ALMIRANTE LUJURIOSO IMPLICADO EN UN ESCÁNDALO CON BASTARDO
Nuestras fuentes han comunicado exclusivamente a este periódico que el almirante Nelson, el preferido del país y el muy condecorado héroe de guerra, es el padre de una hija de lady Emma Hamilton, esposa de sir William Hamilton. La relación dura desde hace tiempo, aparentemente con el conocimiento de sir William y lady Nelson, de quien el héroe del Nilo está separado. Historia completa en la página dos; editorial, página tres; grabados morbosos, páginas cuatro, siete y nueve; comentarios hipócritas y moralistas, página diez; chistes de mal gusto sobre una lady Hamilton con sobrepeso en las páginas doce y trece. También en este mismo número: informes sobre la derrota francesa y española en el cabo de Trafalgar, página treinta y dos, columna cuatro.
Portsmouth Penny Dreadful, 28 de octubre de 1805
Tras una sucesión de luces parpadeantes nos encontramos en la cubierta de un buque de guerra totalmente armado que se elevaba cuando el viento se acumulaba en sus velas. La cubierta estaba preparada para la acción y en todo el buque se sentía la expectación. Navegábamos flanqueados por otros dos buques de guerra, y hacia tierra una columna de naves francesas navegaba siguiendo un rumbo que nos haría entrar en conflicto. Los hombres gritaron, el barco gimió, las velas se hincharon y los estandartes se agitaron al viento. Nos encontrábamos a bordo del buque insignia de Nelson, el Victoria.
Eché un vistazo a mi alrededor. En el alcázar había un grupo de hombres, oficiales uniformados con casaca azul marino, calzones crema y sombrero con escarapela. Entre ellos había un hombre más bajo con uno de sus brazos uniformados metido elegantemente en una chaqueta llena de medallas y condecoraciones. No podría haber sido un blanco mejor ni queriendo.
—Sería difícil no acertar —dije.
—No hacemos más que repetírselo, pero es muy terco y no cede… dice que son insignias militares y que no teme mostrárselas al enemigo. ¿Te apetece un caramelo?
Me ofreció una bolsita de papel que rechacé. El buque volvió a elevarse y observamos en silencio cómo se iba reduciendo la distancia entre ambos barcos.
—Nunca me aburro de esta parte. ¿Los ves?
Seguí su mirada hasta donde tres personas se arracimaban al otro lado de un enorme rollo de cuerda. Una llevaba el uniforme de la CronoGuardia, otra una libreta de notas y la tercera cargaba con lo que parecía una cámara de televisión.
—Documentalistas del siglo veintidós —me explicó mi padre, saludando al otro agente de la CronoGuardia—. Hola, Malcolm, ¿cómo lo llevas?
—¡Bien, gracias! —respondió el agente—. Tuve algunos problemas tras perder al cámara en Pompeya. Quería sacar un primer plano o algo así.
—La vida es dura, viejo, la vida es dura. ¿Te apetece jugar al golf después del trabajo?
—¡Por supuesto! —respondió Malcolm, volviéndose luego para hablar con su equipo.
—La verdad es que resulta agradable volver al trabajo —confesó mi padre, volviéndose hacia mí—. ¿Estás segura de que no quieres un caramelo?
—No, gracias.
El buque de guerra francés más cercano emitió un destello y un penacho de humo. Un segundo más tarde dos disparos de cañón dieron inofensivamente contra el agua. Las esferas no se movieron tan rápido como yo había esperado… vi cómo volaban.
—¿Ahora qué? —pregunté—. ¿Nos ocupamos de los francotiradores para que no le puedan dar a Nelson?
—Nunca hemos podido dar con todos. No, debemos hacer trampas. Pero todavía no. En un momento así el tiempo es lo esencial.
Así que esperamos pacientemente en la cubierta principal mientras la batalla iba cobrando intensidad. A los pocos minutos, siete u ocho buques de guerra disparaban al Victoria. Los proyectiles rompían velas y aparejos. Uno incluso partió por la mitad a uno de los hombres del alcázar y otro dio cuenta de un grupito de lo que supuse que eran marines, que se dispersaron con rapidez. Mientras pasaba todo esto, el almirante diminuto, su capitán y un séquito reducido recorrían el alcázar rodeados por el humo de los cañones, el calor de los destellos de las bocas, las explosiones casi ensordecedoras. La rueda del timón se desintegró cuando la alcanzó un disparo y, a medida que avanzaba la batalla, nos fuimos desplazando por la cubierta, siguiendo el camino más seguro según los conocimientos superiores e infinitamente precisos que mi padre tenía de la lucha. Nos apartamos cuando un proyectil de cañón pasó a nuestro lado, nos trasladamos a otra zona de la cubierta cuando un buen trozo de madera caía de los aparejos, luego a una tercera cuando unos disparos de mosquete cruzaron el lugar donde nos habíamos estado ocultando.
—¡Conoces muy bien la batalla! —grité para hacerme oír.
—Así debería ser —me gritó—. He estado sesenta veces aquí.
Los buques de guerra francés y británico se fueron acercando cada vez más hasta que el Victoria estuvo tan cerca del Bucentaure que al pasar vi las caras de los oficiales en los camarotes de lujo. Tras una andanada ensordecedora de los cañones, la popa del buque francés se soltó cuando las balas de cañón británicas atravesaron de parte a parte la cubierta de cañones. En el recalmón, mientras los artilleros volvían a cargar, pude oír los gritos multilingües de los heridos. En Crimea había sido testigo de la guerra, pero de nada como aquello. Luchar tan de cerca con armas tan devastadoras dejaba los hombres reducidos a poco más que jirones y las súplicas de los supervivientes sonaban todavía peor sabiendo que con toda seguridad la asistencia médica que recibirían sería de lo más brutal y rudimentaria.
Casi me caí cuando el Victoria chocó con un barco francés situado a popa del Bucentaure, y mientras recuperaba el equilibrio comprendí lo cerca que estaban los barcos en ese tipo de batallas. No estaban a distancia… se tocaban. El humo de los cañones nos rodeó y tosí, y el silbido de los disparos cercanos de mosquete me hizo comprender que el peligro era real. Se produjo otro estruendo ensordecedor cuando los cañones del Victoria explotaron y el buque francés pareció estremecerse en el agua. Mi padre se echó atrás para permitir que un trozo grande de metal pasase entre nosotros y luego me entregó unos binoculares.
—¿Papá?
Metió la mano en el bolsillo y sacó, de todas las cosas posibles, nada menos que un tirachinas. Lo cargó con una bola de plomo que rodaba por la cubierta y lo tensó, apuntando a Nelson a través del humo que se agitaba.
—¿Ves al tirador en la plataforma delantera del aparejo francés?
—¿Sí?
—Tan pronto como ponga el dedo en el gatillo, cuenta hasta dos y di «fuego».
Miré fijamente el aparejo francés, di con el tirador y le vigilé de cerca. Estaba a menos de quince metros de Nelson. Era el disparo más fácil del mundo. Vi como tocaba el gatillo y…
—¡Fuego!
La bola de plomo voló del tirachinas y le dio a Nelson dolorosamente en la rodilla; cayó en la cubierta mientras el disparo que debería haberle matado se hundía en la madera sin causarle daño.
El capitán Hardy ordenó a sus hombres que llevasen a Nelson bajo cubierta, donde permanecería retenido durante el resto de la batalla. A la mañana siguiente Hardy sufriría su furia y no volvería a servir con él por desobedecer sus órdenes. Mi padre le dedicó un saludo al capitán Hardy, y el capitán Hardy se lo devolvió. Hardy había malogrado su carrera, pero había salvado a su almirante. Era un buen trato.
—Bien —dijo mi padre, guardándose el tirachinas—, todos sabemos cómo acaba esto. ¡Vamos!
Me agarró de la mano y nos pusimos a acelerar por el tiempo. La batalla acabó rápidamente y limpiaron por completo la cubierta; el día seguía a toda velocidad a la noche mientras navegábamos rápidamente de vuelta a Inglaterra para recibir una bienvenida jubilosa por parte de las multitudes que ocupaban los muelles. Luego el buque se desplazó de nuevo, pero en esta ocasión a Chatham, donde enmoheció, perdió los aparejos, los recuperó y volvió a moverse… pero en esta ocasión a Portsmouth, cuyos edificios se elevaban a nuestro alrededor a medida que avanzábamos a gran velocidad hacia el siglo XX.
Cuando desaceleramos volvíamos a estar en el presente, pero en la misma posición, en cubierta, aunque el buque estaba en dique seco y lleno de escolares con libretas de ejercicios que se dejaban guiar.
—Y en este punto —dijo el guía, señalando una placa en la cubierta—, el almirante Nelson recibió en la pierna el impacto de una bala perdida que probablemente le salvase la vida.
—Bien, trabajo terminado —dijo papá, poniéndose en pie y limpiándose las manos. Miró la hora—. Tengo que irme. Gracias por ayudar, garbancito. Recuerda: es posible que la Goliath intente atacar a los Mazos de Swindon, sobre todo al capitán del equipo, para asegurarse el resultado de la Superhoop, así que atenta. Dile a Emma… quiero decir, a lady Hamilton… que la recogeré a las ocho y media, de su hora, mañana… y dile a tu madre que la quiero.
Sonrió, se produjo otro destello rápido de luz y volví a encontrarme en el exterior del laboratorio patológico con Bowden, quien terminaba la frase que había empezado a la llegada de papá.
—…amos en los Montescos?
—¿Disculpa?
—He dicho si quieres oír mis planes para infiltrarnos en los Montescos —arrugó la nariz—. ¿Hueles a cordita?
—Me temo que sí. Escucha, tendrás que disculparme… creo que la Goliath podría intentar algo contra Roger Kapok y, sin él, tendremos todavía menos probabilidades de ganar la Superhoop.
Rió.
—Bardos fotocopiados, Mazos de Swindon, maridos erradicados. Te gustan las misiones imposibles, ¿no?