos se distribuirían en barcos más pequeños para dirigirse a los puertos de Europa y más allá: Génova, Lisboa, Ciudad del Cabo, El Cairo y Tánger. Los motivos de sus viajes eran igualmente variados: ponerse al frente de un negocio, despedirse de un progenitor moribundo o traerse de vuelta una esposa al Nuevo Mundo. Estaban nerviosos por el recibimiento que les esperaba, pensando ya en cómo habrían cambiado los rostros de sus seres queridos y en los cambios propios que verían reflejados.

En una litera de tercera yacía un hombre que aparecía en el registro de pasajeros como Ahmad al-Hadid y que había embarcado ligero de equipaje, pues sólo llevaba una maleta pequeña. Lo acompañaba un niño de unos siete u ocho años. Algo sugería que no eran padre e hijo; tal vez por el modo formal y cauteloso en que el hombre le hablaba al crío, como si aún no estuviera seguro de su papel. Pero al niño se le veía bastante contento a su lado y, cuando se acercaban a la pasarela, se cogieron de la mano.

El hombre no se apartaba de su maleta ni permitió que la tocara nadie y, una vez a bordo, la metió debajo de su litera. En las pocas ocasiones en que la abría, para coger una camisa limpia o comprobar el horario del vapor a Beirut, se podía divisar un haz de papeles viejos y el vientre redondo y de cobre de lo que parecía un frasco de aceite cualquiera.

Fue una travesía fría y azotada por las tormentas. El hombre permaneció día y noche en el incómodo camastro, protegiéndose de la humedad a base de mantas y procurando no pensar en el agua infinita que había bajo el casco. El niño dormía en la litera de al lado. De día, se sentaba junto al hombre y jugaba con la colección de figurillas de metal, tan bien hechas que despertaban la envidia de todos los demás niños del entrepuente. Cuando se cansaba de ellas, sacaba una foto descolorida de una señora mayor vestida de negro y de pelo gris muy rizado; era su abuela, con quien se iba a vivir.

—Tienes los mismos ojos que ella —dijo el hombre, mirando por encima del niño; y sonrió—: Y el pelo.

Entonces el niño le devolvió la sonrisa, aunque miró otra vez con aire dudoso el rostro de la mujer. Su acompañante sacó un brazo de la manta y le puso una mano en la pequeña espalda.

El hombre salió a cubierta una sola vez, el quinto día después de zarpar de Nueva York, durante una tregua que dio el clima. Se quedó unos minutos sentado en un banco, con la maleta en el regazo, mirando el agitado acero coronado de blanco del océano. Hasta que el barco escoró a merced de una ola y roció de agua la barandilla, por lo que el hombre decidió bajar de nuevo, espeluznado.

El barco de Marsella a Beirut era más pequeño e iba más lleno, pero el trayecto fue más rápido y el clima, más cálido. Cuando desembarcaron, vio que la abuela del niño le daba a éste un trozo de chocolate antes de agacharse para estrecharlo en sus brazos delgados y cubiertos de negro. Era hora de que el hombre se marchara; el crío se aferró a él con lágrimas en los ojos.

—Adiós, Matthew —murmuró el genio—. No me olvides.

Desde Beirut, fue en tren por las montañas hasta el bullicioso Damasco, donde le pagó a un camellero para que lo llevase más allá de la verde frontera del Guta. El hombre, que creía que su cliente sólo quería disfrutar del paisaje, quedó horrorizado cuando éste insistió en que lo dejara solo al borde del desierto, sin nada más que su pequeña maleta. El genio le pagó el doble y le aseguró que todo iría bien, y aunque el camellero se acabó marchando, luego se lo pensó mejor y volvió una hora más tarde a rescatar a su cliente; sin embargo, no halló rastro de él: el desierto se lo había tragado.

* * *

En Central Park empezaban a caer las hojas, que tapizaban los senderos de oro y bermejo. Un sábado por la tarde, el parque estaba lleno de familias y parejas de novios, todos ellos con ganas de aprovechar los últimos días de buen tiempo.

Dos mujeres, una especialmente alta y la otra empujando un cochecito, paseaban juntas por el camino de carros que flanqueaba el prado, donde una docena de ovejas pacían tranquilamente. Las mujeres mantenían cierta distancia entre sí y, de momento, se habían dicho poca cosa.

—¿Cómo estás, Anna?

—Todo lo bien que puedo estar, supongo —respondió la joven madre—. Al menos, empieza a refrescar. Y Toby ya no tiene tantos cólicos.

Una pausa.

—Me alegro, aunque más bien me refería a tu situación.

Anna suspiró.

—Ya lo sé. —Siguieron andando un momento—. Es complicado. Cojo todos los encargos para limpiar y coser que puedo, ¡pero Toby me ocupa tanto tiempo! En fin, voy tirando. Al menos aún no he tenido que hacer la calle.

Lo intentó decir como si nada, pero la golem percibió el miedo a que, algún día, sin ningún sitio adonde ir, tuviera que optar por vender su cuerpo. Aun sabiendo que era en vano, le dijo:

—Anna, si necesitas algo…

—Estoy bien —contestó ella bruscamente, y la golem asintió. Hasta entonces siempre había rechazado su ayuda—. Ya nos las apañamos —continuó, con voz más suave. Luego miró a la golem—. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

Guardó un breve silencio antes de decir:

—Igual, supongo. Arreglándomelas como puedo.

Al ver que no le daría más explicaciones, Anna continuó:

—Me han dicho que aún trabajas en Radzin.

—La señora Radzin no quiso que lo dejara.

«Pasa el duelo y después vuelves», le había dicho la mujer. «Aquí siempre tendrás un puesto, Chavaleh. Ahora somos tu familia».

Enterraron a Michael en Brooklyn y, en esa ocasión, la golem desafió las convenciones y asistió al funeral, afrontando las miradas de los viejos amigos de su marido, que esperaban que se viniera abajo y rompiera a llorar. No hubo shivá; ella creyó que así lo hubiera querido él. La policía había hecho investigaciones (interrogándola también a ella, cosa que le supuso una experiencia horrible), hasta archivar el caso como «Sin resolver», al igual que hicieran con el de Irving Wasserman, para dedicarse a cuestiones de más envergadura.

«No fue culpa tuya», había dicho Anna, aunque no sonó muy convencida.

Mientras caminaban, Anna arrulló al pequeño Toby, que se agitaba en su cochecito. La golem ignoraba hasta qué punto entendía su compañera lo ocurrido aquel día: «Yo estaba escondiendo el saco que me diste y al cabo de un momento estabas ahí diciéndome que me marchara», le había dicho. La golem contestó a sus preguntas con respuestas vagas y breves, pues confesarle su propio desconcierto e impotencia sólo la habría asustado, y a la golem no le apetecía percibir el terror de la chica.

«Al menos, ese horrible viejo ya no está», había dicho Anna, cosa en la cual la golem coincidió: «Sí, es cierto». Por supuesto, no era completamente así: Schaalman estaba atrapado en el frasco, pero seguía siendo su amo y su vínculo permanecía. En momentos de quietud, cuando la ciudad ya estaba durmiendo (o ahí, en el parque, con tan pocas mentes que la distrajeran), lo oía: un escozor eterno, un aullido furioso en el límite de sus propios sentidos, que al principio la volvió loca pero que acabó aceptando como precio de su supervivencia.

Cruzaron el arco de hierro del Bow Bridge y bajaron al silencio moteado del paseo. Las hojas se desplazaban a sus pies. El último sol del verano caía sobre un terreno que ya se enfriaba y se adormecía. La golem se estremeció: iba a ser un invierno largo y difícil; el parque lo sabía y ella también.

Allí había más parejas de novios que en el camino de carros, gracias a la relativa privacidad del paseo. Los que querían excederse se ocultaban en los caminos más tortuosos y en la densa maleza, detrás de las rocas musgosas y los puentes de basta piedra, y ella notaba a esas parejas prohibidas: algunas vacilantes y otras más lanzadas, las ilícitas y las inadecuadas, las alegres y las desesperadas. Sus deseos se alzaban como savia entre las arboledas ocultas.

—¿Sabes algo de él? —preguntó Anna.

—¿Cómo? —dijo la golem, sobresaltada—. Ah, sí; envió un telegrama desde Marsella. Y luego desde Beirut, la semana pasada, para decir que había llegado. Nada más.

—Estará bien.

La golem asintió; Anna lo decía con buena intención, aunque un poco a la ligera. Ella sabía mejor que nadie a qué se enfrentaba el genio.

—Y cuando vuelva, ¿qué vais a hacer? —quiso saber la chica.

A pesar de todo, la golem no pudo evitar sonreír. La mayoría de la gente se cuidaría de preguntarle eso a una mujer que hubiera enviudado dos veces, pero Anna no.

—Creí que no te gustaba.

—Y así es. Pero a ti sí. Y tendrías que hacer algo al respecto.

—No es tan sencillo —murmuró la golem.

Anna puso los ojos en blanco.

—Nunca lo es.

Sí, pero ¿hasta ese punto? Sólo había visto al genio una vez antes de que zarpara hacia Marsella, y al principio fue semejante a sus primeros encuentros: cada uno receloso del otro y sin saber qué decir. Pasearon hasta los muelles de Hudson River, donde los estibadores transportaban su carga de aquí para allá bajo las luces eléctricas. «¿Cuánto recuerdas?», le había preguntado el genio finalmente. «Todo», fue su respuesta. La expresión de su amigo le dijo que hubiera sido más piadoso mentir, fingir que no se acordaba de que intentó destruirla; pero ya había ido por ese camino con Michael y no quería hacerlo otra vez. «Si no me acordara, ¿me lo habrías contado?», quiso saber ella. Y él se quedó mirando a los estibadores antes de responder: «No lo sé»; al menos fue sincero.

Y poco a poco, a trompicones, pudieron volver a hablar. Él le contó más cosas sobre Saleh, su mente dañada y su inverosímil curación a manos de Schaalman. «¿Lo conociste bien?», preguntó la golem, a lo que el genio contestó con evidente pesar: «No, no mucho».

«Si yo no lo hubiera herido, a lo mejor…», aventuró la golem.

«El final habría sido el mismo».

«Eso no lo sabes».

«Basta, Chava. La muerte de Saleh no fue culpa tuya».

¿Acaso no lo era al menos en parte? Desde luego, ella lo quiso matar y lo atacó con una entrega exultante y embriagadora. De no recordar ese gozo, le hubiera sido mucho más fácil perdonarse, pensar que sólo era culpa de Schaalman. ¿Y Michael? Se sintió tan culpable y afligida al lado de su tumba… ¿Cómo conciliar eso con su satisfacción al enterarse de que su amo lo había matado? Por más que lo intentara, no podía renegar del yo que fue en aquellos momentos, ni de la fugaz sensación de que estuvo adormecida desde la muerte de Rotfeld para despertar al fin a su verdadera existencia.

Por último, dejaron los muelles y se fueron hasta Little Syria, a un edificio de apartamentos sin pretensiones, y permanecieron debajo de un increíble techo de estaño. Él le señaló sus lugares favoritos, los descubrimientos de su infancia, el valle donde había construido su palacio…, y ella oyó su agitación ante la idea de irse a casa. Por último dijo, algo cohibido: «Si los de mi especie siguen allí, a lo mejor sabrán liberarme».

Le tocó el brazo y pronunció su nombre, y ella se rindió a su abrazo, a su hombro cálido y a sus labios en la frente. «Esto no es un adiós», dijo el genio. «Pase lo que pase, volveré, te lo prometo». Fue un consuelo oírlo, pero ¿qué rencores surgirían si era una promesa lo único que lo mantenía a su lado? No podía evitar pensar que, una vez liberado, vería su vida en Nueva York como un sueño, de ésos de los que se despierta con un escalofrío y un suspiro de alivio.

En el parque, junto a Anna, la brisa arreciaba, pero el sol de la tarde seguía brillando y encendía las copas de los árboles. Las voces procedentes de Bethesda Terrace surcaban el agua hasta llegar al paseo, conversaciones indescifrables en una miríada de lenguas. En el cochecito, Toby se estaba durmiendo, con las manos enroscadas como conchas encima de la manta. Fruncía el ceño y sacaba sus pequeños labios rojos, soñando con el pecho de su madre.

Dejaron el paseo y tomaron el camino del este del parque. Anna no paraba de charlar, sobre todo de cotilleos sobre sus jefas y de los secretos que se pueden saber por la colada de alguien. Sin embargo, sus ánimos decaían; la golem percibía su creciente incomodidad, sus ganas de estar en otra parte, en compañía más segura.

—Me parece que nos iremos a casa —acabó por decir la joven—. Éste querrá cenar pronto.

—Me ha gustado verte, Anna.

—Y a mí —respondió ella. Guardó silencio—. Lo que he dicho sobre Ahmad iba en serio; debes intentar ser feliz, si puedes.

Y se alejó con el cochecito, mientras el viento tiraba de su abrigo delgado.

* * *

El genio se adentró en el desierto.

Caminó un día entero con la maleta a cuestas. De vez en cuando, alguna criatura, un gul o un duende, lo espiaba en la distancia y se acercaba a investigar, regocijándose de que una persona se hubiera desviado tanto. Pero, cuando veía lo que era, retrocedía espantado y lo dejaba pasar, confuso. Él no esperaba otra cosa. Y, sin embargo, le dolía.

En conjunto, el desierto había cambiado poco desde que él se marchara. Vio las mismas cimas escarpadas y valles por donde había vagado entonces, y las mismas cuevas y acantilados y escondrijos. Pero, en los detalles, el paisaje estaba transformado por entero. Era como si un milenio de viento y sol y estaciones se hubiera desplegado de una vez, rellenando lechos de arroyos y erosionando colinas, y agrietando grandes rocas para convertirlas en sembrados de guijarros. Se acordó del techo de estaño, en Nueva York, y pensó que ya no era un mapa sino una reliquia, el retrato de una memoria arcaica.

Ya caía la tarde cuando se acercó a la periferia de las moradas de los genios, el territorio de los de su especie. Aminoró el paso con la esperanza de ser detectado. Se detuvo en la frontera, a la espera; no tardó en verlos: un contingente de una docena de genios que volaban, insustanciales, en su dirección.

Sintió una oleada de alivio: aún vivían. Al menos, eso no había cambiado.

Cuando se detuvieron delante de él, vio que eran los mayores, pese a que no reconoció a ninguno. El más viejo era femenino, y le habló en la lengua que creyó que nunca volvería a oír.

—¿Qué eres?

—Un genio —le dijo—. Uno de los vuestros. Os diría mi nombre si pudiera.

—¿Eres uno de los nuestros? ¿Cómo es posible?

—Un hechicero llamado ibn Malik me atrapó bajo esta forma hace mil años.

Levantó el brazo y se arremangó para mostrar la esposa de hierro. Todos retrocedieron, y los que estaban más cerca se dispersaron.

—¡Es contra natura! ¿Cómo puedes llevarlo sin que te duela?

—Forma parte del vínculo —explicó—. Por favor, decidme: ¿podéis deshacerlo? ¿Hemos adquirido ese conocimiento en estos mil años?

Se congregaron para deliberar con voces de ciclón. Él cerró los ojos, embebido en aquel sonido.

—No. No poseemos tal conocimiento.

Asintió, con la sensación de que ya conocía la respuesta de antemano.

—Pero ¿nos puedes decir…? ¿Debemos temer a ese hechicero? ¿Continúa vivo para atraparnos y someternos?

—Vive, pero no debéis temerle. —Abrió la maleta y sacó el frasco—. Está aquí, capturado como él hizo conmigo. Si la junta se abre mientras yo viva, regresará, para renacer una y otra vez.

—¿Y después de tu muerte?

—Entonces se podrá liberar y su alma pasará a lo que quiera que lo espere.

Murmuraron entre sí. La genio dijo:

—Se ha sugerido que te matemos para destruir al hechicero. Ya estás incapacitado; ¿no sería un acto de clemencia?

En cierto modo, ya se lo esperaba.

—Si me pedís que elija, declino respetuosamente. Prometí que volvería y no quiero romper esa promesa.

Volvieron a deliberar, en esta ocasión de forma más acalorada. Él los miró a todos mientras se preguntaba cuáles serían sus parientes más cercanos; pero era inútil preguntar, si ni siquiera tenía forma de decirles de qué linaje provenía él mismo. ¿Y qué significado tendría la respuesta si debían permanecer como desconocidos?

—Hemos decidido que no morirás —dijo la genio al fin—. Custodiaremos el alma del hechicero para asegurarnos de que esté a buen recaudo. Será tarea nuestra y de nuestros descendientes, hasta que tú abandones este mundo.

—Gracias —respondió, aliviado.

Lo condujeron a un claro en el interior de sus moradas y allí enterró el frasco, observado por los mayores mientras cavaba con las manos en el terreno granuloso y compacto. Añadió el haz de papeles y lo cubrió todo, y construyó un montículo de piedras que dispuso lo más ajustadas que pudo. Cuando hubo terminado, todos los pobladores se habían reunido para observar. Tuvo la dolorosa conciencia de que estaba confiando el cuidado del alma de ibn Malik a las antojadizas atenciones de sus iguales. Pero mejor ahí que en Nueva York, donde, tarde o temprano, el frasco y los conjuros serían desenterrados, por más que los sepultara a muchos metros de profundidad, para construir un edificio nuevo, un puente o un monumento. Mientras que, al parecer, la humanidad no había conquistado todavía el desierto.

—Pero ¿cómo vas a vivir, sometido y encadenado? —le preguntó la genio más anciana mientras le limpiaba las manos—. ¿Qué harás, adónde irás?

—Me iré a mi casa —le dijo él. Y abandonó las moradas mientras mil ojos lo miraban pasar.

Su palacio continuaba allí, resplandeciendo en el valle.

Había daños, desde luego. Las paredes externas estaban muy deterioradas y la arena les había otorgado una opacidad lechosa. Las torres más altas se habían derrumbado y cubierto el suelo del valle de lisos fragmentos blanquiazules. En algunos puntos, el vidrio estaba fino como papel; en otros, se había desgastado por completo hasta dejar unos orificios curvos como ojos de buey, abiertos a los elementos. Entró pisando los escombros. En los rincones había pilas de arena y el techo era un panal: vio nidos de pájaros y los huesos de festines de animales.

En el gran vestíbulo halló los restos de Fadwa y de Abu Yusuf.

Como las paredes de esa estancia eran gruesas, el hombre y su hija habían yacido ahí en paz hasta que el aire del desierto los secó, sin que los animales los percibieran. Se sentó ante ellos, con las piernas cruzadas sobre el suelo polvoriento. Pensó en el funeral de Saleh, unas semanas atrás; Maryam había buscado entre la pequeña población musulmana de Little Syria hasta encontrar a un hombre que quisiera oficiar como imán. Tanto Arbeely como Sayeed Faddoul como el genio ayudaron a limpiar a Saleh y envolverlo en sábanas blancas. Luego el genio entró en la tumba para recibir el cuerpo amortajado. Al terminar, todos se fueron al café de los Faddoul, y allí oyó a la gente hablar de Saleh y compartir lo poco que sabían de él. «Era un sanador», había dicho Maryam, y los demás la miraron desconcertados; pero el genio lo confirmó: «Es verdad, lo era».

Deseó estar con alguien, allí en su palacio, a quien poder hablar de la muchacha y su padre, de sus vidas y los seres queridos que habían dejado atrás. Pensó en Sophia Winston, que pronto llegaría a Estambul, a relativamente poca distancia. Pero no quería inmiscuirse ni cargarla de pesares en el inicio de su tan esperado viaje.

Quiso enterrar a Fadwa y a su padre, tal como fue enterrado Saleh, pero sus restos eran demasiado frágiles para moverlos. De modo que recogió fragmentos caídos de su palacio y construyó una tumba en torno a ellos. Fundió las piezas y las aplanó todas juntas: primero dio forma a los muros y luego a un techo abovedado. Más de una vez tuvo que volver a salir al sol, para recuperar fuerzas.

Cuando hubo terminado, estuvo pensando en grabar sus nombres en el vidrio, pero al final dejó la tumba silente y sin marcas. Él ya sabía quiénes eran y por qué estaban allí; decidió que con eso bastaba.

* * *

El sol ya se ponía en el momento en que la golem regresó a casa, en su nueva pensión de Eldridge Street. Su habitación no era mayor que la que le había buscado el rabino, pero la casa en sí ocupaba el doble y atendía a una clientela mucho más amigable. Dado que la dueña era una antigua actriz, la mayoría de sus inquilinos procedían del mundo del espectáculo: intérpretes ambulantes que hacían parada en Nueva York durante un par de temporadas antes de irse a trabajar a otra parte. La golem descubrió que le gustaban sus compañeros de pensión, cuyos pensamientos podían ser cargantes y hasta agotadores pero cuyo entusiasmo era genuino; y ella también les acababa cayendo bien: constituía una pizca de calma entre ellos y un público nuevo para sus historias. En un momento dado se descubrió su habilidad para coser y no tardaron en pedirle que les arreglara los trajes e incluso que se los hiciera nuevos: «La costurera de la compañía es espantosa, no te llega ni a la suela del zapato». Le pagaban si podían, le llevaban flores y pastelitos de mazapán y entradas de primera fila y la entretenían con su animado clamor. A diferencia de lo que ocurría en su antigua pensión, no daban ninguna importancia a las luces encendidas a todas horas ni a unos pasos de madrugada en lo alto de la escalera.

Subió a su piso y se detuvo, abatida. Del picaporte colgaba un vestido de novia de satén barato con una rotura en la cola, y con una nota pegada de una de sus vecinas, donde le agradecía por adelantado que le arreglara el traje y le prometía una bolsa de pastillas de chocolate o cualquier otra cosa que le gustara.

Se llevó el vestido adentro, encendió la luz y acercó a la silla el cesto de costura. Su propio vestido de novia estaba doblado en el pequeño armario, debajo de su ropa de diario, pues aún no había sido capaz de desprenderse de él.

El remiendo era sencillo y lo terminó enseguida. Con aire ausente, enderezó las mangas y alisó el corsé, en busca de pequeños desgarrones para repararlos, y pensando mientras tanto en cómo la había apremiado Anna a «hacer algo» respecto al genio. Para su amiga, eso se traducía probablemente en un tórrido romance, repleto de melodrama y promesas rotas. Quizá fuese algo que el genio podía hacer (fuera lo que fuese lo ocurrido entre Sophia y él, parecía ir en esa línea), pero ella no. Le resultaba ridículo imaginarse tan ebria de pasión, tan absurdamente ególatra que pudiera olvidarse de su racionalidad y desoír las consecuencias.

Aunque, ¿qué otra opción había? ¿Un noviazgo tranquilo, el matrimonio y la vida doméstica? Casi costaba lo mismo de imaginar. A él lo volvería loco la restricción: las cargas de la fidelidad y la constancia, regresar día tras día a su hogar en una habitación minúscula… La acabaría culpando y lo perdería. Y aunque, por algún milagro, él quisiera, ¿desearía ella casarse otra vez después de Michael? Tal vez sería mejor pasarse algunos años cosiendo a solas en su cuarto. «Debes intentar ser feliz, si puedes», le había dicho Anna; pero la golem no veía el camino.

Llamaron a la puerta; su casera le entregó un telegrama.

—¿Chava? Acaban de traerlo para ti.

Después de dárselo, la mujer cerró la puerta, reprimiendo dolorosamente su curiosidad.

BEIRUT, SIRIA, 29 DE SEPTIEMBRE

CHAVA LEVY

ELDRIDGE STREET, 67, NY

TODO LOGRADO MENOS ROMPER VÍNCULO

Dejó de leer y cerró los ojos. Sabía que él había albergado una pequeña esperanza. Sin duda, ella lo hubiera perdido, pues las ansias de ver mundo se impondrían al cariño, pero aun así sintió pena por él.

Empezó otra vez:

TODO LOGRADO MENOS ROMPER VÍNCULO PÍDELE A ARBEELY TRABAJO PARA MÍ

Eso le hizo sonreír.

VOLVERÉ VÍA MARSELLA ESPÉRAME 19 OCT BAJO TU VENTANA

AHMAD AL-HADID

Mientras se abrochaba la capota, pensó que tal vez existiera algún punto intermedio, un espacio entre lo pasional y lo factible. No tenía ni idea de cómo lo iban a encontrar: lo más probable era que tuvieran que construírselo ellos mismos partiendo de cero. Y ningún camino que eligieran podía ser fácil. Pero quizás ya era hora de tener esperanza.

Salió a la noche despejada y ventosa y se dirigió a la oficina de telégrafos de Broadway para hacerle saber que no tendría que ir a su ventana: ella lo estaría esperando en el muelle.