George Formby, nacido George Hoy Booth, en Wigan, en 1904, siguió los pasos de su padre en el mundo del music hall, adoptó el ukelele como elemento característico y, cuando estalló la guerra, era una estrella de las variedades, el teatro cómico y el cine. Durante el primer año de guerra, él y su esposa Beryl realizaron extensas giras para los soldados, entreteniendo a las tropas, y rodaron varias películas de gran éxito. Cuando la invasión de Inglaterra resultó inevitable, muchos famosos y dignatarios influyentes fueron enviados a Canadá. Pasando a la clandestinidad con la resistencia inglesa y varios regimientos leales de los voluntarios de defensa local, Formby se encargó de la ilegal Radio de san Jorge y emitió canciones, chistes y mensajes a oyentes clandestinos de todo el país. Los Formby hicieron uso de sus numerosos contactos en el norte para pasar clandestinamente a muchos pilotos aliados a la Gales neutral y formaron células de la resistencia que hostigaron a los invasores nazis. En la Inglaterra republicana de posguerra, se le nombró presidente honorario de por vida.
JOHN WILLIAMS,
La extraordinaria carrera de George Formby
Evité a los periodistas que me esperaban en el edificio de OpEspec y aparqué en la parte de atrás. El mayor Drabb me esperaba cuando entré en el vestíbulo. Me saludó con precisión, pero esa mañana aprecié cierta reticencia en él. Le pasé otro papel.
—Buenos días, mayor. La misión de hoy es el museo de Novela Americana de Salisbury.
—Muy… bien, agente Next.
—¿Algún problema, mayor?
—Bien —dijo, mordiéndose nerviosamente el labio—, ayer me hizo buscar en la biblioteca de Belgas Famosos y hoy el museo de Novela Americana. ¿No deberíamos estar buscando en… bien, instalaciones más danesas?
Le llevé aparte y bajé la voz.
—Eso es exactamente lo que esperan que hagamos. Los daneses son listos. No esperará que oculten sus libros es un lugar tan evidente como la biblioteca Danesa de Wessex, ¿verdad?
Sonrió y se tocó la nariz.
—Muy astuta, agente Next.
Drabb volvió a saludar, entrechocó los talones y se fue. Sonreí para mis adentros y pulsé el botón para llamar al ascensor. Mientras Drabb no informase a Flanker podría tenerle así toda la semana.
Bowden no estaba solo. Hablaba con la última persona a la que esperaría ver en la oficina de detectives literarios: Spike.
—Hola, Thursday —dijo.
—Hola, Spike.
No sonreía. Temí que tuviese alguna relación con Cindy, pero me equivocaba.
—Los amigos de OE-6 nos comunican que están pasando mierdas muy raras en la M4 —anunció—, y cuando alguien dice «mierda rara» me llaman…
—… a ti.
—Bingo. Pero el mercader de la mierda rara no puede ocuparse solo, así que te llama…
—… a mí.
—Bingo.
Había otro agente más. Vestía el traje oscuro típico de las divisiones superiores de OpEspec, y miraba la hora con muy poca sutileza.
—El tiempo corre, agente Stoker.
—¿En qué consiste el trabajo? —pregunté.
—Sí —dijo Spike, cuya actitud más bien relajada frente a las situaciones de vida o muerte requería cierto periodo de adaptación—, ¿en qué consiste exactamente el trabajo?
El agente del traje nos miró impasible.
—Es secreto —anunció—. Pero tengo autorización para contarles lo siguiente: a menos que recuperemos a ####### en menos de ### horas, ### lograrán ####### ejecutivos totales y podréis decir ### a cualquier parecido con la #######.
—Suena #######mente serio —dijo Spike, mirándome—. ¿Te apuntas?
—Me apunto.
Sin otra explicación nos llevaron a la rotonda de la salida 16 de la autopista M4. OE-6 era Seguridad Nacional, lo que provocaba algunos interesantes conflictos de intereses. El departamento que protegía a Formby también protegía a Kaine. Y en general los agentes de OE-6 que protegían a Formby actuaban contra los agentes de OE-6 que se ocupaban de Kaine, que estaban más que encantados de verle desaparecer. Las facciones de OpEspec siempre se peleaban, pero rara vez dentro del mismo departamento. Kaine tenía mucho de lo que dar cuenta.
En cualquier caso, no me caían bien, ni a Spike tampoco, y lo que fuese que quisiesen debía ser muy raro. Nadie llama a Spike a menos que haya descartado cualquier otra posibilidad. Él es la última línea de defensa cuando la racionalidad comienza a desmoronarse.
Paramos en el arcén, donde nos esperaban dos enormes limusinas Bentley. Aparcados junto a ellas había seis coches de policía normales, con sus ocupantes aburridos y esperando órdenes. Estaba pasando algo muy importante.
—¿Quién es la mujer? —preguntó tan pronto como salimos del coche un agente alto con cara de pocos amigos.
—Thursday Next —respondí—. OE-27.
—¿Detectives Literarios? —se burló.
—A mí me vale —dijo Spike—. Si no puedo contar con mi personal, pueden ustedes ocuparse de su mierda.
El agente de OE-6 nos miró por turnos.
—Identificación.
Le mostré la placa. La miró un momento y me la devolvió.
—Soy el coronel Parks —dijo el agente—. Soy el jefe de la seguridad presidencial. Éste es Dowding, mi segundo al mando.
Spike y yo intercambiamos miradas. El presidente. Era serio de verdad.
Dowding, una figura lacónica vestida con un traje negro, nos saludó mientras Parks seguía hablando.
—Primero, debo recalcar que esta situación es de gran importancia nacional y sólo les pido consejo porque estamos desesperados. Nos encontramos en una situación de déficit de jefe de Estado en virtud de una situación de alta probabilidad ultramundana… y teníamos la esperanza de que pudiesen aplicar ingeniería inversa para resolvérnosla.
—Sin palabrería —dijo Spike—, ¿qué pasa?
Parks hundió los hombros mientras se quitaba las gafas oscuras.
—Hemos perdido al presidente.
El corazón se me paró un segundo. Era una mala noticia. Muy mala noticia. Tal y como yo lo entendía, el presidente no tenía que morir hasta el siguiente lunes, después de que Kaine y la Goliath hubiesen sido neutralizados. Que desapareciera o muriera antes permitiría a Kaine hacerse con el poder y empezar la tercera guerra mundial una semana antes de lo previsto… y eso, la verdad, no era parte del plan.
Spike pensó un momento y luego dijo:
—Qué cagada.
—Sí.
—¿Dónde?
Parks extendió el brazo hacia el tráfico que recorría la autopista.
—En algún lugar de ahí.
—¿Cuánto hace?
—Doce horas. El canciller Kaine se ha enterado y está presionando para celebrar a las seis de esta tarde una votación parlamentaria que le nombre dictador. Lo que nos deja menos de ocho horas.
Spike asintió pensativo.
—Muéstreme dónde le vieron por última vez.
Parks chasqueó los dedos y un Bentley negro se nos acercó. Subimos y la limusina se unió a la M4. Los coches de policía se situaron detrás para crear un escudo rodante. A los pocos kilómetros nuestro carril quedó desierto y tranquilo. Parks nos explicó lo sucedido. Llevaban al presidente Formby desde Londres a Bath por la M4 y, en algún punto entre las salidas 16 y 17 —donde nos encontrábamos—, había desaparecido.
El Bentley se detuvo en el asfalto vacío.
—El coche del presidente era el vehículo central de un convoy de tres coches —nos explicó Parks mientras nos apeábamos—. El coche de Saundby iba detrás y yo iba con Dowding delante; Mallory conducía el coche del presidente. En este punto exacto miré atrás y vi que Mallory indicaba que iba a parar. Le vi desplazarse al arcén y nos detuvimos de inmediato.
Spike olisqueó el aire.
—¿Y qué pasó luego?
—Perdimos de vista el coche. Creíamos que se había caído por el terraplén, pero cuando llegamos allí… nada. Ni una zarza que no estuviese en su sitio. El coche, simplemente, desapareció.
Caminamos hasta el borde y miramos cuesta abajo. La autopista recorría el campo circundante sobre un terraplén de tierra; cuestas muy empinadas bajaban unos cinco metros entre vegetación desigual hasta una verja. Más allá había un campo, un puente de cemento sobre una zanja de drenaje y, más allá, como a ochocientos metros de distancia, una hilera de casas blancas.
—Las cosas no desaparecen porque sí —dijo finalmente Spike—. Siempre hay una razón. Habitualmente es muy simple, a veces es muy extraña… pero siempre hay una razón. Dowding, ¿qué dice usted?
—Básicamente lo mismo. Su coche fue a pararse, y luego, bien, desapareció de la vista.
—¿Desapareció?
—En realidad, fue más bien como si se fundiese —dijo un confundido Dowding.
Spike se frotó pensativo la barbilla y se inclinó para recoger un puñado de detritos del camino. Pequeños gránulos de vidrio endurecido, fragmentos de metal y cables del recubrimiento de la rueda de un coche. Se estremeció.
—¿Qué pasa? —preguntó Parks.
—Creo que el presidente Formby ha pasado… al lado muerto.
—Entonces, ¿dónde está el cuerpo? Es más, ¿dónde está el coche?
—Hay tres tipos de muertos —dijo Spike, contando con los dedos—. El muerto, el no muerto y el semimuerto. A los muertos los llamamos «espiritualmente vacíos»: la fuerza vital se ha extinguido. Son los que tienen suerte. Los no muertos son los «espiritualmente deficitarios», con los que trato frecuentemente: vampiros, zombis, monstruos y demás.
—¿Y los semimuertos?
—Son espiritualmente ambiguos. Son los que están en tránsito de un estado a otro o se encuentran en un limbo espiritual… Son lo que usted y yo llamaríamos «fantasmas».
Parks rio a carcajadas y Spike arqueó una ceja, la única señal de indignación que le había visto jamás.
—No le he pedido que venga para oír tonterías sobre espectros, fantasmillas y bestias patilargas, agente Stoker.
—No olvide «las cosas que hacen ruido por la noche» —respondió Spike—. No creería la de ruido que pueden armar si no se pone remedio enseguida.
—Da igual. Tal y como yo lo veo, hay un estado de muerte y es el de «no está vivo». Bien, ¿tiene algo útil que aportar a esta investigación o no?
Spike no respondió. Miró fijamente a Parks un momento y bajó por el terraplén hacia un árbol marchito. Sus ramas deshojadas destacaban incongruentemente entre todo el verde del verano, y las bolsas de plástico atrapadas en las ramas se movían tranquilamente con la brisa. Parks y yo nos miramos y luego descendimos el terraplén para unirnos a él. Encontramos a Spike examinando con gran interés la hierba corta.
—Si tiene alguna teoría, debería contárnosla —dijo Parks, apoyándose en el árbol—. Me empiezan a aburrir todas estas tonterías new age.
—Todos, en cierto momento, visitamos el reino de la semimuerte —comentó Spike, recorriendo el suelo con los dedos como un chimpancé despiojando a un amigo—, pero para la mayoría de nosotros el paso de una región a la siguiente dura un milisegundo. Parpadeas y ya. Pero hay otros. Otros que deambulan durante años por el mundo de la semimuerte. Los «espiritualmente ambiguos» que no saben que están muertos o, como en el caso del presidente, los que llegan allí por accidente.
—¿Y…? —preguntó Park, que con cada segundo que pasaba iba perdiendo más el interés por Spike. Éste siguió recorriendo la tierra, por lo que el agente de OE-6 se encogió de hombros con resignación y se fue de vuelta al terraplén.
—Paró para ir al baño en el área de servicio de Membury o en la de Chieveley, ¿verdad? —preguntó Spike en voz alta—. Incluso me pregunto si lo hizo en Reading.
Parks se detuvo y, de pronto, cambió de actitud. Con torpeza volvió a bajar el terraplén y se unió a nosotros.
—¿Cómo lo ha sabido?
Spike miró los campos vacíos.
—Aquí hay un área de servicio.
—Iban a construirla —le corregí—, pero después de la construcción de Kington St… digo, Leigh Delamere, se consideró innecesaria.
—Sí que está aquí —respondió Spike—, pero está oculta a la vista. Esto fue lo que sucedió: el presidente tenía que ir al baño y le pidió a Mallory que parase en la siguiente área de servicio. Mallory está cansado y, su mente, abierta a todo lo que no vemos habitualmente. Ve lo que cree que es un área de servicio y para. Los dos mundos se tocan durante una fracción de segundo, el Bentley del presidente pasa de uno al otro, y luego los mundos vuelven a separarse. Me temo, damas y caballeros, que el presidente Formby ha entrado accidentalmente por una puerta al otro mundo… Es una persona viva perdida en la morada de los muertos.
Un silencio sepulcral.
—Es la historia más estúpida que me han obligado a oír jamás —declaró Park, que ni durante un segundo quería perder de vista la realidad—. Si escuchase a una panda de lunáticos un mes no oiría nada más demencial.
—Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Parks, de las que sueña su filosofía.
Una pausa mientras el agente de OE-6 sopesaba los hechos.
—¿Cree que podrá recuperarle?
—Me temo que no. Los espíritus de los semimuertos se sentirán atraídos por él como polillas por la luz, intentando alimentarse de su fuerza vital para poder volver ellos al mundo de los vivos. Casi con toda seguridad intentarlo sería un suicidio.
Parks suspiró.
—Vale. ¿Cuánto?
—Diez mil. Paga extra por ser «reino de los muertos con práctica seguridad de muerte».
—¿Cada uno?
—Ya que lo dice, ¿por qué no?
—Vale —dijo Parks apenas sonriendo—, recibirán su dinero ensangrentado… pero sólo si hay resultados.
—No pretendería que fuese de otra forma.
Spike me indicó que le siguiese y volvimos asaltar la verja. Mientras tanto, el agente de OE-6 nos miraba, sin saber si sentirse impresionado, hacer que nos internaran en un sanatorio o qué.
—¡Eso los ha asustado! —me siseó Spike mientras subíamos con esfuerzo por el terraplén. Pasamos por encima de unos trozos de guardabarros rotos y fragmentos de plástico fundido—. ¡No hay nada como un poco de «oh, oh, pasamos al mundo de los espíritus» para dejarlos cagados de miedo!
—¿Quieres decir que era todo mentira? —pregunté, no sin cierto grado de nerviosismo. Ya había participado en dos aventuras con Spike. En la primera, un vampiro por poco me muerde, y en la segunda casi me comen los zombis.
—Ya me gustaría —respondió—, pero si hacemos que parezca demasiado fácil no estarían dispuestos a soltar la pasta gansa. ¡Será coser y cantar! Después de todo, ¿qué podemos perder?
—¿La vida?
—¡Bah! Tienes que relajarte un poco, Thursday. Considéralo una experiencia… parte del rico tapiz de la muerte. ¿Lista?
—No.
—Genial. ¡Vamos a darles a los semimuertos donde más les duele!
Recorrimos cinco veces el tramo entre las salidas 16 y 17 sin ver más que conductores aburridos y un par de vacas. Empezaba a preguntarme si Spike sabía realmente lo que se traía entre manos.
—¿Spike?
—¿Sí? —respondió, concentrándose en un campo vacío que le parecía que podía contener el portal a la muerte.
—¿Qué buscamos en concreto?
—No tengo ni la más remota idea, pero si el presidente puede pasar sin morir, nosotros también. ¿Estás segura de no querer situar a Biffo en la ofensiva del aro medio? No se le saca partido en defensa. Podrías poner a Johnno de golpeador y emplear a Jambe y a Snake para reforzar la defensa.
—Puede que no importe si no doy con otros cinco jugadores —respondí—. Conseguí que Alf Widdershaine volviese como entrenador. Tú jugabas al cróquet campestre, ¿no?
—Ni lo sueñes, Thursday.
—Oh, venga.
—No.
Una larga pausa. Yo miraba el tráfico por la ventanilla y Spike se concentraba en conducir, mirando expectante de vez en cuando algún campo de los que bordeaban la carretera. Ya tenía claro que iba a ser un día largo, así que me pareció que aquél era tan buen momento como otro para sacar el tema de Cindy. No me apetecía matarla y Spike, bien lo sabía, no estaría precisamente encantado con su muerte.
—Por cierto… ¿cuándo os casasteis Cindy y tú?
—Hará unos dieciocho meses. ¿Has visitado alguna vez el reino de la muerte?
—Una vez, tomando café, Orfeo me describió la versión griega… pero sólo los detalles más importantes. ¿Cindy… eh… tiene trabajo?
—Es bibliotecaria —respondió Spike—, a tiempo parcial. Yo he ido un par de veces; no es ni la mitad de terrorífica de lo que imaginas.
—¿La biblioteca?
—La región de los muertos. Orfeo le pagó al barquero, pero no es más que un timo. Puedes hacerlo por ti mismo sin ninguna dificultad; los botes hinchables de la tienda de deportes van de fábula.
Intenté imaginar a Spike remando para adentrarse en el submundo empleando una lancha de colores llamativos, pero rápidamente descarté esa imagen.
—Bien… ¿En qué biblioteca trabaja Cindy?
—En la de Highclose. Tiene guardería, por lo que resulta muy cómoda. Yo quiero tener otro hijo, pero Cindy no está del todo segura. Por cierto, ¿cómo está tu esposo? ¿Sigue erradicado?
—En este momento deambula entre el «ser» y el «no ser».
—Entonces, ¿hay esperanza?
—Siempre hay esperanza.
—Lo mismo opino. ¿Alguna vez has tenido una experiencia cercana a la muerte?
—Sí —respondí, recordando que un tirador de la policía me había matado en un futuro alternativo.
—¿Cómo fue?
—Oscura.
—Suena a experiencia cercana a la muerte de lo más normalita —respondió Spike con alegría—. Yo las tengo cada dos por tres. No, vamos a necesitar algo un poco mejor. Para entrar en el otro mundo necesitamos pasar a un pelo de la muerte personificada y flotar allí, lejos de su alcance.
—¿Y cómo lo vamos a hacer?
—No tengo ni idea.
Tomó por la salida 17 y el cambio de sentido para incorporarse al carril contrario y dar otra vuelta.
—¿A qué se dedicaba Cindy antes de casarse?
—También era bibliotecaria. Desciende de una larga saga de bibliotecarios sicilianos… su hermano es bibliotecario de la CIA.
—¿La CIA?
—Sí; se pasa la vida viajando por todo el mundo… catalogando sus libros, supongo.
Daba la impresión de que Cindy había querido decirle a qué se dedicaba pero no había tenido valor. Era fácil que saber la verdad sobre Cindy conmocionase a Spike, así que pensé que sería mejor plantar en él algunas dudas. Sería mucho menos doloroso si lo deducía por su cuenta.
—¿Se gana mucho como bibliotecario?
—¡La verdad es que sí! —exclamó Spike—. En ocasiones la llaman para trabajos extra, indexaciones de emergencia o algo así, y le pagan en billetes usados… metidos en maletines. No sé cómo lo hacen, pero lo hacen.
Suspiré y me rendí.
Dimos dos vueltas más. Parks y el resto de los agentes de OE-6 hacía tiempo que se habían aburrido y se habían largado, y yo también empezaba a estar un poco cansada.
—¿Cuánto tiempo tenemos que hacer esto? —pregunté cuando dábamos la séptima vuelta a la rotonda de la salida 16, mientras el cielo se oscurecía y en el parabrisas empezaban a aparecer señales de lluvia. Spike puso los limpia, que protestaron con gemidos.
—¿Por qué? ¿Tienes algo que hacer?
—Le prometí a mamá que a partir de las cinco no tendría que cuidar de Friday.
—¿Para qué están las abuelas? Además, estás trabajando.
—Bien, ésa no es la cuestión, ¿verdad? —respondí—. Si la incordio, es posible que no vuelva a cuidar de él.
—Debería darte las gracias. A mis padres les encanta cuidar de Betty, aunque Cindy no tiene padres: a los dos los mataron tiradores de la policía mientras ejercían de bibliotecarios.
—¿No te parece un poco raro?
Se encogió de hombros.
—En mi trabajo a veces es difícil distinguir lo raro de lo que no lo es.
—Comparto esa sensación. ¿Estás seguro de no querer jugar en la Superhoop?
—Antes le haría la ortodoncia a un hombre lobo. —Pisó el acelerador a fondo y se fue metiendo entre el tráfico que esperaba para volver a la M4 en dirección oeste—. Ya estoy aburrido. ¡Muerte, cúbrenos con tu manto!
El coche de Spike salió disparado y ganó velocidad rápidamente por el cambio de sentido mientras un diluvio de lluvia veraniega caía súbitamente sobre la autopista, tan intensa que incluso con los limpias al máximo la visibilidad era mínima. Spike encendió los faros y entramos en la autopista a una velocidad endiablada, atravesando las salpicaduras de un leviatán antes de pasar al carril rápido. Eché un vistazo al velocímetro. La aguja se acercaba a los ciento cincuenta.
—¿No crees que es mejor reducir un poco? —grité. Pero Spike se limitó a sonreír como un loco y adelantó a otro coche. Ya íbamos a casi ciento sesenta cuando Spike señaló por la ventanilla y gritó:
—¡Mira!
Miré los campos vacíos; no se veía nada excepto una cortina de lluvia que caía desde un cielo plomizo. Mientras miraba, de pronto entreví una franja de luz tan débil como una luciérnaga. Podría haber sido cualquier cosa, pero para los ojos bien entrenados de Spike era justo lo que buscábamos… una grieta en el telón oscuro que separaba a los vivos de los muertos.
—Allá vamos —gritó Spike y dio un volantazo. El lateral de la M4 nos recibió con un destello y yo entreví apenas el terraplén, las ramas blancas del árbol muerto y la lluvia arremolinándose frente los faros antes de que las ruedas golpeasen con fuerza la zanja de drenaje y abandonásemos la carrera. De pronto sentimos la ligereza de estar en el aire y me agarré previendo un aterrizaje duro. No se produjo. Un momento más tarde conducíamos lentamente por un área de servicio en plena noche. Había dejado de llover y en el cielo negro como la tinta no se veía ni una estrella. Habíamos llegado.