33 Shgakespeafe

DRAMATURGO AFIRMA: «EL MUNDO ENTERO ES UN ESCENARIO»

Tal fue la analogía acerca de la vida que hizo ayer el señor William Shakespeare en el estreno, en el Globo, de su obra más reciente. El señor Shakespeare continuó comparando las obras de teatro con las siete fases de la vida declarando que «hombres y mujeres no son más que actores: tienen sus entradas y salidas, y un hombre a lo largo de su vida interpreta muchos papeles». La última obra estrenada del señor Shakespeare, una comedia titulada Como gustéis, obtuvo críticas muy dispares. Según Southwark Gazette se trata de una «hilarante comedia en la mejor tradición del género», mientras que Westminster Evening News la describió como una «porquería de mal gusto sacada de la letrina de Warwickshire». El señor Shakespeare se negó a hacer comentarios, ya enfrascado en la continuación.

Blackfriars News, septiembre de 1589

Nos volvimos hacia un hombre bajo, con el pelo revuelto y descuidado, que estaba de pie en la puerta. Vestía ropa isabelina que había visto mejores días y llevaba los pies envueltos en trozos de tela a modo de improvisados zapatos. Se estremecía nerviosamente y tenía un ojo cerrado… Pero exceptuando esos detalles, su parecido con los Shakespeares que Bowden había encontrado era innegable. Un superviviente. Di un paso al frente. Tenía la cara marcada y arrugada, los dientes que le quedaban negros y desportillados. Debía tener al menos setenta años, pero no importaba. El genial Shakespeare había muerto en 1616 pero, genéticamente hablando, estaba con nosotros.

—¿William Shakespeare?

—Soy en efecto un William, señor, y mi nombre es Shgakespeafe —corrigió.

—Señor Shgakespeafe —empecé de nuevo, sin estar del todo segura de cómo explicarle lo que quería—, me llamo Thursday Next y tengo a un príncipe danés que requiere de su ayuda urgente.

Me miró a mí, miró a Bowden y luego a Millon, para luego mirarme otra vez a mí. A continuación una sonrisa iluminó sus rasgos envejecidos.

—¡Oh, maravilla! —dijo al fin—. ¡Qué asombrosa es la humanidad! ¡Qué mundo maravilloso el que contiene a tales personas!

Avanzó y me estrechó la mano con calidez; no daba la impresión de haber pasado mucho tiempo solo.

—¿Qué fue de los otros, señor Shgakespeafe?

Nos indicó que le siguiésemos y luego salió disparado como una gacela. Tuvimos que esforzarnos para mantenernos a su altura mientras volaba por los pasillos laberínticos, esquivando con habilidad los restos y las máquinas rotas. Le dimos alcance cuando se detuvo frente a una ventana sin cristal que daba a lo que antes había sido una enorme zona para hacer ejercicio. En el centro había dos montículos cubiertos de hierba. No hacía falta mucha imaginación para deducir qué había debajo.

—Oh, corazón, pesado corazón, ¿por qué suspiras sin romperte? —musitó Shgakespeafe con pena—. Después de la masacre de tantos compañeros por la falsedad y la traición, ¿cuándo serán conquistados nuestros grandes regeneradores?

—Me gustaría decir que vengaremos a sus hermanos —le dije con tristeza—. Pero, sinceramente, los responsables ya han muerto. Sólo puedo ofrecerle, y a cualquier superviviente, mi protección.

Escuchó atentamente cada una de mis palabras y pareció impresionarle mi sinceridad. Miré más allá de las fosas comunes de los Shakespeares hasta otros montículos. Creía que podían haber clonado dos docenas o así, no cientos.

—¿Hay algún otro Shakespeare más? —preguntó Bowden.

—Sólo yo… Sin embargo la noche resuena con los gritos de mis primos —respondió Shgakespeafe—. Pronto los oirán.

Y como en respuesta a sus palabras, llegó un extraño grito desde las colinas. Habíamos oído algo similar cuando Stig se había encargado de la quimera, allá en Swindon.

—No estamos seguros, Clarence, no estamos seguros —dijo Shgakespeafe, mirando nerviosamente a su alrededor—. Seguidme y prestadme vuestros oídos, amigos.

Nos guio por un pasillo hasta una sala repleta de escritorios ordenadamente dispuestos en hileras, cada uno con una máquina de escribir. Sólo una de las máquinas de escribir parecía seguir funcionando; a su alrededor había montones y montones de hojas mecanografiadas: el resultado de la producción de Shgakespeafe. Nos llevó hasta ella y nos dio a leer parte de su obra, mirándonos expectante mientras nosotros recorríamos las páginas con los ojos. Desgraciadamente, no era nada especial: simples fragmentos de obras ya existentes unidos entre sí para dotarlos de un nuevo significado. Intenté imaginarme toda aquella sala llena de clones de Shakespeare tecleando en sus máquinas de escribir, con la cabeza llena de las obras del Bardo, y a los científicos caminando entre ellos e intentando encontrar uno, sólo uno, que tuviese al menos la mitad de talento que el original.

Shgakespeafe nos llamó al despacho contiguo a la sala de escritura, y allí nos mostró montones y montones de papeles, todos envueltos en papel marrón, con el nombre de un clon de Shakespeare impreso en la etiqueta. A medida que la producción de obras superaba la capacidad para evaluarla, los encargados se limitaban a archivar lo escrito y almacenarlo para que lo examinase un anónimo empleado del futuro. Volví a mirar el montón de papeles. En ese almacén debía de haber veinte toneladas o más. Por un agujero del tejado había entrado la lluvia y buena parte de aquella pequeña montaña de prosa estaba húmeda, mohosa y era inestable.

—Llevaría una eternidad examinar todo esto en busca de algún material de genio —comentó Bowden a mi lado. Quizás, al final, el experimento había tenido éxito. Quizás en la fosa común de allí fuera había enterrado un genio como Shakespeare, con su obra igualmente enterrada en las profundidades de prosa ininteligible que mirábamos. Era poco probable que llegásemos a saberlo, y de hacerlo no aprenderíamos nada nuevo… excepto que se podía hacer y que otros podrían intentarlo. Tenía la esperanza de que la montaña de papel se fuese descomponiendo lentamente. En su búsqueda del gran Arte, Goliath había cometido un crimen que superaba cualquiera que le hubiese visto cometer hasta entonces.

Millon sacó fotos, iluminando con el flas el interior oscuro del escritorium. Yo me estremecí y decidí que tenía que alejarme de la opresión del interior. Bowden y yo fuimos hasta la entrada del edificio y nos sentamos entre los escombros de los escalones, justo al lado de una estatua caída de Sócrates que sostenía una inscripción que proclamaba la importancia de buscar el conocimiento.

—¿Crees que tendremos problemas para convencer a Shgakespeare para que venga con nosotros? —preguntó.

Como si quisiera respondernos, Shgakespeafe salió cautelosamente del edificio. Llevaba una maleta destrozada y parpadeó a la luz del sol. Sin esperar a que le dijésemos nada, se subió al coche y se puso a garabatear en un cuaderno con un trocito de lápiz.

—¿Responde eso a tu pregunta?

Delante de nosotros el sol se hundió detrás de la colina y, de pronto, el aire se enfrió. Cada vez que se oía un ruido extraño proveniente de las colinas, Shgakespeafe daba un salto y miraba nerviosamente a su alrededor para luego seguir escribiendo. Yo estaba a punto de entrar a recoger a Stig cuando éste salió del edificio cargado con tres enormes volúmenes encuadernados en piel.

—¿Has encontrado lo que necesitabas?

Me pasó el primer libro, que abrí al azar. Era, descubrí, un manual biotecnológico de Goliath para crear un neandertal. La página por la que lo había abierto contenía una descripción detallada de una mano de neandertal.

—Un manual completo —dijo lentamente—. Con él podemos fabricar niños.

Le devolví el volumen y él metió los tres en el maletero. En la distancia oímos otro aullido ultraterrenal.

—¡Un mortal —musitó Shgakespeafe, hundiéndose en el asiento—, como la vida y la muerte separándose!

—Será mejor que nos marchemos —dije—. Ahí fuera hay algo, y me da en la nariz que será mejor que nos marchemos antes de que le pique la curiosidad.

—¿Una quimera? —preguntó Bowden—. En realidad, hemos visto un total de cero quimeras desde que entramos aquí.

—No las vemos porque no desean ser vistas —comentó Stig—. Aquí hay quimeras. Quimeras peligrosas.

—Gracias, Stig —dijo Millon, limpiándose la frente con un pañuelo—, eso ha sido todo un alivio.

—Es la verdad, señor De Floss.

—Bien, de ahora en adelante, guárdese la verdad.

Cerré la puerta trasera tan pronto como Stig se hubo encajado junto a Shgakespeafe y ocupé el asiento del pasajero. Bowden fue tan rápido como le permitía el coche.

—Millon, ¿hay alguna ruta que no nos obligue a pasar por esa zona de bosque donde encontramos los otros coches?

Consultó el mapa un momento.

—No. ¿Por?

—Porque da la impresión de ser el lugar ideal para una emboscada.

—Esto mejora cada vez más, ¿verdad?

—Al contrario —respondió Stig, que se lo tomaba todo literalmente—, esto no tiene nada de bueno. La idea de que nos coman las quimeras resulta extremadamente inconveniente.

—¿Inconveniente? —repitió Millon—. ¿Qué nos coman las quimeras es inconveniente?

—Efectivamente —dijo Stig—. Los manuales de instrucciones neandertales son mucho más importantes que nosotros.

—Eso opina usted —respondió Millon—. Ahora mismo, no hay nada más importante que yo.

—Qué humano —se limitó a decir Stig.

Corrimos por la carretera, pasamos junto al corte de roca y nos dirigimos al bosque.

—¡Por el hormigueo de mis pulgares —comentó Shgakespeafe con ominosidad—, algo malvado se acerca!

—¡Ahí! —gritó Millon, señalando a una figura temblorosa por la ventanilla. Yo entreví la gran bestia antes de que desapareciese tras un roble caído, luego vi otra que saltaba de árbol en árbol. Ya no se ocultaban. Podíamos verlas a medida que avanzábamos por la carretera flanqueada de árboles, dejando atrás los coches abandonados. Bestias moviéndose y saltando entre los árboles, creaciones experimentales de una industria todavía sin regular. Oímos un golpe cuando una de ellas saltó, golpeó el techo de acero del coche y a continuación desapareció en el bosque con un grito. Miré por la luna trasera y vi algo profundamente desagradable que se alejaba por la carretera. Saqué la automática y Stig bajó la ventanilla sosteniendo la pistola tranquilizante. Tras la siguiente curva Bowden pisó el freno a fondo. Había una fila de quimeras bloqueando el paso. Bowden metió la marcha atrás, pero un árbol cayó en el camino impidiéndonos la huida. Nos habíamos metido en la trampa, la trampa había saltado… y sólo quedaba que los «atrapadores» hiciesen lo que quisiesen con los atrapados.

—¿Cuántos? —pregunté.

—Diez delante —dijo Bowden.

—Dos docenas detrás —respondió Stig.

—¡Muchos a cada lado! —dijo Millon estremeciéndose, más acostumbrado a inventarse hechos que se ajustasen a sus alocadas teorías conspiratorias que a presenciarlos realmente.

—Qué muestra es de la maldad viviente —musitó Shgakespeafe—. ¡Siempre parece terrible cuando se aproxima la muerte!

—Vale —comenté—, todos tranquilos y, cuando yo lo diga, abrimos fuego.

—No sobreviviremos —dijo Stig con toda tranquilidad—. Son demasiados y nosotros somos demasiado pocos. Aconsejamos una estrategia diferente.

—¿Y es?

Stig se quedó momentáneamente sin habla.

—No lo sabemos. Simplemente, diferente.

Las quimeras babearon y gimieron profundamente, aproximándose. Cada una era un caleidoscopio de miembros, como si sus creadores se hubiesen deleitado con perversas mezclas genéticas, intentando superarse.

—Cuando cuente hasta tres, acelera y suelta el embrague —le indiqué a Bowden—. Los demás disparamos con todo lo que tengamos. —Le pasé a De Floss la pistola de Bowden—. ¿Sabes usarla?

Asintió y quitó el seguro.

—Uno… dos…

Dejé de contar porque un grito surgido del bosque tomó por sorpresa a las quimeras. Las que tenían las orejas levantadas se detuvieron para luego dispersarse aterrorizadas. No era ninguna alegría. Las quimeras eran malas, pero algo capaz de asustar a las quimeras sólo podía ser peor. Volvimos a oír el grito.

—Parece humano —comentó Bowden.

—¿Hasta qué punto humano? —preguntó Millon.

Sonaron varios gritos más, emitidos por más de un individuo, y cuando la última de las quimeras aterrorizadas desapareció yo suspiré aliviada. A nuestra derecha apareció un grupo de hombres. Todos eran muy bajitos y vestían el uniforme desteñido y hecho jirones de lo que parecía ser el Ejército francés. Algunos lucían viejos sombreros con escarapelas, otros no llevaban casaca y algunos sólo una camisa sucia de lino blanco. Mi alivio duró poco. Se quedaron en la linde del bosque y nos miraron con suspicacia, con pesadas mazas en las manos.

Qu'est-ce que c'est? —dijo uno señalándonos.

Anglais? —dijo otro.

Les rosbifs? Ici, en France? —dijo sorprendido un tercero.

Non, ce n'est pas possible!

No hacía falta ser un genio para darse cuenta.

—Una banda de Napoleones —susurró Bowden—. Da la impresión de que Goliath pretendía algo más que preservar al Bardo. El potencial militar de clonar a Napoleón en su mejor momento sería considerable.

Los Napoleones nos miraron un momento y luego conversaron entre sí en voz baja, discutieron, gesticularon animadamente, alzaron la voz y, en general, estuvieron en desacuerdo.

—Vamos —le susurré a Bowden.

Pero tan pronto como el coche cambió de marcha los Napoleones entraron en acción gritando:

Au secours! Les rosbifs s'échappent! N'oubliez pas Agincourt! Vite! Vite! —Y corrieron hacia el coche.

Stig disparó y logró dar en el muslo a un Napoleón de aspecto especialmente brutal. Golpearon el coche con las mazas, rompieron las ventanillas y nos cubrieron con una lluvia de vidrios rotos. Con el codo golpeé el cierre centralizado cuando un Napoleón intentaba abrir una puerta. Estaba a punto de disparar a quemarropa a la cara de otro cuando se produjo una tremenda explosión como a treinta metros por delante de nosotros. La onda expansiva hizo temblar el coche, que quedó momentáneamente envuelto en una nube de humo.

Sacrebleu! —gritó Napoleón, deteniendo el ataque—. Le Grand Nez! Avancez, mes amis, mort aux ennemis de la République!

—¡Adelante! —le grité a Bowden, quien, a pesar de haber recibido un golpe napoleónico de refilón, seguía consciente. El coche arrancó y agarré el volante para esquivar a un grupo de unos veinte Wellingtons en distintas fases de deterioro que dejaban atrás el coche empujados por sus ansias por acabar con Napoleón.

—¡Atentos, en guardia y atacad! —oí que gritaba Wellington mientras nosotros ganábamos velocidad y dejábamos atrás un cañón humeante y los coches abandonados que habíamos visto al entrar. A los pocos minutos habíamos salido del bosque, alejándonos de las facciones enfrentadas, y Bowden frenó un poco.

—¿Todos bien?

Todos respondieron afirmativamente, aunque no estaban ilesos. Millon seguía pálido y le quité la pistola de Bowden por si acaso. Stig tenía un moratón en la mejilla y yo varios cortes en la cara a causa de las esquirlas de cristal.

—Señor Shgakespeafe —pregunté—, ¿está bien?

—Mirad a vuestro alrededor —dijo solemne—. La seguridad cede paso a la conspiración.

Fuimos hasta las puertas, abandonamos el Área 21 y cruzamos la frontera galesa bajo un cielo oscuro camino de regreso a casa.