LA LEY DE LIBERTAD ####### UN POCO MÁS CERCA, ANUNCIA EL SEÑOR #######
El Gobierno abierto avanzó un paso más ayer mismo con el anunció de que el scñor ##### apoyaría la ley de libertad #######. La ley, que aspira a hacer que información de alto ####### de ####### llegue a manos de la #######, fue acogida por el señor ####### direcror, ####### del departamento de #######, como un «gran salto adelante». El principal detractor del proyecto de ley, el señor #######, garantizó que mientras me siga llamando #######, no permitiré la aprobación de esta #######.
The #######, ## de julio de 19##
—Bien, ¿cuál es el plan? —preguntó Bowden mientras nos dirigíamos a la ciudad fronteriza galesa de Hay-on-Wye. Eran como las diez de la mañana y viajábamos en el Griffin Sportina de fabricación galesa de Bowden con Millon de Floss y Stig en el asiento posterior. Nos seguía un convoy de diez camiones, todos ellos cargados de libros daneses prohibidos.
—Bien —dije—, ¿nunca os pareció raro que el Parlamento accediese a todo lo que pedía Kaine?
—He renunciado a comprender al Parlamento —dijo Bowden.
—Todos los parlamentarios son unos charlatanes lloricas —terció Millon.
—Si alguien necesita un gobierno —añadió Stig—, entonces es una forma de vida defectuosa sin remedio.
—A mí también me intrigaba —proseguí—. Una legislatura absolutamente conforme con los peores excesos de Kaine sólo podía significar una cosa: alguna forma de control mental de corto alcance controlado por administradores sin escrúpulos.
—¡Una teoría de las que a mí me gustan! —exclamó Millon emocionado.
—Al principio no podía entenderlo, pero luego fui a Goliathpolis y lo sufrí en mis propias carnes. Tuve una especie de sensación de abotargamiento, un deseo de dejarme llevar por la corriente siguiendo el camino más fácil, por estúpido o erróneo que fuese. También comprobé sus efectos en el programa de televisión La hora de esquivar las preguntas. Los de la primera fila comían de la mano de Kaine, independientemente de lo que dijese.
—¿Cuál es la conexión?
—Lo volví a sentir en el laboratorio de Mycroft. Pero todo encajó cuando Landen hizo un comentario sarcástico. El ovinador. Todos creíamos que lo de «ovi» estaba relacionado con los huevos, pero no. Es una referencia a las «ovejas». El ovinador transmite ondas cerebrales subalfa que inhiben el libre albedrío e instalan tendencias ovinas en la mente de cualquiera que esté cerca. Puede programarse para tener en cuenta a los operadores, de forma que no sientan los efectos; es posible que Goliath haya desarrollado una versión de largo alcance llamada el ovitrón y un antídoto. Mycroft cree que posiblemente él lo inventase para transmitir consignas de salud pública, pero no se acuerda. Goliath lo obtuvo, Stricknene se lo pasó a Kaine… bingo. El Parlamento hace todo lo que le pide Kaine. Sólo Formby sigue siendo tan contrario a Yorrick porque se niega a acercársele.
Silencio en el coche.
—¿Qué podemos hacer?
—Mycroft está trabajando en un ovinegador que debería contrarrestar los efectos, pero debemos llevar a cabo nuestros planes antes de que termine lo del Elan… y ganar la Superhoop.
—Incluso a mí me cuesta creerlo —comentó Millon—, y es la primera vez que me pasa.
—¿Cómo va a permitirnos eso salir de Inglaterra? —preguntó Bowden.
Toqué el maletín que llevaba en el regazo.
—Con el ovinador de nuestro lado, nadie se nos opondrá.
—No estoy seguro de que sea moralmente aceptable —dijo Bowden—. Es decir, ¿no nos convierte eso en tan malos como Kaine?
—Creo que deberíamos parar y discutirlo —añadió Millon—. Una cosa es inventar historias sobre experimentos de control mental y otra muy diferente usarlos.
Abrí el maletín y activé el ovinador.
—¿Quién está de acuerdo conmigo en ir al Elan, chicos?
—Bien, vale —admitió Bowden—. Supongo que estoy contigo.
—¿Millon?
—Haré lo que haga Bowden.
—Funciona de veras, ¿no? —comentó Stig con tos burlona. Yo también me reí un poco.
Atravesar el punto de control inglés de Clifford fue más fácil de lo que había imaginado. Yo iba delante con el ovinador en el maletín y estuve en la estación charlando con el guardia y dándoles a él y a la pequeña guarnición una media hora de terapia antes de que llegase Bowden con los diez camiones.
—¿Qué son esos camiones? —preguntó el guardia con cierto letargo en la voz.
—No necesitas revisar el contenido de los camiones —le dije.
—No necesitamos mirar en los camiones —repitió el guardia fronterizo.
—Podemos pasar sin inconvenientes.
—Pueden pasar sin inconvenientes.
—Vas a portarte mejor con tu novia.
—Definitivamente me voy a portar mejor con mi novia… circulen.
Nos hizo un gesto para que avanzásemos y cruzamos la zona desmilitarizada hasta los guardias de la frontera galesa, que llamaron a su coronel tan pronto como les hubimos explicado que llevábamos diez camiones de libros daneses que precisaban protección. Siguió una conversación telefónica larga y compleja con alguien del consulado danés, y media hora después nos escoltaron con los libros hasta un hangar vacío del aeródromo de Llandrindod Wells. El coronel al mando nos dio vía libre de vuelta a la frontera, pero yo encendí el ovinador y le dije que podía escoltar los camiones pero que a nosotros nos dejase seguir nuestro camino, un plan que él decidió rápidamente que era mejor.
Diez minutos más tarde nos íbamos por la carretera hacia Elan, con Millon dirigiéndonos durante todo el camino guiándose por un mapa turístico de los cincuenta. Cuando dejamos atrás Rhaydr el paisaje se volvió más agreste, las granjas estaban cada vez más dispersas y la carretera tenía cada vez más baches hasta que, mientras el sol alcanzaba el cénit e iniciaba su descenso, llegamos a unas puertas altas, coronadas generosamente con alambre de espino. En una vieja garita de piedra había dos guardias muy aburridos, que no precisaron más que una breve ráfaga del ovinador para desconectar la valla eléctrica y dejarnos pasar. Bowden detuvo el coche delante de otra valla interna situada a veinte metros de la primera. No estaba electrificada, por lo que la abrí para dejar pasar el vehículo.
La carretera estaba en todavía peores condiciones al otro lado. Matas de hierba crecían en las grietas del cemento de la carretera y de vez en cuando nos impedía avanzar algún árbol caído.
—Bien, ¿puedes contarme por qué estamos aquí? —preguntó Millon, mirando atentamente por la ventanilla sin dejar de sacar fotos.
—Por dos razones —dije, consultando el mapa que Millon había obtenido de sus colegas de conspiración—. Primero, porque creemos que alguien ha estado clonando Shakespeares y necesito uno con cierta urgencia; segundo, para encontrar información reproductiva vital para Stig.
—¿Así que es cierto que los neandertales no pueden tener hijos?
A Stig le cayó bien Millon porque la pregunta había sido directa.
—Es cierto —se limitó a responder, cargando la pistola de dardos tranquilizantes del tamaño de habanos.
—Gira a la izquierda, Bowd.
Cambió de marcha, giró el volante y nos desplazamos por una carretera con bosques tenebrosos a ambos lados. Avanzamos colina arriba, giramos a la izquierda en un saliente rocoso y nos detuvimos. Delante de nosotros había un coche oxidado y volcado que bloqueaba el camino.
—Quédate en el coche, déjalo en marcha —le dije a Bowden—. Millon, en tu sitio. Stig… conmigo.
Stig y yo bajamos del coche y cautelosamente nos acercamos al vehículo volcado. Era un Studebaker original, de probablemente unos diez años. Los vándalos nunca se acercaban a aquel lugar. El cristal del velocímetro seguía intacto, las llaves oxidadas estaban en el contacto, la piel de los asientos colgaba a tiras podridas. En el suelo había un maletín desteñido por el sol, lleno de material técnico relacionado con el agua, mohoso y descolorido por el viento y la lluvia. No había ni rastro de los ocupantes. Yo había pensado que Millon exageraba con aquello de las «quimeras corriendo a sus anchas», pero de repente me puse nerviosa.
—¡Señorita Next!
Era Stig. Estaba como a diez metros del coche, agachado y con el rifle sobre las rodillas. Me acerqué lentamente, mirando ansiosamente hacia el bosque tupido de ambos lados de la carretera. Había silencio. Demasiado silencio. El sonido de sus pasos resultaba ensordecedor.
—¿Qué pasa?
Señaló al suelo. En la carretera había un cúbito humano. Hubiesen sido quienes hubieran sido los ocupantes, uno de ellos no había regresado.
—¿Lo oye? —preguntó Stig.
Presté atención.
—No.
—Exacto. Ni el más mínimo ruido. Es aconsejable que nos vayamos.
Le dimos la vuelta al coche hasta apoyarlo sobre el techo para dejar espacio y pasamos, en esta ocasión mucho más lentamente y en silencio. Había otros tres coches en ese tramo de carretera, dos de lado y uno contra el arcén. En ninguno de ellos había ocupantes, y los bosques pegados a las cunetas por alguna razón parecían más tenebrosos, profundos e impenetrables. Me alegré de llegar a la cima de la colina. Dejamos atrás el bosque, una pequeña presa y un lago antes de que una elevación del camino nos permitiese ver los laboratorios de bioingeniería de Goliath. Le pedí a Bowden que parase. Nos acercamos en silencio y todos observamos la vieja instalación con los binoculares.
Estaba en una posición espléndida, junto en el borde del embalse. Pero comparado con lo que la imaginación hiperactiva de Millon y una fotografía estropeada tomada en su día me habían hecho esperar, resultaba un poco decepcionante. En su día, la planta había sido un vasto complejo estilo modernista habitual de las fábricas de los años treinta, pero daba la impresión de que hacía ya mucho tiempo alguien había intentado con no demasiado éxito demolerlo. Aunque el edificio había sido en buena parte destruido o se había desmoronado, el ala este se había mantenido prácticamente intacta. Aun así, hacía años, incluso décadas, que nadie se pasaba por allí.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Millon.
—¿Qué ha sido qué?
—Un sonido como pegajoso.
—Con suerte, sólo el viento. Vamos a examinar más de cerca esa planta.
Bajamos la colina y aparcamos delante del edificio. La fachada delantera era imponente a pesar de estar semiderruida, e incluso conservaba buena parte de los azulejos decorativos. Estaba claro que Goliath había hecho grandes planes para ese lugar. Nos abrimos paso entre los escombros, subimos despacio los escalones y llegamos a la entrada principal. Habían arrancado de cuajo ambas puertas y una tenía grandes y profundas marcas que interesaron mucho a Millon. Entré. El vestíbulo ovalado estaba lleno de mobiliario roto y cascotes. El que en sus tiempos fuera un hermoso techo de vidrio se había caído hacía tiempo, permitiendo el paso de la luz natural a lo que de otra forma hubiese sido un interior oscuro. El vidrio crujió y se rompió al pisarlo.
—¿Dónde están los laboratorios principales? —pregunté, sin ganas de estar allí ni un minuto más de lo necesario.
Millon desplegó el plano.
—¿De dónde sacas todo eso? —preguntó Bowden asombrado.
—Lo cambié por un pie de yeti de Cairngorm —respondió Millon, como si hablase de cromos—. Es por aquí.
Recorrimos el edificio, caminando entre escombros y techos parcialmente caídos, hacia la relativamente intacta ala este. Allí el techo había aguantado y nuestras linternas iluminaron despachos y salas de incubadoras cuyas paredes estaban forradas de filas y filas de tanques de líquido amniótico abandonados. En muchos de ellos, los restos licuados de alguna forma de vida potencial se habían asentado en el fondo. Goliath se había largado a toda prisa.
—¿Qué era esto? —pregunté, con una voz apenas más alta que un susurro.
—Esto era… —murmuró Millon, consultando el plano—. La instalación principal de creación de tigres dientes de sable. El ala neandertal debería estar por ahí; la primera a la derecha.
La puerta estaba atrancada, pero reseca y podrida, por lo que no hizo falta mucha fuerza para abrirla. Había papeles por todas partes, que habían intentado destruir sin demasiado entusiasmo. Nos quedamos en la entrada y dejamos que Stiggins entrase solo. La habitación medía unos treinta metros de longitud por unos diez de anchura. Se parecía a la instalación de los tigres, pero los frascos de líquido amniótico eran más grandes. Las tuberías de vidrio para los nutrientes todavía estaban en su lugar y me estremecí. Para mí, la sala era innegablemente inquietante, pero para Stig era su primer hogar. Él, junto con muchos miles de sus compañeros otrora extintos, se habían desarrollado allí. Yo había secuenciado a Pickwick en casa, con simples utensilios de cocina, y la había gestado a partir de un huevo de ganso sin núcleo. Pájaros y reptiles eran una cosa; el cultivo umbilical de mamíferos era algo completamente diferente. Stig caminó con cuidado entre las tuberías retorcidas y el vidrio roto hasta una puerta situada al fondo y encontró la sala de procesamiento, donde sacaban a los bebés neandertales de los tanques para que respirasen por primera vez. Más allá estaba el nido donde habían cuidado de los pequeños. Seguimos a Stig. Estaba de pie junto a un ventanal con vistas al embalse.
—Cuando soñamos, soñamos con esto —dijo en voz baja. Luego, considerando claramente que perdíamos el tiempo, regresó a la sala de incubación y se puso a rebuscar en archivadores y cajones. Le dije que nos reuniríamos fuera y me uní a Millon, que intentaba descifrar la disposición de la planta.
Después de caminar en silencio por varias salas con más filas de tanques de líquido amniótico, llegamos a una zona de seguridad con puertas de acero. Las puertas estaban abiertas y pasamos, entrando en lo que fuera en su momento la zona más secreta de las instalaciones.
A los doce pasos más o menos, el pasillo desembocaba en un salón enorme, y supimos que habíamos encontrado lo que buscábamos. En el interior de la enorme sala habían construido una copia exacta del teatro Globo. El escenario y las filas de asientos estaban forrados de hojas arrancadas de obras de Shakespeare, con muchas anotaciones en tinta negra. En la sala contigua encontramos un dormitorio con capacidad para doscientas camas. Toda la ropa de cama estaba amontonada en una esquina, los somieres estaban rotos y deformados.
—¿Cuántos crees que pasaron por aquí? —preguntó Bowden en un susurro.
—Cientos y cientos —respondió Millon, sosteniendo un ejemplar gastado de Dos caballeros de Verona con el nombre «Shaxpreke, W., 769» en la tapa. Cabeceó apenado.
—¿Qué habrá sido de ellos?
—Están muertos —dijo una voz—, ¡tan muertos como un ducado!